4

Durante las bucólicas tardes de agosto, Irina trabajó aplicadamente en su estudio. Cuando Lawrence llamaba con alguna excusa, siempre se emocionaba al oírlo, aunque fuese poco lo que tuvieran que decirse. El trabajo iba bien. Pero bien no era bastante bien. Aunque, a regañadientes, ella había dejado de lado el dibujo porque no se parecía en nada a sus compañeros, conservó en la mesa, clavada con chinchetas, la ilustración del Viajero Púrpura, a manera de recordatorio de una calidad esquiva que se alejaba de su alcance. Ese dibujo tenía vida, pasión, una intensidad y una emoción que ninguno de sus trabajos había vuelto a tener después. Los últimos estaban bien trabajados, y algunos eran preciosos, pero no la dejaban sin respiración. El Viajero Púrpura había sido una visita muy breve, y no había regresado.

Una tarde en que la ilustración que tenía sobre la mesa la aburría mortalmente, Irina se metió en el dormitorio para quitarse cierta inquietud que le ponía mal el cuerpo. Dado el calendario regular de pasables orgasmos que le permitía la vida con Lawrence, rara vez tenía la necesidad de desahogarse en solitario. Pero en ese momento no se aguantaba, y Lawrence no estaba en casa. Y aunque hubiera estado. Ya no conseguía recordar cuándo se habían acostado por última vez una tarde, omisión de la que puede surgir la coyuntura definitiva que pone fin al cortejo.

Entre las sensatas convenciones del duro ajetreo cotidiano y la demencia del abandono privado siempre hay un ínterin peculiar en que uno, estando todavía en sus cabales, decide enloquecer. Por ejemplo, en su juventud, Irina, totalmente dueña de sí misma, no le había dicho que no a una que otra pildorita engañosa o a una lengüeta de papel con una manchita misteriosa, precisamente para abdicar de ese dominio e incitar estados irracionales como la paranoia o una euforia injustificada y ver el mundo por un ojo de pescado. Pero abdicar de la propia cordura no es, en sentido estricto, nada muy cuerdo; por eso, en cuanto decidió masturbarse, entró en una región inferior situada un escalón por debajo de la razón y en el camino que conduce a la locura.

No se sentía realmente a gusto con esa actividad. Aunque liberar un poco de tensión en solitario difícilmente podía compararse a hacerlo con un hombre, tenía la sensación de que a Lawrence no le gustaría. Engañarlo consigo misma se parecía, en un sentido que ella era incapaz de expresar, al adulterio perfecto.

Irina nunca había preguntado si él también se daba ese gusto de vez en cuando, pero esperaba que lo hiciese. A decir verdad, era muy poco lo que sabía de lo que pasaba en la cabeza de su pareja cuando hacían el amor (¿poco? ¡Si no sabía nada!). Por el bien de Lawrence, y de los dos, era mejor que él siguiera manteniendo una cueva pornográfica secreta y atestada de vídeos lascivos que podía alquilar gratis.

Además, cuando Irina tenía veinte años, la imagen de un hombre haciéndose pajas había sido una de sus principales maneras de excitarse. ¿Por qué? Si sus propias sensaciones podían servirle de guía, follar con otra persona nunca salía del todo bien, nunca exactamente como debía. Le había encantado la idea de que fuera así, un hombre ciego con su propio placer. Y el autoerotismo era el sanctasanctórum, la auténtica definición de lo privado. Un número indeterminado de amantes de tiempos pasados se habían mostrado muy dispuestos a probar todas las variaciones típicas y unas cuantas más, pero lo único que esos hombres nunca estaban dispuestos a hacer por voluntad propia —con una memorable excepción— era masturbarse delante de ella. Sin embargo, ése era el descubrimiento inicial del que manaba todo el sexo; era la fuente. La mayoría de los chicos se habrían masturbado cientos de veces antes de conocer carnalmente a una chica, y es famoso el poder alucinógeno de las pajas de la adolescencia. La torpeza y los titubeos característicos de tantos episodios en que las mujeres pierden la flor deben de ser, en comparación, una decepción a escala mundial. Incluso en la vida adulta, es casi seguro que muchos hombres siguen experimentando un éxtasis muy superior meneándosela encima del inodoro mientras piensan en una pareja imaginaria, que llevándose a la cama a mujeres de carne y hueso con celulitis y una irritante compulsión a decir «en realidad…» al comienzo de cada frase. Curioso, ¿no? Puesto que lo mismo podía decirse de las mujeres, lo verdaderamente curioso era por qué alguien se tomaba la molestia de follar.

No obstante, esa tarde, cuando se tumbó encima de la colcha con los tejanos bajados, las caricias preliminares fueron más bien lánguidas. No perdió la razón. Hasta el momento, lo que hacía era exactamente igual de aburrido que pintar uno por uno los monótonos ladrillos granate de la casa de su protagonista, la tullida.

Decidió aplicarse con más vigor, pero poco consiguió aparte de irritarse los labios vaginales. No pudo liberarse de cierta pena de sí misma, la imagen de su cuerpo en la cama, las manos entre las piernas, los tejanos arrugados, las zapatillas de tenis dejando marcas en la felpilla blanca. Se sintió una tonta. Tenía algo de mezquino que las mujeres hicieran eso; algo vergonzosamente menor, irregular. Envidiaba a los hombres por lo vistoso del espectáculo masculino. Ellos podían ver cómo se les agrandaba y ponía tiesa una parte de sí mismos que una vez había sido pequeña, arrugada y mustia. Veían su propia excitación, roja, agresiva, a punto de estallar y estallando. Podían cogérsela con las manos, meneársela, apretar el objeto tridimensional de su deseo. ¿Cómo va una a comparar eso con unos cuantos resoplidos encima de las sábanas? Cuando se corrían, los hombres tenían algo que enseñarse a sí mismos. No era justo.

Para despegar, Irina necesitaba pensar en algo, inventarse algunas imágenes ilícitas, porque de otro modo más le convenía dedicar esa energía a fregar la loza del cuarto de baño. Sin embargo, ya podía evocar todas las visiones que quisiera en las que apareciera un hombre; todas la dejaban fría. En cierto modo, acostarse con Lawrence noche tras noche, verlo desnudo a diario cuando se metía en la ducha, eran cosas que habían convertido un apéndice, antes tan exótico, en algo accesible en cualquier momento y, por lo tanto, sin demasiada gracia, como un brazo o un dedo del pie. Seguía estando ahí, en su cabeza, esa puerta que se había negado a abrir hasta hoy, pero la había tenido cerrada tantas semanas, que el yeso parecía haber ido penetrando en las grietas. Ahora lo único que quedaba era una pared en blanco. Sin darse cuenta, se preguntó qué podía haber detrás.

Dándose permiso para ser muy, muy mala —y este ejercicio no tenía sentido si no se permitía serlo—, Irina evocó algo que se había convertido, en los últimos años con Lawrence, en un socorrido recurso: un simple chochito abierto al que ella mentalmente pegaba la boca. Sin embargo, incluso en los momentos de mayor embriaguez, un rincón de su mente se sentía eternamente a disgusto con esa fantasía. No sólo incómodo, sino también confundido. No tenía nada contra esas mujeres, por supuesto, pero ella no se consideraba lesbiana y nunca había deseado a una mujer, y mucho menos se había enamorado de una. Además, esa proclividad relativamente reciente era inexplicable si repasaba su biografía. Cuando era más joven, su fijación con el pene, y exclusivamente con el pene, había rozado la ninfomanía. Si tuviera que visualizar una cita clandestina con una bollera de verdad, se veía de pie, vestida, mirando a una mujer extraña como si fuese un poste y conversando nerviosa acerca de la decoración de la habitación del hotel que habían elegido para encontrarse. Por pura obligación, puede que intentara darle un beso con la boca cerrada, un beso que sería repulsivo, demasiado flojo y húmedo, y que tendría el mismo efecto erótico que besar una ocra recocida. Recogiendo sus cosas a toda prisa, se disculpaba profusamente ante esa dama amabilísima por haber cometido un error tan tremendo.

Por otra parte, los genitales imaginarios siempre estaban flotando en el aire, no adscritos a un cuerpo más grande, ni a una cara. Aunque por fin comenzaba a entrar en un estado que podía calificarse de excitación, su ensoñación acabó interrumpida por una revelación nada grata que le vino a la cabeza como uno de esos anuncios chocantes de los vagones de la Northern Line, a saber, que lo que en realidad hacía no era sino imaginarse a sí misma. Lawrence, por ser a la vez una oferta ilimitada en sentido físico y, no obstante, inaccesible en todos los demás, sin darse cuenta había convertido su sexo en un engorro. Y como, al fin y al cabo, ella era una heterosexual incurable, a partir de ese momento el universo sexual de Irina McGovern había ido encogiéndose hasta quedar reducido a Irina McGovern y punto.

No era suficiente. La vagina se le cerró, vibró y se relajó. Eso no era un orgasmo. Era un stop, un frenazo en seco, tan poco ceremonioso como el traqueteo y la súbita calma de un tren parado debajo del Támesis. No poco desconcertada, miró el acogedor dormitorio y los tejanos hechos una pelota en las rodillas. Se los subió y se abrochó la hebilla del cinturón con un pragmático «se acabó». No se había corrido, pero el entretenimiento de esa tarde había terminado.

Extraño, lo triste que era. En su larga vida privada, no caracterizada precisamente por falta de recursos, Irina nunca había dejado de rematar una ocasión de esta naturaleza con resultados satisfactorios, y eso que recordaba haberse masturbado por primera vez con sólo cuatro añitos. Qué raro, ¿no?, volverse incompetente en la materia. Pero si la fantasía lésbica era una objetivación visual de sí misma, o si de verdad era una tortillera reprimida que se moría de ganas de comerse un coño, la fantasía era casi tan vieja como el denim pálido y forrado de franela de sus tejanos de segunda mano. Y estaba bien gastada.

Demasiado trastornada para volver a ponerse a trabajar, se dio el gusto de salir a dar un paseo y se aventuró hasta el puente de Londres para después poner rumbo a la City. Como un ritual, desaprobó, chasqueando la lengua, la proliferación de elegantes pisos de lujo en construcción que estropeaban la atmósfera cochambrosa y dickensiana del barrio. Caminó con cuidado para evitar los andamios cargados de bloques de cemento que se tambaleaban. Sólo corriendo hacia el bordillo a toda velocidad consiguió esquivar el parachoques de un camión que se saltó el semáforo de Trinity Street. Se quejó del execrable nivel de la conducción en la ciudad. Los londinenses no respetaban nada a los peatones, y dados los riesgos que representaba andar sólo dos o tres calles en el propio barrio, uno podría haberse ido perfectamente a hacer paracaidismo acrobático.

Pronto pasó a un estado de ánimo más reflexivo. Los anuncios de las paradas de los autobuses —los reclamos lascivos, las mujeres pechugonas que promocionaban tal o cual producto— le parecieron extraños. Casi todas las campañas publicitarias tenían algo que ver con el sexo, e Irina no había conseguido entender por qué en toda su vida. El viejo mete y saca parecía un recurso tan conocido, tan trillado… ¿Qué tenía de excepcional? Las parejas, cuando se magreaban, parecían entregadas a una actividad inexplicable, y ella se preguntaba por qué, en lugar de follar, no iban al Museo Imperial de la Guerra, o a la biblioteca, a leer libros sobre arquitectura georgiana.

La libido de Lawrence era robusta para su edad, e Irina era una mujer afortunada. Sin embargo, la dura verdad era que siempre que él, por medio del código consistente en estirarse y bostezar, le hacía saber que esa noche prefería irse directamente a dormir, ella solía sentirse aliviada. Y eso la hacía sentirse como su madre (que, aunque entregada en cuerpo y alma a unos cuidados que la hicieran estar siempre divina, daba la impresión de pensar que el sexo era un fastidio y una complicación; ella prefería cosas más provechosas, como el poder, la atención y la envidia de las otras mujeres y, no en último lugar, la envidia de sus propias hijas). Su inclinación, cada vez más marcada, a librarse de una actividad tan accesoria, repetía la sexualidad sufrida de las generaciones anteriores de mujeres para las que el coito era un «deber de esposa», el oneroso precio del sostén económico. Y pensar que Irina se había arriesgado a recibir todos los castigos imaginables cuando a los dieciocho años se escapaba por la ventana del dormitorio de Brighton Beach y se lanzaba a la búsqueda de las dudosas atenciones de chicos con la cara llena de granos. Ahora que podía follar hasta quedar rendida con sólo desplazarse unos siete u ocho centímetros a la izquierda una noche cualquiera, prefería escaquearse.

Puede que envejecer fuera eso. Se cansaba una del sexo, incluso del buen sexo, del mismo modo que nos cansamos de los espaguetis a la carbonara si los comemos tres veces por semana. O tal vez existía algo llamado pereza sexual, de la que ella había enfermado. En muchos aspectos, Irina era una mujer hacendosa; nunca compraba zanahoria rallada. Pero el éxtasis también era un esfuerzo.

Perdida en estas cavilaciones, levantó la vista, sorprendida. Ya casi había llegado al East End.

La mañana del 31 de agosto, después de pasarse veinte minutos en la escalera dándole ánimos —con muy pocos resultados— a una inquilina desconsolada, Irina volvió al apartamento con el Sunday Telegraph en la mano.

—¡No te lo vas a creer! ¡Diana!

—¿En qué anda ahora esa arpía? —dijo Lawrence.

Irina reconoció el gesto con que Lawrence solía dar comienzo a sus imitaciones de la princesa, la cabeza gacha y el primer parpadeo travieso, y se puso a agitar los brazos como una desesperada.

—¡No empieces! ¡Esta mañana no! ¡Lo lamentarás!

—«Me encantaría ayudar a los desfavorecidos…».

—¡Basta! ¡Ha muerto!

Mientras Irina le leía en voz alta el artículo de fondo, sintió pena por él. Pero para Lawrence ese artículo no era la noticia del día. Sólo se podía estar triste. Es posible que la princesa Diana no fuese una mujer muy brillante, pero no se merecía morir. Aparte de alguna lección discutible sobre si los paparazzi no debían poner tanto celo en su trabajo cuando perseguían a los famosos, una opinión que en sí nada tenía que ver con Lawrence, la noticia no incluía una moraleja sustanciosa a la que pudiera hincarle el diente. Lawrence sólo podía mantenerse al margen y manifestar con alguna frase insulsa la solidaridad con todos los demás.

Llamadla perversa, pero, para Irina, era de lo más natural sentirse inmediatamente triste cuando algo malo ocurría.

Era difícil pensar en alguien a quien Irina pudiera confiarle, sin sentirse inhibida: «Estoy un poco nerviosa porque el otro día me masturbé y no pude correrme». La única candidata era Betsy Philpot, cuya franqueza rozaba la ordinariez.

Betsy y Leo tenían dos hijos y, a diferencia de cierta holgazana «por cuenta propia», los dos trabajaban de nueve a cinco en sendos despachos. Por lo tanto, Irina insistió en que no le importaba desplazarse hasta Ealing. Betsy protestó sin mucho entusiasmo, pero terminó escogiendo un tugurio indio a dos calles de su casa.

El viaje fue la pesadilla de costumbre, e Irina llegó cuarenta minutos tarde. Cuando arremetió contra las penalidades que suponía coger la Piccadilly Line, Betsy la interrumpió.

—La vida es corta, y esta noche más corta todavía. ¿Aún no dominas la etiqueta de Londres? Nadie quiere saber nada de las obras del metro. Estás aquí, y eso, visto el estado actual del servicio de transporte subterráneo, no hace sino probar que Dios existe. Bebe algo.

Inclinada a tomar sólo un poquito más de vino cuando estaba lejos de la mirada reprobatoria de Lawrence, Irina se sirvió de la garrafa una copa de abstemia de vino tinto. Mientras comían los papadums, le preguntó a Betsy por sus nuevos proyectos de edición, si Leo tenía posibilidades de conservar el trabajo y cómo iban los estudios de los hijos. Cuando terminó de preguntar, en la cesta del aperitivo ya no quedaba nada.

—Oh, cariño —comentó Irina, mojando que era un gusto el último papadum en la salsa picante de cebolla cruda—. Tal vez debamos pedir otra cestita. Tú apenas has probado los papadums.

—Porque he sido yo la única que ha hablado.

—Entonces por mí no pidamos —dijo Irina—. Sinceramente, a veces dudo si ver a mis amigos sencillamente porque no consigo imaginar nada de que hablarles. Si dijera, por ejemplo: «Por fin he encontrado el amarillo perfecto para el patito de la bañera…», bueno, no creo que eso sirviera para entablar una conversación brillante.

—Siempre hay temas de actualidad.

—Si lo que quieres es hablar de artículos de prensa, prefiero quedarme en casa.

—¿No habláis de otra cosa Lawrence y tú?

Irina frunció el ceño.

—No, la verdad es que no. Ah, sí, de televisión. Lawrence puede hablar horas de las bondades de Homicidio y Ley y orden.

—¿Nunca habláis de cómo os sentís?

—¿Qué quiere decir «sentir»?

Betsy ladeó la cabeza.

—¿Eres un robot?

—Lawrence se interesa por el mundo exterior a él. Lo que ocurre, lo que podría ocurrir, y cómo impedirlo.

—¿Y tú? ¿A ti qué te interesa?

—Bueno, creo que lo mismo. Intento estar al día.

—Entonces os gusta de verdad hablar de si el IRA va a mantener el alto el fuego.

—Podríamos hacer cosas peores. ¿Qué más se puede hacer? —Irina no había entendido nunca por qué esa manera de ser daba la impresión de ser nihilista, y se alegró de que un camarero las interrumpiese para tomar la comanda. Al final, pidió más papadums, y arroz basmati, chapatis, samosas, pollo vindaloo y guarnición de verduras.

—¿Me equivoco si afirmo que el ejército al que le vamos a dar de comer está acampando fuera? —dijo Betsy, que había pedido cordero korma.

—Estoy muerta de hambre. No sé por qué, pero llevo semanas sin parar de comer.

—Sí, se te ve… sanota.

Ésa era la clave de acceso de su madre.

—¡Gorda, querrás decir!

—¡No! ¡Así rellenita estás muy bien! —se retractó Betsy—. A veces pareces un niño de la calle.

Betsy tenía razón; Irina no quería desperdiciar el tiempo hablando del alto el fuego del IRA. Entre una samosa y otra, se aventuró a decir:

—Bueno… Mira, Betsy, en julio… me ocurrió algo.

—Encontraste el amarillo perfecto para el patito de goma de la bañera.

—Casi besé a alguien.

—¿Casi? Cariño, sí que necesitas algo de que hablar.

—No lo hice, pero estuve terriblemente tentada. Me siento como si hubiera evitado el desastre por un pelo.

Betsy estalló en carcajadas.

—Irina, eres una pequeña moralista encorsetada. Apuesto a que eres una de esas personas que encuentra un error a su favor en el extracto de cuenta y llama inmediatamente al banco.

—No te burles. Nunca me había vuelto a sentir tan atraída por otro hombre desde que Lawrence y yo nos conocimos.

—Es asombroso.

—La fidelidad empieza en la cabeza.

—O sea, ¿que has pecado con el corazón?

—Jimmy Carter no andaba muy errado.

—¿Y por qué no lo besaste? A lo mejor te hacía bien. Yo, en esas presentaciones de libros donde sirven demasiado vino, he terminado besuqueándome más de una vez. Cuando se te pasa la borrachera, pasan unos cuantos días sin que puedas mirar al tipo a los ojos si te lo cruzas en el pasillo y tomártelo a broma. Pero es una actividad que mantiene la sangre en circulación.

—Oh, no finjas ser tan dura, Betsy. No cuela. De verdad me hizo mal vivir un momento como ése. No creía que fuese posible.

—¿Qué tal el tema polvos con Lawrence? ¿Ha empeorado?

—¡No, va bien! Aunque se ha vuelto rutinario, obvio.

—¿Por qué obvio?

—Bueno, todas las parejas casi siempre lo hacen de la misma manera.

—¿Y tú cómo lo sabes?

Irina se contuvo y no dijo: «Lo dice Lawrence».

—Es cosa sabida, ¿no?

—En mi caso, con Leo, nada de lo que hacemos cada seis meses puede calificarse de rutina.

—Pero ¿de verdad crees que es importante no hacerlo muy seguido?

—Sí —dijo Betsy, brusca—. Probablemente.

—Yo no estoy tan segura. De hecho, últimamente el resto del mundo no tiene sentido para mí. En la televisión, en los anuncios, en el cine…, todo el mundo está metiéndole mano a alguien. Me parece aburridísimo. ¿Es terrible lo que estoy diciendo? El sexo me aburre.

—¡Vaya! ¿Seguro que hablamos las dos de sexo de verdad?

—Sexo de verdad durante muchos años, sí. Francamente, la mayor parte de las veces es demasiado complicado. Preferiría irme a dormir. Pero así es como termina. Primero vamos todos calientes, desviviéndonos por follar; después, el fuego se apaga. Y a la hora de la verdad lo importante no es la parte picante del asunto, lo que pasa en el dormitorio, sino si a los dos les gusta el pollo vindaloo. De hecho, hace poco leí por casualidad en el periódico un estudio en que medían esas sustancias químicas que corren por la sangre cuando uno se enamora. Según parece, nadie es capaz de mantenerlas activas más de un año y medio. Más o menos.

Betsy la miró con los ojos entrecerrados.

—Y yo que creía que eras cínica.

—No soy cínica, soy pragmática. Sé que te has sentido frustrada, físicamente, digo, con Leo. Pero tenéis dos niños preciosos y podéis mantener una conversación. ¿Qué más necesitas?

—Siempre creí que para ti la pareja que formas con Lawrence era algo más —dijo Betsy, derrotada.

—¡Sí, es mucho más! ¡Y para los dos! Y lo del sexo va bien. Sólo que…, bueno, una pequeña decepción. —Irina colocó un chile verde entero encima de un trocito de pollo. Precario equilibrio—. No me besa. Hace años que no me besa.

Betsy dejó de comer.

—Eso es lo único alarmante que has dicho desde que nos hemos sentado.

—No debería ser tan importante.

¡Ay! Comerse ese chile fue como meterse un chute, y a Irina se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Lo cual quiere decir que lo es.

—No, quiere decir que no debería serlo, y puede que no lo sea.

—¿Hay algo que te impide besarlo?

—No. A veces lo intento. Pero ahora se ha vuelto raro. Algo radical.

—Besar es radical. Y por eso es importante.

Irina sonrió victoriosa.

—Hace unos minutos has dicho que besarse con colegas en fiestas literarias era algo que uno después podía tomarse a broma. Hace unos minutos has dicho que debería haber besado a ese otro hombre por capricho aunque sólo fuese para mejorar mi circulación sanguínea. ¿Y ahora un beso es… radical?

—Nunca he dicho que sea una mujer coherente. Pero tú tampoco lo eres. Según tú, por no besar a ese misterioso personaje te salvaste del fin del mundo por un pelo, pero cuando se trata de Lawrence, besar no tiene importancia. No se puede tenerlo todo, bonita. Pero, ya que estamos, ¿no podemos volver a la parte divertida? ¿Quién es ese tipo al que quisiste besar y no besaste?

—Vas a pensar que estoy loca.

—Ya pienso que estás loca. Por atormentarte tanto con algo que ni siquiera hiciste.

—Tienes que prometerme que no se lo dirás a Jude. Por lo que más quieras.

—Espera… ¿Ramsey Acton? —Pese a no creérselo, Betsy añadió—: Bueno, ahora no sé si de verdad estás loca. Está como un tren.

—No tengo idea de lo que me pasó. Antes yo nunca lo había mirado con esa intención.

—Yo nunca lo he mirado con otra. A mí el snooker me da sueño. Pero esa boca no tiene nada de soporífero. ¿Estás segura de que tomaste la decisión correcta?

—Nunca me sentí tan aliviada como a la mañana siguiente. Me gusta tener una vida limpia. Detesto los subterfugios. No tengo nada que ocultarle a Lawrence y pienso seguir así.

—¿Absolutamente nada? Eso es difícil de creer. Y si es verdad, es deprimente.

—De acuerdo, de acuerdo, de ese impulso no le conté nada. Fue sólo uno de esos extraños momentos que podrían haber sido.

Betsy masticaba el cordero como si le diera vueltas a una idea.

—¿Habéis pensado alguna vez en tener un hijo?

—A veces queremos, a veces no queremos. El momento nunca nos ha parecido el oportuno.

—Nunca lo es. Eso se hace y punto.

—¿O sea que crees que de alguna manera tengo que enredar un poco las cosas? Me temo que te he hecho una descripción de nosotros como dos personas sosas y poco animadas. Pero no es así; lo único que me ocurre es que estoy quemada. A fin de cuentas, follar es follar, y en eso la mayoría de los hombres son intercambiables. Es en otros ámbitos donde difieren. Si saben o no algo del Sáhara Occidental, por ejemplo, o si sabrían sacarte sana y salva de un incendio.

—¿Te acuerdas de cómo era con Lawrence al principio?

—Claro. Era fenomenal. Nos excitaba tanto estar en la misma cama, que dormir parecía una pérdida de tiempo intolerable. Pero eso ya lo hemos vivido. Al cabo de un tiempo aparece otra cosa, algo más profundo, más pleno. Es algo musical; al principio todo son agudos, y la última parte de la relación es un solo y único grave.

—Y también puede ser innoble, en el sentido más sórdido. ¿O piensas que es imposible? ¿Que nadie lo preserva, que no dura?

—Creo que es bastante imposible. Eso es lo que todos dicen, ¿no?

—¿Les haces caso a todos?

Irina rió.

—Nunca te había imaginado tan romántica.

—No lo soy. De hecho, me asusta oírte decir que eso es lo que yo diría en otra conversación. En boca de otro suena más descorazonador. ¿Qué digo? Suena más siniestro, joder.

Irina se puso a roer lo que quedaba del último chapati.

—Pero yo quiero a Lawrence. Y da la casualidad de que es un gran amor, no uno de ésos en que apenas te da tiempo a bajarle la cremallera. No veo qué tiene de… siniestro.

—¿Habéis pensado en casaros? Puede que os haga bien a los dos.

—Podríamos. Aunque no sé en qué cambiaría eso las cosas.

—Nunca habría dicho que lo vieras todo tan negro.

—¡De eso nada! ¡No puedo ser más feliz!

—Tu felicidad tiene una extraña semejanza con la desesperación de los demás. Ese… momento con Ramsey. ¿Crees que él se dio cuenta? Ramsey puede ser muy burro.

—Tuve la inconfundible sensación de que él sentía lo mismo que yo. Aunque después se dijera a sí mismo que todo ocurrió en su cabeza. Y desde entonces no hemos vuelto a hablarnos. También por eso tengo miedo.

—Ergo, tienes miedo de ti misma.

—Es que Ramsey tiene un no sé qué… Sentí que esa noche despertaba en mí algo que llevaba mucho tiempo latente.

—Eso es lo más sano que has dicho en toda la noche.

—Tengo que mantenerme lejos de él.

—Es posible, pero lo que ha estado latente, sea lo que sea, podría rebelarse y salir a la superficie.

Agradecida porque Irina se había acercado hasta su barrio, Betsy pagó la cuenta y salieron.

—Tienes que hablar con Lawrence —le aconsejó Betsy.

—¿De qué? ¿De Argelia?

—A ningún hombre le encanta enterarse de que su mujer considera que el sexo la aburre tanto que prefiere dormir. Como mínimo, deberías conseguir que el muy cabrón te bese.

—¿Sabes lo humillante que es tener que pedirle a un hombre que te bese? Cuando te hace el favor, parece que estuviera comportándose como un buen campista.

—Conozco a Lawrence, y sé que le gusta ir sobre seguro. Mucha bravata intelectual, pero emocionalmente vive en una fortaleza. No deberías dejar que se salga con la suya. Oblígalo a que de vez en cuando se baje del burro.

Cuando Irina por fin llegó a casa, Lawrence gritó desde la sala:

—¡Es tarde!

Irina había esperado una hora en la estación de South Ealing antes de que se dignaran anunciar por megafonía que esa noche ya no habría más trenes para Piccadilly.

—Se me escapó el metro, y me ha llevado horas encontrar un taxi.

—¿Un taxi? ¿Tú?

El tono de Lawrence no era de censura, sino de agradecimiento. Eran casi las dos de la mañana, mucho más que tarde para una noche de dos amigas, y él seguramente se había angustiado pensando en asaltos, violaciones y accidentes.

—¿Por qué no me has llamado para decirme que volverías tan tarde? Podía estar preocupado.

—Lo siento, sí, tienes razón. Tendría que haberte llamado. Pero si me hubiera entretenido buscando una cabina que funcionara habría llegado aún más tarde. Puede que sea hora de que aflojemos y nos compremos un móvil.

—Aquí los móviles cuestan una fortuna. Y no soporto a la gente que va hablando a gritos por la calle con el amigo invisible. Ya es imposible distinguir a un ejecutivo de un indigente. Pero igualmente habrás tenido que buscar una cabina para llamar un minitaxi, ¿no?

—No quería confesarlo —dijo Irina, avergonzada—, pero como no tenía ningún número de radiotaxi, paré uno de los negros, en la calle. Me niego a decirte lo que me costó.

—Me importa una mierda —dijo Lawrence—. Gano un buen sueldo y me alegra que estés bien.

Irina se dejó caer a su lado en el sofá y Lawrence la miró intrigado. En el sofá era él quien se tumbaba; Irina tenía su sillón.

—Creo que eres maravilloso —dijo ella después de besarlo con los labios cerrados, pero en la boca.

—¿Y eso a qué viene?

—No, nada… Pero no te lo digo todas las veces que debería decírtelo.

Cuando le rodeó los hombros con un brazo, Lawrence se puso tenso. Parecía agobiado. Tras esperar un par de segundos, se separó cortésmente y se dispuso a irse a la cama.

La noche del viernes, el pragmatismo de Irina «la aguafiestas» había perturbado no sólo a Betsy, sino también a ella misma. El hecho de que considerase un milagro su relación con Lawrence no encajaba con ese aparente recorte de esperanzas. Ella nunca se había tragado la idea de que una relación era un trabajo, pero prestarse mutua atención era algo que no se podía menospreciar sin más.

Por desgracia para la página que Irina acababa de pasar, Lawrence aún no se había recuperado de un susto reciente con una boca. Aunque al principio accedió a las fervientes declaraciones de Irina, que opinaba que debían pasar más tiempo juntos, su afable cooperación nunca pareció hacerse extensiva a una tarde concreta. Tres veces le preguntó ella si quería ir a ver Boogie Nights, pero él tenía que terminar un artículo. Una vez lo invitó a que la acompañara al mercado de Borough, pero él detestaba ir de compras y prefería enclaustrarse en el despacho y poner al día todo lo atrasado. Y para preguntarle si el domingo la acompañaría a dar uno de sus paseos por Hyde Park o Regent’s Park, utilizó la construcción negativa: «No quieres ir a X, ¿verdad?», y con un toque de tristeza y desamparo. No, en efecto, Lawrence no quería.

Sus avances físicos no tenían mucho más éxito. Cuando por la mañana se le acercaba sigilosamente en la cama, Lawrence se retorcía y farfullaba que tenía calor. Si Irina volvía a acurrucarse en el sofá, su tentativa seguía pareciéndose a una incursión en territorio ajeno y al final volvía al sillón. Cuando lo cogía de la mano, en la calle, justo en ese momento él tenía que rascarse la nariz. Y pedirle, aunque sólo lo hubiese hecho una vez, que hicieran el amor mirándose a la cara, había sido un acto tan inútil que Irina no tenía ganas de volver a intentarlo, como pocas ganas tenía de pedirle, una vez más, que la besara. Uno no tendría que pedir y, en lo que atañe a la sintaxis, pedir no tener que pedir se parecía a torturarla demasiado.

Pero, por desgracia, Irina estaba tratando los síntomas, no la enfermedad. Había una razón por la cual Lawrence no sabía qué hacer cada vez que ella se le echaba sobre el pecho, en su sofá particular, y le cogía la mano con fuerza, cuando lo miraba a los ojos mientras hacían el amor y, más que nada —aunque parezca extraño—, cuando le abría la boca para que la besara. Si bien es posible invocar una variedad de abstrusas etiquetas psicológicas para el estado subyacente, la más sucinta decía: «Lawrence». Ninguna dolencia que respondiera a un nombre tan denso y complicado admitiría una cura de la noche a la mañana.

Así pues, Irina decidió tratar un síntoma que se había convertido en una enfermedad en sí: la televisión. Lawrence ponía las noticias cuando llegaba a casa y dejaba el televisor encendido durante la cena —lo importante era que hubiese algún ruido de fondo—. Después se apoltronaba delante de la caja tonta hasta que se iban a acostar. Hacer manitas era una cosa; pero esta vez Irina se aprestó para una pelea.

Cuando anunció que le gustaría hacer la prueba de tener la televisión apagada por las noches, Lawrence la miró consternado. ¿Y qué, le preguntó, proponía que hicieran en lugar de ver la televisión? Escuchar música…, leer…, sugirió Irina, con mucha cautela, pero Lawrence le señaló que él se pasaba todo el día leyendo o escribiendo algo, así que leer no, gracias. Él necesitaba desconectar. Y añadió que no tocaba ningún instrumento ni tenía un taller de carpintería ni era aficionado a hacer barquitos en botellas. ¿Qué sugería, que aprendiese a tejer? Fue uno de esos curiosos momentos existenciales en que sencillamente parecía haber muy pocas cosas que hacer en el mundo, y era deprimente. Irina ya no sabía qué decir.

—Podríamos… hablar —propuso.

—Pero si hablamos. Y además, hablar son más palabras —objetó Lawrence—. Antes de que existiera la electricidad, la gente se levantaba con el sol, trabajaba en el campo pisando barro de la mañana a la noche, y cuando paraba para comer algo, ya estaba oscuro. Vamos, que ya era de noche. No había otra cosa que hacer como no fuese dormir. Ahora hasta la gente como yo, que curra todo el puto día, dispone de más tiempo libre, más luz, de lo que es capaz de aprovechar. Y ya no sabe qué hacer. Para eso está la televisión. Ayuda a relajarse.

—La televisión también son palabras —dijo Irina, muy dócil ya a esas alturas.

—La televisión no implica ningún esfuerzo, y de eso se trata. Yo llego a casa agotado.

—Pero, Lawrence… Tanta televisión es infame. Ese ruido todo el rato. No estamos de verdad juntos.

Lawrence transigió —o fingió transigir—; con todo, ahora, en retrospectiva, puede decirse que fue un experimento amañado. Se puso a disposición de Irina tres noches seguidas, una bonita manera de decir que le echaba sus casi ochenta kilos en el regazo. La única diversión que a ella se le ocurrió fue jugar al Scrabble, actividad de la que Lawrence se abstuvo muy diplomáticamente diciendo que también eran más palabras. Por si fuera poco, después de poner la Q en una casilla azul marino —¡letra triple!— dos partidas seguidas, él parecía destinado a ganarle por un margen humillante. Derrotada en todos los sentidos, a la tercera noche fue ella la que puso la tele.

Y tanto más extraordinario fue que, dos noches después, Lawrence la apagara.

—Oye —empezó diciendo, colocándose en el sofá en la posición de quien se dispone a mantener algo más que una conversación—. Ya sé que no te interesa el snooker. En realidad, tampoco nunca has parecido interesarte por Ramsey.

—El snooker no está mal —dijo Irina, entre indiferente y curiosa.

—Mira, el Grand Prix empieza la semana que viene en Bournemouth y pensé que podría ver un par de rondas.

—Si me estás pidiendo permiso para ver la tele, ya me he dado por vencida.

—No, me refería a ir a ver el torneo.

—¿Solo?

—No exactamente. Ramsey estará allí. He pensado que podríamos montarnos una noche entre amiguetes, dos tíos solos, ya sabes, como hicisteis tú y Betsy.

—¿Por qué no quieres ir conmigo?

—¡No es nada personal! Pero no me importaría salir una noche con un colega.

—¡Ah! ¿Y por qué de repente tanto interés en quedar con Ramsey? No tenéis mucho en común. Dejó los estudios a los dieciséis.

—Ramsey no es estúpido.

—Puede que no lo sea, pero no me atrevería a calificarlo de intelectual. Dudo que sepa mucho de política británica, y mucho menos de los Tigres Tamiles de Indonesia.

—En Blue Sky puedo hablar de los Tigres Tamiles hasta que las vacas dejen de pastar.

—Con Bethany, supongo —dijo Irina, demasiado bajo para que la oyera, y cuando él le pidió que repitiese lo que había dicho, repuso que no tenía importancia.

—Con Ramsey —dijo Lawrence— hablo de snooker.

—¿Eso es lo que él quiere? Conmigo no habló de snooker.

—Mira, sólo pasaré en Bournemouth una noche. Y llevas no sé cuánto tiempo dándome la vara para que haga algo más que ver la televisión.

Mirándose las manos, que se le habían vuelto a helar, Irina dijo algo ininteligible.

—He estado pensando en cosas que podríamos hacer juntos, pero tú estás siempre ocupado. Y ahora que quieres hacer algo, te apetece ir solo. ¿Por qué haces todo lo posible para alejarte de mí?

Algo ablandado, Lawrence se arrodilló junto al sillón.

—Venga, Irina. No tiene sentido que vayamos juntos a un campeonato de snooker. Te aburrirías. Además, estará Ramsey. Si quieres que hagamos algo juntos, ¿no sería mejor que fuese entre tú y yo solos?

—Tú y yo solos parece ser una fórmula que no te atrae mucho de un tiempo a esta parte —dijo Irina, muy desanimada.

—Oh, qué gilipollez. Es que me parece mucho lío hacer el viaje hasta Bournemouth para ver un juego que no es precisamente el que más te gusta. Pero podríamos ver el campeonato juntos. Las primeras rondas las pasan tarde, a las once y media. ¿Y si antes salimos a picar algo rápido? ¿Como una cita?

Irina se reanimó.

—De acuerdo. ¿Eso te gustaría?

—¡Por supuesto! Y después, si Ramsey gana la segunda ronda, tal vez podría ir a Bournemouth una noche. Me pareció optimista.

—¿Has hablado con él? —preguntó Irina bruscamente.

—Por supuesto. ¡Entradas gratis!

—¿Y cómo está? —preguntó ella (y ojalá no se notara demasiado la nostalgia que vibró en su voz).

—Reconoció que se siente solo. Lo cual no deja de ser extraño si piensas en la vida social que tienen a su disposición los dieciséis mejores jugadores de snooker. Y después me soltó un rollazo sobre la suerte que tengo por haber pescado a una «chica con clase» como tú. Fue un poco raro.

—¿Por qué raro?

—Normalmente los hombres no nos decimos esas cosas.

—Bueno —dijo Irina—. A lo mejor deberíais hacerlo.

Para salir a «picar algo» lo que Irina quería era una gran noche en el Club Gascon, pero Lawrence prefirió un lugar más barato, y Tas lo tenían a un paso. Además, así no sería un lío volver a casa a tiempo para la primera ronda de Ramsey. Pero Irina estaba decidida a vestirse de punta en blanco aunque no salieran del barrio.

—¿Eso te vas a poner? —preguntó Lawrence—. ¡Tas es bastante popular!

—¿Por qué te molestas tanto siempre que me pongo guapa?

No fue su intención formular una pregunta retórica, pero Lawrence pensaba que la introspección era para los perdedores e Irina no obtuvo respuesta.

Tas era un establecimiento agradable con mesas de madera rubia, si bien demasiado iluminado y con un servicio más que rápido, uno de esos restaurantes en los que se podía entrar y salir al cabo de cuarenta y cinco minutos preguntándose qué había pasado.

—No es muy romántico —dijo Irina, lánguida, cuando se sentaron. (Les dieron una mesa al lado de la cocina).

—Bueno, a ti tampoco te van las sensiblerías. La comida es decente, y tengo hambre.

—Perfecto —dijo ella, con una intensidad nada a tono con el tinto peleón que pidieron—. ¿Cómo estás?

Lawrence no levantó la vista.

—Bien —dijo él, con aire ausente—. Que hayan invitado al Sinn Fein a participar en las conversaciones sin siquiera decir que lo lamentan es una mala noticia política. Pero estoy seguro de que por mi indignación van a encargarme unas cuantas columnas de opinión, así que me conviene.

Irina le había preguntado cómo estaba, no cómo le iba el trabajo, pero para Lawrence las dos preguntas eran sinónimas.

—Sospecho que a ti te conviene que el mundo entero vuele por los aires.

—¡Es verdad! —dijo él, muy alegre—. De todos modos, el mundo siempre está yéndose al carajo. Alguien podría sacarle partido. Ya sabes, a río revuelto…

—No sé por qué miras tanto la carta. Siempre pides lo mismo.

—Hojas de parra rellenas de cordero.

Lawrence tenía una fe ciega en las virtudes de la repetición, y es posible que nunca hubiese reflexionado sobre sus efectos insidiosamente erosivos. Poco a poco, el atractivo de esas hojas de parra iría menguando, pero él no vivía en un mundo de sutilezas y matices, y lo más probable era que una noche u otra terminara harto de ese plato. No llevaba la cuenta de las desintegraciones graduales. Para Lawrence, unas sobras en la nevera estaban buenas o estaban pasadas; Irina, en cambio, era capaz de detectar cómo esas sobras iban perdiendo poco a poco el sabor, y hasta el primer y casi imperceptible tufillo a podrido, sin necesidad de encontrar un verdadero bosque de moho para vomitar. En lo tocante a la comida, la visión de Lawrence, o blanco o negro, tenía repercusiones insignificantes, pero para Irina ese daltonismo era potencialmente peligroso. Lawrence no prestaba atención.

Mientras mojaba en la tahína un trozo esponjoso de pan de sésamo, Irina se detuvo a pensar en la impetuosidad de su repentino impulso de esa noche. Cierto, Tas no era un lugar romántico, pero cuando se intenta, digamos, preparar deliberadamente una noche romántica, lo más probable es que el romanticismo se nos niegue. La espontaneidad no puede planificarse.

Mientras tanto, Lawrence comentó:

—Espero que no te importe, pero les eché un vistazo a los dibujos que estás haciendo para Puffin. Son realmente… profesionales.

Irina suspiró.

—Sólo son aceptables. Hasta Ramsey insinuó que Jude podía tener razón cuando dijo que mis últimos trabajos no tenían gracia.

—¡Una mierda! Son preciosos.

—Preciosos no, bonitos. Soy ilustradora, pero, y lamento ser pretenciosa, no artista.

—¿Por qué tienes que ser tan dura contigo misma? ¡Para mí todo lo que haces es magnífico!

No estaban comunicándose. Lawrence metía el espíritu humano en el mismo saco mitológico de los elfos y las hadas.

Mientras comía la ensalada, Irina comentó:

—¿Sabes una cosa? Esta crisis financiera asiática puede ser mala para nuestras inversiones, pero podría tener un lado bueno. El baht está en caída libre. Unas vacaciones en Tailandia en los próximos meses podrían salirnos a precio de ganga.

—¿Y por qué querríamos ir a Tailandia?

—¿Por qué no? Nunca hemos estado en Tailandia. Dicen que las playas son fantásticas.

—Detesto la playa. Y si voy a ir al extranjero, preferiría un lugar que también me sirva para investigar algo. Si quieres que te sea sincero, he estado pensando en viajar a Argelia.

—¡No vas a ir a Argelia! —exclamó Irina.

—¿Por qué no? —preguntó él, con fingida inocencia.

—Porque en este momento es uno de los países más peligrosos del mundo.

—¿Y eso quién lo ha dicho?

—¡Tú! He leído ese artículo que publicaste en Foreign Policy.

—¿Ah, sí? —preguntó Lawrence, con timidez.

—Lo dejaste a la vista.

—Lo saqué del maletín, eso es todo.

—Creí que querías que lo leyese.

—Vale —dijo—. Es posible.

—Así que ya puedes olvidarte de Argelia. Antes te esposo al poste de la cama.

—Podría ser divertido.

Si hablara en serio…

—En cuanto a Tailandia… —dijo Irina, resuelta a jugarse el todo por el todo—. Pensé que podía ser un buen lugar para la luna de miel.

—¿La luna de miel de quién? —preguntó él, y no bromeaba.

Irina lo miró sin decir nada.

—Ah —dijo Lawrence.

—¿Eso es todo? ¿Ah?

—Supongo que una luna de miel implica casarse.

—Sí, por lo general es un requisito previo.

La cosa no iba bien.

Lawrence se encogió de hombros, expresando la misma escala de emoción que ella podría haber expresado si lo hubiera convencido con malas artes para que esa noche pidiera algo distinto en lugar de las benditas hojas de parra. No sólo la misma escala, sino también las mismas emociones. Escepticismo, cautela y temor.

—Supongo —dijo él—. Si quieres.

—Si yo quiero. ¿No tendríamos que quererlo los dos?

—Es idea tuya.

—Hace nueve años que vivimos juntos. No puedes decir que sea descabellada.

—No he dicho que lo sea. Me da igual que nos casemos o no.

—Te da igual.

—No haces más que repetir lo que digo.

—A lo mejor porque deseo que digas algo distinto.

—Mira, ya sabes que no soporto las ceremonias.

—Igual que no soportas la playa. Y a los demás.

—¿Estamos hablando de vestido de novia y banquete? Porque he estado en montones de bodas y me conozco el percal. Los amigos se quejan por lo que se han gastado en billetes de avión y en el hotel; la feliz pareja se queja por lo que se ha gastado en el restaurante. Las dos partes piensan que están haciéndose un gran favor mutuo. La juerga termina antes de que te des cuenta y lo único que te queda es una resaca de órdago. Las bodas son un tinglado. ¡Los únicos que les sacan partido son los floristas y los barmans!

—¿Has terminado? Porque yo no he dicho nada de banquetes. Un registro civil y un brindis íntimo con Korbel para mí son suficientes.

—Como mínimo ese día podríamos pasarnos al Veuve Clicquot —dijo Lawrence, que tenía sus principios—. Pero ¿qué te está pasando? Claro que podríamos hacerlo, pero también podríamos saltárnoslo, ¿no? ¿Por qué no seguir como estamos?

—¿Por qué no pedir hojas de parra con cordero una vez más?

Lawrence puso cara de no entender nada, e Irina no tenía energía para explicar nada puesto que no debería tener que hacerlo. ¿Por qué casarse? Porque sería divertido. Porque los mismos que decían que no soportaban las ceremonias eran los que las necesitaban, los que, sin la intromisión violenta de una ocasión, pedirían metafóricamente hojas de parra con cordero durante toda la eternidad. Porque —¿cómo decirlo, pensó Irina, cuando era él quien tenía que decirlo?— él quería pasar el resto de su vida con la encantadora y única Irina McGovern.

—Olvídalo —dijo Irina, cansada.

—¿Qué has querido decir con lo de las hojas de parra? Están buenísimas, como siempre. ¿Quieres una?

—Ya las he probado antes, bolshoye spasibo.

Un instinto le ordenó usar esa fórmula, más formal que las gracias a secas.

Volvieron a casa con tiempo de sobra para ver las retransmisiones del Grand Prix a las once y media, e Irina hizo palomitas. Se había tranquilizado, pero Lawrence parecía no darse cuenta.

No había visto a Ramsey desde aquella inquietante noche del cumpleaños, y sentía curiosidad por saber cómo reaccionaría al verle la cara. Cuando él salió al campo, Irina tuvo que recordarse que lo conocía. Parecía más viejo de lo que recordaba, era un hombre prácticamente demacrado. Aquella noche de julio, un travieso espíritu adolescente le había animado el rostro, sobre todo cuando le habló de Denise, la novia fiel de los dieciséis años a la que acompañaba a casa desde el club de snooker de Clapham y con la que se besaba en el parque público. Una vez le había mencionado que llamaba «Denise» al taco, un comentario que ahora dejaba un extraño resto de celos, aunque sólo fuera un leve rastro.

Sin duda fue un alivio que su arrebato de pasión prohibida no regresara. Debía sentirse agradecida por desearle a Ramsey poco más que vagos buenos deseos por su actuación. El hecho de que fuese un hombre atractivo había sido restituido a un plano abstracto y ya no representaba un peligro. Con todo, aunque aliviada, la atormentaba una misteriosa sensación de pérdida. Por lo general lamentamos que un deseo quede sin gratificación. Sin embargo, es posible que el deseo mismo fuese algo más precioso que su realización. Esos pensamientos de Irina eran subversivos. Y antiamericanos. La economía occidental florecía gracias a la imparable satisfacción en serie de los antojos, pero es posible que todo ese revuelto ciclo de desear y conseguir fuese un desatino. El deseo es su propia recompensa, y un lujo más raro de lo que imaginamos. A veces se puede comprar lo que uno quiere, pero nunca se puede comprar desearlo. Si es posible sofocar un deseo, alejarse de él, a la inversa el proceso no parece funcionar; es decir, no podemos obligarnos a anhelar algo si no lo anhelamos. Lo que Irina deseaba era el deseo. Anhelaba anhelar; suspiraba por suspirar.

Con gesto curiosamente sombrío, Ramsey preparó el break con la abatida modorra de un trabajador mal pagado que protege un malecón con sacos terreros. Viéndolo así, nadie hubiera dicho que el snooker era un deporte que él había deseado practicar en el circuito profesional desde que tenía siete años. Además, era un jugador famoso por su audacia, pero que se entretenía jugando sobre seguro y poniendo reparos a las tacadas largas por las que era famoso. Aunque era tradición que los comentaristas recomendasen discreción, los comentarios en off estaban teñidos de desencanto.

—Esa tacada ha sido muy prudente, Clive —comentó Dennis Taylor—. El Ramsey Acton de los ochenta nunca habría podido resistirse a mandar esa roja a la tronera de la esquina.

—¿Qué le pasa a Ramsey? —dijo Irina—. Parece tan flemático, tan… apático. ¿Crees que está deprimido?

Lawrence le contestó con un gruñido.

—… ¿Qué es un plant?

—Darle primero a otra bola para después darle a la que de verdad quieres meter en la tronera —le explicó Lawrence, sin ningún entusiasmo.

—¿Y cómo deciden quién tira primero?

—Creo que a cara o cruz.

—¿Se considera una ventaja ganar el break-off?

—Irina, ¿te importaría hablar más bajo, por favor, para que pueda seguir la partida?

—¡Bueno! ¿Cómo va a gustarme el snooker si no lo entiendo?

—¡La mejor manera de aprender algo es prestar atención!

La brusquedad de Lawrence la sacó de una complacencia aún mayor. Irina seguía sin entender qué había ocurrido exactamente aquella noche. Se levantó y apagó el televisor.

—Lamento haber levantado la voz, pero eso no quiere decir que dejemos de ver la partida, ¿eh? No seas cría.

—Estoy segura de que te gustaría olvidarlo, y por increíble que parezca, yo también casi lo he olvidado, pero durante la cena te he pedido que te casaras conmigo.

Lawrence se cruzó de brazos.

—¿Y?

—No has dicho ni sí ni no.

Estaba claro que Lawrence diría cualquier cosa con tal de que Irina volviese a encender el televisor.

—De acuerdo.

—¿De acuerdo?

—Sí. De acuerdo.

Irina se dejó caer en el sillón.

—Ésa es mi respuesta, entonces. De acuerdo significa no.

—Sospecho que no eres muy buena en matemáticas. No sé en qué cálculo «de acuerdo» equivale a «no».

—Te debo una disculpa —dijo ella—. Eres un hombre muy apegado a las tradiciones y yo nunca debería haber propuesto nada. Debería haber esperado hasta que estuvieras listo para arrastrarte por el suelo con un ramo de rosas y un anillo. Aunque esa escena sólo sea posible en una residencia para ancianos de la que ya no saldrás, cuando seas demasiado viejo para levantarte sin la ayuda de una enfermera fortachona.

—No lo capto —dijo Lawrence—. He dicho que sí. ¿Por qué te enfadas?

—No me enfado. —Aunque pueda parecer asombroso, era cierto—. Pero no has dicho que sí, has dicho «de acuerdo». Y ninguna mujer que se respete a sí misma se casaría con un hombre que dice «de acuerdo». Si la perspectiva de casarte no se presenta como lo que deseas más que cualquier otra cosa en el mundo, entonces, olvídalo.

—¡Pero si yo no tengo ningún problema!

—¿Ningún problema? La verdad es que no soportarías tomarte libre toda la tarde del sábado para una tontería como casarse cuando podrías estar recuperando trabajo atrasado en Blue Sky. De todos modos, es demasiado tarde.

Aunque Lawrence lamentara mucho perderse el Grand Prix, no quería herir los sentimientos de Irina. Así pues, se prodigó unos minutos explicándole las reservas que le provocaba el matrimonio de sus padres, las pocas ganas que tenía de cambiar nada puesto que ya era muy feliz tal como estaban, y al final le dijo que estaba dispuesto a casarse si eso significaba algo para ella, sin comprender, como de costumbre, que la idea también tenía que significar algo para él.

Entretanto, Irina siguió pensando que a esas alturas ya era demasiado tarde para una boda. Quizá hubo un tiempo para celebrar que se habían conocido, e incluso para invitar a los amigos a compartir la ocasión sin pensar en el dinero que iba a costarles. Pero si ese momento alguna vez existió, ya había pasado. Como en esas penosas renovaciones de votos típicas de la Edad Media, ahora el gesto sólo se interpretaría, para ellos y para los demás, como un esfuerzo desesperado por revivir algo que, en consecuencia, implícitamente se estaba muriendo. Lo cual no era así. No estaba muerto ni estaba muriéndose. Estaba callado, nada más.

Su relación con Lawrence era lo que era y había ido como había ido, y no tenía sentido intentar convertirla en otra cosa por la fuerza. Era satisfactoria, era estable y sólida, era cordial. Irina podía poner su vida en manos de Lawrence; en realidad, ya lo había hecho. Pero las emotivas promesas ante el altar y ese deseo voraz de tragarse a un hombre, un deseo con el que se había topado por pura casualidad en julio, no estaban incluidos en el paquete.

Dejó que Lawrence siguiera farfullando su larga retahíla de motivos y disculpas hasta que se le agotaron, pero se mantuvo firme en lo tocante a retirar la proposición hasta que le pidiera en serio que se casara con él. Y quería ese número cómico en que él se hincaba de rodillas mientras ella le decía rotundamente que no. Al final, Irina consiguió que volviera al sofá e insistió en preparar otra tanda de palomitas, pues la mitad del bol que quedaba se había enfriado. Acurrucada en su sillón de siempre una vez que la debacle pareció oficialmente terminada, ni siquiera sintió la tentación de llorar.

Tal vez habría debido sentirla.