Una exasperante tarde de agosto —otra más—, Irina se puso a hojear las ilustraciones para Veo rojo hasta la deslumbrante llegada del Viajero Púrpura, cogió las páginas por las esquinas y las arrancó del cuaderno de dibujo. Sin permitirse volver a ponderar la situación, no tardó nada en partirlas por la mitad, hacerlas un bollo y mandar los poco inspirados dibujos azules a la papelera. Sólo los nuevos tenían vida. Sólo las últimas ilustraciones eran tolerables para ella, las visitadas por un personaje de otro mundo, alto y espeluznante, cuyos colores arrebatados y estrafalarios harían saltar por los aires el cerebro atrofiado de cualquier indigente visual educado en el espectro limitado que va del azul medianoche al cerúleo. ¿Cómo había podido soportar esas nueve primeras ilustraciones, tan mediocres todas, sin rojo? No obstante, decidió volver a atacar los azules. Una vez vueltos a dibujar vibrarían con sentimientos de necesidad, deseo, privaciones, con todo el dolor y la pena que daban al blues sus connotaciones emocionales y musicales.
Aunque se dijo a sí misma que sólo estaba comportándose como una profesional, la impaciencia por eliminarlos terminó resultándole incómoda. ¿Qué otra cosa que hubiera hecho antes, del mismo valor, y en la que se hubiera volcado con semejante meticulosidad, podía hacer ella trizas de buenas a primeras y tirar a la basura por «mediocre» y «falta de inspiración»?
Entretanto, justo cuando Irina empezaba a dominar la técnica de inventar excusas para explicar por qué no estaba en casa cuando Lawrence llamaba, él dejó de pedirle explicaciones. Hacia finales de mes, cuando ella llegó otra vez al apartamento apenas unos segundos antes que él, ya no la esperaban en el contestador esos mensajes de «por favor, cuelgue y llame otra vez». Si no estaba, Lawrence no quería saberlo, así que es posible que tampoco quisiera saber por qué.
Para Irina, su compañía era inaguantable.
Siempre un poco excesiva, la teleadicción que compartían se volvió malsana. Noche tras noche se apoltronaban aletargados en el lugar que cada cual se había asignado, contentos los dos por la existencia de un objeto tan milagroso, un aparato que facilitaba pasarse varias horas de un tirón sin moverse de la sala, y sin hablar, y que a la vez presentaba ese comportamiento antisocial y catatónico como algo absolutamente normal. Nerviosos ante la perspectiva de encontrarse de golpe con un agujero negro en la programación que pudiera forzarlos a apagar el televisor —una mortal confluencia de World’s Wildest Police Videos, Gardener’s World y House Doctor, pongamos—, Lawrence adquirió la costumbre de volver cada tarde del trabajo con un vídeo.
Irina no lograba seguir los argumentos más primitivos de las películas que alquilaba. Las visiones que habían empezado aquella primera y fantasmagórica tarde de domingo no habían hecho más que multiplicarse, suministrando mucho más drama paralizante que cualquiera de las cintas que Lawrence sacaba del Blockbuster. Y eran visiones, de eso no le cabía duda; no eran fantasías. No parecía inventarlas como un fabulista, sino «ser sometida» a ellas como Alex en La naranja mecánica, con los brazos atados y los párpados abiertos por la fuerza. Dudaba de poder frenarlas aunque lo intentara. Pero claro, no lo intentó.
Golpean a la puerta. Es de noche, tarde. No esperaban visitas. Irina flaquea. Sabe de antemano, y a la perfección, quién llama y lo que el visitante requerirá de ella. Cansada y sin fuerzas en el sillón, tarda en levantarse. Sigue a Lawrence al recibidor. En el rellano está Ramsey Acton, más tieso que un palo de escoba, inmóvil. En la vida real nunca habría viajado con su pertenencia más querida fuera del estuche, pero, en este solemne misterio, tiene el taco en la mano y clava la punta en el linóleo como un cayado. Vestido de negro, parece un personaje del Viejo Testamento, uno de los profetas. Sus ojos azul grisáceos son desgarradores. No ven a Lawrence; miran directamente a Irina por encima del hombro de Lawrence. La negativa de Ramsey a admitir la presencia del compañero de Irina no parece grosera. Lo cual significa —cualquiera que sea la razón de esta extraña visita en una ciudad donde la gente no suele presentarse por sorpresa, y mucho menos a una hora tan avanzada— que su presencia ahí no tiene nada que ver con Lawrence. Irina tropieza con la mirada de Ramsey, una mirada intransigente. Nadie dice una palabra. Ramsey no necesita decir nada. Esto es una citación. Si ella no comparece, él no volverá.
En Londres, el aire de la noche es fresco cuando el verano toca a su fin. Irina coge el abrigo del perchero del pasillo. Siguiendo la mirada de Ramsey, Lawrence se vuelve hacia Irina mientras ella se pone el chal.
Parece turbado. Hace más de un año que no ve a Ramsey Acton y no comprende por qué se ha presentado de esta manera, sin avisar. Sin embargo, es demasiado tarde para explicaciones. Irina lo lamenta. Aunque parezca de lo más raro, para ella esto tampoco tiene nada que ver con Lawrence. Coge el bolso; es lo único que se lleva. Todo apunta a que jamás volverá a este precioso apartamento. Pasando en silencio junto a Lawrence, rozándolo casi, se pone al lado de Ramsey, que le rodea la cintura con una mano seca y fría. Por último, Ramsey mira a Lawrence a los ojos. Una única mirada que lo dice todo. Irina lleva semanas paralizada por la perspectiva de pedirle a Lawrence, una tarde cualquiera, que se siente y, luego, soltarle lo que él más teme oír. Ya no hará falta esa escena tan trillada. Lawrence lo sabe. A él le da vértigo enterarse de demasiadas cosas demasiado rápido. Se marearía, sin duda. Ahora tendrá todo el tiempo del mundo para reorientarse, para reconstruir, con dolor, la razón por la que ella le gritó por un asunto tan nimio como la tostada.
Con suavidad, Ramsey tira el taco al aire y lo coge por el medio. Su objeto preferido se balancea en el aire. El taco ya no es un cayado bíblico; se ha transformado en un instrumento más travieso, como el bastón de un número de claqué de Fred Astaire. Con garbo, Ramsey aparta a Irina de la puerta. Los dos bajan juntos por la escalera.
La otra visión recurrente era más rara porque nunca parecía ir a ninguna parte. Sólo eran personas sentadas.
Ramsey y Lawrence están sentados a la mesa del comedor en el apartamento de Borough. Es la misma mesa alrededor de la cual el año anterior habían consolidado la determinación de la pareja —la determinación de Lawrence, mejor dicho— a no privar a Ramsey de su amistad a pesar de que el cuarteto que antes formaban con Jude y él se había disuelto. Conmovedor; si Ramsey no se ha perdido en las profundidades del olvido social, es sólo gracias a la insistencia de Lawrence. Irina lo habría dejado fuera. Como si lo supiera y se hubiera negado a avanzar hacia la tentación azotando con dureza al objeto de su deseo inconsciente, empujándolo hacia una pequeña balsa y dejando que flotase a la deriva, río abajo. Como si Lawrence también lo hubiera sabido y hubiese corrido a sacar la balsa de Ramsey de esas aguas. Ten, Irina, te he traído un regalo. Como si Lawrence fuera el proxeneta de su propio sucedáneo de esposa.
Esposa, mujer. La palabra forma el centro del espejismo. Parece un ramo de flores en una mesa. Lawrence y Ramsey están sentados uno frente al otro, enfrentados. En la fantasía de los golpes a la puerta, Lawrence parece desempeñar un papel sin importancia. En ésta, es Irina la que está fuera de lugar. Ella está de pie en el pasillo, exiliada. Esto es un asunto exclusivamente de hombres. Aunque el atrezo es civilizado —la mesa es una antigüedad victoriana; las cortinas cosidas a mano están corridas y aseguran la discreción—, reina un clima de duelo en el Salvaje Oeste, de OK Corral. Un guante y un par de pistolas encima de la mesa no desentonarían nada.
La expresión de Lawrence es tolerante. Da igual de qué se trate; él está dispuesto a oír a Ramsey. La expresión de Ramsey es sencilla, franca.
Ramsey le dice: «Estoy enamorado de tu mujer».
Esa frase, esa única frase, es la visión. No plantea ninguna pregunta ni ofrece ninguna solución. No es más que la formulación de un conflicto. La escena termina ahí, pues no puede continuar hacia ninguna parte. Si el conflicto debiera seguir —Lawrence podría decir, con tono áspero: «Bueno, mala suerte», y Ramsey, muy tranquilo, podría replicar: «¿Mala suerte? ¿Para quién?»—, nada los sacaría de ese perfecto punto muerto. Por mucho que Irina esté «fuera de lugar», ella y sólo ella puede convertir ese encuentro en algo más que una mera confrontación, sólo ella puede conseguir que la trama no se detenga.
Ese segundo escenario en especial era tan manido que debía haberla avergonzado. Pero no estaba avergonzada. Era demasiado interesante. «Estoy enamorado de tu mujer». Irina no era la mujer de Lawrence. Sin embargo, la palabra apareció en su imaginación porque era verdad. Al margen de lo que mandara la ley, Irina era la mujer de Lawrence.
En los tiempos en que había podido pensar en algo más que en su propia amargura, Irina había entendido, y no poco, de qué trataban los dramas y los thrillers con los que Lawrence alimentaba a su voraz aparato de vídeo. Por regla general, las películas enfrentan a los protagonistas a un dilema moral o ponen a prueba su entereza sometiéndolos a pruebas de fuego. Sin embargo, en la vida real son pocos los espectadores que alguna vez se enfrentan al dilema cinematográfico. Casi ninguno tiene que aprender a tomar medidas para poner freno a conspiraciones gubernamentales sin terminar él mismo muerto. Casi ninguno ha prometido ofrecerse como blanco a la bala de un asesino para proteger la vida del presidente. La Segunda Guerra Mundial ha terminado, y no es probable que la madre occidental media haya tenido que decidir cuál de sus dos hijos moría en un campo de concentración.
En cambio, hay un territorio en que, antes o después, prácticamente a todos nos corresponde un papel protagonista, sea el héroe, la heroína o el malo. La interpretación en esta arena es una prueba de carácter tan temible como la tentación de vender secretos nucleares a Pekín. A diferencia de las mínimas repercusiones de los dilemas cotidianos que el ciudadano medio tiene que resolver en otros ámbitos de la vida —por ejemplo, si declarar al fisco los ingresos en efectivo—, en ese ámbito en particular las apuestas no podrían ser más altas. Pues existe la posibilidad de que en algún punto de la línea tengamos en nuestras manos un corazón ajeno, y no hay en todo el planeta responsabilidad más grande. Por más que luchemos contra ese órgano tan frágil, que palpita o se detiene según nuestro capricho, lo exigirá todo de nosotros.
A Irina le había gustado considerarse una persona decente. No obstante, en esa esfera tan reveladora su comportamiento se había vuelto vergonzoso de un día para el otro. Si bien habría preferido considerar su doble agenda como algo «atípico», nunca es convincente argumentar que uno no es de esas personas que hacen lo que de verdad hacen. De ahí que sus tardes furtivas con Ramsey fuesen forzosamente típicas. De hecho, quitando la aparición de enfermedades que destrozan el cerebro, como la variedad Creutzfeldt-Jakob de la EEB, es posible que no exista nada que pueda definirse como «salirse del personaje». Si lo que hacemos no encaja con la persona que creemos ser, seguramente hay algo inexacto (y, probablemente, optimista) en relación con esa persona que creemos que somos. Puesto que Irina no había consumido suficiente carne vacuna británica para echarle la culpa a la variedad CJ, no era, por lo tanto, «una persona decente», sino una golfa con dos caras y una traicionera con un nivel de compromiso muy superficial, y cuya palabra, implícita o de otra clase, no tenía ningún valor. Es decir, una mujer empeñada en profanar los elementos más preciosos de su vida y de sí misma.
Con todo, cada vez que sus ojos veían la cara de Ramsey, ella se sentía bien —y esa cara tenía una deliciosa manera de cambiar de edad según la luz; en el transcurso de cinco minutos podía oscilar de la irreverencia adolescente a la circunspección de la madurez y, luego, a la resignación fatalista de un viejo; más de una vez Irina se sintió en presencia de eso que ha dado en llamarse «todo un hombre»—; pero no era ese sentirse bien insignificante e indulgente que le producía, por ejemplo, comer chocolate. Cuando él la tocaba —y no hacía falta que le acariciara los pechos desnudos o metiera furtivamente los dedos por debajo de la falda; bastaba con que la cogiera de la mano, o que apoyara la frente en su sien—, ella experimentaba la sensación de revelación que deben de tener los físicos cuando creen que finalmente han conseguido formular esa teoría esquiva que lo explica todo, o que por fin han localizado el prión o el quark que une toda la materia. Cuando él la tocaba era imposible concebir esa sensación como perversa. En brazos de Ramsey, la atracción que Irina sentía por ese excepcional jugador de snooker (¿no podía haber jugado a otra cosa?) no sólo parecía «buena», no sólo la hacía sentirse «bien»; parecía una atracción por «el Bien», un absoluto que hacía que vivir valiera la pena. Rechazarlo sería moralmente reprensible e inhumano. Sólo cuando volvió a su apartamento y se vio frente a un hombre que no le había ofrecido más que generosidad y que no se merecía que le pagaran esa entrega con frialdad y perfidia, sólo entonces Irina se sintió sucia.
La mañana del 31 de agosto Irina bajó una vez más, atontada como de costumbre, al quiosco de prensa para comprar el Sunday Telegraph. En el camino se reprendió a sí misma por achacarle a desconocidos su confusión interior, pues todos los peatones parecían acongojados. Se permitió un punto de irritación por tener que saludar a tantos rezagados que parecían deambular por la acera envueltos en un aturdimiento narcótico. Y más extraño era que, en el quiosco, los clientes murmuraban entre sí, como si todas las normas de la vida ciudadana se hubieran suspendido por un día.
Los alarmantes titulares no eran concluyentes; las fotos ocupaban casi todas las primeras planas.
Con el ceño fruncido, Irina volvió corriendo a su edificio; en la entrada encontró a la chica del apartamento de la planta baja sentada en la escalera y con las manos en la cabeza. Irina nunca había sabido cómo se llamaba, pero no seguía tan a rajatabla el frío protocolo de la vida urbana ni su ensimismamiento de los últimos días la había vuelto tan insensible como para pasar alegremente sin detenerse junto a una inquilina que se deshacía en llanto.
Irina puso una mano en el hombro de la muchacha, rozándolo apenas. «¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda? ¿Qué te ocurre?».
Por una vez, con el protocolo de Londres tan drásticamente revisado que Westminster podría haber emitido un decreto sin mayores problemas, la chica no se limitó a gimotear que estaba bien, gracias, sino que se echó a llorar a moco tendido.
—¡Mi novio no me entiende! ¡Está furioso conmigo! Dice que ni siquiera me vio llorar así cuando murió su madre. ¡Pero es que no puedo creerlo! ¡Estoy destrozada! ¡Es muy triste!
Con timidez, Irina abrió el periódico que tenía en la mano; más que por comodidad, lo había doblado en dos por respeto.
—Lo siento, acabo de levantarme y los periódicos sólo…
Abrumada, esta vez la chica sólo pudo mover la cabeza.
—Los dos… ¡Los dos!
No puede decirse que ese giro de los acontecimientos estuviera en el mismo nivel que la caída de la Unión Soviética, pero en Gran Bretaña se aproximó mucho.
—Es absolutamente increíble. —Cerrando la puerta, se guardó el titular para ella—. ¡Diana!
—¿En qué anda ahora esa arpía? —dijo Lawrence, e Irina supo que iba a dar comienzo una de sus crueles imitaciones—. «¡Oh! —exclamó él, con voz de falsete, bajando la cabeza y haciendo una caída de ojos—. Me encantaría ayudar a los desfavorecidos, ¡pero acabo de tomarme cinco botes de crema de malvavisco y tengo que ir a vomitar! Mientras me meto el brazo en la garganta, por favor, ¿podrían decirles a esas buenas personas que lo que me vieron en los muslos no era celulitis? ¡Había estado sentada encima de un cubrecama de felpilla! ¿Puedo contar después esa historia de cuando Carlos dijo “Sea lo que sea el amor”? Porque, claro, con tantos vestidos que sólo me pongo una vez, ¡es muy importante que los plebeyos sigan sintiendo pena por mí!».
—¿Has terminado?
—¡Pero si acabo de empezar!
—Lo digo porque ha muerto. Diana —anunció Irina.
—No me jodas.
—Diana y Dodi Fayed. Los perseguían unos fotógrafos y se estrellaron en un túnel, en París. —Irina comunicó la noticia con triunfo malicioso. No solía ver a Lawrence mudo (lo único que pudo articular fue «¡Vaya, es increíble!»), y era muy satisfactorio observar que se quedaba sin saber qué decir—. Así que ahora, la próxima vez que te pongas a decir alguna maldad de alguien al que apenas conoces, a lo mejor te detendrás a pensar que un día puedes enterarte de que está muerto. Y a pensar también cómo te sentirías.
El lamento nacional duró varios días en los que Irina se tomó personalmente la muerte de la «princesa del pueblo», que venía a romper la armonía de todo un país. Como narración, la historia de Diana había ido pasando de género en género, igual que el una vez mágico idilio de Irina con Lawrence Trainer, un cuento de hadas que se había agriado para convertirse en una telenovela antes de precipitarse hacia la tragedia.
—Dijiste que tenías algo que contarme y ojalá no sea la historia de otra niña deprimida por la princesa. —El merlot aterrizó en la mesa junto al zinfandel[14] de Irina—. Después de atravesar la ciudad, y encima hasta el East End, no espero menos que un escándalo.
Hay personas para las que guardar un secreto es estimulante, pero para Irina los secretos eran combustible, y en septiembre el suyo ya estaba a punto de explotar. A falta de un terapeuta, el mejor sustituto era la directa Betsy Philpot. Habían quedado en encontrarse en Best of India, un restaurantito de mala muerte en Roman Road. Betsy y Leo vivían en Ealing, bien al oeste, y aunque ella se había negado a atravesar todo Londres por la sencilla razón de que tenía cinco restaurantes indios en su barrio, Irina insistió en que Best of India servía platos muy especiales a precios razonables. No tenía licencia para servir alcohol, pero no cobraba por llevar una botella y descorcharla in situ. Ejecutivo de Universal —productora comprada poco antes por Seagram’s—, Leo, con tal de seguir en plantilla, acababa de aceptar un recorte salarial. Contenta por ahorrarse unas libras en vino, Betsy había transigido. Además, como todos los amigos que merecen que se diga de ellos que son una compañía excelente, Betsy era una cotilla que se habría encontrado con Irina en Siberia si su amiga tenía «algo que contarle».
Con el servilismo característico de los camareros indios (una delgada pantalla para ocultar el desprecio), el asiático descorchó el zin antes de servirles con un floreo los papadums y la bandeja de condimentos. Irina se recordó que le convenía evitar la salsa de cebolla cruda.
—Bueno, desembucha de una vez —dijo Betsy—. La vida es corta, y esta noche más corta todavía.
Irina vaciló. Huelga decir que era peligroso levantar la liebre ante alguien que también era amigo de Lawrence, pero lanzar la historia al mundo significaba, entre otras cosas, renunciar a ser su único propietario. Cuando hacemos partícipes de nuestros asuntos a otras personas, les permitimos tener opiniones displicentes al respecto; se parece a regalarles a los invitados un valioso apunte original de Monet a cambio de un posavasos para la taza de café. Además, en cuanto abriese la boca, sus transgresiones pasarían a ser asunto público. Todo futuro repliegue dejaría un rastro de baba.
—No vas a aprobarlo —dijo Irina.
—¿Soy juez y jurado?
—Puedes ser moralista.
Aunque Betsy llevaba años sin ser la editora de Irina, entre ambas seguía habiendo una sombra de jerarquía. A Betsy jamás la asustaría lo que Irina opinase de ella.
—Perdona, no sabía que esto iba a ser una crítica de mi carácter.
—No lo es. —Irina bebió un trago de vino—. Lo siento, no debería empezar defendiéndome de las crueldades que vas a decir. Sobre todo viendo que todavía no has dicho ninguna.
—Lo que creo es que eres tú la que ha andado diciendo maldades. Y de ti misma.
—En eso tienes razón. Vilezas. —Otro trago—. Bueno, lo que quería decir era que en julio me ocurrió… algo.
—¿Quieres que te recuerde lo que pasa cuando tienes que hacer los abdominales en el gimnasio y te vas a buscar agua y a atarte los cordones de las zapatillas? Posponerlo no lo hace más fácil.
Incapaz de mirar a Betsy a los ojos, Irina se puso a desmenuzar un papadum.
—Conocí a alguien. Mejor dicho, hacía muchos años que nos conocíamos, pero conocerlo, lo que se dice conocerlo, no fue hasta esa noche, en julio. —Daba igual cómo la contara; sonaba a historia de mal gusto—. Y ahora, por lo visto, me he enamorado de él.
—Yo creía que ya estabas enamorada —dijo con severidad Betsy, cuyo agradable matrimonio tenía la dinámica de una asociación con fines comerciales. Más de una vez, poniéndose nostálgica, ella misma había confesado sentir envidia por los lazos visiblemente más cálidos que unían a Irina con Lawrence.
—Sí, yo también —dijo Irina, con el ánimo por los suelos—. Y ahora, de repente, no siento nada por Lawrence, o nada excepto lástima. Me siento un monstruo.
—¿… Desde cuándo fumas? —Las amigas británicas de Irina le habrían gorreado un pitillo, pero Betsy era una compatriota y, más que sacar un paquete de Gauloises, Irina parecía haber puesto sobre la mesa una papelina de caballo, una jeringuilla y una cuchara.
—Sólo de vez en cuando —contestó, e intentó que el humo no le fuera a la cara a su amiga, pero el sistema de ventilación del restaurante volvía a traerlo—. No se lo digas a Lawrence. Ya te imaginas cómo se pondrá si se entera.
—Apuesto a que lo sabe.
—Hago todo eso del spray con aroma a menta, pero sí, es probable que ya se haya dado cuenta.
—Oh, estoy segurísima de que sabe que fumas, pero tienes problemas más grandes en la sartén, nena. Lo que quiero decir es que apuesto a que sabe que tienes un lío.
Irina levantó la vista con brusquedad.
—No tengo un lío.
Betsy la miró largo rato con expresión escéptica.
—¿Es un enamoramiento platónico? ¿Vais a museos? ¿Llegáis al éxtasis mirando un cuadro?
—Nunca he estado segura de qué significa exactamente platónico. Nosotros… Bueno, sí, es físico, pero no hemos… Quiero decir que no hemos sellado el pacto. Creía que eso era importante.
Irina estaba muy lejos de saber si era importante. Las limitaciones tienen su propio erotismo, y el martirio de renunciar durante semanas a la consumación del acto había generado una dulzura que rozaba el éxtasis. Si eso era lealtad, entonces, ¿qué era traición, por amor de Dios?
—¿Tan mal te ha ido en la cama con Lawrence? ¿Ha ido empeorando?
—¿Mal? Nunca ha ido mal con Lawrence. Follamos tres o cuatro veces por semana, o al menos lo hacíamos hasta hace poco. Pero no sé, es todo muy impersonal.
—¿Tres o cuatro veces por semana… y te quejas? Leo y yo follamos más o menos cada vez que le damos la vuelta al colchón.
—Nunca sé en qué está pensando.
—¿Por qué no se lo preguntas?
—Me da demasiado miedo que me pregunte en qué pienso yo.
—¿Y en qué piensas tú?
Llegó el camarero e Irina se sonrojó. Es muy probable que las tomara por dos disolutas fulanas occidentales para las que mantener una conversación sórdida como ésa, mientras daban cuenta de los papadums, era mera rutina.
—Pienso en otro —dijo Irina entre dientes una vez que pidieron—. Empecé usándolo como último recurso y ahora es un mal hábito muy afianzado. Si no evoco mentalmente a un tercero, no puedo… terminar el trabajo.
—Y ese… tercero, ¿cómo se gana la vida?
—Si te lo digo, sabrás quién es.
—¿Pretendes zamparte el cordero korma, el pollo vindaloo y la guarnición de espinacas y garbanzos sin decirme cómo se llama?
Irina mojó un trozo de papadum en el chutney de coriandro.
—Pensarás que estoy loca.
—¡Otra vez proyectando! Eres tú la que piensa que lo estás.
—Betsy, no es para ponerse así —dijo Irina—. Por lo visto, no hay ninguna razón para que una ilustradora de libros infantiles deba tener muchas cosas en común con un investigador de un gabinete estratégico. Ninguna.
—Pero ese tío ¿es obrero, jardinero, algo así?
—Eso es lo que le gustaría, ser de clase obrera. Pero tiene muchísimo dinero.
—Mira, no pienso jugar a las veinte preguntas.
Irina sacudió la cabeza.
—Si alguna vez lo hacemos público, estoy segura de que Jude pensará que empezamos a montárnoslo a sus espaldas mientras todavía estaban casados. Y no es así.
—¿Ramsey Acton? —dijo Betsy, sin terminar de creérselo—. En una cosa te doy la razón. Es guapo.
—Antes ni siquiera había notado que era guapo, o sólo abstractamente.
—Este país sabe desde los años setenta que tu amiguito es guapo.
Llegó la comida e Irina se sirvió una cucharada insignificante de cada fuente, dejando repugnantes charquitos de aceite rojo en el plato.
—Has perdido peso, Irina, ¿lo sabes? —El comentario tenía un toque de resentimiento. Betsy era una mujer «de huesos grandes», como suele decirse, aunque era bonita e Irina nunca había sabido cómo decírselo—. Por ahora está bien, sinceramente, pero no exageres. Si adelgazas más, parecerás un niño abandonado.
—No estoy a dieta. Lo que pasa es que no puedo comer.
—Es la dieta del amor. ¡Cuatro kilos menos! Pero no te preocupes, los recuperarás cuando todo termine.
—¿Quién ha dicho que va a terminar?
—Irina, sé realista. No vas a irte con Ramsey Acton. Jude cometió ese error; aprende de ella. Expulsa a Ramsey de tu sistema. En realidad, si me estás diciendo la verdad, puede que lo mejor sea que te dejes de rollos y te folles hoy mismo a ese cabrón. Deja de idealizarlo y de hacer aspavientos, lo único que vas a volver a descubrir es que un polvo sólo es un polvo. En ese sentido, la mayoría de los hombres son intercambiables. Después arregla las cosas con Lawrence. En cuanto a si contárselo o no y tener una gran escena de llanto, o esconderlo debajo de la alfombra como hacen los adultos, tú decides. Pero Ramsey no es un plan a largo plazo.
—¿Por qué no?
—Para empezar, por lo que has dicho tú. El dinero. Ramsey ha ganado muchísimo dinero, nadie lo duda, pero según Jude, se lo gasta tan rápido como lo gana. Ya tienes un corolario. Jude no se creía lo poco que había para llevarse cuando se divorciaron.
—¡Pero si se quedó con una casa en España!
—¿Sólo eso? ¿Con todos los millones que dice que ha ganado? No sé cuánto sabes tú de snooker, pero esos tipos ganan dinero a manos llenas cuando tienen una buena racha. ¿Por qué no había más dinero? No estoy hablándote sólo de finanzas, sino de temperamento. Tú te vienes a comer aquí, a Roman Road, desde tu casa, para poder traer tu botella de tinto. Eres austera. ¿Ramsey? Ni siquiera sabe qué quiere decir austero.
—Podría hacerme bien aprender a derrochar un poco. Ya me ha hecho bien.
—¿Hablaste alguna vez con Jude de cómo es la vida con un jugador de snooker?
—Un poco —dijo Irina, a la defensiva—. Jude no hacía más que quejarse. Pero bueno, era típico de ella. Como dice Ramsey, es una insatisfecha crónica. No hacían buena pareja.
—¿Y tú eres buena pareja para él? Sal de gira con esos tipos y terminarás encerrada en una habitación de hotel jugando con la máquina del té. Pero ellos en realidad no quieren que los acompañen, quieren jugar duro también lejos de la mesa. Y si te quedas en casa, serás una viuda mientras dure la temporada. Te pasarás los días preguntándote cuánto estará bebiendo, qué planes tiene y quién se le acerca sigilosamente en la barra.
—Eso es un tópico.
—Los tópicos siempre tienen un porqué.
—Ramsey es distinto.
—Famosas últimas palabras.
Irina comió las espinacas con gesto enfurruñado y se echó al coleto otro desafiante trago de vino. Cuando el camarero abrió en silencio la segunda botella, ella percibió su desaprobación.
Betsy no había terminado.
—Si de verdad estás pensando en un futuro con ese personaje —prosiguió—, ¿podemos hablar a calzón quitado? ¿Qué edad tiene Ramsey? ¿Cincuenta?
—Sólo cuarenta y siete.
—Vaya, una gran diferencia. Cuarenta y siete, en snooker, es como noventa y cinco para todos los demás.
—Ramsey dice que cuando empezó, muchísimos jugadores sólo llegaban a su mejor momento a partir de los cuarenta.
—Los tiempos han cambiado. Ahora todas las superestrellas tienen veintipocos. Ramsey está en decadencia. Y puedes dar por seguro que seguirá decayendo. A lo mejor le falla la vista, o le tiembla el pulso, o empieza a estar quemado a pesar de sí mismo, pero nunca volverá a ser el que era. Nunca ganó el campeonato del mundo, lo sabías, ¿no?, y ya no tiene la más remota posibilidad de ganarlo. Lo único seguro es que lo has conocido en las últimas, y no precisamente en el mejor momento. No tardará en verse obligado a retirarse, a menos que esté dispuesto a hacer el ridículo en público. Por lo que sé, el snooker es su vida, y la jubilación no va a ser bonita. Si me la imagino, veo botellas de coñac y siestas larguísimas. En primer plano.
—Casi siempre empiezan a jugar al golf.
—Oh, fantástico. —Betsy se sirvió una cucharada del cordero, que aún no habían tocado, mirando a Irina con recelo al ver que se servía otra copa de vino—. Mira, sé que debes de estar pasando un momento difícil, pero antes de precipitarte, intenta ser práctica. Jude dice que es un neurótico.
—¿Y ella qué es?
—Yo sólo quiero que camines con los ojos abiertos. Jude dice que es hipocondriaco. Que es supersticioso y susceptible, especialmente con todo lo que tiene que ver con su juego. Lo único que puedes esperar es snooker por un tubo. Será mejor que empiece a gustarte.
—Pero si me gusta —dijo Irina—. Cada vez más.
—Cada vez más quiere decir que antes te importaba una mierda. Pero tengo para mí que no es la fascinación por el snooker lo que está impulsando esto.
—De acuerdo. No. —Irina nunca había intentado expresarlo con palabras, y tenía el sombrío presentimiento de que hacerlo sería humillante. No obstante, lo intentaría—. Cada vez que me toca siento que podría morirme. Que podría morirme en ese momento y me iría de este mundo en estado de gracia. Y me pasa siempre. No importa cómo nos sentemos uno al lado del otro, siempre estoy a gusto. El olor de su piel me… me coloca. En realidad, respirar en su nuca es como esnifar pegamento. Un aroma ligeramente dulce y, al mismo tiempo, almizclado, como una de esas complicadas reducciones de salsas que sirven en los restaurantes para gente de mucho dinero y que por alguna razón son intensas y delicadas a la vez y nunca sabes del todo qué le han puesto. Y besarlo… Debería darme vergüenza decirlo, pero besarlo es algo que a veces me hace llorar.
—Cariño —dijo Betsy, claramente conmovida. Qué pérdida de tiempo todo ese discurso—. Eso se llama sexo.
—Es una palabra denigrante. Y no estoy hablando de nada por el estilo. Hablo de todo.
—No, Irina, de todo no, aunque lo parezca cuando una se ha embriagado de… eso. Al final el humo se disipará y ya verás…, viviendo con ese tipo que se pasa el día en el sótano dándole tacadas a las bolitas rojas para meterlas en un agujero. Te preguntarás cómo has llegado hasta ahí.
—Tú crees que no durará.
—¡Por supuesto que no durará! —se burló Betsy—. ¿No pasaste por algo parecido con Lawrence?
—Más o menos. Es posible. Pero no fue tan extremo. No sé, me cuesta recordarlo.
—Ya no es oportuno recordarlo. ¿No estuvisteis unos cuantos meses que explotabais, venga a follar? De lo contrario, no os habríais ido a vivir juntos.
—Sí, creo que sí, pero esto es diferente.
—Parece diferente porque ahora estás metida hasta el cuello. Y porque en la cabeza tienes unas balizas de tráfico que te impiden llegar a ese punto en que recordarías cómo fueron los primeros días con Lawrence. Servidora dice que no fue en absoluto diferente.
—Tú piensas que todos damos vueltas en el mismo círculo, que al principio nos atolondramos un montón, que nos encaprichamos y después el fuego se apaga sin remedio y sólo quedan unos tristes rescoldos. Y piensas que no tardaré nada en tener con Ramsey unas relaciones mecánicas e impersonales, tres veces por semana, en lugar de tenerlas con Lawrence.
—Tres veces por semana si tienes suerte.
—Me niego a aceptarlo.
—Ya te enterarás cuando te des de cara contra la pared, tesoro. —A Betsy se le abrieron los ojos cuando vio que Irina miraba disimuladamente la hora—. Te apoyaré hagas lo que hagas porque eres mi amiga, y te prometo que no volveré a decírtelo. Pero sentiría que he faltado a una obligación si no lo dijera al menos una vez. Puede que Lawrence no sea el regalo que Dios les ha hecho a las mujeres, pero, y no te rías, que tiene su importancia, es un buen proveedor. Es estable, y estoy bastante segura de que te quiere un montón, sea o no capaz de demostrarlo en todo momento. Es la clase de hombre al que te gustaría tener a tu lado en una inundación, nena, o en un terremoto. O cuando un matón entra por la fuerza en tu casa. Y, miel sobre hojuelas, es un hijo de puta cáustico e irreverente y me gusta. No digo que una chica no tenga que hacer lo que tiene que hacer. Que le partas el corazón si lo dejas no quiere decir que no tengas que hacerle caso a tu olfato, y literalmente, por lo visto. Pero creo que lo echarás de menos.
—¿Y no echaré de menos a Ramsey si no lo hago?
—No dudo de que terminar ese asunto ahora mismo se parecería mucho a cortarte el brazo. Pero el brazo volverá a crecer. ¿Cuánto tiempo llevas con Lawrence? ¿Diez años?
—Casi —dijo Irina, con aire distraído.
—Eso es como una cuenta corriente, cariño; el interés se acumula a un ritmo constante. Tú eres austera, no te lo gastes todo. Podrías dejarte los ahorros en un accesorio elegante y llamativo, pero cuando deje de funcionar, estarás metida en la cama con un pisapapeles que hoy te parece el no va más y no tendrás ni un penique.
No era agradable, pero Irina ya no le prestaba atención y pidió la cuenta. Es lo que pasa cuando la gente da consejos que uno no quiere seguir; la voz se les vuelve metálica y afectada, suena a radio encendida en otra habitación.
Betsy se cruzó de brazos.
—¿No vive Ramsey a unas pocas calles de aquí?
—Sí, así es —dijo Irina, mientras buscaba la cartera en el bolso.
—Siguiente pregunta —dijo Betsy, con una mirada pétrea—. ¿Vas a venir o no conmigo hasta la parada de Mile End?
—Creo que… Cogeré un taxi.
—Fantástico. Podemos compartirlo.
—Borough no te queda de camino.
—No me importa que la carrera sea más larga.
—¡Oh, basta! Sí, si tienes que saberlo, sí. Ramsey y yo no lo tenemos fácil para vernos por la tarde. Y tampoco estaré mucho rato.
—¿De verdad querías verme? ¿O sólo soy una tapadera?
—Sí, Betsy, quería verte, en serio. ¿No te das cuenta? Sólo que así mataba dos pájaros de un tiro, nada más.
—O sea, que me haces venir hasta el East End…
—Lo siento, Betsy. Este lugar me trae unos recuerdos entrañables. Nosotros… Bueno, el personal de aquí no sigue los encuentros de snooker, por eso no saben quién es. Y también me gusta mucho la comida.
—Qué raro, si no has comido nada.
—Ya te dije que no tengo apetito.
—Si Lawrence me pregunta a qué hora terminamos de comer, tendré que decírselo.
—No preguntará.
Era cierto, pero no por eso dejaba de ser triste.
Irina quería invitar, pero Betsy no quiso saber nada, como si se negara a que la comprase, y partieron la cuenta. Bajaron por Roman Road sin decir una palabra.
En Grove, donde Betsy giró a la izquierda e Irina a la derecha, Betsy la miró a la cara.
—No me gusta que me utilicen, Irina.
—Perdona, Betsy —dijo Irina, conteniendo las lágrimas—. No volverá a pasar. Te lo prometo.
—Tienes que hablar con Lawrence.
—Lo sé, pero últimamente parece que no podemos hablar de nada.
—Me pregunto por qué será.
—Es tan purista en todo lo que tiene que ver con la fidelidad. Si alguna vez admito que me he sentido atraída por otro, me echará a la calle y cerrará de un portazo. Y yo destruiría su amistad con Ramsey. No creo que pueda decir nada antes de estar segura de lo que quiero hacer.
—Lawrence es un buen hombre, Irina, y esa especie no abunda. ¡Piénsatelo bien!
—¡Llegas con la lengua fuera!
—He venido corriendo. No tenemos mucho tiempo.
—Entra, cielo, que te vas a morir de frío. ¡Las manos!
Cruzaron el umbral con las caderas pegadas como vagones de carga. Ramsey cerró la puerta con la espalda y le masajeó los dedos con los suyos.
Era un trastorno menor y bastante común, la enfermedad de Raynaud, una contracción espasmódica de los pequeños vasos capilares de las extremidades incluso con temperaturas moderadamente frías. Ahora que septiembre había empezado, el problema volvía. Cuando se la diagnosticaron, Lawrence había sugerido que se comprase un par de mitones para trabajar en el estudio durante el día.
No era un mal consejo. Pero cuando la semana anterior Irina le explicó el problema a Ramsey en Best of India, él había estirado instintivamente la mano por encima de la mesa para masajearle la carne, fría como la de un cadáver, hasta que la temperatura volvió a ser la de una mujer viva.
Una distinción de poca importancia, o eso parecía. Lawrence había encontrado una solución técnica; Ramsey, una solución táctil. Pero para Irina eran la noche y el día. Oh, pero si ella rara vez se quejaba. Qué cosa, tenía las manos frías. Había destinos peores. Lawrence se había tomado la molestia de comprarle los guantes sin dedos, que ayudaban un poquito. Sin embargo, algunas noches de invierno, las manos se le entumecían tanto que ni siquiera era capaz de girar la llave de la puerta de la entrada y tenía que empujarla con el pie. Sin embargo, Lawrence no le había masajeado los dedos ni una sola vez para que se le calentaran. Era un hombre considerado, vivía señalándole a editores con futuro y a ella nunca le faltaban pequeños regalos, que a veces llegaban sin motivo alguno. Así y todo, consejos profesionales no era lo que Irina ansiaba en primer lugar, ni regalitos de cortesía. Lo que quería era una mano a la que agarrarse.
—¿Brandy?
—Oh, no debería —dijo Irina, aceptando una copa—. He estado muy nerviosa durante la cena y me bajé una botella de vino como si fuera agua de soda.
Como de costumbre, él la llevó al sótano, donde se acurrucaron en un sofá de cuero. La lámpara de la mesa de snooker estaba encendida, y el paño verde brillaba ante ellos como un lozano campo estival; podrían haber estado haciendo picnic en la hierba.
—Me siento fatal —dijo Irina—. Le he hablado a Betsy de lo nuestro y…
—No deberías haberle dicho nada.
—Tenía que contárselo a alguien.
—No deberías haberle dicho nada.
—¡Betsy sabe guardar un secreto!
—Nadie guarda el secreto de otro idiota como guarda los suyos. Casi nadie sabe hacerlo. Ni siquiera tú, cielo, a juzgar por esta noche —dijo Ramsey, tajante.
—No puedo hablar con Lawrence. Y tú no eres objetivo. Si no se lo confiaba a alguien, iba a volverme loca.
—Pero lo nuestro es privado, y estás convirtiéndolo en algo sucio. Cosas para que las secretarias cotilleen mientras se toman el café. Se está ensuciando.
—Es sucio de todos modos.
—No por mi culpa.
—¿Por la mía?
—Sí —dijo Ramsey, para sorpresa de Irina—. Tienes que decidir. Yo podría seguir adelante con este lío aun sabiendo que es un error. Si no fuera por una cosa. Irina, cariño, estás ensuciando mi trabajo.
Irina quiso replicar «oh, ¿y qué?», pero fue prudente.
—¿Qué tengo yo que ver con tu juego?
—Con todo esto se me ha ido al traste la concentración. Me pongo a preparar una tacada y lo único que se me pasa por la cabeza es cuándo me llamarás por teléfono. En lugar de rodar cómodamente hasta dar contra la cabaña y con la marrón bloqueando a las demás, la blanca termina justo en el centro de la mesa con una roja fácil que irá a la tronera lateral.
—Vaya, qué tragedia que tus prácticas se resientan cuando lo que yo estoy haciendo es corresponder al hombre más bueno de mi vida con doblez y traición.
Con frialdad, Ramsey retiró el brazo de los hombros de Irina.
—¿El más bueno de todos?
—Oh, uno de los más buenos, si quieres —dijo Irina, confusa—. Esto no es una competición.
—Gilipolleces. Por supuesto que lo es. Hacerte la ingenua no te sienta bien, patito.
—Detesto que me llames así. —Ramsey pronunciaba ese anacronismo (nadie en esos días en Inglaterra decía «patito», un apelativo que ya sólo se oía en las reposiciones de My Fair Lady en alguna sala del West End) de tal manera que sonaba cualquier cosa menos cariñoso. Ella prefería «cielo», con mucho. Puede que «cielo», usado más que nada en el norte de Inglaterra, fuese igual de excéntrico, pero era tierno, y lo que más le gustaba era que nunca le había oído decírselo a nadie que no fuera ella—. Tengo poquísimo tiempo. ¡No deberíamos desperdiciarlo peleándonos!
Ramsey se había retirado al otro extremo del sofá.
—Te lo dije desde el primer día. No quiero ninguna cutrez. Llevamos unos tres meses viéndonos a escondidas, y eso es tres meses más de lo que jamás pretendí darle coba a un colega mientras me follo a su parienta a espaldas de él.
—Pero si no hemos…
—Pero podríamos haberlo hecho. Te metí el brazo en el conejo hasta el codo. —En el Reino Unido, el «conejo» no era una parte de la anatomía que uno acariciaba cariñosamente en público—. Díselo al Hombre del Anorak y pregúntale si de verdad tiene importancia que te metiera el brazo en lugar de la polla. Cincuenta a uno que no me daría la mano por ser tan respetuoso. Un puñetazo en la jeta me daría. Y me lo tendría merecido. Estoy actuando mal, sí, y tú también.
Irina inclinó la cabeza.
—No tienes que esforzarte tanto para hacerme sentir mal. Ya me siento fatal, por si quieres saberlo.
—Pero si yo no quiero que te sientas una mierda. Y yo tampoco quiero sentirme una mierda. No quiero pensar que esta noche te irás de aquí y te meterás en la cama con otro tipo. En pelotas. No quiero, no tengo que hacerlo y no lo haré.
Irina se había echado a llorar, pero Ramsey hizo una exhibición de dureza, como si esas lágrimas fueran una táctica.
—Si yo fuera una tía, no me importaría que un infeliz me hiciera la corte. Dejaría que un tipo más o menos casado tonteara conmigo durante el día. Pero soy un hombre, así que, claro, soy Jack the Lad[15]. Toco todas las bragas que se me antoja y no me cuesta más que unas copas de chardonnay de tarde en tarde. Así es como piensa el hombre de la calle, pero yo no, querida. Yo lo que pienso es que ese infeliz soy yo. Vienes a esta casa a hurtadillas, te refriegas en mis pantalones como un gato que se rasca la espalda contra un poste y adiós. ¡Oh, santo cielo, qué tarde se ha hecho! Vuelves a largarte dejándome solo y con la polla más tiesa que un palo. No tengo ninguna objeción moral contra la masturbación, pero para mí está muy lejos de ser eso que se llama «un buen rato».
—No tendrías que hablar así de nosotros —gimoteó Irina—. No deberías pensar eso de mí. Es muy feo.
—¡Nosotros lo hemos hecho así! ¡Vete a la mierda, tía! —Ramsey se dio un puñetazo en la palma de la mano—. ¡Quiero follarte!
Pese a estar hecha un desconsolado ovillo en el otro extremo del sofá, Irina sintió una punzada, como si Ramsey la tuviera colgada de un hilo y pudiera mover la polea que ella tenía entre las piernas como si fuese un juguete con ruedas. Así, el orgullo que sintió al oír ese «quiero follarte» encajaba perfectamente con el resentimiento. Era muy excitante haber concebido una pasión devoradora contra el plácido telón de fondo de su reservada relación con Lawrence, pero no había manera de desentenderse; Irina no podía darle un picotazo a la obsesión sexual cuando le convenía. Las ansias eran constantes, y ahora, con Ramsey a un metro de distancia, hasta ese breve sufrimiento era insoportable.
—Yo también quiero follar contigo —farfulló Irina, aunque con aire taciturno.
—¡Me tratas como a un chapero! Y esto ya dura demasiado. Me ninguneas, y nos ninguneas. Te ninguneas. Si tienes razón y Lawrence todavía no se ha olido nada, puedes volver rapidito a tu hogar feliz y quedarte. O mete el culo en mi cama y quédate. No puedes tenerlo a él y tenerme a mí a la vez. Porque yo estoy destrozado. Estoy medio loco. Esta noche, mientras te esperaba, no podía entronerar las bolas como corresponde, y pensar que cuando tenía siete años era capaz de hacerlo encima de un cajón de frutas.
—Puede que tres meses te parezcan una eternidad, pero yo tengo en juego casi diez años con Lawrence. Tengo que estar segura de lo que quiero porque no habrá vuelta atrás.
—¡Nunca hay vuelta atrás, joder! En el snooker se aprende a fuerza de golpes que cada tacada es definitiva y no hay vuelta de hoja. Por lo tanto, nena, no tengo tiempo para imbéciles que se mesan los cabellos mientras dicen ojalá no le hubiera dado a esa azul con tanta fuerza. Pues bueno, le diste con fuerza, punto. La azul se mete o no se mete. Pasas a la roja siguiente o no pasas. Se vive con eso, se toma la mejor decisión posible en cada momento y después apechugas con las consecuencias. Ahora mismo se trata de esta visita tuya. Estás entre dos bolas. Tienes que decidir si jugarás a la rosa o a la negra.
—¿Y Lawrence es la rosa? Porque no creo que aprecie ese color.
Ramsey parecía aburrirse.
—Perdón —prosiguió Irina con una sonrisa nerviosa—. Es que… Reservoir Dogs es una de sus películas preferidas, y hay esa escena en la que Steve Buscemi se queja porque no le gusta nada ser Mister Pink… Bah, no tiene importancia.
—Voy a competir en el Grand Prix el mes que viene —dijo Ramsey, fríamente—. Debo prepararme para el torneo y tengo que poder concentrarme. En el mejor de todos los mundos posibles, te pediría que me acompañases a Bournemouth. Pero es obvio que mi propuesta no tendrá la más mínima posibilidad.
—Oh, pero me encantaría…
—Puede que no haya llegado a campeón del mundo —prosiguió Ramsey—, pero he jugado seis finales y tengo una medalla de Miembro del Imperio Británico que me concedió la reina. A lo mejor eso no le dice mucho a un yanqui, pero para mí sí significa algo. No dejaré que me trate como un adorno una tía que está bastante a gusto con su menda pero necesita un poco de marcha. Y no jugaré una partida amañada. Nunca habría jugado un solo frame si hubiera sabido de antemano que el trofeo ya estaba dado.
El monólogo de Ramsey tenía todas las características de un discurso ensayado; pero Irina estaba empezando a acostumbrarse a él, y no pensaba así. Era un artista, y su juego era pura espontaneidad. Este número en concreto había dado un giro hacia la improvisación tras su imprudente estallido cuando afirmó estar traicionando al hombre más bueno de su vida, aunque su imprudencia más considerable pudo consistir en poner en entredicho la importancia fundamental del snooker. Impetuosamente, Ramsey había aprovechado el momento y ya no paraba. Su voz sonaba comedida, pero la conversación estaba fuera de todo control. Irina, cuando tomó conciencia de adónde conducía todo eso, empalideció. Era lo único que podía hacer para evitar saltar hasta el otro extremo del sofá y taparle la boca con la mano.
—No quiero volver a verte antes del Grand Prix —dijo Ramsey—. Y eso significa nada de cartitas de amor ni balbuceos por teléfono. Cuando vuelva a Londres, sólo quiero que aparezcas en la puerta si le has dicho a Lawrence que estás enamorada de mí y si lo vuestro ya ha terminado.
Si Ramsey estaba siendo melodramático y había bebido bastante, ese ultimátum, ese «o él, o yo», aunque desagradable, tenía sentido. Con todo, no pudo resistirse a llevar su sensata propuesta un paso más allá, ese paso que la convertía en precipitada, imprudente y escandalosamente prematura:
—Y eso no es todo, tesorito. Cuando dejes a Lawrence, si es que lo dejas, no vendrás aquí ni vivirás arriba como putilla fija de esta casa. Te casarás conmigo. ¿Lo has entendido? Te casarás conmigo y rápido. A los cuarenta y siete no me interesan nada los noviazgos largos.
De todas las propuestas, ésa, más que una petición de mano hecha de rodillas, era una violación. Su discurso había sido cruel, y tenía la clara intención de hacer tanto más duro algo que ya era una elección terrible. No habría «separación de prueba» con Lawrence ni muestreo de las mercancías de Ramsey como esos pañuelos de seda de Cheshire en el mercado de Borough, donde no hay ninguna obligación de comprar. Además, hasta ahora ningún hombre le había pedido a Irina que se casara con él, en ningún tono. Esa furiosa exigencia, lanzada como un trapo mojado a tres metros de distancia, le escocía en la nuca.
—Ramsey… Pero si ni siquiera me he casado con Lawrence después de casi diez años.
—He dicho.
Al volver al apartamento de Borough, muy poco se esforzó Irina por ocultar que había llorado. Puesto que era medianoche pasada en una capital con veleidades cosmopolitas pero con un transporte público de ciudad de provincias, el metro estaba cerrado. Haciendo alarde de la frialdad propia del absolutismo que acababa de descubrir, Ramsey ni se había molestado en llamar un taxi; la había dejado en los escalones de la entrada para que volviera a casa como a ella le pareciese mejor. El apretón de manos en la puerta fue la gota que colmó el vaso, y provocó tal torrente de sollozos mientras Irina huía de esa casa, que cuando finalmente paró un taxi en Grove Road, el taxista tuvo que pedirle que le repitiera tres veces la dirección.
Ramsey no era el único con inclinaciones a exhibir su indiferencia. Sin hacer ningún comentario sobre los ojos hinchados y rojos, Lawrence, que estaba en la sala, dijo con frialdad:
—Es tarde.
—Se me escapó el último metro. Y he tardado horas en encontrar un taxi.
—¿Un taxi, tú? ¿Desde cuándo no miras la hora cada cinco minutos para cerciorarte de que no se te escape el último metro?
—He perdido la noción del tiempo. Es viernes por la noche y todos los minitaxis estaban ocupados, así que he tenido que esperar.
Mientras mentía, podría haber seguido perfectamente por ese camino y ocultarle que había parado en la calle un taxi de los negros, que son carísimos.
—¿Por qué no has llamado para decirme que llegarías tan tarde? Podía estar preocupado.
Pero Lawrence no parecía preocupado. Antes bien, sonaba como si no le hubiese importado nada pagarle a un matón para que le diera unos cuantos mamporros en la cabeza camino de casa.
—Si me hubiera entretenido buscando una cabina que funcionase, habría llegado más tarde.
Estaba fatigada y apenas podía hablar; además, nada le entusiasmaba menos que ponerse a discutir sobre cómo había vuelto a casa.
—Si has llamado a un minitaxi —dijo Lawrence— quiere decir que has encontrado una cabina. Y eso implica suponer que Betsy no llevaba el móvil.
La manera en que pronunció «Betsy» arrojaba dudas sobre el hecho de que Irina hubiese estado de verdad con su amiga. Por lo visto, uno de los sacrificios de mentir, por más selectivamente que se haga, era la capacidad para decir la verdad.
—Vale, vale, no se me ocurrió llamarte cuando tuve la oportunidad de hacerlo. Soy una desconsiderada —añadió Irina, no muy convencida—. Pero puede que vaya siendo hora de que aflojemos y nos compremos un móvil.
—Sí, sería estupendo. Yo podría llamarte, tú podrías llamarme a mí y no tendría ni idea de dónde estás y tú no tendrías que decírmelo.
Irina dejó pasar ese comentario socarrón, como si estoicamente permitiera que un salivazo le resbalara por la mejilla.
—Si tienes que saber la verdadera razón por la que llego tan tarde, tendríamos una pelea. He tenido que aclarar algunas cosas.
La cantidad de esfuerzo requerida para inventarse esa excusa transliterada era formidable, e Irina se preguntó por qué se tomaba semejante molestia. Eran casi las dos de la mañana, y para una chica normal y corriente, podía afirmarse que era una noche más que larga.
—¿Cuáles?
Irina intentó recordar algo de la conversación con Betsy que le permitiera soltarle algún bulo como quien le tira un hueso a un perro, pero poco fue lo que pudo rescatar.
—No quiero aburrirte, fue una estupidez. Pero deberías saber que Betsy te admira muchísimo. Te considera un hombre maravilloso.
—Me alegra que alguien lo piense —dijo Lawrence, y se preparó para irse a la cama.
Durante la cuenta atrás, los diez días que faltaban para el Grand Prix de Bournemouth, Irina podría habérselo pasado garabateando equis temblorosas en las paredes de piedra de su gulag, marcando así el paso inexorable del tiempo que faltaba para que la ejecutaran.
De hecho, tenía fantasías de muerte todos los días. No había llegado al punto de contemplar la posibilidad de meter la cabeza en el horno, pero cada vez que pasaba por Borough High Street, se le cruzaba la imagen del camión que venía disparado en dirección a ella. Lamentó que el IRA, como había predicho Lawrence, hubiese vuelto a declarar un alto el fuego, cosa que hacía mucho más rocambolesca una explosión imprevista en la estación local del metro en el preciso momento en que ella salía del ascensor. Y cuando pasaba bajo los andamios de los numerosos pisos de lujo en construcción que iban apareciendo en el barrio, no deseaba exactamente que le cayera encima un bloque de cemento, pero así y todo, podía verlo caer en picado desde una altura de dos pisos hasta que le daba en el cráneo. Eran huidas patológicas tontas, pero, igual que las visiones de Ramsey en la puerta y las parejas que forcejeaban en la alfombra, esos fatales accidentes imaginarios venían sin que nadie los invitara.
Lo mismo puede decirse de los persistentes sueños diurnos en los que veía a Lawrence repasar apenado la agenda para comunicarles a los amigos de Irina su prematuro fallecimiento. Con cautela, Betsy preguntaba: «¿Alguien se lo ha dicho a Ramsey?». Y Lawrence no entendía por qué justamente Ramsey tenía que ser el primero de la lista, sobre todo cuando había costado Dios y ayuda convencer a la pobre Irina para que saliera a cenar con él el día de su cumpleaños. Fuese o no directa y franca, Betsy seguiría siendo discreta, aunque podría presentarse voluntaria para darle a Ramsey la aciaga noticia en persona. En el funeral, Lawrence se preguntaría, perplejo, por qué Ramsey parecía el más deshecho de todos los asistentes. Al final algo haría clic… Ese cumpleaños…, la exasperante frialdad de Irina cuando él volvió de Sarajevo…, su desconcertante mal genio desde ese día…, las ausencias inexplicables… Primero Lawrence se enfadaría, pero ahora que Irina ya no estaba ahí para discutir, la furia no tardaría nada en transformarse en dolor. Es posible que, a la larga, haber amado a la misma mujer uniera a los dos hombres y consolidara su amistad. (Es un disparate, pero no deja de tener su encanto). En fin, no es que deseara estar muerta de verdad, pero sólo podía soportar que Lawrence supiera que estaba enamorada de otro hombre si se encontraba en una situación en la que ella no fuese —no pudiera ser— testigo de las consecuencias.
Lawrence, consciente de sus deberes filiales, pudo hacer algunas visitas a Las Vegas cada tres o cuatro años, pero, para sus padres, los asesores como su hijo eran incomprensibles y pedantes, y a él las instrucciones para jugar al golf le resultaban inútiles y sin interés. La desconexión era total. Su hermano era un adicto a la metanfetamina que vivía pegándole sablazos al padre; su hermana, una mujer sin ambiciones, trabajaba en un Walmart de Phoenix. Irina no formaba parte de la familia de Lawrence; era su familia. Dada la cháchara sobre libros y política que predomina en las raras apariciones de Lawrence en sociedad, era también su única amiga verdadera. Antes, la responsabilidad resultante nunca había sido una carga. Ahora era un peso aplastante.
Con todo, no había día en que Irina no mirase el teléfono a toda hora cuando Lawrence estaba en el trabajo, o en que no toqueteara una moneda de veinte peniques cada vez que pasaba junto a una cabina. La sensación era semejante a la que tiene un fumador que está intentando dejar el tabaco cada vez que ve el único paquete que ha escondido para casos de emergencia en el cajoncito de la lupa del Oxford English Dictionary, y piensa: Bueno, a la larga un solo pitillo no tendrá demasiada importancia, ¿verdad? Ramsey pudo enviarle unos cuantos ultimátums precipitados después de unas cuantas copas de brandy, pero si alguna vez su voz trémula fuese a salir por el auricular, sin duda soltaría un profundo suspiro de alivio, y diez minutos más tarde Irina ya estaría en Hackney lanzándose a sus brazos.
Oh, sí, probablemente. La determinación de Ramsey sería fácil de partir, como los nervios de un bistec macerado en una botella entera de Barolo. Pero un arreglo temporal no era la solución. Tenía que tomar una decisión. Como había señalado Betsy, volverse a atar los cordones de las zapatillas no haría menos pesado el ejercicio.
A simple vista, los nostálgicos paseos que en esa época Irina acostumbraba a dar por la tarde —caminatas que, una vez del otro lado del río, tenían una tendencia insidiosa a enfilar hacia el East End— tenían toda la apariencia de no ser más que un acto de sensiblera lástima por sí misma. Pero nada de eso.
Lo lamentaba por Betsy, que ahora cargaba con un secreto que no quería y que no podía sino hacerla sentirse una traidora en algún encuentro en el que Lawrence estuviera presente.
Y sentía pena por Ramsey, que lo único que había hecho era llevar a una amiga a cenar unos sushi con total inocencia y no podía haber anticipado que, tras dar dos caladitas a un porro, su compañera, tímida y recatada durante la cena, se metamorfosearía en una voraz depredadora sexual; que creía de un modo desgarrador en el «código» masculino que obliga a mantener las manos lejos de la mujer de un amiguete y despreciaba a cualquiera que lo violaba, y antes que a nadie, a sí mismo. Pobre Ramsey, obligado esos días a poner todas sus energías en el premio de sesenta mil libras que podía ganar en Bournemouth y con la cabeza llena de preocupaciones cada vez que pensaba que en ese preciso momento el único objeto de su deseo estaba reinaugurando una relación cómoda y sin riesgo con su rival, y que él, entretanto, estaba indefenso. La pasividad de su posición romántica se haría eco, de una manera que le resultaba demasiado conocida, del último juego de seis finales durante el cual sólo pudo tomar unos sorbitos de abstemio de Highland Spring mientras el trofeo que más codiciaba en el mundo se le escapaba por entre los dedos.
Pero, más que nada, Irina lo lamentaba por Lawrence, naturalmente. Cuando él creía que Irina no miraba, ella había captado más de una vez, en su rostro, una expresión parecida a la del niño abandonado por la madre en Disney World, pura nostalgia, desconcierto y desolación. Estaban castigándolo y él no tenía ni idea de por qué. Todo lo que ella solía adorar de su pareja, de pronto la ponía furiosa. Ya no le decía ni dos palabras en ruso, y llevaba meses sin llamarlo «¡Lawrence Lawrensovich!». Cada vez que él le decía algo sobre su trabajo, como que la prestigiosa Foreign Policy le había aceptado una propuesta, un logro que para Lawrence era un golpe maestro, Irina ponía cara de aburrida y ya ni siquiera fingía escuchar. Cuando él trajo a casa una fotocopia del artículo que había publicado, ella lo dejó languidecer, sin leerlo, en la mesa del comedor hasta que él, avergonzado, volvió a guardarlo en el maletín sin decir nada. Hasta el sencillo hecho de que Lawrence entrase en una habitación parecía motivo suficiente para que Irina se irritara o sintiera claustrofobia. Cada vez que él proponía ir a ver Boogie Nights el fin de semana y, tal vez, uno de esos largos paseos de tarde de domingo, por una vez juntos, o incluso ir los dos al mercado de Borough a comprar verduras, ella hacía caso omiso o le quitaba las ganas diciéndole, con falsa consideración, que debía de tener mucho trabajo. Si hasta no hace mucho Irina todavía había preparado comidas exquisitas con la intención de agradarle, ahora se decantaba, en el mejor de los casos, por platos más elaborados, pero Lawrence se daba cuenta de que lo único que ella quería era huir de su compañía y que por eso se refugiaba en la cocina. Probablemente se lo explicaría cuando estuviera bien y preparada para hacerlo. Pero, dado que todos los indicadores apuntaban a que la explicación era espantosa, Lawrence tenía especial interés en retrasar ese momento el mayor tiempo posible.
Entre los protagonistas del drama —Irina no se hacía ilusiones: no era más que un drama común y corriente, aunque todas las experiencias trascendentales de la vida, el nacimiento, la muerte, el amor y la traición, técnicamente también lo eran—, sólo había uno por el cual no sentía ninguna lástima. Si sus propios sentimientos eran constantes, Ramsey no tendría problemas en concentrarse en el inminente Grand Prix; Betsy sólo llevaría sobre los hombros la carga manejable de los pensamientos agrios de Irina respecto de Jude Hartford, y Lawrence estaría más feliz que unas pascuas.
Dos noches antes de que empezara el campeonato en Bournemouth, Lawrence pidió silencio, algo nada habitual en él, y apagó el televisor.
—Oye, ya sé que no te interesa tanto el snooker. —Las rodillas ladeadas, los brazos bien abiertos a ambos lados del sofá, su postura era la del que se dispone a dirimir un contencioso—. Pero pensé que a lo mejor sí te interesaba Ramsey.
Una ola de frío blanco cruzó la cara de Irina dejándole una sensación de picor a lo largo del nacimiento del pelo; podría haber estado buceando en un océano Ártico lleno de alfileres. Pero no estaba preparada para eso; le habría gustado tener algo a mano, una lista de razones, un discurso. Hasta una revelación cuidadosamente redactada habría sido más que mala. Y que él la hubiera descubierto era mucho peor.
—No me desagrada el snooker —dijo Irina, con voz débil.
—Quiero decir, que la historia de Ramsey es interesante, ¿no? Primero es un niño prodigio; luego desaparece de vista porque los niños prodigios crecen y, según la leyenda, se hundió seriamente en el arroyo. Pero se rehízo y se esforzó, y esta vez, más a base de aplicación que por puro talento natural, casi llega a lo más alto. Pero no, no lo consigue del todo. Se convierte en el máximo jugador no clasificado del deporte. Juega seis finales, pero nunca gana un título de campeón del mundo. Pues ya ves, tienes a un tío que está haciéndose mayor, que ya no es ningún jovencito, que nunca consigue tocar el premio más alto y que empieza a decaer. Pero lo único que sabe hacer es jugar al snooker. ¿Qué le gustará hacer a un tipo así? Cuando no tiene nada que esperar aparte de irse a pique, digo. ¿Dónde va a encontrar una nueva razón para vivir?
El sudor que a Irina le salía de los pechos apestaba. Es posible que Lawrence siempre hubiera evitado lo principal, pero ese sádico juego del gato y el ratón no era típico de él.
—En otra cosa, supongo —dijo Irina.
—¿Otro deporte? Un juego completamente nuevo.
—Por lo que yo sé —dijo Irina, y se asombró al ver que todavía era capaz de hablar—, los jugadores de snooker, cuando se retiran, se dedican al golf.
—Pero el golf no tiene la elegancia ni la estrategia ni el suspense del snooker… Planear cinco o seis jugadas por adelantado, visualizar todo el cuadro. El ajedrez sería más lógico. Si tuviera la cabeza que hace falta para jugar al ajedrez, claro. Y no la tiene.
—Ramsey no es tonto.
—Dejó los estudios cuando tenía dieciséis años. Oh, sí, puede hablar horas y horas de los méritos de un porcentaje frente a un juego de ataque. Pero no le hables de que el Nuevo Laborismo se apropió del programa de los tories. Una vez lo intenté y fue penoso. Y mira que éste es su país.
—Hay distintas clases de inteligencia —dijo Irina con tono desabrido, deseando que Lawrence lo aceptara y dejase de intentar hacerse el listo.
—Puedo entender por qué los jugadores retirados se pasan al golf —prosiguió él, todavía encantado con su coqueto engreimiento—. No es un combate directo. Te enfrentas a un adversario por turnos. Cuando estás en el green, o en la mesa de snooker, tu rival tiene las manos atadas. Es un deporte cortés, no un combate de gladiadores, como el fútbol, e incluso el tenis. En realidad, deportes como el snooker y el golf son para mariquitas.
—¿Los hombres de verdad pelean cuerpo a cuerpo?
—Claro. Pero de Ramsey no puede decirse que sea muy macho.
—¿Estás diciendo que es un cobarde?
—Los deportistas buscan juegos apropiados a su carácter. Ramsey es débil, y por eso ha evitado un deporte que suponga una prueba constante de fuerza física. Además, es reacio al choque frontal. Con otro hombre, en cualquier caso. En snooker, el adversario es una abstracción. La ley de las bolas podría generarla un ordenador, daría lo mismo. En última instancia, en este deporte todos juegan contra sí mismos, buscan su mejor marca. Ahora Ramsey está jugando contra sí mismo, y pierde.
—En algunas competiciones —sostuvo Irina—, Ramsey se defiende bastante bien.
—Entonces, todo ese drama… ¿Despierta tu imaginación?
—Sí, Ramsey despierta mi imaginación —dijo ella, jadeando y mirándose las manos.
—Perfecto, porque el Grand Prix se juega la semana que viene. Ramsey está en el reparto e ir a Bournemouth en tren sólo es un ratito. ¿Y si buscamos un bed & breakfast y hacemos una excursión?
—¿Estás diciéndome que quieres ir? —preguntó Irina incrédula, levantando la vista.
—No pareces muy entusiasmada. —De repente Irina bajó la guardia y dejó caer los brazos en las rodillas—. Es que… —continuó con aire taciturno— llevamos tiempo sin salir, sin hacer nada. Juntos, digo. Yo he ido a algunos campeonatos, pero tú no. Y cuando conoces a uno de los jugadores, se tiene un punto de vista, una razón por la que te gusta verlo en directo…
Discretamente, Irina se secó la frente con la manga.
—Un campeonato de snooker es algo muy británico —añadió Lawrence—. Desde el punto de vista cultural, podría ser agobiante.
La rectificación, «Edificante, quiero decir», fue violenta. Lawrence se había resignado a hablar un ruso pésimo. Pero el inglés era otra cosa.
—Me gustará seguir el torneo contigo —dijo Irina, midiendo sus palabras e intentando respirar hondo para que el corazón no le latiera a cien por hora—. Pero ¿no dices siempre que puedes seguir mejor las partidas por televisión?
—Bueno, sin el ambiente no es lo mismo. Y apuesto a que Ramsey nos sacará por ahí.
De acuerdo, Lawrence no lo sabía. Sin embargo, en algún nivel instintivo, era bastante listo para usar a Ramsey como anzuelo. La visión de ese triángulo que intentaba aguantar toda una cena… Bueno, Irina esperaba que el horror no se le notara en la cara.
—Además, Ramsey dice que es optimista con el Grand Prix —añadió Lawrence.
—¿Has hablado con él? —preguntó ella bruscamente.
—Por supuesto. Entradas gratis.
—¿Y cómo está?
Con suerte, su nostalgia no se notó mucho.
—Que me aspen si lo sé. Puede que ese pobre hijoputa no sepa moverse en sociedad, pero esa llamada fue el límite. Estuvo tan serio que yo podría haber sido inspector de hacienda. Puede que al teléfono no se sienta muy cómodo.
—No, apuesto a que no.
Era un diálogo cargado de subtexto, muy divertido en una obra de teatro, pero odioso en la vida real.
—Entonces, ¿qué dices?
—Si quieres que hagamos algo juntos… ¿no preferirías que fuéramos tú y yo solos?
—Nosotros dos solos no es una fórmula que parezca gustarte mucho de un tiempo a esta parte. Pensé que tal vez, si hubiera un tercero…, un poco de movimiento…
—No necesito esa clase de movimiento, gracias —dijo Irina con total sinceridad.
—Bueno, pues no tiene importancia —dijo Lawrence, un poco desanimado—. Sólo era una idea.
—Como bien dices, el snooker no me apasiona tanto como a ti —dijo ella, suavemente—. Y me parece una pesadez hacer el viaje hasta Bournemouth. Pero si nos quedamos en Londres también podemos ver juntos el torneo. Las primeras rondas las transmiten tarde, ¿no? ¿A partir de las once y media? Podemos picar algo fuera antes. ¿Como una cita?
Lawrence se animó.
—De acuerdo. ¿Eso es lo que te gustaría hacer?
Su expresión de esforzada ilusión partía el alma. En esos días, los pequeños gestos de Irina, a los que ahora Lawrence tendía a atribuir una importancia exagerada, parecían descaradamente malintencionados, pues alentaban un optimismo que ella habría hecho mejor en no manifestar. Por consiguiente, era pérfida cuando era amable con él, y mala cuando era mala. Puesto que no tenía importancia, es probable que tuviera libertad para tratarlo como se le antojara. Eso era «poder». Algo sobrevalorado.
—Sí, eso es lo que me gustaría —dijo Irina, bajito.
Sin embargo, pensó: Oh, cómo me gustaría que eso fuese lo que me gustara. Durante un momento, pudo sentir la presencia inquietante de esa otra vida en la que la perspectiva de salir a cenar con Lawrence y apoltronarse en el sillón para ver una partida de snooker se presentaba como algo sencillamente maravilloso.
Cuando Irina sugirió que salieran «a picar algo», pensaba en lugares como Tas, un restaurante turco bien barato a unos diez minutos a pie por Borough High Street. Pero Lawrence quería una gran noche y reservó en el Club Gascon, donde antes los precios habían limitado sus degustaciones de alta cocina vasca a ocasiones muy especiales.
Irina no escogió el vestido que mejor le sentaba (el atuendo realmente rompedor lo reservaba para sus excursiones al East End), pero se arregló para estar presentable, que es más de lo que pudo decir cuando vio a Lawrence.
—¿Eso te vas a poner? ¡Con lo elegante que es el Club Gascon!
Lawrence había elegido el mismo uniforme de tejanos anchos y camisa de franela de cuadros que llevaba cuando se conocieron. Irina debía de estar habituada a ese desaliño crónico, pero ahora se había mal acostumbrado. Ramsey tenía un sentido impecable de la elegancia.
Lawrence se encogió de hombros.
—Si voy a pagar un pastón por la cena, como mínimo quiero sentirme cómodo.
Irina puso los ojos en blanco.
—¡Haces que parezca una gilipollas! ¡Yo con falda y tacones y con un hombre vestido que da pena! ¡Y en ese restaurante!
—Oh, Irina, deja ya de dar la vara, ¿quieres? —protestó Lawrence mientras volvía al dormitorio arrastrando los pies—. ¡Aunque sólo sea por una noche!
Al rato volvió a salir con pantalones deportivos azul marino y una camisa color aguamarina con cuello abotonado. Años de vivir con una artista no habían mejorado su capacidad para combinar los colores.
—Esos azules no combinan —dijo Irina entre dientes.
—Los azules no pueden desentonar —dijo él, resentido.
—Hice la mejor parte de un libro en azul y te aseguro que sí pueden.
Lawrence salió disparado en dirección al puente de Blackfriars, con el ceño fruncido y el torso ladeado como si luchara contra un vendaval. A paso corto, pero con brío; a Irina, con tacones y pisando grava, no le resultó fácil seguirlo.
En el restaurante poco iluminado, decorado con guirnaldas de flores exóticas, Lawrence se quejó al ver que la mesa estaba apretujada entre las de otros clientes.
—No es muy romántico.
Irina prefirió no señalarle que un idilio bien encaminado podía prosperar sin mayores problemas en una barra y tomando un plato de corned beef con verduras salteadas. Mientras estudiaba detenidamente la extensa carta, la apatía entorpeció el proceso de selección. Cuando Lawrence sugirió que eligieran el menú degustación, cinco platos con el vino apropiado para cada uno —al disparatado precio de sesenta libras por cabeza, y que sin duda iba a dejarlos fuera de combate antes de que comenzara la transmisión del Grand Prix—, ella dijo que sí simplemente para ahorrarse el esfuerzo de pedir a la carta. Emborracharse a gusto antes de la hora de su cita deportiva también era un programa atractivo. Si no hubiera estado desesperada por ver a Ramsey Acton aunque sólo fuera por televisión, se habría emborrachado alegremente hasta perder el sentido.
Pidieron, y Lawrence apartó su cóctel de champán y armañac y se inclinó por encima de la mesa.
—Bien —dijo, prestando atención a la reacción de Irina—. ¿Cómo estás?
Irina retrocedió como si la apuntara con un revólver cargado.
—Bien —dijo, poniéndose a la defensiva—. Las primeras ilustraciones para La ley de Miss Capacidad parecen estar quedándome bien.
Lawrence la miró fijamente un instante. Irina seguía impasible. Después, él se reclinó en la silla y suspiró.
—Que te están quedando estupendas, querrás decir. Pero… ¿no crees que esas ilustraciones son un poco… adultas?
—¿En qué sentido?
—Bueno… Son sensuales.
—Los niños tienen sentidos.
—La protagonista es una lisiada en una silla de ruedas mágica, ¿no? No es una vampiresa.
—Ser minusválido no significa que no se pueda ser guapo.
—Creía que los personajes de los libros infantiles tenían que ser más bien «monos».
—¿Y la Bella Durmiente? En los clásicos, las protagonistas femeninas tienen pechos, y las despiertan con un beso. Se enamoran perdidamente de príncipes muy atractivos y quieren casarse. Sólo en los libros infantiles de hoy han purgado el sexo. Los personajes principales se desviven por aceptar que los niños de Somalia son exactamente iguales a ellos. O aprenden a guardar los juguetes.
—Pero tus ilustraciones son para niños de hoy.
—Lamento que pienses que mi trabajo es poco profesional.
—No he dicho eso. Sólo que lo que vi parecía un poco subido de tono.
—No he enseñado nada terrible, partes del cuerpo ni nada de eso.
—Ni falta que hacía. Es algo más indefinido. El trazo, la atmósfera, la expresión de la niña. No sé cómo decirlo. Es… lujurioso.
—Estoy segura de que en Puffin me lo dirán si piensan que son de una lascivia inaceptable.
El vino blanco que acompañaba el foie gras era de la última cosecha, y tenía el color lastimero y agridulce de un ocaso, ese desgarrador placer dorado que cubre el paisaje y hace tanto más dolorosa la fugacidad del momento. El hígado de oca, poco cocido, lo servían sobre una estructura de bastoncillos, de los que colgaba como uno de los relojes blandos de Dalí. Cuando Lawrence levantó su copa para brindar, no se le ocurrió nada que decir, y entrechocaron las copas por nada en particular.
—Como sabes, la crisis financiera asiática es galopante. El baht ha entrado en caída libre —dijo Lawrence—. Estoy un poco preocupado por nuestras inversiones, pero ya sabes, todo tiene un lado bueno. En estos meses unas vacaciones en Tailandia podrían salirnos tiradas.
—¿Y por qué habríamos de ir a Tailandia?
—¿Por qué no? Nunca hemos estado en Tailandia. Dicen que las playas son magníficas.
—Tú detestas la playa. Además, ¿desde cuándo quieres ir a un lugar que no te sirva también para investigar algo? En Tailandia no hay terroristas, ¿verdad?
—Ahora que lo dices, había pensado en viajar a Argelia. —Lawrence esperó unos segundos; Irina no reaccionó—. ¿Te parece bien que vaya a Argelia?
Que Lawrence se fuera a alguna parte, a cualquier parte, significaría poder ver a Ramsey con total impunidad, incluso por las noches.
—¿Por qué me lo preguntas? ¿No deberías ir?
—En este momento es uno de los países más peligrosos. En ese ataque islamista que hubo en Sidi Rais, en agosto, pasaron a cuchillo a trescientos aldeanos.
—¿De veras? —A Irina se le empañaron los ojos—. No me enteré.
—¿Cómo pudiste no enterarte?
—No es mi trabajo estar atenta a esas cosas. Es el tuyo.
—¡El resto del mundo es asunto de todos! Antes te interesaba.
—Argelia no será más segura porque yo esté al tanto de lo peligrosa que es.
—En cualquier caso, no hablaba en serio. Pero sí hablo en serio cuando propongo Bangkok.
Irina no había llegado aún al extremo de objetar, por ejemplo: No creo que sea un buen momento para hacer planes porque a lo mejor dentro de unos días te abandono para siempre.
—Quizá —dijo, un punto recelosa. La decepción de Lawrence era palpable.
Viendo que su agenda para esa noche suscitaba muy poco interés, Lawrence volvió al que era su tema de conversación por defecto, el terrorismo, una fascinación que a Irina le resultaba incomprensible. Personalmente, como víctima del terrorismo Lawrence tenía poca experiencia, por no decir ninguna. No había perdido a la madre en Lockerbie. No podía decir que sus antepasados eran de Belfast. De vez en cuando lo habían hecho salir del metro por una amenaza de bomba, pero cerca de él nunca había explotado nada. Sus intereses profesionales ponían de manifiesto una curiosa arbitrariedad; venían de ninguna parte, carecían de raíces orgánicas. A lo mejor, haberse hecho a sí mismo rechazando la basura y el ambiente nada intelectual de Las Vegas le confirió a su encarnación adulta un artificio inevitable. Por otra parte, es posible que llevar unos meses viviendo con una mujer que tenía la cabeza llena de Dios sabe qué, una mujer cuya conducta había cambiado de un modo radical, y no para mejor, precisamente, y no porque él hubiera cometido alguna transgresión que ahora pudiese identificar, una mujer cuyas idas y venidas era tan abiertamente sospechosas que animaban a que las imaginaciones más negras camparan a sus anchas, y —lo que es más importante— de la que ya no podía saber si era sincera o buena con él… Sí, puede que todo eso se pareciese un poco a ser víctima del terrorismo.
—Para mí, se han precipitado a invitar al Sinn Fein a participar en las conversaciones cuando falta menos de un mes para que el IRA restablezca el alto el fuego —dijo Lawrence, atacando las vieiras como si lo hubieran insultado—. En lugar de castigarlos por los atentados de Canary Wharf y Birmingham, los recompensan. ¡Sí, seguro, os traeremos de vuelta al redil, no importa que hayáis roto el último alto el fuego sin previo aviso y causado daños económicos por valor de millones de libras! Es exceso de entusiasmo, es indigno. Blair está lamiéndoles el culo a los del Sinn Fein, y eso no pinta nada bien.
—¿No crees que hay lugar para el perdón? ¿Para trazar una línea y decir «olvidemos el pasado, empecemos aquí, en este punto, limpios»?
—La gente que ha actuado de mala fe una vez probablemente volverá a hacerlo. No te haces ningún favor comportándote como una crédula.
—Según ese razonamiento, tú no negocias con terroristas y punto.
—Quizá no deberíamos negociar con terroristas, aunque es probable que tengamos que hacerlo. Pero, como mínimo, se impone un largo periodo de prueba. Cuando no puedes confiar en la palabra de alguien, hay que obligarlo a que demuestre sus buenas intenciones con hechos.
Se comieron los últimos tres platos con gran esfuerzo, como quien se arrastra para completar las últimas etapas de una carrera especialmente dura. Tanta comida era un exceso inútil. Lawrence se esforzaba, en serio, se desvivía porque tuvieran una velada alegre y desbordante de energía, una cena que confirmase que ella sólo había estado atravesando un periodo depresivo y difícil que ya había terminado. Ella también hizo un esfuerzo, en serio; rió durante los silencios, admiró cada plato, se devanó los sesos para encontrar temas de conversación… Pero todos parecían una trampa; hasta su conjetura acerca del matrimonio de Betsy como «asociación con fines comerciales» dio la impresión de estar cargada de alusiones. De algún modo, la incapacidad recíproca de conjugar la comedia de la cena con la comedia personal puso de manifiesto que todo ese asunto de cenar fuera era una estafa. Con lo que costó esa comida se podría haber alimentado a un niño de África durante un año, y ellos se habrían alimentado igual con un Big Mac.
Como tenían cuentas corrientes separadas, Lawrence pudo pagar la dolorosa.
—Muchísimas gracias por la cena —dijo Irina, muy ceremoniosa—. He pasado un rato encantador.
—¡Sí, ha sido fantástico! —exclamó Lawrence—. Deberíamos hacerlo más a menudo.
Como si se hubieran confabulado para afirmar que habían pasado un rato encantador. Con tantas buenas intenciones por parte de ambos, y un presupuesto tan alto para el proyecto, era inconcebible que la salida terminase resultando deprimente.
Y volvieron a casa a la carrera para entregarse a la más perversa de las diversiones de sobremesa.
Lawrence encendió el televisor justo en el momento en que el comentarista presentaba a los jugadores. Cuando el ídolo salió a escena, sus leales gritaron: «¡Ram-see! ¡Ram-see!».
—¿Lo ves? Me refiero a ese voluntarismo de Ramsey… —dijo Lawrence, tirándose de cabeza al sofá—. Me hace pensar en la publicidad de Avis. «Nos esforzamos por servirle cada vez mejor». Me pregunto si no lo ha hecho más popular. Apuesto a que el público no estaría ni la mitad de loco por él si ya hubiera ganado esos seis mundiales que perdió.
Absorta como estaba en esa cara, Irina se limitó a soltar un gruñido. La cámara enfocó, en un travelling, a diez hombres vestidos con sendas camisetas negras en las que, puestas una al lado de la otra, se leía V-I-V-A-R-A-M-S-E-Y.
—¡Por favor! —gritó Lawrence cuando presentaron al rival de Ramsey—. Qué reñido va a ser esto. ¡Stephen Hendry en la primera ronda!
Al número uno del mundo lo recibieron con aplausos cordiales, aunque poco entusiastas.
—Es todo un modelo, ¿no te parece? —prosiguió Lawrence—. Internacionalmente se considera a Hendry el mejor jugador de snooker de la historia, pero oye a todos ésos. ¡Les importa un carajo! Cuanto mejor juega Hendry, menos lo soportan los fans. Puede que ese amor por el fallo fatal sea cosa de la clase obrera. La mayoría de los forofos del snooker son tipos barrigudos y bebedores empedernidos que le pegan a la mujer y compran boletos todas las semanas pero nunca ganan a la lotería. Apuesto a que son incapaces de identificarse con alguien como Hendry, que rara vez yerra un tiro. En cambio, Ramsey es el tipo que a las masas oprimidas les gustaría tener en un póster… Con esa incapacidad trágica para consolidar su posición, yo podría haber sido un aspirante al título.
Tragándose los nervios que le producía ese parloteo incesante, Irina dijo:
—De esas cosas yo no sé nada. El problema de Hendry es que no es sexy.
Lawrence la miró.
—¿Piensas que Ramsey sí?
Irina se encogió de hombros sin apartar la vista de la pantalla.
—No lo sé. Tiene fama —contestó Irina, y se puso a buscar algo que la devolviera a territorio seguro—. Como mínimo no es un plasta. Hendry no sólo es aburrido por ser perfecto; es una persona aburrida.
De hecho, según Ramsey, la monótona excelencia sólo era una parte del problema de Hendry. Lejos de la mesa de juego no era un gran personaje. Padre de familia que ya se acercaba a los treinta, había empezado en los años noventa, una época del snooker en que los jugadores se portaban bien, eran dóciles, se iban temprano a la cama y comían todas las verduras habidas y por haber; por lo tanto, se lo podría acusar de haber reducido a la mitad, él solito y de un día para el otro, la popularidad del juego. Era de complexión media, y llevaba bien corto el pelo castaño y lacio. Lo extraño era su rostro, siempre carente de expresión, aun después de una de esas tacadas que rara vez fallaba. Tenía la piel picada, siempre parecía estar a punto de caerse de espaldas, y las nalgas sólo podían definirse como dos protuberancias. En las entrevistas era educado, y no había una en que no tuviera una palabra de elogio para con la destreza de sus rivales. Hendry era un jugador que se decantaba por lo práctico y funcional, y lo único que había aportado al deporte era el juego mismo. En cualquier caso, daba la casualidad de que había ganado el mismo número de finales de campeonatos del mundo que había perdido Ramsey. Más de dos veces había llegado a conseguir más «centurias», es decir, superado los cien puntos, que cualquier otro jugador en la historia de este deporte, y coleccionaba títulos como hilas tiene la franela. Pero ¿a quién le importaba? No al público de esta noche, obviamente. Nadie se había molestado en ponerse unas camisetas serigrafiadas aposta para que juntas dijeran V-I-V-A-S-T-E-P-H-E-N.
A Irina no le interesaba nada Stephen Hendry, por supuesto, excepto en la medida en que representaba una barrera que no le dejaba ver la cara de Ramsey. Se ponía negra cada vez que la cámara enfocaba el semblante inexpresivo de Hendry. Sólo tenía ojos para el individuo alto y adusto vestido con su característico chaleco color perla. Cuando tuvo una buena oportunidad en el primer ataque, jugó toda la serie con movimientos rápidos y limpios que se merecieron este homenaje de Clive Everton: «¡Ramsey Acton no pierde el tiempo!». Era como oír voces. Everton parecía advertirle personalmente a Irina que el señor Acton no estaba dispuesto a esperar el veredicto más allá de esa semana.
Mientras Irina se inclinaba hacia delante como si quisiera pegarse a la pantalla, su ansiedad aumentaba con cada bola que entraba en una tronera. Cuando Ramsey metió una roja desde una distancia espectacularmente larga, y luego, con lentitud exasperante, la blanca la siguió hasta la tronera para quedar en el borde, el gemido de Irina fue tan audible que Lawrence no pudo más que mirarla perplejo. «Vaya, qué mala suerte», dijo el comentarista, chasqueando la lengua para indicar lo mucho que lo había decepcionado el jugador.
—¿Te das cuenta de que las tacadas desastrosas siempre son «mala suerte», o «desafortunadas»? —dijo Lawrence—. Anda que… Estos comentaristas tienen un decoro… Desafortunado es un eufemismo para decir gilipollas.
Un sonido, incluso, un comentario interesante, quitando que lo había hecho Lawrence. Irina apretó los labios. ¿Por qué no podía cerrar el pico y seguir la partida?
Dennis Taylor, el segundo comentarista, entonó esta letanía: «No puede uno permitirse errores como ése, pues equivalen a dejarle libre la entrada al adversario. Y mucho menos cuando ese adversario es Stephen Hendry».
El snooker consiste únicamente en aprovechar oportunidades que tal vez nunca se repetirán, lo cual le añade un toque romántico. Y Hendry empezó a demostrar que un verdadero campeón sólo necesita una oportunidad. El break de Ramsey —cincuenta y siete— era respetable, pero con setenta y cinco puntos todavía en la mesa, aún estaba por verse quién ganaba el juego. Por desgracia, la penúltima billa de Ramsey había mandado la blanca, con la fuerza de una bala de cañón, justo al racimo de bolas que quedaban, y las rojas estaban dispersas como cerezas a la espera de que alguien las recogiese.
Mientras Hendry procedía a limpiar la mesa con la diligencia de uno de esos niños modélicos de los libros infantiles que recogen los platos después de la cena, Lawrence se puso a hacer de comentarista.
—Tomamos a estos jugadores que son un verdadero dechado de virtudes como algo natural cuando están en su mejor momento. Oh, sí, Stephen Hendry, Don Perfecto. Ahí está, ganando otro frame. Y supongo que yo soy hincha de Ramsey, pues es amigo nuestro. Pero a Hendry no le llega a la suela de los zapatos. Nunca ha habido un jugador como él, y es posible que no vuelva a haberlo. Sólo cuando los perfectos empiezan a flaquear, de pronto todos los valoran con carácter retroactivo. Como si pensaran, caramba, sospecho que antes eran realmente fantásticos. Sí, señor, ésos eran los días, nunca valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos.
Cállate, pensó Irina sin poder controlarse cuando Hendry, respetando la etiqueta del juego, dejó en la mesa la negra final. Cállate de una vez.
Cuando empezó el segundo juego, Irina observó atentamente cómo se comportaba Ramsey, en busca de algún indicio que le dijese en qué estado de ánimo se encontraba. Jugando con una ferocidad inusitada, parecía dar salida a una furia reprimida, como la del personaje normal por fuera pero nervioso por dentro contra el que chocamos en el metro y saca una navaja automática antes de que podamos decirle «disculpe». Tenía la misma expresión —dura— que el día en que le lanzó el ultimátum. Tienes hasta finales de este torneo para tomar una decisión. Irina se preguntó si acaso Ramsey pensaba que estaba viéndolo por televisión.
En consonancia con esa actitud contenida y potencialmente explosiva, Ramsey dio una tacada larga, absurda, en diagonal, y mandó la blanca hasta la esquina opuesta a tal velocidad, que no sólo dio contra la roja con un estrépito, sino que cruzó varias veces la mesa de rebote y al tuntún, desparramando unas cuantas bolas más y chocando contra tres bandas distintas.
Everton exclamó: «¡Ésa no se puede frenar!», y Taylor metió cuchara: «¡Eso es maltratar a una bola!». Con todo, era un juego impulsivo y nada calculado que los comentaristas veteranos desaprobaban severamente. Everton gruñó: «Creo que algunas de las billas de este hombre son vergonzosas». Y cuando añadió: «Pero si la bola entra, no se lo puede criticar», lo que quiso decir fue que sí se podía, también, criticar. En una palabra, que, para un purista del snooker, los fines nunca justifican una chapuza.
«¿Ha tenido suerte?», se preguntó Taylor cuando la blanca se calmó. Lawrence tenía toda la razón cuando decía que los comentaristas se erigían en jueces cuando empleaban términos relacionados con la buena o la mala suerte, con billas o tacadas o momentos afortunados y desafortunados, dando a entender así que ese deporte, cuando se jugaba como es debido —pese al ocasional y minúsculo grano de tiza— nunca debía tener nada que ver con la suerte. Ser afortunado era una manera de salir bien librado de algo que habría debido castigarse como correspondía.
En este caso, la temeraria exhibición de agresividad por parte de Ramsey había tenido su castigo: con la siguiente tacada en manos, ¡ay!, de la suerte, y el camino al único color disponible firmemente bloqueado por una roja perdida. Como si quisiera hacer honor al nombre del deporte del que era un ídolo, Ramsey se había «esnuquereado[16]».
Sin embargo, mientras Irina, anhelante, miraba a ese hombre apuesto atrapado del otro lado de la pantalla como un visitante de la Narnia de C. S. Lewis desterrado al otro lado del armario, y mientras Lawrence reprobaba desde el sofá lo poco profesional que había sido la última tacada —sinceramente, ¿para qué están los comentaristas cuando tenemos a Lawrence metiendo baza desde el gallinero?—, el concepto expresado por el verbo snooker adquirió un significado aún mayor, pues hacía referencia a una configuración en la cual un obstáculo al que no queremos apuntar —o no podemos, según el reglamento— se interpone entre nosotros y nuestra meta. En consecuencia, Irina también se había esnuquereado. Ramsey salió del paso gracias a una insólita bola con efecto; pero ella era incapaz de imaginar un solo equivalente metafórico para esa tacada, una medida que volviera a ponerla en contacto con Ramsey Acton sin darse de bruces contra ese espectador que tenía sentado a su lado, en el sofá, y que tanto la irritaba con sus inocentes comentarios.
—Bueno, ha salido del paso con mucha gracia —dijo Lawrence—, pero no está sobre una roja.
—Lawrence, ¿por favor, quieres…? —gritó Irina por fin.
—¿Por favor qué?
—Que por favor te calles para que pueda seguir la partida.
—Por lo general te sientas delante de la tele a coser o a hacer alguna otra cosa. ¿Desde cuándo te implicas tanto en una partida de snucker? —dijo Lawrence, de repente con marcado acento norteamericano.
—¡Se dice snooker! —exclamó ella—. ¡No snucker! ¡Llevas siete años viviendo aquí, y es un juego británico, y si vas a ser un forofo de este deporte, al menos deberías aprender a PRONUNCIAR bien el nombre!
Sí, los británicos no pronunciaban snooker igual que los norteamericanos, que empleaban el término básicamente con el sentido metafórico que Irina acababa de apreciar. Una distinción sin importancia. Lo que sí tenía importancia era el tono de voz de Irina, y encima cuando habían decidido pasar la noche juntos y lo más a gusto que pudieran. Irina no podía haberlo hecho peor.
La expresión de Lawrence fluctuó entre la ofensa, el enfado y el pasmo. Irina, avergonzada, dejó caer la mano. Un momento antes podría haberle importado más que nada en el mundo que Ramsey ganara el segundo juego, pero, de pronto, los comentarios diplomáticos y corteses que llegaban desde el televisor sólo subrayaban, por contraste, lo descortés que había sido su estallido. Irina se levantó pesadamente y apagó el televisor.
Una frase inicial deslumbrante por su originalidad podría haber compensado una dramaturgia tan compleja. Sin embargo, en momentos cruciales —cuando el objetivo, encomiable en otra situación, de mantener un diálogo chispeante llega en segundo lugar, muy por detrás de la claridad—, uno tiende a confiar en los códigos establecidos de su propia cultura. Así pues, Irina sucumbió al facilón preludio norteamericano al cataclismo:
—Tenemos que hablar.
En los lacerantes ataques a sus colegas y su infinito desprecio por el alto número de imbéciles que lo rodeaban, Lawrence rezumaba siempre una violencia apenas contenida. Si bien nunca le había pegado, ella tampoco le había dado nunca motivos para hacerlo. En consecuencia, cuando Irina terminó de contemplar la escena que ahora se desplegaba inexorablemente en su propia sala, se le pasó por la cabeza que Lawrence muy bien podía sentirse llevado a darle un puñetazo en la mandíbula. No obstante, por más que hubiera perdido la esperanza de que su pareja fuese una cantidad conocida —pese a las muchas veces en que, desde julio, había supuesto que su vida en común se había desinflado, y aunque sólo fuese porque una relación es, entre otras cosas, un proyecto de investigación; ahora que había llegado al final de su doctorado particular en Lawrence James Trainer, no quedaba nada por descubrir—, Irina se equivocaba. Acurrucado en el sofá, Lawrence gimoteaba con una voz apenas audible e infantil que ella nunca le había oído hasta entonces:
—Tenía lo que más quería en el mundo, y lo he echado a perder.
Cualesquiera imágenes que Irina pudiese conjurar —que Lawrence la golpeara en la cabeza, que la empujase contra la pared—, se revelaban meros productos de la fantasía, es decir, no eran lo que temía, sino lo que más deseaba. Porque lo que Lawrence hizo, en lugar de pegarle, fue muchísimo más brutal.
Lloró.