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La ropa de cama era seductora, pero, con Lawrence ya levantado, quedarse entre las sábanas perdía todo su atractivo. El sueño en el que se libraba de que la apresaran había sido inquietante, algo con los Beatles en el dormitorio. Se burlaban de sus pechos, más pequeños de lo normal. A veces Lawrence la dejaba que durmiera hasta tarde, pero cuando Irina se levantaba y descubría que él ya se había ido a trabajar, se sentía dolida y engañada. Haciendo un gran esfuerzo, salió de la cama. Aunque por la mañana no hablaran mucho que digamos, preparar el café juntos sin tener que decir nada era un placer por sí solo, y era agradable comenzar el día como un equipo.

Después de bajar un momento a comprar el Telegraph, Irina volvió a la cocina bostezando, vestida con pantalones de pintor y una camisa ligera y ancha con cuello de botones, y puso en marcha el mecanismo de la rutina de cada mañana. Hay gente a la que las infinitas repeticiones de la vida doméstica le parecen tediosas, pero para ella eran ritmos musicales. El chirrido del molinillo de café, por ejemplo, era la fanfarria que inauguraba el día. Le encantaba ese estribillo a cuyo son casi podía tararear; el borboteo del agua hirviendo en la cafetera italiana; el rugido de la boquilla de vapor cuando batía la leche hasta que hacía espuma… Aunque doblar las mismas proporciones todas las mañanas daba a su manera de preparar el café una monotonía inevitable, no iba a decantarse por echar menos leche simplemente porque hacer un café malo era un cambio de hábitos. No tenía nada de tedioso haber establecido que, puesto que a Lawrence le gustaba la tostada por el lado quemado, lo ideal era poner la tostadora entre el 3 y el 4. Las propiedades de la repetición, pensaba Irina, eran complejas. Hasta cierto punto, la repetición era una lente de aumento; elevaba el hábito a la categoría de ritual. Llevada demasiado lejos, podía volverse corrosiva y reducir el ritual a algo mecánico y repetido de memoria. Exactamente como los golpes del oleaje podían, según las mareas, depositar arena en la orilla o erosionarla.

Si bien no decía que no a la variedad —a veces el café era de Etiopía; otras, de Uruguay—, Irina pensaba que, en general, la variedad estaba sobrevalorada. Ella prefería variar dentro de la monotonía. La voracidad por los cambios constantes podía conducir, entre otras cosas, a que a uno se le acabaran las bebidas para el desayuno en un pispás. Sentía cierto aprecio por la gente ávida de nuevas sensaciones, siempre resuelta, como decía un antiguo novio, a «exprimir la naranja» y beberse una experiencia fresca todos los días, pero ese camino llevaba a la fatiga crónica. La verdad, había tantas experiencias —y descubrir esto ya era deprimente de por sí—, que sin duda se vivía mucho mejor tratando de reproducir las agradables con la mayor frecuencia posible.

Además, reflexionó mientras echaba a la leche su cucharadita de leche en polvo malteada Horlicks (quitaba el punto ácido), esa impresión de repetición «infinita» —tomar café y tostadas una vez y otra y otra, mirando ensimismada el horizonte— es una ilusión. Aburrirse con la rutina es un lujo, y siempre breve, además. Nos premian con un número discreto de mañanas y nos advierten que saboreemos cada despertar aún no arruinado por la artritis y el Alzheimer. Beberéis solamente tantas tazas de café. Leeréis sólo tantos periódicos y ni una sola edición más. Disfrutad, en la mesa, en callada comunión con vuestra alma gemela, un número de veces concreto y cuantificable —si gusta, se pueden contar— antes de que, zas, por culpa de una calamidad u otra uno de los dos ya no esté ahí. (Hasta no hace mucho Irina se había temido una pelea que haría tambalearse su fe en «todo el proyecto», pero últimamente esa inquietud la provocaba el miedo, más fuerte aún, de que Lawrence muriera. Así, un aumento de la sensación de seguridad en un territorio generaba una galopante sensación de amenaza en otro donde «todo el proyecto» peligraba en un sentido más absoluto). Cada vez que en algún artículo del periódico leía esas listas de cuántas comidas ingiere en la vida un ciudadano medio, cuántos años se pasa durmiendo o cuántas veces irá al baño, no la deslumbraban todos esos dígitos; antes bien, su mezquindad y finitud eran una lección de humildad. Según la media actuarial, el verano que estaba viviendo era uno de los setenta y ocho —¡sólo setenta y ocho!— que ella probablemente degustaría, y cuarenta y dos ya estaban despachados. Era horrendo.

—He estado fuera toda la semana —dijo Lawrence mientras se comía la tostada—. No sabes cómo se me está acumulando el trabajo. Tendré que darme prisa.

—¡No engullas! —le chilló—. Y si te tomas el café demasiado rápido, te quemarás el esófago. ¿Por qué no te lo tomas con calma mientras lees unas páginas de The End of Welfare?

—En el despacho me concentro mejor.

—¿No te apetece otra tostada? Es de esa hogaza tan buena del mercado de Borough, y no dura mucho. Cómelo antes de que se seque.

—No —dijo Lawrence, quitándose las migas de la boca—. Tengo que irme.

—¿Has leído ese artículo sobre las vacas locas? —Irina trataba descaradamente de retenerlo unos minutos más, como hacía de pequeña cuando se aferraba al tobillo de su padre cada vez que él tenía otro rodaje de seis semanas en California e intentaba salir por la puerta—. Ahora que el precio de la carne picada ha bajado a cuarenta y nueve peniques la libra, las ventas de carne de vacuno empiezan a registrar una subida vertiginosa. ¿Has leído algo sobre las características de la EEB? Pero ¿qué importa arriesgarse a morir una muerte larga y lenta mientras el cerebro se te convierte en una esponja si puedes ahorrar un par de peniques en la carne para la cena? ¡No tiene sentido! A una libra con treinta y nueve nadie tocará una carne que puede matarlo. Pero ¿a cuarenta y nueve peniques sí?

—¡Un negocio estupendo! ¿Y si hoy cenamos hamburguesas?

—Jamás. Cenaremos pollo.

Irina lo acompañó a la puerta y se las ingenió para entretenerlo unos minutos con más conversaciones sobre asuntos sin importancia, hasta que le dijo adiós en ruso y a regañadientes. Do svidanya.

Después recogió la cocina y sacó el pollo del congelador, luchando contra una sensación de desconsuelo que no le era desconocida. Hasta que Lawrence la abandonara así, en un día laborable, la hacía sentirse un poco apenada.

Una vez instalada en el estudio, no le resultó fácil concentrarse en la siguiente ilustración para Veo rojo. Las insistentes ganas de hacer una llamada telefónica no menguaban. Una mera llamada de cortesía, desde luego. Es de esperar, ¿no?, que por buena educación, sólo por buena educación, le demos las gracias por su generosidad a alguien que nos ha invitado a un verdadero festín. Además, ella podía ser breve.

El número que tenía en la agenda seguía siendo el mismo que le había dado Jude. Apoyó la mano en el auricular unos segundos; el corazón le latía con fuerza. Una llamada de cortesía, se repitió, y descolgó. Pero enseguida volvió a dejar el auricular en la horquilla. Después volvió a descolgar.

—¿Hola?

Y volvió a colgar, al instante. Ramsey parecía dormido. Era demasiado temprano. Por otra parte, ya le había dado las gracias. El sábado por la noche, en la puerta. Qué tontería sacarlo de la cama para nada. Y qué tontería más grande aún que ella estuviera temblando. Ramsey no podía saber quién había llamado y colgado de golpe. Supondría que sólo era publicidad telefónica generada por ordenador, o alguien que se había equivocado de número.

Sin embargo, cuando Irina volvió a su mesa de trabajo, se le cruzó por la cabeza que Ramsey lo sabía, y le entraron náuseas. Ramsey sabría con certeza absoluta quién había llamado, había oído su voz y, presa de un confuso terror, había vuelto a dejar el auricular en la horquilla como si fuera a morderle. En muchos sentidos eran casi dos desconocidos, y no dejaba de ser desconcertante darse cuenta de lo bien que él la conocía.

Esta vez la ilustración tampoco le salió mejor. Fuera lo que fuese lo que la había iluminado mientras esbozaba la llegada del Viajero Púrpura, ahora se le negaba, se alejaba. El inspirado trabajo de ayer era, hasta el momento, el mejor de la serie. Pero ya podía intentarlo las veces que quisiera; hoy era incapaz de conseguir el estilo que Lawrence había definido como «de locura». Si no podía conseguir el mismo toque frenético, la misma energía, en las ilustraciones complementarias, tendría que tirar la locura a la papelera. Ya no encajaba; destacaba entre todos los demás. La primera introducción del color rojo había conferido a la serie una calidad alarmante, estrafalaria, electrizante. En cada uno de los esfuerzos fallidos de hoy, el rojo parecía vulgar. Al mezclarse con los azules, hacía que el púrpura quedara bien, pero también éste parecía vulgar. Aunque ahora multiplicada por dos, la paleta seguía pareciendo estrecha, e Irina suspiraba por un Viajero Amarillo que la liberase y le diera acceso a todo el espectro. Apuntó la idea para transmitírsela al autor. Para que los niños comprendiesen mejor la naturaleza de un color, hacia el final lo lógico sería introducir un Viajero Amarillo. Tal vez podría darle a entender con cierta malicia que el añadido de un nuevo personaje tendría una buena acogida entre los lectores chinos.

Lawrence llamó a primera hora de la tarde. Solía llamar sin motivo alguno, y cuanto más espuria era la excusa, más encantada estaba ella.

—Eh, te llamé a eso de las diez, pero comunicabas. ¿Hablabas con alguien interesante?

—Oh, debiste de intentar localizarme justo en el peor momento. Cogí el teléfono para llamar a Betsy, pero pensé que era mejor no distraerme y colgué.

Qué mentirijilla más extraña. Podría haber sido sincera sin mucho esfuerzo y decirle que había llamado a Ramsey para darle las gracias por la cena, pero que, al ver que lo había despertado, había colgado muerta de vergüenza. Y Lawrence lo habría considerado típico de su habitual torpeza social. Sin embargo, ahora se resistía a mencionar a Ramsey en sus conversaciones; se había convertido en algo privado. Al margen de lo que hubiera pasado entre ellos el día de su cumpleaños, era algo que le pertenecía a ella, e Irina valoraba poseer algo en lo que Lawrence quedaba fuera.

—Bueno, ¿y tú qué tal?

—Un desastre. No hago más que romper dibujos.

—¡Date un respiro! El de ayer era magnífico. A lo mejor te conviene tomarte la tarde libre. Sal a dar un paseo, o ve a la biblioteca. O a ese lugar de Roman Road donde encontraste esas especias indias tan baratas. De paso puedes irte a fumar unos porros con Ramsey y reír viendo el vídeo de Steve Davis contra Dennis Taylor en 1985.

No tendría que haber dicho nada de ese porro.

—Muy gracioso.

—Bueno, con lo de la partida no bromeo. Tendrías que verla, es la más famosa de toda la historia del snooker. ¿Te he contado alguna vez lo que pasó?

Oh, probablemente sí, pero, si se lo contó, Irina no le había prestado atención. ¿Por qué tantas parejas se vuelven mutuamente sordas? Puesto que era obvio que él disfrutaría contándole —otra vez— lo que pasó en esa famosa partida, Irina lo animó.

—Fue en el Campeonato del Mundo que se jugó en el Crucible[11]. Dennis Taylor, ese tío de Irlanda del Norte con cara de ganso y unas gafas de concha enormes que le daban aspecto de lelo… Sabes a quién me refiero, ¿no? Bueno, Taylor jugó trece años en el circuito antes de ganar un torneo. Por eso lo consideraban un adversario ridículo para Steve Davis, que en el ochenta y cinco, ¡bueno!, era el regalo que Dios le había hecho al snooker. El campeón del momento. Lo tenían por imbatible. Todo el mundo pensaba que en la final le daría una auténtica paliza a Taylor.

»Y así empezó. Taylor terminó perdiendo ocho a cero en la primera ronda, pero se recuperó en la segunda y casi igualó los puntos en nueve a siete. En la tercera también terminó perdiendo, pero sólo por dos juegos, trece a once. Sin embargo, lo único que decían los comentaristas era que qué fantástico que ese pobre idiota no se dejara vencer sin luchar. Como si les pareciera bonito o algo así.

»Pero en la última sesión, Taylor empató. Diecisiete a diecisiete. Primero para dieciocho, ¿entiendes? Así que, al final, el campeonato terminó jugándose no sólo a un frame, sino a la última bola. La negra, por supuesto. Y hay una secuencia increíble en la que Taylor falla un doble, después Davis también la caga y Taylor tira a la tronera desde lejos y falla por un pelo, cree que está todo perdido y vuelve abatido a la silla como si se le hubiera muerto el gato. Pero sólo queda una bola y Davis también desperdicia su oportunidad y le deja una negra que estaba chupada. Cuando Taylor la metió y se hizo con el título, el Crucible entero enloqueció.

—O sea, David contra Goliat. La pequeña locomotora que pudo llegar[12].

—Eso. Y la emisión de esa última vuelta tuvo el récord de audiencia de la BBC. La vieron dieciocho millones de personas. La mayor audiencia que una transmisión deportiva británica tuvo jamás. Ramsey dice que ésos fueron los mejores tiempos del deporte. En los ochenta, los jugadores de snooker eran como estrellas del rock. Se daban la gran vida y les dejaban hacer lo que les daba la gana. Eran una panda de chicos malos. Ramsey dice que la nueva cosecha es demasiado aburrida, y que por eso ya no hay tanto público como antes.

«Ramsey dice». Aunque muy generosamente le había dado una noche libre, Lawrence quería que Ramsey volviera. Y, como Dennis Taylor, Irina no tenía ganas de renunciar a un trofeo tan valioso sin luchar.

—De eso, nada. Ramsey dice que la nueva camada de jugadores ha llegado a ser muy buena y que precisamente por eso ya no hay tanto público como antes.

—La idea es la misma —dijo Lawrence—. Ramsey dice que demasiado bueno es sinónimo de demasiado aburrido.

Los dos se dieron cuenta de que, más que bueno en el sentido de virtuoso, querían decir demasiado bueno «en snooker». Con todo, una vez que colgaron, Irina no consiguió olvidar esa frase.

En los Estados Unidos, la festividad del Día de Acción de Gracias se asienta en una idea muy encomiable. Pero, aun así, no funciona. Sinceramente, es más que imposible, el último jueves de noviembre, dar las gracias por lo que se tiene sólo porque se supone que hay que hacerlo. Se sabe, y de buena fuente, que la ocasión se desaprovecha preparando el pavo de rigor. La pechuga suele secarse cuando todavía hay partes de los muslos que están crudas.

Así y todo, el agradecimiento puede llegar sin haberlo programado. Cuando esa noche Lawrence gritó «¡Irina Galina!» desde la puerta, y ella, desde el estudio, replicó «¡Lawrence Lawrensovich!», Irina se sintió agradecida. Y cuando él, mientras se comía unas galletas con mantequilla de cacahuete, le contó cómo le había ido el día —sus contactos habían hecho circular el rumor de que el IRA no tardaría en volver a declarar un alto el fuego—, y aunque es posible que ella no hubiera entendido nunca el porqué del altercado del Ulster y no hubiera seguido el asunto de si los paramilitares estaban poniendo o no bombas que daba miedo fuera de Gran Bretaña, y que tampoco entendiera por qué harían una cosa así, Irina se sintió agradecida. Porque Lawrence tenía un trabajo que lo fascinaba, la fascinara o no a ella. Agradecida porque él se tomaba la molestia de ponerla al corriente de lo que había hecho durante el día y porque respetaba su opinión. Agradecida porque, si le preguntaba, él le explicaría con paciencia infinita los pormenores de los sucesos de Irlanda del Norte, y con todos los detalles que ella quisiera. Y porque él no se ofendería si justo esa noche ella pasaba de la exégesis. Cuando se sentaron a ver las noticias de Channel 4, Irina se sintió agradecida por no ser un ganadero obligado a contemplar cómo se va diezmando el rebaño. Si bien había confesado abiertamente que empezaba a cansarse de ese rollo de las vacas locas, por lo general los informativos británicos eran superiores a sus homólogos americanos —más serios, más profundos—, y también se sintió agradecida por eso.

Cuando se puso a preparar las tradicionales palomitas que comían antes de cenar, Irina se sintió agradecida por otra rutina de variación perfectamente equilibrada dentro de la monotonía. Había llegado a saber la proporción exacta de aceite por grano de maíz que más inflaba las palomitas a la vez que reducía al mínimo las grasas; después de experimentar con varias marcas, ahora sólo compraba las de Dunn’s River, que prácticamente nunca quedaban secas. Un estante entero de la alacena de las especias estaba dedicado a una colección tan grande de condimentos étnicos —cajún, criollo, Fajita Mix—, que Irina podía servir un bol sazonado con algo distinto cada día del mes. Hoy escogió pimienta negra, parmesano y ajo en polvo, una combinación favorita, y mientras daba buena cuenta de su bol, se alegró de que les gustara un aperitivo que, aunque no les quitaba el apetito, les permitía darse un buen atracón.

Mientras con el índice humedecido recogía los restos de queso que habían quedado en el fondo del bol, Irina pensó que los dos gozaban de perfecta salud, y a veces el bienestar físico podía dejar de ser el espacio en blanco entre dos achaques para convertirse en un placer intencionado. A punto de entrar en la edad mediana, seguían siendo una pareja atractiva; ella había sobrevivido a una racha de tarta de chocolate y capuchino y seguía sin estar gorda. Nadie cercano a ella había muerto recientemente. Y saltaba a la vista que Lawrence, que rezongaba y preguntaba cuándo terminaría esa larga noticia sobre la EEB, estaba vivo. La cena —el pollo marinado toda la tarde en una salsa indonesia lisa y llanamente mortal— sería estupenda.

Nada estaba mal. Y, sobre todo, el aire que circulaba entre ellos dos era claro. Puede que Irina no hubiera dicho nada sobre un par de momentos con Ramsey Acton que ese fin de semana tuvieron lugar únicamente en su interior, pero esta tarde se había concedido permiso para mantener esas pocas cartas cerca del pecho. Si la turbadora tentación del sábado por la noche había hecho temblar su apartamento, la tierra ya había vuelto a calmarse. Y no era en absoluto una ingenuidad pensar que ni ella ni Lawrence se escondían uno al otro un secreto importante. Estaba claro que Lawrence no se gastaba los ahorros en el hipódromo —si decía que a la hora de la comida iba al gimnasio, iba al gimnasio—, y tampoco fingía ir al despacho todos los días cuando en realidad lo habían despedido hacía meses. Es posible que ella fumase un pitillo a escondidas de vez en cuando, pero no se hinchaba a anfetaminas mientras Lawrence estaba en Blue Sky. Tampoco había adquirido la costumbre furtiva de tomarse un jerez después del desayuno, ni había desarrollado una secreta dependencia del Valium. Lawrence no escondía a otra familia en Roma, a la que visitaba fingiendo que iba a un congreso en Sarajevo. Así pues, si bien era posible que un repartidor de pizza tocara el timbre que no debía, no había ninguna posibilidad de que una adolescente resentida a la que Lawrence no había reconocido unos años antes, y que ahora quería dinero, llamara a la puerta por la noche. Irina no se pasó el informativo rumiando cómo decirle a Lawrence que su madre, esa mujer que sólo pensaba en sí misma, ya no podía permitirse mantener la casa de Brighton Beach[13] y dentro de una semana vendría a instalarse en la habitación de huéspedes. Lawrence no se pasó el informativo rumiando cómo decirle a Irina que después de todos esos años se había dado cuenta de que era homosexual. Y el sábado por la noche Irina no había besado a otro hombre mientras Lawrence estaba de viaje.

Hay años en que la acción de gracias llega en minúsculas, y en julio.