Diciendo que no a los pocos minutos que solía remolonear en la cama, Irina fue la primera en levantarse la mañana siguiente. Los acelerones y los bocinazos del tráfico en Trinity Street, parachoques con parachoques, habían estado enloqueciéndola. El alivio de estar sola cuando bajó a comprar el Daily Telegraph fue demasiado breve. Mientras molía el café y esperaba que el hervidor de leche empezara a escupir, ya la crispaba la monotonía de la rutina de todas las mañanas. Por un momento fue imposible saber si llenaría una vez más el hervidor con agua embotellada o si se pegaría un tiro. Al menos mientras practicaba estos ejercicios y se ponía a prueba, no hacía falta mirar a Lawrence ni hablarle. Mientras leía el Telegraph en la mesa de la cocina, los ojos se le pusieron vidriosos otra vez; la embriaguez sexual la había convertido en analfabeta de la noche a la mañana. Una analfabeta que no comía nunca, que no podía trabajar y dormía poco, pues ¿qué se hace cuando a uno le remuerde la conciencia? Se folla. Y eso era precisamente lo único que no podía hacer, que no hacía. Hasta para un niño cambiado por otro al nacer había límites.
Lawrence, el que siempre se levantaba y se ponía en marcha antes que nadie, estaba entreteniéndose. Tardaba siglos en terminarse la tostada, y el café se le enfriaba. Por amor de Dios, si lo que quería era leer The End of Welfare, se concentraría mejor en el despacho. ¡Ya eran casi las nueve! Era difícil no pasar violentamente las páginas del periódico. Cuando el minutero de su reloj de pulsera marcaba las nueve pasadas, el pecho le estalló con una furia absurda, dolorosa y a todas luces injustificada. Lawrence tenía derecho a entretenerse con su «mujer» unos minutos, ¿verdad?, antes de irse a un despacho en el que trabajaba la tira de horas. Si alguna vez se sentara a la mesa cabreado por la mera presencia de Irina, furioso y desesperado por echarla de su propio apartamento, ella se moriría. Se moriría y punto.
Sin embargo, Irina no pudo contenerse.
—Me imagino que después de estos diez días fuera, tendrás un montón de trabajo esperándote en Blue Sky.
Si la voz no le hubiera temblado de enfado, su sentimiento podría haber parecido casi normal.
—Un poco —admitió Lawrence.
Desde que se levantó, Irina había estado convenciéndose de que él no la conocía en absoluto, pero un repentino estado de alerta le sugirió lo contrario.
—Me pregunto si me apetece otra tostada —pensó Lawrence en voz alta.
—Bueno, ¡cómetela o no te la comas! —estalló Irina—. Cómete una tostada o no te comas una tostada, pero no pierdas el tiempo decidiendo si te la comes o no. ¡Sólo es una tostada, por Dios!
Como atontado, Lawrence recogió los platos.
—Entonces creo que no me comeré otra tostada.
Irina se estremeció al advertir lo herido que él se sentía, y tuvo la impresión de que se agachaba como para esquivar un bumerán. Por lo visto, la crueldad con un ser querido —al que quería hasta hace dos días, al menos, o, en todo caso, alguien que de ninguna manera se merecía esa crueldad— tiene tendencia a devolver el golpe y darnos en la cabeza.
Al final Lawrence preparó el maletín. Cuando se detuvo en el umbral, a Irina la invadieron los remordimientos. Ahora que de verdad se iba, lo retuvo en la puerta con asuntos sin mayor importancia, una conversación improvisada, intentando ser cálida y dar una impresión creíble de esposa abnegada a la que dejan sola todo el día y no le gusta nada decir adiós.
—Lamento haber sido tan brusca —dijo—. Me estoy atrasando con las ilustraciones para Veo rojo y estoy ansiosa por volver a trabajar.
—Yo no te lo impido.
—No, por supuesto que no. No sé, puede que me vaya a venir la regla.
—No, no es eso —dijo Lawrence, siempre atento a las fechas.
—La perimenopausia, entonces. Sea lo que sea, perdona. Mi estallido ha sido totalmente gratuito.
—Sin duda.
—¡Por favor, trata de olvidarlo! —gritó Irina, apretándole el brazo—. Lo lamento mucho, de veras.
La máscara de aflicción de Lawrence se quebró en una sonrisa. Después le dio un beso en la frente y le dijo que a lo mejor la llamaba más tarde. Todo estaba perdonado. Enmendar ese estallido había sido demasiado fácil, e Irina no supo si Lawrence aceptaba sus disculpas porque confiaba en ella o porque le tenía miedo.
Al principio se mantuvo lejos del teléfono, saboreando la oportunidad de pensar con claridad o, si no con claridad, al menos sola. Además, Lawrence siempre podía volver, podría haber olvidado algo, y ella no tendría ganas de decirle con quién estaba hablando. A eso de las nueve y media ya iba retrasada, pero a Irina no se la podía molestar con los detalles de los horarios de noctámbulo de Ramsey cuando toda su vida estaba viniéndose abajo, y por culpa de él.
—¿Diga?
Irina detestaba a los que llamaban y no se identificaban.
—Hola —dijo, con timidez.
En el otro extremo de la línea, el silencio parecía interminable. Oh, Dios, quizá lo que para ella era un viaje exótico en una alfombra mágica, para Ramsey era una sesión informal de lucha libre en la alfombra. Entonces, puede que él fuese de verdad el donjuán que las revistas habían hecho de él y a quien ella debiera colgar antes de hacer un ridículo mayor del que ya había hecho.
Un suspiro que pareció una ráfaga de viento oceánico.
—No sabes cuánto me alivia oír tu voz.
—Me daba miedo despertarte.
—Eso querría decir que en algún momento me fui a dormir.
—¡Pero si anteanoche no pegaste ojo! Debes de estar alucinando.
—Puesto que te dejé ir… Sí, me temo que estoy alucinando.
—Lo que yo temía era que para ti no hubiera significado nada.
—Significa algo —dijo él, jadeando—. Algo asqueroso.
—… A mí no me lo parece.
—Está mal.
Lo que Ramsey debió de intentar decir con énfasis sonó a impotencia.
—Qué extraño —dijo Irina—. No hace mucho habría podido recordar tu cara sin ningún problema. Ahora ni siquiera recuerdo qué aspecto tienes.
—Yo sí recuerdo la tuya. Pero es que hay dos, una antes y otra después. En el después pareces una persona distinta. Más hermosa. Más en tres dimensiones. Más complicada.
—Así es como he estado sintiéndome —dijo ella—. Ni yo misma me reconozco. Y no todo lo que he cambiado es para mejor. Antes me gustaba mirarme al espejo y tener cierta idea sobre quién me devolvía la mirada.
Pese a que ambos mantenían una rectitud sexual nominal, su conversación ya estaba salpicada por las largas y densas pausas de los amantes, esas pausas tan típicas cuyo cargado silencio radiofónico tiene que transportar todo lo que no tiene nada que ver con las palabras. Los amantes no se comunican dentro de las frases, sino entre frases. La pasión acecha en los intersticios. Más que ladrillo, es lechada.
—¿Se lo dijiste?
—Te prometí que no lo haría.
—Lo sé, pero ¿se lo contaste?
—Cumplo mi palabra.
Pero Irina dejaba de cumplir su palabra con cada segundo que duraba la llamada, y era frustrante que la apresurada promesa que le había hecho a Ramsey ya pesara más que una década entera de votos tácitos a Lawrence.
—No puedo… —empezó a decir Ramsey, pero se detuvo como si consultara una chuleta—. Es posible que a ti te tocara la peor parte, por el snooker y todo eso, digo. Pero yo no quiero nada de segunda ni de tercera mano. Conmigo es todo o nada.
—¿Y qué pasaría si fuera todo?
—Tienes a Lawrence —dijo Ramsey, con una voz que era una piedra—. Eres feliz. Tienes una vida.
—Creía que la tenía.
—Tienes que parar. No sabías lo que hacías. Tienes demasiado que perder.
Las frases eran sosas y hueras.
—No puedo parar —dijo ella—. Algo se ha adueñado de mí. ¿Has visto Las amistades peligrosas? John Malkovich no hace más que repetirle a Glenn Close: «No puedo evitarlo». Parece casi un sonámbulo que se mete en una relación con Michelle Pfeiffer, un zombi, un drogadicto. No puedo evitarlo. Y no tiene por qué ser una excusa, sólo es la verdad. Me siento poseída. No puedo dejar de pensar en ti. Siempre he sido una persona práctica, pero ahora tengo visiones. Ojalá estuviera exagerando, siendo melodramática, pero no, nada de eso.
—No he visto esa película —dijo Ramsey—. ¿Acaba bien?
—No.
—Seguro que hay una razón para que la recuerdes ahora. ¿Qué le pasa a la chica?
—Muere —admitió Irina.
—¿Y el tío?
—Muere —admitió Irina.
—Qué bonito. Pero en la vida real el amor es más sucio que eso, ¿no? Creo que es peor.
—En la película —dijo Irina— la muerte trae cierta… redención.
—Fuera del cine ya puedes olvidarlo. Te matará, de acuerdo, pero seguirás de pie. Fuera de la pantalla, el problema no es que no puedas sobrevivir, sino que sí puedes. Todos sobrevivimos, y eso es lo que lo hace tan terrible.
Ramsey tenía una vena filosófica.
Irina, en cambio, tenía una vena empecinada.
—No puedo evitarlo.
—Entonces, depende de mí. —Tanta dulzura intimidaba—. Tengo que frenar por ti.
Irina estaba contenta de haberse saltado el desayuno, porque de repente se sintió mareada.
—No necesito que nadie se preocupe por mí. Lawrence lleva años haciéndolo, y ahora mira. No necesito que me cuiden.
—Oh, claro que lo necesitas —susurró Ramsey—. Todos lo necesitamos.
—No puedes frenarme. Ni siquiera tienes ese derecho.
—Es mi responsabilidad —dijo él, reproduciendo el tono de robot de John Malkovich en la película que no había visto—. Ahora lo comprendo. Soy el único que puede conseguir que frenes.
Las lágrimas de Irina eran mezquinas y calientes. Eso era un robo. Lo que había descubierto en el sótano de Ramsey era suyo, exclusivamente suyo.
—Dijiste…, ayer… —La referencia temporal de Ramsey chirriaba; parecía que se habían separado hacía meses—, que desperté algo en ti. Tal vez puedas quedarte con lo que descubriste conmigo y dárselo a Lawrence. Como un regalo.
—Lo que descubrí contigo —dijo ella— fue a ti. Tú eres el regalo. En todos los sentidos. Despertar los tres en la cama, juntos, podría ser un agobio.
—Nadie dijo nada de camas.
—Nadie tuvo que hacerlo.
—Nosotros no nos acostamos.
—No —asintió Irina—. Por lo menos de momento.
—No quiero ser el otro, tu «asuntillo».
—Yo tampoco quiero liarme.
—Entonces, ¿qué quieres?
En ese instante podrían haber hecho desaparecer a Irina en un coche, con los ojos vendados, y luego liberarla en un barrio de Londres que ella no reconocía. ¿Cómo encontró el camino de vuelta a casa? Por lo que se veía, era una zona interesante; entonces, ¿quería volver a casa? La habían secuestrado, ya se había declarado el síndrome de Estocolmo y ella le había tomado cariño a su secuestrador.
—Quiero verte lo antes posible.
Otro suspiro como un estruendo.
—¿Te parece sensato?
—No tiene nada que ver con la sensatez.
Ramsey gimió.
—Yo también me muero de ganas de verte.
—Podría ir en metro. Mile End, ¿no?
—Una señora como tú no tiene nada que hacer en el metro. Pasaré a buscarte.
—Aquí no puedes venir. Ayer tampoco deberías haber venido. Todo el mundo te conoce, por el programa de televisión.
—¿Lo ves? ¡Es una película de terror! Ya parece una aventura, pero sin la parte buena.
—¿Cuál es la alternativa?
—Tú sabes cuál es.
—Ésa no es una opción. Tengo que verte.
Esa determinación era algo completamente nuevo en ella, y era embriagadora.
—Vivo bastante lejos de la estación del metro —dijo Ramsey.
—Soy una criatura fuerte y robusta.
—Eres una flor rara y delicada a la que hay que mantener apartada de las miradas groseras y codiciosas de la purria del East End. —Ramsey sólo bromeaba a medias—. ¿Y Lawrence?
—Está en el trabajo. Llama durante el día, pero siempre puedo decirle que salí de compras.
—No tendrás nada que enseñarle cuando vuelva.
—¿Un paseo, una visita en vano a la biblioteca? También puedo escuchar los mensajes desde tu casa y volverlo a llamar.
—No eres muy buena haciendo trampas.
—Lo tomaré como un cumplido.
—La mayoría de las centralitas de las oficinas tienen el servicio de identificación de llamadas, se ve en la pantalla el número desde el que llaman. Tu… —Ramsey estuvo claramente a punto de decir «tu marido»—. El del Anorak. Ese tipo tiene memoria para los números. Deberías agenciarte un móvil.
—Es una propuesta interesante, pero Lawrence y yo hemos decidido que es demasiado caro. Podría hacerlo, pero no me sería nada fácil explicarle por qué de pronto tengo teléfono móvil. Por Dios, hay mil maneras de que me descubra, ¿no?
—Sí. Aunque no haya nada que descubrir.
—¿Y tu cumpleaños? ¿A eso le llamas nada? ¿Y que yo fuera tuya?
—Eres mía —dijo Ramsey con voz suave—. Anoche te acostaste con él, ¿verdad?
—Por supuesto que me acosté con él. Compartimos la misma cama.
—No es eso lo que quiero decir, y lo sabes. Lawrence ha estado de viaje. Un tipo que ha estado fuera y vuelve a casa se folla a su mujer.
Esta vez Ramsey no se cortó y dijo la palabra.
—Pues si a eso te refieres, sí. Si no hubiera querido hacerlo, se habría dado cuenta de que algo pasa.
—No me gusta. Sé que no tengo derecho a decirlo, pero no me gusta.
—A mí tampoco —admitió Irina—. Sólo que… Si lo conseguí fue porque pensé en ti. Pero fue una bajeza. Hacerlo imaginando a otro hombre, digo.
—Es mejor que estés en sus brazos pensando en mí y no a la inversa.
—Estar en tus brazos y pensar en ti me atrae más.
—Entonces, ¿cuándo puedes traer tu delicioso culo a Mile End?
Probablemente la pauta era la típica; se pasa uno la mayor parte de la llamada hablando de que no debería hacer esto o lo otro, y los últimos minutos discutiendo los detalles de la operación. Habría sido bonito sentirse especial.
En el metro, la gente la miraba. La miraban los hombres y también las mujeres. No era la falda corta de tela vaquera y la brevísima camiseta amarilla lo que los hacía volver la cabeza. A Irina se le notaba. Los pasajeros de ese vagón no podían haberlo identificado per se, pero lo reconocieron igual. La gente tenía hijos todo el tiempo, se apareaba y, sin embargo, a ella debía de notársele algo raro. El sexo era raro. No puede afirmarse sin más de los anuncios publicitarios que había en ese vagón —pechos desnudos que promocionan vacaciones en alguna isla, sonrisas insinuantes de determinada pasta dentífrica—, pero habían sido concebidos para atormentar a los pasajeros haciéndoles pensar en todo lo que les faltaba.
No era ése un viaje que Irina McGovern hubiera esperado hacer jamás. Por decidida que estuviera a pasar por alto la falta que iba a cometer, no se engañaba. Había cogido el metro para ponerle los cuernos a Lawrence.
Sin que advirtiesen nada por megafonía, el tren se detuvo. Pasarse quince minutos sentado bajo casi quinientos metros de roca era el pan de cada día en la Northern Line, la peor línea de metro de la ciudad; tanto era así, que ni un solo pasajero se molestó en apartar la vista del Daily Mail. En relación con las excentricidades del servicio de metro londinense, los usuarios habituales habrían pasado mucho antes por las fases convencionales de consternación, desesperación y resignación necesarias para graduarse en una imperturbable tranquilidad zen. Sus expresiones de gente acostumbrada a aguantar sin rechistar podían interpretarse como sutiles o como bovinas.
Así y todo, el viaje le dio a Irina una pausa en el pleno sentido de la palabra. Primero Ramsey, y ahora, ese vagón, insistían. Tienes que frenar.
Espontáneamente comenzó a torturarla el recuerdo de algo que había ocurrido muchos años antes, cuando Lawrence y ella compartían su tradicional bol de palomitas antes de la cena. Acababan de mudarse al apartamento de Borough y todavía no habían adquirido el hábito de zamparse puñados y más puñados mientras veían en silencio las noticias de Channel 4.
—Es obvio que no hay garantías —había cavilado Irina, escogiendo las palomitas más blandas—. Sobre nosotros, digo. Hay tantas parejas que parecen estar bien hasta que, de repente, ¡bang!, se acabó. Pero ¿si nos pasara algo a nosotros? Creo que perdería la fe en todo el proyecto. No estoy diciendo que nosotros sí lo conseguiremos, pero si no lo conseguimos nosotros, es posible que nadie sea capaz de hacerlo. O que yo no soy capaz, da lo mismo.
—Sí —asintió Lawrence, concentrándose en los granos menos inflados, que, según le había advertido Irina, podían dañarle el puente—. Conozco a gente que lo dice y que al cabo de un par de años se muere de ganas de volver a intentarlo. Pero ¿y yo? Te lo diré. ¿Nos hundimos? Yo tiraría la toalla.
La sensación había sido mutuamente intensa. Para Irina, Lawrence siempre había sido el caso que sienta jurisprudencia. Era brillante, guapo y divertido; hacían buena pareja. Habían superado los obstáculos más serios, ese primer año de incertidumbres constantes, los traspiés profesionales de Lawrence antes de hacerse un hueco en Blue Sky, varios proyectos de Irina que nunca se vendieron… Y hasta se habían instalado juntos en un país extranjero. Las cosas deberían empezar a ser más fáciles, ¿no? Ya se acercaban a los diez años, y debía de ser cuestión de seguir avanzando sin mucho esfuerzo hacia la meta. Habían solucionado los problemas de fondo, suavizado motivos serios de fricción y la relación ya debía de deslizarse como uno de esos trenes japoneses que avanzan sobre un colchón neumático. En cambio, sin previo aviso, habían frenado de repente en punto muerto, entre estaciones, para mirar por unas ventanas negras como boca de lobo. De la noche a la mañana, la relación había pasado de tren asiático de alta tecnología a vagón de la Northern Line.
¿Por qué nadie se lo había advertido?, pensaba Irina. Era imposible seguir avanzando. De hecho, lo que la había puesto en peligro era precisamente la sensación de estar a salvo. Cuando se escabulló en el Jaguar de Ramsey con un espíritu de temeraria inocencia, no miró por encima del hombro y, ya se sabe, siempre atracan al incauto. Y así era exactamente como se sentía. Atracada. Como si le hubieran dado una paliza. Ya podría haber cogido el palo de amasar el sábado por la tarde y haberse aplastado el cerebro.
Sin ceremonias, el tren dio un bandazo, arrancó entre resuellos y cogió velocidad. Ese respiro, el interludio subvencionado con gentileza por el metro de Londres —para que se lo pensara bien—, se acercaba formalmente a su final. Los demás pasajeros tenían un lugar al que ir y no podían esperar indefinidamente que una mujer sola y bien conservada, de cuarenta y pocos años, se controlara.
Si Lawrence era de verdad el caso que sentaba jurisprudencia, si había que hundirse con él en caso de que perdiera «la fe en todo el proyecto», a través de ese túnel Irina viajaba a toda velocidad no hacia el romanticismo, sino hacia el cinismo.
En realidad, es bastante horrible, pensó Irina al salir, inquieta, de la estación de Mile End para subir por Grove Road, que uno no pueda imponerse estar enamorado, pues es posible que el esfuerzo mismo mantenga los sentimientos a raya. Y tampoco, si la desconcertante inexpresividad de anoche, cuando Lawrence volvió, era un criterio por el cual juzgar, podía uno obligarse a seguir por ese camino. Y lo último que se podía hacer era obligarse a no enamorarse, pues hasta ese momento, la escasa resistencia que había opuesto por la mañana para terminar saliendo hacia Hackney disparada como una flecha, sólo había agudizado aún más esa compulsión. Así pues, estaba perpetuamente tiranizada por una sensación que llegaba y desaparecía a su antojo, igual que un gato que entra y sale por la gatera. Cuánto más agradable sería que el amor fuese algo que naciese de un recipiente fiable, o algo elegido, por perversamente que sea, para tirar por el desagüe. Pero no queda otro remedio. Pese a lo que suele decirse, el amor no es algo que construyamos. Tampoco se puede desechar por molesto una vez que se manifiesta, y ni siquiera por ser algo vil que nos arruina la vida y, de paso, la de otra persona.
Aún más que el beso que se dieron por encima de la mesa de snooker —y, de hecho, las dieciocho horas siguientes habían sido un largo beso—, hoy la acosaba ese momento fatal en que Lawrence había entrado por la puerta y ella no había sentido nada. La desilusión se hacía más aplastante por momentos. No estaba desilusionada con Lawrence, no era como si se le hubiera caído la venda de los ojos y de repente lo viera como el hombrecillo común y corriente que siempre le había parecido a los demás. Antes bien, una vuelta de la llave había bastado para romperle todos los huesos románticos que tenía en el cuerpo. Su fidelidad y su constancia con Lawrence habían formado durante mucho tiempo los cimientos del cariño que Irina sentía por su propia persona, y ésa era la relación que se había partido por la mitad. La transgresión de ese fin de semana había infringido los términos fundamentales del contrato que había firmado consigo misma, y la había hecho desilusionarse consigo misma. Se sentía más pequeña, más frágil. Se sentía vulgar, y puede que por primera vez en la vida creyese en el mito, descabellado hasta ahora, de que iba a envejecer y morir como todos los demás.
Sin embargo, mientras avanzaba, se produjo un encantamiento. Victoria Park tenía un toque de cuento de hadas, con su pintoresca caseta de comidas rápidas, acabada en punta, la alegre fuente en el medio del lago, las aves de cuello largo alzando el vuelo. Los niños golpeteaban el agua en la orilla. A cada paso que daba por ese parque, la fragilidad que la había hecho subir cojeando por Grove Road se desvaneció. Se sintió joven y ágil, la heroína de un nuevo libro de cuentos cuyas aventuras acababan de empezar.
Además, a medida que se acercaba a la esquina en que tenía que girar en Victoria Park Road, algo alarmante comenzó a ocurrirle al paisaje.
En 1919, en lo alto de Copps Hill, en Boston, reventó un tanque de almacenamiento de treinta metros de ancho, para la producción de ron, y envió a la ciudad casi diez millones de litros de melaza. La pared de melaza tenía unos cuatro metros y medio de alto, y alcanzó una velocidad de cincuenta y seis kilómetros por hora, ahogando, a su paso, a veintiún bostonianos.
Casi de la misma manera, una envolvente ola de dulzura rompía ahora por encima de Victoria Park, lotos que brillaban con reflejos tan almibarados que Irina podría haberse agachado a lamerlos. El lago oscuro se agitaba que era una delicia, como un bote de melaza de boca ancha. Hasta el aire se había caramelizado, y respirar se parecía a chupetear un caramelo. No había duda, el recipiente que reventaba y cubría de almíbar todo el vecindario era esa casa.
Al subir los adustos y empinados escalones victorianos de piedra, Irina sintió una súbita aprensión. Desde la cruel apatía que la había invadido por la noche, cuando Lawrence volvió, sus sentimientos eran oficialmente inestables. A fin de cuentas, ahora era una arpía que le gritaba a un currante sólo porque el muchacho quería una tostada, una bruja caprichosa a la que tan pronto se le antojaba una cosa como la otra. Ramsey había parecido muy atractivo el domingo, pero hoy era lunes. Y nada le aseguraba que el rostro que la esperaba al cruzar ese umbral albergara otra cosa que no fuese la más brutal indiferencia.
Con todo, en cualquier caso hoy no parecía ser así. Ese rostro era hermoso.
Metiendo los dedos largos y secos por la piel desnuda debajo de la corta camiseta de Irina, Ramsey los deslizó hacia el final de la espalda, el lugar donde no mucho antes habían revoloteado tan tentadores, sin tocarla. Irina emitió un breve gemido. Y él la arrastró al interior de la casa.
Volvió al apartamento antes que Lawrence, pero por un segundo. La lucecita del contestador parpadeaba. Pasándose de mala manera un peine por el pelo revuelto, apretó MENSAJES. «Por favor, cuelgue y llame otra vez. Por favor, cuelgue y llame otra vez». Agradable, pero insistente, una voz femenina británica pronunciaba de tal manera que se entendía «cuelgue y ame otra vez». ¡Dios! Por alguna particularidad del sistema telefónico de Blue Sky, ésa era la grabación que agotaba el límite de treinta segundos del contestador cada vez que Lawrence llamaba y no dejaba mensaje. Mientras el «por favor, cuelgue y…» zumbaba como un sonsonete imparable y demente, Irina contó: Ha llamado cinco veces.
Oyó el ruido de la cerradura a sus espaldas y se le puso el corazón en la boca.
—¿Irina?
Sólo había pasado un día, pero Lawrence ya había dejado de usar el cantarín añadido de su segundo nombre.
—¡Hola! —dijo al entrar, y dejó el maletín en el recibidor—. ¿Dónde has estado toda la tarde?
—Oh, haciendo unos recados —consiguió decir Irina a duras penas.
Mal. La gente que llevaba años conviviendo nunca hacía recados. Podría haber dicho que había ido al Tesco porque tenían una oferta de yogur griego, o a la ferretería de Elephant & Castle porque se había fundido la bombilla de la lámpara del escritorio del estudio. Eso es lo que se le dice al hombre con el que se convive. Puesto que Irina lo sabía todo acerca de la naturaleza rigurosa y particular del reportaje doméstico, no poder respetar la forma equivalía a ponerse unos cartelones de mujeranuncio que en grandes letras de imprenta decían: HE AQUÍ MI CORAZÓN TRAIDOR. También podría haber envidiado más de un talento, el de su hermana para el ballet, por ejemplo, o el de Lawrence para la política; pero ¿un don para la duplicidad? No quería llegar a destacar en eso.
—Creía que estabas ansiosa por adelantar un poco de trabajo.
—No sé, no me salía nada. Ya sabes cómo es, ¿no?
—Como de repente te has vuelto tan reservada con tus dibujos, te diré que no, no lo sé.
Irina lo siguió sin fuerzas a la cocina, donde Lawrence se preparó una galleta con mantequilla de cacahuete. Sus movimientos eran irregulares. Esos cinco mensajes que nadie respondió se le habían atragantado.
—¿Alguna novedad en Blue Sky?
—Han sugerido que pronto se reinstaurará el alto el fuego del IRA —dijo él, con tono cortado—. Pero nada que pueda interesarte… ¿Para qué te has vestido así?
Irina cruzó los brazos encima del abdomen descubierto, un estilo que de pronto parecía demasiado juvenil.
—Me apetecía. Empieza a cansarme la idea de llevar siempre ropa basura.
—Los americanos —gruñó Lawrence— no llevamos «basura», llevamos «porquería».
—Soy medio rusa.
—No te pases. Tienes acento americano, pasaporte americano y tu padre es de Ohio. Además, una rusa diría jlam. O musor.
Cuando Lawrence dejaba de querer agradar, su ruso mejoraba de una manera espectacular.
—Pero… —dijo Irina, tragándose otra expresión británica que sólo hubiera conseguido irritarlo aún más—. ¿Qué es lo que tanto te molesta?
—Esta mañana casi me cortas la cabeza de tan nerviosa que te pusiste porque no me iba. Llamé a eso de las diez y comunicabas, y a las diez y media ya estabas dando vueltas por ahí. Por lo que sé, has estado fuera todo el día. ¿Has conseguido hacer algo? Lo dudo.
—Estoy un poco bloqueada.
—Tú nunca te has permitido veleidades de artista bohemia, así que no digas sandeces. Una profesional de verdad se sienta y saca el trabajo tenga o no tenga ganas de trabajar. Al menos eso era lo que solías decir.
—Bueno. La gente cambia.
—Ya lo veo —dijo Lawrence, escudriñándole la cara—. ¿Te has pintado los labios?
Irina, que casi nunca se maquillaba, se humedeció los labios.
—No, por supuesto que no. Es que ha hecho un poco de calor, ya sabes. Tengo los labios un poco agrietados, eso es todo.
Cuando Lawrence fue a poner las noticias de Channel 4, Irina se metió en el lavabo para mirarse la cara. Tenía los labios rojo cereza y como magullados, y el mentón rosa de tanto que le había raspado la barba de Ramsey. (Tendría que haberse afeitado). Quizá debiera darse con un canto en el pecho; Lawrence no había notado nada en la barbilla, ni tampoco el aliento a vino blanco. En Victoria Park Road se habían bajado dos botellas de sauvignon blanc mientras Ramsey insistía en pasar, en el televisor de pantalla plana que tenía en el sótano, un vídeo bastante cascado de una célebre partida de 1985 (que no podía competir con el deporte que luego practicaron en el sofá). Aunque Irina apenas había conseguido pasarse un bocado del salmón y el beluga, el aliento aún le olía a pescado y, además, le había gorreado a Ramsey más de un Gauloises. No queriendo correr riesgos, se cepilló los dientes. No tenía por costumbre hacerlo a las siete de la tarde, pero siempre podía decir que había eructado un poco de ácido estomacal o algo por el estilo. Desanima comprobar que ni siquiera cuando uno no quiere perfeccionarse en esta clase de cosas, termina perfeccionándose de un modo u otro.
Tampoco era propio de Lawrence no detectar el olor a vino; tenía olfato de sabueso. Y eso significaba que podía haber notado que tenía el mentón casi en carne viva, y olido el dejo a salmón ahumado. Pero él seguía en la sala, excesivamente concentrado en Jon Snow.
—¡En un minuto traigo las palomitas! —dijo Irina muy alegre desde la puerta de la cocina—. ¿Te apetece pasta para cenar?
Se había olvidado de descongelar el pollo.
—Me da igual.
Una noticia más sobre la enfermedad de las vacas locas no podía ser tan absorbente. El Gobierno británico llevaba meses matando decenas de miles de pobres vacas.
—Podría prepararla como te gusta a ti, con pimientos secos y anchoas.
—Sí, claro. —Lawrence la miró y sonrió agradecido—. Genial. Bien picante. Que corte la respiración.
Pasta era muchísimo más de lo que Irina necesitaba ofrecer. A esas alturas, Lawrence ya aceptaba migajas.