El campanilleo del timbre y, después, el ruido áspero del cerrojo que se abría, eran, para Irina, la menos valorada de todas las sinfonías. Ábrete, Sésamo. El roce suave de la madera en la alfombra. Absorta en la lectura, había bajado el volumen —Shawn Colvin—; era lo mejor que podía hacer si quería estar atenta. Hecha un ovillo impaciente en el sillón, más de una vez la había alegrado una salida en falso, cuando los vecinos pasaban en tropel delante del apartamento y seguían subiendo. Al final no había manera de confundir la enérgica afirmación de dominio, de acceso, de pertenencia, en el escudete de la cerradura. Ésos eran los olvidados momentos culminantes de la vida doméstica, esos vuelcos pavlovianos del corazón una noche cualquiera, cuando la persona que amamos entra por la puerta.
—¡Irina Galina!
Todavía en el pasillo, Lawrence echó en falta una eufórica sonrisa de bienvenida, aunque habría otras. Sólo él era capaz de salvar un segundo nombre que de otro modo sería poco apropiado y hubiera sonado más a burla que otra cosa. Galina Ulanova había sido la primera bailarina del Bolshói en los años cuarenta, y los pliés de Irina (antes de que su madre se diera definitivamente por vencida) nunca estarían, como era más que evidente, a la altura de los de su tocaya. Había odiado ese nombre hasta que Lawrence lo convirtió, primero, en una broma, y luego, aunque sólo fuese porque ahora ella lo asociaba con su voz, en un placer.
—¡Lawrence Lawrensovich! —gritó Irina, completando un ritual de bienvenida que nunca se agotaba. En cuanto al burlón patronímico, el padre de Lawrence se llamaba igual que él.
—¡Eh! —Lawrence la besó al pasar y señaló con la cabeza el equipo de música—. La banda sonora de siempre. Lacrimógena.
—Así es. Cuando tú no estás, lo único que hago es lloriquear.
—¿Qué estás leyendo?
—Memorias de una geisha. No te gustaría nada —lo provocó.
—Oh, sí, es muy probable —dijo él, como quien no quiere la cosa y volviendo al recibidor—. ¿Y qué me gusta a mí, si se puede saber?
—¡Vuelve aquí!
—Iba a deshacer las maletas.
—¡Al carajo las maletas! —Mientras Lawrence, por puro orgullo, mantenía con vehemencia el vocabulario americano, Irina se apropiaba caprichosamente, como en este caso, del argot británico, y después de siete años en Londres, incluso como cuestión de derecho[8]—. Has estado diez días fuera. ¡Vuelve y bésame como está mandado!
Aunque, como era de esperar, Lawrence dejó las maletas donde estaban y volvió a la sala dando un giro de ciento ochenta grados, su expresión, cuando ella le rodeó el cuello con las manos, era la de un hombre perplejo. Intentó besarla con la boca cerrada, pero Irina, que no estaba dispuesta a aceptar nada parecido, le abrió la boca con la lengua. Eran tan raras las veces que se habían besado así estos últimos años, que las lenguas no hicieron sino entrechocarse, igual que, cuando tenía diez años, Irina colisionaba con su pareja durante un pas de deux. Falto de práctica, Lawrence se apartó antes de tiempo y, con un hilo de baba colgándole entre los labios —nada más lejos de un romance cinematográfico—, la miró con recelo.
—Pero ¿qué te pasa?
Mejor que no se lo dijera. No era su intención decírselo, y no lo hizo.
—¿No dices que soy tu «mujer»? Pues bien, eso es lo que hace un marido cuando vuelve a casa. Besar a su mujer. Y a veces hasta disfruta.
—Ya son casi las once —dijo él, lanzándose otra vez hacia el pasillo con las maletas—. Creí que querrías ver Late Review.
Era duro de pelar.
Cuando él se espatarró en el sofá después de deshacer el equipaje, Irina se tomó un momento para mirarle detenidamente la cara. La sensación que le produjo fue de gratitud. La noche anterior no lo había engañado por un pelo; nunca, en realidad, había estado tan cerca, y se le había pasado por la cabeza una sombra fugaz de esa otra vida en la que sólo podría mirar a Lawrence con culpa y vergüenza, desesperada por borrar todo rastro de engaño. La sensación opuesta, de absoluta limpieza, habría sido incluso más reconfortante si hubiera tenido la intención de contárselo todo, pero Lawrence y ella habían estado omitiendo algo —era difícil identificar qué— durante bastante tiempo, y habría sido peligroso, por irónicamente que recordase ese momento, soltarle de repente que había estado a punto de besar a Ramsey Acton pero que luego se lo pensó mejor. Recordarlo con ironía conllevaba, de todos modos, una grosera distorsión, y no tendría sentido a menos que relatara la crisis como la auténtica tortura que había sido. Si le contaba toda la verdad, lo inquietaría, y en adelante él trataría siempre a Ramsey con cautela. Era la amistad de Lawrence con Ramsey, y la de ella con Lawrence, lo que había tenido presente cuando le deseó feliz cumpleaños al jugador de snooker y se disculpó, presa del pánico, diciéndole que le urgía ir al lavabo.
Por extraño que parezca, al contemplar a Lawrence, más que la sensación de reconocimiento que tuvo cuando se vieron por primera vez, lo que sentía era el misterio de un eterno desconocimiento. Había en Lawrence un desasosiego que él disfrazaba con sus bravuconadas, y a decir verdad, Irina nunca sabía a ciencia cierta qué se le pasaba por la cabeza. Extrañas como los distintos niveles de ese semblante drástico, parecían mamparas que la separaban de las poleas que se mueven entre bastidores. Incluso pensó, vacilante: Tiene un dejo de melancolía.
No cabía duda de que Lawrence tenía un rostro hermoso, o más que hermoso; tenía un rostro fascinante, esa clase de rostro en la que uno se zambulliría como en aguas turbias para perderse. Irina se sentía privilegiada por tener derecho a mirar esa cara con calma y seguir el rumbo de las nubes inexplicables que a veces la cruzaban antes de dispersarse con el carácter variable del tiempo de las islas. Lo raro es cómo, cuanto más se conoce a alguien, más se llega a apreciar lo poco que se lo conoce, lo poco que siempre hemos sabido de esa persona, como si la intimidad gradual no implicase automáticamente volverse cada vez más agudo, sino sólo más supinamente ignorante. Daba igual hasta qué punto estaba armando un retrato vívido del carácter de Lawrence Trainer; el refinamiento era únicamente cuestión de deconstrucción. Tanto le daba dibujar con todo detalle tal o cual cualidad como borrarla por absurda, inexacta o caricaturesca en su sencillez o exageración. Lawrence era amable; no, perdón, era un salvaje. Se dedicaba a ella abnegadamente, en cuerpo y alma; pero, por otro lado, se guardaba algo de una manera que sólo podía calificarse de egoísta. Era un hombre seguro de sí mismo; ja, ja, ¿cómo podía ella tragarse esa fachada cuando saltaba a la vista que Lawrence era dolorosamente inseguro? Lawrence era amable, era abnegado, y parte de esa convicción llevaba hasta lo más íntimo de su ser. Si esa imagen mental que Irina tenía de él fuese una ilustración en su mesa de dibujo, al cabo de nueve años parecería una mancha, un borrón. Es posible que cuando ella tuviese ochenta y cinco se acercase al límite de no tener la menor idea de quién era Lawrence cuando antes podría haber hecho una larga lista de «rasgos de carácter», como si todos juntos equivaliesen a un hombre. Puede que llegar a ese estado de estancamiento fuese un logro. Puede que convivir satisfactoriamente con alguien fuese llegar a comprender no la medida en que se parecía a uno, sino la medida en que no era uno y, por consiguiente, como tan raras veces hacemos con el prójimo, que el que vemos tumbado ahí delante, en el sofá, está realmente ahí.
—¿Qué estás mirando?
—A ti.
—Pero si ya me has visto antes.
—A veces me olvido de cómo eres.
—He estado fuera diez días, no diez años.
Lawrence miró el reloj. Todavía no eran las once.
—No me has preguntado qué tal me fue anoche con Ramsey.
—Ah, cierto. Lo olvidé.
Irina se dio cuenta de que no lo había olvidado.
—Lo pasamos mejor de lo que había esperado.
—¿Hablasteis de snooker? Yo al menos te preparé lo suficiente para que te mantuvieses a flote.
—No, apenas hablamos de snooker.
—¡Qué desperdicio! ¿A qué otro jugador profesional conoces? Por lo menos podrías haberle sacado información, información textual, sobre Ronnie O’Sullivan.
—Ramsey no sólo es jugador de snooker. Es una persona. —Muy hábil; escogió «persona», no «hombre»—. Parece más cómodo en una conversación mano a mano.
Lawrence se encogió de hombros.
—¿Y quién no?
—Mucha gente.
Irina se dio cuenta de que estaba celoso, pero le entraron ganas de reír. Lawrence celoso de Ramsey. Lawrence tenía la titularidad sobre Ramsey, y todo había apuntado a que la noche que ella pasó con el compinche de su pareja iba a ser un muermo. La habían enviado en una misión cuyo objetivo era mantener la amistad de Lawrence con Ramsey por poderes, pero se suponía que, en el camino, tenía que aprender la lección, a saber, que Ramsey y ella eran el día y la noche y que ella era incapaz de hablar alegremente y hacer bromas sobre snooker como sólo el Hombre del Anorak podía hacerlo. Y Ramsey también tendría que haber aprendido la lección; en su caso, que si bien Irina podía ser una mujer a la que daba gusto mirar, las piernas bien torneadas no saben nada de Stephen Hendry y su dominio de las troneras laterales, razón por la cual Lawrence terminaba siendo siempre un interlocutor más divertido. Por desgracia, esas lecciones no habían salido como su arquitecto las había planeado.
Sin duda había sido una noche bastante pesada que la había dejado turbada, e incluso impresionada, pero también intrigada. ¿Qué era? ¿Qué había pasado? ¿De dónde venía ese arriesgado impulso a besar al hombre al que no debía besar? Después de que Ramsey la llevase de vuelta a casa —un viaje que tuvo lugar en un tensísimo silencio— Irina se había cerrado a cal y canto en su apartamento. Echó el cerrojo, puso la cadena y se apoyó de espaldas en la puerta, apretando las palmas contra la hoja como si algo intentara entrar. Respirando todavía con cierta dificultad, se había asegurado de que el alto voltaje de la sala de billar del sótano empezara a disiparse en electricidad estática. Al cepillarse los dientes antes de irse a la cama, imaginó el alivio que sería despertar por la mañana prudentemente sola, en su cama casi conyugal. No había hecho nada deshonroso, nada que tuviera que ocultarle a Lawrence o que pudiera sentirse tentada a divulgar en un arrebato confesional tras el cual él nunca volvería a confiar del todo en ella. Sin duda cuando se calmase un poco, se le pasara la borrachera y estuviera bien descansada, ese escandaloso impulso que la había mantenido apoyada contra esa lujosa mesa de snooker quedaría reducido a una estupidez de borracha y colocada, a poco más que una travesura, a un encaprichamiento delirante que ella —hay un Dios— supo sofocar gracias a una alarma que se disparó en el último momento. A la luz del día reflexionaría sobre lo ocurrido por la noche, una noche de lo más extraña, no cabía duda, y prueba de que debía mantenerse lejos de las drogas, beber con moderación y, también, de que extrañaba a Lawrence y necesitaba echar un polvo. Mañana, Irina, cuando te sirvas el café, se había dicho a sí misma mientras se enjuagaba la boca, sacudirás la cabeza y, sin una gota de alcohol en el estómago, te reirás de lo que ha pasado en ese sótano.
Sin embargo, por la mañana, mientras se tomaba despacio una taza de capuchino, había mirado con sobrecogimiento y respeto ese desastre del que se salvó por los pelos y cuya magnitud no se había reducido ni un ápice, sino todo lo contrario. Lo que antes había parecido un mero coqueteo divertido por parte de Ramsey, algo que para ella podía ser vergonzante o poco conveniente, sólo se había agrandado a medida que lo sopesaba. Lo de anoche se había parecido a andar a tientas en la niebla esperando tropezar con un muro de piedra no muy alto para terminar dando de bruces contra una pirámide egipcia. Fuera lo que fuese eso contra lo que había chocado en Victoria Park Road, por casualidad, con absoluta inocencia, y por más prudencia que hubiese puesto a la hora de dar media vuelta y seguir avanzando en marcha cerrada, y a ciegas, en la dirección contraria, era grande. En una palabra, ante ella se había abierto la posibilidad de una vida completamente distinta, y negarse a aprovecharla no conseguiría borrar la imagen.
Y otro recuerdo también la había perseguido todo el día. Al final de ese viaje de vuelta a Borough, Ramsey se había detenido en el área de descanso delante del edificio. Debería haber mantenido el motor en marcha para indicar que a las tres de la mañana no esperaba que Irina lo invitase a que subiera «a tomar un café» (peligrosa invitación nocturna para cualquier mujer en Gran Bretaña, puesto que, para esa insinuación codificada, allí no hacen falta leche y azúcar); pero no, había apagado el motor y esperado un rato que pareció tremendamente largo —aunque no lo fue— con las manos muertas en el regazo. Ramsey tenía unas manos exquisitas, dedos sinuosos y metacarpos delgados, más de músico que de deportista. No obstante, descansaban en sus muslos inertes como manos de un cadáver, y el delicado polvo de tiza azul de los tacos en las cutículas les daba un tono macabro. Él miraba por el parabrisas, con el rostro también inmóvil, casi inexpresivo; podría haber estado pensando en los comestibles que tenía que comprar en el Tesco abierto 24 horas en el camino de vuelta a Victoria Park Road. Tampoco Irina hizo ademán de bajarse del coche.
Pero no era ése el recuerdo que tanto persistía. Tras un breve silencio, los dos volvieron a moverse y Ramsey bajó. Irina se quedó sentada; se dio cuenta de que él prefería ir a abrirle la puerta. Ramsey era un caballero, y abrió con la solemnidad de un chófer que le abre a la viuda la puerta del coche fúnebre. Como siempre, su mano revoloteó en la cintura de Irina cuando ella dio medio paso adelante. Pero, mientras buscaba las llaves en el bolso y se acercaba a la puerta, Irina se dio vuelta y vio que él seguía en la calle, como si dar el siguiente paso hacia el bordillo significase cruzar una línea en la arena. Puesto que Ramsey se quedó a unos tres metros de distancia y no hizo nada que pudiera hacerle pensar que iba acercarse, quedó descartada toda posibilidad de un beso de despedida en la mejilla, algo que a ella la habría desconcertado aún más.
Las dos plazas georgianas idénticas en las que Irina y Lawrence vivían eran patrimonio arquitectónico, y hasta para cambiar de blanco a negro el color de los marcos exteriores de las ventanas la administración de la finca había tenido que pedir permiso al National Trust[9] (que lo denegó). Y la finca estaba tan perfectamente conservada que algunas productoras cinematográficas como Merchant-Ivory solían utilizarla como fondo cuando rodaban películas de época. Así, mientras que las típicas farolas londinenses de aluminio brillaban con una luz naranja nada delicada, la que Ramsey tenía a la izquierda era una reproducción en hierro de una farola de gas del siglo XIX. La bombilla tenía forma de llama; la pantalla era una antigüedad. Bajo esa luz teatral, Ramsey, dorado de un lado pero con la otra mitad casi en sombras, podría haber estado interpretando un drama de época; su intransigente verticalidad parecía una postura de otros tiempos. Alto, delgado, adusto y con ropa oscura, su silueta tenía un aire solemne que Irina, más que con Snooker Scene, asociaba con Thomas Hardy.
—Buenas noches —dijo Irina—. Gracias por la cena. Me lo he pasado muy bien.
—Sí —dijo él. Tenía la voz seca de usarla poco y demasiados cigarrillos—. Yo también, y gracias por la compañía. Buenas noches. —Ramsey no se movió de donde estaba—. Te desearía que regreses a casa sana y salva, pero parece que vas a conseguirlo —añadió, esbozando una sonrisa.
Irina debería habérsela devuelto y entrar. No lo hizo. Lo miró. Inmóvil junto al bordillo, Ramsey también la miró. A diferencia del silencio que había imperado en el coche, que en realidad duró apenas un momento, este estado de suspensión se prolongó durante unos buenos quince segundos, un tiempo que, una vez dadas las buenas noches, se parece a un año y medio más o menos. Algo quedó sin decir, y si fuera por Irina, seguiría siendo así siempre, algo que no se dijeron. Se volvió hacia la puerta con la determinación de quien quiere tapar un bote de algo sabroso que no suele caer demasiado bien, como crema de limón, después de haber probado media tentadora cucharada. De eso se trataba; cerrar el bote con fuerza, esconderlo en el estante más alto y cerrar la alacena.
—Tengo que confesarte algo —le soltó Irina, sin pensar.
La expresión de recelo instantáneo en la cara de Lawrence anunciaba que él quería que todo estuviera en orden, problemas no, gracias, y que no le gustaban las confesiones. Y que de ser necesario habría preferido incluso que le mintiera. Podía parecer muy aplicado, pero en algunos aspectos era perezoso.
—Cuando terminemos de cenar —prosiguió Irina, viendo que él no la alentaba en absoluto—. Oh, y habrías odiado…
—¿Tenemos algo en común?
Irina rió.
—Me gustan Memorias de una geisha y el sushi. A ti no. De todos modos, todavía era pronto cuando llegó la cuenta… —No había sido pronto ni muchísimo menos, e Irina no entendía por qué esa compulsión a corregir los detalles secundarios que apenas importaban cuando uno estaba retocando lo principal—. Ramsey me preguntó si quería colocarme, y no sé por qué, pero le dije que sí.
—¡Pero si tú detestas colocarte!
—Me encerré en mí misma, como de costumbre. A menudo no fumaría, pero de vez en cuando no me importa.
—¿Dónde?
—¿Dónde qué?
—¿Dónde fumasteis?
—Bueno, no en Soho, en la calle. Fuimos a casa de Ramsey, lógico. Estuve ahí bastantes veces con Jude.
—Están divorciados.
—Da la casualidad de que ya lo sé.
—O sea, que no volviste a esa casa con Jude.
—¡Oh, no te pongas así! Sólo di dos caladas y después Ramsey se puso a jugar solo, hizo tropecientos juegos de práctica y pasó totalmente de mí. Después me trajo a casa en coche. Pensé que te resultaría divertido. De hecho, estaba segura de que dirías «infantil».
—No encuentro otro adjetivo.
—Gracias. Eres muy amable.
Irina había querido decirle otra cosa, por supuesto, pero, como la bandeja de sashimi deluxe, era imposible de encontrar algo que lo reemplazara.
—Bueno, ya está bien. No quiero perderme el comienzo —dijo Lawrence, y cogió el mando a distancia.
—Todavía tenemos cinco minutos. ¡Ah, casi me olvidaba! —Irina saltó de la silla—. ¡Te he preparado una tarta! ¿Quieres un trozo? De crema de ruibarbo. ¡Me ha salido de fábula!
—No sé —dijo Lawrence, mirándola fijamente y examinándola como ella lo había hecho no mucho antes—. Comí algo ligero en el avión…
—Apuesto a que te pasaste todo el tiempo libre en el gimnasio del hotel. Pero estamos celebrando.
—¿Celebrando qué?
—¡Que has vuelto, tonto!
Lawrence ladeó la cabeza.
—¿Qué te pasa esta noche? Estás tan… animada. ¿Seguro que ya se te ha pasado el efecto del porro?
—¿Qué hay de malo en que me alegre de que hayas vuelto?
—Una cosa es estar alegre y otra… Es tarde. Normalmente no tienes tanta energía. No estoy seguro de que pueda seguirte el ritmo.
—Ty ustal? —preguntó Irina, en tierno tono menor.
—Sí, estoy hecho polvo. —Los ojos de Lawrence se entrecerraron—. ¿Has bebido?
—¡No, ni una gota! —afirmó ella, herida—. Aunque, hablando de gotas, ¿quieres una cerveza para acompañar la tarta?
—Sea lo que sea lo que has tomado, creo que será mejor que yo también me tome un poco.
En la cocina, haciéndose un repaso en busca de signos de embriaguez, y disgustada consigo misma por haber bebido de más la noche antes, Irina se sirvió una medida de abstemio: media copa de vino blanco. Sacó la tarta, bien firme ya después de pasarse un día entero enfriándose, y cortó unos trozos perfectos, como de revista de cocina, que podrían haber ido a engrosar el artero surtido de fotografías que adornan el mostrador del bufé de Woolworth’s. Ella no debía probarlo; curiosamente, se había pasado la tarde comiendo chucherías. Pero los incontables taquitos de cheddar que se zampó no habían conseguido saciar su hambre canina, por lo cual a la noche se cortó un buen pedazo, y con mucho relleno, del color rosa de los labios. Lo remató con una bola de vainilla. Se cuidó de cortar una porción más modesta para Lawrence, con sólo una cucharada de helado. No era auténticamente generoso ningún gesto que lo hiciera sentirse gordo.
—Krasny! —exclamó Lawrence cuando le sirvió la tarta con la cerveza.
—Eso quiere decir rojo, durák —dijo Irina, con ternura. El ruso imperfecto de Lawrence siempre le había parecido adorable. Puede que porque en todo lo demás era agudo, tener un talón de Aquiles lo humanizaba. Además, ese oído tan duro para el ruso era muy útil, pues los ponía en pie de igualdad. Sin eso, un doctor podría haberla hecho sentirse estúpida, pero él siempre defería con humildad a su dominio del ruso—. «Hermoso» se dice krasivy. Y Plaza Roja, krásnaya ploshad, da?
—Konyeshno, krasivy! —Lawrence sabía que a ella le encantaban sus errores, y ése era tan primitivo que es muy probable que lo cometiese a propósito—. Como en krasivy pirog. —Irina movió la cabeza, admirada al ver que él recordaba cómo se decía tarta en ruso—; o moyá krasívaya zhená.
Puede que legalmente no estuviera casado con ella, pero siempre que Lawrence empleaba la palabra «mujer» —un término que en ruso sonaba más cálido—, Irina disfrutaba del placer de que la reclamara como suya. A veces, cuando uno se esfuerza demasiado por asegurar algo, por establecerlo con certeza, termina aplastándolo. Con todo, en Urgencias había escenas en las que un hombre, al ver pasar una camilla, exclamaba: «¡Ésa es mi mujer!» y a Irina se le empañaban los ojos. La palabra le tocaba una fibra. En cambio, «¡ésa es mi pareja!» nunca la habría hecho llorar.
Encogida en su sillón, Irina levantó con el tenedor un buen bocado con la sensación de que el mundo estaba en orden; o su mundo, el único que en ese momento importaba. El cremoso relleno tenía el perfecto equilibrio entre agrio y dulce, y en cuanto a la textura, era un satisfactorio contrapunto a la corteza crujiente. Late Review estaba a punto de comenzar; justo acababan de terminar los títulos de crédito con los que daba inicio el programa. Esa noche entrevistaban a Germaine Greer, una mujer con mucha labia que en tiempos había sido despampanante pero que había envejecido sin ocultarlo y seguía siendo clásicamente guapa. Era un bicho raro, una feminista con sentido del humor que defendía sus opiniones sin ser una plasta. Además, esa escritora de cincuenta y tantos años irradiaba una belleza compensatoria de sabiduría y calidez personal. Germaine le daba esperanzas a Irina en cuanto a su propio futuro, y en líneas generales reafirmaba el orgullo por su sexo. El aire que entraba por las ventanas abiertas tenía la temperatura ideal, y de momento Irina podía olvidarse de la última vez en que había reflexionado sobre ese fulcro exacto de lo no demasiado caliente ni demasiado frío. No era una zorrita infiel. Lawrence había vuelto, y eran felices.
Sin embargo, una vez —no estaba segura de cuándo ni por qué— había creído que la felicidad era casi por definición un estado del que no se es consciente en el momento en que se experimenta. Habitar nuestro propio contento significa estar totalmente presente, sin un satélite en órbita que haga lecturas clínicas del estado del planeta. Tradicionalmente tomamos conciencia de la felicidad en el preciso momento en que empieza a sernos esquiva. Cuando no se emplea mal para convencernos de algo —cuando no es una mentira—, la palabra felicidad es una clasificación que se aplica en retrospectiva. Es una evaluación entre paréntesis, una etiqueta que sólo se le pega sin vacilar a una época cuando esa época ha pasado.
No quería ser alarmante ni restarle méritos al placer que le producían el regreso de Lawrence, el astuto comentario de Germaine Greer sobre Boogie Nights y la estupenda crema de ruibarbo. De hecho, Irina razonó que, con tanto mundo alterado por guerras y hostilidades, el déficit internacional de hombres encantadores, BBC2 y tarta debía de ser alto. Pero en ese jardín crecía un hierbajo; de lo contrario, ella no estaría ahí felicitándose a sí misma por todo lo bueno que tenía. Sólo la había alertado sobre su felicidad el roce de una flecha lanzada contra un futuro alternativo en el que esa felicidad terminaba aniquilada.
Fuera lo que fuese, la encrucijada de la noche anterior fue uno de los momentos más interesantes que había vivido en mucho tiempo, y la única persona con la que realmente quería hablar del asunto —Lawrence— era también la única con la que no podía hacerlo. Una curiosa prohibición que no parecía justa. Por otro lado, probablemente lo era. Una vida estable y sin sobresaltos era una de las cosas que Lawrence y ella, trágicamente quizá, tenían en común. A Irina no le gustaban las confesiones de ninguna clase; es decir, las confesiones ajenas. Y ella también quería que todo fuese bien. Porque ser capaz de decir, con la seriedad que el tema merecía: «Anoche estuve a punto de besar a Ramsey; no lo hice, pero tuve ganas, me moría de ganas, y creo que deberíamos hablar de por qué pude sentir ganas de besarlo», y sin que se armara una gorda, habría requerido a lo largo de los últimos nueve años una especie de trabajo que los dos habían rehuido. No había preparado la cama para tanta sinceridad; por lo tanto, no podía echarse en ella. O tenía que mentir, en otro sentido de la palabra. Que no pudieran apagar el televisor y asumir lo que había ocurrido la noche anterior era una pérdida dolorosa. De repente, parecía haber una conexión maliciosa entre que no pudieran hablarlo y el hecho de que hubiese ocurrido.
—Parece que vale la pena —dijo Lawrence—. Aunque es posible que el tema de esta noche no te entusiasme.
—¿Por qué? ¿Me tomas por una mojigata?
—No, pero el porno no es lo que más te va.
—Boogie Nights no parece pornografía. No es «mención frente a uso».
Falacia lógica, «mención frente a uso» implicaba hacer lo mismo que uno pretendía evitar; por ejemplo, afirmar: «Podría decir que eso no es asunto tuyo», cuando lo que de verdad se está diciendo es: «¡Eso no es asunto tuyo!». Como se aplicaba a una panoplia de «documentales» británicos que abordaban sin tapujos la prostitución y el cine porno, la falacia era una respetable pantalla para el habitual gancho sensacionalista en el que sólo se veían tetas y culos. Es decir, decía «¡qué cosa!» para disfrazar «ji, ji».
—Se estrena la semana que viene. Vayamos… ¡Bueno! —dijo Irina, muy alegre al apagar el televisor—. Cuéntame qué tal el congreso.
Lawrence se encogió de hombros.
—Un viaje con todos los gastos pagados, básicamente. Quitando que pude ver Sarajevo, una pérdida de tiempo total y absoluta.
—Sí, dices lo mismo de todos los congresos. Pero ¿de qué hablasteis?
Lawrence se mostró agradablemente sorprendido.
—Gran parte de ese rollo sobre la «construcción de la nación» tiene que ver con la policía. Si incluyes a los gilipollas, o a los exgilipollas, si es que tal cosa existe, corres el riesgo de darles poder y armas. Si los dejas fuera, corres el riesgo de que sigan teniendo poder y armas y, de paso, armen follón. Sí, también se habló sobre si se puede imponer la democracia desde fuera o si sólo cuaja si es orgánica, esas cosas. En una palabra, no importa qué constitución les hagas tragar; en cuanto te das la vuelta, todo el mundo vuelve a ser el de siempre. En Bosnia, por supuesto, ahora que la OTAN está dentro, la gran pregunta es cómo salir. Una vez que instauras instituciones fundadas todas en el poder de una fuerza internacional, se parece a poner la mesa y después comprobar que puedes tirar del mantel sin romper ningún plato.
Irina solía quedarse dormida cuando Lawrence hablaba de relaciones internacionales, y Lawrence podría decir que ésa era una de las cosas que «hacían todas las parejas», pues era tentador sucumbir a la peligrosa impresión de que, al margen de lo que tu pareja parlotease, uno ya lo sabía. Pero esta vez le prestó atención, y tuvo su recompensa. Oh, no es que le importase mucho la suerte de Bosnia, un lío que nunca había entendido. Pero él era magnífico yendo al grano; en su trabajo, la verdadera especialidad de Lawrence era «lo principal».
—Es una buena imagen —dijo Irina.
—Gracias —dijo él con timidez.
Irina debería hacerle más cumplidos. Para él nada era más importante que una palabra amable de ella, por pequeña que fuese, y a ella no le costaba nada.
—¿Estuvo Bethany?
Lawrence puso una cara… Como si tuviera que repasar mentalmente la lista de los muchos asistentes al congreso, aunque al teléfono le dijo que había ido poca gente.
—Eh… Sí.
—¿Qué ropa llevó?
—¿Y por qué tendría que acordarme de eso, me quieres decir?
—Porque sospecho que no llevaba demasiada.
—Supongo que iba «emperifollada», como tú dices.
—Algún día conseguiré que confieses que la encuentras atractiva.
—Qué va —dijo él, en tono displicente—. Eso no ocurrirá nunca. Le falta clase. No es mi tipo.
También investigadora del instituto, Bethany Anders era una fulana bastante guapa y con cerebro. Bajita y casi siempre vestida de negro de pies a cabeza, llevaba microfaldas de cuero y botas, medias con motivos de una clase u otra y voluptuosos cuellos vueltos; tenía inclinación por las blusas sin mangas que dejaban al descubierto sus bonitos hombros hasta en lo más crudo del invierno. Lawrence no se equivocaba cuando decía que tenía su lado basto más visible en la cara. Bethany se pintaba como una puerta y tenía unos labios grandes e inflados. Con todo, mientras esta variedad de felino merodeaba por los callejones de las ciudades más grandes del planeta, no abundaban precisamente en el ramo de los gabinetes estratégicos, cuyos escasos habitantes de sexo femenino se decantaban por antiguallas y blusas con estampado de cachemira. Así pues, en los pasillos de Churchill House, Bethany destacaba. Más que mostrarse impasible y distante, cada vez que se cruzaba con Irina era exageradamente cordial, mucho más crispante que fría.
En todo caso, gracias a Bethany, cuyo nombre Irina acostumbraba a pronunciar —con maldad— como si lo escribiera en cursiva, Lawrence iba a hacerse cargo de un expediente del instituto que nadie más quería. Bastión, en una época, de la estrategia de la guerra fría, tras la caída del telón de acero el Blue Sky Institute tenía sobrecarga de expertos en asuntos rusos. (Con la caída de la Unión Soviética, también Irina había conocido una repentina pérdida de estatus. Al verse de repente entre la diáspora de otro montón de estiércol inocuo y económicamente inseguro, echó de menos el sentirse peligrosa). Queriendo distinguirse, Lawrence se había puesto a leer todo lo que podía sobre Indonesia, el País Vasco, Nepal, Colombia, el Sáhara Occidental, la región kurda de Turquía, y Argelia. Había escrito, y mucho, sobre Irlanda del Norte (cuyos pálidos políticos debieron de clamar para que les hiciera una entrevista una zorra con tacones de aguja), y ahora Bethany le enseñaba los rudimentos, pues para todos los demás ocupantes de Churchill House el tema favorito de la señorita Anders era, en una época de grandioso optimismo clintoniano, aburrido, moralmente obvio y trillado sobremanera. Si Lawrence quería investigar sobre un tema tan pasado como el terrorismo, pues bienvenido.
Irina desconfiaba de ese interés de Lawrence por un tema no exactamente actual, y parte de su resistencia tenía que ver con la tutela de Bethany. Pero la «doctora Slag», como Irina la había apodado (o, en inglés americano, «doctora Slut[10]»), al menos estimulaba unos celos optativos que rozaban el espectáculo. Que el inquebrantable Lawrence Trainer se apartase del buen camino era tan poco probable como que saliera a la calle en pijama de lunares, e Irina estaba más segura que un piso franco.
—Creo que le gustas —lo provocó Irina.
—No digas gilipolleces. Coquetea hasta con el tope de la puerta.
En lo intelectual, Lawrence era audaz y hasta descarado, pero humilde en lo sexual; de ahí su mala postura crónica. Irina nunca pudo meterle en la cabeza que ella quería que atrajese a otras mujeres, que la perspectiva le resultaba excitante. Si a él también se le removía algo de vez en cuando, pues sería un síntoma de salud, pues sin duda ella no era la única que…
—Vayamos a la cama —propuso Irina, y recogió los platos de la tarta.
Lawrence recogió las copas y, como un emblema de paciencia renovada, tomó un último sorbo del vino que quedaba en la de Irina.
—¡Pero no he visto tus últimos dibujos!
—Oh, es verdad. Tenía muchas ganas de enseñártelos.
Para Irina, la mayor satisfacción de terminar un dibujo era enseñárselo a Lawrence, y lo llevó a su estudio en cuanto dejaron los platos en la cocina.
—Recuerdas el proyecto, ¿no? —dijo ella—. ¿Veo rojo? Un niño que vive en un mundo en el que todo es azul hasta que conoce a un viajero de otras tierras en las que todas las cosas y todas las personas son rojas, y alucina. Por supuesto, al final los dos están encantados y aprenden a hacer el color púrpura. Es otro argumento predecible, pero un paraíso para el ilustrador. Esta tarde llegué al primer dibujo rojo.
—Dios, estos azules son increíbles. Me recuerdan a Picasso.
—Bueno, yo no diría tanto —dijo Irina, con timidez—. Aunque no niego que fue un desafío conseguir todos estos tonos con lápices de colores. Ahora está de moda utilizar los mismos materiales que usan los niños, rotuladores, crayón. Como si ellos también pudieran haber hecho estos dibujos.
—No lo creo.
Lawrence admitía alegremente no tener ningún talento artístico, y su asombro era auténtico.
—Voilà. —Irina pasó a enseñarle el último dibujo—. Rojo.
—¡Vaya!
Algo había pasado esa tarde. Quizá por la contención resultante de pasarse semanas dibujando en azul, la llegada del Viajero Púrpura había liberado algo. Rodeado de índigo y un delicado halo de un rosa luminoso, el personaje, alto y enjuto, era impresionante. Casi daba miedo.
—Eres magnífica —dijo Lawrence, entusiasmado—. Me gustaría que trabajases con escritores que estuviesen a tu altura.
—Bueno, he tenido que vérmelas con textos peores. Y hasta me gustaba la idea, siempre que pensara que sí tenía que ver con el color. Cuando era niña suspiraba por ver uno diferente, un color nuevo de verdad y no otro refrito de los primarios. Por desgracia, tengo la escalofriante sensación de que la editorial decidió comprar este cuento por las connotaciones multiculturales.
—¿Follemos todos juntos y hagamos bebés púrpura?
—Algo así.
—Este último. —Lawrence se tomó tiempo para mirar el fruto de una tarde inusitadamente febril; Irina se había sentido poseída—. Tiene un sentimiento totalmente distinto de los azules. E incluso las líneas son distintas, y el estilo es más… —Lawrence no era crítico de arte—. Vamos, que es de locura. ¿Representa un problema? ¿No encaja?
—Es posible. Pero debería volver a dibujar los primeros en lugar de tirar éste a la basura.
—Eres una profesional, ¿lo sabes? —dijo Lawrence, y le alborotó el pelo—. Yo nunca podría hacer lo que tú haces.
—Bueno, como constructora de una nación yo sería un desastre. Así que estamos empatados.
La madre de Irina estaría encantada: la secuencia fija de todas las noches estaba coreografiada con la precisión de la danza. Sin embargo, el último paso de ese vals hacia el sueño que Irina se disponía a dar no era precisamente firme. Añádase una pizca de chachachá.
Estaba tan agotada por la noche, cuando volvió, que se había desvestido y tirado la ropa al desgaire en una silla. Y ahí seguía, hecha un bollo, e Irina sintió un dejo de aversión. Cierto tufillo le hizo notar que la falda apestaba a humo de Gauloises, y la tiró a la cesta de la ropa sucia. En cuanto a la blusa, el roto en el escote ya no tenía arreglo, así que decidió tirarla a la basura. Se sintió aliviada cuando quitó todas esas prendas de la vista, igual que por la mañana había prolongado la ducha por la ansiedad de lavar algo que era más que mugre que desaparece por el sumidero.
Se desvistieron. No cabía duda de que verse fugazmente el cuerpo desnudo ya no les despertaba deseo, pero la soltura mutua en momentos como ése tenía su propia voluptuosidad. Y ésa era la razón por la que fue especialmente sospechoso, cuando Lawrence se metió en la cama, que a ella el corazón le empezara a latir a cien por hora. ¿Por qué parecía tan radical la propuesta para la que estaba preparando el terreno?
—¿Leemos? —sugirió Lawrence.
—No, no —dijo ella a su lado—. No creo.
—De acuerdo —dijo él, y estiró la mano hacia la lámpara.
—No, no apagues todavía.
—Bueno.
Lawrence puso la misma expresión perturbada con la que había reaccionado antes, cuando Irina insistió en que la besara «como está mandado».
—He estado pensando, mientras estabas fuera, he estado pensando que…, no sé, en hacerlo un poco distinto.
—¿Hacer qué?
Bastó esa reacción para que Irina se sintiera una tonta y deseara no haber abierto la boca.
—Ya sabes… El sexo.
—¿Qué tiene de malo la manera en que lo hacemos?
—¡Nada! ¡Absolutamente nada! Me encanta.
—Entonces, ¿para qué quieres que cambiemos? ¿No es agradable?
—¡Es maravilloso! Bah, no tiene importancia. Olvídalo. No he dicho nada.
—Bueno… ¿Qué querías hacer?
—Sólo me preguntaba si tal vez, no sé, si podíamos intentar… mirarnos a la cara por una vez.
Todo giraba en torno a la cuestión de mirarlo a la cara, pero ahora se sentía tan abochornada, que miraba a cualquier parte menos a los ojos de Lawrence, y eso que ni siquiera estaban follando.
—¿El misionero, quieres decir? —preguntó él, incrédulo.
—Si quieres llamarlo así. Sí, eso.
La voz de Irina, ronca por lo general, esta vez sonó a chillido.
—Pero hace años me dijiste que para las mujeres era una postura asquerosa, que no funcionaba, y que ésa era justamente una de las razones por las que muchas mujeres se hartaban y dejaban de follar. No hay fricción en el lugar apropiado, dijiste. ¿Te acuerdas?
—No, no funciona… Hace falta una ayudita.
—Para mí es más sencillo ayudarte… Ya sabes, por detrás.
—Es verdad. Vale, dejemos…, está bien. Sólo… Ya está bien como lo hacemos.
—Pero ¿hay algo que te molesta? De la manera en que lo hacemos, quiero decir.
Era obvio que algo la molestaba. Por ejemplo, no haberle visto la cara mientras hacían el amor desde hacía como mínimo ocho años, pero no tuvo valor para decirlo en voz alta. Se daba cuenta de que estaba dándole un disgusto a Lawrence, y eso era lo último que quería. Quería hacerlo sentirse bienvenido, y querido, y a gusto, no preocuparlo de repente dándole a entender que llevaba tiempo sintiéndose insatisfecha con su vida sexual, pero había preferido no decir nada. Todo eso era un desatino, y el tiro podía salirle por la culata.
—No, nada —dijo en voz baja, besándolo en la frente y volviéndose hacia la derecha para arrimar la espalda a su pecho—. Te he echado de menos, y estar a tu lado es maravilloso.
—¿Puedo apagar la luz ahora?
Irina sintió en el pecho una ligera sensación de fracaso.
—Claro, sí, apaga. Apaga la luz.
Ni en la más sólida de las relaciones siempre es posible organizar epifanías al unísono. Poco se podía culpar a Lawrence por no sentir un deseo ardiente de violar a Bethany Anders exactamente la misma noche en la que Irina se obsesionó con las delicadas líneas de la boca de Ramsey Acton, de manera tal que los dos, presas de un pánico simultáneo, volvieran a casa con el rabo entre las piernas y se lanzaran de cabeza uno en los brazos del otro. No era ésa probablemente la mejor noche para desbaratar el plan de la pareja en lo que a sexo se refería, y cualquier ajuste a un método de probada eficacia podía quedar para más adelante. Además, así estaba bien. Sí, estaba bien. Mirar la pared. En la oscuridad.
Una cosa que la costumbre le hacía ver era que, como Lawrence no la miraba a la cara, ella podía deambular mentalmente sin problemas por sus pasillos más vergonzosos. En la intimidad de sus pensamientos, Irina no le decía que no a la indecencia. Sin embargo, cuando Lawrence la rodeó con la mano para meterle suavemente los dedos en la entrepierna, la mente de Irina permaneció estática, negándose a generar imágenes inmundas. No conseguía llegar a ninguna parte. De hecho, se veía a sí misma, inmóvil, en una habitación pequeña y cerrada. Había una puerta. Había una puerta que ella podía abrir si le venía en gana. Pero no era una buena idea. Estaba prohibido utilizar esa única salida. Si se le cerraba de golpe en la cara, la puerta recordaba una expresión que en los Estados Unidos estaba teniendo tanta aceptación que ya era casi una pestilencia: «No vayas». Mientras el tiempo pasaba e Irina seguía, impotente, en el mismo y desolado lugar —todo era de un aburrido blanco de hospital, las paredes, el linóleo, como una austera sala de espera coital en la que ninguna recepcionista la llamaría jamás por su nombre—, comenzó a tomar conciencia de que sólo atravesando ese portal prohibido podría correrse.
Las delicadas atenciones de Lawrence habían llegado a ser tan prolongadas que Irina no podía más que avergonzarse. Se sentía bastante segura de que a él no le importaba echarle un cable, pero todo eso duraba mucho y ella detestaba la idea de que el procedimiento se volviese tedioso, en cuyo caso él hasta podría perder la erección. Pero que Irina se preocupara porque su excitación se volviese una pesadez para él, no sirvió para excitarla más. Eso no funcionaba. Era de lo más raro. En realidad, nunca había tenido ningún problema con Lawrence, pero tampoco se había dicho nunca que era incapaz de pensar en algo en lo que quisiera pensar. El problema era esa puerta, esa puerta cerrada, y puesto que se negaba a desafiar su propia prohibición y atravesarla, Irina no logró imaginar ninguna manera de transformar esa concienzuda estimulación en un desenlace elegante y no fingido.
No exageró. No se esforzó por repetir aquella famosa escena de Cuando Harry encontró a Sally. De hecho, con un gemido discreto y un temblor trató de dar a entender que había tenido uno de los menos estridentes. Le preocupaba haber interpretado su papel de manera tan contenida que él no lo hubiera visto pasar. Hasta que Lawrence se movió un par de veces y vibró. Por lo visto, lo había engañado, porque él siempre esperaba.
No dejaba de ser desmoralizador que Irina hubiese conseguido salir bien librada de esa farsa. Después de tantos años, Lawrence debía conocer la diferencia. Ahora el fraude sexual se sumaba a la lista de todas las otras mentirijillas, como decir que se había olvidado del cumpleaños de Ramsey o fingir que no era muy tarde cuando Ramsey pidió la cuenta en Omen. Y así había arruinado una marca perfecta. Nunca más podría decirse a sí misma que se había corrido con Lawrence cada vez que habían hecho el amor. Ahora sabía cómo se sentía un jugador de flipper cuando, en medio de una buena racha sin precedentes, de golpe la bola cae, clank, en la máquina.
Era un engaño de poca importancia. Si de verdad Irina había pasado un billete falso en la cama, el valor era bajo; uno de cinco, como mucho. No cabe duda de que algunas mujeres se pasan años fingiendo orgasmos con su pareja; ¿qué importancia podía tener un orgasmo fingido después de más de nueve años de verdaderos? Y si era así, ¿a qué venía tanta aflicción? Debería estar exultante. Lawrence había vuelto. Además, la noche anterior había sido una prueba para su fidelidad, y su fidelidad había demostrado ser fuerte. Con todo, mientras se hundía, inquieta, en el sueño, Irina no podía saber con absoluta certeza si había pasado la prueba o había suspendido.