2

Al oír el ruido de la llave en la cerradura, Irina sintió el pulso en los dientes.

«¡Irina Galina!». No era precisamente un sobrenombre. En un guiño a la cantarina asonancia de la lengua rusa, la madre de Irina le había puesto Galina de segundo nombre, y a Lawrence le encantaba esa cadencia cómica y algo bullanguera del nombre compuesto, que era su manera cariñosa de llamarla. Sin embargo, esta noche ese «Irina Galina» llegó desde el pasillo con un sonsonete chirriante, como si Irina fuese un adorable teleñeco de Barrio Sésamo y no una mujer adulta.

Lawrence dejó el equipaje en el recibidor y asomó la cabeza. A Irina el corazón le dio un vuelco. Pensó: Nunca había mirado esa cara sin sentir absolutamente nada.

La primera vez que miró a Lawrence a los ojos —él la había conocido mientras ella pegaba en un tablón de anuncios de la Universidad de Columbia un cartel ofreciendo clases particulares de ruso; él le pidió hora para tomar la primera lección—, abrió la puerta de su apartamento de la calle Ciento cuatro Oeste con una tardía e imperceptible reacción de sorpresa. No iba a fingir un amor a primera vista, pero sí acusar recibo de cierta familiaridad, como si ya se conocieran. Aunque el esbelto Lawrence iba embutido en prendas anchas de franela y denim, su rostro la fascinó: las facciones bien marcadas, las mejillas chupadas por exceso de trabajo, la frente tensa, los ojos hundidos, grandes y marrones como los de un sabueso.

Ya entonces a él le gustaba considerarse una unidad autosuficiente, como una cúpula geodésica cuya humedad circula y vuelve a circular eternamente y riega sus propios cultivos. Irina no tardó en apreciar que era un joven emprendedor que había salido adelante dejando atrás la escoria de los campamentos de caravanas para pasar a codearse con lo más granado de Ivy League. Pero lo que aquella tarde le partió el alma fue intuir al instante que el joven emprendedor estaba muerto de hambre, y que, en lo emocional, parecía uno de esos niños salvajes criados por chimpancés y que habían subsistido en la selva comiendo raíces y bayas. Desde ese día nunca la había abandonado esa primera impresión de súplica, de carecer de las necesidades básicas, una corriente subterránea de desesperación de la que ni siquiera él era consciente. Hasta la frescura con la que se había apoyado, sonriendo, en el marco de la puerta, al final sólo fue desgarradora, pues su increíble incompetencia para aprender ruso no justificaba esa arrogancia. Y, en los años que siguieron, esa lástima que Irina sintió aquel día no había hecho más que crecer.

Ahora, amargamente, bastó que se abriera la puerta del apartamento para que ese sentimiento se esfumara. La cara de Lawrence ya le era familiar hasta el punto de llegar a resultarle terriblemente familiar, como si durante más de nueve años hubiese ido conociéndolo poco a poco hasta que un día, de repente, pum, lo conocía. Ya le habían dado el diploma, no habría más sorpresas. Para atormentarse, Irina siguió mirándolo a la cara como quien hace girar y girar la llave del coche antes de resignarse a aceptar que la batería está muerta. Una nariz enérgica y un punto compungida a la vez: nada. El pelo revuelto como el de un niño que no se ha peinado: nada. Ojos marrones y suplicantes…

Ese día no pudo mirarlo a los ojos.

—¡Eh! ¿Qué pasa? —dijo Lawrence, besándola mecánicamente con los labios secos—. No me digas que estabas sentada ahí sin hacer nada, sin leer siquiera.

Estar sentada ahí haciendo nada era exactamente lo que había estado haciendo. Tras convertir su cabeza en un «sistema de cine en casa» de la noche a la mañana, no había sentido necesidad alguna de ponerse a leer un libro. De hecho, la mera perspectiva de leer algo que exigiera la atención que requiere la etiqueta de una caja de cereales le daba risa.

—Estaba pensando —dijo Irina con voz débil—. Y esperando que volvieras.

—Bueno, no falta mucho para las once, ¿no? —dijo Lawrence, volviendo al recibidor para llevar las maletas al dormitorio—. ¡Ya es casi la hora de Late Review!

La voz de Lawrence se extinguió rápidamente y dejó aire muerto, como si la acústica misma de la casa se hubiera desinflado. Irina se esforzó por enderezarse, pero lo único que consiguió fue hundirse un poco más en los cojines del sillón. Del dormitorio llegaba el ruido del jaleo que armaba Lawrence con las maletas. Nada más natural, el equipaje había que deshacerlo en cuanto se llegaba. Siempre esa obsesión tiránica por el orden.

Cuando Lawrence volvió a la sala arrastrando los pies, a Irina no se le ocurrió nada que decir; además, no estaba acostumbrada a tener que «pensar» algo que decirle.

—Bueno —dijo al cabo de un rato, con voz ronca. Como si se le hubiera contagiado la sintaxis sincopada de Ramsey, su reacción a la propuesta de Lawrence llegó unos minutos tarde.

—¿Bueno qué?

—Que sí, que veamos Late Review.

Era demasiado el espacio que rodeaba sus palabras. Irina visualizó ese discurso entrecortado como una mezcla de tipos y tamaños de letras desiguales semejante a la nota de rescate que envía un secuestrador hecha con letras recortadas de titulares de periódico. Ahora le parecía increíble que Lawrence y ella hubiesen mantenido alguna vez una conversación digna de ese nombre, y se preguntó de qué solían hablar.

—Todavía tenemos veinte minutos —dijo Lawrence, despatarrándose en el sofá—. Bueno, ¿qué tal todo? ¿Alguna novedad?

—Oh —dijo Irina—, no gran cosa desde la última vez que hablamos.

Vaya, mentira número uno. Irina tuvo la perturbadora sensación de que no sería la última.

—¿No fuiste a cenar con Ramsey? ¿No me digas que te entró miedo?

—Ah, sí —dijo Irina, con voz pastosa. No se le daba muy bien mentir y ya empezaba a meter la pata. Tendría que hacerle la crónica de la cena, qué menos, pero le bastaba oír el nombre de Ramsey para que le dieran palpitaciones—. Sí, fuimos a cenar.

—¿Y qué tal? Recuerdo que te preocupaba la posibilidad de que no tuvierais nada que deciros.

—Nos las arreglamos —dijo ella—. Eso creo yo.

Lawrence empezaba a parecer irritado.

—Bueno, ¿y de qué hablasteis?

—Bah, ya sabes… De Jude, de snooker.

—¿Va a jugar en el Grand Prix este año? Me interesa porque a lo mejor voy a verlo.

—No sé nada.

—He estado preguntándome si habrá bajado en la clasificación y ahora tiene que jugar las eliminatorias.

—Ni idea.

—Bueno, tú no pudiste hablar mucho de snooker.

—No —dijo Irina—. No tanto.

Daba la impresión de que tenía que sacarse cada palabra de la boca con un tenedor.

—¿Cotilleasteis sobre algo interesante al menos?

Irina ladeó la cabeza.

—¿Desde cuándo te interesas tú por los cotilleos? Quiero decir, de cosas que pasan en el corazón de alguien, no en la cabeza.

—Me refería a… ¿Es verdad que Ronnie O’Sullivan ha empezado un tratamiento de rehabilitación? Pero… ¿qué te pasa?

—Perdona —dijo Irina, y lo dijo en serio. No se había convertido en un ogro de la noche a la mañana, y miró a su pareja con profunda tristeza. Así y todo, era obsceno que Lawrence no hubiese notado la diferencia en cuanto entró por la puerta, sobre todo teniendo en cuenta que en ese momento ella parpadeó nerviosa pensando que tal vez sí la había notado. Puesto que Lawrence siempre evitaba como la peste tocar el punto principal, que no se hubiese dado cuenta al ver su apagada reacción cuando él volvió era, cuando menos, una bandera roja. Es difícil definirla como sutil; hasta ese momento la conversación hacía pensar en una visita a la cárcel. Parecían separados por un grueso panel de vidrio, hablaban entrecortadamente como por auriculares. Al fin y al cabo, Irina había infringido alguna ley y apenas había comenzado a cumplir el primer día de una condena que podía terminar siendo muy larga.

—Te he preparado una tarta —añadió con voz lastimera.

—He comido algo en el avión… Bueno, por qué no. Un trocito.

—¿Quieres también una cerveza?

—Ya he tomado una Heineken… Pero ¡qué diablos! Hay que celebrar.

—¿Celebrar qué?

—Que he vuelto. —Lawrence parecía dolido—. ¿O no te has dado cuenta?

—Perdona —le dijo otra vez Irina—. Sí, claro. Para eso hice la tarta, para darte la bienvenida.

En la cocina, apoyó las manos en el mármol, dejó caer la cabeza y respiró. Era un alivio huir de la compañía de Lawrence, por breve que fuera la escapada; sin embargo, del alivio mismo no había manera de escapar, y eso la descorazonó.

Abrumada, Irina sacó la tarta de la nevera. Aún no se había enfriado ni dos horas y no estaba lo que se dice a punto. Con un poco de suerte, el huevo del relleno se habría cocido lo suficiente para que el hecho de que la tarta se hubiese pasado un día entero en el mármol de la cocina no fuese mortal. Bueno, ella misma sería incapaz de comerse más de un bocado. (No había podido comer nada desde esa última cucharada de helado de té verde. Aunque se había tomado otro coñac a eso del mediodía…). Se cortó un trozo que, de tan delgado, no se aguantó vertical en el plato. Para Lawrence cortó un trozo más grueso del que él seguramente querría; él nunca dejaba de vigilar su peso, y ella lo sabía. La porción de tarta se veía gorda y estúpida en el plato; el relleno se derramaba por los costados. Ramsey no necesitaba que nadie admirase su juego, y Lawrence no necesitaba esa tarta.

Irina sacó una cerveza de la nevera e inspeccionó el congelador. Normalmente habría acompañado la tarta con un vaso de vino, pero el Stolichnaya helado le hacía señas. Puesto que se había cepillado los dientes, Lawrence no tenía por qué darse cuenta de que ya se había echado al coleto dos pelotazos de vodka puro con la intención de prepararse para su regreso. Tomar alcohol con el estómago vacío no era su estilo, pero, según parecía, salirse del personaje podía, en un abrir y cerrar de ojos, llevarla de la liberación temporal al alejamiento permanente de su identidad anterior. Sacó la botella helada, echó un trago a escondidas y se sirvió una medida más que generosa. Al fin y al cabo, estaban «celebrando».

Lawrence, demasiado cortés para reprocharle que le hubiese servido un trozo mucho más grande del que le había pedido, exclamó:

Krasny!

—Eso quiere decir «rojo», durák —dijo Irina, imitando lo mejor que podía el tono de provocación cariñosa—. «Hermoso» se dice krasivy. Y Plaza Roja, krásnaya ploschad, da?

Por lo general, esa falta de oído para el ruso la hacía reír, pero esta vez en su voz resonó un tono que hizo que Lawrence la mirase.

Izviní, pozháluysta —se disculpó él correctamente—. Konyeshno, krasivy. Como en krasivy pirog. —Y a Irina le asombró que supiera decir «tarta»—. O moyá krasívaya zhená.

Por el amor de Dios, si hasta en ruso la llamaba «mi mujer». Y si bien a ella esa manera de llamarla nunca le había asombrado ni parecido impertinente, esa noche sí.

Y era típico, ¿verdad?, que sólo pudiera llamarla «hermosa» en ruso. En inglés era «bonita», un adjetivo poco arriesgado que lo mismo podía aplicarse a un hámster que a una «mujer». No era justo irritarse por un cumplido realmente encantador, pero el recurso de ponerse a hablar en lenguas cuando se acercaban a un asunto emocional, fuera cual fuese, le recordaba dolorosamente a su padre. Entrenador de diálogos para actores cinematográficos, en películas de clase B casi siempre, el padre de Irina dominaba todos los acentos; su trabajo consistía, por ejemplo, en enseñarle al doblador de Boris Badenov en Bullwinkle cómo pronunciar las consonantes con maldad soviética. Podía pasar en un santiamén del «aloz flito» chino al acento irlandés, e Irina daba por sentado que todo era muy divertido. Excepto que él nunca le dijo que la quería, ni nunca estuvo orgulloso de nada de lo que su hija conseguía, si no era arrastrando las erres como Sean Connery o dándole a la frase la entonación que le daría un sueco. De pequeña, a Irina le encantaban todas las voces que su padre ponía cuando le leía cuentos, pero a medida que fue haciéndose mayor, ese encanto fue desvaneciéndose. Sí, su padre era de Ohio, pero hasta cuando hablaba como un personaje del Medio Oeste parecía que imitaba otro acento.

Además, Lawrence podía echar mano del ruso como un recurso para mantener a raya unos sentimientos que en inglés podían sonar vergonzosos, pero esa lengua era también la jerga privada de ellos dos como pareja y, en ese momento, era sencillamente demasiado. Demasiado íntimo. Dolía.

—Gracias —dijo Irina con firmeza, en inglés, y puso punto final al russki.

Pero, en un intento por no dejarlo morir del todo, Lawrence preguntó:

Ty us-ta-la?

Lo dijo en un tono menor tierno y desgarrador, e Irina inclinó la cabeza. Aún no había tocado la tarta.

—Sí, estoy un poco cansada. No dormí bien —dijo, esperando que ésa no contara como segunda mentira. Podría decirse que «no dormí en toda la noche» caía bajo el subepígrafe «no dormir bien».

—¿Algo que te da vueltas en la cabeza? —dijo él.

Se había dado cuenta. Empezaba a indagar.

—No, el sushi, quizá. Basta con un trocito de atún dudoso. Se me ha ido el apetito, y no estoy segura de poder comerme la tarta.

—Irina, estás pálida.

—Sí —dijo ella—. Me siento pálida. —No queriendo parecer demasiado consciente de la hora, miró subrepticiamente el reloj de pulsera de Lawrence. Mierda. Todavía faltaban cinco minutos para Late Review—. ¿Y qué tal el congreso? —preguntó. Era vergonzoso lo poco que le importaba.

Lawrence se encogió de hombros.

—Un viaje con todos los gastos pagados y poco más. Quitando el privilegio de ver Sarajevo, lo demás fue una pérdida de tiempo total y absoluta. Demasiados burócratas de las Naciones Unidas y perdedores de ONG. Ya sabes, hace falta un cuerpo de policía. Ah, ¿en serio? Al menos no lo pagué de mi bolsillo.

—Dios no quiera que alguna vez vuelvas habiendo aprendido algo que ya no sabías o habiendo conocido a alguien que te caiga bien de verdad. —La frase se le escapó de los labios sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo. Trató de quitarle hierro con una sonrisa, pero, por la cara que puso Lawrence, podría haberle sentado igual que una bofetada—. Milyi! —dijo Irina, para salir del paso; «cariño» sonaba más cálido en ruso—. Sólo era una broma, no pongas esa cara tan seria.

Tenía que poner freno a esas críticas compulsivas. ¿Qué había pasado con la «amabilidad mental»? De hecho, ¿qué había pasado con la amabilidad sin más? Lawrence había estado fuera diez días y lo único que Irina había dicho desde su vuelta había sido lisa y llanamente cruel o sonado a insultante efecto del cansancio. Otro hombre, cualquiera, no habría dejado pasar semejantes pullas; pero Lawrence, al que no le gustaban nada las discusiones, cogió el mando a distancia.

Irina reflexionó sobre el nombre de ese chisme. Que Lawrence cogiera tan a menudo el mando a distancia parecía acertado.

Más críticas.

Cuando se encendió la BBC2, Irina se sintió tan agradecida por esa distracción llamada televisión, que podría haber besado la pantalla. De costumbre, delante de la tele solía coser botones o limpiar judías verdes, pero esta vez se concentró en el programa con una actitud de embelesada fascinación.

Y estaba embelesada, y fascinada también, pero no por Late Review. Porque Irina empezó a ver cosas. Estaba como poseída, de veras, o era algo parecido a ser esquizofrénica. Veía siluetas que forcejeaban en las sombras. Detrás del televisor, un hombre y una mujer se apretaban uno contra el otro con tanta fuerza, que era imposible decir qué brazos y qué piernas eran de uno y cuáles de otro. Las bocas abiertas se pegaban una a la otra. Cuando Irina miraba hacia la izquierda, el mismo hombre acorralaba a su amante contra la pared, le levantaba los brazos por encima de la cabeza y le inmovilizaba las muñecas mientras le hundía la cara en el cuello. Si Irina movía los ojos unos grados a la derecha, ahí estaban otra vez, entre las cortinas; el personaje más alto apretaba con la pelvis a la mujer contra el marco de la ventana, y con una fuerza tal que a ella debía de hacerle daño en la rabadilla. (Todavía le dolía, pero sólo un poco. Pero ese dolor en la rabadilla de Irina era culpa del canto de la mesa de snooker. El rasguño podría haber sido peor si no hubieran caído al suelo en tándem).

Irina no había invitado a esos personajes que estaban invadiendo la sala, ni les había pedido que se exhibieran contra el fondo que ofrecían las paredes de su casa. (Ni en su alfombra. Miró hacia abajo y volvió a aparecer la misma pareja desenfrenada. Él encima de ella. Lo suficientemente ligero para que la mujer siguiera respirando, el hombre era, con todo, lo bastante pesado para inmovilizarla. Ella, aunque hubiera querido, no habría podido escapar. Pero no quería). En su defensa podría alegarse que los visitantes sólo se besaban, pero si un calificador como «sólo» se aplica a esa manera de besarse, se podría decir también que Jeffrey Dahmer[7] sólo había matado —y comido— a unas cuantas personas y que Hitler sólo había intentado dominar el mundo.

Esas alucinaciones eran una desgracia. Irina trataba de ver la televisión con Lawrence, comerse un trozo de tarta y tomarse tranquilamente una copita antes de irse a la cama —aunque el vodka parecía haberse evaporado y ella no recordaba habérselo bebido—, y ahí estaban ésos, en su casa, dos personas que no podían tener las manos quietas y que la inducían a apretar y masajear unos contra otros los músculos de la parte interior de los muslos.

—Es posible que el tema no te entusiasme —dijo Lawrence—, pero así y todo parece que el programa vale la pena.

Irina apartó la vista de los desvergonzados huéspedes.

—¿Qué vale la pena?

¡Boogie Nights!

Armándose de valor, Irina se permitió decir:

—Bueno, Flashdance no me enloqueció, pero no me importó ver Fiebre del sábado noche.

Lawrence puso cara de incrédulo.

—¿Cómo has podido seguir un debate de quince minutos sobre la película y pensar que tiene algo que ver con Fiebre del sábado noche?

Irina se encogió de vergüenza.

—Ah. ¿De qué trata, entonces?

—¡De la industria del porno!

—Estaba un poco distraída.

—¿Un poco?

—Ya te he dicho que estoy cansada.

—Es posible que tener sueño atrasado embote un poco, pero no hace que el cociente intelectual de la mayoría de la gente baje a menos de cincuenta.

—Divagar unos minutos no me convierte en una idiota. No me gusta eso, Lawrence. Y no es sólo hoy, siempre estás diciéndome que soy una estúpida.

—Al contrario. No hago más que intentar que confíes en tus propias opiniones y que las defiendas en público con más vehemencia. No hago más que decirte que eres inteligente, y una observadora muy aguda de lo que pasa en el mundo aunque no tengas un doctorado en relaciones internacionales. ¿Te suena?

Irina bajó la cabeza. Sí, le sonaba. Lawrence podía sentirse tentado a usar la palabra imbécil con Irina, pero como tarde o temprano la usaba indiscriminadamente con cualquiera, era inútil tomárselo a pecho. Además, tenía razón cuando decía que muchas veces la había instado a que expresara sin rodeos sus puntos de vista cuando cenaban con sus colegas de Blue Sky.

—Sí, siempre me has apoyado mucho —reconoció ella.

—¿Por qué sigues metiéndote conmigo? —Viniendo de Lawrence, esto era osado.

—No sé —dijo Irina, y con auténtico desconcierto. Era verdad que no entendía por qué seguía tan provocativa aun teniendo una motivación tan fuerte para no despertar sospechas, ni por qué se comportaba de un modo tan imprevisible e irritante, diciendo y haciendo cosas que sin duda darían lugar a una investigación exhaustiva precisamente una noche en la que lo último que le interesaba era tener que pasar un examen riguroso. ¿O quería que Lawrence se enterase? Puede que estuviera forzándolo a jugar a algún juego de salón, como el Botticelli: Soy una persona famosa y mi nombre empieza por una gran A escarlata.

¿Estás muerta?

(¿A partir de esta noche? Hasta la médula).

¿Eres de sexo femenino?

(Demasiado femenino, por lo visto).

¿Dónde coño estabas anoche a las cinco de la mañana?

(Pregunta tramposa. Sólo se puede contestar sí o no).

¡Mira quién habla!

¿O se suponía, quizá, que Lawrence iba a jugar al ahorcado en el dorso del programa del congreso y, puesto que ni en un millón de años adivinaría que Irina había escogido Z-O-R-R-I-T-A-I-N-F-I-E-L, decidiría ponerse el lazo alrededor del cuello letra a letra?

Terminaron de ver Late Review. Como si hubiera descartado la posibilidad de que Irina fuese capaz de asimilar los aspectos objetivos más rudimentarios de la novela y pieza teatral del West End que el panel de invitados de esa noche se dedicó a evaluar, Lawrence no le preguntó qué opinaba en todo el tiempo que duró el programa. Apagó el televisor, y cuando la pantalla quedó en negro, Irina pensó: ¡Vuelve! Aunque por lo general tanta cháchara ininterrumpida la sacaba de quicio, esa noche podría haberse pasado horas viendo televisión. En lugar de prepararse para ir a dormir, Lawrence volvió al sofá. Horror, esas palmadas en las rodillas significaban que quería hablar. Irina intentó llenar ese enorme silencio con sonrisitas de ánimo, pero no quedó claro qué trataba de animar. Después, sin que viniera a cuento, dijo: «Me alegra que estés otra vez en casa», afirmación que, si bien era, no cabe duda, la Mentira n.º 3, no soltó a modo de astuta pantalla. Antes bien, quería que fuese así, y casi esperaba que si decía, con energía y en voz alta, que se alegraba de verlo otra vez en casa, podría conseguir que así fuese.

—¿Y? —dijo Lawrence al cabo de un rato—. ¿Otras novedades?

Irina lo miró sin comprender. ¿Sospechaba algo?

—Prácticamente nada que no te haya dicho ya por teléfono. Trabajo —dijo, muy escueta—. Terminé unos trabajos.

—¿Puedo verlos?

—Al final… Cuando termine.

No quería enseñarle los dibujos nuevos. No a Lawrence. Quería enseñárselos a Ramsey.

Dándose por vencido, Lawrence se levantó volviéndole la cara e Irina se dio cuenta de que estaba dolido.

Pusieron la cadena en la puerta, cerraron las ventanas, corrieron las cortinas, tomaron sus respectivas vitaminas, se pasaron el hilo dental y se cepillaron los dientes; una secuencia que repetían todas la noches de memoria, pero que esa noche en particular les supo a monotonía insoportable. Aunque se hubiese pasado una noche entera sin dormir, y pese a estar mareada de cansancio, a Irina le daba terror meterse en la cama.

Se desvistieron mecánicamente y colgaron la ropa. Irina ya no recordaba la última vez que se habían arrancado la ropa y tirado al suelo, presas del frenesí por tocar carne desnuda. No era necesario hacerlo cuando se llevaban años compartiendo la cama, y sería más que poco razonable por su parte enfurruñarse por eso. Todo el mundo lo entendía así: eso es lo que se hace «al principio», y Lawrence y ella estaban en el medio. O hacía siglos que ella pensaba que estaban en el medio, aunque es imposible leer la propia vida como si fuese un libro, contando con el pulgar los capítulos que faltan. Nada impedía pasar una página cualquiera una noche cualquiera y descubrir de repente que no se estaba en el medio, sino en el final.

Irina colgó en una percha la blusa blanca y arrugada, con más cuidado del que ese trapo merecía; el roto en el cuello se había agrandado. Y la falda marinera se había estirado; al menos, había tenido presencia de ánimo para mirarse en el espejo cuando volvió a casa y colocar otra vez el botón atrás y en el centro. Por primera vez en todo el día se peinó; tenía el pelo tan alborotado que parecía una electrocutada.

Sin embargo, no había tenido la presencia de ánimo necesaria para tomar una ducha. Había vuelto al apartamento con el tiempo justo. Aun así, le había costado horrores obligarse a bajar del Jaguar. Al subir esa deprimente y empinada curva de aprendizaje que al parecer acompaña a una despedida vergonzosa, se había negado, delante de su edificio, a decirle adiós a Ramsey con un beso; un vecino podía estar mirando. El poco tiempo que le quedaba para prepararse antes de que llegara Lawrence lo había malgastado en vodka, y se quedó en la sala, de pie y paralizada, con las manos bien lejos del cuerpo como si temiera tocar algo que de repente había desarrollado una depravada voluntad propia. Pero se arriesgó a dejar un olor acusador en la piel, aunque sólo fuera el de un peculiar exceso de transpiración.

El verdadero hedor, el tufo delator, era el de esos pensamientos que se le cruzaban por la cabeza. Eran rancios.

Ahora estaba desnuda, pero Lawrence no la miró. Eso también era normal. Uno se acostumbra al otro y el cuerpo desnudo deja de ser una sorpresa. Con todo, la entristecía que su experiencia fuera la de no ser vista en absoluto, igual que cuando era invisible para los chicos más guapos de séptimo hasta que le pusieron aparatos en los dientes. Por otra parte, es posible que ella le hiciera lo mismo a él, como si apenas lo divisara en medio de una tormenta de nieve y sólo registrase su presencia diciendo «ah, eso». En la intimidad que le brindaba la nula atención que Lawrence le dedicaba, Irina se tomó tiempo para, por una vez, mirarlo de verdad y ver el cuerpo desnudo de su pareja.

Lawrence estaba en forma. Gracias a la disciplina militar de pasarse la hora del almuerzo en un gimnasio cerca del despacho, los hombros eran dos globos de músculos, y los muslos, dos sólidos pilares. Aun en posición de descanso, su pene tenía un tamaño más que respetable. Sí, de acuerdo, tenía algunos michelines discretos en la cintura, pero ¿cómo iba a reprocharle un par de kilitos de más compuestos únicamente de la tarta que ella misma le había preparado? Además, perdonaba de buen grado sus defectos menores —pies planos, las entradas en las sienes—, pues los dos habían suscrito una especie de contrato que ella podría haber recitado como el padrenuestro: Perdona mis pecados como yo he perdonado tus déficits. A fin de cuentas, a ella ya empezaban a colgarle los pechos; se despertaba con bolsitas bajo los ojos; el jeroglífico de una solitaria vena varicosa en la pantorrilla izquierda advertía crípticamente de la indecible decrepitud que se avecinaba, y es posible que pronto necesitase el perdón de Lawrence por arrobas. Era una lástima que él se mantuviese encorvado y a la defensiva, pues le hubiera bastado con erguirse para lucir un palmito bastante envidiable pese a tener ya cuarenta y tres años. La mayoría de las mujeres de la edad de Irina se veían obligadas a pasar por alto mucho más que ligeros pliegues de gordura o arcos vencidos, y todas las noches se metían en la cama con auténticas bolas de sebo, hombros peludos, papadas y calvas. Ella tenía suerte. Tenía mucha, mucha suerte.

Entonces, ¿por qué se sentía desdichada?

—¿Leemos? —propuso.

Después de diez días, él debería haberle pasado una mano por la cintura y pegado la boca en su cuello.

—Claro —dijo Lawrence, mandando el edredón a los pies de una patada—. Unos minutos.

Irina no conseguía entender cómo Lawrence podía pasar así como así de un rollazo de varios días sobre la «construcción de una nación» a The End of Welfare de Michael Tanner. En su lugar, ella estaría desesperada por un antídoto, una sublime relectura de Ana Karenina o una novela de misterio barata. Y como, en lo profesional, el pan de cada día de Lawrence era tan seco que se parecía más a una tostada carbonizada, menos comprendía ese querer pasarse la vida parloteando sobre «construcción de naciones». Irina no era una persona seria, eso saltaba a la vista; pero deseaba que él se hiciera un poco menos pesada la vida. En otros tiempos, Lawrence no habría dicho que no a un libro de James Ellroy, Carl Hiaasen o P. J. O’Rourke, pero desde que trabajaba en Blue Sky se consumía tratando de hacer que cada momento contara. Pero ¿que contara para qué?

Irina se arrellanó en su almohada con Memorias de una geisha. Podía tomarse tiempo con esa novela pues no había posibilidad alguna de que Lawrence quisiera leerla cuando ella la terminase. Trataba de sumisión, de debilidad, de servidumbre, no de maneras de vencer las desventajas ni de cómo el señor Gabinete Estratégico superaba su vulgar educación de niño crecido en Las Vegas (como diría Lawrence, él era «un fénix alzándose de las cenizas»). Memorias de una geisha trataba sobre cómo vivir con la desventaja, e incluso sobre cómo rentabilizarla. Irina se dio cuenta de que, más que nada, era un libro sobre las mujeres.

No se tocaron. Lawrence se acomodó en la cama y apoyó la pierna derecha en la pierna izquierda de Irina; ella se movió para restablecer la distancia. Leyó un par de páginas, pero la pareja de la sala había vuelto y empezaba a magrearse encima de la página. Como medida de prevención, Lawrence apagó la lámpara justo en el momento en que Irina había por fin conseguido digerir una frase entera. Podría haberle preguntado.

Había una fórmula. Lawrence le había asegurado que todas las parejas lo hacen casi siempre más o menos igual, aunque «al principio» intenten potenciar la creatividad. Irina no tenía ni idea de las vías por las que él había llegado a esa conclusión. Lawrence era un hombre que, en sociedad, si podía echar mano de sus propios recursos, era capaz de hablar durante horas sobre asuntos ajenos que para él no representaban ningún riesgo, como la elección del Nuevo Laborismo, por lo cual era tremendamente difícil imaginárselo preguntándole a sus colegas mientras se tomaban unas copas: «¿Siempre follas con tu mujer en la misma postura?». No obstante, era probable que tuviese razón. La gente terminaba quedándose con lo que funcionaba, y así se evitaba la molestia de pasarse la vida tratando de darle un nuevo giro a algo que, para ser sincero, admitía muy pocas variaciones. Así pues, una vez uno se habitúa a un… —no, Irina no veía necesidad de llamarlo «anquilosamiento»—, a una secuencia fija y plenamente satisfactoria, si de repente empieza, pongamos, a hozar ahí abajo cuando durante años eso no había formado parte del programa…, bueno, parecería cuando menos raro, ¿no? Como ¿qué pasa, por qué haces eso? No sólo raro, sino también alarmante. Y esa noche, sobre todo esa noche, lo último que Irina quería era despertar alarma.

Además, no le preocupaba hacerlo siempre de la misma manera; la monotonía no era el problema. (Hasta anoche nunca había habido problemas, ¿verdad?, al menos no un problema que pareciese urgente. Cualesquiera que fuesen sus pequeñas insatisfacciones, repararlas era algo que siempre podía dejarse para la noche siguiente o, ya puestos, aplazarse indefinidamente. En todo caso, ¿por qué no dar las gracias por lo que tenía? ¿No se había corrido —¿cuántas mujeres podían decir lo mismo?— cada vez que Lawrence y ella habían hecho el amor?). El problema —es decir, si había un problema— era la mono-algo.

Como de costumbre, Irina se durmió del lado derecho. Como de costumbre también, Lawrence hizo lo mismo, y se amoldó a su espalda poniéndole el brazo izquierdo en la cintura y metiendo las rodillas en las piernas dobladas de su «mujer». Juntos formaban dos zetas, el símbolo de dormir en los cómics. Y por las noches se habían dado recíprocamente la señal —un bostezo leonino, algo dicho entre dientes sobre un día que ha sido condenadamente largo—; así pues, dormir era exactamente lo que harían, también. Pero Lawrence había estado fuera diez días y, para tantear el terreno, le pasaba la mano por el trasero.

—¿Te sientes bien? —susurró él—. Dijiste algo sobre pescado en mal estado.

A menos que Irina se dispusiera a contárselo todo, y su desconcierto era tan grande que ella seguía sin saber qué había que contar, no podía parecer fría a sus avances. Eso equivalía a delatarse, ¿no? Delatar que algo no funcionaba. Tenía que comportarse con normalidad.

—Estoy bien —dijo (Mentira n.º 4, y ésta era tremenda). Deseando de veras poder darle a Lawrence la tranquilidad que merecía, le cogió la mano izquierda que erraba sin rumbo fijo por la cadera, parecía perdida, y se metió el brazo de él entre los pechos.

Un brazo como un leño. Es posible que la proximidad no siempre le haya provocado un deseo voraz, pero el pecho de Lawrence, cómodo y acogedor, contra su espalda siempre le había transmitido una profunda sensación de bienestar animal y de seguridad. Ahora la hacía sentirse atrapada. Cuando él apoyó la pelvis suavemente contra la rabadilla (contra el rasguño que se había hecho en la mesa de snooker), su erección era molesta como un dedo que escarba.

¡Y eso era terrible! ¿Qué había hecho ella? Si Lawrence alguna vez se echaba a su lado sólo para sentir las extremidades del cuerpo de Irina como maderos, la presión de su carne como una «trampa» y los delicados golpecitos de ella a las puertas del sexo como un fastidioso dale que te pego, Irina se marchitaría por dentro hasta quedar convertida en una pasa de Corinto negra y reseca.

Con probada maña y la lerda cooperación de Irina, Lawrence le entró por detrás. Era —en eso se habían puesto de acuerdo— un buen ángulo. Pero es posible que, en lo que a sexo se refería, él hubiese tenido un ángulo en más de un sentido. Antes de que se fijara ese protocolo habían probado el surtido habitual de posturas; pero de repente Irina tomó conciencia —qué espantoso que hubiera hecho falta lo de anoche para darse cuenta— de que nada los había obligado a elegir ésa en particular entre las diversas opciones disponibles, y mucho menos a mantenerla. Además, la elección de una configuración pechoespalda como única manera en la que podrían hacer el amor durante, posiblemente, unos cincuenta años, era cosa de Lawrence; no era una casualidad, no era arbitraria, y sería absurdo afirmar que terminaron haciendo el amor así por inercia, igual que anoche ella había terminado poniéndose la falda azul y la blusa blanca para ir a cenar porque eso era lo que estaba probándose cuando sonó el interfono. Llevaban haciéndolo así casi nueve años; ella nunca debería haber tolerado esa postura más de una o dos veces. Ahora era demasiado tarde para negarse, y eso era trágico. Había capitulado ante la debilidad de Lawrence sin oponer resistencia, ante su verdadera debilidad, y no la clase de debilidad que él temía, como unos pectorales atrofiados o tener que tirar la toalla en medio de una discusión sobre el proceso de pacificación del IRA.

Eso era lo que había elegido el cobarde que Lawrence llevaba dentro. Que no se besaran nunca. Que nunca se mirasen. Que él sólo viera el perfil borroso de la cabeza de Irina. Que ella siempre mirase la pared. Que nunca se le permitiera mirar esos ojos marrones implorantes y verlos conseguir lo que imploraban. Aunque en los días del apartamento de la calle Ciento cuatro Oeste ponían velas encendidas al pie de la cama, ahora lo hacían siempre a oscuras, por si acaso. Como si mirar yeso blanco no fuese ya bastante impersonal. La ironía residía en que Lawrence la quería. Pero la quería demasiado. La quería tanto que le daba miedo, y por eso, cuando follaban, no la miraba a los ojos más de lo que miraba directamente al sol.

Siguiendo la costumbre, al cabo de unos minutos él buscó discretamente las regiones inferiores, trazando un círculo alrededor de la zona hasta localizar la palanca de mando. Esas concienzudas manipulaciones nunca eran del todo como debían ser, por supuesto; nunca daban de lleno en el blanco. Pero, para ser justos, ese cucuruchito de carne tenía algo de inescrutable, aunque sólo fuera porque el clítoris estaba construido en miniatura, y a una escala exasperante. Que un hombre hiciera llegar a una mujer al orgasmo con la punta del dedo, requería la misma destreza especializada que desplegaban todos esos increíbles vendedores ambulantes del centro de Las Vegas capaces de escribir un nombre en un grano de arroz.

Porque un milímetro a la izquierda o a la derecha equivalía, geográficamente hablando, a la distancia que separa a Zimbabue del Polo Norte. No es de extrañar que más de un amante de juventud de Irina se hubiese imaginado muy cerca de los chorros de las cataratas Victoria y terminado, sin culpa alguna, chapoteando en el frío ártico de su indiferencia glacial. Para empeorar las cosas (y, una vez más, la distinción era cuestión de un milímetro), ese ruin pedacito llamado clítoris podía producir no sólo dicha y gozo, sino también un dolor atroz —pérdida total de la excitación, un dolor que era como volver a la primera casilla y perder doscientos dólares—; entonces, ¿cómo podía gestionar con seguridad un nódulo tan peligroso alguien que no tenía uno? A veces Irina había dado las gracias a su estrella de la suerte por no ser hombre, por no tener que vérselas con ese órgano tan desconcertante y nervioso cuya parte realmente importante no medía ni seis milímetros de ancho, cuando lo más probable era que la mujer misma fuese incapaz de explicar cómo funcionaba. En consecuencia, no habría sido razonable discutir por la decepción que puede provocar ese milímetro más aquí o más allá, y considerando que todo el proyecto era básicamente imposible, Lawrence lo hacía asombrosamente bien.

Sin embargo, esa noche Irina no pudo subirse a la ola. Estaba demasiado concentrada en intentar no llorar. Y la verdad era que luchaba contra su propio placer. Por una vez, el malestar, el estar con la cabeza en otra parte, no tenía nada que ver con ningún fallo del dedo corazón de Lawrence, con ese milímetro más arriba o más abajo. Ahí pasaba algo que estaba mal, que ella sentía como mal, incluso como moralmente mal. Pero, si no se corría, Lawrence se daría cuenta de que no se corría y, lo que es más, se daría cuenta de que algo había pasado mientras estaba en Sarajevo.

Y peor aún era lo que Irina hacía para llegar a donde tenía que ir; era diabólico.

Se había permitido su parte de fantasías. Había imaginado a «un» hombre que hacía esto o aquello, e incluso, aunque nunca se lo había confiado a nadie, a «una» mujer; después de todo, sólo había dos sexos, y para divertirse había que usar todas las combinaciones disponibles. Con todo, esos personajes de usar y tirar seguían sin tener cara, parecían maniquíes sin cabeza. Nunca había invocado a un hombre, un hombre de verdad, un hombre al que se pudiera llamar por teléfono, un hombre con una dirección y que prefiriese el sake caliente al frío, un hombre de cara alargada y chaqueta de seda negra. Un hombre alto y esbelto con los labios delgados, mirada sombría y una boca de profundidad infinita, una boca con una cantidad de recovecos tan inagotable, que besarlo se parecía a recorrer las catacumbas de Notre Dame. Anoche, más que meter la lengua en esa boca, lo que había sentido era que todo su cuerpo era tragado por esas fauces. La boca de Ramsey era todo un mundo, un mundo entero e insospechado, y besarla producía la misma sensación de descubrimiento que produce el dejar caer bajo un microscopio una gota de agua clara del grifo y adivinar bancos y más bancos de fantásticas criaturas fibriladas o apuntar con el telescopio al retazo del cielo que a simple vista parece más negro y ver, quién iba a decirlo, que está salpicado de estrellas.

Sólo lo había besado. Entonces, ¿por qué esa recatada transgresión era un consuelo tan insignificante? La falda se le había levantado, pero ella no se la quitó. La blusa se le había abierto un poco más, pero en ningún momento dejó que él se la quitara. ¿Dejarlo? Si Ramsey ni siquiera lo había intentado. Para ser justos con él, sólo había intentado no ir más lejos. Y ella también debería haberlo hecho, sí, señor, debería haber intentado no ir más lejos, pero no lo hizo, ¿verdad?, no con todas sus fuerzas, no había frenado, pues cuando uno se esfuerza por frenar, lo consigue, ¿verdad? Sí, lo consigue. Era cierto que no le había quitado la camiseta ni había acercado el abdomen desnudo de Ramsey a las dos lomas de sus pechos. Pero lo había deseado, y ahora, mentalmente, no había manera de frenar esa cabecita perversa y sin principios que sólo pensaba en compensar el tiempo perdido. No le había desabrochado el ancho cinturón de cuero con la pesada hebilla de peltre. Tampoco le había desabrochado el botón de la cintura ni bajado la cremallera, diente por diente, hasta el nadir. Ramsey había dicho: «No podemos hacer esto», desafiando el hecho de que evidentemente podían porque estaban haciéndolo. Y alguna que otra vez, más exactamente. «No deberíamos hacerlo», un punto sobre el cual el entendimiento mutuo no pasó de ser vergonzosamente teórico. Más tarde, con voz lastimera, una inútil recriminación a los dioses por atormentar a ese pobre hombre con lo que menos podía resistir y contra lo que más debía resistirse. «¡Pero es que a mí Lawrence me cae bien!». Sin embargo, aunque bien abotonado, hebillado y encintado, y con la cremallera del pantalón intacta, el bastón cautivo que había ido aumentando de tamaño al apoyarse en el hueco de la cadera de Irina había sido la mejor prueba de que, aunque el espíritu se negaba, había otra cosa que estaba muy, pero que muy dispuesta.

Así y todo, no se lo había tirado, ¿verdad? No se lo había tirado porque estaba mal. Pero quiso hacerlo. Quiso follárselo. Quiso follárselo como nunca había deseado follar a ningún otro hombre en toda su vida. Y, entendámonos bien, follárselo, no «hacerle el amor», no. Follárselo. Era lo único que podía hacer para no gritar, y se metió una esquina de la almohada entre los dientes. Se moría de ganas de follárselo. Podía verlo. Ahora casi podía sentirlo. Podía sentirlo. No era sólo una de las cosas que quería, era lo único que quería. Follárselo. Era lo único que quería en el mundo, y que siempre querría, además, y no sólo una vez, sino una vez y otra y otra vez más. Follárselo. Y sabía que haría cualquier cosa, que lo dejaría todo, que sería capaz de humillarse con tal de follárselo, y, si él se negaba, se hincaría de rodillas y le suplicaría, sí, se lo pediría por favor…

—Ooooh —dijo Lawrence.

Irina estaba empapada de sudor y tardó un poco en dejar de jadear; tuvo que pasar más de un minuto hasta que se retiraron los hongos nucleares que tenía detrás de los ojos. Lawrence, hombre atento, era, por regla general, de «primero las damas», pero el entusiasmo de Irina lo había espoleado. Él también se había corrido, y da igual en qué momento; ella no se había dado cuenta.

—Creo que me has echado mucho de menos —dijo él, dándole un último achuchón.

—Mmm —dijo Irina.

El sueño tardaba en llegar, incluso cuando Lawrence empezó a roncar bajito. Estaba desconsolada. Él no lo sabía y no tenía que saberlo nunca. Ni lo de anoche ni lo de esta noche. Pero ella seguía sintiéndose responsable, y no sólo por su perfidia en Victoria Park Road, sino por la infidelidad, mucho más grave, que había cometido unos minutos antes. Ésa era la teoría en la que se apoyaba todo ese rollo de la «amabilidad mental», ¿no? Que en cualquier Día del Juicio que se precie, no sólo tendremos que verles la cara a las personas a las que en vida insultamos o robamos, sino asistir a la proyección del vídeo, versión íntegra, de lo que ocurrió en nuestra cabecita desde que nacimos hasta que la luz se apagó. Antes de esa noche Irina nunca había imaginado que se acostaba con otro hombre, no con un hombre real, un hombre al que Lawrence y ella conocían. Ahora no sólo había besado a otro hombre mientras su pareja estaba trabajando confiadamente en otra ciudad; esta noche también había follado con él. Nada de literalidad barata; esta noche le había puesto los cuernos a Lawrence en su propia cama.

Ya nada podía volver a ser como antes. Qué patético que en Omen se preocupara por haber «vandalizado» la bandeja de sashimi deluxe con una ración extra de buri mientras parecía no enterarse de que estaba a punto de hacer pedazos nueve años de entrega mutua en una sola noche de imprudencia. Con un beso, Irina había echado por tierra el mayor logro de su vida, lo había hecho mil pedazos, como los incontables floreros y jarras de cristal que había volcado cuando era una niña patosa. A los cuarenta y dos años seguía siéndolo, pero peor; era una mujer adulta brutal y deliberadamente torpe. Con todo, puede que hubiera justicia. Mientras Lawrence dormía sereno y confiado a su lado, Irina miró la tenue sombra de su cara en la almohada y no sintió nada. Mientras ese fin de semana se comportaba como un elefante en una cristalería, había roto no sólo su pacto, sino su propio corazón.

Una mujer adulta debería ser capaz de frenar. La madurez era eso, pensarse bien las cosas. Esta vez no había mirado antes de dar el salto, y todo se había ido al traste. Le había dicho adiós a su vida con un beso. Incluso mientras se flagelaba por ser una arpía horrenda, vacía y egoísta que no respetaba el amor duradero de un hombre inteligente y fiel como Lawrence, volvieron a atormentarla visiones del cinturón negro y la chaqueta de seda.

Irina había vivido cuarenta y dos años con las consecuencias de todo lo que había hecho. Había aceptado su castigo por esconder con maldad las zapatillas de ballet de su hermana la noche anterior a una función. Cuando la Universidad de Columbia, por error, añadió un cero de más a su cheque por las clases de ruso y ella se gastó el dinero, había devuelto hasta el último centavo cuando la administración cayó en la cuenta del error, aunque para hacerlo tuvo que sacar efectivo con la tarjeta de crédito a un interés del veinte por ciento. Había hecho frente a los desagradables resultados de cada confidencia traicionada, de cada comentario ofensivo dicho sin pensar, de cada ilustración de poca calidad publicada irrevocablemente para que todo el mundo la viese. Sin duda, esta vez, pedir que el reloj retrocediera era muy poco, y no años ni nada, ni meses ni semanas siquiera, sino apenas un día. Hasta el momento en que Ramsey y ella se inclinaron sobre la mesa de snooker, separados por unos centímetros, y él se dispuso a enseñarle cómo sujetar el taco. Mientras, inquieta aún, empezaba a quedarse dormida, Irina miró la tentación a la cara, sonrió con valentía y dio marcha atrás.