Lo que empezó como una coincidencia terminó cristalizando en tradición: el seis de julio cenaban con Ramsey Acton en el día de su cumpleaños.
Cinco años antes, Irina había colaborado en un libro para niños con Jude Hartford, entonces aún casada con Ramsey. Jude había hecho algunos gestos para abrirse a la vida social; renunciando a los displicentes amagos estilo «tenemos-que-vernos-alguna-vez-en-serio», tan típicos de Londres, que pueden prolongarse indefinidamente sin que por ello la agenda se vea amenazada por una hora y un lugar reales, Jude había parecido interesada en concretar un encuentro de las dos parejas para que Irina, su ilustradora, conociera a Ramsey, su marido. Concretamente, lo que dijo fue: «Mi marido, Ramsey Acton». Y esa manera de decirlo no pasó inadvertida. Irina supuso que Jude se sentía orgullosa, en ese cansado tono feminista, de no haber cambiado su apellido por el del marido.
Pero ya se sabe, siempre es difícil impresionar a los ignorantes. En 1992, mientras intentaba ponerse de acuerdo con Lawrence sobre los detalles de la inminente cena, Irina no sabía lo suficiente para decir: «Lo creas o no, Jude está casada con Ramsey Acton». Por una vez Lawrence podría haber salido disparado a buscar su agenda diaria del Economist en lugar de objetar que, si ella necesitaba cotillear por motivos profesionales, al menos podía programar una cena no demasiado tarde para que él pudiese volver a tiempo y ver Policías de Nueva York. Sin darse cuenta de que le habían legado dos palabras mágicas capaces de vencer la abierta renuencia de Lawrence a los compromisos sociales, Irina dijo: «Jude quiere que conozca a su marido, Raymond o algo por el estilo».
Sin embargo, cuando la cita propuesta resultó ser el cumpleaños de «Raymond o algo por el estilo», Jude insistió en que, cuantos más fuesen, más se divertirían. En cuanto volvió a la soltería, Ramsey contó sobre su matrimonio detalles suficientes para que Irina reconstruyera la situación. Al cabo de unos años de vida en común, Jude y él ya no podían mantener una conversación de más de cinco minutos; de ahí que Jude no hubiese dejado escapar la oportunidad de evitar una cena triste y callada en la que los dos únicos comensales habrían sido Ramsey y ella.
Y eso fue lo que a Irina le pareció desconcertante. Ramsey siempre pasó por ser una compañía bastante agradable, y el extraño desasosiego que siempre engendró en ella debía de ser, sin ninguna duda, menos intenso para la mujer casada con él. Puede que a Jude le encantara sacarlo a cenar para impresionar a sus colegas, pero ella misma no estaba lo bastante impresionada. A solas, Ramsey la aburría mortalmente.
Además, la agotadora jovialidad de Jude tenía un singular toque histérico, y sin ese quórum de cuatro sencillamente no despegaría; se deslizaría sin remedio hacia la desesperación subyacente. Cuando Irina prestaba oídos, aunque sólo a medias, a su enfervorizada conversación, le resultaba difícil saber si Jude reía o lloraba; y aunque reía mucho, y muchas veces también hablaba y reía al mismo tiempo, alzaba la voz en un tono mientras era presa de un ataque de hilaridad cada vez más acelerado aun cuando nada de lo que dijera fuese gracioso. Era una risa compulsiva, una manera de desviar la atención, producto de los nervios más que del humor, una especie de máscara, y, por lo tanto, un punto falsa. Con todo, ese impulso a poner buena cara a algo que debía de ser una infelicidad profunda, invitaba a ser comprensivo con ella. Su entrecortado alborozo empujaba a Irina en la dirección contraria, a hablar con sobriedad y a mantener la voz honda y serena aunque sólo fuese para demostrar que ser seria también era admisible. Así pues, si la actitud de Jude a veces la dejaba perpleja, en su presencia al menos se gustaba a sí misma.
A Irina el nombre del marido de Jude no le decía nada, al menos no conscientemente. No obstante, ese primer cumpleaños, cuando Jude entró en el Grill del Savoy brincando de contenta con Ramsey a su lado —en un matrimonio que, en realidad, sólo era un inmenso error bienintencionado, ya era muy tarde para entrar cogiditos de la mano, aunque más bien era Jude la que lo llevaba de la mano a él, en un gesto dirigido más que nada a la galería—, Irina se sobresaltó al tropezar con los ojos azul grisáceos del hombre; fue una brevísima descarga eléctrica que ella luego interpretó como producto del reconocimiento visual, y más tarde —mucho más tarde— como otra clase de reconocimiento.
Lawrence Trainer no era un pedante. Es posible que hubiese aceptado una beca de investigación en un prestigioso gabinete estratégico de Londres, pero se había criado en Las Vegas y seguía siendo incorregiblemente norteamericano, cosa que se le notaba enseguida en la pronunciación. Por lo tanto, no se había precipitado a comprarse un suéter blanco de trenzas ni a apuntarse a la liga local de críquet; pero, como su padre era monitor de golf, él había heredado el interés por los deportes. Desde el punto de vista cultural, era un hombre curioso pese a una vena misántropa que se negaba a cenar con desconocidos cuando lo que quería era quedarse en casa viendo las reposiciones de series policiacas americanas que daban por Channel 4.
Así, ya en los primeros días de expatriados, Lawrence desarrolló una marcada fascinación por el snooker. Como Irina había supuesto que ese pasatiempo británico era una variante misteriosa del pool, Lawrence tuvo que esforzarse para hacerle entender que era mucho más difícil, y mucho más elegante, que su deslucida variante norteamericana, que se juega con ocho bolas. Al lado de una mesa de snooker, con sus casi dos metros por cuatro, una mesa de billar americano parecía de juguete. Además, el snooker era un juego no sólo de destreza, sino de compleja premeditación, y requería de sus maestros de ayer que previeran hasta doce jugadas y desarrollaran una sutileza espacial y geométrica que cualquier matemático apreciaría.
Irina no había desalentado el entusiasmo de Lawrence por los campeonatos de snooker que transmitía la BBC, pues el ambiente de las partidas era reposado. El vítreo entrechocarse de las bolas y el carácter civilizado de los corteses aplausos eran muchísimo más relajantes que los disparos y las sirenas de las series de policías. Los comentaristas hablaban casi susurrando, y con suaves acentos regionales. El vocabulario era sugerente, aunque no siempre decoroso: «entre las bolas», «de tornillo», «doble beso», «la roja está suelta», «la negra está disponible». Aunque por tradición era un deporte de la clase trabajadora, se jugaba en un espíritu de decoro y refinamiento más asociado con la aristocracia. Los jugadores usaban chaleco y pajarita; nunca soltaban tacos, y las exhibiciones de mal genio no sólo eran recibidas con el ceño fruncido; también podían costarle al jugador los puntos acumulados. A diferencia del público del fútbol, gamberros en su mayoría, e incluso del tenis —antaño reducto de los esnobs pero últimamente tan de gente de bajos ingresos como el demolition derby[1]—, los asistentes a una partida de snooker seguían el juego en medio de un silencio en el que podría haberse oído el zumbido de una mosca. Los aficionados debían de tener una vejiga resistente, pues hasta ir de puntillas al lavabo daba lugar a manifestaciones de censura por parte del árbitro, una presencia austera y lacónica que usaba guantes cortos de un blanco inmaculado.
Por si fuera poco, en una isla a cuyas costas no cesaban de llegar oleadas culturales de los Estados Unidos, el snooker seguía siendo profundamente británico. La programación de medianoche de la televisión inglesa podía estar saturada de reposiciones de Seinfeld; los cines ingleses podían estar dominados por L. A. Confidential, y la jerga local, contaminada, pero la BBC seguía dedicando hasta doce horas de un día completo de emisión a un deporte que la mayoría de norteamericanos no distinguiría del juego de las pulgas.
En suma, el snooker era un agradable telón de fondo mientras Irina preparaba los primeros esbozos para un nuevo libro infantil o cosía el dobladillo de las cortinas de la sala. Tras lograr, bajo la paciente tutela de Lawrence, una vaga apreciación del juego, de vez en cuando alzaba la vista para seguir un frame[2] y, más de un año antes de que Jude mencionase a su marido, una particular figura en la pantalla había atraído su mirada.
En caso de que lo hubiera pensado —y no lo había pensado—, nunca lo había visto ganar un título. Sin embargo, esa cara sí parecía salir casi en todas las últimas rondas de los torneos televisados. Ramsey era mayor que casi todos los demás jugadores, que no solían tener ni treinta años; unas arrugas muy marcadas en la cara alargada sugerían que no podía tener mucho más de cuarenta. Hasta para un deporte que hacía tanto hincapié en la etiqueta, su porte era notablemente personal, y tenía buena postura. Y visto que, hasta cierto punto, la rectitud del snooker era puro teatro (Lawrence le había asegurado que, lejos de la mesa de juego, esos caballeros no tomaban precisamente Earl Grey con sándwiches de pepino), muchos jugadores tenían barriga y, a los treinta, el rostro demacrado de los que han vivido a tope. En un juego que destacaba por su refinamiento, los brazos a menudo se les ablandaban y los muslos se les ensanchaban. Con todo, ese personaje era delgado, tenía hombros muy marcados y finas caderas. Siempre llevaba camisa clásica, blanca y almidonada, pajarita negra y un chaleco color perla que lo distinguía: una rúbrica, tal vez, con intrincados bordados de hilo de seda blanco formando unas filigranas que evocaban la meticulosa manera en que Irina rellenaba algunas de sus ilustraciones.
Cuando los presentaron en el Grill del Savoy, Irina no reconoció a Ramsey de la televisión. En ese lugar estaba fuera de contexto. Brillante a la hora de recordar nombres, caras, fechas y estadísticas, Lawrence no tardó nada en aclararle por qué —Irina estaba verdaderamente intrigada— el marido de Jude le resultaba una cara conocida. («¿Por qué no me lo dijiste?», había exclamado, y no era nada habitual que Lawrence Trainer fuese obsequioso). Por su parte, Ramsey Acton tampoco tardó nada en contarlo todo sobre un hombre que, por lo visto, era un icono del snooker, aunque en cierto modo era un vestigio de la generación anterior. Un préstamo del baloncesto americano, «Swish[3]», su apodo en el circuito, rendía homenaje a su propensión a meter la bola tan limpiamente que jamás tocaba los bordes de la tronera. Su juego era conocido por su fluidez y velocidad; era un jugador impulsivo. Con veinte años de profesional a sus espaldas, era famoso, si se podía ser famoso por algo así, por no ganar el campeonato del mundo, aunque había jugado cinco finales. (En 1997, es decir treinta años y seis finales después de iniciar su vida profesional, seguía sin ganar un mundial). En un abrir y cerrar de ojos, Lawrence había arrimado su silla a la de Ramsey, iniciando así un dúo exultante que no toleraba intromisiones.
Irina había llegado a dominar el abecé: de acuerdo, se alterna una bola roja con una de color. Las rojas, una vez metidas, no vuelven a la mesa; las de color sí. Una vez eliminadas todas las rojas, se meten los colores siguiendo un orden determinado. No era tan difícil. Pero como nunca llegó a saber muy bien qué bola había que meter primero, si la marrón o la verde, era improbable que se liara con un profesional en una apasionante especulación sobre ese punto. A diferencia de ella, Lawrence había llegado a dominar las reglas más oscuras del juego. De ahí que, mientras hablaba, extasiado y con mucha elocuencia, sobre alguna «célebre negra» que había vuelto a la mesa, «Swish» le obsequiara con un apodo de su cosecha: «el Hombre del Anorak». No hace falta explicar que un anorak es una especie de cazadora informal, impermeable y con capucha, pero en sentido figurado, y en inglés británico, significa «obseso» y sirve para referirse a los que se dedican a ver pasar trenes y aviones, y a cualquier otra persona que, en lugar de trabajar para ganarse la vida, se dedica a memorizar el top ten internacional de jugadores de dardos. Con todo, era evidente que ese discreto peyorativo estaba acuñado con afecto. Para satisfacción de Lawrence, «el Hombre del Anorak» se mantuvo.
Irina se había sentido excluida. En efecto, Lawrence tenía tendencia a coparlo todo. Ella podía describirse como retraída, o callada; o, en momentos más sombríos, poquita cosa. En cualquier caso, no le gustaba tener que pelearse para hacerse oír.
Cuando esa noche Irina tropezó con la mirada de su amiga, Jude miró hacia arriba dándole a entender algo un pelín más desagradable que Míralos, si son como niños. Ella había conocido a Ramsey durante su época de periodista, cuando le habían encargado un artículo con mucho bombo para Hello! Corrían los años ochenta y Ramsey todavía era una estrella de segunda fila, aunque sexualmente atractivo; se emborracharon durante la entrevista y congeniaron. Sin embargo, para Jude, lo que probablemente había despertado un exiguo interés por el snooker se había ido desvaneciendo hasta convertirse en absoluta falta de interés por el snooker y, luego, en abierta hostilidad por la profesión de su marido. Después de armar tanto jaleo sobre cómo y cuándo Irina tenía que conocer a Ramsey Acton sólo para terminar manifestando semejante fastidio, no era descabellado pensar que, habitualmente, Jude lo sacaba de casa por la fuerza y se lo endilgaba a tipos como Lawrence, que adoraba el snooker y todo lo que tuviera que ver con ese deporte, con tal de sacarle el jugo a su dinero, o a otra cosa, da igual.
Lawrence desatendió por completo a Irina, a la que él mismo, ante los demás, llamaba «mi mujer», pero con la que nunca se había tomado la molestia de casarse; Ramsey era más educado. Volviéndose hacia ella, rehusó con firmeza seguir hablando de trabajo por esa noche, y elogió las ilustraciones de Irina para el nuevo libro infantil de Jude: «Esos dibujos son de primera categoría, cariño. Me impresionaron». (Precisamente porque tenía una voz suave, no resultaba sencillo acostumbrarse a su grueso acento del sur de Londres. Ramsey se disculpó por la mousse de pescado, que estaba incomible; le insistió a Irina para que aceptara más vino —el día de su cumpleaños no necesitaba reprimirse, le dijo— y objetó que no le gustaba juntarse con «muer… mos». Su fraseo, su manera de pronunciar, estaban llenos de brevísimos silencios, como una grabación digital defectuosa). Miró a Irina, y únicamente a Irina, como nadie la había mirado en muchísimo tiempo, y francamente la puso muy nerviosa y la hizo sentirse frustrada. Lo único que supo hacer fue clavar la vista en el plato. Todo eso era un poco demasiado para un primer encuentro, no exactamente una impertinencia, pero impertinente al fin y al cabo. Y Ramsey era un desastre hablando de cosas de todos los días; cada vez que Irina mencionaba la Convención demócrata, o a John Major, él simplemente dejaba de hablar.
El famoso jugador de snooker pagó la cuenta muy discretamente. El vino, y habían bebido en cantidad, había sido caro. Pero, como sabía que los profesionales del billar inglés ganaban un pastón, Irina decidió no sentir vergüenza.
Ese primer cumpleaños, el número cuarenta y dos, según recordaba Irina, había parecido una noche agradable, perfecta casi, pero ella se sintió aliviada cuando terminó la cena.
Irina colaboró en un segundo libro infantil de Jude, una descarada manipulación del primero y en la línea de ¡Me encanta ordenar mi habitación!, que atraía a los padres en la misma medida en que repelía a los niños. En cualquier caso, tenía aseguradas unas buenas ventas. Así, el ménage à quatre pronto arraigó y se repitió un par de veces al año, es decir, con bastante frecuencia para los círculos londinenses. Por una vez Lawrence estaba siempre dispuesto para esas reuniones, y desde el principio tuvo una actitud de amo y señor para con Ramsey, y disfrutaba presumiendo de esa relación ante sus colegas británicos. Poco a poco Irina fue entendiendo algo más acerca del deporte, pero, como nunca habría podido competir con los conocimientos enciclopédicos de Lawrence, ni lo intentó. Tácitamente se entendía que Jude era su amiga y Ramsey el amigo de Lawrence, aunque ella se preguntaba si no estaba llevándose la peor parte. Jude era un poco cargante.
La cena que dio comienzo al segundo año de ese bullicioso grupo de cuatro tuvo lugar, una vez más, el día del cumpleaños de Ramsey. Algo difícil de conseguir como ritual de occidentales laicos, dos cumpleaños seguidos bastaron para instituir una práctica estándar.
Cohibida porque Ramsey siempre pagaba la cuenta, en 1995, el 4 de julio Irina había insistido en organizar la cena en su casa. Con ganas de experimentar, la anfitriona preparó ella misma las bandejas de sushi y sashimi, pues había observado que Ramsey tenía debilidad por la comida japonesa. A diferencia de esas preciosas, y carísimas, raciones de restaurante consistentes en tres trocitos de atún y una hoja serrada de hierba de plástico, en la mesa del comedor de Borough las enormes bandejas de temaki y norimaki no dejaban lugar para los platos. Irina, que imaginaba que alguien como Ramsey estaba acostumbrado a que lo agasajaran por todo lo alto, se había preocupado de antemano porque su vacilante incursión en la cocina japonesa no pudiera compararse con los suculentos platos a los que el famoso jugador estaba acostumbrado. Sin embargo, Ramsey quedó tan abrumado por tanto esfuerzo que apenas pudieron hablar en toda la noche. Cualquiera pensaría que hasta ese día nadie le había preparado la cena. Estaba tan abochornado, que Irina se abochornó por hacerlo sentirse abochornado, exacerbando la desagradable torpeza que había llegado a caracterizar el casi inexistente trato directo entre ellos y sintiéndose agradecida por el bullicioso efecto de amortiguación que ejercían los otros dos.
Ah, sí, y después, el año pasado. Irina y Jude habían tenido una pelea de órdago y ya no se hablaban; Jude y Ramsey habían tenido una pelea de más órdago aún y ya no estaban casados. Aunque siete años eran poco para un matrimonio, seguían siendo un pasmoso número de noches en la misma habitación, y si pudieron aguantar todo ese tiempo fue, sin duda alguna, porque Ramsey estaba de gira gran parte del año. Si hubiera dependido de ella, en ese momento Irina podría haber dejado que su intermitente amistad con Ramsey se enfriase. No tenía nada en común con él, y la hacía sentirse incómoda.
Así y todo, Lawrence estaba resuelto a rescatar a esa celebridad menor de ese deprimente grupo —a veces, a los cuarenta años, más que bastante numeroso— de amigos con los que solía juntarse pero con los que ahora, más de una vez sin motivo alguno que lo justificara, había perdido contacto. Ramsey podía haber bajado de posición en los rankings, pero, a pesar de ello, era un «gigante del juego». Además, decía Lawrence, «el chico tiene clase».
Tímida, Irina le insistió a Lawrence para que llamara, y sugirió que lo invitara, sin demasiado entusiasmo, a que fuera a verlos a su apartamento de Borough; una manera bastante cutre de llamar a alguien y pedirle que te lleve a cenar fuera el día de su cumpleaños. Con todo, esperaba que Ramsey rechazara la comida casera, o la propuesta entera. Un trío, en casa o fuera, no sería una fórmula equilibrada.
Pero no tuvo esa suerte. Lawrence colgó y anunció que Ramsey no había dejado escapar la oportunidad de venir a cenar, y añadió:
—Parece estar solo.
—No esperará otro bufé libre de sushi, ¿verdad? —preguntó Irina, recelosa—. No me gusta nada parecer rácana cuando él ha pagado tantas cenas. El año pasado nos lo pasamos bien, pero me dio muchísimo trabajo. Además, ya sabes que odio repetirme.
Irina era una cocinera orgullosa y apasionada, y jamás compraba bolsas de plástico de esas lechugas baby que ya vienen lavadas.
—No, me rogó que no te tomaras tantas molestias. Y piensa en mí —dijo Lawrence mientras fregaba los platos—. El año pasado la cocina quedó que parecía Hiroshima.
Por consiguiente, esta vez Irina no preparó nada del otro mundo, sino más bien lo contrario: unos mediocres dados de venado en salsa de vino tinto con hongos shiitake y bayas de enebro, un plato siempre muy socorrido. Sin embargo, y aunque Ramsey estuvo tan efusivo como de costumbre, esta vez Irina se preguntó si era de verdad el menú lo que lo había cautivado. Quizá con vistas a añadir un toque de novedad a un plato que ya había preparado varias veces, antes de que Ramsey llegara sacó del armario un vestido sin mangas que no se había puesto en años y que a punto había estado de ir a parar al fondo del armario porque —como volvió a descubrir Irina esa noche— los tirantes eran un poquito demasiado largos y se le resbalaban del hombro a cada rato. El algodón, suave y azul pálido, con una banda de látex en el talle, se extendía con soltura en las caderas; el vestido era más bien corto, hasta el punto de que Irina tenía que cubrirse los muslos cada vez que se sentaba. No tenía ni idea de lo que le pasaba. ¿A qué venía eso de pavonearse con un vestido tan provocativo ante un hombre que acababa de divorciarse? En todo caso, no fue el venado lo que Ramsey se pasó mirando toda la noche, de eso no cabe duda.
Felizmente, Lawrence pareció no darse cuenta. Lo que sí observó fue que Ramsey no quería irse. Hasta con los iconos del snooker sus ganas de hacer vida social tenían un límite que, a las dos de la mañana, el invitado había sobrepasado con creces. Lawrence retiró los platos con gran despliegue de energía y los fregó haciendo mucho ruido. Mientras el censor ruido metálico de los cacharros llegaba de la cocina, Irina se vio varada en la sala con Ramsey, muerta de miedo ante la posibilidad de quedarse sin tema de conversación.
No cabía duda de que Ramsey estaba abusando y quedándose más de lo debido, pero ¡cómo deseó Irina que Lawrence no hiciera tanto ruido con los platos! Cada vez que, en la sala, Ramsey y ella iniciaban una conversación, Lawrence interrumpía la circulación entrando a paso ligero para recoger la mesa o quitar la cera de las velas, y todo eso sin mirar ni una sola vez a Ramsey. Haciendo caso omiso de las groserías de su anfitrión, Ramsey volvía a llenar las copas. No cerró el estuche de los tacos, y cuando lo hizo, con muy pocas ganas, ya eran las tres pasadas.
Así pues, durante todo el año pasado el trío no había vuelto a reunirse, como si Irina y Lawrence necesitasen todo ese tiempo para recuperarse. Pero Lawrence no discutió ni reprochó nada; antes bien, estaba de acuerdo con Irina en que, a veces, en sociedad, Ramsey era tan torpe como elegante era jugando al billar. Además, fue bien compensado por el sueño que perdió esa noche: entradas gratis para el campeonato de la temporada siguiente.
Julio otra vez. Pero este año fue diferente.
Hace unos días Lawrence llamó desde Sarajevo para recordarle a Irina que se acercaba el cumpleaños de Ramsey.
—Oh —dijo ella—. Es verdad. Lo había olvidado.
Irina se reprendió a sí misma. No lo había olvidado, y era una tontería fingir que lo había olvidado. Con Lawrence, los más leves compendios de la verdad la hacían sentirse aislada y profundamente triste, lejana e incluso asustada. Prefería que la pillasen mintiendo a salir bien librada y vivir así con el horror de que mentir era posible.
—¿Vas a llamarlo? —preguntó Lawrence.
Irina había estado dándole vueltas al asunto desde que supo que Lawrence se iba a Bosnia, a un congreso sobre «desarrollo de la nación», y no volvería hasta el 7 de julio por la noche.
—No sé —contestó—. Eres tú el gran compinche de Ramsey.
—Oh, se me antoja que le gustas.
Sin embargo, el tono de Lawrence transmitía moderación, o incluso reserva, como si dijera «se me antoja que le gustas bastante».
—Pero Ramsey es tan raro… No tengo ni idea de qué podemos hablar.
—¿De que piensan eliminar la regla de llevar pajarita? De veras, Irina, deberías llamarlo, aunque sólo sea para dar una excusa. ¿Cuántos años hace que…?
—Cinco —dijo Irina, taciturna. Los había contado.
—Si este año lo dejas pasar, se sentirá ofendido. Antes de marcharme me tomé la molestia de dejarle un breve mensaje en el contestador del móvil, para disculparme por tener que ir a Sarajevo este año. Pero mencioné que tú te quedabas en Londres. Si tantas ganas tienes de escaquearte, siempre puedo llamarlo yo desde aquí y decirle que has cambiado de opinión en el último minuto y me has acompañado al congreso. Ya sabes, enhorabuena y que cumplas muchos más, pero ya ves, qué lata, los dos estamos de viaje.
—No, no lo hagas. Detesto mentir por motivos tan nimios. —Irina no se sentía a gusto dando a entender que no tenía ningún problema en mentir por razones de peso, pero matizar lo dicho la haría parecer solapada—. Lo llamaré.
No lo hizo. A quien sí llamó fue a Betsy Philpot, que había editado las colaboraciones de Jude e Irina en Random House y que conocía un poco a Ramsey. Como llevaban un par de años sin trabajar juntas, ahora Betsy e Irina, más que colegas, eran confidentes.
—Dime que Leo y tú estáis libres el seis.
—No estamos libres el seis —repuso Betsy, siempre directa ella.
—Mierda.
—¿Por qué es tan importante?
—Oh, es el cumpleaños de Ramsey, y tenemos la costumbre de reunirnos. Claro que ahora… con la historia de Jude. Y Lawrence está en Sarajevo, ya sabes. Sólo quedo yo.
—¿Y?
—Sé que puede parecer presumido, y que sólo podrían ser imaginaciones mías, pero me he preguntado si Ramsey no… Si no es demasiado tierno conmigo.
Nunca lo había dicho tan alto.
—No me pega que sea un lobo. Y mucho menos creo que sea algo que no puedas manejar. Pero si no quieres, no lo hagas.
Para Betsy, otra norteamericana, todo era siempre sencillísimo. De hecho, su manera serena y precisa de moverse en círculos que otros encontraban difíciles de cuadrar tenía cierto toque de extraña brutalidad. Cuando Jude e Irina partieron peras, Betsy había aconsejado, encogiéndose ligeramente de hombros y en un tono algo brusco:
—Por lo que sé, nunca te había caído muy bien. Olvídala.
Irina no se sentía orgullosa de cómo estaba «manejando» ese dilema, lo que equivale a decir que no lo manejaba en absoluto. Todos los días que duró la cuenta atrás hasta el seis de julio, por la mañana se prometía llamar a Ramsey por la tarde, y por la tarde se prometía llamarlo por la noche. Con todo, la buena educación es algo que se encuentra también entre los noctámbulos, y una vez pasadas las once, miraba la hora en su reloj de pulsera con mano trémula y decidía que lo primero que haría a la mañana siguiente sería llamar a Ramsey. Pero es probable que duerma hasta tarde, pensaba después Irina, al levantarse, y el ciclo volvía a empezar. El seis caía en sábado, y el viernes no tuvo más remedio que hacer frente a la dura verdad de que, si avisaba un día antes, Ramsey ya podría estar ocupado, y llamar a último minuto podía parecer más grosero que olvidarse del cumpleaños. Bueno, ahora ya no tendría que hacerle frente a Ramsey Acton totalmente sola, y sintió un torrente de alivio seguido de unas gotitas de pena.
El teléfono sonó el viernes poco antes de medianoche. A esa hora, estaba tan segura de que era Lawrence, que contestó:
—Zdrávstvuy, milyi!
Silencio. Nadie le devolvió el saludo. «Zdrávstvuy, liubov moyá!». No era Lawrence.
—… Perdón —dijo una voz con altivo e inconfundible acento británico después de ese embarazoso silencio—. Quisiera hablar con Irina McGovern.
—Soy yo quien le pide perdón —dijo ella—. Soy Irina. Es que… Creí que era Lawrence.
—Debe de llamarte a menudo. ¿Hablabas en ruso?
—Bueno, el ruso de Lawrence es un desastre, pero sabe lo suficiente para… En Moscú nunca se las apañaría solo, pero en casa lo usamos, es… nuestro idioma privado, ya me entiendes. Cariñitos… —Irina siguió hablando al vacío—. O bromitas…
—… Qué tierno.
Como el hombre seguía sin identificarse, Irina pensó que a esas alturas sería una torpeza preguntarle quién era.
—Claro. Lawrence y yo nos conocimos porque yo era su profesora particular de ruso en Nueva York. —Irina iba improvisando, para entretenerlo—. Él estaba preparando la tesis doctoral en Columbia, sobre la no proliferación de armas nucleares. Y en esa época eso significaba dominar un poco de ruso. Ahora conviene más saber coreano… Pero Lawrence es absolutamente negado para los idiomas. Fue el peor alumno que tuve en la vida.
Bla, bla, bla. ¿Quién era ese que llamaba? Aunque Irina tenía una teoría.
Una risita.
—Eso también es muy tierno… No sé por qué.
—En fin… —atacó Irina, decidida a identificarlo—. ¿Cómo estás?
—… Eso depende, ¿no? Quiero decir, que depende de si estás libre mañana por la noche.
—¿Por qué no iba a estarlo? —aventuró—. Es tu cumpleaños.
Otra risita.
—No estabas segura de que fuera yo, ¿verdad? Hasta ahora.
—Bueno, ¿por qué debía estarlo? No creo… Es extraño, pero no creo que en todos estos años hayamos hablado alguna vez por teléfono.
—… No —dijo Ramsey, asombrado—. Creo que no.
—Yo siempre arreglaba las salidas con Jude, ¿verdad? O, después de que os separasteis, por medio de Lawrence.
Nada. Al teléfono, el ritmo del discurso era sincopado; por eso, cuando Irina decidió no cortarse, los dos se pusieron a hablar a la vez. Hasta que callaron. Después ella preguntó: «¿Qué has dicho?», al tiempo que él decía: «Lo siento». Sinceramente, si una mera llamada telefónica era así de terrible, ¿cómo iban a salir airosos de toda una cena?
—No estoy acostumbrada a oír tu voz por teléfono —dijo Irina—. Parece como si llamaras desde el Polo Norte y con uno de esos chismes que usan los críos, hechos con vasos de papel y cordel para cometas. A veces te quedas tan callado que…
—… Tienes una voz preciosa —dijo Ramsey—. Aterciopelada. Especialmente cuando hablas en ruso. ¿Por qué no dices algo? Cualquier cosa. En ruso. Lo que quieras, no me importa lo que signifique.
Huelga decir que Irina podía soltarle lo que se le ocurriese; era bilingüe. Pero Ramsey se lo pedía de una manera que la sacaba de quicio, pues le recordaba a una de esas llamadas que se cobraban a una libra por minuto y a las que Lawrence llamaba el «follófono».
—Kogda my s vami razgovárivayem, mne kázhetsia shto ya gólaya —dijo, tapándose los pechos con el brazo libre. Por suerte, ya nadie estudiaba ruso.
—¿Qué quiere decir?
—Dijiste que no te importaba lo que quería decir.
—Venga, dímelo.
—Te preguntaba qué tenías pensado hacer mañana por la noche.
—Ejem… Tengo la sensación de que te estás riendo.
Pero… ¿y lo de mañana por la noche? ¿Debía invitarlo a cenar a su casa porque a él le gustaba cómo cocinaba? La perspectiva de cenar a solas con Ramsey Acton, en su propia casa, la ponía histérica.
—¿Te gustaría que te preparase la cena? —propuso, en un tono que daba pena.
—Oh, eres muy amable, cielo —dijo Ramsey. Ese extraño término afectuoso, que Irina sólo había leído una vez cuando colaboraba con un autor de Newcastle, en cierto modo era más cálido por el mero hecho de ser extraño—, pero lo que me gustaría es invitarte a cenar fuera.
Irina se sintió tan aliviada que se desplomó en el sillón, tirando, al hacerlo, del cable del teléfono. El aparato terminó en el suelo.
—¿Qué es ese barullo?
—Se me ha caído el teléfono.
Ramsey rió, una risa de verdad esta vez, sonora, y oírlo reír la relajó por primera vez en esa entrecortada conversación.
—¿Eso quiere decir sí o no?
—Quiere decir que soy una torpe.
—Nunca te he visto torpe.
—Entonces es que nunca me has visto mucho.
—Nunca te he visto lo suficiente.
Esta vez la que calló fue Irina.
—Ha pasado un año —prosiguió Ramsey.
—Me temo que Lawrence no podrá acompañarnos.
Eso Ramsey lo sabía, pero Irina había sentido la necesidad de volver a mencionar el nombre de Lawrence.
—¿Y si lo dejamos para otro día, así Lawrence puede venir también?
Él le había abierto una puerta; ella no debía desaprovechar la oportunidad de escapar.
—Eso no parece muy formal. Tu cumpleaños es mañana.
—Sí, esperaba que lo vieras de esa manera. Pasaré a buscarte a las ocho.
Por regla general, los demás tomaban a la pareja tal como la iban encontrando; se estaba en pareja o, en un determinado momento, no se estaba. En su punto más tórrido, la vida amorosa sólo era algo estimulante y excitante para los de fuera, y las parejas de largo recorrido como la que formaban Irina y Lawrence, con su sello de hecho consumado, eran, sin duda alguna, un muermo. En el espectador, la devastación romántica provocaba, a lo sumo, compasión barata, o lisa y llanamente malicia. El delirio romántico era incluso peor. Recién enamorado, uno espera despertar envidia o admiración, pero mucho más probable es suscitar esa impaciencia que hace tamborilear los dedos y desear salir bien parado. La gente, por supuesto, tiene opiniones acerca de si uno es apto, o sobre si luchará o no; a los amigos —es decir, a los amigos de la pareja— casi siempre uno les gusta más que el otro. Pero son opiniones que no valen mucho; sostenerlas no cuesta nada, y cambiarlas, tampoco.
Algunos amigos consideraban a Irina-Lawrence una cuestión de hecho, como la existencia de Francia. Otros contaban con ellos como piedra de toque, una prueba de que ser feliz era posible, y desempeñar ese papel era una carga. Irina tenía un puñado de amigos, y esos amigos tenían poco tiempo para Lawrence y convenían en que era paternalista o brusco; lo consideraban un impuesto a la amistad, el coste de hacer negocios. Pero a ella le daba igual lo que pensaran.
A Irina el amor no le llegó ni fácil ni pronto, y aceptaba que cualquier contribución que pudiera hacer a los asuntos humanos, por pequeña que fuese, no tendría nada que ver con logros sin precedentes en el sector noviazgos. Nadie contaría jamás la unión apacible y cordial de una ilustradora de libros infantiles y un investigador de un gabinete estratégico como una relación capaz de botar grandes buques o dividir naciones. Ningún Shakespeare de nuestros días despilfarraría su elocuencia hablando de la felicidad común y corriente —si es que algo así existe— que inundó un modesto apartamento de Borough durante los años noventa.
No obstante, para Irina, la relación con Lawrence era casi un milagro. Su pareja era un hombre fiel, gracioso, inteligente, y la adoraba. A ella no le importaba nada que las feministas sostuviesen que no necesitaban un hombre; ella sí necesitaba uno, y más que nada en el mundo. Cuando Lawrence estaba de viaje, el apartamento parecía generar un eco y ella ya no entendía por qué estaba ahí, tanto en el sentido general de estar viva como en el sentido concreto de vivir junto a una plaza de estilo georgiano al sur del puente de Londres. Eran muchos los anocheceres solitarios en los que podía quedarse en el estudio trabajando hasta tarde, pero no los aprovechaba. Iba de una habitación a otra, se servía un vaso de vino y no se lo tomaba. Rociaba el escurridero de acero inoxidable con un corrosivo para quitar las manchas de cal. (Tan mineral era el agua del grifo en Londres —un agua que, según dicen, ha circulado a través de más cuerpos humanos que cualquier otro líquido del planeta, dejando un fantasma blanco y costroso detrás de cada gota que se evaporaba—, que, sin que hiciera falta ponerla en un vaso, podría haberse mantenido vertical sobre el mármol de la cocina como los acantilados de Dover). Pero, de repente, se quedaba sin energía y no terminaba de fregar. Se iba a la cama y se despertaba oliendo los productos químicos con los que había empapado la cocina.
Vergüenza o no, tener a un hombre que la quería y al que ella quería era lo más importante en la vida de Irina. Eso no significa que no tuviese afectos secundarios fuertes y duraderos, pues era muchísimo más sociable que Lawrence y, cuando en 1990 se mudaron a Londres, se había esforzado mucho por formarse un nuevo y completo grupo de amigos. Sin embargo, había apetitos que los amigos nunca podían satisfacer, y el menor intento para que satisficieran ese apetito en particular los hacía salir corriendo. Por otra parte, tampoco puede decirse que a Irina no le importase nada su «arte», aun cuando un padre y una madre que eran dos auténticos histriones que se habían dedicado a ciertas variantes del cine y de la danza la hubiesen obligado a poner la palabra arte entre agrias comillas. Las ilustraciones, cuando le salían bien, eran un placer; pero ese placer era aún mayor cuando Lawrence se le acercaba por detrás mientras ella dibujaba e, irritado, le murmuraba al oído que no estaría mal parar y comer algo.
La monogamia no había representado ningún esfuerzo. En los más de nueve años que llevaba en pareja, Irina sólo se había sentido atraída por uno de los colegas de Lawrence del Blue Sky Institute, pero esa atracción duró exactamente media hora, hasta que el tipo se levantó para ir a buscar otra ronda de bebidas y ella observó que tenía un trasero como una pera. Eso fue todo; como una carraspera en la garganta cuando uno no termina de curarse un catarro.
El periodo de confinamiento solitario mientras Lawrence estuvo en Sarajevo había sido menos doloroso que la mayoría de sus ausencias; pero es propio de la falta de dolor el no notarla. Aunque solía prepararle, sin quejarse, comidas que llevaban mucho tiempo, cuando él estaba de viaje le gustaba sentirse liberada de la obligación de pasarse horas haciendo cenas completas con verduras y cereales. Sola, Irina se había aficionado a saltarse todo ese rollo y a trabajar durante la hora de la cena. A eso de las diez, muerta de hambre y agradablemente cansada, se zampaba un pedazo enorme y pegajoso de tarta Tesco de capuchino y chocolate. El mero hecho de comprar dulces tan empalagosos como ése era algo impropio de ella; pero tras ocho días con Lawrence en Bosnia, ya iba por la tercera caja. Después ponía la música ñoña que él detestaba, Shawn Colvin, Alanis Morissette, Tori Amos, todas esas cantantes jóvenes de moda que hacían despliegue de un vibrato excesivo cuando exaltaban la melancolía o declaraban con estridencia que no necesitaban a ningún hombre y uno se daba cuenta de que mentían. Sin miedo a la mirada reprobatoria de Lawrence, hijo de madre alcohólica, Irina había ido adquiriendo la costumbre de tomarse un chupito antes de irse a dormir. Él nunca habría tolerado más de una copa de coñac al mes, pero podría haber apreciado que los vahos del brandy se arremolinasen para dar lugar a sesudas reflexiones sobre la suerte que ella tenía por haberlo encontrado y la ansiedad con que esperaba que él volviese cada vez que se iba de viaje.
En total, fue una semana marcada por la serenidad. Irina se había permitido los pequeños caprichos de quienes se saben no vigilados, incluida la incineración secreta, gradual y contemplativa de un paquete de cigarrillos, pero había avanzado con los dibujos, y una mujer menuda como ella podía permitirse un poquito de tarta sin que le remordiera la conciencia. En dos días volvería a las truchas y el brócoli, y se aseguraría de ventilar la sala para que no quedase ni rastro del acusador tufo a nicotina.
Así pues, el sábado, cuando despertó, le asombró descubrir que su presunta serenidad se había roto como un huevo. Era ridículamente tarde, más de las once, cuando por lo general se levantaba a las ocho. Medio grogui, recordó que después de la perturbadora llamada de Ramsey había dejado el teléfono descolgado y no se había pasado el hilo dental. En una palabra, que no había hecho nada de lo que debía. Recordó también que se había tomado otra copa de brandy. En la cocina, la tarta apareció diezmada. Sí, consumida por la ansiedad, Irina se había quedado de pie junto al mármol cortando trozos cada vez más delgados hasta que no quedó nada. Y, ¡ay!, había subido tanto el volumen cuando puso Little Earthquakes, el primer CD de Tori Amos, que un vecino de abajo, en albornoz, había subido a quejarse. Se armaría una buena si Lawrence se enteraba, pues apenas un mes antes había sido él quien había aporreado la puerta de abajo para decirles a los vecinos que «basta ya de salsa, y no me refiero a esa que les echan a los tacos».
Aturdida, puso en el fuego la enorme cafetera italiana. Armada con una segunda taza, lo único que pudo hacer en el estudio fue mirar el dibujo que había dejado a la mitad. Imposible trabajar. Estaba claro que, en ausencia de Lawrence, su tanque de reserva duraba exactamente ocho días, pero no diez. De repente tenía todo un día para ella, y una noche, y otro día, pero todo ese tiempo sólo amenazaba con llevarla a un consumo desenfrenado de pitillos en cadena, botellas enteras de brandy y una tajada tras otra de tartas industriales con un glaseado cuyo ingrediente principal era la manteca de cerdo.
Al salir para el mercado en que hacía la compra todos los sábados, cerró muy decidida la puerta. Irina se sentía cada vez menos firme, y alguien tenía que contenerla.
En el bullicioso mercado cubierto de Borough, cerca del puente de Londres, lo que más se oía eran acentos norteamericanos ásperos y desagradables, y si bien es absurdo enfurecerse por verse en compañía de compatriotas, una de las características que los norteamericanos parecen compartir es el disgusto que les produce tropezarse entre sí en el extranjero. La causa, quizá, fuese el tener delante un espejo que reflejaba una imagen a menudo hortera y agresiva. Y exceso de peso. A Irina, ser oriunda de los Estados Unidos no le ocasionaba grandes problemas (todos tenemos que ser de alguna parte, y no se puede elegir), aunque, rusa de segunda generación por parte de madre, siempre había creído que su nacionalidad tenía una cláusula de opt-out. Puede que se estremeciera un poco al oír ese conocido son de gaitas que salía del tostadero de Monmouth Coffees («¡Laaa-rry-y-y, no les queda descafeinado de Guatemaaala!») porque disfrutaba sabiendo que Gran Bretaña estaba en otra parte, una sensación cada vez más difícil de preservar en una ciudad colonizada por Pizza Hut y Starbucks. Cuando de pasada oyó a otro yanqui preguntar, con una erre dura, dónde quedaba «South-wark Street», le resultó difícil, por asociación, no sentirse salpicada por la ignorancia.
Por otra parte, fuera del campo de influencia de Lawrence, a veces se permitía un sentimiento al que, en privado, llamaba «amabilidad mental». El ejercicio no tenía nada que ver con su manera de comportarse; como mujer que había crecido no muy bien tratada por sus compañeros de clase, había desarrollado un horror crónico a tratar mal a nadie. La amabilidad mental tampoco tenía nada que ver con lo que decía, sólo con lo que ocurría en su cabeza. Tenía su mérito ser mentalmente amable; por ejemplo, oír a un compatriota pronunciar mal «Southwark» y escoger pensar: ¿Por qué los británicos no nos perdonan nada? Los norteamericanos nunca esperamos que un londinense sepa que, en Texas, Houston se pronuncia «Hyuston» pero, en Manhattan, «Howston». Por supuesto, era posible identificarse con el otro o despotricar hasta no poder más en la esfera privada del pensamiento, sin por ello alegrarle el día a nadie ni herir sus sentimientos. Con todo, Irina estaba convencida de que lo que ocurría en su cabeza era importante y, en silencio, a manera de disciplina, veía a los desconocidos a la luz más amable posible. En todo caso, la generosidad interior la hacía sentirse mejor.
La amabilidad mental tampoco era un concepto que compartiera con Lawrence, que tendía más a la laceración mental y crueldades parecidas. Era terriblemente duro con los demás, en especial con cualquiera al que considerase de inteligencia inferior. Su palabra favorita era «imbécil». Esa dureza podía ser contagiosa; Irina tenía que protegerse. No obstante, si con alguien debía ejercitar la amabilidad mental, era, en primer lugar, con el propio Lawrence.
Para empezar, él se decantaba por una vida sencilla, restringida a un puñado escaso de amigos y, básicamente, a Irina, que se había beneficiado con creces tras ser admitida en ese reducido panteón de seres queridos. El desdén era una forma de control demográfico. Puesto que era imposible invitar a tomar el té a todo el espectro de conocidos, del verdulero al fontanero, hacía falta un filtro. Y daba la casualidad de que el filtro de Lawrence era muy, muy fino.
En segundo lugar, él era un genuino ejemplo de algo que una vez fue moneda corriente en los Estados Unidos, pero que en los últimos tiempos se había convertido en un tipo americano en peligro de extinción: el hombre hecho a sí mismo. Si Lawrence se aferraba con tanta fiereza a su condescendencia, era porque tenía las uñas precariamente clavadas en las cimas cerebrales de un imponente gabinete estratégico británico. Imposible afirmar que se había criado en un ambiente intelectual; nada más lejos de eso. Ni su padre ni su madre habían pasado de la secundaria, y crecer en Las Vegas difícilmente era una preparación favorable para sacarse un doctorado en relaciones internacionales en una universidad de la Ivy League. Una infancia entre casinos de mal gusto le había dejado el terror de verse forzado a volver a un mundo de debates interminables sobre la calidad de los huevos Benedict que servían en el Bellagio. En fin, que sí, que era mordaz, y a veces había que alentarlo a que le diera un respiro a la gente, a que se centrase en las mejores cualidades y perdonara los defectos. Pero, para Irina, era un deber considerar la tendencia de Lawrence a ridiculizar a los demás también como un defecto, y, como tal, merecedor de su perdón.
Compró col rizada negra, salchicha de jabalí ahumada y un malicioso puñado de chiles a vendedores que la piropeaban y que, aunque no sabían cómo se llamaba, ya la conocían de vista. Demasiado consciente de que los placeres de ir al mercado disimulaban con una superficial capa de normalidad unos cimientos de una inestabilidad alarmante, compró también un manojo de ruibarbo para mantenerse ocupada cuando volviera a casa y, así, sentirse útil.
Regresó al apartamento y con mucho ímpetu y aplicación se puso a preparar dos tartas de crema de ruibarbo, una para el congelador y otra para cuando volviese Lawrence. Multiplicó por cinco la medida de nuez moscada que indicaba la receta. Mujer reservada y de gustos moderados, según todo parecía indicar, Irina manifestaba una atracción insidiosa por los extremos en asuntos que podrían calificarse de decorativos, como los condimentos, y pocos de los invitados que se sentaban a su mesa sospechaban que su talento para la cocina se debía, en gran parte, a un dominio de las tablas de multiplicar superior a la media. Por suerte, preparar el enrejado superior de la tarta, un trabajo siempre muy entretenido, sirvió para mantener concentrada una cabeza que no paraba de fragmentarse como las delgadas tiras de masa. No es que le temblasen las manos, pero se movían en sacudidas espasmódicas, como iluminadas por un estroboscopio. (Ese coñac… ¿Seguro que no se había tomado un tercero?). Lawrence no iba a volver a casa un segundo antes de lo previsto. Hubo momentos en que tuvo que esforzarse por mantener a raya esa idea, pero es posible que necesitara las severas reglas y el sentido del orden de Lawrence. Sin él, saltaba a la vista que se convertiría de la noche a la mañana en una fumadora empedernida, en una consumidora compulsiva de tarta y una bruja aturdida de tanto brandy.
Las tartas le salieron preciosas; el huevo y el azúcar asomaban por el enrejado de masa formando sombreretes marrones y el penetrante toque ácido del ruibarbo impregnaba todo el apartamento, pero la repostería sólo la mantuvo a flote más o menos hasta las cinco de la tarde. Y, lo que es más, mientras aún tenía las tartas en el horno, hizo algo que en los últimos años —al menos desde que estaba con Lawrence— sólo hacía muy de tarde en tarde, y después de poner las tartas a enfriar, lo volvió a hacer.
Las seis. Irina no era de esas mujeres indecisas a la hora de vestirse; casi todo su guardarropa lo formaban prendas poco convencionales de segunda mando compradas en outlets de Oxfam, pues desde que Lawrence y ella se habían venido a vivir a Inglaterra, Londres había pasado a ocupar el primer puesto en las estadísticas de las ciudades más caras del mundo. Por regla general, dedicar quince minutos a vestirse era más que suficiente. Dos horas era ridículo.
Sin embargo, esa noche, dedicarle sólo dos horas era más bien poco.
La cama desapareció bajo la pila de blusas que fue descartando. Mientras se ponía y se quitaba vestidos, recordó un encantador proyecto de dos años antes, ¡No tengo qué ponerme!, sobre una niña que una mañana se pone a sacar del armario un traje después de otro y lo deja todo como si hubiera pasado un huracán. Recordó algunas frases del libro: «¡No me gustan los ojales, no me gusta el cuello! ¡Si me pongo la de lunares, berrearé, chillaré y aullaré!». El arco narrativo era predecible (sorpresa, la niñita termina decidiéndose por lo primero que se había probado), pero la ropa volando por el aire tenía una energía futurista y daba mucho juego para las ilustraciones.
Sin embargo, en contra de las convenciones femeninas, Irina, con la intención de parecer lo menos agraciada posible, se observaba con mirada crítica, pose tras pose, en el espejo de cuerpo entero del dormitorio. Si en las primeras fases de esa confusión había coqueteado con la idea de ponerse el vestido azul pálido sin mangas que el año pasado había amenazado con mantener a Ramsey en la sala hasta la hora del desayuno, no tardó nada en descartarla. ¿Se había vuelto loca? Lo que hizo, en cambio, fue hurgar en las regiones más profundas del armario en busca de las faldas más largas, los trajes más horrendos y los colores que menos la favorecían. Por desgracia, no tenía mucha ropa fea, una carencia que hasta ese momento no había tenido ocasión de lamentar.
Ese ejercicio de perversidad era una pérdida de tiempo. Sin duda alguna, Ramsey habría reservado mesa en un restaurante de lujo donde las pocas prendas llamativas de Irina no desentonarían. Lawrence siempre iba como dejado, pues, deliberadamente, prestaba poca atención a su aspecto, y en las pocas ocasiones en que ella se había atrevido a lucir algo chic, él, poniéndose nervioso, le había dicho cosas como: «Pero si sólo es un cóctel en Blue Sky. No hace falta emperifollarse tanto».
Anunciando que se terminaba ese juego de las sillas con la vestimenta, sonó el interfono, e Irina, como un niño de párvulos que se abalanza para pillar el asiento libre más cercano, se quedó con lo que llevaba puesto en ese momento, una falda marinera recta que le llegaba casi a la rodilla, aunque la omnipresente franja de látex en la cintura era tan ceñida que le hacía daño en las caderas. Al menos la blusa blanca de manga corta no le dejaba los hombros al aire; mejor todavía, los múltiples lavados habían abierto un pequeño agujero en el escote, dándole al conjunto un satisfactorio toque a ropa vieja y gastada. En realidad, no podía ser más soso. El azul y el blanco tenían las connotaciones asexuales de los trajes de marinero o de los colores de un equipo de fútbol de instituto, e Irina se recogió a toda prisa el pelo oscuro en un cola de caballo sin siquiera pasarse el peine. Pero al probarse el único calzado que hacía juego, se exasperó cuando observó que las sandalias blancas de tacón alto —hechas polvo, diez años como mínimo— le tensaban las pantorrillas y le realzaban los delgados tobillos. Mierda, pensó al final. Tendría que haberme puesto pantalones.
Decidida a no hacerlo subir a tomar una copa, contestó a gritos por el interfono: «¡Ahora bajo!», y salió haciendo mucho ruido con los tacones.
Delante del edificio, Ramsey, apoyado contra el Jaguar XKE verde ópalo la esperaba fumando un pitillo. Irina no animaba a nadie a que fumara, desde luego, pero era un hábito que a él le sentaba bien. Al teléfono, sus silencios parecían aposta para detenerse y respirar hondo, pero en persona Ramsey podía llenar los espacios en blanco con exhalaciones reflexivas. Inclinado, pero con la espalda bien recta, él mismo parecía un taco de snooker dejado contra el coche; las extremidades repetían, aunque atenuada, la misma terminación en punta. Sin decir nada —¿qué le pasa a este hombre?—, Ramsey la registró en cuanto ella apareció en la entrada, e inhaló la imagen junto con la última calada. Sin terminárselo, tiró el pitillo y se le acercó sigilosamente hasta ponerse a su lado; luego, sin decir una palabra, la acompañó hasta el asiento del pasajero. Su mano revoloteó muy cerca del talle de Irina pero sin llegar a tocarlo, igual que un padre tiene un brazo siempre listo cuando un crío que empieza a dar los primeros pasos quiere cruzar una habitación sin ayuda.
Casi acurrucada y muy cómoda en el asiento bajo del Jaguar, y sin haber dicho ni hola, a Irina la invadió una sensación que había tenido por primera vez en el instituto, después de que su madre accediera —de mala gana— a ponerle los aparatos en los dientes y llegó la hora de quitarse esos odiosos hierros. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que Irina notó que, de la noche a la mañana, los chicos parecieron encontrarla atractiva; en realidad, aún seguía sin entender esa elevación de estatus que había tenido lugar hacía más de veinticinco años. No obstante, había conocido algunas noches como ésta, cuando un joven la acompañaba hasta el coche y le abría la portezuela. La sensación no era precisamente la de ser atractiva, sino, más bien, la de no tener que entretener. Era increíble; estar cómodamente arrellanada en compañía de otra persona y, así y todo, liberada de la despiadada obligación continua de justificar la existencia, pues, en cierto sentido, socialmente todos estamos en Late Show, sonriendo, soltando nerviosas ocurrencias y cruzándonos de piernas mientras detrás de las cortinas acecha un anzuelo enorme. Con las manos tranquilamente en el regazo mientras el Jaguar se alejaba del bordillo, mirando fijamente hacia delante y sin perder la calma cuando el coche dio un bandazo y se detuvo en un semáforo, Irina tomó conciencia de que justo en ese momento su presencia era, por sí misma, su única redención. Aunque se había atormentado pensando cómo mantener una conversación con Ramsey Acton, de él ya salía ese susurro, ese ronroneo que es manifestación del más alto contento, pues daba todos los indicios de que seguiría igual de contento durante el resto de la noche aunque ella continuara sin decir nada.
—¿Sushi? —preguntó Ramsey en el tercer cruce.
—Sí.
Era maravilloso; a Irina no le hizo falta aceptar por cortesía los planes de Ramsey, cualesquiera que fuesen, ni exclamar con excesivo entusiasmo que un restaurante japonés era el lugar apropiado. «Sí» era suficiente.
Cuando el Jaguar pasó zumbando por el puente de Blackfriars, Irina bajó la ventanilla. El aire tenía la temperatura del agua de baño cuando empieza a enfriarse pero todavía está lo bastante caliente para darse un prolongado remojón. La noche era agradable, de mediados de verano. Un bermellón intenso incendiaba las ventanas de los edificios altos y hacía que toda la ciudad pareciera en llamas. Las vidrieras ardían también en la catedral de San Pablo, como si, después de todo, los nazis hubiesen conseguido bombardearla. Sábanas de luz del último sol de la tarde cubrían el Támesis como una marea negra a la que un gamberro hubiese echado una cerilla encendida. Mientras tanto, el Jaguar transmitía al asiento de Irina cada guijarro como un guisante a una princesa.
—Hoy todo el mundo quiere coches altos —dijo Irina al cabo de un rato—. Esos todoterrenos… «Deportivos utilitarios» les llaman ahora. Cuando yo era pequeña, la gente enrollada conducía casi pegada a la calzada.
—Soy un hombre de ayer en todos los sentidos —dijo Ramsey—, si hemos de creer lo que dice de mí la prensa.
—Si se refieren a los coches que te gustan, estoy totalmente de acuerdo.
Normalmente, a Irina los coches le importaban un bledo, pero éste le gustaba. El Jaguar de Ramsey era un clásico de 1965, pero sin un solo retoque y con el tapizado bien ajado; un coche valioso más que sencillamente caro. Al volante, Ramsey era agresivo, todo acelerones y rebajes bruscos. En contraposición a la delicada articulación de su cuerpo, a lo refinado de su rostro, a su deferencia en el trato o, incluso, timidez, y a una fluidez de movimientos que no pasaba inadvertida, cualidades todas que podían hacer pensar en un sutil afeminamiento, Ramsey conducía como un hombre. Aunque las bruscas entradas y salidas del carril, evitando los parachoques contiguos por un pelo, a Irina generalmente le ponían los nervios de punta, las maniobras eran precisas, una combinación de audacia y cálculo que reproducía a la perfección la autoridad con la que Ramsey se manejaba en una mesa de snooker. Irina confiaba en él. Por otra parte, si en teoría creía que las mujeres modernas debían ser independientes y tener carácter y todas esas cosas, la verdad era que la pasividad de antaño podía ser un lujo. Renunciar por completo a toda responsabilidad era algo tan atractivo como dormir, y el éxtasis de rendirse ayudaba a explicar por qué, una vez al año, durante quince minutos, Irina se enamoraba de su dentista. Si el activo placer de dejarse llevar e invitar era poco habitual en los últimos tiempos y potencialmente, al menos, una costumbre en vías de extinción, tanto más embriagadora resultaba por ser retrógrada.
—¿Qué has hecho hoy? —preguntó Ramsey.
—Tartas —dijo Irina, muy alegre—. Es terapéutico.
—¿Y por qué necesitas terapia?
—Cuando Lawrence está de viaje, me siento un poco perdida. No te lo creerás, pero tengo otro lado y… hay que controlarlo.
—¿Qué pasa cuando no…?
El silencio dio a entender que los dos se sentirían mejor si no lo averiguaban.
—¿Y tú? ¿Qué has hecho hoy?
—Juegos de práctica. Pero me pasé casi toda la tarde angustiado pensando dónde llevarte a cenar.
En boca de la mayoría de los hombres, esas palabras habrían sonado a un cumplido más propio de un gilipollas que otra cosa, pero Ramsey tenía un punto gracioso e ingenuo, y lo más probable era que dijese la verdad.
—¿Estás satisfecho con tu decisión?
—Yo nunca estoy satisfecho.
Cuando llegaron al restaurante, y mientras él le tiraba las llaves al encargado del aparcamiento, Irina esperó que le abriese la puerta. El numerito abeja reina no iba con ella, pero, a veces, salirse del personaje se parecía a escapar de la cárcel.
Los japoneses acentúan omen[4] en la segunda sílaba, pero, así y todo, el nombre del restaurante no dejaba de ser ominoso. Omen era pequeño y con pinta de exclusivo; la mesa, más exclusiva todavía, estaba en la parte trasera, aislada, como en un reservado al que se llegaba tras subir unos escalones. Si Irina había temido quedarse encerrada con Ramsey en la bochornosa intimidad de su apartamento, esa especie de palco en Omen no era menos claustrofóbico. Cuando él estiró la mano para correr la cortina, ella le pidió que por favor la dejase como estaba, «para que entre aire». Con una expresión de perplejidad, Ramsey obedeció. Sólo habían leído la lista de primeros platos cuando un joven apareció en los escalones con una carta de Omen en la mano.
—¡Eh, Ramsey! —susurró el joven; al parecer, en los restaurantes japoneses la gente se siente obligada a hablar bajo—. ¿Podrías firmarnos un autógrafo? Sí, perfecto, aquí, en la parte de arriba.
El admirador había dejado la carta junto a los palillos de Ramsey.
—Ningún problema, amigo.
Ramsey sacó del bolsillo de la chaqueta un bolígrafo dorado; todo lo que tenía parecía una réplica de las líneas de su cuerpo, y hasta la firma era de trazo delgado, como sus dedos.
—¡Tremendo! Una pena ese culatazo en el Embassy —se compadeció el fan. Vista la crispación involuntaria de Ramsey, el «culatazo» debió de ser en los dientes. Deja que los desconocidos pongan el dedo en la llaga y verás—. ¡Habrías ganado el juego, y también la partida!
—Le pasa al más pintado —dijo Ramsey, encogiéndose de hombros con aire fatalista como si quisiera restarle importancia a los granitos de tiza que pueden desviar a la blanca de su trayectoria. Qué profesión más rara, ¿no? Una mota de polvo puede dejarte fuera de combate.
—¡Ánimo, colega! —exclamó el hombre, agitando la carta a la que ahora Omen tendría que renunciar, y, señalando con la cabeza a Irina, añadió con desparpajo—: ¡Jo! ¡Los jugadores de snooker se llevan lo mejor! ¿Qué nos queda a nosotros?
—Por eso querías correr la cortina, ¿no? —preguntó Irina.
No era ésta la primera vez que acorralaban a Ramsey para pedirle un autógrafo cuando salía por la ciudad, y en circunstancias normales a Irina toda esa adulación le habría parecido divertida; pero en ese momento se sentía posesiva. Acababa de empezar una velada que hasta hacía unas horas se había asemejado a un largo bostezo y que de repente le parecía corta.
—Demasiado tarde, alguien ha levantado la liebre. Jude odiaba con toda el alma a los cazadores de autógrafos.
—¿Las interrupciones?
—Esa tía no sólo odiaba a los aficionados, odiaba la idea misma de aficionado —dijo Ramsey, limpiándose las manos con una toallita caliente—. Para ella, los jugadores de snooker se parecían a esos críos que saben poner de canto en la mesa una moneda de diez peniques. Juego limpio para ellos y aquí no ha pasado nada, pero nadie les pide un autógrafo.
La camarera les tomó la comanda; sintiéndose derrochona, Irina añadió algunas cosas de la carta a la bandeja de sashimi deluxe de erizo de mar y langostino dulce.
—Si Jude pensaba que el snooker es una trivialidad —dijo Irina—, ¿por qué se casó contigo?
—Yo tenía dinero y clase, y ella podía despreciar mi profesión. Lo mejor de dos mundos, ¿no?
—¿No disfrutaba viéndote salir por televisión, al principio por lo menos?
—No te quepa la menor duda. Pero es extraño ver cómo lo que te atrajo de alguien puede ser lo mismo que con el tiempo terminas despreciando.
Irina miró al trasluz una rodaja de pepino casi transparente.
—Si la relación de Jude con mis ilustraciones puede servir de ejemplo, tienes toda la razón. ¿Sabes qué llegó a decir?
Ramsey golpeteó la mesa con un palillo.
—Apuesto a que no fue muy diplomática. Pero ¿te has preguntado si alguno de sus comentarios no dio en el clavo?
—¿Cómo iba a pensar que lo que decía daba «en el clavo» y seguir trabajando?
—Pues ella pensaba que tu trabajo era brillante y que tenías un conocimiento excelente del oficio, pero que en los primeros libros había algo…, un toque salvaje, que se fue perdiendo.
—Bueno, pero eso no es algo que yo pudiese volver a poner en mis dibujos así como así. «¡Oh, sí, me gustaría añadir una pizca de mi toque salvaje!».
Ramsey sonrió con cierta pena.
—No lo compliques, sólo quería ayudar, pero ya veo que he metido la pata. No conozco tu oficio, pero creía que eras muy talentosa.
—¿Era? ¿En pasado?
—Lo que Jude quería decir… Vaya, es difícil expresarlo con palabras.
—A Jude no le costó nada expresarlo con palabras —repuso Irina, con amargura—. Adjetivos como «aburrido» e «insustancial» son muy gráficos. Puso en acción su soberbia para desaprobar todo lo que yo hacía, y se buscó otro ilustrador para ese pestiño que había escrito. Más que un libro, era un sermón. Tuve que tirar a la basura todo un año de trabajo.
—Lo siento, cariño. Y tienes razón, eso de lo que hablábamos no es algo que se pueda añadir como una pizca de sal. No está ahí fuera para cogerlo cuando te da la gana. Corre por tus venas y punto. Igual que en el snooker.
—Bueno, supongo que ilustrar ya no me resulta tan divertido como antes. Pero ¿qué sigue siendo igual de divertido que antes?
Esa idea de la vida como enfermedad degenerativa pareció entristecer a Ramsey.
—Eres demasiado joven para decir esas cosas.
—Tengo más de cuarenta, y puedo decir lo que me dé la gana.
—De acuerdo, pero entonces eres demasiado hermosa para decir esas cosas.
Lawrence solía decir que era «mona», y aunque lo que decía Ramsey estaba un poco fuera de lugar, oír ese adjetivo, en cierto modo más serio que «mona», era reconfortante. Algo cohibida, Irina se las vio y se las deseó para coger unas aceitosas tiras de anguila.
—Si lo soy, no siempre lo fui. Era esquelética. Huesuda. Sólo se me veían las rodillas.
—Vaya chorradas dices. Nunca conocí a una chica que no estuviera orgullosa de ser flaca.
—Y bastante patosa también. Desgarbada, poco agraciada. ¿También eso te parece un puro alarde?
—Es difícil de creer. ¿No era bailarina tu madre?
Irina siempre se asombraba cuando alguien recordaba detalles biográficos mencionados muchos años antes.
—Bueno, después de tenerme a mí dejó de serlo, profesionalmente al menos. Y nunca me permitió olvidarlo. De todos modos, yo no le gustaba nada. Yo no era… flexible, no sabía hacer un spagat ni poner los talones detrás de la cabeza. A duras penas podía tocarme los dedos de los pies. Y vivía tirando cosas al suelo.
Irina hablaba con las manos; con una sonrisa, Ramsey apartó la taza de té verde.
—Oh, era peor que eso —prosiguió ella—. Sospecho que hay muchas niñas que no son Anna Pavlova, pero yo, para colmo de males, tenía los dientes salidos.
Ramsey ladeó la cabeza.
—A mí me parece que tienes unos piños muy bonitos.
—No creo que a mi madre la volviesen loca, pero, por suerte, pagó los aparatos. En realidad, tenía algo más que unos dientecitos de conejo; me colgaban de la boca y se apoyaban en el labio inferior.
Irina hizo una demostración, y Ramsey rió.
—Bueno, ahora algo ha quedado claro —dijo Ramsey—. No eres una… acomplejada. Eres una mujer hermosa, y espero que no te importe que lo diga. Lo que pasa es que tú no lo sabes.
Avergonzada, Irina cogió el cuenco de sake sólo para descubrir que estaba vacío, pero fingió tomar un trago.
—Mi madre es mucho más guapa que yo.
—Aun admitiendo que eso sea cierto —dijo Ramsey, haciéndole señas a un camarero para que les sirviese otras dos jarritas—, lo que debes de querer decir es que era más guapa que tú.
—No, es. Tiene sesenta y tres. Comparada con ella soy una zafia. Mi madre todavía dedica horas a hacer los ejercicios en la barra. Y lo único que come son tres bastoncitos de apio y una hoja de lechuga al día. Perdón, media hoja.
—Suena como si fuera una plasta, tu madre.
—Eso es exactamente lo que es, una plasta.
Por fin llegaron las bandejas de sashimi. El chef era un artista tan consumado —el atún, bien condimentado, estaba envuelto en pan de oro comestible—, que comerse sus creaciones parecía un acto de vandalismo.
—Yo… —dijo Ramsey, vigilando la bandeja con la misma respetuosa expresión de mírala-y-no-la-toques con la que había recibido a Irina junto al coche—, cuando veo cómo las tías se pavonean por la acera, lo primero que se me pasa por la cabeza no es «caray, me encantaría probar un bocado de eso», sino «coño, debe de pasarse todo el día en el gimnasio». No veo belleza; lo único que veo es vanidad.
—Una excusa perfecta para no hacer abdominales. Oh, pero no me gustaría parecer vanidosa…
—Lo tienes difícil, cielo.
Irina frunció el ceño.
—Mira, algo cambió cuando me quité esos hierros de los dientes. Demasiado. En cierto modo, fue horrible.
—¿Por qué?
—Empezaron a tratarme como a una persona completamente distinta. No sólo los chicos, las chicas también. Tú a lo mejor has sido guapo desde que naciste y no tienes ni idea.
—¿Soy guapo?
—No te hagas el tímido. Es como si yo fingiera vergüenza por haber sido escuálida —dijo Irina y, preocupada por estar alentando algo que no debía, añadió—: Sólo quiero decir que tienes unos rasgos normales.
—Grandioso —dijo Ramsey, con sequedad—. No tengo palabras…
—Estoy convencida de que la gente de aspecto agradable…
—Guapa me gusta más.
—De acuerdo. Los guapos no tienen ni idea de que la manera en que los tratan…, de lo mucho que eso tiene que ver con su aspecto. Estoy dispuesta a apostar que la gente atractiva tiene una opinión más alta de la humanidad. Como todo el mundo siempre es amable con ellos, pensarán que todo el mundo es bueno. Pero no es así, y son increíblemente superficiales. Eso es deprimente cuando una ha estado del otro lado. Te tratan como a un chicle pegado en un zapato, o peor que eso. Como si no fueras nada, como si, además de ser feo y poco agradable a la vista, fueras invisible. Hablo de los feos, de los gordos y también de los que no son nada en especial. Tienen que esforzarse más por agradar, tienen que hacer algo para demostrar que valen. En cambio, si eres guapo, si mirarte es agradable, no tienes que hacer nada. Basta con que te sientes para que todo el mundo esté encantado.
Irina no estaba acostumbrada a hablar tanto. En los primeros momentos de ese discurso, Lawrence la habría interrumpido para decirle que ya había dicho lo que quería decir, suficiente. Como Ramsey no decía nada para hacerla callar, le provocó la leve sensación de estar previendo que opondría resistencia y luego no encontrar ninguna, como si bajara inesperadamente de un bordillo.
—Tener los dientes salidos en los primeros años de secundaria —dijo Irina para resumir, pero con poca firmeza— debe de ser la preparación ideal para envejecer. Para los guapos, envejecer es un shock. Deben de pensar… ¿qué está pasando, por qué ya nadie me sonríe cuando pago en el supermercado? Pero para mí no lo será. Será… Ah, envejecer. Otra vez. Los dientes.
—Qué tontería. A los setenta y cinco seguirás espléndida.
—Sigue soñando, amigo —dijo Irina, sonriendo—. Pero tú, tú sí tienes esa cara por la que se derretían todas las chicas del instituto. Perdón, de la preparatoria —rectificó.
—Lamento decepcionarte, cielo, pero yo no fui a la preparatoria, sino a la secundaria moderna. Y me catearon en el examen de ingreso. No creo que los americanos tengáis ese…
—Lo sé. —Los británicos ya habían instaurado el sistema unificado en la mayor parte del Reino Unido, pero, en tiempos de Ramsey, los niños de once años pasaban por una cruel separación del trigo de la paja, cuyos resultados decidían quiénes iban a la grammar school, es decir, los que estaban destinados a ir a la universidad, y quiénes a los humildes centros de formación profesional—. Debió de ser doloroso.
—¿Por qué? A mí me dio igual. Lo que yo quería era ser jugador de snooker. Por Dios, si hacía más novillos de lo que iba a clase.
—Ya, pero me lo imagino, eras de esa clase de chicos de los que se enamoraban perdidamente los adefesios como yo. Y en vano, mirándote siempre desde la última fila mientras tú salías con la única de la clase que a los diez años ya tenía pechos.
La imagen le vino a la cabeza sin mucho esfuerzo. Puede que fuese por el efecto Peter Pan de pasarse el día jugando, pero Ramsey seguía pareciendo un adolescente. A la luz de las velas, hasta el pelo, más blanco que gris, parecía rubio dorado, como el de un surfista.
—Sí, es posible que tuviera para elegir —admitió él—. Pero sólo puedo decirlo ahora, recordando esa época. Entonces las chicas me acojonaban. Mira, tenía trece años y una chica llamada Estelle, un año o dos mayor que yo, me llevó a su habitación y se quitó la blusa. Yo me puse a mirar unos pósters de los Beatles, a mirar cualquier cosa menos esos pechos, no sé, me puse a mascullar algo sobre prácticas de snooker y cogí la bici y me largué. No tenía ni puñetera idea de lo que se suponía que tenía que hacer.
—¿La dejaste ahí, en su habitación, con la blusa quitada? Apuesto a que le encantó.
—Creo recordar que no volvió a dirigirme la palabra.
—Pero tú al final entendiste. Lo que tenías que hacer, digo.
—Si quieres que te sea sincero, no estoy seguro.
—Podría enseñártelo con algunos dibujitos de cómo se lo montan las abejas y los pajaritos, pero debo advertirte que en la mayoría de los casos son para niños de cinco a ocho años.
—Si quieres que te diga la verdad, los recuerdos más eróticos de mi vida no tienen nada que ver con follar —reflexionó Ramsey—. Sí, tuve una novia en la secundaria, en eso has acertado. Y tenía pechos, pero pequeños. Pequeños y perfectos. Éramos inseparables, y apuesto a que el resto de la escuela imaginaba que follábamos como perros. Pero no. Denise era menuda, de pelo oscuro, como tú. Una chica callada. Por la noche, siempre que podía, iba al Rackers, el club de snooker de Clapham, a mirar cómo yo, por cinco libras el juego, les daba caña a tipos que me doblaban la edad. Yo le daba la pasta para que me la cuidara, y el abrigo también, y ella conocía la señal con la que le decía: «Esto se me está escapando de las manos, así que mejor larguémonos». Le gustaba entizarme el taco.
—Eso parece una metáfora.
—Bueno, hay más de una razón por la que vale la pena que te froten con tiza el taco, y no en sentido guarro. Cuando terminaba de jugar, la acompañaba andando hasta su casa. Ella me llevaba el estuche y yo la cogía de la mano. Atajábamos por el parque de Clapham y nos deteníamos a mitad de camino, siempre en el mismo banco. Allí nos morreábamos durante horas. Parece inocente, ¿no?, y creo que lo era. Eran besos interminables, y todos diferentes… Yo no me moría de ganas por hacer otra cosa, en serio. No me sentía timado. Aunque alguien, ya no recuerdo quién, pero da igual, me advirtió que a los dieciséis años estaba viviendo el apogeo de mi vida erótica. Todavía sueño con Denise y con ese banco del parque de Clapham.
Irina sintió la sacudida de una emoción que era reacia a nombrar. En los primeros tiempos con Lawrence, ellos también se habían pasado horas y horas practicando el «boca a boca» en el maltrecho sofá marrón de su apartamento de la calle Ciento cuatro Oeste; pero esos recuerdos se habían vuelto demasiado preciosos. En algún momento, durante el segundo año que vivieron juntos, quizá, observó que ya no se besaban —bueno, que ya no se morreaban, como decía Ramsey—, aunque seguían dándose un piquito a manera de despedida. Probablemente era injusto achacarle la culpa de todo a Lawrence, pero Irina no podía evitar la impresión de que él había dejado de besarla a ella. Tenían una vida sexual buena y activa, y parecía una insensatez centrarse en los déficits del escaparatismo sensorial. Sin embargo, ahora, cada vez que veía a los actores que se besuqueaban en una película, Irina sentía una confusa suma de alienación —¿qué extraña costumbre antropológica es ésa de apretar los labios contra los de otra persona?— y celos.
—Besar —dijo, poniéndose nostálgica—. Es más emocional que el sexo, ¿no? Especialmente ahora. Puede que signifique más.
—No voy a decir que follar no es bueno, pero morrearse puede ser más divertido.
Hicieron un paréntesis en la conversación, e Irina lo aprovechó para dar buena cuenta de su bandeja de sashimi, que terminó gratamente arrasada. Los cremosos trozos de pescado colgaban indolentes de los palillos; tenían una textura carnosa indefiniblemente obscena y un sabor limpio y nada turbio, un alivio después de nueve días de tarta de capuchino con chocolate, cuyo pegajoso baño de crema de café dejaba un regusto a barro.
—¿Cuánto tiempo lleváis casados? —preguntó Ramsey con tono solemne.
—Bueno, técnicamente no estamos casados —admitió Irina, cogiendo una almeja gigante.
Ramsey golpeó su bandeja con los palillos.
—¡Pero ese tío te llama «mi mujer»!
—Lo sé. Dice que ya tiene cuarenta y tres años y que es demasiado viejo para tener novia.
—Pero va a casarse contigo, ¿no? Me parecería un borde si no lo hiciera.
—No, no es eso. Lawrence detesta la pompa. De todos modos, en los tiempos que corren, la única seguridad real son las buenas intenciones. No puede uno casarse de la misma manera que antes, al menos desde que existe el divorcio exprés. Así que no tiene importancia, yo sé lo que Lawrence siente.
—¿Cómo no vas a saberlo? Te adora —dijo Ramsey—. Es una de las cosas por las que me gusta visitaros. Tú y Lawrence sois como… Gibraltar.
—¿Y tú? ¿Vas a volver a intentarlo?
—Creo que ese terreno no volveré a pisarlo.
—Eso es lo que dicen todos después del divorcio, y siempre es un disparate.
—Tienes razón, pero sería muy jodido de tu parte querer privarme de una fantasía tan reconfortante.
Con su lealtad a Lawrence firmemente restablecida, Irina no podía permitirse ser impertinente.
—¿Debo entender que eso significa que no estás saliendo con nadie?
—No, de lo contrario te habrías dado cuenta.
No había ninguna razón para sentirse complacida.
—Pero… ¿entonces no es cierto que los jugadores como vosotros vivís acosados por las groupies? ¿Como esa Estelle? ¿Chicas que te arrastran a su habitación y se quitan la blusa así sin más?
—No tanto como los jugadores de fútbol; el snooker es un deporte básicamente para hombres. Pero no se diferencia mucho de lo que me ocurría cuando todavía estudiaba. Yo tengo… —Ramsey hizo una pausa por mor del decoro— para elegir.
—¿Cómo te sentiste cuando Jude te dejó? ¿Dolido?
—Jude me dejó hecho polvo. Para ella nada era suficiente, nunca. Nos compramos una casa en España, pero no…, deberíamos haberla comprado en la Toscana. Quiero decir, que vale, mejor para ella, es una tía con grandes expectativas en la vida, es brillante. Si he de ser sincero de verdad, Jude es increíblemente brillante. Pero cuando uno la caga y defrauda las esperanzas de otro, cuando lo único que tienes que hacer es entrar en alguna parte para que tu mujer se suicide porque está desilusionada…, bueno, eso cansa. Y no puedo decir que me haya recuperado del todo.
»Jude tenía ideas sobre las cosas —conjeturó Ramsey—. Cuando la vida real fallaba, ella no hacía otra cosa que intentar amoldar la realidad a la idea en lugar de lo contrario. ¿Entiendes lo que quiero decir? El snooker te enseña a quitarte de ese vicio, por así decirlo. Después de cada tacada, te enfrentas a un juego completamente nuevo. Vives con las bolas tal como han quedado en la mesa y no como estaban hace un minuto, cuando tenías planeada toda la serie. Ella tenía una idea de lo que era escribir libros para niños, una idea que no incluía rechazos ni unas ventas de mierda o tener que transar con ilustradoras como tú. Ya sabes, se imaginaba yendo de biblioteca en biblioteca para leer sus libros a niños de seis años que la escuchaban patidifusos, todos con los ojos como platos y apoyando el mentón en las manos. Qué coño, Jude tendría que haber jugado al snooker si ése era el público que quería. En realidad, me temo que se casó con una idea nada realista de lo que es vivir con un jugador de snooker. La monotonía, la soledad, yo de gira casi todo el año… Todo eso fue un shock para ella. Me daba la tabarra para que volviese a Londres entre campeonato y campeonato y entretanto iba poniendo a punto el concepto que tenía de mí, esa foto retocada con aerógrafo, y después, cuando yo hacía lo que me pedía y tenía que vérselas con el Ramsey real, lo único que hacía era mostrarme que estaba harta.
»En resumen —concluyó Ramsey mientras pedía la cuarta ronda de sake—, intuyo que ahora mi consigna es: tiene que ser perfecto o no me interesa. Como tú y Lawrence.
Durante años Irina había imaginado que únicamente la presencia de Jude y Lawrence había hecho posible que consiguiera aguantar diez minutos en la mesa con Ramsey Acton. Sin embargo, y al parecer desde 1992, ninguno de los dos habían facilitado su tentativa relación con Ramsey. Antes bien, se habían interpuesto en el camino.
Mientras compartían el postre —helado de té verde—, la ocasión empezaba a parecerse a unas vacaciones escolares. Lawrence no se lo creería; si estuviera aquí, tendría en la mano su única cerveza de la noche, Kirin, mientras daba cuenta del teriyaki de pollo (odiaba el pescado crudo), frunciendo el ceño ante el segundo sake de Irina y, al tercero, declarando públicamente que ya había tomado bastante. Y no sólo habría desalentado un cuarto vaso; lisa y llanamente lo habría vetado. También le habría disgustado ver que al final de la comida Irina aceptaba un Gauloise sin filtro y se abanicaba con mucho desparpajo el humo de la cara; más tarde, en el minitaxi que los llevaría de vuelta a Borough, se sentaría bien lejos de ella para evitar su desagradable aliento. «¡Hueles como una lata llena de ceniza!». Como si, en caso de que Irina hubiese renunciado a ese cigarrillo, a él se le hubiera ocurrido besarla en el asiento trasero del taxi. Ya era casi la una de la mañana y hacía rato ya que se habría reclinado en la silla con un gesto histriónico de agotamiento porque ya era hora de marcharse. No lo obsesionaban los gérmenes, pero Irina tenía la curiosa sensación de que no le habría gustado nada que Ramsey y ella compartieran el mismo bol de helado. De una cosa al menos estaba segura: si Ramsey les propusiera a los dos, igual que le propuso a Irina mientras ella, algo arrepentida, apagaba el Gauloise, que fuesen a su casa en Victoria Park Road a colocarse, Lawrence habría descartado la idea por ridícula. Es posible que de joven se hubiese fumado un porro o dos, pero ahora era un hombre adulto, ya no tomaba drogas de ninguna clase y eso significaba, ipso facto, que Irina tampoco.
Pero Lawrence no estaba, ¿verdad? Por eso, vacaciones.
En consecuencia, ¿qué si ella decía que sí y luego, cuando él volviera de Sarajevo, le confesaba que, algo achispada, había ido a casa de Ramsey a colocarse? Lawrence la reprendería por ese comportamiento «infantil». Recordando la última vez que habían probado la marihuana —fue en 1989 en el apartamento de la calle Ciento cuatro y ella se había pasado tres horas papando moscas, mirando en silencio el papel pintado con estampado de Cachemira—, le señalaría que, cuando se ponía ciega, siempre terminaba encerrándose en sí misma. Por extraño que parezca, lo único que Lawrence no observaría sería que Irina (o eso se decía) era una mujer hermosa; que, si bien estaba casada en todos los sentidos menos en el legal, Ramsey llevaba un año y medio divorciado y había insistido en que estaba disponible; que ir a casa de Ramsey a esa hora y, encima, para fumar hierba, podía, en consecuencia, dar lugar a una peligrosa malinterpretación. ¿Por qué era eso lo único que Lawrence no diría? Porque era lo principal. Y Lawrence le tenía miedo a lo principal. Tendía a hablar con vehemencia de cualquier cosa con tal de evitar lo principal, como si quisiera envolverlo y atarlo con bramante. Tal vez pensaba que, si durante un buen rato hablaba en círculos alrededor de lo principal, lo principal terminaría cayendo al suelo, vencido y jadeando como un novillo enlazado.
No obstante, aceptar la estrafalaria invitación de Ramsey implicaba categóricamente no decirle nunca a Lawrence cómo había terminado esa noche. Aunque ella siempre había pensado que los secretos entre una pareja eran veneno mortal, abrigaba una teoría contraria acerca de los pequeños secretos. Si de vez en cuando fumaba a escondidas un par de pitillos, no era tanto porque disfrutaba del subidón de nicotina, sino porque disfrutaba del secreto. Se preguntaba si no era necesario guardarse algunas cosillas para uno mismo incluso en la más íntima de las relaciones, y especialmente en la más íntima, que, de no ser así, amenazaba con reducirla al estado de hermana siamesa que desafiaba la separación quirúrgica (y que no tomaba drogas). El ocasional cigarrillo en ausencia de Lawrence le confirmaba que, cuando él se marchaba, ella no quedaba anulada, y que preservaba en su interior una capacidad oculta para la maldad que había atesorado desde la adolescencia, cuando de vez en cuando desacataba abiertamente a su imagen de niña de sobresaliente haciendo novillos con los elementos más indeseables que era capaz de encontrar.
—Claro, ¿por qué no?
Mientras bajaba del reservado, un punto insegura con esos tacones que se había puesto, cada paso requería una concentración tan intensa, que poner un pie delante del otro se parecía a recitar un breve poema. Una vez más, la mano de Ramsey revoloteó en su cintura, sin tocarla.
Fuera, Irina pensó que tendría que haber una palabra para esa temperatura del aire, que era perfecta, ni frío ni caliente. Un grado menos y podría reprocharse débilmente no haber traído una chaqueta. Un grado más, y podría haberle cubierto la frente una brillante capa de sudor. Pero con esa temperatura, la exacta, no necesitaba ni un chal ni una brisa. Si existiera una palabra para llamar a una temperatura así, tendría que haber un corolario para el particular éxtasis de saludarla —ese estado como de inconsciencia, la falta de toda necesidad, la suspensión temporal de cualquier prisa, como si el tiempo pudiera, o debiera, detenerse—. Por lo general, en Londres la temperatura era una lucha; sólo en ese exacto fulcro era un placer activo.
Caminaron por la acera unos milímetros más juntos de lo que aconsejan las formas. Es posible que esa noche nada hubiera tenido que ver con la culpa, pero en lo que respecta a ese corto paseo por Charing Cross, al recordarlo Irina estaba segura de que había sido ella la que caminó un milímetro demasiado pegada a él.
Con todo, cuando el encargado del aparcamiento trajo el Jaguar, Irina se sintió confundida. La fluida conversación en Omen ya era casi un silencio, como si entre ellos se hubiera reinstalado la torpeza mutua que había caracterizado sus encuentros anteriores. Era una locura. Había bebido demasiado; cuatro copiosas jarritas de sake, exactamente. Ni siquiera podía recordar qué se sentía cuando uno se colocaba, olvido que excluía el querer hacerlo. Había dejado la crema de ruibarbo sobre el mármol de la cocina para que se enfriara, y tenía que poner las tartas en la nevera. Estaba cansada, o debía estarlo. Lawrence podía llamar; si nadie le contestaba a las dos de la mañana, se imaginaría que había ocurrido algo terrible. Sin embargo, escaparse en el último minuto parecería una cobardía, y equivaldría a terminar el cumpleaños de Ramsey con una nota de rechazo. Bueno, a Lawrence, si llamaba, siempre podía decirle que se habían quedado en uno de esos absurdos atascos que hay por todas partes en Londres a las horas más intempestivas. A veces, cuando uno se equivoca, lo único que se puede hacer es aceptarlo.
En el coche no se los veía precisamente alegres. Más que una mujer que sale de fiesta, Irina podría haber sido uno de esos rígidos niños británicos de antaño obligado a pasar el examen de ingreso en la escuela preparatoria, un trance que podía decidir si terminaba dedicándose a la cirugía cardiaca o fregando aseos públicos.
La mayoría de los colegas de Ramsey se había criado en zonas cutres, como el este de Belfast o las calles más duras de Glasgow. Cuando esos jugadores de snooker comenzaron a ganar pasta gansa, lo primero que hicieron fue dejar el barrio. Pero Ramsey había crecido en Clapham, que, si bien entonces era un lugar de viviendas precarias, se había convertido en un barrio presumido y autocomplaciente lleno de casas adosadas, minúsculas pero asombrosamente caras, que se merecerían la etiqueta de «cursi». Quizá para mantener esa credencial de niño que creció en una calle proletaria, lo primero que hizo Ramsey después de ganar dos o tres títulos fue mudarse al corazón de la clase obrera del East End, poblado por cockneys[5] de pura cepa.
Por supuesto, sería difícil llamarlo sufrimiento. Ramsey tenía una casa victoriana entera para él solo en Victoria Park Road, el límite meridional de Hackney. Irina había estado en esa casa un montón de veces cuando colaboraba con Jude, y había sido allí donde llegaron a los encontronazos verbales que pusieron punto final a la amistad. Como si estuviese sedienta de sangre, Jude había impugnado mucho más que las ilustraciones de Irina y la había criticado severamente por ser semejante «felpudo» para Lawrence, a la vez que se burlaba, calificándola de «sonambulismo», de su envidiable satisfacción con la vida doméstica que llevaba. Y todo porque Irina se había atrevido a sugerir que el último cuento de Jude, titulado El Bocazas, era un poco obvio (sobre el argumento, acerca de un perro que se pasa el día ladrando y nadie puede soportar hasta que un día, mientras ladra, se traga una pelota que alguien ha tirado, ya no puede ladrar nunca más y toda la familia empieza a adorarlo, Irina había comentado: «Hasta los niños se darán cuenta de que quieres hacerlos callar»), por no decir ilógico («Pero Jude», había dicho Irina con mucha cautela, «si uno se traga una pelota, no deja de hablar, ¿verdad? ¡Se ahoga!»). Jude la había acusado de ser «pasiva agresiva», un término muy de moda pero inadecuado para decir «agresiva», y dijo que tomarse literalmente eso de la pelota era típico del universo aburrido y retrógrado en el que Irina había terminado habitando. Cuando el Jaguar tomó el camino de entrada a la casa, el recuerdo le dolió.
Esta vez Irina no se hizo la princesa y abrió ella misma la puerta del coche. Sin embargo, seguir a Ramsey por los vagos y oscuros escalones de la entrada le recordó la atmósfera de presagio siniestro de un cuento de hadas, como si estuviera entrando en Oz o en el castillo de Gormenghast[6], donde regían otras leyes, nada era lo que parecía y las paredes de las bibliotecas ocultaban mazmorras. Podía oír el relato de los dos últimos minutos en esa cadencia enfática con que los adultos leen compulsivamente a los niños:
Irina subió los altos escalones que conducían a la tenebrosa casa solariega del hombre alto. La puerta gigantesca se abrió con un crujido y se cerró detrás de ella con un bum y un clic.
Demasiado tarde, la niña recordó que su madre le había advertido que nunca, nunca, subiese al coche de un desconocido. Cierto, la madre de Irina nunca le había dicho que no entrase en la casa de un desconocido, y mucho menos sin la protección de su fiel amigo Lawrence, pero eso era así porque la madre nunca había imaginado que su hija era una imbécil.
El interior de la casa seguía decorado con alfombras orientales y tétricas antigüedades, pero faltaban algunas de las piezas más valiosas que Irina recordaba. Para las mujeres, el matrimonio, una vez terminado, solía resultar en una acumulación de piezas valiosas, como un botín de guerra; para los hombres, ese proyecto fallido de optimismo poco convincente tendía más a manifestarse en una carencia material. Era difícil resistirse a la impresión metafórica de que las mujeres eran las encargadas de conservar el pasado mientras que los hombres simplemente carecían de él. Un rectángulo más oscuro en la alfombra señalaba el lugar donde antes había estado el sofá de cuero, y cuatro muescas profundas eran la prueba de que también faltaba un armario de grueso mármol rosa que una vez Irina había admirado. En las paredes color crema, unos fantasmagóricos cuadrados blancos se presentaban como el último grito del expresionismo abstracto, cuando las originales obras de arte que una vez decoraron la planta baja habían sido más que conservadoras. Con todo, Ramsey podía permitirse reemplazar cualquier cosa que Jude se hubiera llevado. O estaba apegado a una imagen de sí mismo como asceta, o le interesaba mantener visualmente fresco el dolor de la ausencia.
El dueño de casa sirvió dos generosas medidas de coñac. Como Jude también había arramblado con el sofá y los sillones, en la sala no había dónde sentarse.
—Mejor bajamos —dijo Ramsey.
Ah, sí. La mazmorra.
Irina lo siguió al sótano. Ramsey encendió la lámpara de la mesa de snooker, que infundió un aire sagrado al extenso paño verde y su lustroso marco de caoba, bañando el resto de esa cavernosa habitación con la luz tenue, y propicia para el culto, de una catedral. Los sofás de cuero oscuro se alineaban como reclinatorios en el gabinete privado de Ramsey, e Irina bebió solemnemente de su copa como si fuese un cáliz de comunión. Ése era el corazón de la casa, el lugar, sin duda, donde Ramsey pasaba la mayor parte del tiempo. El mueble para los tacos atraía la luz de la lámpara. En una vitrina, docenas de trofeos; formando una fila, seis bandejas verticales de cristal concedidas al finalista del Campeonato del Mundo sonreían burlonas en el estante superior como dientes desnudos. En las paredes, pósters enmarcados de torneos y exhibiciones de Bangkok a Berlín, un decorado que muy gentilmente Jude le había permitido conservar a su ex. Lo más probable era que ella raras veces se hubiera atrevido a bajar ahí, y que la decisión de Ramsey de retirarse al sótano hubiera facilitado que el matrimonio durase siete largos años. Irina se sentía admitida en una especie de santuario. La luz dorada, la suntuosidad del tapizado de cuero cuando se sentó en el sofá, y la lujosa moqueta púrpura bajo las sandalias, todo realzaba la sensación de haber entrado en un reino de otro mundo, en un país mágico y secreto, a través de un armario o un espejo.
Ramsey sacó una caja de madera de aspecto medieval. Aunque, en Charing Cross, Irina misma había estrechado en esos pocos y escandalosos milímetros la distancia que los separaba, ahora Ramsey prefirió sentarse en el otro extremo del sofá, bien pegado al reposabrazos. Después, con gesto reverente, sacó un librito de papel de liar, una cuchilla de afeitar de una sola hoja y un pastillero de peltre, y puso la caja boca abajo para dejar caer sobre la mesa que tenían delante un terrón oscuro y compacto. Después de abrir un Gauloise con la cuchilla, puso tabaco en una hoja de papel de liar. Sacó el fino mechero de plata y pasó varias veces la piedra de hachís sobre la llama, arrancó de un pellizco unas pizcas de la resina una vez estuvo ablandada, y esparció los granitos uniformemente a lo largo del porro en construcción. Las motas negras que le caían de la punta de los dedos evocaban a las pociones misteriosas que habían enviado a la Bella Durmiente a su prolongado sueño o a las que habían hecho caer a Blancanieves al frío suelo.
El porro que Ramsey le pasó, estirando bien el brazo pues Irina estaba muy lejos, estaba hecho con una precisión exquisita; delgado, uniforme y terminado en una punta fina. Irina dio dos caladas y negó enérgicamente con la cabeza cuando él le ofreció una tercera. Ramsey se encogió de hombros y dio buena cuenta del resto.
Fuera cual fuese el grado de temor a que Ramsey iniciara la larga divagación con múltiples asociaciones que puede producir el cannabis, por no hablar de los imparables ataques de risa que la droga parece provocar sólo en las películas, cualquier aprensión de Irina estaba fuera de lugar. Ramsey se levantó del sofá y a partir de ese momento se comportó como si ella no estuviera. Abrió el estuche de las bolas, montó el taco y preparó el «paquete», abriéndolo con delicadeza por la izquierda. Cuando metió una roja suelta, la blanca volvió al racimo de bolas como una bala de cañón y desparramó las rojas dejándoselas todas muy fáciles.
Como la droga, fue una exhibición infantil. Él la había invitado a su casa y, por lo tanto, tenía cierta obligación de interpretar el papel de anfitrión. Arrastrarla al sótano para hacerla espectadora de ese despliegue era exactamente el numerito de adolescente pensado para impresionar a los invitados y que, a los cuarenta y siete, ya debía ser cosa del pasado.
En todo caso, Irina sólo había visto jugar a Ramsey por televisión y, en tres dimensiones, la mesa, a la que por algo llaman «de doce pies», se abría ante ella mucho más grande de lo que parecía en la pantalla. En primer plano, la precisión de los tiros, la seguridad de Ramsey y la exactitud sobrenatural con la que cada bola que metía lo animaba a pasar a la siguiente, parecían atributos inhumanos. Mientras Ramsey iba de tacada en tacada, la chaqueta de seda negra ondeaba movida por la brisa que se filtraba por las ventanas abiertas del patio de luces. Las bolas parecían rodar suavemente hasta la tronera escogida, rozándose y a veces fallando por un pelo, pero sin tocarse nunca a menos que Ramsey planeara rentabilizar el contacto; parecían luminosas cuando surcaban el tapete, eran fascinantes, los colores parecían vibrar. La brisa acariciaba el fino vello de los brazos de Irina y lo erizaba; el aire seguía como antes, ni caliente ni frío. La resina de marihuana parecía suave, e Irina se preguntaba por qué se había comido tanto el coco pensando en los efectos de un narcótico tan vulgar.
Ramsey ya había preparado otro juego e Irina había tomado un sorbo de abstemia de su copa de coñac cuando… algo ocurrió. Al parecer, el hachís no era tan flojo como parecía. Después de sólo dos caladas, no era flojo ni nada que se le pareciese. La temperatura del aire dejó de ser neutral, y bajo la sencilla blusa blanca los pechos de Irina comenzaron a calentarse como los calientaasientos de los coches caros. Era muy raro que Irina pensase en sus pechos. Lawrence había admitido alegremente que él «no era hombre de tetas», y puesto que de hecho su marido nunca les prodigaba ninguna atención —para ser francos, ni siquiera se los tocaba—, Irina no veía motivo alguno para prestarles atención ella misma. Sin embargo, de repente parecían rebelarse contra ese abandono, y unos infrarrojos del cuerpo de Irina los hubiera retratado con ese color bermellón de lava líquida que un poco antes esa misma noche había incendiado los vitrales de la catedral de San Pablo. Horrorizada, y casi convencida de que los pechos le habían empezado a brillar, se los tapó con los brazos como había hecho la noche anterior cuando, en ruso, le había dicho a Ramsey por teléfono: «Cuando me hablas, me siento desnuda».
En un instante se propagó por su cuerpo la sensación de estar conectada con bobinas eléctricas que algún travieso había puesto al máximo. El abdomen vibraba y enviaba alarmantes ondas de calor al diafragma y por los muslos. Irina estaba apesadumbrada. A ninguna mujer decente le interesaba una sensación así estando en compañía. Aunque reconoció que era improbable que todo el torso parpadease de un rojo brillante como un paso a nivel, estaba segura de que esa transformación de ilustradora remilgada a antorcha humana pronto empezaría a dejarse ver de una manera insidiosa u otra.
Lentamente, pero no sin temor, se volvió hacia la mesa de snooker, pues en ese estado indecoroso lo más seguro parecía no moverse ni un milímetro. Pero Ramsey parecía estar en otro mundo. Tenía en la cara una expresión de concentración tan relajada, que Irina se preguntó si no estaría molestándolo; no estaba bien, por supuesto, y parecía una fanfarronada, pero eso era sin duda lo que Ramsey hacía cuando se colocaba, ir al sótano y practicar, y eso era exactamente lo que habría hecho si Irina se hubiera negado a ir a su casa. Pero aún le faltaba ofrecer una tacada deslumbrante a la mirada tímida y encubierta de Irina, para confirmar que había estado prestando atención. A fin de cuentas, el juego impecable de Ramsey había recibido toda clase de elogios desde que él tenía ocho años, y no era por su manera de jugar al snooker que él deseaba ser admirado. Lo extraño era que hasta ese momento Irina no se hubiera dado cuenta —y no en el sentido clínico en el que antes Irina se lo había explicado a sí misma, igual que un testigo describe a la policía detalles como el color del pelo y la estatura de un sospechoso, sino realmente darse cuenta— de que Ramsey Acton era un hombre bastante atractivo.
Un hombre muy atractivo.
De hecho, era devastadoramente —vertiginosamente— atractivo.
Objetivamente no era obvio, aunque los ojos de Irina se abriesen en exceso y se le saliesen un poquito de las órbitas, negros en el centro; pero por imperceptibles que fuesen las manifestaciones externas, el cambio que ella dio por dentro era cualquier cosa menos sutil.
Si Ramsey no la besaba, se moriría.
—¿Quieres practicar un tiro para ver qué se siente? —propuso Ramsey, en un tono realmente agradable, siempre con la mesa entre ambos. Fue lo primero que dijo después de media hora.
De niña, Irina siempre había recelado de las pandillas de hoscos colegiales que acechaban por los pasillos y que seguramente harían algún comentario cruel al verla pasar. Por ejemplo, que tenía cara de burro. Había experimentado su cuota de ansiedad previa a un examen hasta la universidad, y a menudo se quedaba en blanco ante preguntas cuya respuesta sabía. Había tendido a ponerse muy nerviosa cuando, al volante, un novio sobrepasaba el límite de velocidad. En circunstancias normales —no en este momento— sería capaz de recordar la angustia que le había producido pensar que Lawrence no la volvería a llamar después de la primera noche en que se habían acostado. En su vida profesional, conocía demasiado bien la inclinación a postergar el momento de abrir el sobre de un editor, que podía contener la escueta invitación a que tuviera a bien pasar por sus oficinas, siempre llenas de gente, a recoger sin demora los frutos de seis meses de trabajo. En Londres, en el metro, también había tenido su cupo de amenazas de bomba del IRA, aunque después de tantas falsas alarmas las posibilidades de salir volando por los aires en tal o cual estación eran cada vez más remotas.
Todo lo cual quiere decir que, como la mayoría de la gente, Irina no desconocía el miedo. Sabía de qué hablaban los que usaban esa palabra. Pero es posible que hasta las 2.35 de la madrugada del seis —no, del siete— de julio de 1997 nunca antes hubiera sido presa de un terror tan puro y abyecto.
Emplazada, Irina obedeció. Su voluntad se había desconectado o, al menos, la voluntad estrecha de miras, la voz autoritaria que le ordenaba poner la ropa sucia en el cesto o trabajar una hora extra en su estudio cuando ya no tenía ganas de seguir trabajando. A lo mejor había otra especie de voluntad, una instancia que no estaba encima de ella, ni al lado de ella, sino que era ella. En ese caso, esa voluntad más grande se había hecho con el control de la situación, y lo eclipsaba todo hasta el punto de que Irina ya no podía tomar decisiones per se. No decidió aceptar la invitación de Ramsey a que se acercara a la mesa; sencillamente se levantó.
Mientras intentaba salvar airosa la escasa distancia que lo separaba de él, la sensación de que en cualquier momento podía caerse no parecieron provocarla los tacones, el hachís o el coñac. La precariedad de su equilibrio estaba en su cabeza, como un desorden del oído interno. Por lo visto, los pilotos de aviación pueden confundirse hasta el punto de no saber dónde es arriba y dónde abajo. Especialmente antes del advenimiento de los instrumentos de navegación, más de un piloto rodeado de niebla había iniciado un descenso en picado con el morro del avión apuntando al suelo, e incluso en la era actual de altímetros fiables, un aficionado puede llegar a estar tan seguro de su sentido de la orientación, que desafía a los indicadores del panel de mandos y vuela hasta estrellarse contra la casa de alguien. Cuando ya es imposible confiar en una intuición tan primitiva como dónde está arriba y dónde abajo, sin duda la brújula moral también es susceptible de sufrir una avería fatal.
Mientras avanzaba hacia Ramsey —cuya silueta parecía ahora rodeada por un borde delgado y blanco, como recortada de una revista—, todos los sucesos de esa noche cuadraron de repente. Él se había aprovechado deliberadamente de la ausencia de Lawrence. La había deslumbrado con una cena de lujo, introduciendo con astucia en la conversación un par de anécdotas sexuales de su adolescencia muy subidas de tono. La había emborrachado, una construcción gramatical preferida durante siglos por las mujeres que se resisten a asumir la responsabilidad por haber bebido. Y también la había drogado. La había «llevado al huerto», es decir, a su casa de Victoria Park Road, donde hizo un despliegue en la mesa de snooker para obnubilarla con sus proezas de jugador famoso. Y, ahora, «¿te gustaría probar?», la táctica final para llevarse la palma. ¿Ramsey, ingenuo? Era ella la ingenua, la frívola, la cabeza hueca que caía en los brazos de su seductor como una manzana del árbol.
La revelación de la argucia de Ramsey llegó demasiado tarde. Ahora Irina no podía apartar la vista de su boca ni de esos iris azul grisáceos de lobo, cosa que Betsy le había asegurado que Ramsey no era. De pie a su lado, con aspecto de víctima, Irina se ofrecía en sacrificio.
Ramsey sacó un taco, se lo pasó a Irina y dijo:
—He preparado una tacada. Esa roja a la tronera del centro.
Irina pensó: Has preparado algo, cabrón, de eso estoy puñeteramente segura.
Ramsey le colocó el taco en la mano derecha. Inclinado sobre la mesa, le enseñó la posición correcta para hacer blanco. Ella hizo lo que le decía. Mientras él susurraba algo acerca de cómo «darle a la blanca» y «no recular» después de tocarla, ella aspiró el aroma de su aliento, a brandy y tabaco tostado. Cuando él se le acercó por detrás para ajustar el ángulo del taco, sus dedos se tocaron.
Sin embargo, desafiando sus propias instrucciones, la mano de Ramsey retrocedió en un movimiento reflejo. Cuando la instó a que cogiera el taco más cerca de la punta, Ramsey descartó la opción didáctica de mover la mano de Irina con la suya. Al volverse hacia él, Irina se asombró; la expresión de Ramsey era absolutamente inocente, de idiota casi.
Hasta que, al final, cayó. ¿Alex «Huracán» Higgins? ¿Ronnie «el Cohete» O’Sullivan? ¿Jimmy «el Remolino» White? Sin duda alguna, la mayoría de los jugadores eran auténticos granujas. Bebían, fumaban, iban de putas; nunca se lo pensaban dos veces a la hora de «tirarse a la parienta de un colega». Y, Ramsey, claro, no podía ser menos; fumaba como un carretero, le gustaba la hierba y no le hacía ascos al frasco. Pero había un punto en que se diferenciaba claramente de sus célebres rivales: Ramsey Acton era un buen tipo. Es posible que la considerase atractiva; ¿cómo podría ella culparlo por eso? Pero Irina había descrito su relación con Lawrence como sólida, satisfactoria y fija. Y Ramsey era amigo de Lawrence.
Si alguien iba a besar a alguien esa noche, tendría que ser ella.
Aun dejando de lado esa cuestión trascendental llamada Lawrence, la perspectiva era peligrosa. Ramsey nunca podría pensar en ella de esa manera, nunca. Como mucho, Irina se arriesgaba a sentir la misma vergüenza que debió de sentir Estelle cuando se quitó la blusa y el adolescente Ramsey Acton, conturbado, corrió en busca de la bicicleta y se largó.
Con todo, podría haber sido una pequeña decisión. Borrachos y aturdidos, y bien entrada ya la noche, los juerguistas suelen hacer cosas por las que a la mañana siguiente se disculpan con unas risitas que pretenden quitarle hierro a lo ocurrido. Pero restarle importancia a momentos como ése era algo que no iba con Irina, pues sabía con absoluta certeza que estaba ante la encrucijada más decisiva de su vida.
—Ah, casi me olvidaba —dijo, con una sonrisa nerviosa—. Feliz cumpleaños.