Sheperd Armstrong Knacker
Union Bancaire Privée - N.° de cuenta 837-PO-4619
Extracto de febrero de 2006
Saldo: 771 398,22 dólares
El viaje pareció uno de esos actos de beneficencia durante el cual, aunque pueda parecer inverosímil, un valiente grupo de discapacitados graves escala el Mont Blanc; si hubieran tenido patrocinadores, esos heterogéneos siete aventureros podrían haber recaudado miles de dólares para una buena causa.
Tras la hora y media en coche hasta JFK, Shep abandonó el todoterreno en el aparcamiento de larga duración y pensó: de muy larga duración. (Tan orientados hacia las compras, los norteamericanos se privaban de los placeres que produce el acto de desprenderse, que de ese modo resultaban más intensos. Por cada impresora multifunción y cada par de téjanos con forro de franela de los que se había desprendido, tanto más ligero se sentía Shep, y cuando llegaron a la puerta de embarque 3A podría haber volado a Pemba sin los aviones). Después de perder tres horas en el aeropuerto, el vuelo matutino de British Airways a Londres duró siete horas, seguidas de una escala de tres horas y media en Heathrow, un vuelo de ocho horas y media con Kenya Airways hasta Nairobi, otra escala de dos horas, un vuelo de una hora y cuarenta minutos a Zanzíbar, cuatro horas de espera sin aire acondicionado y que, con una temperatura de alrededor de treinta y ocho grados, fueron casi catastróficas para Flicka, un movido vuelo de media hora en un avión de hélice de treinta plazas que debía de haberse fabricado hacia 1960, un viaje por carretera de una hora, también movidito, en una minivan, y luego veinte minutos en una motora; así, el viaje puerta a puerta —puerta por decir algo, pues el campamento al que llegaron en realidad no tenía ninguna— duró treinta y tres horas.
Diversiones no faltaron: ayudar a su padre a cagar dentro de los más que estrechos límites del lavabo de un avión; echar miradas fulminantes a compañeros de vuelo que fingían no mirar a Flicka cuando ella se levantaba la camisa y echaba otra botella de agua —en miniatura, de las que repartía la compañía aérea— en el agujero de plástico que tenía en el abdomen; sortear gélidos ofrecimientos del personal de a bordo que en realidad querían decir «Mierda, ¿por qué yo?» y «Estos tullidos y escuálidos no tendrían que volar, y será mejor que no se mueran en mi avión»; quitar continuamente el tanque portátil de oxígeno de Flicka del paso de los carritos de las bebidas; turnarse con Carol para recordarle a Flicka que tragase; repartir tres series completas de medicamentos y separarlos meticulosamente según la forma y el color en medio de una turbulencia que mandaba al suelo todo lo que tenía en el regazo, y luego agacharse y meterse debajo de los asientos de otros pasajeros para recogerlos; recorrer el pasillo implorando mantas de viaje que nadie usaba para que Glynis no tomase frío; comprar kikoys en el asqueroso aeropuerto de Zanzíbar para empaparlos en agua fría y refrescar con esos paños a Flicka, aunque lo que realmente los salvó fue haberse acordado de llevar el pequeño ventilador portátil que él había tenido encima del ordenador en la sofocante oficina de Randy el Manitas (gracias, Pogatchnik).
El último tramo en ZanAir mejor olvidarlo; el avión no paró de moverse y el aire que circulaba parecía aliento caliente. Todos se abanicaban con la hoja de instrucciones plastificada que, dada la edad del avión, probablemente deberían estar leyendo. Cogiendo con fuerza la mano de Glynis, Shep se distrajo memorizando la primera lección de swahili —«abróchense los cinturones»: fungu mikanda; «prohibido fumar»; usivute sigara—. Tres de los pasajeros de ese avión estaban lo bastante cerca de la muerte para no preocuparse por un deceso inminente. Con todo, cuando los motores empezaron a hacer un ruido ensordecedor cuyas fluctuaciones no inspiraban precisamente confianza, Shep rezó para poder pisar Pemba antes de caer en picado desde una altura de mil setecientos metros.
Por fin el avión sobrevoló, dando bandazos, las costas de la isla —una ancha extensión ondulada de alabastro en la que el azul celeste se mezclaba con distintos tonos de esmeralda y verde agua, una riqueza de colores que rara vez podía encontrarse como no fuese en animaciones realizadas por ordenador— y luego el borde salpicado de espuma de una luminosa playa blanca.
—Oh —exclamó Flicka, estirándose por encima del regazo de su hermana para mirar por la ventana.
—¡Puaj, qué asco, otra vez me estás llenando de babas! —se quejó Heather, aunque ya se había manchado la blusa con yogur de guayaba y plátano.
También Glynis estaba pegada a su ventana.
—Shepherd, es precioso —suspiró—. Es posible que tuvieras razón.
—Santo Dios, hijo —dijo Gabe Knacker desde el asiento de ventana de la fila siguiente—. Y yo que pensaba que iba a pasarme el resto de mis días viendo únicamente esa reproducción barata de un Thomas Hart Benton que había en Twilight Glens.
—Podría haber encontrado esta vista en Google Earth sin tener que tomar cuatro aviones —dijo Zach, que, desanimado, había elegido sentarse solo.
—Yo siempre me había imaginado que África era muy seca —dijo Carol, maravillada—. ¡Pero esta isla parece exuberante!
En efecto, Pemba estaba densamente arbolada, y el terreno lo formaban en su mayor parte colinas bajas, cuyo espeso follaje, caracterizado por las hojas anchas de los banianos y las plataneras, se veía salpicado por palmeras que parecían asteriscos. Pequeñas y humildes parcelas cultivadas iban enhebrándose con caminos de tierra roja que en adelante serían el sustituto de West Side Highway. Cuando pasaron por encima, los techos de chapa ondulada brillaron plateados al sol, como si la población de Pemba enviara un saludo de bienvenida en morse a sus nuevos residentes.
Aterrizaron en un aeropuerto que Glynis calificó de «adorable». Con una diminuta torre de control hexagonal, pintada a rayas de color naranja Fanta y azul bahía, parecía de juguete. La terminal propiamente dicha no era más grande que una escuela de una sola aula. Tras la opresiva seriedad del último año, Shep agradeció encontrar un escenario que encogía los accesorios de la civilización occidental hasta convertirlos en traviesos montajes que podrían haber estado hechos con Legos.
Al colocar a su mujer, a su padre y a su disminuida pupila de diecisiete años en las tres sillas de ruedas que Fundu Lagoon había tenido la gentileza de prever —estaban todos tan agotados que ni siquiera Flicka se opuso—, Shep se topó con el primer indicio de decepción. Al olisquear el aire denso y acre que salía de ese horno que era la pista, detectó un vago dulzor floral mezclado con el hedor de los gases de los aviones, pero ahí nada olía a clavo. Siguió aspirando incluso mientras un conductor jovial y musculoso cargaba al grupo y ponía en marcha el vehículo, sacando la nariz por la rendija de la ventana con un mal genio que no pudo reprimir. Sólo era una idea a la que se había aferrado por algo que había leído en Internet, pero por alguna razón para él se había vuelto tremendamente importante que toda la isla de Pemba oliese a pastel de calabaza.
A pesar de eso, el viaje fue encantador. Entre el aeropuerto de Chake Chake y el puerto de Mkoani viajaron por una de las pocas carreteras asfaltadas de Pemba, de modo que, cuando se veía algo, las vistas pasaban demasiado rápido: árboles cargados de papayas cuyo contorno le recordó a Shep, con pesar, los testículos avejentados de su padre; mangos verdes con forma de habichuela; bulbos de árbol del pan que asomaban como minas marinas. El trafico debía de ser raro, pues cuando ellos pasaban, las nativas, vestidas con kungus arlequinados, salían de las sombras de los porches a mirarlos. Al echar un vistazo a las casas de la isla, Shep se preguntó si debía construir Chez Knacker con los bloques de hormigón ligero, no tan pintorescos, de que estaban hechas las casas nuevas o seguir la costumbre de los nativos y aprender la arquitectura más tradicional, con techos de hojas de palma y paredes de barro puestas a secar al sol. Según el conductor, las viviendas tradicionales duraban unos buenos cuarenta años, y las habitaciones eran frescas.
Sin embargo, a medida que se acercaban al puerto donde los esperaba la motora de Fundu, el borde de la carretera no tardó en poblarse de esteras cubiertas por una delgada capa cuyo colorido iba del verde al marrón. Cuando las esteras se multiplicaron —en el borde de la ciudad se extendían hasta la línea central del camino y llegaba a cubrir el asfalto—, la minivan fue inundándose del aroma a pastel de calabaza. Clavos de olor, tendidos a secar al sol. Shep aspiró profundamente y, satisfecho, se reclinó en el asiento. Había comenzado la Otra Vida.
A mil doscientos cincuenta dólares la noche, la «suite superior» de Fundu Lagoon —la última y más cara serie de tiendas, a diez minutos a pie del edificio principal del centro turístico, donde tenían garantizada la máxima privacidad— no era, ni de lejos, el lugar donde Shep planeaba instalarse para siempre. A ese ritmo, la indemnización de Forge Craft no duraría más de uno o dos años. No obstante, el lujo asiático del resort, que no dejaba de tener su lado cómico, era ideal para esa pausa, pensada para recuperarse: comidas servidas en las tiendas, toallas del tamaño de una sábana de algodón egipcio de alta densidad y una generosa provisión de todo lo que Shep pudiera haber olvidado: flexibles sombreros de paja, champú de madera de sándalo, bolsitas de té de hibisco orgánico, repelente para los bichos, espirales para los mosquitos, bolsas de paja para llevar a la playa y un ejemplar de Aves de África, y eso sin mencionar la botella helada de champán y las copas frías que los esperaban a su llegada.
De hecho, fue el champán lo que inspiró a Shep la solución inmediata al problema de Flicka, pues la presión se le disparaba a causa del calor. Dado que la pequeña piscina redonda de la terraza era básicamente un gran cubo de champán, también era el lugar perfecto para meter a Flicka, que podía pasarse el día en el agua fresca y azul y así soportar las altas temperaturas diurnas. Las expediciones al arrecife para practicar snorkel, las clases de submarinismo y las excursiones en lancha, al amanecer, para pasar a toda velocidad entre retozones grupos de delfines, impedirían que Zach se quejase de que en Pemba no había nada que hacer. En cuanto dejó su equipaje, el chico se fue derechito al ordenador con banda ancha que había en la tienda de recreo; es posible que interpretase que el sudor que le empapaba la frente era una señal prematura de que empezaba el mono de Internet. El padre de Shep podría haberse puesto a hojear periódicos viejos, pero no tardó nada en instalarse en una tumbona, a la sombra de un ancho parasol, desnudo de cintura para arriba. Llegó incluso a tomar champan y, mientras contemplaba la playa desierta y los daos y los mtumbwis que surcaban perezosos el horizonte, parecía saborear lo suficiente su milagroso rescate de las cuatro paredes sin vida de Twilight Glens como para poder vivir sin el New York Times. Gabe Knacker sacó la primera novela de la pila de libros de Ruth Rendell y Walter Mosley que Shep había metido en su equipaje, es decir, historias como las que habían provocado su caída en las escaleras de la casa de Berlin. Y Heather, tras explorar la gran tienda principal y el baño interior, y después de jugar con la ducha al aire libre y de subir al primer piso de la tienda de al lado para toquetear las cortinas, hechas con semillas de mangle, se embutió en el bañador y se fue a la playa. Carol la vigilaba, pero con la marea baja la niña llegó a adentrarse durante unos diez minutos y el agua no llegó a cubrirle las rodillas. En esa primera hora en Fundu, Heather ya había hecho más ejercicio del que Shep la había visto hacer en los últimos diez días.
Shep instaló a Glynis en la ancha cama blanca con dosel, para que descansara. Un miembro del personal llegó enseguida con un vaso alto de zumo de maracuyá —natural— y una pajita, que Shep había pedido para Glynis, aunque también la dejó beber unos sorbos de su champán, para bautizarla. Tras quitarle lo que quedaba del traje de calle de pana lisa —lo único que la piel de Glynis soportaba esos últimos meses—, la vistió con el suave y delgado vestido de muselina que había comprado al pasar por la tienda de regalos de Fundu cuando llegaron. Glynis pasó la mano por las sábanas, almidonadas y planchadas, y miró la tela mosquitera, que, recogida, colgaba encima de la cama.
—Así pues, éste es mi lecho de muerte —fue lo único que dijo.
—Es mejor que ese lío de mantas de Crescent Drive, ¿no? Y al menos aquí no tendremos que pagar nada extra por calentar la habitación a treinta y dos grados.
Glynis sonrió.
—Pero ¿qué voy a hacer sin mi Canal Cocina?
—¿No has visto los menús de muestra en Internet? ¿Peto a la parrilla, ensalada tailandesa de carne, suflé de limón? Estás viviendo en el Canal Cocina.
—Bueno, es bastante increíble, Shepherd, aunque llegar hasta aquí fue horroroso.
—Lo sé. Sabía que lo sería.
—No podría volver a hacerlo, y supongo que no tener que hacerlo es una de las ventajas de un viaje de solo ida.
—Para mí tampoco es de ida y vuelta.
—¿Estás seguro de que te quedarás aquí? —Fue la primera vez que intentó sonsacarle algo acerca de la auténtica Otra Vida de Shep, la vida después de Glynis—. Apenas llevas unas horas.
—Lo supe antes de que las hélices del avión dejasen de girar. Y después, en el camino a Mkoani… Se ve que aquí la gente trabaja duro. Puede que ahora tengan teléfonos móviles, pero todo sigue siendo bastante primitivo. Hay más bicicletas y carros de bueyes que coches. Si quieres pescado, vas y lo coges. Si quieres un plátano, vas y lo coges. Es lo que yo busco. ¿Y viste a todos esos hombres junto a la carretera…? ¿Remendando zapatos, reparando bicicletas, desmontando neveras? Estoy harto de que en los Estados Unidos me digan, ah, no, arreglar ese chisme le costará más de lo que vale, vaya y cómprese uno nuevo. En Pemba todo lo importado es caro, pero la mano de obra es barata y la gente es pobre. Por eso reparan las cosas, aquí los aparatos viejos siguen funcionando. Y así es como soy yo, ¿no? Vaya, lo que quiero decir es que éste es el paraíso de un manitas. Creo que podría llegar a entender esta vida. Y creo que no entendía la otra.
—Es posible que yo tampoco —dijo ella, con tristeza—. Estaba tan atrapada en… Tú no eres artista, pero en mi campo las cosas pueden empezar a parecer tan… hostiles. Es como una confrontación, no sólo con el resto del mundo, sino con uno mismo. Vives preguntándote si lo que haces sirve para algo. Pero es probable que Ruby tenga razón, hay que hacer una cosa y pasar a hacer otra. Eso es lo normal, nada muy distinto de tu trabajo después de todo. Ojalá lo hubiera entendido desde el principio.
—¿Ahora te preocupas por la cubertería que hiciste o por la que no hiciste…? Ya puedes olvidarlo. Mira a tu alrededor. ¿Te parece que tiene importancia?
Las cortinas de semillas de mangle se agitaron suavemente movidas por la brisa y produjeron un ruido parecido al de una sonaja. Un mono tota se atrevió a acercarse a la terraza y con toda la frescura del mundo se llevó la mitad del sándwich de queso fundido de Gabe. El sol se hundió un poco más en el horizonte y bañó las tiendas de Knacker y Compañía con el almíbar de un Riesling de la última cosecha.
—No especialmente —dijo Glynis—. Algo en el aire…, la languidez de este lugar. Es difícil imaginar algo de especial importancia.
—Te diré lo que sí importa —dijo Shep, con nostalgia—. Deberíamos haber venido aquí en 1997.
En los días que siguieron —entonces parecieron una eternidad, pero no llegaron a una semana—, Glynis se recuperó milagrosamente, y Shep se permitió esperar que el pronóstico de Philip Goldman hubiese sido demasiado pesimista. Dieron lentos paseos por la playa, inclinándose para recoger conchas. Vieron a los cangrejos meterse corriendo en sus agujeros en la arena, los pájaros que bajaban en picado por encima de los banianos, bancos de diminutos peces plateados que saltaban junto al muelle y luego caían sobre la superficie y rizaban el agua. Al final de la tarde, cuando el despiadado sol de Pemba ya no quemaba, Shep cogía a Glynis de la mano y la llevaba al mar, donde la arena era fina y limpia y el agua aún estaba caliente a causa del calor ecuatorial del día. En la amplia ducha de madera le quitaba la sal de la piel y le enjuagaba los granos que se le habían quedado entre los dedos de los pies. Recurriendo a discreción a la tienda de regalos de Fundu, la vestía para cenar con vaporosos vestidos de algodón y le improvisaba un turbante con suaves pañuelos indios. Para ahuyentar a los mosquitos le ponía repelente detrás de las orejas, como si fuese un perfume caro. Cuando se ponía el sol, se iban al bar situado donde empezaba el muelle y Glynis, por puro gusto, pedía complicados cócteles con papaya y vodka. Es posible que no se terminase la mayoría, pero la mortalidad es el último liberador, y una de las muchas cosas que ya no importaban era la cantidad de alcohol que consumía.
También se le abrió un poco el apetito y en la cena picoteaba una quiche de langosta, pinchaba una anilla de calamar o un poco del jurel a la brasa de Shep. Recordaron anteriores viajes de investigación; Glynis dijo que Pemba le recordaba la cala de Puerto Escondido, en la costa de México. («Ayúdame a hacer memoria», dijo Shep. «¿Qué le pasaba a Puerto Escondido?». «Demasiados americanos», dijo Glynis). Finalmente ella le preguntó por sus planes, qué clase de casa quería edificar y dónde. La tercera noche Glynis llegó a decir, no sin un punto de malicia: «Tú no eres ningún monje, y yo debería saberlo. Supongamos que ella se queda… ¿Por casualidad Carol te parece atractiva?».
Shep no era tan estúpido como para imaginar que su mujer estaba haciendo seriamente de casamentera. Posesiva hasta lo indecible y celosa por naturaleza, hasta hacía poco más de una semana Glynis ni siquiera había querido reconocer que su marido la sobreviviría. Por tanto, Shep repuso acertadamente y sin vacilar:
—Ni pizca.
—¿Estás seguro? —lo provocó ella—. Tiene las mejores tetas del hemisferio norte, y del hemisferio sur también.
—Me gustan pequeñas.
—Porque no has tenido más remedio.
—Además, es demasiado buena —dijo Shep, desechando la idea—. Para mi gusto le falta cierto lado oscuro.
En privado, Shep pensaba que, después de la última entrada de Carol en la cocina de Windsor Terrace, cualquier incipiente «lado escuro» debía de haber florecido a pasos agigantados.
—Tú tampoco tienes mucho lado oscuro que digamos —dijo Glynis.
—Exactamente. Por eso necesito uno.
Shep sintió una gratitud sin límites por ese permiso para hablar de su futuro sin Glynis. Le había resultado imposible no pensar, pero siempre con culpa y no poca superstición, como si deseara que su mujer se muriese o como si le echara un maleficio. Ahora que el tema ya no era terreno prohibido, era la fuente de un asombroso humor.
—Ya sabes que tengo pensado enterrarte en el jardín trasero —dijo Shep durante los postres—. Como si fueras un perro.
Se acostaron; la pelea entre Flicka y su hermana en la tienda de al lado terminaron tapándola el canto de las cigarras y el griterío de los gálagos en las ramas. Shep le leyó a Glynis unos párrafos de Hemingway. Le cantó canciones que recordaba de la infancia, cuando su madre los metía a él y a Beryl en la cama; su madre tenía la voz clara y entonaba bien, y la versión deTaps que hizo Shep creó en la tienda la grata ilusión de que estaban protegidos: Ha pasado el día. El sol se ha ido… de las colinas, del lago, del cielo. Todo está en calma, duerme tranquila. Dios está cerca.
La cuarta noche a la luz de las velas, Shep le hizo un masaje podal con aceite de limoncillo; tras tantas caminatas en la arena, tenían las plantas de los pies como pasadas por piedra pómez. Shep le pasó el aceite por las arrugas de las pantorrillas atrofiadas y siguió por la nítida y clásica cuesta de las tibias, esa línea exquisita con la que ni el cáncer había podido. También le pasó aceite por la parte interior de los muslos, donde la piel se había aflojado a causa de la poca carne que tenía que cubrir. Hizo una pausa para echarse otra cucharada en la palma de la mano, pero cuando llegó al abdomen de Glynis, ella le cogió la muñeca. Shep imaginó que aún tenía la cicatriz sensible y que no quería que se la tocara, pero en ese momento ella empujó su mano aún más abajo, apretando la palma llena de aceite contra la única parte de su cuerpo en la que le había dolido de verdad ver que perdía el vello. Él enarcó las cejas como preguntando qué ocurría.
—La tela mosquitera —dijo ella—. Se parece mucho al dosel de un tálamo nupcial, ¿no?
En efecto, se parecía mucho.
Esos días en que la enfermedad remitió fueron preciosos, un puñado de días en que el sol africano devolvió el color a las mejillas de su mujer y que bastó para justificar el trajín del viaje.
Shep no podía dar fe de su valor para el resto del mundo, pero para él esos días juntos en Pemba valían dos millones de dólares. No obstante, el respiro fue breve. Una mañana, al despertar, vio que las sábanas estaban manchadas de rojo. Glynis ya no tenía el periodo desde hacía varios meses. Lo que le sangraba era el culo.
Ése fue el final de los paseos por la playa, pues Glynis ya no podía ir más allá del cuarto de baño, y con ayuda. Tenía dolores, y por primera vez Shep echó mano de la morfina líquida.
Shep estaba en Marruecos con Glynis cuando su madre tuvo la embolia de la que nunca se recuperó. Jackson se había ido de este mundo de la manera más brusca imaginable, y otros contemporáneos suyos tenían una salud de hierro. Se mortificó pensando que su experiencia de la muerte vista de cerca se había limitado al cine y la televisión. En la pantalla, los personajes en fase terminal yacían quietos en su lecho de hospital, decían entre dientes algo conmovedor y dejaban caer la cabeza. No duraba mucho, y la muerte en sí era tan sencilla y limpia como el movimiento que hacemos para apretar el interruptor y apagar la luz.
Para los directores de cine, la muerte era un momento; para Glynis, la muerte era un trabajo.
Durante dos largos días con sus noches, sus órganos fueron dejando de funcionar poco a poco. Lejos de sufrir el estreñimiento que le producía la quimioterapia, ya no podía retener ninguna sustancia y empezó a secretar por todos los orificios. Vomitaba con sangre. Tenía diarrea y evacuaba con sangre. Orinaba con sangre. Tal vez fue una ayuda haber avisado antes a la dirección de Fundu, pues el personal fue muy amable con las sábanas, que cambiaba dos veces por día cuando Shep llevaba a Glynis fuera y la hacía echarse en una tumbona. Los africanos no parecían inmutarse. Shep intuyó que ya habían visto eso antes, y que sus propias versiones de la muerte se parecían muy poco a un interruptor de la luz.
—¿Quiere llamar a médico? —preguntó uno de los porteadores de más edad tras llevarse a Shep a un lado. Cuando él negó con la cabeza, el hombre le dijo—: No, no médico hospital en Mkoani. JJganga. Muy fuerte en Pemba. Poderosa línea de energía pasar por debajo de la tienda.
—¿Uganga? —dijo Shep, que ya había aprendido la palabra—. Gracias, pero no. Hemos dado la espalda a nuestra propia magia negra. No vamos a ponernos en manos de brujos que apenas se diferencian de los nuestros.
Shep y los otros cinco pasaron las noches en vela. Cuando Glynis se despertaba, agitada, gritando, él le impedía bajar de la cama o le ponía la cabeza en su regazo. Puso los CD favoritos de Glynis en su reproductor portátil y dejó que sonaran sin parar: Jeff Buckley, Keith Jarrett, Pat Metheny. Según su padre, lo que más necesitaba Glynis era el contacto sencillo y animal, que la tocasen. El arrullo constante de una voz humana, y no importaba nada lo que dijese. Así, para calmarla, Shep le contó cosas de Pemba, todo lo que le habían dicho los porteadores, las criadas, las camareras, contentos de que alguien se interesase por su isla.
—Clavo de olor —entonó, en voz baja y acompasada—. Esta isla solía ser la principal productora mundial de clavo. Nosotros no pensamos mucho en el clavo de olor, salvo para ponerlo en los melocotones o en pasteles, pero antes era increíblemente importante, como conservante o como anestésico. ¿Sabías que hubo una época en que el clavo valía más que su peso en oro? El gobierno de Pemba controla estrictamente las cosechas y todos los campesinos tienen que vendérselas al gobierno, y a un precio muy bajo según me han dicho. Por eso hay contrabando de clavo de olor, ¿puedes creerlo? Contrabandistas que llevan a Mombasa sacos llenos en esas barcas llamadas jihazzis. Allí se lo pagan mejor. Es muy peligroso, y si te pillan, te meten en la cárcel. Pero la pena es que ahora el mercado ha hecho implosión. Ya no se emplea mucho para usos medicinales, y con la refrigeración tampoco se necesita como conservante. El principal mercado es el de los cigarrillos aromáticos de Oriente Medio.
Glynis se revolvió en la cama.
—Si ya no hay mercado… —dijo entre dientes—, ¿para que arriesgarse a ir a la cárcel?
Shep no había esperado oírla, y se sintió orgulloso de ella al ver que lo escuchaba; orgullo porque Glynis se esforzaba por seguir presente, por seguirle la corriente a su marido, por interesarse y mantener una conversación. A ella siempre le había gustado conversar, uno de los muchos placeres en los que no nos detenemos a pensar hasta que están a punto de quitárnoslos. Hablar, pensó Shep, era uno de los grandes placeres de la vida. Y echaría mucho de menos sus conversaciones con Glynis.
—Me imagino que lo hacen porque aquí poco dinero, incluso esa pequeña diferencia por kilo de una cosecha que a nadie le interesa mucho, es mucho dinero. Ésa fue siempre la idea en la que se basó la Otra Vida, ¿no? De todos modos, lo extraño es que los wapemba no usan el clavo de olor en su cocina. Para ellos es un afrodisiaco. O como me dijo un conductor, «bueno para los asuntos caseros».
Glynis rió, pero reír la hizo toser. Shep le acercó un pañuelo a la boca y le limpió la flema rosácea.
—«Yo era capaz» —dijo Glynis al recuperarse, con una sonrisita maliciosa—, «luego vi Pemba».
Cualquiera que fuese la alusión, a ella pareció hacerle gracia, pero Shep no la capto. Y sintió un ramalazo de arrepentimiento al pensar que nunca había ido a la universidad.[3]
Por desgracia, al segundo día ya no pudieron seguir hablando. No al menos en el sentido en que alguien podría echar de menos hablar.
—Duele —decía Glynis, y él le ponía otras dos gotas de morfina en la lengua. «No», decía, sin responder a ninguna pregunta. «Mierda», decía. «Oh, Dios», y apretaba la sábana con tanta fuerza que al soltarla quedaba toda arrugada. «Calor», decía, o «frío». Darle trocitos de hielo, acelerar las revoluciones del ventilador de techo o subirle o bajarle las mantas tenía que ser suficiente para satisfacer esa idea absurda de que no lo pasara mal.
Carol había preguntado si convenía mantener alejados a los niños, pero Gabe Knacker la instó a hacer exactamente lo contrario. Presenciar una muerte, dijo, debería ser parte de su educación, o era, quizá, el principio de una educación. Podría ayudar a Heather a aceptar el destino de su padre en lugar de repetir ese suplicio que era la canción del anuncio televisivo de Randy y hacer acopio de pain au chocolat durante el desayuno. Podría incluso desalentar a Flicka para que no hiciera referencias groseras y displicentes a su propia muerte, y en cuanto a Zach…, Glynis era su madre. Así, hicieron participar a los tres, que se turnaban para refrescar la frente de la enferma con un paño húmedo, para abanicarla con ejemplares del Africa Geographic y ahuecarle las almohadas.
Sin embargo, tras una dosis generosa de morfina, hubo momentos de calma durante los cuales Glynis se sumía en un sueño superficial, y dos días y dos noches sin pegar ojo eran una vigilia muy larga. Demasiado larga para sentirse siempre afligido, para mantener, sin flaquear, un punto de dolor. Así, cuando Carol reprendió a las niñas, que reían por alguna tontería, Shep les dijo que no se preocupasen; de hecho, reír estaba bien. Y hay que reconocer que durante la guardia junto a la cama de la moribunda pasaron también unos ratos maravillosos. La primera noche, Carol, Shep y Gabe compartieron una botella de whisky, y a partir de entonces no dejaron de beber cabernet, cerveza Kilimanjaro y más champán. La cocina del hotel les llevaba a la tienda una suculenta tabla en cada comida: montones de mangos, piñas y papayas; colas de langosta a la parrilla y mandioca cocida, bufés enteros de bollos de chocolate, éclairs de crema y tarta de coco. Shep animó a los niños a que fuesen a nadar o a que le hicieran compañía a Flicka en la pequeña piscina cuando el calor arreciaba por la tarde. Y admiró el botín que recogieron en la playa, unas conchas raras que colocaron como ofrendas alrededor de la cama.
Sus ofrendas fueron obras de la propia Glynis. El segundo día, después de ponerse el sol, encendió las velas largas y delgadas que había en la tienda y desenvolvió los cubiertos que había metido en la bolsa en Crescent Drive. Colocó las piezas en los estantes, apoyando los cubiertos para servir ensalada contra las conchillas de Heather hasta que el vidrio púrpura captó la luz de las velas. Los palitos chinos de plata los insertó en trozos de coral de la costa de Pemba, hasta que se alzaron en la actitud dinámica que podrían haber adoptado si hubieran estado guardados bajo llave en el Museo Cooper-Hewitt. Las pinzas para el hielo las apoyó contra el cubo del champán, cubierto de gotas tras enfriar otra botella, y las orientó de manera tal que las incrustaciones de cobre y titanio brillasen cuando se las miraba desde la almohada del centro de la cama. La pala para pescado la puso de modo tal que pareciera retorcerse cuando la iluminaba el parpadeo de una llama cercana, plata refulgente como los bancos de peces que saltaban alrededor del embarcadero de Fundu.
Le había asegurado a Glynis que su diligente producción de obras en metal no tenía mayor importancia, pero él deseaba que hubiese más. Ella se había reencarnado astutamente en un material mucho más duradero que la carne, y no tan inconstante. Los cubiertos la sobrevivirían a lo largo de muchas generaciones.
Amarilla a la luz de las velas, la gasa de la tela mosquitera caía formando sedosos pliegues alrededor de la cama. Las olas que lamían la playa los arrullaban a menos de cien metros de la tienda, y era de agradecer que por la noche refrescase. Las cigarras entraban y salían al ritmo de las aspas del ventilador. Contemplando la escena, Shep pensó: He hecho todo lo que he podido.
Aunque dudaba de que Fundu lo anunciara en su página web, ése era un hermoso lugar para morir.
Con todo, la noche fue larga, otra noche sin dormir. Carol y su padre lo relevaron y se turnaron para cogerle la mano a Glynis mientras ella se retorcía, pero Shep, que tenía miedo de no estar ahí cuando llegase el momento, no los dejó tomar el mando durante más de unos minutos por vez.
Alrededor de las dos de la mañana, Glynis dijo, como si estuviera borracha:
—No lo soporto más. —Y se echó a llorar—. No puedo…
—No tienes que soportarlo más, Ñu —dijo Shep, girándole la cabeza para echarle más morfina en la lengua.
Shep tampoco lo soportaba más, aunque, por supuesto, soportaría. Le daba vergüenza confesárselo, pero a ratos se aburría y esperaba que todo terminase cuanto antes. Pues la vida juntos tal como la habían entendido había terminado en el instante en que Glynis anunció que tenía cáncer.
Convencido desde siempre de que la declaración de amor hay que racionarla, había repetido «Te quiero, Glynis» tantas veces que esos últimos dos días el estribillo corría el riesgo de mezclarse en más parrafadas sobre el clavo de olor. Pero recordó esa caja de cigarros llena de moneda extranjera que había en su mesita de noche en Elmsford, en la que había guardado unos cien dólares en billetes portugueses. Ahora que la Unión Europea tenía el euro, ya no eran moneda de curso legal, sino un mero souvenir. Así, del mismo modo en que debería haber gastado esos escudos en la tienda libre de impuestos del aeropuerto de Lisboa, gastaba su pasión de un modo desenfrenado mientras aún podía hacerlo.
—¿Por qué ronca Glynis? —preguntó Heather a eso de las cinco, tras haberse acercado desde su tienda.
—Porque está muy, muy cansada —susurró Carol—. Ahora vuelve a la cama y duerme.
Habría sido difícil que los chicos durmieran. Los ronquidos resonaban en todas las tiendas y amenazaban con ahuyentar a los gálagos. Shep sujetaba a su mujer y volvía a decirle bajito que no había nada que temer, aunque, por supuesto, él no tenía ni idea. Cuando sobre el mar brillaron los primeros rayos rojos del sol, Glynis pareció querer decir algo que sonó como «Sheh…, sheh…».
Shep acercó el oído a los labios de Glynis. Y ella exhalo en su tímpano un suspiro caliente que no volvió a aspirar.
No hubo últimas palabras ni confesión a la hora de la despedida, ninguna revelación cataclísmica antes de que la cabeza de Glynis cayera fláccida sobre la almohada. Pareció justo. Es probable que la mayoría de los dolientes prefiera que no haya últimas palabras. Bastante tienen ya con los años de vida que les dejan los muertos.
En la antigua Inglaterra, un knacker compraba animales ya inservibles o enfermos, o las reses, para hacer con ellos comida o abono. Puede haber parecido un mote morboso, pero en su día el oficio era respetable, y el apellido entronca con la tradición medieval de llamar a un hombre según su ocupación. Además, con las connotaciones protectoras de sus nombres de pila, el arco formado por Shepherd Armstrong Knacker siempre había tenido algo de grande y generoso, ya que simbolizaba los cuidados, el trabajo duro y el sepelio que en cada etapa de la vida todo hombre bueno realiza por sus hermanos, y ellos por él.[4]
En los años que siguieron a la muerte de Glynis, Shep fue fiel a su bautismo. A los que lo conocían no les sorprendería saber que ese hombre habilidoso no se retiró a una isla africana a beber un cóctel tropical tras otro bajo una sombrilla. Sus habilidades con una llave inglesa y una sierra eran muy solicitadas en Pemba, sobre todo después de que los lugareños se enterasen de que Shep iba a domicilio gratis. Con la ayuda de una organización benéfica árabe, acometió el proyecto, más ambicioso, de cavar un nuevo pozo comunitario; en la isla no había suficiente agua potable. Echar una mano fue una buena inversión, por supuesto. A su vez, los wapemba le enseñaron técnicas infalibles para capturar jurel gigante, las reglas del bao, los complicados detalles de la adquisición de tierras en Tanzania y a untar la mano a los aduaneros para conseguir otra caja de lágrimas artificiales. (A Jackson le gustaría saber que su paradigma Gili-Gorrón se podía trasladar sin problemas a otros continentes. Toa kitu kidogo era una frase repetida con tanta frecuencia en Tanzania, que solía abreviarse por sus iniciales, TKK: «dame alguna cosita»).
Aunque sus relaciones con los nativos eran cordiales, Shep procedía de un mundo diferente, y en Pemba nunca llegó a reproducir del todo las mismas bromas desinhibidas ni esas «justas» que eran las caminatas rituales con Jackson por el circuito de Prospect Park. Con todo, los intercambios con sus vecinos fueron útiles para progresar con el swahili, y ser diferentes no impidió que ambas partes fuesen cálidas. Por asombroso que parezca, Pemba era el único lugar de Africa en que había estado donde no todo el mundo quería sacarle algo, es decir, donde niños y mzees por igual veían a ese mzungu en la calle y gritaban «Jambo! Habari yako!» porque se alegraban de verlo y no porque querían su reloj.
El trabajo físico duro pronto hizo desaparecer los vestigios del cremoso puré de patatas que Glynis había dejado sin tocar. No obstante, por muy ocupado que estuviera, Shep siempre dormía bastante, y dormir era uno de los placeres de la lista —léase, uno de los primeros placeres de la lista— que los estragos del mesotelioma le habían enseñado a disfrutar a diario y deliberadamente. Dormir se sumaba a placeres como conversar, pensar, ver, estar —que significaba no hacer absolutamente nada de vez en cuando y no sentirse aburrido en lo más mínimo—, a unas duchas largas sin preocuparse en absoluto por el medio ambiente y a no hacer el tonto en un atasco de hora punta en la West Side Highway.
Tras dominar las bizantinas paparruchadas socialistas sobre la propiedad —los burócratas de Dar es Salaam compraban la tierra por uno y uno se la compraba al gobierno, con mucho TKK de por medio para allanar el terreno—, Shep compro un muy buen terreno en la costa, justo en las afueras de Mkoani, que solo le costó, aunque parezca mentira, diez mil dólares. Conseguir la residencia para él y los otros cinco refugiados a su cargo pudo ser un robo a mano armada, pero sólo en Tanzania; por suerte, los ladrones de Dar no tenían ni idea de lo mucho que habría pagado para quedarse en Pemba. Así, incluso después de comprarse una furgoneta y una pequeña fueraborda, las transferencias de Zúrich a la sucursal de Chake Chake del Banco Popular de Zanzíbar no afectarían apreciablemente a sus reservas financieras ni durante décadas. (Para consternación de su banquero, el dinero lo depositó, de manera muy conservadora, en una nada llamativa cuenta de ahorros que ofrecía un tipo de interés irrisorio. Shep había dicho que no a quienes le habían insistido en que con inversiones «un poco» más arriesgadas podía hacer una «fortuna», pues nada podía importarle menos que hacerse rico cuando en el marco de referencia de su país de adopción ya era inconmensurablemente rico. Y por eso se atuvo a lo que llamó el principio principal: sobre todo, conservar lo que tenía). En realidad, los nativos le agradecían tanto que los llevara a la ciudad, que les reparase las cañerías (siempre y cuando las tuviesen, lo cual era raro), que les soldara las destartaladas cocinas y la ayuda que prestaba toda su alegre familia quitando los tallos de los clavos de olor de la última cosecha, que era rara la vez en que le dejaban pagar algo en el mercado, y Shep podía pasarse semanas enteras en que solo se llevaba la mano al bolsillo porque se ofrecía voluntario a pagar la matricula escolar del hijo de un vecino.
Se preguntó, por supuesto, si la indemnización de Forge Craft por daños y perjuicios estaba o no exenta de impuestos.
Según Mystic, todo dependía de si el acuerdo al que había llegado «lo resarcía» —una preocupación asombrosamente espiritual para los funcionarios y que quería decir: nada que a ellos les importase—. La idea de que una cantidad de dinero, cualquiera que fuese, pudiese «resarcirlo» —pudiese llenar el vacío que había dejado esa mujer maravillosa— era tan insultante como el hecho de que los abogados de Forge Craft hubiesen calculado el valor de Glynis basándose en la frecuencia con la que había hecho la colada. En cualquier caso, Shep descubrió que él más bien deseaba que no estuviese exenta. Si los federales querían pasar por cuatro vuelos, tres escalas y un viaje en minivan, que fuesen y lo pillaran.
Con la ayuda cada vez más competente de Zach, Shep construyó una casa, modesta para sus estándares, pero lujosa para los de Pemba. Con un armazón de bloques de hormigón para hacerla más sólida, por fuera estaba cubierta con fango rojo tradicional, porque a Shep le encantaba cómo quedaba —horneado al sol, una versión más informal de la terracota española—. Los suelos eran de mangle pulido —oscuro, algo tristón, agradable a los pies descalzos—. Techó la casa con auténtico cartón alquitranado, que luego cubrió, con muy buen gusto, con makuti, las hojas secas del cocotero, siguiendo otra tradición local. La primera habitación que terminó fue la de Flicka, que así pudo dejar el hotel de Mkoani, en el que, aunque era una degradación vertiginosa comparado con Fundu Lagoon, al menos había aire acondicionado. El suministro eléctrico de la isla era esporádico, por lo cual Shep decidió importar de Zanzíbar un generador; pronto un pequeño aparato empezó a resoplar para refrescar el refugio de Flicka. Tras los gélidos veranos en Randy, él personalmente se lo habría ahorrado, pero para Flicka el aire acondicionado no era un lujo, sino la salvación.
Shep nunca habría dicho que su hijo fuese hábil o que tuviese talento para la mecánica. Sin embargo, en cuanto el muchacho abandonó su hosca resistencia a Pemba considerándola una batalla perdida, se dedicó de lleno a un nivel de tecnología que por fin entendía. Resultó que padre e hijo eran constitucionalmente afines, y Zach empezó a sentirse muy cómodo con los mismos materiales de los primeros años de la edad adulta de su padre: madera, piedra, cemento. No tardó en ser un carpintero y un albañil competente, y tampoco tardó nada en convertirse en un hábil mueblista con la madera de mangle de la isla. Dio otro estirón, y también se le redondearon los hombros, y al final llegó a parecerse a su padre, aunque a Shep le apenó ver que en Zach ya no quedaba nada de las líneas de la madre. Cuando la casa estuvo terminada, Zach ya le había tomado el gusto a la actividad. Tras aprender submarinismo con el equipo de Fundu, empezó a trabajar para el resort como monitor de buceo. Lo triste era que para trabajar tenía que irse a lá laguna en una motora. Con todo, Shep no podía estar más contento. El pálido hikikomori había salido de su habitación.
Mientras tanto, Carol volvió a ejercer de jardinera paisajista, una vocación que había sacrificado cuando empezó a trabajar para IBM por el seguro médico. Franchipanes, magnolias, eucaliptos, acacias, jazmines, jacarandás… Todo crecía rápido en ese clima ecuatorial. Por supuesto, tuvo que incluir en sus «paisajes» las absurdas fuentes de Shep. Constructos estrambóticos hechos con cocos, raíces de mangle, caracolas, aletas de buceo y los omnipresentes zapatos de plástico de África, las fuentes eran un capricho teniendo en cuenta la escasez de agua, pero él ya había cavado un pozo en la nueva casa. Delante, Carol plantó árboles frutales; mangos, plátanos y papayas que facilitaron los endiablados experimentos de Shep, empecinado en fabricar gongo, o «lagrimas de león», la bebida alcohólica ilegal, y letal, del archipiélago. Carol también tuvo su huerto en la parte trasera de la casa, con sus plátanos macho, sus mandiocas y sus zanahorias, y llegó a ser una experta en coir, las fibras tejidas de la cáscara del coco, con las que se hacían esteras y cestas. Volvía de los viajes al mercado de Chake Chake cargada de fantásticos lienzos con hipopótamos, gacelas y cálaos, todo en el estilo naif llamado tinga-tinga. Adornada con kangas a modo de cortinas, siempre llena de flores, y reluciente con los cubiertos de Glynis, recién pulidos, por dentro la casita era realmente alegre.
Carol renunció a escolarizar a Flicka en casa; las protestas de la adolescente, en el sentido de que aprender a resolver ecuaciones era una total y absoluta pérdida de tiempo, tenían más peso en una isla agrícola situada en la costa oriental de África. Flicka compensó el boicot a las clases devorando los libros que Shep llevaba de tiendas de segunda mano cuando iba en ferry a Stone Town a buscar provisiones. (En cuanto a las ambiciones literarias de Shep, cabe decir que nacieron muertas; terminaba el día tan maravillosamente cansado que le bastaba una página para quedarse dormido. Puede que no estuviera hecho para leer novelas; él prefería vivir una buena historia a leerla). Heather no se salvó tan fácilmente de las tutorías, pero en su tiempo libre llegó a ser una nadadora excelente. Y consiguieron que dejara los antidepresivos. Gracias a una dieta a base de pescado y fruta, se volvió alta y esbelta, y prometía ser tan guapa —ahora que Glynis no podía oírlo, Shep admitía ese adjetivo— como su madre.
Liberado por fin de las reiteradas reinfecciones que le ocasionaba el personal portador de la bacteria en una institución en la que el bicho se había vuelto endémico, Gabe Knacker derrotó al clostridium dijficile y, para alivio de ambas partes, ya no necesitó la ayuda de Shep diez veces al día para ir al lavabo. Haciendo con aplicación los ejercicios de fisioterapia que había aprendido en Twilight Glens, el viejo no sólo recuperó la fuerza que tenía antes de la caída, sino que incluso la superó y empezó a dar rápidas caminatas diarias de varios kilómetros por la playa. Tras terminarse todas las novelas de detectives, decidió escribir él mismo, a mano, una policíaca. No esperaba publicarla, dijo, pero si ahora su familia se estaba construyendo su propia casa y pescando los peces que iba a comer y tejiendo sus cestas, no entendía por qué no debía picarle a él el gusanillo de la autosuficiencia y ponerse a escribir sus libros.
Nunca terminó el manuscrito. No obstante, a Shep lo alivió ver que ese padre digno y formidable no acabó sus días cagándose en los pañales de una residencia. En cambio, y tal vez sobrestimando ese nuevo vigor, un día el viejo quiso arrancar un tentador mango maduro y murió respetablemente, victima de la causa principal de heridas traumáticas en Pemba, que, según los médicos chinos del lugar, era un problema médico mucho más pernicioso que la malaria o el sida: caerse de un árbol.
Enterraron a Gabe Knacker en la parte trasera de la casa, al lado de Glynis. Shep le debía África a su padre, y el lugar de su eterno descanso parecía apropiado. Tras echar la última palada de tierra, dijo unas palabras cariñosas, feliz por no tener que leer pasajes de la Biblia. Gabe Knacker nunca había vuelto a creer en Dios, pero sí recuperó la fe en su hijo, lo cual probablemente era más importante.
Fue una suerte que Shep dejara espacio libre en su cementerio casero. Como él, Flicka se había enamorado de Pemba a primera vista y nunca sintió nostalgia de Brooklyn. Se hizo popular entre los nativos, y aprendió a contar sus chistes en swahili. Entre los wapemba, las minusvalías, las enfermedades degenerativas y la anomalías genéticas eran comunes, y ellos parecían sentirse cómodos con una chica que tenía una extraña nariz ganchuda y el mentón saliente, y que andaba dificultosamente cerca del suelo cubierta con kangas de la cabeza a los pies para protegerse del sol. Así y todo, una isla africana donde el calor era sofocante era el peor lugar del mundo para un enfermo de DF, y cada vez que Flicka tenía una «crisis» y sufría esas espantosas arcadas, Shep se maldecía por haber sido tan irresponsable de llevarla con él. No obstante, ¿quién podía decir que esa misma noche no habría ocurrido lo mismo en Nueva York? Después de cepillarse los dientes, de ponerse las lágrimas artificiales, de embadurnarse los ojos con vaselina y envolvérselos con film, una noche como todas las demás Flicka se fue a la cama arrullada por su aire acondicionado privado y nunca despertó.
Y eso la salvó de tener que cumplir su antigua promesa de poner fin a una vida que, como ella misma juraba con frecuencia, era un fastidio mucho mayor de lo que valía. Ni Shep ni Carol se lo habían tomado jamás en serio, hasta que, con gran dolor, se pusieron a recoger las cosas de esa niña ya no tan niña. Escondido en una pequeña mochila que —ahora que lo pensaban—, Flicka siempre llevaba a todas partes, descubrieron un tesoro oculto de pastillas. En efecto, a esa mochila habían ido a parar todos los medicamentos que —ahora que lo pensaban— habían desaparecido misteriosamente: los antidepresivos de Twilight Glens que Gabe había dejado de tomar; las sobras del Zoloft de Heather; el «mazapán» que Glynis no había llegado a tomar y, lo más desconcertante de todo, el resto de la morfina líquida. Ahora ya no tenían manera de saber si Flicka alguna vez planeó de verdad largarse de una buena vez o si simplemente había tenido la mochila a mano como una especie de talismán, una linterna mágica en la que aún quedaba un deseo. Sea como fuere, a Flicka sin duda le gustaba saber que tenía el acceso asegurado a su opción nuclear privada; de ese modo, vivir otro día más, con sus medicamentos e infecciones y lecciones para aprender a tragar, dejó de ser una sentencia para pasar a ser una opción.
Así pues, con tres obsequios al suelo de Pemba, el knackerya tenía al trío completo.
Había sido inevitable, por supuesto, que el grupo de siete se contrajera hasta quedar reducido a cuatro, y con Zach pasando cada vez más tiempo en Fundu Lagoon, en la práctica eran una familia de tres. Los gritos de Beryl cuando llamó al teléfono móvil de su hermano fueron la manera de expresar su indignación por el «depravado» y «abusivo» secuestro de su padre, y era probable que excluyeran la posibilidad de que su hermana quisiera engrosar sus filas. (A Beryl la puso furiosa que al final Shep estuviese viviendo mejor que ella. Su hermano, el empresario conformista, el «filisteo», de repente se vuelve loco y se larga a una misteriosa isla tropical. Mientras tanto, la verdadera artista, la auténtica aventurera de la familia, seguía sin poder salir de la casa en la que creció, en la que hacía frente a los helados pasillos enfundada en dos jerséis y un abrigo de pieles de segunda mano mientras intentaba dar forma a un documental sobre la «pobreza energética»). Amelia, en cambio, a causa de los frecuentes correos de Zach en los que su hermano le describía con todo lujo de detalle el buceo, los delfines y los amaneceres diáfanos, había empezado a envidiarlos. Forzada a buscarse un trabajo de verdad (venta de «derivados», fueran lo que fuesen), ahora que su padre no la subvencionaba prometió ir a visitarlos, si no fugarse. Shep se inquietó; la tendencia de Amelia a enseñar el ombligo y a usar téjanos que apenas le tapaban el vello púbico no tendría muy buena acogida en una isla de mayoría musulmana. Pero mientras se cubriese los hombros y llevara faldas hasta la rodilla, Shep podía ver cómo una peregrinación a la tumba de Glynis ayudaba a mitigar la pena de la hija por haberse perdido esa vigilia extrañamente festiva junto al lecho de su madre.
Ah, sí, los tres eran una «familia» sólo en sentido amplio, pues Carol y Shep dormían castamente en habitaciones separadas. Al menos así lo hicieron hasta que una noche, después de la cena, y mientras Heather se iba a nadar a la luz de la luna, Carol le formuló una pregunta que lo dejó pasmado.
—¿Tú por casualidad tienes la polla realmente grande?
A la mañana siguiente, tras una lacrimógena confidencia —y Shep deseo que Carol se hubiese quitado esa espina del pecho mucho antes—, él consiguió entender el contexto. Por la noche se había limitado a reír y a decirle que sólo había una manera de saberlo.
Desde el comienzo mismo de esa «fantasía de huida», Shep había sido consciente de los riesgos que entrañaba. Durante años la gente le advirtió que huir era imposible. Tarde o temprano toda isla «paradisiaca» sería una decepción. Que se sentiría solo, le decían. Que desearía estar en compañía de gente como él. Que descubriría que era americano hasta la médula y que nunca podría integrarse en una sociedad que creía en el vudú. Que echaría de menos los cines, los buenos restaurantes y la televisión por cable. Según Beryl, volvería a Westchester tapándose la cara de vergüenza y en menos que cantase un gallo. Porque lo que había querido hacer desde el principio era librarse de la única bestia que sin duda lo seguiría a donde quiera que fuese: él mismo.
Estaban todos llenos de mierda. Era fantástico.