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Sheperd Armstrong Knacker

Union Bancaire Privée - N.° de cuenta 837-PO-4619

Fecha: 21 de febrero de 2006

Nuestra referencia: 948378

Transferencia: 800 000 dólares

Shep hizo el equipaje con una seguridad que era fruto de numerosos ensayos. Más que escoger unos cuantos utensilios al tuntún, esta vez pensaba llevarse toda su fiel caja de herramientas, con la que había cargado de trabajo en trabajo desde los primeros tiempos de Knack. Al fin y al cabo, esas viejas llaves inglesas, esos punzones y alicates, eran sólidos y resistentes, y de una calidad hoy imposible de encontrar. Tras envolver las herramientas en papel de periódico en perfecto estado, hojas de un New York Times que nadie había leído, colocó los paquetes dentro de la familiar caja de dos pisos de manera que encajasen a la perfección. La mayor parte de la pintura roja, una vez brillante, se había saltado, como les ocurre a esos queridos cochecitos de la infancia. Shep ordeno las herramientas para que no hicieran ruido; después aseguró los cierres de metal. Envolvió la caja en una manta que cogió de entre las muchas piezas de ropa de cama que planeaba abandonar sin problemas y después la ató bien fuerte con cordel.

Esa caja había sobrevivido, casi intacta, treinta años, y él no quería que, vieja y chocha ya, se abollara en las cintas transportadoras de equipaje. Y con ese mismo cuidado trataría pronto a su cargamento animado. Le daba absolutamente igual la probabilidad de tener que pagar exceso de equipaje por la caja de herramientas.

Acto seguido envolvió y metió en una caja la Fuente de la Boda, a la que le había instalado una nueva bomba. Sacó del cajón de la cocina los cubiertos de Glynis —la pala para pescado con incrustaciones de baquelita, los palitos chinos de plata, las pinzas para el hielo, de cobre y titanio—, todos convenientemente envueltos para el transporte en amorosas capas de fieltro verde agua. Llegó incluso a subir a la carrera al desván para rescatar la sencilla lámina de plata con su única y temblorosa incisión de menos de tres centímetros. Como antes, el StairMaster, la centrifugadora de ensalada, los muebles grandes y pesados, quedarían felizmente atrás, por supuesto, pero todo lo que hubiera salido de la mano de Glynis tenía garantizado un lugar en la bodega del avión de ZanAir.

Se había informado sobre el tiempo que haría, y al parecer dos o tres prendas ligeras serían suficientes para la mayor parte del año; no obstante, el día anterior había comprado equipo de lluvia de primera calidad de Paragon, para la estación de los monzones. Como había enviado un correo a la dirección de Fundu Lagoon, ahora estaba informado sobre el tema electricidad. Preparado para la corriente europea de 220, metió en la maleta tres transformadores que se conectaban con tomas de la variedad británica de tres clavijas. Tras coger un puñado de cabezales para el cepillo de dientes, desatornilló el cargador del Oral-B de la pared del cuarto de baño. No quería para él la descuidada y casi inexistente higiene dental del Tercer Mundo, y decidió llevar los cepillos eléctricos.

Esta vez fue un alivio no sentirse avergonzado ni tener que hacer todo eso a escondidas, poder moverse haciendo mucho ruido por el pasillo y dejar que las tablas crujiesen bajo la alfombra, todavía con las manchas de la hemorragia nasal de Glynis de la primavera pasada; no preocuparse si los destornilladores chocaban entre sí descaradamente mientras los envolvía en papel de periódico. Por lo demás, el ejercicio era una repetición fiel, como si hubiera llevado a cabo concienzudos simulacros de incendio cuando la casa estaba realmente en llamas: cinta adhesiva reflectante; un surtido de tornillos, pernos y arandelas; lubricante de silicona; sellador plástico; gomitas; un rollo pequeño de alambre. Una linterna, para los cortes de luz, y una buena reserva de pilas AA. Pastillas de Malarone y un tubo nuevo de cortisona para la afección de la piel en el tobillo que no había mejorado por culpa del estrés de ese último año, digno de Job. Esta vez, un paquete de enemas, antibióticos en cantidades exageradas y, bien protegida entre los calcetines, la morfina líquida.

Para mejorar el simulacro de enero, había comprado un diccionario swahili—inglés/inglés—swahili más grueso y más serio, algo mejor que un mero manual de conversación para viajeros. También había ido separando las páginas de la sección de arte de los periódicos de los últimos meses y había arrancado los crucigramas; llevaba años sin tiempo libre para dedicarse a ese frívolo pasatiempo. Siempre había sido un desastre resolviendo crucigramas, y con la falta de práctica aún lo haría peor, lo cual, mirándolo bien, era una ventaja. Así le durarían más.

Sobre el material de lectura había reflexionado con más detenimiento. Ver de cerca lo que revólveres de verdad hacían a gente de verdad le había quitado las ganas de ponerse a buscar descripciones superficiales de episodios de falsa violencia escritas por gente que no tenía ni idea de lo que decía; por tanto, descartó los thrillers. Tampoco le atraían los panfletos alarmistas, por ejemplo, sobre el cambio climático o el auge del terrorismo islamista, si tenían razón, la catástrofe se produciría sin pedir permiso y sin que él tuviera que leer nada al respecto. Y nunca le habían gustado las novelas serias, nunca había tenido tiempo. Pero ahora compraba tiempo. En consecuencia, cuando el día anterior fue a Manhattan a buscar provisiones, consultó con un dependiente de Barnes and Noble, muy serio y con gafas, que a diferencia de la mayoría del personal de esa librería parecía haber aprendido a leer. Así pues, en la esquina de la Samsonite dura que había depositado en la cama de arriba metió cuatro gruesas y flamantes ediciones en rústica: Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway, pues su protagonista, descrito en la contraportada como valeroso y abnegado, le había parecido afín a él, lo cual no dejaba de ser un consuelo. Absalón, Absalón, de William Faulkner, pues la inmensa y arrolladora tristeza de las primeras páginas, que había leído en un pasillo, se correspondía con su estado de ánimo. El idiota, de Dostoievski, un título que parecía condensar en sólo dos palabras todos los largos subtítulos de Jackson Burdina. Además, el joven de B&N le había dicho que la novela trataba sobre la bondad, y de cómo la bondad puede hacer que la gente nos odie. Y eso también se correspondía con su estado de ánimo. Cuando Shep le mencionó África, el dependiente lo llevó hacia La costa de los mosquitos, de Paul Theroux. Visto el resumen del argumento, incluir el Theroux fue una buena broma a expensas suyas. Esas novelas no durarían para siempre, pero por suerte Shep era un lector lento. Y era probable que los turistas se dejasen en la isla los libros una vez leídos, y quién sabe, tal vez pagando —mucho—. Amazon también mandaba libros a Pemba.

El ensayo abortado de 2005 había sido, por supuesto, silencioso, furtivo, concentrado. Dado que ahora la familia era un híbrido entre hospicio y campo de refugiados, la repetición se vio interrumpida una y otra vez por Heather, que pedía otra tajada de la tarta de migas crujientes de Entenmanns, o por la queja de Zach, que decía que si le hubieran avisado con un poco más de antelación, podría haber encargado Mighty Mordlock y la espada de la muerte con tiempo suficiente para que un mensajero de UPS se la entregara antes del jueves. Shep no pudo evitar que lo distrajesen esos fragmentos de conversación que oía de pasada mientras entraba y salía rápidamente del dormitorio, donde Glynis y Carol, muy cerca la una de la otra, y arrellanadas en las almohadas, mantenían una especie de conferencia sotto voce: cuál era la causa profunda del sufrimiento de Jackson, si había hecho lo que hizo por tristeza o por despecho. Shep estaba celoso. Jackson era su mejor amigo. Si había respuestas a esas preguntas, a el también le gustaría oírlas. Y los celos se hacían más intensos cuando, en momentos clave de la conversación, las mujeres callaban al verlo entrar.

El jueves por la noche, después de hablar por teléfono con Rick Mystic, había tenido una hora para prepararse para la llegada de Carol y las niñas, a las nueve, y no se trataba precisamente de hacer las camas. No podía invitar a Carol a quedarse en Elmsford y esperar que no le dijese a Glynis por qué era una exiliada de su propia casa y por qué el marido brillaba por su ausencia. Para que la hospitalidad fuese verdadera, tenía que contárselo a Glynis antes de que llegasen los huéspedes. A Shep le gustaba pensar que era valiente, pero si el plazo no hubiese sido tan corto, probablemente habría pospuesto el momento de darle la noticia.

De todos modos, sus sensaciones chocaban entre sí. Los consejos que le habían dado ese mismo día eran totalmente contradictorios. Tendrás que ocuparte tú, diciéndoselo, había dicho Carol, renunciando a ser ella quien se lo contara a Glynis. Estar enfermo no es lo mismo que ser estúpido o ser un crío. Apenas dos horas más tarde Goldman había dicho algo que apuntaba en sentido contrario: Creo que le aconsejaría que se guarde el pronóstico para usted… Preservar la calidad del tiempo que le queda… Que no pierda los ánimos.

Opto por una manera trillada de formularlo, pero ése no era momento para preocuparse por la originalidad.

—Tengo una buena noticia y una mala —había anunciado seriamente en la habitación después de servirle la cena a Glynis, sopa de guisantes secos, de lata, lo único que pudo preparar en cinco minutos—. ¿Cuál te cuento primero?

Mientras soplaba para enfriar la sopa, Glynis lo miró por encima de la cuchara con un recelo propio de un gladiador.

—Puesto que últimamente en esta familia son tan pocas las buenas noticias, mejor empieza por la buena.

—Forge Craft quiere llegar a un acuerdo. Nos han ofrecido un millón doscientos mil.

Dado que la oferta era el galardón a la espectacular interpretación de Glynis, Shep habría esperado como mínimo que, aunque sin muchas fuerzas, chocaran los cinco. Pero Glynis reaccionó de una manera poco entusiasta, lo cual no dejó de ser desconcertante.

—Eso está muy bien —dijo, y se tomó una cucharada de sopa.

—¿Quieres aceptar?

—Creo recordar que teníamos un problema. Con el alquiler, ¿no? —dijo ella, limpiándose las comisuras de los labios con la servilleta—. Así que supongo que quiero.

En la medida en que Shep habría dicho que Glynis estaba «tranquilamente contenta», le daba terror pasar a la segunda parte. Aunque el cliché de la buena noticia y la mala hacía pensar en dos factores equivalentes, la buena noticia era una sola, y ya la había contado; además, no parecía haber hecho mucha gracia, y eso lo había decepcionado. En cuanto a la mala, en realidad eran dos. Debatiéndose entre la sinceridad de Carol como mejor política y el dejar dormir tranquilos a los enfermos de cáncer, de momento decidió ir por partes.

—La mala noticia —dijo, con voz ahogada— es muy mala.

Glynis le clavó la mirada.

—¿Estás seguro de que quieres contármela?

—Por supuesto que no quiero. Pero tengo que hacerlo.

—Tienes que.

—No contarla no cambia nada, es algo en lo que no se puede dar marcha atrás.

Glynis dejó la cuchara lentamente. Deslizando las manos a ambos lados de la bandeja, la cogió de la manera en que un camionero sujetaría el volante mientras pisa el acelerador. Si la cama hubiese sido un camión articulado, Glynis habría atropellado a Shep.

—Jackson se pegó un tiro.

Por lo visto, lo que dijo tenía tan poco que ver con lo que Glynis había esperado, que ella casi no lo oyó. Lo que preguntó no fue muy lógico.

—¿Está…, está bien?

Shep le dio unos instantes para que volviera a oírlo.

—No.

—Ay —dijo Glynis, y dejó caer las manos. Su expresión reflejaba una gran complejidad de sentimientos, y tardó un breve instante en sentir profunda y genuina pena y no dejarse vencer por una sensación de culpable alivio—. ¡Pobre Carol!

Seis noches después, no iba a ser tan grotesco ni a ir tan lejos como para afirmar que el suicidio de uno de sus más viejos e íntimos amigos había alegrado a su mujer. No obstante, Glynis parecía dar las gracias por poder identificarse con un sufrimiento que no fuera el suyo. Deteniéndose sólo para abrazarse, Carol y ella apenas habían dejado de hablar desde la llegada de las Burdina, y Glynis, sintiéndose por fin útil aunque sólo fuera en el papel de confidente, parecía estar experimentando un resurgimiento de energía física que por casualidad se producía en el preciso momento en que Shep planeaba servirse de toda la fuerza de su mujer para un viaje agotador que empezaría al día siguiente y que duraría más de veinticuatro horas.

Sin embargo, nada podía ser más duro que el viaje, mucho más corto, que había hecho el viernes por la mañana después de la llegada de Carol y las niñas. Para ser justos, Carol le había dado más de una oportunidad para que no lo hiciera —podían comprar ropa nueva, dijo; ir a buscar recetas—, pero él lo había prometido.

Tras guardar en el bolsillo trasero del pantalón una lista detallada de las pertenencias más importantes de las Burdina, con el lugar donde se encontraban, esa mañana Shep se había pasado en el asiento del conductor unos buenos veinte minutos sin arrancar el coche. Por naturaleza no le gustaba perder el tiempo, pero no quería ir. Y la mayor parte de esos veinte minutos sin querer ir se habían traducido en no poder ir, en no ir. No podía arrancar el coche. Cierto, había dicho adiós al sentido del deber en todos los demás aspectos: para con su empresa, para con su país y —al estafar a una compañía que, fuera lo que fuese lo que habían fabricado sus predecesores hacía treinta años, nunca le había hecho a su mujer el más mínimo daño— para con su conciencia. Así y todo, no podía mandar al diablo su sentido del deber tratándose de sus amigos. Ahora creía en pocas cosas, pero en eso todavía creía. Si desglosaba esa difícil misión en unidades pequeñas y alcanzables —marcha atrás por el sendero, girar a la derecha en la señal, rodear el campo de golf, entrar en la 287—, no tardaría mucho en terminar, y con ese espíritu giró la llave.

En la puerta de entrada de Windsor Terrace el corazón le atronaba en los tímpanos, y un subidón de adrenalina hizo que se sintiera mareado y con ligeras ganas de vomitar. Pese al mantra de la tranquilidad mental, sus órganos interiores no terminaban de creerse que no había nada, que temer. La sensación era diametralmente opuesta, pues se sentía atrapado en una película de terror del lado equivocado de la pantalla. Después de entrar en el porche cerrado, se quedó ahí, sujetando la bolsa de lona en la que pensaba llevarse el botín, mirando ferozmente el suelo. Junto a su zapato, en el linóleo de color agua, la delgada huella de un zapato de mujer. La huella era marrón óxido. No había manera de escapar de lo que había ocurrido ahí, ni siquiera mirando al suelo.

Shep levantó la vista y entró en la sala. En el otro extremo de esa habitación, la entrada a la cocina estaba acordonada, de manera poco convincente, con la cinta amarilla de la policía. Las escaleras que llevaban a los dormitorios y al estudio, donde estaban la mayoría de las cosas de la lista de Carol, se encontraban a su izquierda. Por tanto, no necesitaba entrar en la cocina, ni siquiera mirar qué había allí dentro. Estuvo un momento parpadeando y entrecerrando los ojos, y la cocina, que tenía enfrente, se veía como una mancha borrosa. Pero lo que asusta es lo que no se mira. Haría su trabajo de una manera más competente si miraba de frente esa cocina. Además, la lealtad a Jackson exigía que asimilara íntegra la infelicidad de su amigo.

Caminó hacia la cinta. La luz del sol entraba con sorna por las ventanas, como para asegurarse de que Shep no se perdiera nada. En el suelo, un peculiar lío de espátulas, cazos y pinchos de metal cubrían el Forbo que él mismo había ayudado a instalar diez años antes. También había en el suelo un cajón del armario de la cocina; otro estaba abierto. Una pesada cuchilla Sabatier de acero sobre la mesa del desayuno, manchadas, cuchilla y mesa —como dejadas ahí para que se oxidaran—, con el mismo marrón rojizo de la huella que había visto en el porche, y eso que, pese a su lado chapucero, Jackson Burdina siempre había sido muy respetuoso con las herramientas. Una gruesa tabla de picar, de madera, que habitualmente tenían encima del mármol, junto a la nevera, ahora estaba sobre la mesa, y empapada del mismo y sombrío tono. Había algo que Carol no le había contado.

Por lo demás, eso era para lo que había tratado de prepararse, aunque algunas cosas no estaban sujetas a preparación alguna y haberlo intentado no ayudaba. Cuando había colocado esas baldosas con pegamento, nunca podría haber sabido que la elección de Jackson, un suelo que alternaba «lapislázuli» con «blue mood», ofrecería un contraste tan magnífico para esas salpicaduras que lo cubrían todo y esos charcos coagulados. Carol tampoco podría haber anticipado, cuando cosió las cortinas de color crema con el estampado de florecillas azul pálido, que harían las veces de lienzos para el Rorschach de la desesperación de su marido. Porque estaba por todas partes, como si alguien hubiera dejado al fuego una olla hirviendo de marinara. Unas feas manchas acuosas debajo de la mesa, de la cual un reguero, ya reseco, serpenteaba hasta ese hueco imposible de limpiar, debajo de la nevera. Ahora todo se veía mate, más oscuro; la vista que saludó a Carol cuando volvió a casa habría sido más brillante. Ella le había dicho que había frenado a Flicka en la puerta, con un auténtico placaje, y que la había arrastrado hasta el porche, pero no a tiempo.

Fue una peregrinación. No había nada que ver ahí aparte de que había pasado lo que había pasado, pero ésa era una información que Shep había necesitado asimilar.

Llevó la bolsa arriba para cargarla con libros de texto y ropa. Revolvió en el archivador del estudio de Carol para buscar los testamentos y las pólizas de seguro que ella le había pedido que le llevase; con un instinto que más tarde lo impresionaría, también se llevó un sobre que Carol no había pedido: los pasaportes de la familia. También metió en la bolsa unos terminales escogidos de la colección de teléfonos móviles de Flicka, que ella tampoco había pedido. Se sintió continuamente acechado, observado por una presencia a sus espaldas, y se sobresaltó cuando una percha cayó dentro del armario o cuando el transformador del ordenador de Carol dio contra las tablas del suelo. Cuando por fin volvió a encontrarse en la puerta de la calle, giró la llave no para impedir que entrasen ladrones, sino para que algo no saliera. El cortante aire blanco de febrero tuvo un efecto benéfico, y Shep se limpio por dentro aspirando sedientas bocanadas como si fuesen tragos de agua.

En una decisión saludable, desdeño pasar por el puente de Brooklyn, sin peaje, y cogió por el menos congestionado Battery Tunnel. Cuatro dólares en el E-ZPass, pero después del recado que le quedaba por hacer esa mañana podría permitírselo. Mientras daba vueltas por el Bajo Manhattan recordó inevitablemente a Jackson y su diatriba acerca de la confiscación en bloque de las plazas de aparcamiento del barrio por parte de los caciques del Ayuntamiento. En homenaje a su amigo, aparcó en un espacio «Sólo Para Vehículos Autorizados». Fue una invitación a que le pusieran una multa. También eso se lo podía permitir.

En el bufete de Rick Mystic, en Exchange Place, firmó el acuerdo de confidencialidad. Por increíble que parezca, el abogado prometió que, en efecto, podría cobrar el talón el lunes. Esa gente tenía tanta prisa que muy bien podría haber oído a escondidas la demoledora visita del día anterior al doctor Goldman. Mientras tanto, incluso esas veinticuatro horas de ocultarle a Glynis «un secreto más» habían sido insoportables. El pronóstico seguía ahí, sin disolverse, como una piedra en el riñón.

La idea se le había ocurrido por primera vez durante la llamada a Rick Mystic, cuando el abogado le comunicó la oferta de Forge Craft. El colchoncito para la Otra Vida milagrosamente devuelto. Y con cada lento kilómetro de esa vuelta a casa en medio del horrendo tráfico del viernes, algo que era un vano capricho cristalizó en un sólido plan de juego.

La escena que presenció al entrar con la bolsa al hombro le hizo sentir pena; la familia de Carol no tenía la intimidad necesaria para lamerse las heridas —o para abrirlas— sin que otra familia la oyera. Con todo, no habría sido natural dar media vuelta en el vestíbulo estando en su casa.

Flicka llevaba mucho tiempo molesta con su madre, y no toleraba tanta asfixiante preocupación por su bienestar, pero desde que habían llegado a Elmsford la chica había sido un témpano. Quitando la ocasional solicitud logística, no le había dirigido la palabra a Carol, lo cual, considerando lo que Flicka decía cuando sí hablaba, pudo hacer que Carol se sintiera afortunada.

—Lo único que quería era un poco de admiración —estaba diciendo Flicka con su acalorado gruñido nasal, repantigada en un extremo del sofá de la sala mientras Carol la observaba, rígida, desde la silla más apartada—. Se tomaba muchas molestias para aprender cosas, y para pensar en cosas, porque no quería ser un pobre operario. Te dijo que odiaba esa palabra, y tú seguías diciéndola sin parar.

—Cariño, me alegra ver que estás orgullosa de tu padre, y debes estarlo —dijo Carol con estricto autocontrol—. Pero si yo a veces lo llamaba así era solamente porque no hay otra palabra. Además, ¿no lo era? No es nada de lo que uno tenga que avergonzarse.

—¡Nunca le prestaste atención! Empezaba a hablar y tú no le hacías ni puto caso. ¿Crees que no se daba cuenta? ¡Pones más atención cuando escuchas la radio! ¡Y hablo de la publicidad!

—A veces tu padre hablaba sencillamente para no decir algo. Te aseguro que cuando me hablaba de algo importante, yo lo escuchaba. Y con mucha atención.

—Importante para ti, quieres decir. ¡Y no te importaba nada de lo que era importante para él! ¡No me sorprende que papá se suicidara! ¡Lo hacías sentir un inútil, y un tipo aburrido y estúpido! ¡Todos los días!

Carol inclinó la cabeza en silencio hasta que las lágrimas le resbalaron por el mentón y le salpicaron las manos, una fuga lenta e insistente que cualquier operario reconocería como difícil de contener.

—Cariño —dijo por fin, volviendo a mirar a Flicka—. No eres la única que ha perdido a tu padre. No eres la única que se siente mal. Tienes una enfermedad genética, es cierto, pero eso no significa que puedas decir lo que se te antoja, sobre todo si piensas que no es útil para nadie y, además, que es terriblemente doloroso. Siento mucho que tengas DF, pero no debes ser tan dura.

Ésa era la severa educación de la que, por miedo a la sala de urgencias, Flicka había carecido durante mucho tiempo. Aprovechando el silencio que se hizo cuando Carol dejó de llorar, Flicka empezó a sollozar, pero sin lágrimas. Cuando demostraba algo emocionalmente, sus ojos no lloraban; se infectaban.

—No es culpa tuya, sino mía —dijo Flicka, temblando—. Era yo la que decía que no valía la pena seguir con vida. Era yo la que decía siempre que estar en el mundo no es tan maravilloso. Creo que fui yo la que lo indujo a hacerlo, y que me tomó prestada la idea.

Carol se acercó al sofá y la abrazó.

—Ahora calma, cariño. Esa idea todos la tenemos de vez en cuando. No la inventaste tú. Pero te diré una cosa, ¿quieres saber cuál fue una de las principales razones por las que nos dejó? Tenía miedo de que te pasara algo, y no podía soportarlo, mi vida. No podía soportar la idea de un mundo en el que tú no estuvieras. Te quería mucho…, más de lo que jamás podrás imaginar, y lo que hizo no fue muy valiente, ni siquiera muy bonito. Pero cuando la gente hace algo por amor, más motivos hay para perdonarla. Porque creo que tu padre no habría soportado verte empeorar, o algo peor que empeorar. Creo que quiso ser el primero en irse.

El sábado siguiente por la mañana, Shep puso unas mantas en el asiento trasero del coche y, tras dejar a Glynis al cuidado de Carol, salió para Berlin.

Le preocupaba encontrar resistencia. No estaba acostumbrado a decirle a su padre lo que tenía que hacer, y es sabido que los mayores son reacios al cambio. Mientras conducía en dirección norte, tuvo que recordarse que una residencia de ancianos no era, técnicamente hablando, una penitenciaría. Y que arrancar a su padre de esas garras no iba realmente contra la ley. Pero el mero hecho de llevarse sin un montón de papeleo a uno de los ancianos allí ingresados era, seguramente, violar una norma institucional u otra. Dicho esto, empezaba a disfrutar del grado en que violaba las normas, fuera cual fuese.

En la recepción dijo a la enfermera que se llevaba a su padre a hacer «una excursión».

La mujer frunció el ceño.

—Esta muy débil —dijo—. Y hace un tiempo de perros. Parece que va a nevar.

—No se preocupe —dijo Shep—. En el lugar al que llevo a mi padre hace mucho, mucho calor.

El patriarca, dolorosamente encogido, estaba dormitando. Shep se consoló pensando que al menos, estando su padre tan delgado, sería fácil cargar con su peso.

—Papá, despierta —le susurró al oído.

El viejo abrió los ojos, y los abrió aún más al reconocer a su hijo, al que abrazó con la misma y asombrosa fuerza con la que tres días antes Glynis había apartado a Shep de su lado.

—¡Shepherd! —graznó Gabe Knacker—. ¡Tenía miedo de no volver a verte nunca!

Shep se liberó suavemente del abrazo de su padre.

—Chist. Ahora oye, tendremos que disimular, ¿entiendes? Por lo que respecta al personal, sólo voy a sacarte a dar un paseo, pero quiero que pienses qué cosas hay aquí que necesites sí o sí. Porque están a punto de secuestrarte.

—¿Quieres decir que… no vamos a volver?

—No. ¿Crees que podrás acostumbrarte?

—¿Acostumbrarme? —Gabe volvió a abrazarlo—. Oh, hijo. ¡Es posible que sí haya un Dios!

Mientras empacaba en silencio un poco de ropa y recogía de la cómoda todos los frascos de pastillas, Shep le dijo entre dientes que «primero» irían a Elmsford.

Gabe Knacker dejó de balancear las piernas, que colgaban a un lado de la cama.

—Pero ¿y Glynis? Tu padre es la personificación de una de las diez plagas de Egipto, tú mismo me lo dijiste. No debo acercarme a mi nuera. Me advertiste que podría matarla.

—¿Por esa bacteria? Si vamos a ponernos bíblicos, entonces Glynis ya ha llegado al Apocalipsis. Está viviendo el final de los días, papá. Estar cerca de más gérmenes no será una gran diferencia.

—¿Estás seguro?

—Yo… yo nunca he hecho esto. Tú lo has vivido montones de veces con tus feligreses, y tu compañía podría sernos útil. Podrían venirme bien tus consejos.

—¿Consejos? ¿Sobre qué?

Shep respiró hondo.

—Sobre cómo ayudar a mi mujer a morir.

Cuando, durante el largo viaje de regreso a Nueva York, Shep le contó a su padre que iban a irse todos a África, el viejo recibió la noticia con calma y se limitó a observar, con el pragmatismo típico de un Knacker, que por desgracia tenía el pasaporte caducado. (Shep le dijo que eso no era un problema, que en el centro, pagando una tasa, podían extenderle el pasaporte de un día para el otro, y cuando Gabe Knacker preguntó cuánto costaba, Shep dijo, con una sonrisa feliz: «No me importa.»). El verano que habían pasado juntos en Kenia pudo ser la causa de que el «continente negro» no lo intimidara tanto. En realidad, a su padre parecía no importarle el itinerario con tal de que lo llevase lejos de Twilight Glens. Por lo visto, las sesiones de canto no habían tenido demasiado éxito.

Shep se preguntó si tendría que haberse despedido de Beryl, pero su hermana se había indignado cuando él sugirió trasladar al padre a una residencia pública a sólo unos kilómetros de Berlin, y le habría dado un ataque si se enteraba de que, en lugar de eso, a su padre lo habían secuestrado y se lo habían llevado a Africa. Además, Beryl había dejado más que claro lo que pensaba de las aspiraciones de su hermano a cualquier supuesta Otra Vida. Al menos ahora que la residencia ya no significaba, como una enfermedad necrósica, la devastación de la economía familiar, Beryl podía quedarse con la casa. Si eso parecía una recompensa generosa por una conducta no muy generosa, para Shep la casa de la infancia era más una maldición que un regalo caído del cielo. Y aun cuando en su caso el pasado no ejerciera su influencia normalmente agobiante, Beryl, en cuanto pagara de su bolsillo las facturas de la calefacción, descubriría que esos altos tres pisos de Mount Forist Street estaban muy lejos de ser una lotería.

Más de una vez tuvieron que hacer una «parada técnica». Después de casi tener que cargarlo hasta el lavabo de una gasolinera, Shep tuvo que aguantar el torso del anciano con un brazo mientras con el otro le desabotonaba el pijama y se lo bajaba con la mano que tenía libre, una técnica en la que había llegado a ser un experto gracias a los periodos en que Glynis había sido incapaz, como su padre, de hacerlo ella sola. Luego dejaba que el viejo hiciese lo que tenía que hacer con la puerta cerrada, aunque esa pretensión de intimidad no duraría mucho. Gabe Knacker decía que estaba en condiciones de limpiarse él solo, pero por lo visto exageraba, y por supuesto necesitó más ayuda para volver a subirse el pijama y abrochárselo. En Oriente Medio, ver los genitales del padre se consideraba el colmo de la humillación, pero para Shep sólo era otro ejercicio de realismo. Y los dos tenían pene. Vaya descubrimiento.

Era inevitable que durante el último tramo, en el norte de Connecticut y ya bien entrada la noche, encontrasen demasiadas gasolineras y cafeterías cerradas. Knacker padre no aguantó; un inconfundible tufo a caca inundó el coche, y el viejo se echó a llorar.

—Papá —dijo Shep—, llevo meses con la mierda hasta el cuello, y no lo digo en sentido figurado ni mucho menos. Sigo queriendo a mi mujer y he llegado a conocer íntimamente cada secreción de su cuerpo. Ahora voy a cuidarte, y en lugar de contratar a un extraño para que te limpie el trasero, lo haré yo mismo. No es nada de lo que tengas que avergonzarte. Los únicos que deberíamos sentir vergüenza somos Beryl y yo, por haber encargado ese trabajo a otra persona.

Llegaron a Elmsford a la una de la mañana. Tras quince horas de carretera, Shep debería haberse sentido molido, pero desde que la idea de Pemba había resucitado y dejado de ser una lastimosa quimera para convertirse en el destino definitivo, él estaba imparable, y seguía derrochando energía cuando lavó a su padre y lo instaló en el sofá de abajo, cerca del baño.

El domingo por la mañana, mientras Glynis aún dormía, Shep decidió resolver la cuestión de Zach. Una vez que su hijo, aunque de mala gana, lo dejó entrar en su sanctasanctórum, Shep se sentó en la cama y anunció:

—Nos vamos a vivir a África.

Olvidando por un momento la pantalla del ordenador, Zach miró a su padre con una cara que era el summum de la inexpresividad, pues, igual que Beryl, no se creía nada la disparatada idea de la «Otra Vida».

—Ajá. ¿Cuándo?

—Tengo que mirar en la página de British Airways, pero espero que antes de que termine la semana.

Zach miró detenidamente a su padre. De buen humor, Shep le devolvió la mirada, satisfecho al constatar que, como había esperado, las facciones del muchacho habían mejorado; a los dieciséis años el chico ya era casi guapo.

—Y lo dices en serio.

—Sí. Será mejor que empieces a recoger tus cosas. Pocas. Aunque no podamos encontrar en Pemba todo lo que necesitamos, creo que en Zanzíbar hay prácticamente de todo, y desde Stone Town el vuelo sólo dura media hora.

—¿Y por cuánto tiempo «nos vamos a vivir a África»?

—¿Por mi? Para siempre. En cuanto a ti, la decisión es tuya. Cuando cumplas dieciocho años serás libre para hacer lo que te apetezca. Pero, de todos modos, el instituto nuevo no te gusta…

—Creía… —Zach se lamió los labios—. Pensaba que eran los niños los que tenían esas ideas repentinas, esas ganas de hacer una locura. Y que eran los padres quienes los hacían sentar y los obligaban a ser…, ya me entiendes, realistas.

—Hace cuarenta y nueve años que soy «realista», amiguito. Y cuando haces algo real, eres realista. Por cierto, en Pemba hay banda ancha. Pensé que te interesaría saberlo.

—¿Y si no quiero ir?

—Bueno… Podrías ir a vivir con la tía Beryl en la casa de tu abuelo, en Berlin… Pero ya sabes que es un pueblo. O sea, que seguirías viviendo en otro quinto pino, pero sin cocoteros y sin poder practicar snorkel en arrecifes de coral. Y en New Hampshire hace mucho frío en invierno. Si no me equivoco, en la casa de tu abuelo pronto hará mucho más frío. La alternativa sería quedarte con tu tía Deb, aunque será mejor que te prepares para hacer de canguro y, como mínimo, fingir que eres un cristiano renacido. Está la tía Ruby, pero es una adicta al trabajo que ni siquiera se hace un hueco para tener un novio, y mucho menos para un sobrino instalado en su casa. A tu abuela le encantaría que te fueses a vivir con ella, aunque siempre te quejas de que te trata como si tuvieras seis años. Hetty tiene setenta y tres, y creo que ya no dejará de hacerlo.

—¿De verdad piensas dejarme con la familia?

—Lo que de verdad pienso es llevarte a un lugar fascinante en el que puedes aprender a pescar en una canoa de madera llamada mtumbwi. Y a bucear, y swahili. Aprender a comer las mejores piñas y mangos que has probado jamás. También podrás ayudarme a construir una casa.

—Te veo… un poco raro. Como si te hubieras colocado con algo. ¿Estás seguro de que no has tomado algunas de las medicinas de mamá?

—Supongo que si de veras no quieres ir, puedes ponerte en manos de un trabajador social porque tu padre se ha vuelto drogadicto.

«Z» nunca se había sentido cómodo bromeando con su padre, y se lo veía afligido.

—¿Cuánto tiempo tengo para pensármelo?

—Tomé la decisión en el tiempo que tardé en venir en coche desde el Bajo Manhattan hasta Westchester. Pero era viernes, y el tráfico estaba fatal. Así que te daré la mitad de ese tiempo.

—¿Se supone que tengo que decidir hoy si voy a cambiar radicalmente de vida e irme «a vivir a África»?

—Se puede tomar una decisión en una fracción de segundo. No tomarla es lo que consume más tiempo.

—Pero ¿y mamá? Creo que no está muy entusiasmada. En África… ¿Y los médicos?

—Ya hemos tenido suficientes.

—Ya, pero ¿ella cómo lo ve? ¿Le mola la idea?

—Eso —dijo Shep, levantándose— es lo que me dispongo a averiguar.

Shep se tumbó suavemente en la cama mientras Glynis se revolvía entre las sábanas, y apoyó la cabeza en su regazo.

—¿Cómo está tu padre? —preguntó Glynis.

—Pregúntaselo tú misma. Está abajo.

—¿Lo has traído aquí? —preguntó, aún medio dormida—. ¿Para qué? ¿Es aconsejable?

—Lo es. Es mi padre, y quiero llevarlo conmigo.

—Contigo —farfulló ella, y suspiró. Sentir la mano de Glynis en el muslo era tan delicioso como siempre—. ¿Contigo adónde?

—Ñu —dijo Shep, y le acaricio la sien—, ¿recuerdas cuando el año pasado te pedí que fueras conmigo a Pemba? Bueno, te lo vuelvo a pedir. Y esta vez el cáncer no es excusa.

—¿Cómo?

Glynis reacomodó la cabeza. Se la cubría en presencia de extraños, pero Shep había llegado a admirar la forma rotunda de su coronilla calva.

—En Pemba hace calor —empezó a recitar Shep—. Las playas son blancas. Los árboles son altos. Hay pescado fresco. Y la brisa trae olor a clavo.

—Espera —dijo Glynis—. No estoy soñando.

—Yo tampoco, y nunca lo he estado. Quiero llevarte a Pemba. Quiero que nos vayamos esta semana.

Glynis se irguió en la cama.

—Shepherd, ¿estás loco? No creo que éste sea el momento de volver a hablar de África.

—Este es el único momento que nos queda para hablar de África. Y el único que nos queda para irnos.

—Pero…, aunque no empiece a probar ese medicamento nuevo, ¡me quedan cinco sesiones de quimio! Puede que casi haya terminado, pero no he terminado.

—No —dijo Shep, poniéndole una mano en la mejilla—. Has terminado.

Y lo que quiso decir fue que no habría más tratamientos, pero la afirmación sonó más grave de lo que él había querido.

Glynis se apartó de su mano.

—¿Qué? ¿Tú también me das por muerta?

—Ñu, ¿qué te pasa? ¿Qué crees que te pasa?

—Estoy muy enferma, eso es obvio, pero estos dos últimos días me he sentido mejor…

—Apenas puedes comer. Y apenas puedes cagar, y a duras penas subir un tramo de escaleras. ¿Qué crees que te pasa?

—¡Basta! ¡Eres cruel! ¡Es importante seguir siendo positivo, seguir intentando…!

—Para mí lo cruel es seguir intentando.

Glynis se echó a llorar.

—¡Te digo que puedo vencerlo!

—¿Lo ves? No es culpa tuya —dijo Shep—. Tienes una voluntad… Y luego todo ese palabrerío, en el hospital, que si «luchar», que si «derrotar», que si «vencer». Tú, por supuesto, intentas estar a la altura, quieres brillar en la competición. Pero no se trata de eso. El cáncer no es una «batalla». Enfermar más no es un signo de debilidad. Y morir —pronunció la palabra en voz baja, pero claramente— no es una derrota.

Glynis, que se crecía naturalmente ante los enemigos, no tardó en reemplazar al villano de la enfermedad por su marido.

—¿Y tú qué sabes? —gruñó.

—¿Qué sé? —Shep se tomó un minuto para reflexionar. Había resistido el impulso de confiarse a Carol desde el jueves por la noche. Se había resistido a abrirle el corazón a su padre ayer, pese al largo viaje en coche, y esa misma mañana se había abstenido de hablar con su hijo a solas. No había hecho todas las llamadas que el médico esperaba, a Petra, a Arizona. Por una vez, su contención no se debía (como cuando tuvo que contar lo que había hecho Jackson) al miedo a «hacerlo real». Porque para él, contarlo a alguien antes de decírselo a la propia Glynis, era un insulto.

—Goldman no quería que te lo dijese. En realidad, quería que se lo dijese a todo el mundo menos a ti. Para que tu madre viniera inmediatamente a verte, y tus hermanas. De repente tus amigos se presentarían aquí, todos juntos, a soltar otra vez sus discursitos. Goldman quería que todos lo supieran y mantenerte a ti en la oscuridad. Pero ¿sabes qué? Prefiero que sean ellos los que no lo sepan. Que se jodan. Pero no decírtelo a ti es una falta de respeto. Y yo te respeto. Creo que estos últimos meses no he actuado como si lo hiciera, pero te respeto.

Glynis estaba a cuatro patas, lista para atacar como si se dispusiera a arrancarle los ojos.

—¿Decirme qué?

—Que Goldman te da tres semanas.

Glynis se encogió, pero Shep iba a seguir hablando. Estaba cansado de no hablar.

—Ahora ya son más bien dos semanas y media. Puede que me equivoque y que tú realmente prefieras no saber, pero pienso que eso sería injusto conmigo. Por todas las cosas que se supone que tengo que callar, como los resultados de las tomografías. Son unos resultados terribles, Glynis. ¿Puedo quitarme también esa espina? Las zonas afectadas se están extendiendo. Ah, ¿y sabes cuánto tiempo te daban al principio? Un año. Un año a partir del diagnóstico, ése es el tiempo de vida medio con un mesotelioma. Sí, claro, si sólo hubieses tenido células epitelioides, podrías haber durado hasta tres años, con quimio. Pero en cuanto Hartness descubrió esa mierda bifásica, tu esperanza de vida volvió a caer en picado. Doce meses. Desde entonces ya has vivido dos meses más, y se supone que hemos de estar agradecidos. Pero yo he tenido que vivir completamente solo con esa sentencia de muerte; en la consulta de Knox dejaste bien claro que no querías saber. Y luego Jackson se despide de este mundo y lo primero que dice mi instinto es; No se lo puedo contar a mi mujer. Porque al parecer no debo contarte nada. Pero eso me hace sentirme solo. Y ahora mismo no quiero estar solo. Me quedan menos de tres semanas para no estar solo durante el resto de mi vida, y tenemos menos de tres semanas para hacer lo que sea que vayamos a hacer, por eso quiero irme a Pemba. Ahora.

Le había dicho a Glynis que no era una lucha, que nunca lo había sido. Que si no había batalla, no había derrota. En cierto modo, era quitarle un peso de encima. Glynis ya podía dejar de luchar. Tumbada a su lado como un trofeo de caza —como un ñu, acribillado a balazos, pero aún respirando—, dijo entre las sábanas:

—De acuerdo, me rindo.

Sin embargo, cuando levantó la cabeza después de rendirse oficialmente, pareció llevarse la grata sorpresa de encontrarse todavía allí, como si lo único que durante meses le hubiera impedido morir en el acto fuese su determinación a no morir.

—Muy bien —asintió alegremente—. Vayamos a Pemba.

Mientras se acercaba a los brazos de Shep, el tuvo la asombrosa impresión de que lo decía en serio, y la abrazó.

—Había muchas cosas que quería hacer, Shepherd —dijo Glynis—. Tantas cosas que quería hacer, y ahora las tengo atascadas en la cabeza.

—No importa. —Shep se ahorró el tributo pro forma a las pocas y exquisitas ideas que habían llegado a ser objetos tridimensionales. Quedaba poco tiempo, y los cumplidos la aburrirían—. No tengo palabras para explicar por qué, pero sé que no tiene importancia. Porque tal vez…, si das un paso atras…, y dado que tú, y todos, y todo, al final muere, el mundo entero es así, tan extraño, tan…

Glynis hizo un gesto de desdén con los dedos.

—Tan bah.

—Sí, todo es bah. Quiero decir, que tal vez lo que hiciste, aunque sólo fuera mentalmente, sea igual de importante, e igual de real y de hermoso como lo que hiciste con el metal en tu taller.

—Gracias —dijo Glynis, y le dio un beso.

—Pensaba en esas películas… —Shep se esforzaba por encontrar las palabras—, esas en las que a veces en el medio parece que no pasa nada. Empiezo a inquietarme, y voy a mear o a buscar palomitas. Pero a veces la última parte se anima y justo antes del final uno de nosotros se pone a llorar… Bueno, entonces te olvidas de que la parte central era una porquería, ¿verdad? No te importa que empezara lenta o que te perdieras un giro del argumento. Porque te emocionó, porque al final todo encajaba y cuando termina piensas que fue una buena película y te alegras de haber ido al cine. ¿Lo entiendes, Ñu? Todavía podemos terminar bien —prometió Shep.

Cuando Shep salió del dormitorio, en realidad estaban riendo, aunque era difícil saber si el renovado sentido del humor de Glynis tenía que ver con haber dejado atrás la negación o con el inmediato restablecimiento de ésta.

Antes de bajar a orquestar un desayuno para siete, Shep llamo a la puerta de Zach. El rostro receloso que asomó denotaba una ferviente esperanza de que se hubiera pasado el efecto de la droga, cualquiera que fuese, que había corrido por el torrente sanguíneo de su padre.

—Tu madre se apunta. ¿Qué dices tú? —preguntó Shep—. ¿Vienes o te quedas?

—¡Sólo ha pasado una hora!

—¿Y? Tengo que comprar los billetes después del desayuno.

—Esto es demencial. Pero…, no soporto la bazofia vegetariana que prepara la tía Beryl. Tampoco tengo ganas de pedirle a Jesús que entre en mi corazón, y la abuela vive apretándome la cara contra las tetas y me da mucha vergüenza. Y además no… no quiero dejar a mamá. Así que creo que no tengo otra opción. Pero tienes razón, si le contara tu descabellado plan a un asistente social, apuesto a que te arrestarían.

—Por eso no podemos perder tiempo —dijo Shep—. Nos fugamos.

Fugarse, exactamente la clase de palabra que a Jackson le había encantado. De hecho, Shep había transmitido a Carol una sensación parecida de liberación cuando ella, abatida, confesó que, dadas las circunstancias, la horrorizaba la idea de organizar un funeral y él le había señalado que no era obligatorio.

—Entonces, ¿no tienes que comunicarlo a mi instituto ni toda esa mierda? —dijo Zach—. ¿Pedir permiso?

—Probablemente —dijo Shep—. Pero no lo haré.

—Es que… no puedes largarte y punto.

—Los Gorrones lo hacen.

La sonrisa de Shep, entre beatífica y trastornada, no alentaba a hacer más preguntas.

Zach señaló hacia la planta baja, donde a Heather parecía estar dándole otro ataque por la dichosa tarta de Entenmanns.

—¿Y toda esa gente? ¿Qué has planeado hacer, dejarla aquí? Porque no me parece a mí que piensen volver pronto a Windsor Terrace.

Su hijo era el único que, tras recibir la noticia sobre la muerte de Jackson, no se había hecho el pasmado. De un modo quizá comprensible, los hikikomon con los que tenía bastante que ver consideraban que el suicidio era una alternativa absolutamente razonable a una vida en que uno se encierra por tiempo indefinido en un dormitorio. La revelación casual de Zach, en el sentido de que él y sus amigos hablaban de la posibilidad de «dejar la habitación» con la misma normalidad con que en la juventud de su padre los adolescentes habían sacado libros de la biblioteca, había sido una motivación más a la hora de decidir llevarse al chico del país.

—Creo que eso todavía no lo he solucionado —reconoció Shep.

Cierto, abandonar los muebles era un verdadero placer, y les tocaría a los caseros tirarlos a la basura, pero Shep iba descubriendo que el proceso mediante el cual toda la vida había asumido cargas ajenas podía realizarse al revés. Abandonar a las Burdina era otra historia.

Tras descubrir el secreto de que las decisiones no llevan tiempo, zanjó la cuestión entre el primer escalón de arriba y el momento en que pisó la planta baja.

Heather había abierto el grifo de la pila de la cocina sólo para hacer funcionar la fuente cinética, y como no hacía más que enredar con el batidor giratorio, el suelo se estaba inundando. (Desde que había llegado a Elmsford, la niña no había estado triste, sino frenética. La hiperactividad y las pataletas bulímicas eran lo único que indicaban que había tomado conciencia de que ya no tenía un padre. Shep se preguntó si existía algo que pudiera denominarse antidepresivos que funcionan un poco demasiado bien). En ese momento, Heather estaba cantando a grito pelado, y desafinando, la canción del anuncio televisivo de Pogatchnik, «Randy el Manitas…», mientras abría y cerraba el grifo al compás del monótono eslogan. Era una pesadez —peor que eso; era insoportable—, pero él para decirle que callase no tenía más valor del que tendría para negarle otro trozo de tarta crocante.

Mientras tanto, Flicka se había instalado como había podido en el taburete de la cocina, y parecía un maniquí de la temporada anterior. Y era de suponer que Gabe Knacker estaba en el baño. Carol, más que preparar el desayuno, lo señalaba. Aunque por lo general era muy eficiente, esa mañana había sacado una sola caja de cereales, pero no los boles ni las cucharas, y en lugar de la leche había puesto en la mesa agua tónica. Cuando Shep entró, ella estaba de pie en medio de la cocina, como una estatua, y daba la impresión de que se disponía a hacer algo pero ya no recordaba qué. Como varias de las tarjetas que Shep había tenido que reemplazar en su cámara digital, la tarjeta de memoria de Carol estaba dañada.

Shep la llevó a la mesa y la hizo sentar. Carol no opuso resistencia. Puesto que las tarjetas se dañan en sectores discretos, el cerebro le volvió a funcionar y procedió a emitir lo que se suponía que Carol Burdina tenía que decir:

—Shep, apreciamos mucho la hospitalidad con que nos habéis recibido, pero no podemos continuar imponiendo… Tal vez un hotel… Las niñas deberían volver al colegio.

Pero lo decía sin ganas, y sonaba como un robot. Por tanto, Shep no le hizo caso.

—Glynis, Zach, mi padre y yo nos vamos a la isla de Pemba en cuanto pueda reservar los vuelos. Tú y las niñas también deberíais venir.

En la medida en que Carol esperaba cierta respuesta —no, no, por favor quedaos aquí todo lo que queráis—, lo que Shep le dijo la desafiaba. Ladeó la cabeza de un modo casi imperceptible, y ese gesto pareció indicar que Shep había conseguido atraer su atención. La película que cubría los ojos de Flicka también pareció aclararse.

Carol rió, pero su risa fue más bien un hipo.

—Te vas a África.

La letra insustancial de la música de fondo («¡El Manitas mezcla cemento con amor y le deja la casa hecha un primor!») hizo que la propuesta de viaje sonara tanto más absurda.

—Así es. Según Jackson —Shep había decidido no evitar mencionar el nombre de su amigo—, tú pensabas que nunca me iría.

—Bueno, pasadlo bien —dijo Carol, en tono insulso.

—Tú también vienes.

Aunque con pocas ganas, en ese momento el famoso lado pragmático de Carol asomo a la superficie.

—No puedo. Flicka.

—Sé que la disautonomía no nos pondrá las cosas fáciles, pero nos apañaremos.

—El calor —dijo Carol.

—Toallas frías, ventiladores. Y cuando y donde sea posible, aire acondicionado.

—El vuelo. La presión.

—Lo único que Flicka tiene que hacer es tragar. Ha aprendido a tragar.

—Los medicamentos.

—Internet.

Era como jugar al bádminton. El punto largo se dirimió bruscamente con un espléndido mate desde el taburete:

—Yo me voy a Pemba —dijo Flicka.

Carol se volvió hacia la niña y suspiró.

—Tú no puedes ir a África.

Tras bajarse de su asiento, Flicka atravesó la cocina en zigzag cogida de una silla, de la mesa, de las cestas de las verduras; últimamente se movía con la agilidad y el paso ligeramente lateral de Jeff Goldblum en el remake de La mosca. Flicka dio un empujón a su hermana, que seguía enredando en la pila, llenó su botella de agua, cerro el grifo y con un solo movimiento se limpió con la muñequera de felpa un hilo de baba que le caía del mentón y se puso a conectar la jeringa a la sonda gástrica para la habitual hidratación de cada hora. Fue un despliegue de autosuficiencia que quería decir: ¿Lo ves? ¿Qué parte de este peñazo no puede hacerse en África?

Shep no dudaba de que antes del miércoles por la noche Carol habría sido mucho más hábil a la hora de inventarse motivos irrefutables por los que una chica de diecisiete años, discapacitada y con una enfermedad degenerativa rara, no podía residir en una isla que quedaba al otro lado del mundo y donde en los hospitales, con equipo insuficiente, trabajaban médicos chinos que no sabrían nada sobre la manera de tratar una enfermedad genética exclusivamente judía llamada disautonomía familiar. Pero esa metódica, dinámica y eficiente madre de dos hijas había sido reemplazada, en algunos aspectos, por una mujer más simpática que estaba completamente perdida. Además, lo que acababa de pasar debía de haberle impelido a huir. Puesto que hasta el momento Carol sólo se las había ingeniado para escapar a Westchester, a unos cincuenta kilómetros al norte de su casa, la única objeción de peso que la Nueva Carol podría haber planteado legítimamente a la propuesta de Shep era que África no estaba lo bastante lejos. Así pues, por imprudencia, abandonó la sensata argumentación médica por un error táctico.

—Dinero —dijo—. No tenemos dinero.

—Tienes menos que eso —asintió Shep—. He echado un vistazo a los extractos de las tarjetas de crédito que encontré alrededor del ordenador de Jackson en el trabajo. Tanto más motivo para largarse, pues. MasterCard no irá a buscarte frente a las costas de Zanzíbar. Además, yo tengo dinero. Bastante dinero, si somos austeros, para que nos dure en Tanzania indefinidamente. Los wapemba viven con un par de dólares al día. Nosotros podríamos gastar como mínimo cinco.

Carol se puso a mirar las cajas de cereales, parpadeando con una expresión que parecía una brumosa conciencia de decenas y quizá cientos de otros motivos irrefutables por los cuales el absurdo plan de Shep era inviable.

—A papá le gustaría que fuésemos —dijo Flicka.

—Tiene razón —dijo Shep, que pensaba como Flicka—, deja que los padres de Jackson organicen un funeral si eso los hace sentirse mejor. Pero te prometo, y yo conocía a Jackson casi tan bien como tú, que ningún homenaje a tu marido será más digno que irse de aquí. Si hay otra vida, con minúsculas, le encantara saber que te largaste con tus hijas a Pemba.

—… Pero ¿y la pesquisa?

—¿Pesquisa? —repitió Heather—. ¿Tiene algo que ver con la pesca? ¡A mí no me gusta el pescado, mamá!

—Yo me voy con ellos, mamá —anuncio Flicka, tajante, apoyada en el mármol para no perder el equilibrio mientras vaciaba en la jeringa el agua que quedaba—. Me da igual que Heather y tú vengáis o no.

Hábil manipuladora de la compasión ajena, Flicka había mangoneado a sus padres durante años. Ahora podía hacer uso de esa habilidad para algo más espectacular que escaquearse y no hacer los deberes de matemáticas.

Quedaba por enviar la última invitación, si bien es cierto que de la clase que se envía a gente de la que ya sabemos que no puede venir a la fiesta pero a la que de todos modos invitamos, para que no quede por nosotros. En efecto, cuando Shep le contó lo de Pemba y le dijo que sería bienvenida si quería ir con ellos, Amelia no estaba por la labor de dejarlo todo, amigos, trabajo, el novio. Pero pareció un poco confusa, por lo cual a partir de ese momento su padre se esforzó por ser claro como el agua. «Tu madre se está muriendo, cariño, y ahora ella también lo sabe. Ésta es tu única oportunidad de despedirte. Y es posible que esta vez podáis hacer algo mejor que…, bueno, discutir si con grumos o sin grumos».

La ultima vez que Amelia fue a Elmsford llevó a su nuevo novio, probablemente un chico decente, pero no a la altura de circunstancias tan difíciles. La abatida madre de Amelia no tenía fuerzas para hacer todas las preguntas corteses que habrían llenado una presentación normal: ¿Dónde trabajas? ¿Qué ambiciones tienes? ¿De donde es tu familia? Tenían la tele encendida, por supuesto, el Canal Cocina, lo cual debió de contribuir a explicar por qué terminaron dedicando toda la visita a hablar de patatas.

De puré de patatas, concretamente. Si todo el mundo prefería el puré cremoso con mucha nata o la variedad grumosa y bohemia con trozos de patata y con la piel. Shep había asistido a la discusión. Tras unos buenos veinte minutos dedicados al microanálisis de la preparación de los tubérculos, le hizo falta todo el control que tenía de sí mismo para no ponerse de pie de un salto y estallar: Mira, Teddy, o como te llames, estoy seguro de que eres un buen chico, pero me temo que en este momento no tenemos tiempo para conocernos. Así que sal de esta habitación; ésta no es tu casa y si tu novia te ha arrastrado hasta aquí ha sido únicamente para no venir sola. Para esconderse detrás de ti. Y tú, Amelia, como puedes ver, tu madre está hecha una piltrafa humana, así que no puedes saber si ésta es la última vez que hablarás con ella en toda tu vida. Nunca te perdonarás si terminas condenada a recordar que desperdiciaste los últimos minutos hablando de PATATAS.

Hay que reconocerle a Amelia que, bendecida con la oportunidad de retomar esa escena atroz, llegó a Elmsford en menos de una hora. Se presentó en la puerta justo cuando Shep, arriba, cerraba la página web de British Airways. Shep se dio prisa para bajar a saludarla, y sintió un gran alivio al ver que no había llevado al novio, y que tampoco se había echado purpurina en el escote ni embadurnado las pestañas ni trenzado el pelo. Pálida, esquelética y con una cola de caballo, Amelia, vestida con téjanos anchos y una sudadera arrugada era, no podía negarse, la misma niña que él había llevado a caballito por el jardín, y por algún motivo esa versión no erotizada hacia más sencillo abrazarla sin reparos ni vergüenza. Con todo, la expresión desconsolada de Amelia era la de una mujer adulta, y sugería que durante un tiempo había hecho algo mejor que olvidar el lamentable estado en que se encontraba su madre.

Advertida de la llegada de Amelia, Glynis se había obligado a levantarse de la cama, y bajo con paso vacilante haciéndole a Shep una seña con la cabeza; era una entrada en escena adecuada, y no quería que la ayudaran. Por primera vez en muchas semanas se había vestido con ropa de verdad, un conjunto de noche, uno de sus preferidos, de rayón negro tinta. Por encima de una blusa amplia y unos pantalones haciendo juego, llevaba una bata con unos pequeños y encantadores adornos de estrás que le llegaba hasta los pies. Se había dibujado las cejas. Shep intuyó que la intención no era disfrazarse. Era un favor, igual que el atuendo de Amelia; la madre quería tener el mejor aspecto posible, y la hija presentarse en su versión menos adulterada.

Cuando los tres se sentaron en la sala, Zach se acercó sigilosamente a la puerta. Al menos no había alboroto en la cocina, ni novio, ni puré de patatas. «Te pido perdón por no haber venido más a menudo», dijo Amelia, sentada junto a su madre en el sofá. «Para mí es muy duro verte… deteriorada, mamá. Siempre admiré lo hermosa que eres, lo… escultural. Esa manera que tienes de mantenerte por encima…, aparte. Me duele ver que ya no lo consigues, y que tampoco puedes comportarte como una… reina. Sé que eso no es excusa, pero por intermedio de Zach he intentado mantenerme al corriente de tu estado».

Los padres dirigieron una mirada inquisitiva a Zach, que seguía en la puerta, y el muchacho asintió con la cabeza.

—Sí, bueno… Amelia me ha mandado al menos cinco SMS por día. ¿Qué os creéis? Es mi hermana.

—¿Por qué no me los mandaba a mí? —preguntó Glynis.

—Con Z… —dijo Amelia, mirando para otro lado—. Bueno, con él estoy segura de que no va a mentirme. —Volvió a dirigirse a su madre—. No puedo soportar tener que fingir. Es falso, es una grosería…, una violación. Parecía que todos teníamos que comportarnos como si estuvieras mejorando y yo sólo…, en fin, no quería recordarte de esa manera.

—Yo también lo lamento —dijo Glynis, cogiéndole las manos—. Pero ahora no fingimos, ¿verdad? Quiero decir que tengo algo para ti, para que me recuerdes.

Glynis cogió una caja que estaba junto al sofá; debió de ponerla ahí antes de que llegara Amelia. Shep reconoció el equivalente de su vieja y baqueteada caja de herramientas.

—Quiero darte mis viejas joyas —prosiguió Glynis—, las cosas que hice antes de empezar a hacer cubiertos. Muchas de estas piezas son rompedoras, y la mayoría de las mujeres no las lucirían como corresponde. No lo… conseguirían, como tú misma has dicho. Pero tú sí. Tú también eres escultural, y harás honor a mi trabajo.

—¡Oh! —exclamó Amelia con deleite infantil mientras se colocaba en el delgado brazo una de las pulseras que imitaban el movimiento de una serpiente. Estaban todas ahí, todas las piezas de las que primero se había enamorado Shep, incluidos los mórbidos prendedores que parecían ramitos de huesos de pájaros—. Yo me las probaba cuando era niña y tú no estabas en casa. En secreto. Nunca te lo dije, pero más tarde empecé a tomar prestados algunos collares, para salir, y tenía miedo de que me cortases la cabeza si te enterabas. Me daba terror pensar que también podía hacerles algún rasguño. Pero cada vez que me ponía algo tuyo, todo el mundo flipaba y yo siempre decía que lo había hecho mi madre. No se lo podían creer. ¡Así que gracias, gracias! No se me ocurre nada que pudiera hacerme más ilusión.

Madre e hija se pusieron a recordar viejos tiempos y a decir lo que una admiraba de la otra; para que no todo fuesen flores, también desenterraron algunos recuerdos desagradables. Hubo silencios mientras las dos se devanaban los sesos buscando algo que luego pudieran reprocharse a sí mismas no haber dicho. En entregas entrecortadas y precipitadas, Amelia soltó uno de los «discursos» que, en labios de otros, habían enfurecido a su madre ese último año. Sin embargo, por primera vez Glynis pudo quedarse quieta y escuchar y aceptar los cumplidos. No tenía nada de insensible hablar como si fuera a morirse cuando lo cierto era que iba a morirse.

La visita fue lo bastante cálida y agradable para no tener que ser demasiado larga.

—Que lo paséis muy bien en África —dijo Amelia al ponerse de pie—. Espero que lleguéis a Pemba antes de… —Vaciló, pero luego pareció disfrutar de que ya no era necesario fingir—. Antes de que te mueras. Y espero que el final… no sea demasiado doloroso. Sospecho que las cosas no han salido del todo como tú querías, pero sigo pensando que has tenido una buena vida, mamá.

Shep temió que su mujer se saliera con algo digno de Pogatchnik, como «Bueno, ha sido lo que ha sido»; pero Glynis lo miró largamente antes de volver a dirigirse a su hija.

—Sí, cariño —dijo—. Yo también lo pienso.

Cuando las dos mujeres estuvieron frente a frente, en la puerta, se vivió un momento raro, pero extrañamente sencillo; elegante incluso. Se abrazaron. Ninguna de las dos lloró. La despedida fue digna, uno de esos adioses logrados en los que nadie olvida un jersey.

—Adiós, mamá —dijo Amelia.

—Adiós, Amelia —dijo Glynis, y con una sonrisita irónica añadió—: Me ha gustado conocerte.

—Si —dijo Amelia, con una sonrisa igual de irónica y en un tono que permitía inferir, por la sequedad y el estilo seguramente, que esas dos mujeres no podían sino estar unidas por un parentesco de sangre—. A mi también me ha gustado conocerte.