Sheperd Armstrong Knacker
Merrill Lynch - N.° de cuenta 934-23F917
1 de enero de 2006 - 31 de enero de 2006
Cartera neta: 3492,57 dólares
Mientras enfilaba hacia el norte por West Side Highway, Shep pensó que deberían despedirlo más a menudo. El trafico era mucho más fluido a mitad del día.
Llamar a la vecina mientras conducía iba técnicamente contra la ley, pero en su interior algo había empezado a deslizarse. Todos los demás neoyorquinos hacían caso omiso de la prohibición, y Shep ya no se sentía inclinado a aceptar su papel de única excepción a pensar en uno mismo como una excepción.
Por lo general le horrorizaba llamar a Nancy. Él había sido toda la vida el hombre al que la gente pedía ayuda, y no se sentía cómodo en el papel de suplicante. Aunque a la vecina siempre le alegraba hacer favores, esta vez era un alivio llamar a la pobre mujer para quitarle un peso de encima. Atiborrada ahora de antibióticos —otra vez—, Glynis podía volver a casa y él podía recogerla de camino a Elmsford. Tanto le alegraba poder ser útil, que cuando no tenía que ir al Presbiteriano de Columbia Nancy parecía decepcionada. Ya no se hacían personas como ella. Por Dios, y él a cambio ni siquiera había encargado nunca nada de Amway.
Ya había decidido no contarle a Glynis que lo habían despedido. Nancy hizo un comentario sobre esa repentina libertad en un día laborable, pero Glynis parecía haber olvidado de tal modo que él seguía teniendo un trabajo, que Shep podría no tener que fingir absolutamente nada.
Pues Glynis practicaba ahora un egoísmo tan absoluto que hacía que Beryl pareciese una voluntaria a tiempo completo de Save the Children. No hacía más que darle órdenes, y él la dejaba. Era extraña esa manera en que la enfermedad confería un poder tremendo, del que Glynis hacía uso no sólo con imponentes pretensiones de superioridad moral, sino también con un dejo de vitriolo. Era un modo de vengarse de algo, y Pemba y la declaración de independencia, que no llegó a ver la luz, un mero ítem de una sola línea en la larga lista de agravios de Glynis. En otros tiempos Shep se había considerado a sí mismo casi un calzonazos. Glynis siempre había llevado la batuta en esa casa, y se salía con la suya en todo, desde las cortinas hasta el colegio al que tenía que ir Zach. Pero podía ser que no viera las cosas de esa manera. Shep se esforzaba por verlas tal como las veía su mujer, una artesana brillante, pero subestimada, atrapada en un matrimonio convencional y paternalista, que se había deslomado criando a los hijos y preparando cenas por todo lo alto cuando habría debido estar haciendo piezas de museo. (No importaba que nada le hubiese impedido jamás hacerlo; por lo tanto, tampoco importaba que su marido se hubiese deslomado reparando casas ajenas, por lo general bastante deprimentes y decoradas con no poco mal gusto, para así asegurarle a ella la libertad de crear lo que quisiera y cuando quisiera. Satisfacer su propia perspectiva no era el objetivo de este ejercicio mental de Shep). Así pues, que el marido hubiese llegado a ser el sirviente que pasaba la aspiradora, hacía la compra, cocinaba y salía corriendo a la farmacia, debió de parecer justo.
Los motivos de queja no acababan ahí, por supuesto. Glynis sólo tenía cincuenta y un años, no debería pasar lo que estaba pasando, la vida había sido injusta con ella y le debían cosas. Y probablemente no tenía la menor importancia quién pagaba esa deuda astronómica.
Shep cogió la calle Noventa y seis para entrar en Riverside. La débil luz de invierno se filtraba, como por un estroboscopio, a través de las ramas desnudas del parque, parpadeaba, se apagaba y luego volvía a atacar como un recuerdo no deseado. La escena que había presenciado al llegar, dos días antes, no lo había abandonado.
Esa tarde, cuando regresó del trabajo, todas las luces estaban encendidas. Subió al piso de arriba, pero Glynis no estaba en el dormitorio envuelta en su remolino habitual de mantitas. Shep llamó a la puerta de Zach y le preguntó si sabía dónde estaba su madre. Por encima del ruido de una ráfaga de disparos el chico le contestó que no tenía idea, pero que debía de estar en algún lugar de la casa. Shep inspeccionó la planta baja y todo el primer piso antes de bajar al sótano. Glynis tampoco estaba haciendo la colada ni hurgando en el taller de Shep. Llegó incluso a buscarla en los dos jardines, el de atrás y el delantero, con una linterna. Antes de llamar a la policía decidió registrar la casa a fondo, y subió al desván. Allí arriba sólo había el estudio de Glynis y, por lo que él sabía, hacía meses que nadie subía.
La encontró desplomada en su mesa de trabajo; la luz de la lámpara bañaba el cuadro con el brillo dorado de un Rembrandt: Naturaleza muerta con enfermedad y plata. Glynis había conseguido poner una hoja en la sierra de joyero. Desplegadas con la tensión necesaria, las delgadas hojas se rompían con facilidad; ésa se había roto. Estaba atascada en una gruesa lámina cuadrada de plata de ley que estaba al otro lado del perno de la mesa. Una sola línea, cortada con la sierra, penetraba, trémula, en la lámina de plata, más o menos unos tres centímetros. Y ahí seguía partida la hoja de la sierra, y ésta colgaba del corte que tenía cautiva a la hoja. Junto a la mano fláccida de Glynis había un trozo de papel garabateado con unas formas indefinidas y atravesado por unas flechas nerviosas. Shep no podía saber si Glynis estaba dormida o inconsciente, y durante un momento temió que estuviera algo peor que inconsciente. Por eso, cuando le tocó la frente, fue un alivio ver que ardía de fiebre. Antes de llevarla abajo le apartó el brazo hacia un lado y retiró del metal la hoja rota de la sierra. Esa lámina cuadrada con su incisión minimalista era, sospechó, la última creación de Glynis.
Según lo previsto, cuando Glynis, tendida en la cama del hospital, levantó la vista, no se hizo la sorprendida al verlo. Y a Shep tampoco lo sorprendió encontrarla tan frágil, los tendones saliéndole del cuello como hojas de una sierra que Glynis se hubiera tragado. Acostumbrado a presenciar el deterioro, últimamente corría el peligro de creer que su mujer era así. Sólo las fotografías le recordaban a la mujer que había deseado durante veintisiete años, y por eso entendía por qué ahora Glynis había prohibido que le hicieran fotos. Sin un registro gráfico, esa imagen de una Glynis hundida se perdería, sería rápidamente eclipsada por la mujer majestuosa con la que él se había casado, con sus manos fuertes, sus piernas lánguidas, y el bosque encantado entre ambas.
La ayudó a vestirse. Como no le resultó fácil meterle los brazos en las mangas del forro polar rojo cereza que le había regalado Carol, Glynis le gritó: «Apártate. ¡Esto es peor que tener que hacerlo sola!». La enfermera les dio otra receta; podría comprarla en el camino de vuelta a casa.
—Goldman quiere probar algo nuevo —dijo Glynis en el coche, apoyando el turbante en el reposacabezas con los ojos cerrados—. Un medicamento para el cáncer de colon que esta teniendo unos resultados extraordinarios en la fase de prueba. Podría darle un último puñetazo a esta porquería que tengo en el vientre y dejarla fuera de combate. —Tosió; siempre tosía—. Aunque estoy segura de que viene con otra bolsa llena de efectos especiales.
A Shep le habría gustado preguntar si valía la pena probar otro medicamento, pero no dijo nada. Glynis llevaba desde septiembre sin conocer los resultados de los TAC.
—Es emocionante —dijo él, haciendo un esfuerzo y expulsando una abundante cantidad de aire por la garganta— que ese medicamento consiga resultados tan prometedores en otros pacientes.
—¡Ah, y Goldman me contó una historia maravillosa! Se ve que un colega suyo le dijo a un paciente con mesotelioma después del diagnóstico: «No haga planes para Navidad». ¡Habrase visto semejante crueldad! Y el enfermo le apostó cien dólares al muy gilipollas a que dos años después seguiría vivito y coleando. El médico se burló y le pagó cincuenta a uno. Gracias a Dios que yo no tengo uno de esos médicos cínicos que se enorgullecen de su «realismo» y que lo único que hacen es darte la pala para que te caves la fosa.
—Lo que está mal es que Goldman no sea más cínico —dijo Shep, tratando de parecer entusiasmado, pero por dentro un poco exasperado por el hecho de que el internista no se guardase para él esas historias maravillosas—. A cincuenta a uno, podríamos haber ganado una pasta.
El sol sobre el Hudson era anémico, pálido y poco convincente como esa conversación.
—Shepherd —suspiró Glynis—, decir que de verdad espero ansiosa que esto termine empieza a no… Ahora sé qué siente un maratonista en el kilometro cuarenta y uno. Uno piensa que teniendo la meta a la vista la cosa será más fácil. Yo creía que los últimos tratamientos serian casi divertidos, ya sabes, como pensar que casi habría terminado. Pero es más duro, es peor. Haber terminado y haber casi terminado parecen casi lo mismo, pero no lo son. Son opuestos. Casi significa que aún sigue. Uno quiere darlo por finiquitado, decir ya está y listo. Pero no está. Es como tener que correr un kilómetro más, pero todavía estás corriendo. Te das cuenta de que no tienen nada que ver los kilómetros que ya has hecho, porque un kilómetro todavía es mucho camino. A veces pienso que incluso un día más es más de lo que puedo soportar. Un día entero. No tienes ni idea de lo largo que puede parecer un día entero.
—Sé que parece que no terminará nunca, que durará para siempre. Pero terminará —dijo él con firmeza, y esta vez con sentimiento.
Glynis esperó en el coche mientras Shep iba a la farmacia local. Se podría suponer que es gratificante que un camarero le sirva a uno lo de siempre sin tener que pedírselo, pero era deseo-razonador haber llegado a tener un trato de confianza con un farmacéutico que te llama por el nombre de pila. Cuando Shep entró en el sendero para coches, le acercó el brazo para que se apoyase, y subieron poco a poco cada escalón del porche, uno a uno. Incluso la caminata desde el coche bastó para agotarla, y Shep la instaló en la sala para que se recuperase antes de acometer la subida al dormitorio. Además, había algo que él quería hablar con ella, y el carácter más formal de la sala parecía apropiado.
Shep fue a buscar zumo de arándano, que sirvió en una copa de vino; sin embargo, la pajita flexible debilitaba la pretensión de una pieza de cristalería para adultos. Glynis estaba lo bastante débil para que dejarla que levantara la copa, bebiera un sorbo y la dejase fuese una invitación a derramar la bebida. El sofá era blanco, y siempre existía la posibilidad de que ella tuviese cuidado.
Shep dejó la copa en la mesita, junto al codo de Glynis, giró la pajita hacia ella y sacó dos tabletas del frasco de antibióticos, luego se las puso en la lengua, primero una, despues la otra. Le fastidiaba la persistente sensación de que algo no iba bien. De que algo faltaba. Era el silencio. Miro la Fuente de la Boda, siempre sobre la mesita de cristal. Lo apenó observar que la plata de los dos cuellos de cisne que se entrelazaban se había puesto amarilla, y que ahora tenían el mismo brillo apagado del feo sol de esa tarde. Hasta ese día, incluso en los peores momentos, había encontrado tiempo para pulir la plata. Y lo peor de todo era que había cesado el goteo constante y cantarín que había sido el telón de fondo sonoro de muchos tragos felices antes de la cena. Debía de haber pasado al menos una semana sin que se acordase de llenarla de agua.
Shep fue a la cocina a buscar una jarra de agua. Cuando volvió para llenar la pila de la fuente, vio que estaba atascada. Como era de esperar, con la fuente seca la bomba se había quemado. No era la primera vez, y no había motivo para alarmarse por la sencilla reparación, que él haría en cuanto pudiese. No obstante, parecía una profecía, y lo inquietó.
Estaba claro que ése no era el momento, pero se requería disciplina para no ponerse a arreglar la fuente ahí mismo. Eso era lo que él hacía, reparaba cosas. Shep reparaba cosas, o al menos hasta esa mañana, para ganarse la vida. Mientras miraba el agua estancada, el esfuerzo que significaba no poner remedio de inmediato a esa avería mecánica menor reflejaba, para él, una tensión aún mayor que ya duraba más de un año: no podía arreglar las cosas.
Tras dejar la jarra en el suelo, decidió relajarse y se sentó junto a Glynis en el sofá, y le cogió la mano.
—No se si sigues recordando la fecha, pero ¿te acuerdas de que mañana por la mañana tienes que prestar declaración por lo de Forge Craft?
Glynis respiró con dificultad y tosió.
—Sí, no lo había olvidado.
—Me preocupa que tal vez no tengas ganas de hacerlo.
—Bueno, no me viene muy bien. Se me ha pasado la fiebre, pero la infección no… Así que supongo que siempre podríamos…
—Ya sé que podríamos aplazarlo para otro día, pero eso también me preocupa. Ya hemos cambiado la fecha varias veces. Se ha vuelto una pesadez, y demasiados aplazamientos podrían volverse contra nosotros en el juicio. Sabes que este asunto nunca me ha entusiasmado mucho, pero no tiene sentido seguir adelante si perdemos. Ojalá lo hubieses resuelto cuando estabas más fuerte. Se trata de algo más que hacer una declaración en un vídeo. Estarán presentes los abogados de Forge Craft. Rick me ha advertido que dura horas, y que las preguntas de los abogados de la empresa pueden ser agotadoras. Pero yo no voy a pedir que nos den otra fecha. O lo haces mañana, o retiramos la demanda.
—Yo no quiero retirarla—dijo Glynis, malhumorada—. Alguien tiene que pagar.
—Entonces tienes que declarar mañana.
—¡Me siento fatal, Shepherd! ¿Por qué no puedes pasarlo para otro día? Estoy segura de que la semana que viene…
—No. —La sensación de imponer la ley era extrañamente estimulante. Hacía meses que Glynis no oía una negativa de su marido—. Si tantas ganas tienes de que «alguien pague», entonces no entiendo por qué lo pospones una y otra vez. Declara mañana y listo. O lo dejamos definitivamente.
Glynis estaba sentada bien erguida, las palmas apoyadas en los muslos, y el turbante le daba un gracioso aspecto de swami. Así, en esa postura tan serena, podría haber irradiado una sensación de reposo fruto de la meditación. Si no hubiera empezado a temblar. Cuando Shep le tocó la mano, temblaba como un cepillo de dientes eléctrico.
—¿Glynis? —dijo Shep suavemente—. ¿De qué tienes miedo? Estaré contigo, y podremos hacer muchas pausas.
Algo se sacudió en el fondo del diafragma de Glynis, algo que se le subió a la garganta, donde ella intento ahogarlo. Una sucesión de temblores sacudió su cuerpo como si alguien estuviera dándole en el pecho con un mazo, intentando tirar abajo una puerta.
—Ñu, ¿qué pasa? Si es demasiado estresante, podemos retirar la demanda y…
Aunque los temblores que la sacudían eran sísmicos, la única vocal que salía de labios de Glynis era un sonido asustado, algo parecido a una doble i.
—Vamos, vamos. —Shep le acaricio la mano. Tranquila, podemos discutirlo más tarde.
—Es… —dijo ella, más claramente ahora, lidiando con las palabras, luchando con ellas en la garganta como si intentaran dominarla.
—Respira hondo y no trates de hablar.
Sin embargo, cuando Shep quiso abrazarla, ella lo apartó de un empujón, con una fuerza que él no imaginaba que aún pudiera tener. Aunque había llegado a ser un experto en no tomarse a pecho nada de lo que Glynis hiciera en esos días, el violento rechazo físico fue, por lo inesperado, hiriente. Shep se sentó en el otro extremo del sofá y se cruzó de brazos.
—Es… —consiguió decir Glynis otra vez, y luego por fin soltó las palabras que quería decir, sacándolas con la mezcla de revulsión y alivio que produce un vómito—: Es todo culpa mía.
—¿Qué es todo culpa tuya, Glynis? —preguntó Shep con una frialdad en la voz que, en el fondo, era tolerancia—. No se me ocurre nada que pueda ser culpa tuya.
—¡Esto! —escupió ella, pasándose una mano por el vientre cóncavo—. ¡Todo esto!
—¿Todo qué?
—¡El cáncer, la quimio! —consiguió decir por encima del llanto—. ¡Yo lo pedí! ¡Yo misma me lo hice!
—Ahora hablas como una loca. Estás agotada y…
—¡Cállate! —gritó ella, golpeándose los muslos con las manos—. ¡Cállate, cállate, cállate!
Glynis esperó que Shep la obedeciera, y mientras él seguía sentado sin decir nada, lejos de ella, pareció recuperar cierto control de sí misma.
—En Saguaro —dijo Glynis—. El cartón prensado, los guantes, el revestimiento de los crisoles… Sí, en los años setenta poner amianto en esos productos no iba contra la ley. Pero ya se hablaba, ¿no? Y yo lo sabía, y mis profesores también. De hecho, a mi profesora de metalistería le preocupaba mucho el tema. ¿Por qué crees que yo sabía que esas cosas contenían amianto?
Shep quiso decir que saberlo no lo convertía en culpa suya, pero imaginó que el edicto que mandaba «callarse» seguía en vigor, y la pregunta de Glynis fue meramente retórica.
—De todos modos, esa profesora…, todavía recuerdo cómo se llamaba, Frieda Luten. Se había leído todo sobre el amianto, y cuando empecé el primer trimestre retiró todas las placas y todos los guantes, absolutamente todo lo que podía representar un riesgo para «la salud y la seguridad», y los guardó en el armario del almacén. En los estantes había etiquetas que decían «No usar. No tocar». Frieda pidió otros productos para sustituirlos, pero no quiso tirar los viejos. Los vendedores de Forge Craft le habían dicho que era probable que la empresa anunciase que los retiraría cuando la escuela pudiera cambiar los antiguos productos por otros nuevos y más seguros. Y Forge Craft lo hizo, pero no hasta el año siguiente. Y Rick Mystic dijo que eso sería lo que serviría para acorralarlos.
Shep no pudo contenerse.
—¿Estás diciéndome que nunca usaste esos productos? En ese caso, ¿cómo habrías…?
—No he terminado.
Shep se contuvo.
—Tienes que entender —dijo Glynis, desanimada y dirigiendo la mirada hacia la Fuente de la Boda, que, extinta y deslustrada, ahora parecía un molesto pedazo de chatarra, un adorno hortera de algún rastro de beneficencia—, o recordar, qué es ser joven. Esa sensación de que no te afectan las preocupaciones neuróticas y sin importancia de la gente mayor. Lo del amianto era algo abstracto. Yo pensaba que hacían mucho aspaviento por nada, igual que, cuando era pequeña, se alarmaban por el tinte rojo para el pelo, del número 2, cuando me comía todas las cerezas al marrasquino de mis helados con caramelo caliente y, sin embargo, vivía para contarlo. Y ya sabes, continuamente cambian de opinión respecto de lo que es bueno o lo que va a matarte, como todo ese follón primero con la sacarina y después con el aspartamo, que probablemente es igual de malo… ¿Quién, al cabo de un tiempo, puede tomarse en serio que esto es tóxico y lo otro también? Y entonces no había Internet. No podía buscar «amianto» en Google y encontrar quince millones de resultados. Así que no sabía nada acerca de algo que se venía encubriendo desde hacía más de un siglo, ni sobre esos mineros que habían muerto entre 1930 y 1940. Además, vivía sin un centavo.
Glynis se volvió y lo miró fijamente. Shep pensó que quería que dijese algo.
—¿Entonces…?
—¡Por favor, no seas idiota! ¡Robé esas cosas, Shepherd! Sabía que tendría que montar mi estudio cuando terminara en Saguaro, y ya sabes que los materiales con los que trabajo cuestan una fortuna. Me imaginé que si los habían retirado, nadie echaría de menos esos productos. Por Dios, ¿por qué crees que recuerdo exactamente la etiqueta de los bloques de soldadura, o el dibujo con florecillas de color púrpura de los guantes refractarios? ¡Porque robé una caja entera de esas cosas de los estantes etiquetados «No usar. No tocar»! ¡Porque me las llevé todas cuando me mudé a Nueva York y porque me pasé años trabajando con ellas en Brooklyn! Se parece mucho a haber fumado dos paquetes por día durante décadas y después hacerse el sorprendido por tener cáncer de pulmón. Pero yo sabía que el tabaco estaba contaminado y lo fumé igual, ¿no? Entonces tengo que aguantarme, ¿no?
Ah. Shep se sintió aliviado. Si el primer aviso lo habían dado los propios vendedores de Forge Craft, tendrían que retirar la demanda. Aunque no hubiera registros, no estaba bien seguir adelante para conseguir una indemnización económica meramente oportunista. Para proteger a Glynis, tal vez podía decirle a Mystic que su mujer ya no tenía fuerzas para prestar declaración. Y él se salvaría de un tedioso proceso que lo había hecho sentirse mal desde el principio.
Al final Glynis no pudo resistirse cuando Shep se sentó a su lado en el sofá y le rodeó los hombros con el brazo.
—Es una ironía —dijo él en voz baja—. Una de las cosas de las que me quedé prendado cuando nos conocimos fue lo austera que eras. Supiste sacarme a buen precio esa mesa de trabajo que te hice en Brooklyn, que no te quepa duda. —Shep rió—. Lo que estabas dispuesta a pagar apenas cubría los materiales. Acepté que me pagaras una miseria, pero de esa manera supe que debía de estar loco por ti. Nunca habría trabajado por tan poco dinero para nadie. Claro que yo lo que quería era follarte —le susurró al oído, y le bastó con decirlo para empalmarse—. De verdad, Glynis, de verdad, de verdad. Yo lo que quería era follarte.
—No sé cómo aún puedes hablarme —dijo Glynis, la voz amortiguada por la camisa de Shep. Había advertido que Shep la tenía tiesa y, estirando la mano, se la cogió suavemente por los pantalones y se la acarició al compás de las caricias de Shep en su hombro, como se hace con una mascota de la familia, si bien es cierto que cada vez más vieja—. Y pensar que te eché la culpa. No termino de entender qué me llevó a hacerlo. Sólo que aceptarlo fue tan duro… El diagnóstico…, lo que iba a ocurrirme, la operación, los tratamientos… Y tampoco podía soportar la culpa. Era demasiado. No exactamente porque no recordase haber robado todos esos productos del armario de la escuela. Es que sencillamente no… recurrí a eso. En cambio, me volví contra ti, te acusé a ti porque estabas ahí, porque eras fuerte y yo creía que podrías soportar lo que yo no podía. Porque como historia era mucho mejor, y más creíble, y así yo podría soportar contársela a los demás… Bueno, no fue justo, y no sé si alguna vez podrás perdonarme.
—Estoy haciendo algo más que seguir dirigiéndote la palabra —susurró Shep, dándole un beso en la coronilla—. Al final señalaste con el dedo hacia otra parte, y eso estuvo bien. Después para mí fue más sencillo no pensar que habías enfermado por mi culpa, simplemente por… —de hecho, era difícil decirlo en voz alta sin que se le hiciera un nudo en la garganta— por abrazarte al volver a casa.
Shep se debatía entre hacer algo con esa polla tiesa y simplemente disfrutar de ese estado, esas punzadas insistentes y ese bombeo que lo hacían sentir otra vez joven, y casado, pero en ese momento sonó el teléfono. Podría no haber hecho caso, pero a veces su deber era recordar que tenía un hijo que ahora volvía tarde del colegio. Puesto que durante más de un año los padres del pobre chico habían estado inaccesibles en todos los demás aspectos, al menos podían dignarse atender el teléfono.
No era Zach. Al reconocer la voz, le indicó por señas a Glynis que callara, enarcando las cejas a modo de disculpa. De repente parecía tan exhausta que podían venirle bien unos minutos de descanso. Shep se fue al vestíbulo. Mientras la voz seguía hablando, temió que el penetrante llanto fuese audible fuera del auricular, y salió al porche delantero. Fuera hacía frío, pero él sentía tanto frío por dentro que podía perfectamente igualar la temperatura del aire con la de su sangre, como un reptil.
Sería justo decir que cuando Shepherd Armstrong Knacker volvió a la sala era otro hombre. Por el bien de lo poco que le quedaba de su vida de casado, habría deseado que su inmediata resolución a proteger a su mujer, ya bastante destrozada, contra ciertas noticias, fuese un elemento fundamental de su transformación. Sin embargo, desde que había leído el pronóstico en Internet y se había guardado para él su cáncer privado, desde que le había ocultado los resultados de los TAC —a instancias de ella, por desconcertante que parezca—, evitarle también el conocimiento de información vital se había vuelto el pan de cada día. Aunque sólo fuera por omisión, en casa Shep no era honesto, y llevaba tiempo sin serlo.
Con todo, hasta esa llamada, públicamente siempre lo había sido. Sus declaraciones de la renta siempre habían sido completas y exactas, había declarado los ingresos de los trabajos pagados, con un guiño, en efectivo. A diferencia de su mujer, que, trágicamente, había tenido la mano larga, nunca le había robado un solo destornillador a Pogatchnik. Había firmado un contrato con Twilight Glens, y ateniéndose a su palabra nunca había considerado seriamente la idea de cancelar los pagos mensuales y dejar que la institución o el gobierno solucionaran el desagradable asunto de vender la casa de Berlin pasando por encima de su hermana para hacer frente a la factura pendiente.
Shep llevaba décadas oyendo a su mejor amigo decirle que era un «Gili», o que «hacía el primo», o llamarlo Cabeza de Turco, Pobre Diablo, Esclavo, Burro o Lacayo, según la disparatada onda terminológica en que Jackson se encontrase. Si bien a veces Shep podría haber admitido que sus impuestos no siempre se dedicaban a propósitos que él podría haber respaldado personalmente, la mayor parte de las grandilocuentes peroratas de Jackson, en el sentido de que la verdadera división de clases era la que existía entre los que tomaban y los «tomados», había caído en oídos sordos. Para Shep, esas diatribas sólo eran entretenidas, una manera divertida de pasar el rato mientras daban una vuelta por Prospect Park.
Pero ahora eran el legado de su mejor amigo. Aparte de una hija enferma y otra gorda, y de una esposa cuya prodigiosa serenidad finalmente se había partido en dos, el recuerdo de esas diatribas era lo único que Jackson había dejado. Honrarlas seria actuar conforme a ellas. Por una vez en la vida, Shepherd Knacker haría que Jackson se sintiera orgulloso.
Glynis estaba tumbada en un extremo del sofá, hecha un ovillo. Shep se arrodilló delante de ella y suavemente consiguió que se desplegase, que se abriese como un apretado capullo, sin partir los pétalos.
—Ñu —dijo, sereno, y le cogió las manos—. Siéntate, ¿quieres? Muy bien. Ahora quiero que me escuches. Mírame a los ojos, ¿de acuerdo? No pasa nada, no estoy enfadado contigo. Comprendo lo duro que ha sido vivir con ese secreto tanto tiempo. Pero yo también tengo secretos. Y no son mucho más cómodos.
Shep esperó hasta que Glynis lo mirase directamente a los ojos.
—Ya sabes que con la venta de Knack, y después, cuando nuestras inversiones por fin se recuperaron del pinchazo de la burbuja tecnológica, y luego, del 11 de Septiembre, estábamos bastante bien de dinero, ¿no? Eso fue lo que me permitió anunciar que me iba a Pemba contigo o sin ti. Teníamos el dinero. Pues bien, resulta que…, por decirlo de alguna manera, calculé mal el momento. Pero, Glynis, tus tratamientos han sido muy caros. Esos dos especialistas del Presbiteriano de Columbia no los cubre nuestro seguro. He tratado de ahorrarte los detalles de ese lado de las cosas para que pudieras concentrarte sólo en mejorar. Pero creo que es hora de que te ponga al corriente.
»Nos estamos quedando sin blanca, Glynis. Desde que tenía dieciocho años, yo, Jackson y yo, trabajamos más de sesenta horas por semana para hacer prosperar la empresa, desde cero. Desde que la vendí, yo, Jackson y yo, hemos sido los recaderos de un antiguo empleado gordo, irresponsable y resentido que nos odia a muerte. Mientras tanto, tú y yo nunca vivimos a todo tren, y ahora lamento no haberte llevado casi nunca a cenar fuera cuando aún tenías apetito. Pero de todo lo que gané y de todo lo que ahorramos… no queda nada, Glynis. Mi cuenta de Merrill Lynch está casi a cero. No estoy seguro de que pueda pagar el alquiler del mes que viene, y mucho menos otra factura de la quimio.
»Y hay otra cosa que no te he dicho. Hoy me han despedido, Glynis. Ya no tengo trabajo. Ya no tengo un sueldo, pero lo peor de todo es que no tenemos seguro médico. Podría hacerme una póliza con COBRA, para lo más urgente, pero tampoco podemos permitírnoslo. Y eso quiere decir que la próxima quimio tendré que pagarla íntegra, y ya sabes que cuando estás fuera del sistema te cobran el doble. Tendremos que declararnos en quiebra. Es posible que creas que sabes más o menos como me hace sentir eso, y probablemente supones que estoy avergonzado. Pero no. No estoy avergonzado, estoy cabreado».
Las dificultades económicas parecían no impresionar mucho a Glynis, pero la rabia sí.
—Vaya, vaya —dijo Glynis, asombrada—. Bueno, ya iba siendo hora.
—Jackson —Shep se detuvo para serenarse. No quería llorar, o sí, pero no quería tener que explicar por qué—. Jackson deja que la injusticia de todo esto lo deprima. Lo consume, y es una pena. Pero tiene una manera demencial de concebir el mundo. Cuando uno respeta las reglas y otros no, eres un tonto. Cuando afirmas tu punto de vista, los demás piensan que, mientras lo haces, podrías también afirmar el de ellos. Jackson se ha cansado de explicar que la gente como él y como yo, bueno, pues que se aprovechan de nosotros. Que nos castigan. Por la venta de Knack solamente pagué doscientos ochenta mil dólares a los federales, la plusvalía. Súmale a eso todo lo que les he dado a esos hijos de puta desde el instituto y tendrás entre uno y dos millones de pavos. Y ése es el mismo gobierno que, cuando mi mujer tiene cáncer, se niega a pagarle un solo Tylenol. Y tampoco se harán cargo de mi padre aunque él también haya contribuido toda la vida a mantener el sistema, y sólo porque ha vivido una vida responsable, igual que yo, y porque no es un indigente. Jackson tiene razón. No es justo. Y me parece que no querría que nosotros lo aceptáramos. Es posible que el mejor tributo a un amigo de verdad sea escucharlo, una vez…, tomarlo en serio. Me da vergüenza decirlo, pero es posible que hasta ahora nunca lo haya hecho.
El uso del presente era un anacronismo, pero Jackson deja y Jackson piensa le salían sin esfuerzo; los tiempos verbales no eran solamente para ocultar algo. Su padre había tardado años en acordarse de decir que la madre de Shep había sido una buena cocinera, que había trabajado incansablemente por la congregación. Para los vivos, que no conciben otro estado, el uso del pasado para hablar de los que se habían ido dejándolos desconcertados era una disciplina, una gramática aprendida y antinatural.
—Mi padre diría que sólo es dinero, por supuesto —prosiguió Shep—. Y es posible que ahora tú pienses lo mismo, cuando en tu vida la única moneda que cuenta es tu salud. Pero sin dinero no puedo pagarte este techo que nos cobija, ni poner el termostato a treinta y dos grados en febrero, ni llevarte al hospital en un coche. Además, no quiero ser «cínico», pero… ¿y si tú…? Yo después tengo que sobrevivir, aunque sólo sea para cuidar de nuestro hijo. He intentado cuidar también de ti, lo mejor que he podido, pero ahora pido algo a cambio.
—¿Quieres que vuelva a hacer moldes para conejos de chocolate?
Shep sonrió. Se concedían premios Pulitzer por logros menores que conservar el sentido del humor en momentos como ésos.
—En cierto modo sí —dijo él—. Aquella vez, cuando empezaste a hacer ese trabajo a tiempo parcial para fastidiarme, me había atrevido a sugerir lo malo que había sido que no hubieses hecho al menos una pequeña contribución a las arcas de la familia. Pero ahora mismo puedes hacer una contribución importante. De hecho, puedes sacarnos del apuro. Puedes poner un huevo de chocolate. Un enorme nido de huevos de chocolate.
—No lo capto.
—Yo comprendo lo que acabas de contarme. Que en la escuela de artes y oficios te habían advertido que esos productos eran peligrosos, y que los retiraron antes de que empezaras a hacer los trabajos de tu curso. Que sabías perfectamente que contenían amianto. Que sabías perfectamente que se suponía que ese amianto era mortal. Que los robaste desafiando las advertencias de tu profesora, que estaba al corriente de que pronto los propios vendedores de Forge Craft los retirarían del mercado. Creo que tienes razón. Si declarases todo eso, nuestras posibilidades peligrarían, y la posibilidad de conseguir una buena indemnización se reduciría bastante.
»Pero Saguaro cerró hace años. Y aunque se hubiera ido a enseñar en otra parte, es probable que Frieda Luten se haya jubilado, y quien sabe donde. Y ninguno de tus antiguos compañeros ha aparecido para declarar. Petra podría recordar algo, pero es tu amiga y no dirá nada. Nadie sabe lo que ocurrió, salvo tú y yo. Por eso quiero que mañana prestes esa declaración y pongas en ello toda el alma. Y quiero que mientas».
La declaración, que empezó temprano —a las nueve de la mañana siguiente en una aséptica sala de reuniones del Bajo Manhattan— duró cuatro horas. Shep ocupó una de las sillas alineadas a lo largo de la pared; Glynis, en cambio, se colocó directamente en la línea de fuego, en la cabecera de la mesa oval; aparte de estar presente e insistir de vez en cuando en que convenía hacer una pausa, Shep no pudo ayudarla mucho. La cámara situada a la izquierda de la declarante, sobre un trípode, parecía mirarla desde lo alto, pues estaba destinada a registrar cada vacilación, cada contacto visual que se rompía, cada vez que se rascaba la nariz y delataba algo con ese gesto. Forge Craft llevó un equipo de cuatro abogados, todos hombres, todos estudiadamente altaneros. Cuando Glynis terminó de describir los productos que recordaba, dando una explicación detallada de cómo los usaban y en qué procesos, el abogado de los Knacker inicio su turno de preguntas y respuestas.
Lo habían encontrado tras una búsqueda rápida en Internet. Rick Mystic era un abogado que aún no había cumplido los cuarenta, y Shep había aprendido a no tener en cuenta la alarma que le advertía de que ese tipo no era más que un crio, si seguía desconfiando de todos los que eran más jóvenes que él, pronto no confiaría en nadie. Mystic tenía buena presencia y un físico bien proporcionado, lo cual, combinado con su corte de pelo cuadrado, habría dado muy buena impresión por televisión. Una actriz protagonista calzada con zapatos planos habría ayudado a disimular que era bajito. Desdiciendo la etiqueta que lo encasillaba como un típico cazador de ambulancias, Mystic afirmaba haber tenido un tío muy querido que había muerto de asbestosis, cosa que daba a su especialidad cierto toque de misión personal. Aunque con ese traje fardón y un corte de pelo firmado por un estilista era difícil que el joven tuviese la filantropía como única motivación, Shep pensaba que podrían utilizar la avaricia de Rick Mystic para sus propósitos, igual que se habían servido del ego de Philip Goldman. Al fin y al cabo, el altruismo ocupaba casi el último puesto en la lista de motores humanos reales.
Así pues, aparte del prejuicio generacional, el principal recelo de Shep en lo tocante a su abogado era ridículamente decorativo, a saber, que Mystic metiera dos o tres veces en una misma frase expresiones como «tipo» esto o aquello, «una especie de», o «como» tal o cual cosa. Sí, por supuesto, eran tics verbales muy comunes, pero la proclividad moderna a calificarlo constantemente todo confería a todas las afirmaciones una vaguedad exasperante, un toque de evasiva, y la sospechosa desazón y el titubeo que produce el hecho de tener que ser claro. Una mesa nunca era «marrón», sino «como marrón», pero ¿qué color era ése? Además, en un abogado, esa manía confería a su discurso cierta imprecisión que no encajaba muy bien con su profesión y, en el caso de la declaración de Glynis, un tono surrealista: por ejemplo: desde que ha enfermado, ¿no ha estado «como incapacitada para trabajar»? Ante esos tipos que tendían a calificarlo todo, Shep se preguntaba que cosas terribles creerían que pasaría si encontraban un sustantivo o un adjetivo y ahí se quedaban, comprometidos con una cualidad o un objeto que era exactamente esto o aquello y no ligeramente otra cosa.
—No, no puedo trabajar —replicó Glynis. Aunque sus palabras eran convincentes, salpicaba casi todas las frases con una tos y una pausa, con carraspeo incluido, para recobrar el aliento—. Y lo he intentado. No puedo concentrarme siquiera para seguir el argumento de Todo el mundo quiere a Raymond. Por eso pongo el Canal Cocina. Mi capacidad de concentración apenas basta para una receta de brochetas de queso de cabra.
—¿Y diría —dijo Mystic— que vive usted como con dolores continuos?
—Siento náuseas con frecuencia —dijo ella— y tengo problemas para respirar. Sinceramente, ir a buscar un vaso de agua me cuesta más de lo que antes me costaba una hora de aerobic en el gimnasio. Y en el sentido más profundo, no tengo intimidad. Constantemente me están pinchando los brazos, metiéndome tubos por la garganta y cápsulas por el colon. Mi vida es una gran violación. Antes yo quería a mi cuerpo. Hace apenas un año, cuando tenía cincuenta, todavía era hermosa. Ahora lo odio, es una casa de los horrores. Debería tener una esperanza de vida de más de ochenta años. Creo que ahora esa cifra… se ha reducido mucho.
De los presentes, sólo Shep advirtió la concesión que acababa de hacer Glynis.
A continuación, los abogados de la defensa se turnaron para tratar de abrir agujeros en el testimonio. Citaron un montón de otros materiales empleados en la vida cotidiana con los que Glynis podía haber estado en contacto después de terminar los estudios, pero ella rechazó esa parte del interrogatorio como un bateador de emergencia. ¿Acaso parecía la clase de mujer capaz de instalarse sola el aislamiento de su casa?
Citando la misma teoría sobre fibras en la ropa que había sugerido el primer oncólogo, un abogado sacó a colación la empresa del marido, en la que Shep había debido de trabajar, por ejemplo, con cemento reforzado con amianto. Además de señalar que, durante casi toda su vida de casados, el trabajo de Shep había sido en gran parte de gestión, Glynis afirmó, no sin un toque de malicia, que nunca había sido dada a abrazar a su mugriento marido, cuando él todavía hacía reparaciones a domicilio, «antes de que se diera una ducha». Por otra parte, dijo, el camino hacia la contaminación es complicado. «¿Recuerda usted la navaja de Occam? La explicación más sencilla suele ser la mejor. De hecho, busqué la definición en Internet». Glynis leyó las notas que había tomado. «“Cuando múltiples teorías compiten en igualdad de condiciones, lo recomendable es escoger aquella que introduce el menor número de suposiciones.” O lo que es lo mismo: “No ha de presumirse la existencia de más cosas que las estrictamente necesarias.” Por lo tanto, dado que yo misma trabajé con amianto, no hace falta construir un escenario muy complicado en el que mi marido, que no tiene un cáncer relacionado con el amianto, trabaja con ese material, lo lleva en la ropa, me abraza y me deja fibras en la ropa que yo luego pude ingerir sin darme cuenta».
Seguramente, dijo con sorna otro abogado, ha pasado tanto tiempo desde su época de estudiante que es posible que no recuerde usted los productos con los que trabajó, incluida la marca del fabricante.
—Al contrario —dijo Glynis, afectando el mismo tono imperioso que siempre había enfurecido y cautivado a su marido—. Yo entonces empezaba a aprender mi oficio, era la época de mis primeros trabajos, vivía inspirada, y fueron unos años muy intensos de mi vida —se detuvo para toser otra vez—, lo opuesto, me temo, a lo que vivo ahora. Y tengo recuerdos muy nítidos, igual que se recuerda con una claridad fuera de lo común el momento en que uno se enamoro por primera vez. Y yo me había enamorado, ésos fueron los años en que me enamoré del metal.
Más de una vez había oído Shep el simplista aforismo según el cual «uno siempre termina matando aquello que ama», pero nunca a la inversa, es decir, que es el objeto que amamos lo que nos mata.
—Además —prosiguió Glynis—, en el estudio de la escuela había catálogos de Forge Craft con otros libros de consulta y revistas especializadas en los estantes, junto a la taladradora. Yo solía hojear esos catálogos, pues acariciaba la esperanza de tener mi propio estudio cuando terminara. Vivía preocupada por si alguna vez podría comprarme mi máquina de pulir, tener mi juego de martillos, mi maquina de vaciado centrífugo. Porque en esa época Forge Craft tenía el monopolio virtual de suministros de metalisteria en toda la nación. Por ese motivo la empresa podía poner el precio de sus productos por las nubes. Por lo tanto, Saguaro no pudo tener herramientas y materiales que no fuesen de Forge Craft, que había eliminado a la competencia comercial. O sea que ahora pueden ser ustedes víctimas de su éxito.
Con todo, lo que más impresionó a Shep fue la frialdad de Glynis durante un interrogatorio orquestado con la idea de conseguir algo que, en la imaginación popular, es imposible: valorar la vida humana en dólares. A tal fin, los abogados la acribillaron con preguntas sobre exactamente cuánto dinero le había reportado por año su trabajo, y Glynis consiguió citar la insustancial cifra sin vergüenza aparente. Lo más insultante fue que quisieran saber si, antes de caer enferma, Glynis hacía la compra, qué porcentaje de las responsabilidades de una madre había asumido con Zach, cuántas comidas había preparado en una semana normal, e incluso cuántas coladas había hecho. Estaban midiendo el valor de la vida de su mujer en términos de lavadoras de ropa blanca y oscura. Las respuestas alegremente objetivas de Glynis a esas preguntas degradantes fueron el producto de un dominio de sí misma muy superior al que Shep podría haber tenido de haber estado en su lugar. Un reflejo que tenía su origen en largas décadas de amistad llevó a Shep a pensar, antes de poder contenerse. No veo la hora de contarle todo este circo a Jackson.
Glynis estuvo magnífica. No titubeo ni una sola vez ni permitió que le pusieran una zancadilla, y miro siempre de frente a sus torturadores. Por consejo de Mystic, no se había maquillado, y el espectro acusador de esas mejillas hundidas y esos labios glaucos, y el brillo de la calva cuando el turbante se le resbalaba, fueron una inculpación más hiriente de los productos de Forge Craft de la década de 1970 que todo lo que hubiera podido decir.
Sólo cuando el procedimiento concluyó formalmente y los abogados de la otra parte se largaron, Glynis se derrumbó y cayó sobre la brillante superficie de la mesa como una taza de té que se derrama. Estaba tan agotada que Shep casi tuvo que cargar con ella hasta el coche.
—Te has portado como una estrella —le susurró, deseando que cargar con todo el peso de Glynis fuese un poco más duro de lo que era.
—Lo hice por ti —dijo Glynis, arrastrando las palabras—. ¿Y las mentiras? Pues las disfruté.
Cuando llegaron, Glynis, como si le quedara un residuo de la dignidad con la que se había comportado durante esas cuatro horas, se negó a que Shep la llevase arriba y subió a cuatro patas. Haciendo una pausa para recuperarse en cada uno de los dos descansillos, tardó media hora en subir los quince escalones.
Shep había dejado la tira de mensajes en el móvil de Carol durante las pausas en la declaración, pero ella no contestaba. Volvió a intentarlo cuando Glynis se echó a dormir arriba, y al final pudo hablar con Carol. Si durante la primera llamada, la noche anterior, había estado histérica, ahora estaba catatónica, pero ese tono monocorde y apagado al menos permitió intercambiar información. Había entrado en la cocina con Flicka. «Eso nunca se lo perdonaré», añadió Carol, rotunda. «Fue maltrato infantil, y no lo digo por decirlo». No es de extrañar que la niña tuviera una crisis en el acto; «esa reacción hosca y repentina que tiene Flicka», dijo Carol. «Es como si montara un numerito, una manera de compensar. No soporta el estrés. Se viene abajo cuando tiene una prueba en el colegio. Así que ya te lo puedes imaginar… Detesto tener que admitirlo, pero ayer ocuparme de Flicka, la presión sanguínea, las arcadas (y casi me dan a mí también), bueno, fue un alivio. Concentrarme en las necesidades de mi hija, algo más urgente que tener que vérmelas con lo que había hecho Jackson. Supongo que siempre la usamos para eso… Al principio, como punto de unión, como un proyecto mutuo, pero luego como distracción. Nos concentramos en Flicka para evitarnos mutuamente».
Mientras llevaba a Flicka medio a empujones al Metodista de Nueva York, Carol había llamado a Heather desde el coche; la pequeña todavía estaba en el colegio. Le había insistido para que fuese directamente al hospital, donde las tres pasaron la noche. Flicka se había estabilizado, y era probable que a última hora de la tarde le diesen el alta; Carol tenía pensado montar campamento con las niñas en casa de unos vecinos. Mientras tanto, según le había dicho la vecina, ya había ido la policía, y también una ambulancia. Por lo tanto, Shep no se sorprendió cuando supo que Carol no quería volver a entrar en esa casa bajo ningún concepto y prometió hacerlo por ella en cuanto pudiera, buscarles un poco de ropa que pudieran necesitar, los medicamentos de Flicka, tal vez el ordenador de Carol. De los muchos favores que se había ofrecido a hacerles a sus amigos a lo largo de los años, éste parecía más sacrificado que la mayoría.
Cuando Carol admitió que la vecina era una mujer de buen corazón, pero que no tenían mucha confianza —básicamente una relación de intercambio de tartas y recordatorios amables para que retirasen el coche y respetasen el régimen de aparcamiento en lados alternos de la calle—, Shep le rogó que llevase a Elmsford a lo que quedaba de la familia. La habitación de Amelia estaba libre, y abajo había un sofá. Reconocio que todavía no se lo había contado a Glynis, y dijo que ya se ocuparían de eso, aunque no sabía muy bien cómo.
—Te ocuparás tú —dijo Carol, con una voz que tenía el color de la ceniza—, diciéndoselo. Está enferma, pero todavía está con nosotros. Estar enfermo no es sinónimo de ser estúpido ni un crío pequeño. Pregúntale a Flicka. Glynis era amiga de Jackson, y se merece saberlo. Si yo puedo contárselo a una niña de doce años —una pausa pesada—, tú puedes contárselo a tu mujer.
—Supongo que contárselo lo hace… más real.
—Fue real —dijo Carol, algo cansada—. Fue muy, muy real.
—Ayer Jackson y yo dimos un paseo muy largo. Yo debería haber notado algo, pero estaba demasiado encerrado en mis problemas. En realidad, lo que noté es que estaba más sereno que nunca. Filosófico. De hecho, es la única vez que recuerdo de estos últimos tiempos en que no parecía cabreado. Tal vez eso debería haberme alertado. Si hubiera prestado atención, claro.
—Eso es lo que hace la gente —dijo Carol—. Rebuscar en el pasado, asumir la responsabilidad. Pero era Jackson el que no paraba de hablar acerca de la «responsabilidad personal». Por lo tanto, si es culpa de alguien, es de Jackson. Suya y… —Carol suspiró—. No quiero entrar en esto ahora, pero también mía.
—Ahora tú estás haciendo lo mismo.
—Ya te lo he dicho. Es compulsivo.
Shep le imploró una vez más que fuese a Elmsford, y Carol transigió. Acordaron que podía llegar con las niñas a eso de las nueve de la noche. Mientras tanto, esa tarde Shep tenía una cita con Philip Goldman; ya era hora de que hablase con el médico sin el estorbo de su magnífica, pero delirante esposa.
—A ver —dijo Shep en la consulta del doctor Goldman—, ¿qué es eso acerca de un medicamento en fase experimental?
Como el internista solía dar la impresión de tipo bravucón, esa consulta, de dimensiones reducidas, parecía no bastar para contenerlo; Goldman tenía tendencia a poner un pie en el borde del escritorio y reclinar la silla hacia atrás, a enderezarse de golpe para hacer en trocitos de papel unas ilustraciones de algún procedimiento médico, y a subrayar sus argumentos con generosos movimientos de sus grandes manos. Pero esa tarde su energía inagotable parecía reprimida, y su nerviosismo se limitaba a unos movimientos inquietos en la silla. Con los golpecitos acotados de un lápiz y el temblor de una rodilla, Goldman se quedaba sin el gran teatro cinético del que dependía su ilusión de hombre atractivo. Y de ese modo resaltaba más el hecho de que tuviera los ojos demasiado cerca uno del otro o de que la cintura ya acusase la presencia, aunque disimulada, de una barriguita. Cuando perdía, Philip Goldman no era tan guapo.
—Se llama peritoxamil —dijo—, también conocido como…
—Cortomalafrina —dijo Shep, con acritud.
—¿Perdón?
—No tiene importancia. Una broma de la familia.
—Se encuentra en la fase tres de las pruebas, pero todo apunta a que es muy prometedor. No para el mesotelioma, pero podría tener algunos de los efectos que se han verificado en la terapia para el cáncer de colon. Ahora bien, me temo que en este momento su mujer… no reúne los requisitos para participar en los ensayos clínicos propiamente dichos. Sin embargo…
—Quiere decir que está demasiado enferma —volvió a interrumpir Shep—. De todos modos, puesto que ya está prácticamente desahuciada, con ella los resultados afectarán negativamente a esas alegres estadísticas.
—Ésa es una manera muy dura de decirlo, pero…
—Prefiero que lo sea. Así que mejor digámoslo de esa manera.
Goldman, nervioso, miró de soslayo al marido de su paciente. Shep Knacker siempre había sido dócil, siempre tan dispuesto a cooperar… No obstante, ese médico habría visto toda clase de reacciones ante circunstancias médicas extremas, y es posible que la beligerancia fuese una variación típica.
—Lo importante —dijo Goldman— es que podemos solicitar que nos permitan emplear el medicamento por motivos, digamos, humanitarios. Decir que hemos agotado el arsenal tradicional que tenemos a nuestra disposición. Admito que las probabilidades no son muchas, pero es lo único que tenemos. Francamente, en este momento no hay mucho que perder. No obstante, hay un pequeño inconveniente.
—Se le cae a uno la cabeza.
La media sonrisa de Goldman indico que no le veía la gracia al comentario de Shep.
—No me refiero a efectos secundarios…, salvo para usted. El peritoxamil no está aprobado por la FDA, y su seguro no lo cubrirá.
—Ajá. ¿Y cuánto cuesta ese nuevo ungüento de serpiente?
—¿Para un tratamiento completo? Alrededor de cien mil dólares. Por suerte viene en cápsulas, por lo cual la señora Knacker no tendrá que venir aquí a aplicárselo.
—Cien de los grandes. ¿Y no hay nada que perder? Deduzco que no tengo el nivel de ingresos que usted supone, doctor, ya que a mí eso me suena a perder un montón.
Goldman pareció sorprenderse.
—Estamos hablando de la vida de su mujer…
—¡Jim!
El médico lo miró con preocupación.
—He de suponer que el dinero es un problema secundario, en caso de que sea un problema.
—Entonces, si le digo que sí lo es, soy un animal, ¿verdad? Pero aunque acepte y diga por supuesto, doctor, haga todo lo que pueda, combata ese cáncer arrojándole el fregadero, un fregadero bañado en oro, porque yo quiero a mi mujer y el dinero no es un problema…, ¿por qué supone usted que yo tengo cien mil dólares?
—En casos así suele ser posible pedir un préstamo personal. Señor Knacker, se que esta agobiado por las circunstancias, pero me preocupa ese tono agresivo. No parece apreciar que en esto los dos estamos del mismo lado. Usted, la señora Knacker y todo el personal de este hospital estamos unidos en una causa común.
—¿De veras? Entonces, ¿qué intenta usted conseguir?
—Obviamente, prolongar todo lo posible la vida de su mujer.
—Entonces no estamos del mismo lado.
—¿Cómo? ¿Cuál es su objetivo, pues?
—Poner punto final a su sufrimiento lo antes posible.
—La decisión de no seguir otros tratamientos corresponde exclusivamente a la señora Knacker. Sin embargo, cuando le hablé del peritoxamil, pareció entusiasmada con la idea de probarlo. Huelga decir que haremos todo lo posible para que no lo pase mal, pero hablar de… Bueno, planear «poner punto final» a su sufrimiento es una actitud derrotista.
—Muy bien, sí. Soy derrotista —proclamó Shep—. Me han derrotado. Lo admito, el mesotelioma es demasiado para mí. Si esto realmente ha sido una batalla —contra el clima, pensó—, es posible que vaya siendo hora de deponer las armas. En cuanto a que eso sea decisión de mi mujer, soy consciente de que está dispuesta a probarlo todo. Pero no es decisión de mi mujer si no es ella la que va a pagar.
Esa clase de conversación hacía que Goldman se sintiera abiertamente frustrado. No hacía más que evitar la mirada de Shep, y con la expresión de su rostro indicaba que no aprobaba lo que oía; mientras tanto, nervioso, golpeteaba la tecla de espaciado del teclado de su ordenador. Shep tuvo la impresión de que tomar una decisión médica de cualquier magnitud teniendo en cuenta cuánto costaba un tratamiento en términos exclusivamente monetarios —«es sólo dinero», como diría su padre— era una grosería, algo ofensivo y desconocido para ese médico.
—Quiero ser muy claro, señor Knacker. Ese medicamento es nuestra última esperanza.
—Me despidieron ayer, doctor Goldman. Acabo de quedarme sin trabajo.
Qué interesante el sutil, pero perceptible, cambio del internista en cuanto tomó conciencia de lo que eso implicaba.
—Lamento oír eso.
—No me cabe la menor duda. Pero falté reiteradamente al trabajo y también llegué muchas veces tarde. La enfermedad de mi mujer ha aumentado las primas del seguro médico que paga mi empleador. Como antiguo custodio de esa empresa, aplaudo la decisión de echarme, pues la considero una astuta decisión empresarial.
—Es una manera muy comprensiva de valorar su propia desgracia, señor Knacker.
—Soy conocido por mi comprensión —dijo Shep—. Pero, de resultas de mi jubilación anticipada, el World Wellness Group no sólo no pagará los cien mil dólares que cuesta el pterodáctilo, o como se llame ese medicamento, sino que tampoco pagará sus honorarios.
—Entiendo —dijo Goldman—. Y deduzco que sus recursos personales se han reducido un poco.
—¿Un poco? Ya puede decirlo.
—Después de lo que acaba de contarme, comprendo por qué puede estar algo enfadado.
—No, no lo comprende. Que me hayan despedido es lo más bonito que ha podido pasarme desde hace más de un año. Pero tiene razón cuando dice que estoy «algo» enfadado. Creo entender que esto es lo que ustedes hacen. Es así como están programados. Prueban un medicamento tras otro, siempre con optimismo, sin decir nunca «morir». Mi mujer, por ejemplo, nunca dice morir. Sinceramente, ya no recuerdo cuándo fue la última vez que la oí pronunciar la palabra que empieza por eme. Se supone que en esta profesión nadie nunca levanta las manos y abandona mientras haya una posibilidad, por pequeña que sea, de que una nueva terapia haga durar al enfermo unos días más. O sea, que se ha limitado a respetar el guion. Pero ¿podemos por una vez, ahora que Glynis no está presente, dejar de fingir? Ese «medicamento experimental»… Usted no cree de verdad que probándolo se conseguirá algo, ¿no es así?
—Ya he dicho que no hay muchas probabilidades.
—¿Cuáles son las probabilidades? ¿Cincuenta a uno? ¿Está dispuesto a apostar dinero suyo en eso?
—Es difícil decir cuántas. Digamos simplemente que las posibilidades son remotas.
—Yo no apostaría cien mil a algo «remoto» ni aunque me gustase el juego. ¿Y usted?
Goldman se negó a contestar.
—En segundo lugar, dejémonos ya de decir eso de que «no creo en los pronósticos». Usted conoce el percal, y del mesotelioma sabe más que cualquier otro en este país, es un experto. Así que dígame, ¿cuánto tiempo le queda?
La expresión de Goldman recordó a Shep los días en que era pequeño y luchaba con sus amiguitos en Berlin, y cuando sentado encima del pecho de Jeb e inmovilizándole las dos muñecas contra el suelo conseguía que al final su amigo se diese por vencido.
—¿Un mes, quizá? O más probablemente tres semanas.
Shep se dobló hacia delante como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
—Sé que no es fácil de aceptar —prosiguió Goldman, en voz más baja ahora—. Y lo lamento mucho, de verdad.
Tres semanas era un tiempo que estaba dentro del plazo que el propio Shep había calculado, pero no era lo mismo oír la pesimista estimación de labios de un médico. Era imposible seguir siendo agresivo y hostil aunque, a medida que se le iba el mal humor, sabía que lo echaría de menos. Quitando esa charla con Goldman, la cantidad de vida que Shep Knacker se había pasado siendo agresivo y hostil probablemente no llegaba a cinco minutos.
Mientras Shep se recuperaba, el médico llenó el silencio.
—Pienso que de todos los pacientes que he tenido, su mujer es la que ha mostrado tener el temple más formidable. Ha librado una batalla extraordinaria y verdaderamente admirable.
—Es muy amable por su parte, y soy consciente de que trata de hacer un cumplido a mi mujer, pero… esa forma de pensar…
Shep se levantó y se puso a dar vueltas por el estrecho trozo de moqueta que se extendía delante de la puerta.
—Una batalla. Vencer las dificultades. Como el grupo de apoyo en línea al que Glynis estuvo apuntada durante un tiempo y en que siempre se hablaba de mantenerse firme. Negarse a abandonar. No darse por vencido. Correr el último kilómetro. Cualquiera pensaría que estaban organizando una jornada deportiva de la escuela primaria. ¡Mi mujer es muy competitiva, doctor Goldman! Le gusta conseguir grandes cosas, es una perfeccionista… Y por esa razón, aunque parezca ilógico, no ha sido productiva en su profesión como lo habría sido si hubiese tenido menos exigencias. Alguien que se esfuerza tanto…, ¿cómo no va a estar a la altura de esto? Y luego ustedes suben las apuestas aún más. No sólo es una carrera de sacos, es una guerra. La batalla contra el cáncer. El arsenal a nuestra disposición… Le hacen ustedes creer que hay algo que tiene que hacer si quiere ser un buen soldado. Por eso, si aun así se deteriora, habrá algo que no hizo, como si no hubiera tenido valor cuando el enemigo disparaba. Ya sé que sus intenciones son buenas, doctor, pero después de todos estos términos militares, ahora, para ella, morir es sinónimo de deshonor. De fracaso. De fracaso personal.
Era la primera vez que Shep se lo decía a sí mismo.
—El lenguaje militar es sólo una metáfora —dijo Goldman—. Una manera de hablar sobre asuntos médicos que los legos comprenden. No pretendemos que el paciente sea responsable de los resultados de la terapia.
—Pero en el caso de Glynis… Cuando usted admira su «combatividad», si los resultados no son buenos, mi mujer cree que la culpa es de ella, ¿entiende? Por eso no va a abandonar. Por eso mi mujer y yo no podemos hablar…, bueno, de nada.
—No veo ningún motivo para que «abandone». Glynis…, la señora Knacker saca fuerza de su tenacidad. Puesto que he llegado a conocerla un poco, creo conveniente aconsejarle que se guarde el pronóstico para usted.
—¿Qué importa un secreto más? —dijo Shep, con aire taciturno, mientras se dejaba caer otra vez en su silla—. Aunque ése es un secreto muy grande, joder.
—Sólo me interesa preservar la calidad del tiempo de vida que le queda. Que no pierda los ánimos.
—Pero ¿ella no lo sabrá? ¿Lo que esta ocurriendo en su cuerpo?
—Se sorprendería usted. No necesariamente. Así y todo, le aconsejaría que se pusiera en contacto con su familia y amigos. Dígales claramente que hablamos de días o de semanas, no de meses, y que no deberían retrasar la última visita. Así podrán despedirse.
—¿De qué sirve despedirse cuando uno no puede despedirse?
—¿Perdón?
—Si no vamos a decírselo a Glynis, nadie puede decirle adiós. Ni siquiera yo.
—Bueno, a veces un hasta la vista es igual de cálido, pero más agradable de oír. Y la verdad es que decimos hasta luego a mucha gente a la que nunca volvemos a ver.
—Supongo —dijo Shep, de mala gana—. Puede que tenga usted razón, Glynis no quiere saber nada. Y le aseguro que no ha querido oír ninguna otra cosa.
—Creo entenderlo cuando dice que preferiría prescindir del peritoxamil. Pero ella tenía muchas ganas de probarlo. Si no quiere que se desestabilice, yo podría recetarle un placebo.
Y eso significaría tratar a Glynis como a una cría de ocho años a la que los padres engañan con la «cortomalafrina». Que los últimos días de su mujer fuesen una maraña de engaños era algo que deprimía a Shep más de lo que podía expresar.
—Es posible. Se lo haré saber, doctor.
—Mientras tanto, téngame al corriente de su estado y llámeme si necesita algún consejo sobre qué hacer para que su mujer no lo pase mal.
—Hay algo que usted puede hacer —dijo Shep, mirándose el regazo—. Sinceramente, no quiero que muera en un hospital. Pero tampoco quiero que padezca más dolor del necesario. Me gustaría tener algo con que… aliviarle el final.
—El final no tiene nada de sencillo. Puede ser muy desagradable. Los profesionales tienen más oportunidades de evitar que lo pase mal.
Repetida ya al menos tres veces, la frase hecha chirriaba.
—¿Está seguro de que no quiere volver a pensárselo? ¿Lo del hospital? —insistió el médico—. ¿Está convencido?
—Sí. Y sinceramente pienso que si Glynis alguna vez toma conciencia de que está muriéndose, pensaría como yo.
—Los calmantes son sustancias controladas. La administración nos vigila muy estrictamente. No puedo andar repartiendo capsulas así como así, por el peligro de la adicción.
—¿El gobierno teme que mi mujer se vuelva drogadicta cuando se está muriendo?
Goldman suspiró.
—Reconozco que no es muy racional… —Se mordió el labio—. Es un poco arriesgado…, pero supongo que puedo extenderle una receta de morfina líquida. No es complicado. Sólo hay que echarle unas gotas en la lengua cuando parezca…
—Que está pasándolo mal —dijo Shep, con un rastro de su anterior acritud, y se puso de pie—. Gracias. Y en cuanto a lo que he dicho antes…, bueno, mi «tono»… No me tome por un ingrato.
—Nada de eso, señor Knacker. Y lo siento, no he podido hacer más por su mujer. Hemos hecho todo lo que hemos podido, como ha podido ver. Pero el mesotelioma es una enfermedad mortal, y fulminante. No por nada en griego asbesto significa «que no se puede apagar». Y usted trabaja en el ramo de las reparaciones, así que lo entiende. Las herramientas son las que hay.
Después de darse la mano, y cuando ya se disponía a abandonar la consulta, Shep se volvió al llegar a la puerta.
—Una cosa más, la última. La operación, toda la quimioterapia. ¿Las transfusiones de sangre, los drenajes del pecho, las resonancias magnéticas? Según mis cálculos, las facturas médicas de todos esos tratamientos ya ascienden a dos millones de dólares. ¿A usted le parece correcto?
—Es posible, sí.
Si en un momento de vana perversidad, Shep había calculado que hasta el momento habían pagado más de dos mil setecientos dólares por día, y también que a menudo Glynis habría pagado lo mismo por evitarse un día. Por supuesto, él no podía dar fe del espanto comparativo de su enfermedad dejada a merced de sus malvados recursos, pero saber si la cura había sido peor que el cáncer era, al menos, una comparación.
—Entonces ¿qué compramos exactamente? ¿Cuánto tiempo?
—Oh, apuesto a que probablemente le prolongué la vida unos buenos tres meses.
—No, doctor Goldman —dijo Shep al salir—. Lo siento, pero no han sido unos buenos tres meses.
Cuando volvió a Elmsford encontró un recado que había dejado Zach, de parte de Rick Mystic, con el número de teléfono particular del abogado. Puesto que Carol y las niñas iban a llegar más o menos dentro de una hora, Shep devolvió la llamada de inmediato desde su estudio, tras cerrar la puerta.
Rick fue directo al grano.
—Quieren llegar a un acuerdo.
Vaya, por una vez no querían como llegar a un acuerdo.
—Ha ido rápido.
—Esta clase de casos pueden arrastrarse durante años, pero cuando se mueven, te pueden cambiar la vida en una tarde. Apuesto a que los de Forge Craft se quedaron impresionados por la declaración de tu mujer. Aunque, claro, también por… su estado.
—Quieres decir que tienen miedo de que Glynis…
—Sí. Y si eso ocurre, el premio del jurado podría como dispararse. Los habéis asustado.
—¿Y cuánto ofrecen?
—Un millón doscientos.
Puesto que doce era múltiplo de tres, calcular lo que quedaría después de pagarle al abogado la tercera parte por sus honorarios por sentencia favorable era aritmética elemental; la tajada de Mystic equivalía a algo más que los honorarios que se había llevado el Gobierno de los Estados Unidos cuando Shep vendió Knack.
—Bueno, ¿y tú que aconsejas?
—Si los llevas a juicio, especialmente después de… de haber sufrido una pérdida importante, estoy casi seguro de que podrías sacarle el doble. Pero yo cometería una especie de negligencia si no te advierto sobre todo lo que podría implicar un juicio con jurado. Es brutal. Una vez establecida la responsabilidad, el proceso se centrará en evaluar cuánto ha valido tu matrimonio, en dólares. Por lo tanto, es como en interés de ellos demostrar que tu matrimonio fue más bien una mierda. Y, jurídicamente, un matrimonio de mierda no merece una compensación tan alta como un buen matrimonio.
—¿Y qué les importa a ellos, por qué quieren saber qué clase de matrimonio fue el mío? —Al oír que hablaba en pasado se alegró de haber cerrado la puerta del estudio—. ¿Estás diciéndome que van a deducir, no sé, diez mil dólares por cada vez que Glynis y yo nos peleamos?
—Puede que te parezca como ridículo, pero sí, más o menos es eso. Por ejemplo, te van a acribillar a preguntas para conocer la frecuencia con que manteníais relaciones sexuales. Irán a ver a tus amigos para ver si encuentran a algunos que describiesen tu matrimonio como infeliz o como lleno de reproches. Tuve una clienta que tenía un guión de hierro a nivel de pruebas; el marido había trabajado veinte años con material ignífugo que contenía amianto. Pero averiguaron que la señora había tenido una especie de aventura lesbiana durante el matrimonio. Ella no quería que la familia se enterase y retiró la demanda. Fue una especie de chantaje, en serio. Y, en tu caso, ¿qué pasaría si descubren eso que me contaste, que estabas listo para largarte a África? ¿Solo si no había más remedio, justo antes de enterarte de que Glynis tenía cáncer? Te prometo que encontrarían a alguien que conoce esa historia, y entonces sí que no pintaría nada bien.
—Si acepto lo que proponen, ¿cuánto tardarían en extenderme el talón?
—Tendrías que firmar un acuerdo de confidencialidad. Pero no sé… ¿Después? Creo que no tardarían nada. Sobre todo tras ver a Glynis en tan mala forma. No querrían verse desbordados por, uf, los acontecimientos… Ni ver que tú cambias de opinión o algo así. Si ocurre lo peor, en ese caso tú podrías decidir ir a por todas.
—Tendré que hablar con Glynis. Pero si tú nos consigues ese dinero lo antes posible, y quiero decir, el lunes, no dentro de unas semanas, porque no tenemos semanas…, entonces digo que sí, acepto.
Cuando colgó, Shep volvió a pensar con profunda tristeza en Jackson. Era un crimen que su mejor amigo no hubiese vivido para ser testigo de esa conversión. De Gili a Gorrón.