Las circunstancias podrían haber enseñado perfectamente que el sexo no lo era todo. Por ejemplo, cuando uno perdía la vista, se suponía que todos los demás sentidos se agudizaban, de modo tal que el ciego desarrollaba, a manera de compensación, un oído sobrehumano y una sensibilidad táctil que producía un cosquilleo en la espina dorsal. Así pues, por analogía, restar el sexo de la ecuación debería haber hecho más intensa toda la fantasmagórica cornucopia de los muchos otros placeres de la vida.
Sin embargo, al crear, con amargura, la recargada expresión fantasmagórica cornucopia de los muchos otros placeres de la vida, Jackson no conseguía imaginar ninguno. ¿Qué placeres? Odiaba su trabajo. El que se suponía que era su «mejor amigo» ahora era el único hombre de la tierra al que más se sentía impulsado a evitar. El sentido del equilibrio de su hija mayor se había deteriorado tan drásticamente que pronto tendría que ir en silla de ruedas. Y a la menor a duras penas conseguía acercarse, pues se atrincheraba detrás del dique defensivo de la comida rápida, la que engorda, aunque adentrarse en el vacío abotargado de su cara de niña de doce años implicaba enfrentarse a su rabia por esa burla con la «cortomalafrina», que había durado años, y con su firme negativa a aprender la palabra placebo. Y su mujer… Tan cerca, pero detrás de unos cristales. Carol podría haber estado viviendo en un universo paralelo, y Jackson imaginaba que esa sensación de estar agitando la mano y gritando y dando botes mientras nadie lo miraba, es decir, cuando era invisible, debía de parecerse a estar muerto. Ya no vivía con su mujer, solo la rondaba. De vez en cuando ella parecía descubrir que alguien había dado un mordisco a un sándwich o que había usado un par de calcetines, y lo hacía con el mismo nerviosismo con que un racionalista acérrimo se ve forzado a enfrentarse a la intromisión imperceptible de fenómenos paranormales.
Además, cada anuncio de tinte para el pelo que veía en el metro, cada spot televisivo de chocolate, cada película erótica a medianoche y cada fragmento de las bromas picantes en el trabajo proclamaban que, al contrario de lo que se decía, el sexo sí lo era todo. Con la vista bruscamente cambiada a blanco y negro, Jackson nunca había advertido lo realmente importante que era hasta que tuvo que vivir sin él. No estaba privándose únicamente de la actividad literal del mete y saca, sino de todo el espectro penumbroso de miradas y roces, susurros y risas y sonrisas, o el ingenuo gesto de ocultar detrás de la oreja un mechón suelto de pelo de color caoba y esos dos tiernos dedos que le tocaban con ternura el antebrazo y que una vez le habían electrizado el día. En consecuencia, lo que echaba de menos no era tanto la cosa en sí, sino la energía que propulsaba todas las demás intenciones; el sexo no era el objetivo, sino el combustible. Con el depósito vacío, Jackson ya no encontraba alegría en la comida, lo cual hacía que comiera más. El alcohol ya no le producía euforia; antes bien, lo hacia sentirse mal, y como seguía esperando que una cerveza más le devolviera el vivaz lado vocinglero de antaño, también bebía cada vez más. De hecho, sólo cuando Carol lo miraba con severidad y desaprobación cada vez que iba a la nevera a buscar otra botella, se convencía de que aquella mujer sensata y nada supersticiosa había empezado a creer en los fantasmas. Aun así, por abatido y vacío que se encontrase en esa soledad, era raro que se detuviera a pensar que también la vista de Carol había perdido los colores y que su mujer se había quedado sin gasolina; que, a causa de una fatal combinación de su propia estupidez y de la rotunda negativa de ella a perdonarla, Carol también estaba viviendo sin sexo.
Mientras tanto, las deudas pendientes de las tarjetas de crédito le provocaban la curiosa impresión de que lo seguían. En la calle, por ejemplo, veía una silueta con el rabillo del ojo o percibía un crujido entre los arbustos a sus espaldas, y se sentía perseguido por una presencia escurridiza que, cuando la miraba de frente, resultaba ser la rama de un árbol movida por el viento o el perro del vecino. Así y todo, esa presencia siempre lo acompañaba. Las deudas eran mucho peores de lo que Carol habría podido imaginar, En un intento, en apariencia generoso, de echar una mano con el papeleo, se había hecho cargo de la gestión de las facturas, ya que ella se ocupaba de todo lo relacionado con el seguro médico. Para que Carol no se alarmase si se enteraba de la sangrante profusión de su dinero de plástico, Jackson tenía un par de tarjetas cuyos extractos recibía en la oficina; otras tres eran virtuales y él pagaba los mínimos por ordenador. Se preguntaba si la consiguiente sensación de corrupción, de algo malsano en el ambiente, y de catástrofe inminente era, en cierto modo, un reflejo de la experiencia de Glynis con el cáncer. No quería restarle importancia a lo que ella estaba viviendo, pero sí parecía haber una conexión. Jackson tenía cáncer fiscal. Por eso, aunque pensara en asuntos totalmente distintos, lo consumía la sensación de hacer las cosas mal, de la misma manera en que, mientras que Glynis podía de vez en cuando concentrarse en alguna de las recetas del condenado Canal Cocina, platos que nunca prepararía, también podía estar consumiéndola una sensación de maldad y de haber hecho algo muy mal. Una enfermedad terminal era sinónimo de insolvencia del cuerpo. Tanto Glynis como él vivían temiendo ese día no identificado, pero que estaba a la vuelta de la esquina, en que los aereadores irían a aporrear la puerta para exigir su libra de carne.
Con todo, igual que haber conocido ya el peor desastre imaginable puede llevar a alguien a empezar a fumar… Igual que las adolescentes podrían haber mandado a la porra las medidas anticonceptivas porque ya estaban embarazadas… Igual que los enfermos de obesidad mórbida deben de decir a la mierda, ya peso doscientos cincuenta kilos que nunca perdere, asi que por qué no comerme un trozo más de tarta de coco si me apetece…, Jackson estaba tan hundido en un agujero financiero que en un momento dado parecía no tener ninguna importancia si cavaba un poco más en ese pozo. También parecía estar atrapado en una espiral de negatividad; las deudas lo hacían sentirse mal. Y si las deudas aumentaban, se sentiría peor. Dado que ponía en peligro su propio futuro, y el futuro de su mujer y sus hijas, debería sentirse peor, y entonces, para autoflagelarse, contraía más deudas. Algunos días en el canódromo, otros con una suscripción a una revista o comprando una camisa de LLBean que no le hacía ninguna falta. De hecho, le fascinaba ver cuánto dinero se podía gastar sin que la vida mejorase apreciablemente o sin comprar nada de valor. Esos gastos «en lugar de» se habían vuelto un juego de azar, un pequeño entretenimiento en el arte de torturarse a sí mismo, y le producía un extraño deleite descubrir que uno podía pulirse todo el dinero que quisiera en las banalidades más absolutas, e incluso en nada, y que nadie iba a detenerlo. En un ataque alucinógeno de piedad mal orientada, podía de verdad introducir su numero de cuenta y el código de seguridad en un sitio web para comprar diez gruesas menorás de plástico deformadas, por catorce mil dólares, y el cargo iría directamente a su cuenta corriente.
Por supuesto, no quería perder la casa. No sólo estaban pagando el préstamo sobre el valor acumulado de la vivienda, sino que todavía no habían terminado de pagar la primera hipoteca. Con todo, que se ejecutara el embargo era una abstracción. Ellos vivían en la casa. Él volvía todos los días a esa casa. Tenía las llaves. Y la ropa colgada en los armarios de la casa, la comida para el desayuno en la cocina de esa casa y el correo llegaba todos los días a esa dirección. Algo que formaba parte del mero carácter tridimensional del lugar, la fantástica posibilidad de estirar la mano y tocarlo, el haber dormido en esa casa la mayor parte de su vida de casado, hacía que la perspectiva de que se la embargasen fuese totalmente incomprensible, y si él no la comprendía, no podía ocurrir.
No era una costumbre benigna, pero Jackson a veces recordaba con amargura los primeros días en Knack, cuando Shep y él salían a trabajar codo con codo; entonces la empresa era básicamente un asunto de dos hombres que de vez en cuando tenían que contratar a fontaneros o electricistas autorizados, pero, por lo demás, era una sociedad de facto. Por eso, cuando la vendió, Shep debería haberle dado la mitad. Poner por escrito lo que Jackson era en la práctica. Así, la empresa se habría vendido por ese estupendo millón y él habría dispuesto de medio kilo para mantenerse a flote sin dolor en ese océano de facturas. Mejor aún, quizá se hubiera negado en redondo a firmar ese trato precipitado, pensado únicamente para que Shep pudiera mandar todo a paseo e irse a vivir a un estercolero del Tercer Mundo. Vamos, que podría haberlo presionado para que reconociera —y, en esos días más crédulos, presionarse a sí mismo también— que Pemba, con sus muchos y arbitrarios precedentes, era una fantasía descabellada que nunca se haría realidad. En ese caso, ahora seguirían siendo los dueños de una floreciente empresa en línea que valdría cuatro veces lo que la etiqueta decía en 1996, y Jackson Burdina, y no el puto Randy Pogatchnik, sería rico.
En febrero, un día que se encontraba apoltronado en su cubículo, Jackson, lleno de rencor, cayó en la cuenta de que había llegado nada menos que el día de San Valentín. Se le ocurrió pensar, aunque brevemente, que podía ir a pedir una vez más la clemencia de Carol, otro de los muchos intentos que habían fracasado de manera tan estrepitosa. Pero ya podía verlo. Una docena de rosas metidas mecánicamente en un bote de encurtidos, sin ningún esfuerzo por presentarlas en un ramo atractivo. Bombones dejados al tuntún en un estante alto, con una nota para asegurarse de que Heather no los encontrara. Ni siquiera un piquito en la mejilla, sino un formal «Vaya, gracias, Jackson, es muy tierno de tu parte», pronunciado con la misma frialdad impersonal con la que su mujer decía que no cada vez que recibía alguna llamada que violaba el hecho mismo de figurar en el registro No Queremos Publicidad Por Teléfono. Básicamente, Carol lo había puesto en una lista privada parecida, una orden que se aplicaba de manera explícita a su propio marido y que también dejaba totalmente fuera de su alcance la ropa interior comestible.
¿Y él? ¿No se merecía un regalo de San Valentín? Y en lugar de otra camisa de franela de cuadros, ¿por qué no empeñarse un poco más por algo que necesitara de verdad?
Jackson nunca había hecho nada semejante, pero, puesto que Pogatchnik no estaba, con Shep ausente sin permiso —otro día por asuntos personales— y el personal por ahí, reparando grifos que perdían en tres barrios de Nueva York, decidió teclear en Internet «servicio de acompañantes» y «brooklyn ny».
Es posible que tuviera las pulsaciones a cien, pero encontrarse en el Starbucks de la Quinta Avenida con lo último que había comprado con su tarjeta de crédito fue, cosa extraña, una experiencia muy prosaica. La chica de la foto que había escogido por Internet tenía el pelo castaño rojizo, pechos turgentes y una expresión distante que podría haber sido muy poco sexy, pero Jackson echaba de menos los juegos del gato y el ratón que una vez habían mantenido a su mujer provocativamente fuera de su alcance, y a lo mejor aún quería tener que trabajar para ganárselo. Se tomó un minuto para examinar a los otros clientes que aporreaban el teclado del portátil junto a un capuchino ya algo desinflado, y no reconoció a su regalo de San Valentín hasta que la vio asomar por el body rojo que la chica le había descrito por teléfono. De hecho, fue ella la que lo vio primero, y lo saludó alegremente con la mano; no cabía duda de que la repentina expresión asustada de Jackson —esa rápida mirada a la puerta por la que, sin que nadie lo advirtiese, podría haber hecho un veloz mutis— era algo con lo que «Caprice» (o cualquiera que fuese su nombre) tenía que vérselas continuamente.
—Disculpa —dijo Jackson, invitándola a sentarse y lamentándolo de inmediato, pues lo único que quería era largarse y poner fin a ese asunto—. Tú no eres la chica de la foto.
—Ah, bueno, nunca somos la chica de la foto, cariño —dijo ella, riendo—. No sé de dónde sacan esas fotos, la verdad. ¿Te apetece un café?
Más le apetecía un whisky doble. Con todo, Jackson dejó que le pidiera un café para poder observarla un rato, y tardó unos instantes en darse cuenta de que, si la chica enarcaba las cejas, era para pedirle dinero. Y él sólo llevaba un billete de diez. Mientras ella hacía la cola, Jackson confirmó que de tipo no estaba mal, aunque era algo culona. Había escogido uno de los sitios web más caros, así que al menos la señorita no iba envuelta en plumas, sino luciendo un traje negro elegante y entallado. Podría haberle molestado que le hubiesen dado el cambiazo, pero «Caprice» al menos era…, bueno, blanca. Nominalmente era rubia —puede que a las chicas las clasificaran por el color del pelo—, aunque a él le habría gustado volver a los días en que teñirse era un secreto vergonzoso y las mujeres no salían de casa enseñando ni un milímetro de raíces negras; en cambio, su acompañante enseñaba sin vergüenza unos buenos tres centímetros. Cuando la chica volvió a la mesa, Jackson se dio cuenta de que los pechos también eran falsos. Posiblemente le quedaba poco para cumplir los treinta, y era una mujer pasablemente guapa, pero tenía la cara un poco asimétrica. Uno se acostumbra a anomalías de esa clase en actrices como Julia Roberts, pero con una prostituta es imposible no imaginar la manera en que ha llegado a tener una boca tan ancha.
Mientras tomaba despacio su café del día —costaba sólo un par de dólares, pero ella se había quedado con el cambio—, Jackson tomó conciencia de que ese ritual de encontrarse en público se celebraba básicamente para que la chica pudiera observarlo a él. Y la mejor manera de parecer normal era parecer aburrido.
Eso siempre inspiraba confianza.
—Dime, ¿cuánto hace que te… que trabajas en esto?
—No te preocupes, no soy una veterana —dijo ella, muy tranquila, y Jackson tuvo la súbita impresión (¿cómo diablos se podía saber, con todo el mundo, al cabo de menos de un minuto?, ¿qué manchita en el ojo los delataba?) de que era inteligente—. Lo hago para pagarme un curso de recursos humanos en el Brooklyn Community College. Ya sabes, lo que antes se llamaba gestión del personal. Pensé: ¿qué mejor manera de adquirir experiencia sobre el terreno en gestión del personal?
Era muy probable que la chica ya hubiese respondido con esa ocurrencia antes, pero al menos sirvió para romper el hielo. Cuando salieron de la cafetería, él ya le había dicho a qué se dedicaba (un trabajo aburrido que también inspiraba confianza) y había añadido que en su tiempo libre también escribía un libro. ¿Para qué servía un encuentro como ése sino para hacer un resumen? No serviría para nada admitir que aún estaba pensándose el título. Jackson incluso probó con ella el último que se le había ocurrido: El mito del «ciudadano que respeta la ley»: De cómo a los crédulos y bonachones nos lavan el cerebro para que seamos obedientes y comamos mierda. No tiene usted ni idea de todo lo que podría conseguir si tuviera huevos.
—Trata de como nos manipulan a todos para que sigamos la corriente —explico, con una pizca de su antigua vivacidad, mientras se dirigían hacia la puerta—. ¿Has visto algunos de esos pésimos programas de televisión, como Los vídeos más locos del mundo sobre la policía? Un mamón en una furgoneta se lanza por la autopista a ciento treinta por hora y en dirección contraria y nuestros valientes azules lo siguen a doscientos por hora. ¿Acaso el malo consigue huir y desaparecer en el horizonte mientras se pone el sol? ¡Eso no lo verás nunca! Al final del vídeo el mamonazo siempre termina en el suelo y esposado. Es ingeniería social, y tampoco es sutil. El crimen no es rentable. No conseguirás escapar. Lo mismo pasa con esos programas de policías de mierda, desde Dragnet hasta Ley y orden. Con Jack nadie consigue escapar nunca. Pura propaganda, pura comedura de coco.
Jackson estaba en la calle con una prostituta; hacía frío y él venga a hablar de política. La chica parecía divertirse.
—Mira, no hay motivo para estar nervioso.
—No estoy nervioso —dijo él—. Siempre hablo así.
—No me extraña que necesites los servicios de una agencia de chicas de compañía.
«Caprice» era una chica con chispa, y a él debería gustarle. Al fin y al cabo, esto él no podía hacerlo de una manera impersonal, no era su carácter. Quería gustarle. Quería impresionarla, lo cual era patético.
—El problema no es la gonorrea —dijo, y luego, cuando lo que acababa de decir resonó en sus oídos, rectificó—: La verborrea, quiero decir. Mira, mi mujer es…, lo que se diría fría a mis insinuaciones.
La chica no dijo nada, pero no pudo reprimir una sonrisita.
—Sí, sí, ya sé que lo habrás oído muchas veces. Mi mujer es frígida. Bueno, la mía no es frígida. Y no pienses que estoy casado con un ama de casa de las de rulos y bata. Mi mujer es preciosa —dijo, y se contuvo para no añadir «más guapa que tú».
—Conmigo no tienes que disculparte, «Jonathan». Bueno, ¿quieres tomar algo? ¿Ir a picar algo?
—No tengo mucho tiempo. Mejor vamos directo al numero principal, ¿te parece?
Había llamado a Carol para decirle que volvería una o dos horas tarde porque estaba supervisando la recolocación de unos armarios de cocina que había instalado un chapuzas dejando sólo sesenta centímetros para la nevera… Podría haberse ahorrado las florituras, pues Carol ni siquiera lo escuchaba. Lo raro de la conversación fue que mentir no había sido diferente de todas las otras veces que había llamado y dicho la verdad. Dejando al margen los detalles, en esos días se mentían el uno al otro. Por eso la mentira literal había sido casi un alivio. Era una mentira sincera.
Caprice lo llevó a un hotel de aspecto inocente, un edificio de piedra marrón renovado, en Union Street, todo un desafío a la sordidez que Jackson había imaginado. En recepción lo atendieron con rapidez y eficiencia mientras él rebuscaba en la cartera hasta encontrar una de las Visa con factura virtual en la que —aún no terminaba de creérselo— acababan de ampliarle aún más el límite de crédito. Arriba, en la habitación, tulipas de tela con borlas; la colcha era de una felpilla cálida, y la lámina sobre la cabecera una exuberante litografía en color de los fuegos artificiales con que en 1883 se había celebrado la inauguración del puente de Brooklyn. Créase o no, para ser un tugurio era bastante mono.
Jackson miró detenidamente la lámina mientras se desabrochaba los dos botones de arriba de la camisa, y no pudo seguir desabrochándose.
—¿Sabías que un mes después de que inaugurasen el puente alguien hizo correr el rumor de que estaba a punto de derrumbarse? En la estampida murieron doce personas.
Caprice se le acercó por detrás y metió las manos en los bolsillos delanteros de los pantalones.
—No me digas.
—Te estás riendo de mí.
Caprice estaba obligada a negarlo.
—Tienes razón.
Jackson se volvió y le deslizó las manos por las caderas, asustado por unas curvas a las que no estaba acostumbrado. Sin embargo, le bastó con sentir el calor de ese cuerpo a través de la tela para sentirse estimulado del modo que, por supuesto, él tanto había esperado. El perfume no lo excitaba; era rara la vez que Carol usaba fragancias comerciales, y lo que de verdad lo ponía era la ráfaga almizclada de la piel cuando ella se había pasado toda la tarde subiendo y bajando a Flicka del coche, un olor profundo y terroso, como a troncos podridos. Si realmente hubiera querido estar a la altura de la ocasión, habría insistido en que Caprice se pusiera una de las camisetas sucias de Carol.
—¿Tú eres de las que no besan en la boca? He leído que a vosotras no os gusta besar.
—Has leído —dijo Caprice, y le dio un rápido beso sin lengua—. Creo que tu problema, macho, es que lees demasiados libros.
Algo en la manera de decir macho…
—Sigues riéndote de mí.
—¿También has leído que estas cosas tienen que ser deprimentes? Te sorprenderías, pero a veces me lo paso en grande. Y tú eres como hecho a medida. Eres… eres la monda.
Jackson se tumbó en la cama mientras ella parecía bailar el shimmy para quitarse la falda lápiz y luego la chaqueta; el cuidado con el que dejó el traje en la silla fue un gesto reconfortante, por lo que tenía de doméstico. El body rojo resultó ser un conjunto de camisola y bikini. Qué práctico. La ropa interior de Carol tendía a ser más sencilla… Jackson no estaba seguro de si debía pensar en Carol, aunque no parecía tener otra opción.
En retrospectiva, ése fue el momento en que debía de haber apagado la luz.
Caprice se tumbó a su lado sin quitarse el body rojo. Tenía unas piernas bonitas. A Carol los muslos le empezaban a… Vayapordios, esa chica sí que sabía ir al grano. Normalmente Carol no… La rodilla de Caprice entre sus piernas eran una delicia… Jackson se encogió cuando ella apretó un poco demasiado fuerte contra la bragueta, pero consiguió disimularlo pensando que todavía tenía la zona un poco sensible, aunque tal vez eso estaba bien, porque ¿qué tenía de malo lo sensible? Caprice le desabrochó el cinturón y le bajó la cremallera, y Jackson aspiró con fuerza el repentino aire frío, como una bofetada, la bienvenida liberación de los calzoncillos, y pensó que a lo mejor primero la chica podía chupársela, vamos, nena, chupa…
Pero Caprice, en cuanto tuvo todo a la vista, se apartó.
—¿Qué es… eso?
—Bueno, ¿qué crees tú que es?
Caprice apartó la rodilla.
—Pero ¿qué demonios te ha pasado? ¿Naciste con algún defecto?
—¡Nací perfectamente normal! —Al menos eso era lo que Carol llevaba un año tratando de hacerle entender.
—Mira, lo siento, no puedo seguir.
Caprice se levantó y empezó a ponerse el traje.
—¿Por qué no? ¿No sirve mi dinero? Se supone que tienes que follar conmigo, no enamorarte.
—No, no puedo, es demasiado… Mira, no estoy tan mal de dinero, ¿vale? Me temo que con el hotel ya no se puede hacer nada, pero puedo conseguir que la agencia te devuelva el dinero de mi servicio. Hay otros sitios que atienden a… Puedes buscarlos, también están en Internet. Se especializan en… discapacitados. Necesidades especiales.
Furioso, Jackson se cerró la bragueta.
—¿Necesidades especiales? ¡Tengo una cicatriz, pero no soy idiota!
—Llámalo como quieras, pero esto no es lo mío. —Cuando la cremallera de la falda se atascó, la joven, imperturbable hasta ese momento, pareció entrar en pánico, y cuando finalmente consiguió cerrarla del todo, tenía en la cara la expresión de esas heroínas ingeniosas de los thrillers que encuentran la manera de abrir una cerradura con una horquilla justo antes de que el asesino en serie entre por la ventana—. ¡Buena suerte! —dijo, recordando los buenos modales antes de salir—. ¡En adelante iré con más cuidado, tenlo por seguro!
La mañana siguiente Jackson ya estaba en el trabajo cuando llegó Shep, porque Shep llego tarde, y no era la primera vez. A él le habría gustado sustituirlo, pero Pogatchnik estaba en la puerta de su despacho, a la espera. Shep se instaló en su puesto bajo la mirada feroz de su empleador. Al quitarse la chaqueta de piel de oveja quedó al descubierto una camiseta sin mangas con un motivo floral hawaiano; Jackson lamentó que su amigo estuviera algo entrado en carnes, pues de lo contrario la camiseta sin mangas habría enseñado una musculatura que él antes le había envidiado. Esforzándose, Shep se quitó los pantalones para la nieve, debajo de los cuales llevaba unas bermudas horteras como las que el propio Pogatchnik escogía para el verano, con la diferencia de que ahora estaban en febrero. Por último, sacó un ventilador en miniatura que funcionaba con pilas y lo colocó encima del monitor. Todo formaba parte de la guerra que se libraba por el termostato (apenas eran las diez de la mañana y en la oficina la temperatura ya debía de rondar los treinta y dos grados), pero si Shep quería fastidiar a Pogatchnik con ese atuendo, como mínimo tendría que haber llegado puntual. Algo le pasaba, algo que oscilaba entre la temeridad y el trastorno, pero de una manera singularmente tranquila; aparte del atuendo, el comportamiento de Shep resultaba muy pertinente en relación con cierto bestseller todavía inédito: auténtica docilidad de comemierda. Mientras tanto, el resto del personal no abría la boca, la vista clavada aplicadamente en la pantalla del ordenador, pero enfocada de manera tal que permitiese tener a Shep y a Pogatchnik dentro de la visión periférica.
—Me alegra que vengas a hacernos compañía, Knacker —dijo Pogatchnik—. No sé, me siento abrumado por el honor de tu presencia. ¿A qué debemos esta visita real? ¿Esta extraordinaria visión de Lord Gandul que condesciende a mezclarse con las masas y se digna venir a trabajar?
—Ayer mi mujer tuvo treinta y nueve de fiebre —dijo Shep, sin alterarse, encendiendo el ordenador a la vez que regulaba el ventilador—. Otra infección. Me pasé la noche en el hospital.
—¿Sabes que los retrasos y el absentismo crónicos son causas de despido? Lo digo por si piensas llevarme a juicio.
—Sí, señor. Y puedo entender que tuviera que tomar medidas drásticas si se tratase únicamente de un empleado que llega tarde porque se ha quedado dormido. Lo cual es imposible cuando dicho empleado no se ha ido a la cama.
—Además de mirar para otro lado cuando entras tan campante y cuando se te antoja, ¿esperas que sienta pena por ti?
—No, señor. Espero que tenga en cuenta las circunstancias médicas excepcionales que está viviendo mi familia, como lo haría cualquier empleador razonable y justo como usted.
—Supongo que eso me convierte en poco razonable. Estás despedido, Knacker.
Shep se quedó de una pieza, la vista fija en la pantalla.
—Señor… señor Pogatchnik. Comprendo su frustración. Y prometo que me esforzaré por llegar puntualmente y hacer tantas jornadas completas como me lo permitan las dificultades por las que atravieso. Con su permiso, me gustaría señalar que he seguido cumpliendo con mi deber. Las muchas quejas sobre nuestros servicios de baja calidad —en ese punto hizo una pausa, y Jackson pudo oír la nada diplomática deducción: nuestros servicios, que una vez fueron ejemplares, pero que ahora son de baja calidad— no se han acumulado. Como sabe usted muy bien, la atención médica de mi mujer depende del seguro que nos proporciona esta empresa. Por ella, no por mí, le ruego que reconsidere su decisión.
—Y una mierda. No tendrás esa suerte. Yo te contraté a ti, no a tu mujer, y esto no es un hospicio. Si tienes problemas con el sistema, escríbele a tu diputado. Ahora coge tus cosas y lárgate.
Pogatchnik había amenazado muchas veces, pero hoy era distinto. Y no tenía importancia alguna la ironía de que, en los viejos tiempos, Randy el Manazas hubiera sido un artista de la impuntualidad y de las bajas médicas; el juego había terminado.
Reconociendo que era imposible persuadir a ese gordo pecoso que una vez había sido empleado suyo, Shep dejó caer los hombros. Enderezó la espalda, y el cuerpo se reacomodó en una postura tan relajada y simétrica que podrían haberlo confundido con un profesor de yoga. Su boca esbozó una sonrisa fatalista. Parecía sereno. Cuando se ha temido algo durante un tiempo suficiente y luego ocurre, eso que parecía tan terrible es una liberación. Uno lo acepta, y se alegra de lo malo. Pues en el vientre de la maldad ya no hay miedo. No se puede temer lo que ya ha pasado.
Mientras Shep apagaba el ordenador y se iba a buscar una caja vacía de material de oficina, volvió a adoptar el porte del hombre al que Jackson antes veneraba y al que a veces había intentado emular. Intentos bochornosos por lo obvios. Por fin Shep se movía con desenvoltura y seguridad y no como un pelota prosternado ante el jefe. El regreso del «indomable». Jackson no se había dado cuenta de lo mucho que echaría de menos a ese hombre enérgico, competente e incondicional. Un hombre con el que se podía contar, que nunca dejaría morir a tus mascotas y nunca perdería las llaves que te guardaba. Que no pestañearía a la hora de hacerle un préstamo a un amigo, fuesen cinco pavos o cinco de los grandes. Que no estaría pendiente de la devolución. Que no esperaría que le devolviesen el dinero. Un hombre de fiar, generoso, una especie en vías de extinción ahora, en ese país, donde se practicaba con ganas el arte del sablazo y, por lo tanto, todos sin excepción tendían naturalmente a aprovecharse de él. Un hombre con un pasatiempo excéntrico que para la mayoría era ridículo, pero que Jackson no podía menos que considerar simpático, pues las locas fuentes de Shep Knacker eran como manantiales de fantasía en una vida por lo demás austera y pragmática. Un hombre que por toda su bondad y su trabajo al final sólo había pedido una cosa, que lo dejasen ir. Puesto que, le gustase o no, por fin tenía lo que había deseado, era una lástima que lo que tanto había esperado llegase en un momento tan peliagudo.
A Pogatchnik, que desde la puerta de su despacho contemplaba la escena con el ceño fruncido, se lo veía extrañamente insatisfecho, como si hubiera percibido que se había hecho realidad el corolario de un temor: cuando se pone fin a algo realmente divertido, ya no se lo puede desear más. Mientras tanto, Shep se paseaba por los cubículos haciendo comentarios jocosos a sus compañeros, dando la mano, tocando de vez en cuando un hombro, dando palmaditas tranquilizadoras en un brazo. Pese al estrafalario atuendo playero, cualquier desconocido que escudriñase esa oficina habría supuesto de inmediato que el jefe era el personaje autoritario y con carácter que lucía una camiseta hawaiana. Pues sí, lo era. Eso era lo que Pogatchnik nunca había podido soportar, y ése fue el motivo de que despidiera a Shep. Dijera lo que dijese la ley, Shep seguía siendo el jefe, siempre lo había sido. Pogatchnik, en cambio, tenía alma de peón, y eso no podría cambiarlo ni poniendo a Shepherd Knacker de patitas en la calle.
Gracias a que Pogatchnik había prohibido en su empresa toda «parafernalia personal», Shep no tuvo que quitar de las paredes un collage de instantáneas familiares, y el despeje fue breve. Con el abrigo en un brazo y la caja debajo del otro, Shep observó la oficina desde la puerta.
El diseñador de la página web gritó:
—Eh, Knacker, te dejas algo, ¿no?
Shep enarcó las cejas.
—¡Tu puta empresa, tío!
Reprimida al principio, una risa sediciosa contagió al personal. El contable gritó:
—¡Sí, llévame contigo!
Para Jackson, que Shep no lo incluyera en la ronda de adioses fue un cumplido; no habría querido ser un colega más.
—Déjame que te eche una mano con eso —dijo Jackson.
—Sí —dijo Shep, aunque podía cargar él solo con la única caja que se llevaba. Y se fueron juntos.
Caminaron en silencio hasta que dejaron la caja en el coche de Shep.
—Tuve que vender el Golf de Glynis —comentó Shep, no muy alegre, mientras cerraba el maletero—. Por suerte todavía no se ha dado cuenta.
—¿Sigue pensando que volverá a conducir?
—Es probable. La verdad es que no sé lo que piensa.
—Vivir en su propia realidad, tal como ella ha sido siempre —dijo Jackson—. Sin querer afrontar las consecuencias. Y tú debes de sentirte un poco… solo.
—Sí—dijo Shep, agradecido—. Y que lo digas. Oye, será mejor que vuelvas. No querrás que te eche a ti también, ¿no? Ya sabes que Pogatchnik no dejaría escapar la oportunidad.
—Que me eche si quiere. No pensarás que voy a seguir trabajando ahí ahora que tú no estás.
—Podrías llevarte una sorpresa, Jacks. Las facturas. No pienses que lo que me ha pasado a mí te obliga a tomar una decisión drástica.
—No te preocupes —dijo Jackson—. Si hago algo drástico, será por mí.
Extraño, ¿no? La determinación no se manifestó de golpe. No se encendió ni se apagó ninguna luz. Ni la cabeza ni el estado de ánimo de Jackson giraron bruscamente hacia el sur. Pero fue más o menos en ese momento cuando comprendió que no podría trabajar una tarde más en ese cubículo en que se embrutecía, y comprendió también que no podría solicitar en serio un trabajo en ningún otro lugar. Lo que durante unos meses había sido, hasta ese momento, un centro turístico —en su cabeza, una isla teórica donde descansar, no muy diferente de la de Shep, su Pemba privada— comenzaba a solidificarse en una masa de tierra a la que podría viajar de verdad. Porque esa incapacidad suya de concluir nada no era por falta de imaginación, y tampoco era negarse, a la Glynis, a ver la realidad. No era negación, sino reconocimiento, la aceptación de que no podía visualizar una imagen de él mismo en la que se esforzaba una vez más por la rutina de un empleo al que no le encontraba sentido, levantando atontado la cabeza del suelo como una planta perenne más en las cosechas gubernamentales de la ciudadanía. Porque no lo haría.
No era eso lo que iba a ocurrir.
—Creo —anunció Jackson, sin darle mucha importancia— que éste será un día por asuntos personales.
Shep se encogió de hombros.
—¿Damos un paseo, entonces? Hasta Prospect Park, por los viejos tiempos. De ahora en adelante me parece que no tendré otra cosa que días por asuntos personales.
—Mejor te pones el abrigo, anda. Me entra frío de sólo mirarte.
Shep, obediente, se puso el abrigo de piel de cordero.
—Los pantalones también —lo reprendió Jackson.
Shep se miró las piernas desnudas y sonrió.
—Creo que no. Este conjuntito tiene algo que va bien con mi estado de ánimo.
—Pareces un loco.
—A eso me refería.
Así pues, se lanzaron por la Séptima Avenida. Ése fue el momento siguiente, la coyuntura en la que esa borrosa Pemba mental —hasta ahora— se volvía un poco más nítida, como enfocada con el visor de una cámara automática desechable; fue el momento en que Jackson tomó conciencia de que ése sería el ultimo paseo. De que estaban entrando juntos en la calle Nueve por última vez.
—Bueno… ¿Tu como estás? —preguntó Shep, con la misma inflexión enfática que Ruby había usado en la habitación de Glynis en el hospital.
Jackson se tomo un momento y consideró seriamente la posibilidad de vomitarlo todo. Lo de las deudas; que ya había dejado de pagar los mínimos de una Visa y una Discover. La operacion, la infección, las reconstrucciones desmañadas que lo habían empeorado todo. La revelación en Union Street; por lo visto, ni pagando podía conseguir que una mujer se acostase con él. Pero le pareció que era demasiado tarde y que le llevaría demasiado tiempo. Además, al final de ese desahogo confidencial nada habría cambiado. Existía la posibilidad, naturalmente, de que al final todo se descubriera, pero eso era aceptable. Les daría a todos algo de que hablar, y necesitarían temas de conversación; necesitarían motivos. Esos no eran realmente los motivos, pero la explicación sería exhaustiva y se aferrarían a ella. En cuanto al motivo real, a Jackson le daba pereza formularlo, pues uno de los muchos apetitos de los que sentía que iba librándose era el deseo de que lo entendieran; qué maravilla, la tarjeta Deje la Terapia y Gratis también lo eximía de toda obligación de entenderse a sí mismo.
Con todo, no quería seguir haciéndole daño a Shep, tenerlo en ascuas, así que, por amabilidad, le confió:
—Flicka se está viniendo abajo. Que sea inevitable no es ninguna ayuda. Y mi matrimonio tampoco aguanta más, y que no sea inevitable… ¿lo hace evitable? ¿Existe esa palabra? Bueno, la evitabilidad tampoco me sirve de ayuda.
—Lamento oír eso. ¿Qué ha pasado?
Jackson se esforzó por ser sincero y breve a la vez. En ese momento, el que tenía problemas de verdad era Shep, y no debía ser egoísta. De hecho, frente a la alentadora inmanencia de las vacaciones permanentes que Shep había planeado durante años, y no mirando ya su Pemba privada desde lejos, sino viendo ahora el presente escorzado desde la perspectiva de la isla, Jackson se sentía auténtica y profundamente abnegado, y quizá por primera vez en la vida.
—La verdad es que siempre sentí que no me merecía a Carol. Es tan guapa, y realmente tan capaz en todo lo que decide hacer, ya sea jardinería o ventas para IBM, o amoldándose a la maldición de una hija con una enfermedad tan rara que sólo la tienen trescientas cincuenta personas en todo el mundo. Y es tan… tan buena. Pero supongo que finalmente verá las cosas como las veo yo. Ahora tampoco ella piensa que la merezco.
Puede que fuese el tono pausado y filosófico que Jackson había adoptado, la reservada displicencia de esa ultima frase, pero Shep se había vuelto y lo miraba fijamente, y parecía afectado por lo que veía, o por algo que era incapaz de discernir, y no dijo nada.
Cuando entraron en el parque, Jackson recordó la conversación que habían mantenido un año antes mientras hacían el mismo circuito, un paseo bastante fresquito durante el que Shep había prometido no ofrecerle a Glynis, en el apartado atención médica, «hamburguesas de pavo»; el tío había comprado una atención médica de primera, carne de Angus, y así y todo Glynis iba a estirar la pata. Otro suceso feliz que ahora Jackson planeaba ahorrarse. No participar más no le parecía una cobardía, sino una medida sensata. Porque, bueno, los sufrimientos de los que pensaba escapar pronto eran demasiados para una lista: Flicka despidiéndose de este mundo, y puede que Carol enfermando de cáncer también; Heather engordando cada vez más y sin poder encontrar novio; la escena desagradable en que le contaba todo a Carol sobre las deudas porque no iban a tardar nada en poner un cartel de En Venta delante de la casa. Por no hablar de los huracanes, las cosechas perdidas, los cracs bursátiles y las guerras civiles que el resto del mundo te meaba encima por el mero hecho de levantarte de la cama por la mañana. Si la buena suerte era el resultado de saber esquivar la mala, actualmente él era uno de los tipos más afortunados del planeta.
Jackson esperaba que Shep se pusiese a hablar de la repentina y brusca cancelación del seguro médico, pero lo que Shep hizo fue ponerse a hablar de su padre.
—Me he sentido mal por no ir a visitarlo —dijo—. No puedo estar cerca de el con esa infección que tiene, es un riesgo para Glynis. Por lo visto, no consiguen matar a ese bicho. La semana pasada casi pierdo los estribos con una de las enfermeras cuando llamé por teléfono. Pero oye, ¿sabes qué hizo cuando me quejé y dije que saltaba a la vista que el lugar dejaba mucho que desear en cuanto a limpieza y sugerí que empezaran por lavarse las manos? Se rió. Me preguntó si sabía qué pasaba en los experimentos de laboratorio cuando ponían bacterias de c-dif en una cápsula de Petri con ese desinfectante agresivo que utilizan. Al parecer, crecen.
—¿Estás diciendo que esa mierda de bicho se multiplica dentro del producto que usan para matarlo? Tío, a un organismo así sólo se lo puede admirar. Hay mucha gente que piensa que un día una forma de vida superior y más desarrollada reemplazará a la especie humana. Yo personalmente creo que el futuro pertenece a los seres microscópicos y que no piensan. Dentro de un par de miles de años, la tierra será una sólida costra de rinovirus, piojos, mildiu y estreptococos.
—Da la impresión de que estás esperando que llegue ese día.
—Por supuesto —dijo Jackson—. Me muero de ganas.
—Me han dicho que mi padre sigue perdiendo peso, y que no le conviene nada. Pero en las últimas dos o tres llamadas que hice, lo que me dejó pasmado no fue sólo notarlo tan débil. Dice que ya no cree en Dios.
—Eso es imposible —dijo Jackson—. Es sólo un mal momento, o te está tomando el pelo.
—No, habla en serio. Dice que cuanto más se acerca al final, más claramente ve… que no hay nada que ver. Dice que no sabe por qué ha tardado tanto en comprenderlo, pues es muy sencillo, pero que cuando te mueres, te mueres y punto. Y dice también que después de haber sido un presbiteriano fiel durante tantos años y de aguantar ahora meses y meses de humillación, de estar ahí en la cama empapado de heces líquidas, teniendo que ver que una enfermera irritable y obesa de Ghana le lava las partes con una esponja mojada en agua fría, bueno…, que todo eso indica que ahí arriba no puede haber nadie. Y que eso era lo que muchos de sus feligreses intentaban decirle cuando moría un niño o cuando quedaban parapléjicos totales después de un accidente de coche, y dice que él no los escuchaba, pero que ahora lo comprende.
—Vaya. En realidad es bastante complejo.
—Para mí es horrible.
Jackson se detuvo y se volvió hacia Shep.
—Yo pensaba que tú no te creías nada de esas paparruchas cristianas.
—No, no especialmente. Quiero decir no, no creo. Como cuento es bastante bueno, pero demasiado elaborado para mí. Todo ese rollo sobre el Hijo de Dios y la Inmaculada Concepción. Y tampoco creo en ninguna religión que afirme que nuestra especie, en este planeta que da vueltas alrededor de una estrella, es la única finalidad del universo, el principio y el final de todo… Bueno, es sospechoso, ¿no? Cuando miras el cielo y ves todo lo que hay ahí, ¿qué piensas? Es una perspectiva interesada y, en el plano estadístico, totalmente improbable. Además, algunas de las cosas que he visto en esos países realmente pobres que visité con Glynis, donde apenas se las arreglan para vivir, cloacas abiertas, heridas abiertas, niños que se quedan ciegos por unos parásitos que flotan en el agua… Nada de eso te hace pensar que ahí arriba hay alguien que controle… Al menos no alguien decente. De todos modos, que mi padre creyese siempre me ha hecho más descansado el que yo no crea. Ahora, si yo pienso que no hay nada y el piensa lo mismo… No sé. De repente todo es un poco escalofriante. En realidad, me veo en una situación muy extraña. ¿Qué debería hacer yo si me ocupo de él? Tratar de convencerlo para que vuelva a creer en algo en lo que yo no creo. Como si debiera ponerme a leerle la Biblia, el Libro de Job. O a cantarle un himno religioso por teléfono, a grito pelado. Porque la verdad es que esas conversaciones han sido de lo más deprimentes. Por Dios, yo creía que la gente encontraba la religión cuando empezaba a tener miedo a la muerte.
—Glynis no la ha encontrado.
—Es demasiado perversa. Aun cuando viera la luz, fingiría que no la ha visto, aunque sólo sea para fastidiar a la hermana. Además, está tan convencida de que no está muriéndose, que se niega incluso a tener miedo a la muerte.
—Si la fuerza de voluntad tiene algo que ver, Glynis vivirá cien años.
—¿Tú crees que hay vida después de la muerte? ¿Otra vida, con minúscula?
—No —dijo Jackson—. Además, no quiero esa otra vida. ¿Quién querría más de esto?
—Creo que la idea es que no habrá mesotelioma ni «man-itas punto com».
—Ni siquiera así. Estoy cansado, tío.
—¿De qué?
—De todo, tío. De todo, joder.
Shep le echó otra de esas miradas.
Pasaron junto al corral, donde una joven hacía dar vueltas a un caballo que parecía tener frío. La chica miró de refilón al tipo vestido con abrigo y bermudas, pero es posible que para ella fuese un consuelo que al menos el individuo fornido que caminaba a su lado pareciese medianamente normal. Pero casi todo Prospect estaba desierto, las ramas eran garras peladas y el cielo parecía unas gachas, grumoso y congelado. El asfalto de la calzada que rodeaba el parque estaba manchado de sal, y en el arcén unos terrones de hielo duro y negro se deshacían para dejar al descubierto cacas de perro heladas. La ciudad ni siquiera debería tener parques en invierno. Estaban fuera de lugar, sencillamente.
Las palabras de Shep fueron tan grises y duras como el paisaje.
—Es posible que tenga que declararme en quiebra.
Hasta ese día, Jackson se había deslizado hacia una agradable y elegíaca apatía, un anestésico situarse por encima desde el que podía ver las dos siluetas, la suya y la de Shep, tomando la curva a la altura de la salida de la calle Quince como si levitara. Pero la revelación de Shep lo hizo caer de culo en el asfalto.
—¡Joder! ¿Estás bromeando? ¿Con todo ese dinero que sacaste de la venta de Knack?
—Cuarenta por ciento de coa-seguro. Mi padre. Las pólizas de Amelia… Y ya he vendido en eBay todas las cosas de las que puedo desprenderme, el coche de Glynis, mis aparejos de pesca, mi colección de discos. He estado a punto de vender la Fuente de la Boda, pero me dio miedo que alguien la comprase para fundirla, por la plata, y al final no me decidí a hacerlo. Y por todo eso sólo saqué calderilla, no te creas; lo justo para una analítica y una tomografía PET. Después de pagar la plusvalía, resulta que tenías razón. No me hice rico. Un millón de dólares no es tanto dinero.
—¿Podrían cambiar las cosas si… si Glynis…?
Shep hizo suyo ese pensamiento en un gesto de generosidad casi física, como cuando cogió la caja con sus pertenencias de los brazos de Jackson junto al coche.
—¿Si muere pronto? Sí, eso podría salvarme. Y claro, sí, lo he pensado, no pude evitarlo. Ya sabes, soy un tipo práctico, y eso puede ser una maldición. No te imaginas lo espantoso que es tener esos pensamientos.
—Pero, a fin de cuentas, ¿no sería también mejor para ella?
—¿Qué estás sugiriendo? ¿Que la ahogue con una almohada? No me corresponde a mi poner fin al asunto por ella. Glynis aguanta. Con un montón de pastillas cada hora y platitos de puré, siempre y cuando yo pueda conseguir que coma algo. Pero aguanta. Por lo tanto, tengo que suponer que quiere hacerlo. No obstante, un mes más sin seguro y estoy acabado. Peor que eso. Hasta el cuello en números rojos, y ahora encima ni siquiera tengo un sueldo.
—Es probable que cobres una indemnización.
—Todo irá para los acreedores.
—Bueno, entonces puede que no esté mal declararse en quiebra. Sobrellevar lo de Glynis, que se acumulen las facturas y luego presentar los papeles. Borrón y cuenta nueva. Empezar de nuevo. Para eso está la bancarrota.
Aunque pueda parecer caprichoso, Jackson contempló la posibilidad de solucionar también así sus propias deudas, pero desechó la idea. No por la ignominia, sino porque era demasiada molestia.
—Yo siempre he defendido mi punto de vista —dijo Shep—. Tú te burlabas porque dejaba que gente como mi hermana se aprovechara, pero a mí eso nunca me preocupó. Lo que me preocupa es seguir andando con la cabeza bien alta, ser alguien con el que los otros puedan contar. Ahora sólo seré otro aprovechado, como todos los demás.
Sin embargo, el estallido inicial de Jackson, esa indignación por lo que le ocurría a su amigo, ya había pasado a ser aburrimiento. Habría dicho que la deshonra fiscal de Shepherd Knacker era una injusticia si le hubiera seguido interesando, pero no era así. Lo extraño era que la mezcla de emociones de alto octanaje que había propulsado toda su vida adulta —indignación, perplejidad y desprecio— pareciese vaciarse de golpe como un depósito de gasolina. Le habría gustado, por supuesto, dar caña por Shep, aunque sólo fuera por los viejos tiempos, como esa lenta caminata ritual por Prospect Park. Pero no podría haber soltado una diatriba digna de ese nombre ni aunque le apuntaran con un revólver a la cabeza.
Esta vez recorrieron los seis kilómetros largos del circuito, reservándose cada uno su opinión durante la última y larga cuesta. Cuando volvieron al coche de Shep, Jackson quiso pronunciar alguna frase sabia y memorable, pero solo se le ocurrió un «cuídate», pues alguien tendría que hacerlo. Con todo, aunque nunca habían sido demasiado dados a abrazarse y darse la mano, tras un momento torpe y parsimonioso junto a la puerta del coche, Jackson abrazó a su mejor amigo con fuerza y durante un largo instante. Se separaron, y Jackson saludó con la mano; antes de volverse para enfilar por el paseo pensó que un buen abrazo había sido realmente lo suyo. Mejor que ser listo.
Mientras se dirigía a su casa a primeras horas de la tarde del que resultaría ser el día por asuntos personales, Jackson acelero sintiéndose relajado y ligero, poseído por la misma serenidad que había descendido sobre Shep en la oficina cuando ocurrió lo peor. Se sentía limpio, como si Gabe Knacker estuviera equivocado y un pobre idiota hubiese muerto realmente por sus pecados; como si acabara de salir de la ducha en los días anteriores a verse inmediatamente impelido a taparse la entrepierna con una toalla. A Jackson ya no le preocupaban los extractos de las tarjetas de crédito, no sentía que lo seguían. Pudo ver el encuentro del día anterior con «Caprice» a una luz cómica, y casi lamentó no sacar provecho a la experiencia tomándose unas cervezas con esa historia desopilante. Pensar que Shep estaba despedido y sin trabajo lo puso un poco triste, pero era una tristeza en cierto modo suave y reconfortante, como el cielo nublado. Las dificultades de Shep eran un perfecto ejemplo de que nada tenía sentido y de que no había relación alguna entre la virtud y la recompensa, y de que nunca la había habido. Sin embargo, era una percepción serena, sencilla y objetiva, y pudo pensar en ella plácidamente, sin alterarse, como si se hubiera acordado de comprar servilletas de papel.
Esa total sensación de tranquilidad le recordaba lo atormentado que, en comparación, se había sentido a lo largo del último año, por no decir la mayor parte de su vida. Si miraba atrás, estaba más que claro que hacía mucho tiempo que habría debido prometerse ese respiro en la isla. Shep era un genio psicológico, no cabía duda. Todo el mundo debería tener una Pemba.
Esa despreocupación benigna y balsámica lo acompañó durante todo el camino a casa. Se sentía cansado, naturalmente, pero era un cansancio agradable, el mismo que se sentía después de una sesión de levantamiento de pesas. A modo de experimento, evocó una larga serie de temas en los que se había ejercitado en el pasado: el impuesto mínimo alternativo, los laxos criterios educativos y el chanchullo de los aparcamientos para funcionarios en el Bajo Manhattan sólo despertaron en él una afable indiferencia. No le importaban las exageradas reglamentaciones de la construcción, y mucho menos le importaba Irak. No le importaba que un miembro de sus equipos de trabajo dejara que un poco de cemento húmedo cayera por el desagüe del patio de un cliente, y le daba igual que dejaran boquetes en un panel después de volver a engrasar un atornillador hidráulico. Si era absolutamente sincero, en ese momento tampoco le importaba si dentro de poco una mañana Flicka no despertaba, pues ésa era una buena manera de irse, y de todos modos Flicka se iba a morir. No le importaba dejar a Carol con un agujero económico, porque Carol era una mujer atractiva y con recursos que no tardaría nada en encontrar otro marido.
En cuanto a lo de engañar al fisco para que no le robara los ingresos durante veinte años más, la salida astuta y modesta que tenía en mente era cruel, pero ingeniosa, la desgravación perfecta. Se desgravaría a sí mismo. De hecho, esos imbéciles se merecían que, en un acto de espontáneo desafío civil, toda la población activa del país siguiera su ejemplo de un día para el otro. ¿Dónde quedarían los Gorrones? Sin un puto centavo. Oh, mierda, ¿adonde han ido todos los esclavos, dónde está mi desayuno?
Con todo, esa breve oleada de gratificación no tardó en ceder paso a un hastío más profundo y somnoliento que abarcaba muchas más cosas, como el que podría sentir un niño rodeado de juguetes que ya no eran para su edad cuando todos los demás críos seguían fascinados por ellos. Una sensación que, para un hombre de noventa años, probablemente era común; de ser así, llegar a los noventa en la mitad de tiempo era, como mínimo, prueba de eficiencia. Empezó en Windsor Place, cuyos edificios macizos y palaciegos de la década de 1920 Jackson siempre había envidiado. De repente, la cantidad de trabajo que debió de ser necesaria para serrar la complicada filigrana de madera que adornaba los enormes e indolentes porches de ladrillo parecía incomprensible, y más incomprensible aún parecía que alguien se tomara la molestia de volver a pintar, reparar o reemplazar esos vanos detalles arquitectónicos, y más que admirar otra vez el encaje geométrico, Jackson pensó: que se lo queden. Luego, la misma indolora generosidad lo abarco todo con una precipitación vertiginosa, como ese pequeño umbral que se cruza cuando se vacían armarios y, de repente, en lugar de sufrir por cada par de botas con los talones gastados, pero aún aprovechables, desprenderse de toda la basura que de todos modos ya nunca se volverá a usar deja de ser un sacrificio para convertirse en alegría. Que se lo queden. No sólo los almuerzos de los domingos en Bay Ridge, tratando en vano de impresionar a los padres demostrándoles que el hijo no era un mindundi —era el brazo derecho de Shep Knacker o, más tarde, parte de la dirección de la empresa—, sino la tradición misma del almuerzo de los domingos y ese preciso día de la semana. Las notas de agradecimiento y el fregoteo encubierto de manchas de salsa para la carne asada; esos paquetes ondulados por el calor que sólo se abrían con tijeras de podar, y el software incompatible. El Ramadán, el 12 de Octubre y los picnics. La autodeterminación nacional, las recetas de pan de plátano y Amazon.com. Saltar a la cuerda, los atentados suicidas y enamorarse. Las estaciones espaciales, la purdah y la calvicie masculina. Las manifestaciones a favor del derecho a la vida, las neveras que se descongelan solas y los dobladillos; los ambientadores para el árbol de Navidad, los asesinatos de presidentes y las retrospectivas en el décimo aniversario del final del apartheid. Los microcréditos, los tratamientos para la carcoma y las ligas contra la vivisección. Los asentamientos de Gaza y el maíz transgénico. Los tratados de no proliferación nuclear. La semana de sensibilización para el uso de sal nacional y el agua fiuorada. Los estados narco, las polvaredas y el vandalismo en las paradas de autobuses; los números de la suerte, los colores preferidos y las colecciones de botones. Las mutilaciones tribales y los premios del álbum Polka del año; las ceremonias del té, los cortes de pelo de moda y la energía alternativa. Los largometrajes, la Quinta Enmienda y los pronósticos del tiempo; la exploración del Ártico, las acciones afirmativas y los contratos de telefonía móvil. La dieta South Beach, los malos tratos a los padres y la batalla de Waterloo; los burkas, los armazones de las camas y la regla del bateador designado; las herencias, las plantillas y la Unión Europea. Desde los artefactos explosivos improvisados, los PIB y los MP3 hasta Gore-Tex®, la escasez de gas y los consejos para cuidar el jardín. Estaba harto de todo. De la gente y de toda su mierda.
Cuando llegó a la puerta de su casa, las dos vueltas que tuvo que dar a la llave en la cerradura de arriba le confirmaron que no había nadie. Heather tenía un taller de sensibilización a la diversidad después de clase, y Carol tenía que llevar a Flicka a la dietista.
Bajó al sótano sin ninguna prisa. Una vez abajo, sacó la caja de metal escondida detrás de una pirámide de tres cajas de parquet de roble, las generosas sobras de cuando habían cambiado el suelo de la habitación de Heather y que el fabricante no les había permitido devolver. Jackson se había equivocado de medio a medio al calcular los metros cuadrados del pequeño dormitorio y había encargado demasiada madera. Aunque la empresa debería haber aceptado la devolución de las cajas sin abrir, Jackson ya no podía entender por qué lo había enfurecido tanto en aquel momento haber pagado quinientos dólares de más por unas planchas machihembradas que no utilizaría; a fin de cuentas, el que se había equivocado era él. Había desperdiciado mucha energía en su vida, y si hubiera sabido enchufar su carácter a la red de suministro eléctrico, podría haber iluminado toda la casa gratis.
Haciendo girar una llave cuyo suave tintineo en el llavero lo había mantenido animado durante un par de meses, abrió el candado de la caja de metal y sacó lo que guardaba dentro. Ni siquiera él podía menos que admirar a cualquier país que facilitaba tan resueltamente la adquisición de ese artículo en particular, por no decir una nación completamente feliz que lo dejaba cargar otros 639,95 dólares cuando ya debía más de lo que valía esa casa. Qué diablos, si hasta era posible que, al fin y al cabo, los Estados Unidos de América fuesen un país libre.
Arriba, en la cocina, revolvió en el cajón de los utensilios. La furia que lo invadió cuando no pudo encontrar lo que buscaba fue una sorpresa química; frustrado, arrancó el cajón y desparramó en el suelo todo lo que contenía. El estruendo de las espátulas, las cucharas y los batidores le puso los nervios de punta, aunque el triturador de ajos, las hueveras, las bolas para el té y el cortador en juliana, al caer estúpidamente junto a sus pies, le recordaron, por suerte, su nuevo lema: que se lo queden. Dio las gracias al ver que volvía a actuar tranquila y metódicamente cuando en el cajón siguiente localizó el instrumento. Allí también encontró el acero. La mayoría de la gente no tenía ni idea de cómo se usaba, y así estropeaban los cuchillos. Ejecutando dos o tres movimientos uniformes en ángulo, recordó todos los biseles que había cortado antes de cogerle el tranquillo a esa cosa. Pero ahora la dominaba, y estaba bien haber desarrollado la técnica para cuando la prestación importase.
Acero. Eso significaba burdina en vascuence. Un metal para probar el suyo. Aplicado a la herramienta, un nombre que siempre le había gustado. Era extraño, pero aunque fuese incapaz de traer a la memoria ninguna otra cosa bajo el sol que pudiese echar de menos, pensó que podría echar de menos algunas palabras. Confiscatorio. Tal vez era una pena que nunca hubiese escrito ese libro. ¡Pero qué títulos! Jackson Burdina sería una leyenda solamente por sus títulos.
La logística era un poco difícil, y al final vio que podría aprovechar mejor la ocasión (otra palabra que le gustaba cuando no significaba otra compra despreciable) si colocaba la tabla de picar en la mesa del desayuno. Al desabrocharse el cinturón, consideró la posibilidad de quitarse también los pantalones para evitar el indigno efecto de las perneras arrugadas alrededor de los tobillos. En cualquier caso, la presentación no le preocupaba mucho. Cuando cocinaba, por ejemplo, sus platos eran varoniles, algo toscos, nada elaborados, y no acostumbraba servir un bistec con una bolita helada de mantequilla de hierbas encima ni adornar el pescado con cebolletas.
Tirando con una mano y alzando la cuchilla carnicera bien alto con la otra, bajó la hoja en un golpe limpio que ya había practicado muchas veces con el pollo para separar los jamoncitos de los contramuslos. No pretendía ser melodramático; el gesto era sólo una prevención, una garantía de que no habría vuelta atrás. No obstante, la visión de ese cartílago arrugado en la tabla de picar fue, por extraño que parezca, una experiencia satisfactoria. Venganza, pensó. Después se llevó la pistola a la boca y apretó el gatillo.