15

El New York Times dormía una vez más, fresco y sin abrir, encima de la mesa de la cocina. Tenían una prescripción —suscripción, se corrigió Glynis, como si importase—, pero nadie lo leía en esos días, y menos que nadie ella. El periódico esperaba todas las mañanas delante de la misma silla, donde Shep lo colocaba ritualmente después de recogerlo del porche. Lo que contenía era un símbolo de cambio, «noticias», pero el objeto en sí era un emblema de que no pasaba nada.

Azul. El periódico venía en una bolsa de plástico azul cobalto. Que la bolsita del New York Times fuese azul era un hecho que compartía el mismo nivel de importancia que lo que el periódico contaba en primera plana. Eso había sido una revelación, en la medida en que hubiese alguna: todo era igual. Ya no había grandes cosas, y tampoco pequeñas. Aparte del dolor, que había adquirido una elevada posición de imponente santidad, todos los asuntos eran de la misma importancia. Por tanto, ya no había nada que pudiese llamarse importancia.

Un experimento. Sentarse delante del periódico. Como en los viejos tiempos, cuando Glynis también se habría tomado despacio una taza de café. (Uf…, ¿cómo pudo ser posible alguna vez? Uf) Imposible recuperar aquellos días. Pensar en los pasos de aerobic en el gimnasio: Peor que el café. ¿Cómo pudo ser posible alguna vez? Uf.

Era difícil sentarse derecha. Difícil ver letra impresa, no para de moverse. No puede decirse que sea un problema de la vista. Los ojos aun funcionan, son una de las pocas partes del cuerpo que funcionan. Ojos, enfocad, ordenaba ella. Durante un momento las letras borrosas se quedaban quietas. «Un estudio no descubre relación entre la dieta baja en grasas y el cáncer o las enfermedades cardiacas». Vaya, pensó débilmente. En otro momento le habría dado rabia; todo ese requesón acuoso, la leche desnatada, azulada, que volvía el café de color gris. No habían servido para nada. «El toque de queda pone fin a tres días de disturbios sectarios…». Irak. También podía ser otro lugar y a quién le importaba una mierda. Alguna podría haber sido distinta, pero ahora todas las guerras eran lo mismo. Ruido de fondo. Siempre había guerras y no se las podía detener, así que, para qué molestarse. Si una terminaba, empezaría otra en otro lugar. O sea, que ya podían seguir combatiendo donde estaban. A Glynis le parecía un poco desconcertante que la gente llegase a preocuparse tanto por algo que en realidad merecería que no se le prestase la menor atención.

Lo increíble era que antes se sentaba en esa silla todas las mañanas sin falta y hojeaba todas las páginas de la primera sección. Siempre echaba un vistazo a las páginas de arte, buscaba críticas de exposiciones de gente que conocía (con la esperanza de que fueran demoledoras, cosa que probablemente debería hacerla sentir mal, pero no era el caso). Recortaba recetas de la sección de cocina los… ¿martes? Los miércoles. En comparación, Shep rara vez daba al periódico más que una ojeada superficial. Así, durante la cena (las Cenas del Antes, la comida como placer: los datos ya no se encuentran disponibles; placer: los datos ya no se encuentran disponibles), ella agasajaba a Shepherd con los escandalosos detalles de un artículo sobre…

¿Qué? ¿Qué había censurado una vez Glynis Antes? Impresionada consigo misma, pensó: los planes para reconstruir el World Trade Center. Cómo un comité arruinaba el proyecto de… Imposible recordar cómo se llamaba el arquitecto. Mejor dicho, imposible interesarse lo suficiente para recordar cómo se Llamaba el arquitecto. (Otra revelación: hasta entonces nunca había tenido claro que pensar era un esfuerzo. Los pensamientos requerían energía. Por lo visto, muy pocos pensamientos, una vez formulados con mucho esfuerzo, demostraban ser merecedores de esa energía. Ni siquiera éste: podría haber vivido sin eso. Y ahora esa era la pauta de todo, simplemente vivir, estar viva. Sin embargo, por los dedos de su mente empezaba a deslizarse la idea de qué era exactamente estar viva. Era perfectamente posible, por ejemplo, que estar vivo se definiera básicamente como la capacidad para experimentar dolor, en cuyo caso ofuscaba ver por qué se valoraba tanto ese estado).

Eso es. Hubo una noche en particular. Ella se había animado. Antes, Shepherd y ella habían asistido a la exposición, abierta al público, de los proyectos que competían para reemplazar las Torres Gemelas. De los siete modelos que se expusieron en la ciudad, Shepherd, como no podía ser de otra manera tratándose de él, prefería un rascacielos cuadrado y convencional. A Glynis le había encantado el otro, el de ese arquitecto…, ¿cómo se llamaba? Un extranjero. Casi podía evocar la imagen, una estructura dinámica y fractal, compleja, cristalina, como cuarzo en explosión. No fue un milagro ciudadano menor que al final el elegido fuese el que ella había preferido.

Esa fue la razón por la que esa noche se había enfadado tanto. Según un articulo del periódico de la mañana, el comité había sentenciado a muerte una y otra vez esa creación atrevida e inspirada. Todos los elementos del proyecto que lo habían hecho diferente, edificante, fuera de lo común, habían terminado desportillados y mochos, uno a uno, convertidos en algo pedestre y banal. Los ángulos agudos se convirtieron en rectos. El estilo de los planos originales del proyecto ganador terminó íntegramente socavado, igual que ahora el estilo de Glynis, hasta que quedó reducido a algo tosco y pesado, grueso (sí, eso había dicho Petra de la pala para pescado, que engruesa). Sin alegría, sin exaltación, sin espíritu lúdico, el nuevo World Trade Center sería un monumento a Glynis Después.

Una vez más, la memoria empezó a ir y venir, el recuerdo de haberse sentido ofendida e indignada. Por un edificio. Porque en aquellos días la preocupaba el aspecto de las cosas, de todas las cosas. La línea de las cosas, de todas. Tal vez había sido maravilloso tener esas pasiones, pero Glynis no podía estar segura. No podía recordar que entonces leía el periódico, ni que las noticias le habían hecho sentir cosas. Ahora no podía comprender cómo una vez se había sentado a leer de principio a fin un artículo sobre Bulgaria. Bulgaria. Era asombroso que todavía pudiera evocar la palabra.

¿Era posible recordar de verdad algo que hoy ya no se podía experimentar? La cuestión misma empezó a moverse, como las letras de los titulares, en cuanto la formuló. Se obligó a pensar con claridad. No, no era posible. Antes de que el breve experimento mental resbalara de la mesa y cayera al suelo, Glynis pensó con languidez: eso significa que todo lo que tenía almacenado en la cabeza se ha podrido. Tuvo la impresión de haber guardado sus reliquias más preciadas en un desván con goteras, donde las habían mordisqueado los ratones, donde la humedad las había ablandado y el moho las había corrompido. El recuerdo de haberse enamorado de Shepherd —la primera vez que él fue a su apartamento a colocarle la mesa de trabajo atornillada al suelo— ahora estaba manchado, emborronado, húmedo. No podía emplazar la sensación de deseo. Técnicamente podía recordar que se había quedado paralizada al verle los anchos y nervudos antebrazos, pero sólo como un hecho inerte, como si recordase el nombre de la capital de Illinois. Su exposición en solitario en SoHo, en 1983 —la satisfacción que le produjo, las esperanzas que generó para su futuro como joyera, la ambición imparable que denotaba, la alocada celebración etílica en Little Italy después de la inauguración…—, todo se convertía en una pasta monocroma, como libros apilados debajo de un alero en cajas combadas, libros ahora ilegibles, con la tinta chorreada, las páginas pegadas, las tapas deformadas. Recordar era una experiencia más activa de lo que ella… recordaba. El pasado sólo se dejaba reconstruir con los ladrillos del presente. Para recordar la alegría era necesario tenerla a mano. Así, para revivir la fiesta en Little Italy después de la inauguración necesitaba tener a disposición; satisfacción, esperanza, ambición, risas, borrachera. Lo único que le quedaba eran las palabras, como etiquetas puestas bajo estantes vacíos. En el depósito sólo había malestar, terror y —guardada para ocasiones especiales— la caja de furia sin abrir. Sólo una caja sin abrir contenía, en lugar de furia, autorreproche, negras y pegajosas acusaciones a sí misma, y perdía, se desparramaba sin cesar como alquitrán caliente que no ha terminado de fijarse a la calzada.

Es posible que esa incapacidad para recordar nada fuese una bendición. Porque sospechaba que, si pudiera recordar, la única pérdida que lamentaría sería el interés. Glynis Antes había conferido un significado especial a todo, desde el diseño en espiral de un langostino en una bandeja hasta el único y rebelde rayón en una superficie que debía quedar lisa como un espejo. Al descubrir ese rasguño, Glynis Antes se habría ensañado, para eliminarlo, con una superficie por lo demás impecable, en la que se podría haber mirado para arreglarse el maquillaje, empleando desde rojo para pulir hasta papel de lija de grano 100, pasando arduamente las distintas hojas, de 200, de 300, de 400, con cuidado, para lijar cada grado perpendicularmente al anterior; luego, un compuesto para pulir, y otra vez con rojo, y después, un violento bruñido final con el trapo. Le habría llevado horas, y al final le dolerían las manos, se le inflamarían las articulaciones de los dedos, y solo para eliminar un único rayón. Por lo tanto, habrá debido de interesarse mucho. Antes. Ahora ya no sabía qué era interesarse, y no se puede echar de menos lo que se es incapaz de concebir. Por tanto, a su manera, no interesarse también estaba bien. Eso era lo único que sabía.

En cierto modo, Glynis Antes se había vuelto un misterio para Glynis Después, como un pariente algo exasperante con el que uno tiene poco en común y sobre el que se tienen opiniones porque por casualidad existe una relación sanguínea. (¿Y ellas? ¿Tenían una relación sanguínea? Podría decirse que ya no. Le habían reemplazado varias veces la sangre que le corría por las venas. Glynis ya no tenía una relación «de sangre» consigo misma). Esa Glynis Antes era una mujer, suponía ella, que había disfrutado del lujo de disponer de vastas extensiones de tiempo libre no sólo porque no tenía necesidad de ganar dinero, pues Shepherd siempre insistía en ese punto, sino —y resultó ser que eso era lo único importante— por la falta de imposiciones del cuerpo. Era una mujer que estaba «bien». (Quizá más que cualquier otra cualidad, ese estado teórico era el que se sustraía a la comprensión de Glynis Después. Pero sólo como experiencia. Como concepto, entendía lo que era estar «bien» mejor que nadie en todo el planeta. Pues Glynis Después había descubierto un secreto terrible: Sólo existe el cuerpo. Nunca hubo otra cosa aparte del cuerpo. «Estar bien» es la ilusión de no tener un cuerpo. Es una huida del cuerpo. Pero no hay escapatoria. En consecuencia, el estar bien es un aplazamiento). ¿Qué había hecho Glynis Antes (la Glynis Bien, la Glynis Pre-vas-a-enfermar-inexorablemente-en-cualquier-mo-mento) con su vuelta gratis, con su don para la ilusión, que pronto se vería revocada, de que no era, después de todo, un cuerpo y nada más que un cuerpo?

Había preparado tartas de limón con merengue, muy infladas, igual de altas que de anchas. Salpicadas de olitas con la cresta marrón, y ahora esas cúpulas blancas se alzaban en su imaginación como logros meramente arquitectónicos, como las maquetas de… Daniel Libeskind. (Se acordo. El arquitecto del nuevo World Trade Center se llamaba Daniel Libeskind. Un triunfo. Un momento de semejante lucidez mental distinguía un «buen» día del resto de los días). Efímeros, corruptibles, frágiles y destinados a ser comidos vivos, esos proyectos culinarios ahora la desconcertaban, como si esta mujer adulta se hubiera pasado el tiempo haciendo caballitos de plastilina o construyendo, con bloques del alfabeto, pirámides que al final de la tarde tiraría abajo. Había estado trabajando en el material equivocado.

Había criado a dos hijos, pero ese hecho también despertaba sentimientos asombrosamente débiles en Glynis Después. No los había hecho ella. Eran los padres los que pensaban que habían hecho a los hijos, sobre quienes, en los días en que tenía opiniones, no tenía una buena opinión. Zach y Amelia eran buenos chicos, y Glynis no tenía problemas con ellos, pero, para decirlo de la mejor manera posible, no tenían realmente nada que ver con ella.

Había limpiado cosas que no hacían más que volver a ensuciarse. Nunca nadie puso en una lápida este epitafio: «Aquí yace, etcétera. Fregaba el suelo de la cocina».

Pero, más allá de las tartas, de los hijos y los suelos, era difícil decir cómo exactamente Glynis Antes había llenado su tiempo. Y lo que específicamente no había llenado el tiempo de un día corriente de esa Glynis era el trabajo en metal.

Eso era lo más desconcertante.

Glynis Antes había ido a la escuela de artes y oficios. Era muy habilidosa, y había necesitado muchos años de precioso estar-bien para llegar a serlo.

Apartando el periódico —ni siquiera había leído por encima la primera plana—, fue tambaleandose hasta el cajón de la cocina reservado para los cubiertos hechos con sus propias manos. Al volver a la mesa desenvolvió poco a poco los utensilios, envueltos en un paño protector. Mientras miraba, desanimada, las piezas, se preguntó si era posible mirar así, desanimada, objetos tan brillantes. La sensación que le provocaron no podía llamarse orgullo, pues ése era otro producto agotado, como si viviera en uno de esos antiguos países del bloque oriental donde había que hacer cola durante horas porque se rumoreaba que sólo había bombillas en una sola tienda. No obstante, mientras seguía contemplando sus objetos, y eran tan pocos que la dejaban perpleja, algo se movilizó en su interior. Quizá pueda llamársele nostalgia. Había querido a su marido, o al menos estaba dispuesta a aceptar que lo había querido como algo parecido a recordar cuál era la capital de Illinois. Pero esos relucientes objetos de plata eran el centro. Siempre lo habían sido. Eran, pensó anémicamente, lo que me interesaba. El interés había desaparecido, pero sus resultados seguían brillando en el acabado del metal.

Lo que más le había interesado a Glynis Antes era el metal. Por tanto, Glynis Después se habría interesado por el metal si hubiera podido interesarse por algo. No estaba segura, pero tal vez eso significaba que al menos seguía siendo capaz de interesarse por el hecho de no interesarse.

Haberse vuelto una con un material tan duro y tan frío al tacto no daba necesariamente una buena impresión de ella. Se suponía que uno tenía que interesarse por la gente. Sí, eso, que uno tenía que ver cómo se le quemaba la casa y coger a los seres queridos de la mano, fuera, en la acera, sintiendo quizá una punzada por los libros, la ropa y la vajilla, pero ruborizándose al darse cuenta de que había salvado las pertenencias verdaderamente importantes, de que aún tenía a la familia. Pero Glynis habría hecho frente al edificio en llamas para rescatar la pala para pescado mientras se pensaba dos veces si arriesgaba o no la vida por un bebé. Eso la hacía terrible. Y estaba en paz con eso. A Glynis —a las dos, Antes y Después— le daba igual tener buen o mal aspecto. A ella lo que le había interesado era la forma. Jamás le había importado un bledo la virtud. Ahora que lo pensaba, nunca se había entusiasmado especialmente por otras personas, y de pronto no iba a pretender lo contrario. Eso era algo bueno, la liberación. Ahora podía ser como quisiera. Podía ser una mujer que salvaba la pala para servir pescado y dejaba que se quemara una criatura.

El metal era lo único que tenía para mostrar.

¿Por qué no había más metal? Lo raro, eso era lo raro, durante años se había considerado a sí misma una diletante. Los otros, los de pacotilla como Petra, su propia familia, a la que no rescataría de un edificio en llamas, pensaban que no sabía como la llamaban a sus espaldas, una mujer con un «hobby»; podía sentirse halagada si decían que era una gloria del pasado. Por supuesto que lo sabía. Pero ¿de que no se daban cuenta? De que ella también pensaba así de sí misma. Con desprecio. Sin embargo, ahí, en ese inhóspito punto final, estaba el inútil descubrimiento de que había sido seria, de que siempre lo había sido. De que no valoraba ni las tartas, ni el suelo, ni a los hijos, o no de esa manera. La retorcida pala para pescado, los palitos chinos como dos cordoncillos de plata de ley, las esbeltas pinzas para hielo con sus cautivadoras incrustaciones de cobre y titanio, el juego de cubiertos para servir la ensalada, con cristal púrpura incrustado en el mango, el rojo reluciente, conseguido con soplete, descendiendo por la plata como si al servir uno se hubiera cortado la mano… Esos objetos eran, y siempre habían sido, la razón de su existencia.

Todo el mundo se preguntaba cómo pasaba el día Glynis, y ella no lo decía. Atravesaba un desierto sin agua, pero al otro lado estaba el oasis de Glynis Después de Después, la mujer que siempre había sido y que volvería a ser, sólo que mejor. Lo que la movía era la visión del final de la quimioterapia, el doctor Goldman anunciando triunfalmente que había terminado, que esa inmundicia se le iría de las venas de la misma manera en que Shepherd quitaba la basura y los sedimentos de sus estúpidas fuentes al aire libre. Día tras día el pis iría perdiendo ese olor gris muerto como a cemento húmedo, sus colores alarmantes, los que no debía tener, culpa de la química que últimamente había estado destruyéndola, se llamase como se llamase, algo parecido al rojo cereza, o a la vincapervinca. No, por fin su pis volvería a ser de un amarillo úrico y solar y a tener ese olor penetrante, a materia orgánica, que a los demás tontamente les resultaba ofensivo y que, cosa que ella nunca había advertido antes, era rico y hermoso. Dormiría de un tirón toda la noche, soñaría bien y se levantaría pronto, antes que Shepherd incluso, y sin perder un segundo subiría sin hacer ruido al estudio del desván. Donde se pasaría todo el día. La plata le obedecería. Produciría cantidades asombrosas de piezas. Shepherd se preocuparía al verla trabajar tanto. Él querría reanudar sus «viajes de investigación», pero ella diría no, tengo que trabajar, ve tú solo si tienes que…

¡Y había estado planeando marcharse solo! El muy traidor, a Pemba, un puntito en el mapa, una islita perdida donde todo el mundo calzaba chancletas… Y eso era mejor que veintiséis años de casado con ella…

Basta. Lo está pagando. Está pagando el precio y lo seguirá pagando. Debe pagar. Y tú, tranquila, que nunca terminará de pagar, como esos tipos que están enganchados a la tarjeta de crédito y deben no sé cuánto, tanto capital que lo único que pueden hacer es ir pagando los intereses, pero la deuda ahí sigue, implacable, irreducible… A un pozo de arena, imagínate. Sólo ella se daba cuenta de que su marido no estaba en sus cabales. Además, ¿de dónde venía tanta insatisfacción? ¿Qué tenía de tan malo su vida que se veía obligado a huir de ella, a huir de la propia Glynis, y traicionarla? Sinceramente, esos días se lo veía tan abatido, tan desgarbado, tan poca cosa, tan humilde, pero él podía salir, ¿no?, ir a dar una vuelta en coche, o al cine si quería, o al A&P. Shepherd no se daba cuenta de que eso era un privilegio, sí, ¡justamente el A&P era otro privilegio! Lo había sorprendido haciendo abdominales… ¡Abdominales! ¿Y se quejaba? Se quejaba en silencio, fingiendo no quejarse, pero ella podía oír las quejas, ese farfulleo subterráneo de autocompasión, de noble sacrificio, de subyugación, de abatimiento, de solapada admiración por sí mismo. Y las maquinaciones. ¡Si, tramaba algo! Él tenía una imagen completamente distinta del Después de Después, como si ella no lo supiera. Cuando todo hubiera «terminado». Pero ella sabía qué quería decir Shep cuando decía «terminado», sabía qué esperaba que terminase, o mejor dicho, quién, y sus maquinaciones, sus planes, no la incluían a ella, no la situaban en el estudio, otra vez con el soplete, con la máquina de pulir, con sus poderes…

Basta. Piensa en Después de Después. Faltaban seis sesiones de quimio. Una injusticia, por supuesto. Habían dicho nueve meses, nueve meses de quimioterapia. Esos nueve meses ya habían pasado. Ya tendría que haber terminado, ya tendría que haber salido por el otro lado. Pero todas las transfusiones, los insatisfactorios recuentos globulares, las semanas de no-estás-lo-bastan-te-fuerte-para-hacerla, habían hecho que el agotador tratamiento se arrastrase y se arrastrase. ¡Era febrero, y ya tendría que haber terminado! Calma. ¡Ya tendría que haber terminado! No. Tranquila. Ahora cálmate. Aguanta hasta el final. Complétalo. Seis. Seis más. Concéntrate en el otro lado. Concéntrate. En el otro lado…

Pues Glynis Después de Después sería una Glynis «¡nueva y mejorada!», como un producto de limpieza presentado en un nuevo envase. Porque ahora comprendía. Y lo que comprendía lo conservaría cuando saliera por el otro lado. Todos habían pedido a gritos una explicación y ella había negado tenerla, pero sí hubo cierta clase de iluminación y ellos no podían tenerla porque era algo privado. Porque Glynis había pagado muy caro por ella, y era suya.

¿Lo ves? Nunca hubo nada que temer. Hacer cosas, comenzar el primer corte con sierra haciendo una muesca en la lima triangular en el borde de una lámina de plata virgen, eso era algo que antes siempre le había dado miedo. Le había dado miedo decepcionarse a si misma, erigir un monumento sólo a sus propias limitaciones, pues también había considerado que las piezas terminadas estaban como atrofiadas, que eran todo lo buenas que podían ser pero nada más. Bueno, sí. Por supuesto. Pero ahora se daba cuenta de que esas limitaciones eran parte de su belleza. Es decir, su tendencia a diseñar una y otra vez una cubertería que siempre era sutilmente igual, ese anquilosamiento al que había opuesto resistencia, esa desesperación al final, al reconocer que los cubiertos para la ensalada seguían pareciéndose un poco demasiado a las pinzas para el hielo a pesar de la innovación de incluir cristal trabajado al fuego, e incluso su tendencia a cometer los mismos errores, todo formaba parte de lo que convertía a esas piezas en específicas de Glynis Pike Knacker. El artesano que no tiene limitaciones tampoco tiene identidad. Podría hacer cualquier cosa y, por lo tanto, nada. Así pues, en las limitaciones estaba también la fuerza. Además, ahora también se daba cuenta de que si hacía una cosa y no quedaba bien, podía hacerla bien. No había riesgo, y nunca lo había habido. Mejor dicho, sólo había un riesgo, no hacer nada. Ceder a la seducción de lo amorfo, al etéreo constructo mental que, en consecuencia, era perfeccionable hasta el infinito y, en teoría, infinitamente perfecto. Al final lo entendió. El concepto es secundario, lo que cuenta es la ejecución. Y ella tenía idea. Era una maestra del metal. En comparación, los materiales que otros dominaban —la arcilla sucia y maleable, sólo tierra mojada, la verdad; o la madera, restos cadavéricos de plantas masacradas—, todo era inferior, triste, tímido, sencillo y pobre. El vidrio le inspiraba cierto respeto. Pero los que dominaban el mundo eran los que dominaban el metal.

Durante largo tiempo pensó en hacer el mango de un cuchillo que pudiera unirse con remaches a una buena hoja Sabatier tras quitarle a ésta su temible empuñadura negra, o quizá encargar una hoja delgada de acero de alta calidad, con un filo peligroso, cortante hasta rozar la ilegalidad. Para el mango, algo exquisito, voluptuoso, una fabricación sensual en plata de ley de la mejor calidad, con peso y ondulaciones, perfectamente pesada y sutilmente recta, salvo por una fracción infinitesimal… Una línea le daba vueltas en la cabeza, entraba y salía como un hilo para hilvanar.

Al fin y al cabo, los instrumentos de la violencia tenían su atractivo. Podía ver a Glynis Después de Después diseñando únicamente fundas, juegos de cuchillos para carne, mazas, nudillos de latón con delicados diamantes incrustados, para que hicieran más daño, o incluso instrumentos de tortura, no sólo cuchillos exquisitamente forjados y con filigranas, sino los instrumentos de su propia tortura. Una brillante réplica en plata de las bolsas de veneno que durante meses habían colgado encima de su cabeza enganchadas al pie de un gotero; los pliegues, de plata de ley, lustrosos como espejos, atraparían la luz. Tal vez podría enfrentarse al peor de sus horrores, pues para Glynis el camino que llevaba al control y la posesión de cualquier cosa era el de Midas, convertir en metal todo lo que tocaba, el material del que estaba hecha, el material que amaba y conocía. Por lo tanto, también podía fabricar una reproducción perfecta y reluciente de una jeringa, con su émbolo y todo, cuyo mecanismo ingenioso y tierno volvería locas a las galerías, y para la aguja, espantosamente estilizada, oro blanco para un mercado de lujo. Porque había un mercado. Lo había conocido en el Presbiteriano de Columbia, todos esos «compañeros» de sufrimiento que se inyectaban la muerte en sillones reclinables, siniestros de tan cómodos que eran. Los que no callaban nunca y parloteaban por el teléfono móvil durante horas y podían considerarse afortunados porque Glynis no tuviese un revólver. Todos ellos se morían de ganas de tener alguna baratija, un capricho que los distrajera, y también, de tener un sentido, aunque fuese ilusorio. Podía diseñar toda una línea de objetos en metal para enfermos de cáncer.

Ella tenía planes, igual que Shepherd, pero eran planes respetables. No los de un cobarde que estaba cansado, o que pensaba que lo estaba sin saber de verdad lo que era estar cansado. No los planes de un pusilánime que sólo quería salir de abajo, que solo estaba esperando, esperando cumplir su condena, que lo pusieran en libertad, tramando su puesta en libertad, cavando en silencio por la noche, cuando creía que nadie lo miraba, como un convicto de Alcatraz con una cuchara.

Cucharas no, eran demasiado cálidas y protectoras, demasiado redondas y seguras, como los pechos. Con todo, a Glynis la cabeza le volvía a rebosar de ideas, todo lo que haría Glynis. Después de Después. Cosas afiladas, cosas agresivas, cosas intransigentes. Empezaría por el cuchillo. Podía empezar a diseñarlo ahora mismo, sacándole una cabeza a Después de Después. Porque no había un minuto que perder. Su pobre marido había juntado sus centavitos con una finalidad insensata cuando la única moneda que habían gastado y que había tenido importancia era el tiempo.

Haciendo algo que era realmente un esfuerzo espectacular, algo que los demás habrían llamado simplemente levantarse de la silla, Glynis cogió el lápiz y la libreta que estaban junto al teléfono. Volvió a la mesa de la cocina arrastrando los pies. Intentó encontrar una hoja limpia. Tardó horrores en girar la página. No podía levantar la esquina con el dedo y al final lo consiguió con la goma de borrar. Las manos… (Las manos, no sus manos…; en cualquier caso, ellas eran sus dueñas. Eso era todo, ahora hablar de «su» cuerpo no sonaba muy bien pues el cuerpo tenía su Glynis, en serio; el cuerpo te posee, no al revés). Bueno, tenía las manos tan dormidas que podría haberles dado con la guía de teléfono y no haber sentido nada. Las uñas se le iban cayendo, se le saltaban, parecía que le caían de los dedos como en el juego de las pulgas, estriadas, deformadas, tan oscuras que ya se veían casi púrpura. Los suyos parecían los dedos de un fumador empedernido que, mientras hacía chapuzas en casa, tendía a dar un martillazo al clavo que no debía. (Glynis se arrancaba las uñas cuando Shep no miraba. Le sangraban. No debía hacerlo. Pero juguetear con esas uñas a punto de caer, mirarlas morbosamente por debajo, podía mantenerla distraída durante horas). Las de los pies las tenía incluso peor, porque en realidad no tenía; los lechos ungueales, esos desalmados, la miraban cuando se echaba en la cama, ciegos, diez cuencas vacías.

El lápiz pesaba como una pala. Cuando paso la punta por el papel, el tembloroso rastro de grafito no tenía relación alguna con la línea bien definida que ella tenía en la cabeza, el ondulante mango del cuchillo, utensilios de cocina como de Henry Moore. Así pues, dejó de dibujar el mango para centrarse primero en la hoja, pero también le salió torcida; poco firme, trémula y caída, y cóncavo el lado biselado.

Dibujaba mejor cuando tenía tres años. En el último esfuerzo de la mañana, tiró de la página, no consiguió arrancarla, y se decidió por tachar esa vergonzosa mancha amorfa con un garabato tan débil que apenas consiguió plasmar su rabia.

Despertó con la cara aplastada sobre la mesa de la cocina. Vio el mamarracho que había hecho en la libreta y no entendió muy bien qué hacía ahí. Qué extraño, los pocos restos mentales que le quedaban del ciclón matutino de reflexiones fugaces se reducían a un pensamiento muy claro: «estúpidas fuentes al aire libre». Volvió sobre él. Había sido cruel. En realidad, ella apreciaba las fuentes de Shepherd. Eran un poco locas, el producto, al fin y al cabo, del lado alocado de su marido, el lado que a ella le gustaba.

Junto a la libreta había un plato de ensalada de pasta alegrada con trocitos de pimiento rojo y perejil, además de medio sándwich de atún con demasiada mayonesa. Nancy, que tenía una llave. Una suerte haberse perdido ese gesto de amabilidad. No tener que dar las gracias por el gesto. Y, sobre todo, no verse obligada a comer esa mierda.

Era viernes, y ya debía de ser por la tarde. Hoy iba a tener visita. Por lo general, una perspectiva odiosa, pero la de hoy era una visita rara que a ella no le importaba. Flicka. Eran iguales. Que raro que ahora tuviese más cosas en común con una chica de diecisiete años que con la madre, sanota y pechugona.

Glynis subió como a tientas al piso de arriba, mano sobre mano en la barandilla; nadie sabría nunca cuánta energía necesitaba para ponerse un traje de calle de pana lisa. Tras subir la mitad de los escalones ya no podía respirar, y se detuvo, apoyada en el pasamanos, para recobrar el aliento. Respirar… Por alguna razón, esos días cada vez que inspiraba ya era demasiado tarde.

El aire llegaba demasiado tarde, y el de esa respiración lo habría necesitado la vez anterior. Le dolían los pies; sobresaliendo de las sedosas pantuflas de color rosa, la piel, tirante a causa del edema, empezaba a cuarteársele. No debería haberse quedado dormida en esa dura silla de la cocina; tanta presión en el trasero le había empeorado las llagas que tenía a ambos lados del ano, pues en las raras ocasiones en que evacuaba de la manera normal se le abrían agujeros en el culo. Caca Tóxica. Sonaba a banda de rock, o a alguna espantosa ecosecuela contemporánea de A. A. Milne.

Calcetines, para ocultar los tobillos, feos e hinchados. Un gorro de lana. No hay que ofender a las visitas con la calva.

Al volver al rellano, subió el termostato otros dos grados, sin mirar los números, sin preocuparse por los números. Siempre tenía frío.

Las tres y media. A las cuatro, había dicho Carol. Como no tenía nada mejor que hacer, Glynis se puso a mirar por las ventanas del vestíbulo, por si veía el coche. Pero lo que vio la inundó de un conocido e impotente odio pavloviano.

Un vecino, corriendo. Con unos pantaloncitos de deporte muy monos, con rayas delgadas, y zapatillas muy monas también y con más rayitas. Una cinta muy vistosa en el pelo. Y muy orgulloso de sí mismo. Exudando la misma disimulada autocompasión cubierta con la felicitación a sí mismo que Glynis detestaba ver en su marido. Con su bonita sudadera a juego y guantes deportivos especiales, corría alrededor del campo de golf. Radiante de tanta y tan viril disciplina. Ese tipo no iba a dejarse disuadir por un cortante viento de febrero que presagiaba nieve. Si, mátate corriendo, capullo. ¿Te crees que yo antes no corría? Espera y verás. Un día, ja, ja, irás a hacerte una revisión de rutina y el médico te lanzará un montón de grandilocuentes latinajos, unas paparruchas interminables, y ya veras como dejaras de correr alrededor del campo de golf. Darás gracias a tu estrella de la suerte si puedes seguir levantándote de la cama. Así que corre, corre, corre. Por ahora. Porque no te engañes. Sencillamente todavía no ha ocurrido.

A veces Glynis lamentaba que el mesotelioma no fuese contagioso.

Cierto, ella también había ido a clases de gimnasia y había adoptado una serie de rutinas para conservar algo que ahora le habían quitado, pero no por falta de disciplina, por complacencia o por pereza, y tampoco por falta de decisión. Durante esas sesiones ella también habría imaginado que estaba ejercitando su fuerza de voluntad, a veces al máximo. Mal. Y ésa era la fuente principal del desdén que le inspiraba su vecino mientras rodeaba arriba la colina y bajaba trotando por el otro lado. Él creía que estaba «esforzándose», exigiéndose, cuando esa misma tarde ella había necesitado cincuenta veces esa fuerza de voluntad sólo para subir las escaleras. Pensaba que estaba «haciendo frente a los elementos» y sin embargo, no sabía apreciar lo apacible que era un viento de febrero en comparación con un vendaval que te rasgaba todo el cuerpo. Pensaba que estaba obligándose a hacer algo que no quería especialmente hacer, y no se daba cuenta de que quería correr, de que correr, como el A&P, era un privilegio. Pensaba que estaba poniendo a prueba su aguante, pero iba a llevarse una gran sorpresa cuando llegara su barco de la peste. Y en ese momento descubriría que no había desarrollado ni mierda de la clase de aguante que exigían las nuevas y desagradables circunstancias. Pensaba que estaba venciendo al dolor. Era para morirse de risa.

Sí, claro, Glynis ya no podía correr ni del porche hasta el buzón de la entrada. Pero ¿y el plus de todo el año pasado? El cáncer le había exigido verdadera resistencia, verdadera disciplina, verdadera fuerza de voluntad, y en comparación con eso un pasito de aerobic o un paseíllo alrededor del campo de golf era una broma.

Espero una media hora que se le hizo un siglo. Desconcertaba haber descubierto que el tiempo era tan precioso justo cuando cada sacudida del minutero se volvía insoportable. ¿Qué se hacía cuando la misma cantidad de tiempo que era preciosa también era odiosa? Eso era sadismo, una epifanía combinada con una incapacidad total de actuar en consecuencia. Cuando la gente como Petra clamaba desde lo alto exigiendo su Verdad, esto era lo que le habría gustado escupirles a la cara: Esperad y veréis. Tendréis vuestra querida revelación en su debido momento. Pero sólo cuando ya sea demasiado tarde.

El coche aparcó en la entrada a las cuatro en punto. Glynis abrió como pudo la puerta de la calle e intentó recibir a las visitas con la expresión más cordial posible. Desde que su despreciable familia y los amigos de los tiempos felices habían dejado que se las arreglara sola, tenía poca práctica en dar una bienvenida cordial.

Carol la saludó con la mano desde el coche, después ayudó a Flicka a bajar del asiento del pasajero; la chica salió del vehículo apoyándose con fuerza en el hombro de la madre. Se la veía mucho más débil y más desgarbada que en la última visita. Escuálida como siempre, con el pecho plano y unas gruesas gafas asexuadas, aparentaba nueve años y no diecisiete. De pequeña Flicka había sido una niña (casi) adorable, pero a medida que fue creciendo se volvió, por decirlo de alguna manera, menos normal: la nariz más plana, la barbilla abultada y saliente. A pesar de sus ataques de mala leche, Glynis no era tan dura —no tan de metal— como para regodearse con el deterioro de Flicka. Antes bien, con ella sentía una camaradería de la que se alegraba. La compasión, por su propia naturaleza, era algo que había que dirigir hacia fuera, y al no haber otro objeto que pudiera merecerla, demasiado a menudo giraba en círculos hasta volver inútilmente hacia ella misma.

Por su parte, había prohibido las fotografías. (Y era asombroso lo zafia que podía ser la gente, siempre intentando meterle una cámara delante de las narices. Sin hacer el menor caso de las morbosas implicaciones de ese impulso (es ahora o nunca), los amigos estaban ansiosos por inmortalizar la imagen de Glynis ahora que tenía llagas en la boca y ni un pelo en la cabeza. ¿Cuántas veces habían ido a verla con una cámara cuando estaba estupenda?). Sin cejas ni pestañas, su semblante parecía un territorio no delimitado, un dibujo sin terminar. Si, por supuesto, la sobrecogedora falta de vello en las piernas le ahorraba las depilaciones con cera caliente; pero unos antebrazos lampiños en una mujer adulta daban miedo. Carol no iba a mirarla, naturalmente, pero la peor pérdida en lo tocante al pelo era la que se producía más abajo; Shepherd siempre había celebrado el exuberante matorral de su mujer. No era agradable descubrir cómo eran, sin vello, las partes de una mujer de cincuenta y un años. Resecas, arrugadas y de un extraño color púrpura. Se suponía que la estética ya no tenía importancia, y a decir verdad Glynis había encontrado una fascinación perversa y obsesiva, un goce vicioso, en la degeneración de su cuerpo. No obstante, cada vez que miraba fotos antiguas —el álbum de la boda, el retrato formal para las galerías, las pocas fotos enmarcadas de los viajes al extranjero— veía esa cara más llena y más joven, la silueta regia que había lucido en tiempos, y se sentía celosa. Celosa de sí misma. Así, esa tarde, con ese vestido amorfo y esas ridículas pantuflas, lo único que sus pies soportaban, tuvo que luchar contra la vergüenza. En realidad, desde que le habían diagnosticado el cáncer la había incordiado la persistente sensación de haber hecho algo malo. En su mente, el hospital nunca se había diferenciado mucho de una cárcel, y cada vez que por una razón u otra tenía que encerrarse allí, tenía la kafkiana sensación de no saber nunca a ciencia cierta de qué la habían acusado.

En cambio, Carol estaba preciosa.

Y sería completamente inútil odiar a Carol.

¡Eh, Glyn! —gimió Flicka y abrió los brazos. Glynis tuvo la impresión de abrazar su propio torso… Todos esos huesos de pajarito que se podían ir tocando uno a uno en la espalda de Flicka. Dios los cría. Flicka era más baja que Glynis, pero por lo demás eran del mismo tamaño.

—La verdad es que no se encuentra lo bastante bien para hacer estos viajes a Westchester —dijo Carol al abrazarla—. Pero insistió.

—¿Quieres subir a mi leonera? —propuso Glynis.

—Claro que sí —dijo Flicka, arrastrando las palabras—. Pero sólo si no pones el puto Canal Cocina.

Por suerte, las altas tonalidades nasales de Flicka ocupaban un registro que Glynis aún podía distinguir; en cambio, el tono profundo de la voz de Shepherd, casi un zumbido, a menudo perdía intensidad y se parecía al ruido que podría hacer una cortadora de césped en un jardín lejano.

—De acuerdo. Pero sólo porque eres tú. —Glynis se cogió del pasamanos y arrancó—. Todos los demás tienen que aprender a hacer ensalada de huevos al curry.

—¡Puaj!

—¿Quieres tomar algo?

—Helado. —Arrastrándose detrás de Glynis y sin aliento ya en el cuarto escalón, Flicka miró rápidamente a su madre, que se había quedado abajo, y dijo entre dientes—: Se supone que no puedo tomar helado, pero a veces le quito un poco a Heather cuando mamá no mira.

—Yo pienso que me apetecen cosas, pero después resulta que no. —Aún no habían subido ni la mitad de la escalera y Glynis se dejó caer en un escalón—. Paremos aquí, ¿vale?

Carol, que había observado a las dos tullidas desde el vestíbulo, dijo:

—Os dejaré un rato solas, ¿vale? Glynis, no te preocupes por mí, puedo leer el periódico.

—Me alegra que alguien lo haga —dijo Glynis, aliviada al ver que Carol no iba a andar revoloteando por el dormitorio. A Flicka la madre le resultaba opresiva, y en su presencia tendía a poner mala cara y ser poco comunicativa.

—Al menos por fin hemos encontrado una marca de puertos de sonda gástrica que podemos cambiar en casa —dijo Flicka, carraspeando y tras dejarse caer ella también en un escalón—. Así no tengo que ir a ese maldito hospital cada vez que se rompe. Papá tiene razón, este estúpido país no fabrica nada que dure una semana.

—Pero ¿a ti no te pasa que por alguna extraña razón empiezas a sentirte cómoda en el hospital, como si estuvieras en casa?

—Más o menos. Ahí se aprende la rutina. Qué enfermeras se te acercan con una hipodérmica que parece una perforadora. Yo no me entero, pero cuando empiezan a pinchar y pinchar y están media hora tratando de encontrarme una vena, me muero de aburrimiento. ¿Todavía te dan miedo las agujas?

—Me espantan. Shepherd esperaba que mi fobia desapareciese, pero en realidad ha empeorado. Después de cada sesión de quimio tiene que darme cinco inyecciones para aumentar la cantidad de glóbulos blancos, y la verdad es que no sé cómo lo soporta. Yo ni siquiera puedo mirar la aguja. Se la hago preparar detrás de mí, y antes tengo que tomar el lorazepam. O el «mazapán», como lo llamamos cariñosamente. La primera vez, antes de empezar a tomar el mazapán, me desmayé. Soy como una cría pequeña.

—Entonces tendrías que tener otra enfermedad. Algo que les hiciera llevarse las manos a la cabeza. Una enfermedad incurable.

—El mesotelioma es incurable —dijo Glynis. Nunca lo había dicho en voz alta.

Flicka pareció avergonzarse.

—Perdona. Creo que quise decir intratable.

—No me importa que palabra uses. Conmigo no tienes que andarte con miramientos.

Empezaron a subir otra vez, primero un pie, luego el otro hasta el mismo escalón, descanso.

—¿Y no te hartas? —preguntó Flicka—. De los miramientos, digo. Todo ese ¡oh, oh, no tenemos que «alterar» a Flick! ¡No hay que decirle nada «cruel» a Glynis! Te tratan como a una retrasada mental.

—Creo que no debemos seguir diciendo retrasado.

—No, eso con nosotras no vale. Podemos decir lo que se nos antoje —dijo Flicka, sonriendo con picardía.

—Si quieres que te sea sincera, a veces me aburre. Tuve una pelea tremenda con Shepherd más o menos para el Día de Acción de Gracias. Porque siempre deja que me salga con la mía. No es humano. Eso es condescendencia.

—Sí, mi madre se cabrea conmigo muy de vez en cuando, aunque trate de no enfadarse, y en cierto modo me gusta. Es como si fuera una madre normal y no una jodida santa.

En ese dormitorio que englobaba, además, todo el universo, Glynis se subió a la cama extragrande y arregló sus cinco almohadas mientras Flicka cogía el mando del televisor, que estaba encima del colchón.

—Perdona que esté todo tan revuelto —se disculpó Glynis.

Como siempre, la habitación estaba atestada de frascos de medicinas, vasos sucios y el desayuno —ya coagulado— que Shepherd no debería haberle llevado a la cama por la mañana. Las sillas parecían hundirse bajo pilas de jerséis y forros polares, y la cama era un lío de mantitas de diverso peso. Leonera era la palabra.

Sin pedir permiso, Flicka apagó el televisor. Tenía esa actitud autoritaria de un crío al que los adultos siempre están tratando de agradar.

—Así está mejor.

—Crea la ilusión de actividad.

—No, ya lo he experimentado en el hospital. Tener la tele puesta todo el día crea un clima un poco burdo. El silencio es mejor. No te hace sentirte sucia. —Perdiendo el equilibrio como a propósito, Flicka se dejó caer en el puf con forma de saco del que siempre le había costado levantarse—. Bueno… ¿Estás cansada de esto, de tener que hablar con la gente aunque no tengas nada que contar?

—No me gusta que vengan a visitarme y que esperen que yo los entretenga.

—Pero también te cabreas si te cuentan todas las cosas fantásticas que hacen.

Glynis se encogió de hombros.

—No sé lo que quiero. Así que nadie puede gustarme. Es curioso…, salvo tú.

—Por supuesto —dijo Flicka como quien no quiere la cosa—.

Amores desgraciados.

—¿Sabes? Hace dos o tres noches tuve un… un episodio.

—O sea que tienes algo que contar.

—No gran cosa. No se lo he contado a nadie. Esa noche Shepherd me había puesto (lo siento, se supone que no se debe hablar de estas cosas) un enema.

—Tranquila, mamá me pone cantidad de enemas. Con la DF, el estreñimiento es parte del paisaje. Yo personalmente preferiría no tener que digerir nada, pero en mi casa esa solución no cuenta con el apoyo suficiente.

—Bueno, con Shepherd… no estoy segura de que haya que tener tanta intimidad.

—Pero vosotros estáis casados, ¿no? Debes de estar acostumbrada a que te meta algo parecido a un dedo en otro agujero. ¿Cuál es la diferencia?

La risa de Glynis degeneró en tos.

—El sexo es un poco mejor que un enema.

—Eso es algo que yo nunca sabré.

—No puedes estar segura. ¿No te gustan a veces los chicos?

—El año pasado hubo uno que me invitó al baile de final de curso, pero era obvio que lo que quería era impresionar a los otros chicos demostrándoles que era un hombre de bien. Ganar puntos con los padres y los profesores. No te creerías la cara que puso cuando le dije que no. A mí me encantó. No estoy dispuesta a alquilarme para que otros puedan redactar los trabajos de ingreso en la universidad. —Desde hacía más o menos un año, la actitud de Flicka, además de sarcástica, se había vuelto burlona—. Pero continúa.

—Bueno, el enema no me hizo mucho efecto y la… la mierda estaba… muy compacta. Seca. Como tierra, casi. Y Shepherd tuvo que… sacármela. Me esforcé para no sentir vergüenza, pero estar apoyada en un lado de la bañera con el culo en pompa… Vaya, que me vuelve el bochorno. Antes mi marido pensaba que yo era guapa. Cuando me tocaba no acababa con los dedos llenos de caca. Shepherd es muy dulce, sí, tierno y eficiente a la vez, pero aun así. Eso fue una parte. Más que nada siento asco de mí misma, de la situación a la que hemos llegado.

—¿Ese no fue el «episodio»?

—No, fue después, a las tres de la mañana. No podía dormir. Nos levantamos, pero yo no quería estar levantada. No quería…, sencillamente no quería estar ahí. Después del enema me pasé, qué sé yo, al menos una hora en la ducha para que se me fuera el escozor, pero el sarpullido en las espinillas ha vuelto a picarme de una manera que… Las úlceras de la boca me impedían hablar y tragar, y también sonreír, y no es que yo estuviese haciendo nada de todo eso. Me sentía débil y agotada, y con el líquido en los pulmones… Ese no poder respirar se parece a ahogarse…

—Dímelo a mí. Las cicatrices de la neumonía no hacen más que empeorar, y es permanente.

—Yo quería… quería salir. Tenía tantas ganas de salir de aquí que creía que estaba enloqueciendo. Supongo que me derrumbé. Me sentía atrapada. Me acordé de la época en que mis hermanas la tenían tomada conmigo cuando yo tenía doce años. Me engatusaban para que me metiese en un armario que había en el sótano, me desafiaban a que lo hiciera. Y luego lo cerraban con llave, se reían y se iban. Es uno de los recuerdos más nítidos de mi infancia. Yo gritaba. Por alguna razón mis padres no estaban cerca o no podían oírme. Después me dolía tanto la garganta que no podía hablar. Me magullaba los codos y las rodillas de tanto apretar contra la madera. Supongo que las rendijas de la puerta debían de ser lo bastante grandes y que realmente no corría peligro de asfixiarme, pero en aquel momento estaba convencida de que me quedaba sin aire. Me pasaba un par de horas encerrada en el armario. Todavía sueño con eso.

—Pero la otra noche, ¿de dónde querías salir? —preguntó Flicka, pero como si ya lo supiera.

—De mí. De mí misma, de todo. Me da vergüenza decirlo, pero debí de ponerme histérica. Gritaba cosas como «¡Quiero salir! ¡Sácame de aquí, quiero salir!».

La imitación que Glynis hizo de sí misma fue deliberadamente floja. Recordaba más —y mejor— de lo que fingía recordar. Aferrada y arañando a Shepherd mientras él intentaba contenerla, le había hecho sangre. Él aún tenía las costras, y ella ahora las uñas más flojas. Aunque respiraba con dificultad, había conseguido hiperventilar y se había mareado. Como Shep lo había limpiado y ordenado todo, ahora era difícil saberlo, pero es probable que rompiera algunas cosas.

—Y no veas cómo se asustó Shepherd —prosiguió—. Tenía miedo de que me hiciera daño porque iba cayéndome por la habitación. Al final consiguió que me quedara quieta y me hizo tragar unas pastillas de mazapán. Casi me atraganto.

Flicka no parecía impresionada.

—Añádele a eso un montón de eructos y lo que me estás contando se parece bastante a una crisis de DF. Pero eso que dices de «querer salir»…, sólo hay una manera, Glyn.

—Eso no es cierto —repuso Glynis, con vehemencia—. Me quedan seis sesiones de quimio, eso es todo. Los TAC podrían haber sido un poquito mejores —una brevísima pausa para pensar que mentía; desde el malo, el de septiembre, Glynis había pedido a Shepherd y al médico que en adelante se guardaran el resultado para ellos—, pero todavía podemos vencer a esta enfermedad. Hay que ver el otro extremo. Puede remitir de verdad. De eso se trata, de salir por el otro lado. Sólo se trata de eso.

Flicka enarco las cejas y Glynis la envidió por el mero hecho de que tuviera cejas. Su expresión era tolerante.

—Ajá. Y tú te lo crees.

—No hay otra cosa en que creer.

—La salida más expeditiva. No estoy segura de que sea tan terrible.

—No puedes pensar así, Flicka.

—Sí puedo —discrepó Flicka—, y lo hago.

—Comprendo que uno pueda tener momentos negros, y eso era lo que te contaba. Pero hay que seguir.

—Eso es lo que te dicen.

—¿Qué quieres decir?

—Dentro de un año seré un adulto a todos los efectos legales. Podré hacer lo que quiera.

—¿Es una amenaza?

—Más bien una promesa. Estoy harta de estar en el mundo como una especie de gran favor.

—Mi estar en el mundo no es ningún favor a nadie —dijo Glynis en voz baja—. Estoy arruinándole la vida a mi marido.

—Eso no me lo creo. Ahora Shep sólo tiene una finalidad en la vida, y eres tú. Eres la única razón por la que se levanta por las mañanas. Es evidente, y se parece mucho a lo que pasa entre mi padre y yo.

—Shepherd preferiría irse a vivir a una isla desierta.

—Pemba no es un desierto, me enseñó fotos una vez. Tiene selva tropical y todas esas cosas. Muy buena onda.

Glynis tuvo que esforzarse para contener un estallido de rabia. ¿Qué tenía que hacer Shepherd enseñando a esa chica fotos de una isla a la que la pobre no iría nunca? Como si le mostrase postales porno.

—Pero sigo pensando… —dijo Flicka—. Bueno, que después de cierto punto ya es suficiente.

—No he llegado a ese punto.

—Sólo tú lo sabes —dijo Flicka, encogiéndose de hombros.

—Aún puedo mejorar. Algunos días lo siento…, me encuentro mejor.

La expresión de Flicka le recordó a Glynis a su suegro. Era la de un pastor.

—En cuanto a mí —dijo Flicka, dejando el tema por imposible—, hice un vídeo, una película para recaudar fondos. Para la fundación que investiga la DF.

—Eso sí que es ser íntegro.

Flicka soltó una carcajada, y unas gotas de saliva le cayeron por la barbilla.

—Pues parece que no especialmente. Nos invitaron a todos al estreno. Yo no salí en la película.

—¿Por qué no usaron tu parte? ¿Te lo dijeron?

—Claro, el director de la fundación dijo, deshaciéndose en disculpas, que no estaban seguros de que yo tuviera la actitud positiva correcta —dijo Flicka, y añadió, dos veces, «¡puaj!».

—Estoy segura de que te lo tomaste como un cumplido.

—Es posible, pero ésa no era la verdadera razón. En la recepción que organizaron después oí que el jefe le decía a un tipo del consejo de dirección que era muy difícil encontrar la «nota justa» para convencer a los donantes. Que los chicos tenían que estar «bastante enfermos» y ser «bastante monos». Imagínate. Yo sí estoy —Flicka tosió— bastante enferma.

—Para mí eres mona.

—Ahórrate los piropos. Es posible que tenga algo en las córneas, pero no soy ciega. —No le hacía falta un cigarrillo entre los dedos para tener la causticidad de los que sacuden la ceniza—. ¿Qué más? Algo les pasa a mis padres. Ya no se tocan. Y tampoco se pelean, lo cual, te lo creas o no, es una mala señal. A lo mejor se divorcian.

—¡Oh, no! ¡No me lo puedo creer!

—No importa lo que tu y yo creamos. Ya veremos. Puede que sigan juntos por mí. Pero tengo esa sensación, ¿sabes? Como si fueran huéspedes que se alojan en la misma pensión y se cruzaran en el pasillo. Me parece que ésa es una de las razones por las que Heather se ha puesto como una foca.

—Eso no suena nada bien. Es una pequeña muy guapa.

—Guapa, puede ser, pero de pequeña no tiene nada. Tiene esos amigos que toman antipsicóticos y anticonvulsivos, Ritalin y esas cosas, y todos también son gordos. Y ella dice que si está gorda es por culpa de la «cortomalafrina».

—¿Para qué sirve?

—Básicamente son pastillas de azúcar, un «medicamento» que mis padres se inventaron para que se sintiera especial. La han engañado durante años, aunque yo no me enteré hasta hace un par de semanas. Oí que mi padre le gruñía a mamá algo sobre que no deberían molestarse en ir con la «receta» a la farmacia, donde les cobran diez pavos el frasco, porque sencillamente podían seguir llenando el frasco con M&M’s. Más tarde le pregunté qué había querido decir, y me lo contó todo. Me partí de risa. Pero eso que Heather andaba diciendo de los «efectos secundarios», cuando en realidad eran efectos del Háagen-Dazs… Bueno, empecé a cabrearme. Así que supongo que fui un poquito… demasiado mala —dijo Flicka, con una sonrisa taimada.

—Se lo dijiste.

—Sí. No me creyó hasta que pulvericé todo el frasco de «cortomalafrina» con mi triturador de pastillas y la mezclé con agua para tomármela por la sonda. No pasó nada. Nada. Y nadie tuvo que llevarme al hospital con una sobredosis. Cuando Heather lo entendió… Por favor, tía, se puso como loca.

—Fue un poco cruel lo que hiciste —dijo Glynis.

—Sí —dijo Flicka, aunque restándole importancia—. Pero qué quieres que te diga, no tengo una vida muy divertida.

—¿Y qué hicieron tus padres?

—Han empezado a darle un medicamento de verdad, un antidepresivo, y con esas frases forzadas y tan educadas que ahora se oyen en mi casa, tipo Jackson, querido, por favor puedes pasarme la ensalada, es posible que mi hermana sí necesite Zoloft, que tiene efectos secundarios. Aumento de peso. En los últimos dos meses Heather debe de haber aumentado otros tres kilos.

—Deberías pedirle que te preste un poco.

—Ya, y tú también.

—Ah, por cierto, ¿cómo va tu colección de teléfonos móviles?

A Glynis, la idea misma de que alguien «coleccionara» modelos antiguos de una tecnología que, en su mente, seguía siendo una innovación muy reciente, la hacía sentirse vieja.

—Conseguí un auténtico trasto de 2001 —dijo Flicka con el orgullo de un anticuario que ha encontrado un original Luis XV—. Todo cuadrado y muy raro. Y enorme. Te presentas con un teléfono así en mi colé y se ríen de ti hasta que terminan echándote de la ciudad. Y tú, ¿cuándo tienes la próxima quimio?

Ay, los días en que las visitas preguntaban «¿En qué estás trabajando?» o «¿Cuándo te vuelves a ir al extranjero?».

—La semana que viene —dijo Glynis—. Por eso no me he quedado dormida delante de ti. Ya ha pasado un par de semanas. Pero sólo siguen aplicándomela si el recuento globular es positivo.

—Nunca me has contado cómo es. La quimio, digo.

Por sorprendente que parezca, eran pocos los que le habían hecho esa pregunta. «Quimio» se había convertido en un icono tan típico para la gente de la edad de Glynis, que todos suponían que ya sabían cómo era. Pero no lo sabían.

—Bueno, algunos enfermos van solos, otros con el cuidador. Yo no tiendo a socializar…

—No me digas.

—Todo el mundo me tiene por distante y estirada.

—Y lo eres.

Era asombroso todo lo que Glynis se dejaba decir por esa mocosa de diecisiete años, cosas que no habría permitido que le dijera nadie.

—No puedes echarme la culpa. Proclaman a los cuatro vientos lo mucho que vomitan, o si les ha vuelto a salir un sarpullido después de la última sesión… Yo prefiero derrumbarme en privado.

—A mi tampoco me gusta estar con otros chicos con disautonomía —dijo Flicka, limpiándose ritualmente, con la cinta que llevaba en la muñeca, otro hilo de baba que le caía por la barbilla—. A ninguno le gusta. El campamento de verano está bien, pero en el grupo de apoyo las cosas han ido de una manera… Ya casi no va nadie. Los padres todavía se reúnen, pero nosotros, los monstruitos de la feria, lo hemos dejado.

—Me sorprende, la verdad. Sois tan pocos los que tenéis DF. ¿No os gusta comparar las notas?

—Si estuvieras en mi lugar, ¿querrías mirarte en el espejo? Si estoy sola más o menos puedo olvidarme. Ya me entiendes, me las apaño. No camino demasiado bien, pero al final llego a donde tengo que ir. Pero cuando veo a esos otros chicos, me parecen espásticos. Y entonces me doy cuenta de que yo también lo parezco. No me hace falta, la verdad. Y no lo hago.

—Por si piensas que soy una asocial, te diré que tuve una conversación en la sala de espera antes de la última sesión. Con un paciente. Creo que hablé con él porque oí de pasada que también tenía mesotelioma, y pasa lo mismo que con tu enfermedad, no somos muchos. Un albañil, es probable que trabajase con amianto. Y resulta que sigue trabajando. Me pareció increíble. Cuando vuelvo de la quimio no puedo ni pasarle el trapo al mármol de la cocina y él está poniendo ladrillos. Pero no puede dejarlo. Tiene que conservar el trabajo para no perder el seguro.

—Entonces nosotras tenemos suerte. Shep y mi madre conservan los dos unos trabajos de mierda para que a ti y a mí puedan torturarnos con elegancia.

Desde que había comenzado esa película de terror, Flicka había inducido a Glynis a un curioso desahogo de tintes confesionales. Pero había límites. No serviría de nada explicarle a esa adolescente que el «trabajo de mierda» de Shep era parte de su castigo. Por Pemba, por planear un Después de Después en el que su mujer no tendría ningún papel, y por el hecho de que ella tuviera cáncer.

—En cualquier caso —dijo Glynis, volviendo al tema de la quimio—, normalmente me acompaña Nancy, la vecina de al lado, que antes me ponía de los nervios. Ahora la adoro. Primero nos enfriamos los pies en la sala de espera mirando qué llevan los pacientes en la cabeza; la mayoría de las mujeres usan pañuelo, como las babushkas. Parece el túnel del tiempo, todas de vuelta a la aldea. Los hombres son más creativos: canotiers, gorros de béisbol, a veces una elegante fedora. Hay un tío que siempre se presenta con un enorme Western Stetson remachado con estrellas de plata. Yo normalmente tomo aprepitant antes de salir, e intento programar el mazapán para más o menos media hora antes de la sesión. Ah, y me cercioro de tomar algunas pastillas más mientras esperamos. ¿Sabes? Ese estuche de cuero que tu madre me trajo para que guarde todos los medicamentos es fantástico. Antes me las apañaba con una bolsita Ziploc. Algunas visitas me trajeron velas aromáticas que me dan arcadas. Pero tu madre tiene mucho gusto para los regalos.

—Sí, está muy en la onda en todo lo que tiene que ver con cosas médicas.

—Ah, sí, y hay una competencia desopilante por quién consigue las mejores sillas. Hay esas butacas reclinables muy cómodas, estilo sillón relax, ¿sabes?, entre unas mamparas que supuestamente son para preservar la intimidad. La gente trata de llegar un poco antes para hacerse con un sillón que mire hacia la ventana y así poder ver el Hudson. Dudo que cuando escribió Una habitación con vistas, E. M. Forster pensara en el Presbiteriano de Columbia.

—Lo siento, no te sigo.

—Vaya, eso me pasa por confiar mis cosas a los niños. —Flicka frunció el ceño. Ella no se consideraba una niña—. Así que si soy rápida, consigo un asiento en primera fila. Y pasan con un carrito con bebidas, te lo creas o no, igual que en el Yankee Stadium. Quieren que bebamos mucho líquido, pero yo no me dejo asustar. Me harto de tener que arrastrar el gotero cuando voy al lava—.

»Y después me meten el brazo derecho en agua caliente. En mis tiempos hacíamos eso en los campamentos, para que los que dormían mojaran la cama. Cuando me ponen el torniquete en el brazo, ya estoy atontada, aunque no haya tomado el mazapán. No es que la aguja duela tanto, la verdad; es pensar en la aguja. Por eso Nancy siempre me sujeta el otro brazo y me dice que la mire fijamente a los ojos mientras me palpan para encontrarme una vena, y me explica esas recetas espantosas…, ¡como mezclar la gelatina con el preparado para hacer pudin y con peras al natural! Creo que a estas alturas ya sabe que me resulta repugnante la idea de cocinar con patatas en polvo y se inventa los platos más asquerosos que es capaz de imaginar. Me distraen más. Después, cuando te sube la glucosa…, bueno, es surrealista.

—¿Por qué «surrealista»?

—Una enfermera trae la quimio en algo que parece una bolsa para llevar los libros al colegio, vinilo pesado, amarillo, como los autobuses escolares. Salvo que en lugar de un dibujo del Pato Lucas tiene unas enormes advertencias en mayúsculas, impresas en los dos lados, que dicen CITOTÓXICO. O sea: «No se acerque ni a un kilómetro de esta mierda porque lo matará». Y te mata. Después todos nos sentamos plácidamente y los dejamos que enganchen la bolsa. Hojeamos revistas o miramos una pequeña tele que está unida a la butaca mientras esa porquería venenosa nos va entrando en los brazos durante horas. Los enfermeros van de sillón en sillón repartiendo alegremente medicamentos como si fueran caramelos, todos para contrarrestar el efecto secundario de esa porquería. Entretanto, la intravenosa va haciendo un sonido tranquilo, regular, y te adormeces. Tú eres muy joven para acordarte, pero se parece a cuando la aguja se queda atascada al final de un elepe y el brazo del tocadiscos no se levanta. Me da sueño. En fin, que todos somos muy obedientes cuando nos toca chutarnos esa cicuta, dóciles como ovejas, como judíos haciendo cola para las duchas. ¿No te parece surrealista? De hecho, cada vez que voy tengo como un flash… Esto nunca se lo he dicho a nadie, dirían que estoy loca, pero ¿has visto Star Trek?

—Por favor, Glynis, puede que nunca haya puesto vinilos en un tocadiscos, pero al menos he visto Star Trek. A papa y a mi nos encanta, pero a mamá le parece una tontería.

—¡Es que tiene que ser una tontería! Tu madre necesita relajarse un poco.

—Ya puedes esperar sentada.

—Bueno, hay un episodio, una historia acerca de un planeta que pone fin a la guerra enviando a mucha gente a ambos lados de un alto el fuego voluntario, con un horario fijo, para que entren en una cámara donde les hacen la eutanasia. Todo con mucho orden y mucha disciplina, ya sabes que en ese programa les encantaba aludir a los nazis. Y luego el capitán Kirk entra y arruina todo ese montaje soltando uno de sus discursos entrecortados y exaltados en el que dice que tienen que volver a matarse unos a otros a la manera de siempre o hacer la paz. Por eso cada vez que voy al Presbiteriano me imagino que el capitán Kirk entrará de golpe en el pabellón de oncología y verá a un montón de lemmings delirantes que se chutan estricnina. Lo veo horrorizarse, con sus aires de superioridad moral, arrancar las agujas frenéticamente, y que después suelta un discurso estridente y pretencioso, dice que eso es un acto bárbaro, que una enfermedad no se cura con veneno. Porque ahí todo es realmente morboso. Y la verdad es que pienso que dentro de muchos años la gente recordara la quimioterapia como ahora nos acordamos de las sangrías y las sanguijuelas.

La puerta se entreabrió y Carol asomó la cabeza.

—No sé quién es más mala de las dos, pero os estáis agotando mutuamente.

Glynis invitó a Carol a entrar, aunque, siendo una persona sana, ahí era una extraña, estaba de más, era un habitante de otro país, con costumbres peculiares y unos ciudadanos que tenían engañosos poderes de superhéroes; la dinámica no tardó en volverse forzada. Glynis consideró la posibilidad de llevarse a Carol a un lado y preguntarle qué pasaba en su matrimonio, pero sólo hasta que se dio cuenta de que no le importaba. De repente estaba tan cansada que vio unos puntos borrosos y el perímetro de la habitación se estrechó; no podía interesarse por nada ni por nadie, ni siquiera por Flicka. Así pues, lo que hizo fue informar brevemente de que la semana próxima iba a probar otro cóctel de quimio, y Carol le dio ánimos.

—Eso no funciona —dijo Flicka al salir—. Siempre hay sanguijuelas.

Es posible que fuese la mención de las sanguijuelas, pero cuando se apartó de la puerta en cuanto Carol y Flicka se fueron, Glynis recordó que poco después de mudarse a Nueva York, antes de conocer a Shepherd, en la cocina de su diminuto apartamento de Brooklyn había cucarachas. No le gustaban nada las cucarachas, por supuesto, y en lugar de plantarles cara e ir al grano y exterminarlas con cucarachicida Roach Motel y ácido bórico, se limitó a apartarse de ellas. Entre el armario de la cocina y la pared había un espacio donde guardaba las bolsas de papel del supermercado, y no tuvo que pasar mucho tiempo para que las bolsas empezaran a caminar solas. Abstractamente, Glynis sabía que era ahí donde tenían el nido, y no podía evitar detectar un crujido casi imperceptible cuando se preparaba el desayuno. Pero se había entrenado, y cuando entraba en la cocina, mantenía la vista fija hacia delante y rodeaba la pila y la nevera mientras ladeaba cuidadosamente la cabeza para que el lugar donde guardaba las bolsas permaneciera en ese rincón borroso de la visión periférica al que no prestaba atención. Al final, el nido se hizo tan grande que se formó una mancha negra en la pared, pero mientras ella no la mirase directamente no parecía un montículo, una masa de insectos repugnantes que trepaban unos encima de los otros, y seguía siendo sólo una sombra.

Ahora la sensación era la misma, una sensación recurrente que la invadió desde que le diagnosticaron el cáncer. Una mancha negra, una sombra que ella no miraba directamente, y si llevaba la mirada mental hacia otra parte, con decisión, hacia cualquier parte que no fuera ese rincón plagado de bichos, casi siempre conseguía desecharla como si fuese una mera ilusión creada por la luz. Sin embargo, como ocurrió también con las cucarachas, cuanto más tiempo la ignoraba, más grande y más negra se volvía, y más amplio el lugar que se veía obligada a cederle en sus pensamientos. En noches como ésa oía el mismo ruido, el mismo crujido, el de miles de patitas que se deslizaban por encima del papel marrón de las bolsas.