Sheperd Armstrong Knacker
Merrill Lynch - N.° de cuenta 934-23F917
1 de octubre de 2005 - 31 de octubre de 2005
Cartera neta: 152 093,29 dólares
Durante toda su vida adulta, Shep se había esforzado mucho por no ser duro ni crítico con la gente. La gente que conocía, la gente en general. Pero empezaba a quedarse sin excusas para su red de amigos, que, hasta el momento, él había supuesto alegremente que eran decentes, generosos y considerados. Para la desganada especie humana. Aunque es posible que no hubiese sido una gran noche, al menos Jackson y Carol por fin se habían decidido a ir, y eso era más de lo que Shep podía decir de la mayoría de los otros amigos. De hecho, la gente de Glynis estaba demostrando ser tan sistemáticamente decepcionante que a veces, a última hora de la noche, lo asaltaba una misantropía que no lo dejaba respirar, como un miasma que saliera de una cloaca reventada.
En marzo, Deb se había mostrado decidida a que Glynis encontrase la salvación antes de que fuese demasiado tarde. Ruby se comprometió a dejar a un lado antiguas rivalidades y llevar la relación con su hermana mayor a un «estado de gracia». Así pues, en ese momento Shep había anticipado que su tolerancia con las cuñadas podría verse puesta a prueba a lo largo de muchos meses de visitas y más visitas. Había estado preparado para que la devoción de Deb se fuera gastando, por no hablar de su última dieta de moda. Sabía que, en sus oraciones por la misericordia divina, Deb nunca dejaría de intentar reclutar a su familia secular, y que tampoco dejaría de dar la lata al reservado e introvertido hijo para que se sumara a ella dando las gracias por cada día que Dios concedía a su madre enferma. Si volvía a Elmsford con frecuencia, la rigidez de Ruby también podría aflojar. Shep había previsto que lo irritaría un poco el hábito de Ruby de salir a correr todas las tardes, cuando todos los demás ya casi estaban listos para sentarse a cenar, y había sacrificado la gimnasia un día más para preparar la cena.
Si las visitas de ambas coincidían, había previsto que se cansaría de contemplar a las hermanas rivalizando entre sí por quién comía menos. Y sin duda alguna lo violentaría que Ruby siempre pusiera en evidencia a la regordeta de su hermana comiendo sólo un muslito raquítico si Deb comía dos. Con la persistente nostalgia de Deb por el poco apetito de Glynis, Shep podía ver que al final perdía los nervios, diciendo de mala manera que las míseras raciones de Glynis no eran una marca de superioridad, sino que conllevaban una ingesta inadecuada de calorías, léase, inanición, que podía terminar matándola si el cáncer no lo hacía. En líneas generales, lo había preocupado un poco que, tras varias visitas que irían durando cada vez más, sus cuñadas lo pusieran nervioso.
Nunca en un millón de años había esperado tener que vérselas con el problema diametralmente opuesto, es decir que tras la avalancha inicial al lecho de enferma de Glynis después de la operación ninguna de sus hermanas volviera a visitarla.
Sí, cierto, seguían llamando, pero cada vez menos, y la frecuencia de esas llamadas ocasionales había caído en picado justo en el momento en que la breve «recuperación» de Glynis cedió paso a una nueva fase de deterioro. Mientras tanto, Hetty al menos seguía llamando todos los días, y como un clavo, siempre a la misma hora, las diez de la mañana; tanto era asi que se podía ajustar la hora del reloj cuando sonaba el teléfono.
A finales de septiembre, después de que una llamada consumiera sus quince minutos con una Glynis aún más críptica y huraña que de costumbre, su mujer le pasó el teléfono.
—Mi madre quiere hablar contigo. Es toda tuya.
—¿Sheppy? —dijo Hetty, y Shep se estremeció. La voz de su suegra tenía esa inflexión de ofensa y fastidio que Glynis despreciaba, pues parecía más el tono de uno de los alumnos de primero de Hetty al que injustamente le habían quitado la piruleta que el de una maestra retirada de setenta y dos años. En persona, Hetty tendía a cogerle el brazo o a rodearle los hombros, y esa entonación, con su queja implícita, era el equivalente de esos gestos en versión de sólo audio. El hecho de que adorase a Sheppy, el yerno ideal (es decir, ese hombre maravilloso que siempre pagaba todo), hacía tiempo que había abierto una brecha entre Glynis y él.
—Me esfuerzo tanto por hacerle saber a Glynis que durante todos estos meses de tribulación estoy aquí, para ella. ¡Pero es que puede ser tan… cortante! Ya sé que está muy enferma, y trato de tenerlo en cuenta, pero… —Hetty empezó a gimotear—. ¡Ahora mismo ha sido terriblemente cruel!
—Ya sabes que no es ésa su intención, Hetty.
Pero, por supuesto, lo era. Fuera lo que fuese lo que había dicho, lo había dicho con intención de ser cruel, y más.
—Lamento tener que preguntar… —Shep pudo oír que su suegra se sonaba la nariz, e imaginó uno de los pañuelos usados y hechos jirones y vueltos a usar que poblaban los bolsillos de sus batas—. Pero ¿Glynis quiere que la llame? ¿Quiere hablar conmigo o no? ¡Porque la verdad es que no lo parece! No quiero molestar si mi interés no es bienvenido.
Una vez que Shep consiguió que su suegra colgase, Glynis tuvo uno de esos ataques cuyo guion él se sabía de memoria. «¡Pero por favor…! Si siempre está pidiéndome algo… Siempre intentando conseguir algo de mí, ¡y yo no lo tengo! Nunca lo he tenido, y mucho menos ahora. ¡No lo tengo, en serio! ¡No llama por mí, llama por ella! Se supone que tengo que tranquilizarla y decirle una y otra vez que ha sido una madre maravillosa, pero no lo ha sido. ¡Y yo no quiero y no puedo! Se supone que tengo que entretenerla y consolarla y sacarme algo de la manga para llenar todo ese tiempo muerto, día tras día. ¡Es una imposición abusiva! ¡Por amor de Dios, es un agujero negro! ¡Ahora, cuando quizá por primera vez en la vida desde que soy adulta podría necesitar una madre! ¡No otra persona que dependa de mí, no otro problema, otra exigencia, sino una madre de verdad!».
Por suerte, ese ataque de furia la agotó de tal manera que cayó rendida en el confidente de la cocina y durmió un rato. A Shep le alegró que no lo hubiese presionado para que le dijera qué había preguntado Hetty, pues no le habría gustado nada que le echaran un rapapolvo por lo que le había contestado.
Mientras se iba con el teléfono al porche trasero, había instado a Hetty a que siguiera llamando. Todos los días. Que no se desanimara, le había dicho, que achacara a la enfermedad los frecuentes estallidos de Glynis, que aguantara toda clase de insultos y enfados y que se negara a reaccionar; e, implícitamente, que se elevara a un nivel de madurez que no tenía la más remota esperanza de alcanzar si a los setenta y dos años seguía teniendo tanto miedo. En esa difícil relación madre-hija la manzana de la discordia siempre había sido quién necesitaba a quién, pero la respuesta más sencilla era que se necesitaban la una a la otra. Glynis detestaba esas llamadas, y les tenía autentico pavor, pero si daban las diez de la mañana y el teléfono no sonaba, si su madre no la llamaba, se sentiría desconsolada.
¿Dicho lo cual? Hetty podía «estar ahí» para su hija, pero no estaba aquí. Desde aquel primer viaje, en marzo, ni siquiera la propia madre de la enferma había vuelto a Elmsford. Ni una sola vez. Shep no se lo podía creer. Además, ese alejamiento sistemático de Glynis y de su cáncer (qué asco; fuera, fuera, que podrías pasarme piojos) no era algo exclusivo ni mucho menos de los parientes más directos. Era general.
Los primos, las sobrinas y sobrinos, los vecinos (excepción hecha de la incansable Nancy) y, lo que era más increíble, todos sus amigos, llamaban cada vez menos, y cuando llamaban también hablaban cada vez menos. Todos habían espaciado más y más las visitas, y cada vez era más corto el tiempo que aguantaban la compañía de Glynis.
Shep se sabía todas las frases típicas. No queremos agotarla, no queremos molestarla, no queremos despertarla. Y ese no saber nunca si estaba o no en el hospital, o en una sesión de quimio, o atontada tras una nueva dosis. Advertidos de que Glynis debía evitar todo riesgo de infecciones, algunos amigos cancelaban múltiples citas, una tras otra, poniendo como excusa un molesto resfriado. Y ésos sólo eran considerados. Otras excusas eran tan, pero tan creativas, que habría hecho falta muchísimo menos esfuerzo para hacer una llamadita a la pobre que para elaborar las poco claras explicaciones al marido de la enferma tras meses de silencio.
Según Zach, los Eiger —padres de uno de sus «coleguis» habituales, y presentes, durante muchos años, en la barbacoa del Cuatro de Julio y la fiesta de Navidad— estaban tan ocupados preparando al hijo mayor para los exámenes de selectividad, que les resultaba absolutamente imposible hacer el agotador viaje desde Irvington, a unos diez kilómetros de Elmsford, aunque ésa era la distancia que Zach recorría regularmente en bicicleta. No hacia falta decir —o al menos nadie lo decía— que esas estrictas tutorías de los padres durante cada hora del día debían de excluir un gesto tan pensado y que consumía tanto tiempo como una simple llamada.
Marión Lott, la dueña de Living in Sin, de la que Glynis se había hecho tan amiguera durante la temporada de su ridículo trabajo para la bombonería, había sido atenta durante un tiempo. Disculpándose porque probablemente Glynis no debía de tener muchas ganas de chocolate, al principio Marión se había aparecido en la puerta con una bolsa de trufas deformadas para Zach y Shep, junto con una cestita de frutas para la enferma. Pero esas atenciones, esos regalitos, y las visitas que los traían, en mayo ya se habían terminado por completo. Así, cuando a principios de octubre Shep encontró por casualidad a Marión en CVS —la farmacia adonde había ido a buscar más cápsulas para los enemas—, la fabricante de bombones lo abrumó hablándole, con un nerviosismo que volvía sus frases casi incomprensibles, del mucho trabajo que tenía y diciéndole que recibía encargos de lugares tan lejanos como Chicago. Por si fuera poco, una de las empleadas se había quedado embarazada y por las mañanas se sentía fatal, y ya sabes, Shep, lo desagradable que sería en ese caso el olor del chocolate, por eso ahora no tengo personal suficiente… Ah, sí, y además Shep debía saber que la sustituta de Glynis no era ni mucho menos tan hábil, ni tenía el mismo sentido del diseño, ni del humor, así que por favor dile a tu maravillosa mujer lo mucho que la echamos de menos… Shep podría haberse compadecido de la pobre y haber intentado interrumpirla, pero no era fácil ahora sentir compasión por gente así. Con consciente sadismo, la dejó hablar unos buenos cinco minutos. Era una manera de excusarse, como si estuvieran charlando mientras fregaban los platos, un enfoque descuidado y agotador adoptado generalmente por la gente que no era muy buena mintiendo. La incontinencia verbal al menos delataba que Marión se sentía culpable.
Los Vinzano, en cambio, optaron por la excusa grande, limpia y efectista que, como mínimo, lograba su objetivo. Glynis había conocido a Eileen Vinzano cuando las dos daban clase en el Departamento de Bellas Artes de Parsons, lo cual quiere decir que la amistad de los Knacker con Eileen y su marido Paul se remontaba ya a más de veinte años. Sin embargo, Shep no recordaba haber tenido noticias suyas desde que él los había llamado para contar cómo había ido la operación. No mucho después de que Shep se encontrara casualmente con Marión, Eileen por fin llamó para decir que Paul y ella habían estado fuera del país desde junio.
Eileen preguntó por la salud de Glynis en un tono preocupado. Temía haber llamado demasiado tarde. Era evidente que estaba preparada para que Shep le dijera algo expresado con mucha delicadeza, por ejemplo: «Lamento tener que decirte que Glynis se nos fue en septiembre». (Se nos fue, o nos dejó, ésas serían las palabras que habría esperado. Como si Glynis no hubiera tenido una horrenda agonía y sencillamente hubiera salido por la puerta). En cambio, Shep le dijo que Glynis seguía ahí y le explicó que ya estaba aplicándose el tercer cóctel de quimio. Pero cuando se ofreció a llamar a Glynis para que se pusiera al teléfono, Eileen entró en pánico. «No, no, ¡déjala que descanse!», había exclamado en un tono muy cercano al terror… Pero ¿de qué tenía tanto miedo esa gente? «Por favor, sólo dile que le deseo que se recupere pronto».
Si una llamada de cinco minutos, desde marzo, y a un tercero, era el mejor deseo de Eileen, Shep detestaría saber cuál era el peor. Al fin y al cabo, incluso para un corresponsal itinerante en el extranjero, cinco meses era demasiado tiempo para estar «fuera del país»; Paul tenía su base de operaciones en ABC, Nueva York. No fue ésa la única explicación dudosa y vaga que tuvo que oír en repetidas ocasiones de labios de «buenos» amigos que prácticamente habían desaparecido. Cansado, la noche de Halloween, cuando ya era muy tarde, encendió el ordenador sólo con la intención de cortar la lista de notificación de novedades médicas a los «Amigos íntimos» y pegarla en la lista de los «No tan íntimos». Y borró el archivo «Amigos íntimos».
En su encarnación diurna, más benévola, Shep reconocía que cierto número de esas personas ya había dado emotivo testimonio de lo importante que Glynis había sido para ellos. De lo mucho que admiraban su trabajo. De lo mucho que toda la vida de Glynis se había caracterizado por la elegancia y el buen gusto. Del cariño con que recordaban tal o cual acontecimiento… Y con esos discursos tan apasionados y grandilocuentes que, como Glynis había señalado realmente indignada, podrían haber hecho las veces de oración fúnebre, los visitantes de los primeros tiempos se habían ido colocando en un rincón dramático. Era de un histrionismo antinatural pasar de sonoras proclamaciones de amor y admiración a la cháchara intrascendente como si por fin fueran a repavimentar Walnut Street. Multiplicada por un factor diez, la incomodidad subsiguiente se parecía a la fallida técnica escénica de haber dicho floridos adioses tras una cena —despedidas ostentosas y con clase de las que uno después se felicita en el coche—, sólo para darse cuenta de que alguien se ha dejado el jersey. Hay que volver y tocar el timbre con cara de vergüenza mientras los anfitriones ya están cargando el lavavajillas. Y voila, toda la elegancia y todas las bromas y el derroche de gratitud de la primera despedida sustituidos por una escena de abatimiento en el vestíbulo mientras los dueños de casa se limpian las manos grasientas en un paño de cocina y te buscan el suéter. Shep suponía que con los mortalmente enfermos siempre era difícil hacer las cosas de manera tal que se pudiera decir adiós a la relación con una nota de optimismo. La única táctica que garantizaba un adiós emotivo era soltar el discursito —tierno, lacrimógeno, bien ensayado— y no volver más.
Además, ¿qué se le decía a Glynis una vez agotadas las preguntas médicas? Ella no quería saber nada de lo maravillosa que era la vida, y no toleraba la más mínima queja. Los hechos de su propia vida se habían reducido hasta abarcar únicamente los hechos de su cuerpo. Inflamaciones en los brazos por donde la quimio se salía de la cánula y le quemaba la piel; drenajes del pecho para eliminar el líquido pleural que le hacia difícil respirar, fatiga que mejoraba ligeramente o empeoraba hasta paralizarla, pero que nunca se iba del todo; sarpullidos e inflamaciones y unas curiosas estrías en las uñas negras. Ésas eran las cosas que tenía para contar, y eran deprimentes y monótonas para ella misma.
Las visitas parecían percibir también con exactitud que discutir hechos de actualidad —el dudoso nombramiento a la Corte Suprema, por parte del presidente, de un amigo suyo abogado; los altivos e interminables discursos que se le permitían pronunciar a Sadam Husein en el juicio por crímenes de guerra en Irak— era como ponerse a hablar de las fascinantes configuraciones rocosas de la luna. Aparte de regodearse ocasionalmente con respecto a gente que también había tenido que vérselas con una desgracia, como los desposeídos de Nueva Orleans, Glynis no evidenciaba tener conciencia alguna del mundo que se extendía más allá de los confines de su modesta casa. A fin de cuentas, el Tema del Día normal derivaba su urgencia del hecho de que en realidad era un Tema de Mañana: el cambio climático, la degradación de las infraestructuras del país, el aumento del déficit. Uno se preocupaba por esas cosas si le preocupaba también que un día San Francisco pudiera desaparecer engullido por el Pacífico, que dentro de poco decenas de coches pudieran caer de un puente que se derrumbaba en la 1—95 o que pronto el país entero pasara a ser propiedad de los chinos. Pero a Glynis no le inquietaba ninguna de esas perspectivas. Las primeras dos incluso las veía con buenos ojos. En cuanto a la última, dado que todos los Estados Unidos estaban en venta, por lo que a ella respectaba los chinos podían quedárselos.
Pues el dato más claro, que no negaba tanto como pretendía, era que a Glynis no le interesaba el futuro, y eso dejaba a todos sin saber que decir. Si a uno no le interesa el futuro, tampoco le interesa el presente. Lo cual deja sólo el pasado, cosa que a ella tampoco le interesaba. (La única excepción a esa inmensa apatía era todo lo que tuviese que ver con el caso contra Forge Craft. La demanda siempre hacía brillar en sus ojos algo que Shep conocía por los documentales de animales —cuando, con las mandíbulas abiertas y la mirada fija, una pantera se dispone a saltar sobre una presa viva—. Pero él evitaba tocar el tema. La principal motivación de su mujer le inquietaba: venganza, y de la clase más indiscriminada).
Por último, y para ser justos —aunque Shep no tenía ganas de ser justo, si bien ver las cosas desde la perspectiva de los demás era un hábito de toda la vida—, Glynis era difícil. Con ella había varios temas que no se podían mencionar, y un tema en particular se encontraba circunscrito por gruesas líneas rojas, con letreros de PROHIBIDA LA ENTRADA que parecían erizarse cada vez que alguien se acercaba. El problema era que, dadas las circunstancias, se trataba de un gran tema, el principal, podría decirse, e incluso el único. Como había observado al final de esa cena—una reunión situada en algún lugar entre el sencillo fracaso y el espanto absoluto—, cuando había algo de lo que no se podía hablar, era imposible hablar de otra cosa. Así, esas visitas parecían rozar el artificio. No parecían reales, tenían algo de gente que venía a seguirles el juego, una actitud condescendiente, y sí, también algo de mentirosas, y de eso Glynis era la única culpable.
Con todo, la comprensión de Shep sólo llegaba hasta ahí. Una vez cubierta esa distancia, siempre volvía, como lanzado hacia atrás por un elástico, a la cruda impresión de que la duración de la enfermedad de su mujer simplemente había superado los breves periodos de atención por los que eran famosos sus compatriotas. Cuando el mesotelioma dejó de ser una novedad, perdiendo así cierto valor, Glynis se había vuelto un enorme «ya es suficiente». Igual que la mayoría era incapaz de dar dos vueltas a un campo de fútbol sin terminar desplomándose en las gradas, amigos y familiares por igual tenían muy poco aguante emocional.
Shep había nacido en un país cuya cultura había producido el teléfono, la máquina voladora, la cadena de montaje, la autopista interestatal, el aire acondicionado y la fibra óptica. Sus habitantes eran brillantes con lo inanimado. Iones y priones, titanio y uranio, plástico que sobreviviría mil años. Pero con la materia sensible —de la clase que no puede evitar advertir cuando un confidente desaparece de improviso justo en el momento en que la amistad se convierte en algo molesto, desagradable, exigente y de pasada, también y por fin, útil para algo—, sus compatriotas eran unos ineptos totales. Como si nunca nadie hubiese enfermado. Como si nunca nadie hubiera languidecido o no hubiera tenido que vérselas con ya sabemos que. Como si la mortalidad fuese una de esas estúpidas supersticiones, por ejemplo el convencimiento de que hay que beber ocho vasos de agua por día, teoría ahora desacreditada sumariamente en las páginas de salud del Science Times de los martes.
Porque no había un protocolo. La mejor cara que él podía poner ante esa desconcertante atrición social era decirse que a esas personas nunca les habían enseñado a comportarse en asuntos que atañían a todo un lado de la vida —el lado más lejano—, que llevaba mirándolas a la cara desde que tenían una cara. Puede que la madre les hubiese enseñado a no comer con los codos apoyados en la mesa o a no masticar nunca con la boca abierta. Pero nadie, nunca, ni el padre ni la madre, se había tomado el tiempo de explicarles qué se hace y qué se dice cuando alguien al que afirmas querer contrae una enfermedad mortal. Eso no estaba en el programa. Triste consuelo, muchos de esos feos individuos de la especie se enfrentarían, cuando enfermasen, al mismo «Ay, acabo de acordarme de que tengo que hacer un recado». Pero para entonces se sentirían demasiado mal para ahorrarse sentirse mal con carácter retroactivo por haberle dado la espalda a Glynis Knacker en 2005.
Con un regusto acre en la boca, Shep a veces recordaba los efusivos ofrecimientos de ayuda con que los amigos y la familia habían recibido las primeras malas noticias. Los Eiger lo habían alentado a que les comunicara cualquier cosa que pudieran hacer para aliviarle esa carga, pero nunca habían hecho ningún gesto motu proprio; seguramente sabían que nunca iba a pedirles que acompañasen a Glynis a la quimioterapia y que esperasen horas enteras sentados junto al sillón acolchado donde se la aplicaban. Eileen Vinzano había preguntado y vuelto a preguntar cómo podía ayudarlo con la limpieza de la casa. Y había jurado que a ella no se le caerían los anillos aunque tuviera que fregar los baños y el suelo de la cocina. Pero eso había sido antes de que los Vinzano se fueran del país. Mientras tanto, él no había tenido más remedio que contratar a una chica hispana para que fuese a mantener limpio lo que a él no le daba tiempo de mantener limpio, y todavía esperaba que Eileen se rompiese una uña pasándole la escobilla a un inodoro. Barbara Richmond, una antigua vecina de Brooklyn, había propuesto un régimen regular de visitas con cenas ya preparadas que Shep sólo tendría que calentar en el microondas, un servicio de cátering prácticamente a jornada completa que al final quedó reducido a una empanada. ¡Y Lavinia, prima hermana de Glynis, había proclamado que no le importaba nada instalarse en Elmsford semanas enteras! Sólo para que tuvieran a alguien dispuesto a hacer los recados y a hacerle compañía a la enferma. Naturalmente, nunca llegó a instalarse en el cuarto de Amelia, y estaba desaparecida en combate desde abril. ¿Recordaban todas esas personas los ofrecimientos desmesurados que habían hecho en la primera oleada de compasión? Si los recordaban, ¿imaginaban acaso que Shep los había olvidado? Él no era, por naturaleza, rencoroso, pero no había olvidado.
Entre tantos chascos, Beryl formaba una clase por sí sola, por supuesto.
Los ocho mil trescientos dólares mensuales adicionales para la residencia aceleraban el saqueo de los recursos de Shep. Incluso suponiendo que hubiese sido lo bastante duro para sopesar una perspectiva semejante, en la cuenta de Merrill Lynch no quedaba dinero para financiar un retiro en solitario en Pemba ni en ninguna otra parte. Ahora lo importante era cubrir los copagos, el coaseguro y los medicamentos para el tratamiento de Glynis, punto. Así pues, mientras hablaba por teléfono con Beryl a principios de noviembre, se aventuro a decirle que tal vez tendrían que empezar a pensar en trasladar al padre a una residencia pública. Podría perfectamente haber sugerido enviarlo a Auschwitz.
—¡Esas residencias públicas son pozos negros! —aulló Beryl—. Te dejan en la cama días y días flotando en tu mierda y después te salen llagas de tanto tiempo que pasas acostado. Siempre falta personal, y los enfermeros son unos auténticos sádicos. La comida es asquerosa, y eso si tienes suerte y te dan de comer, pues a algunos de esos viejecitos los tratan tan mal que se mueren de hambre. Ya puedes olvidarte de instalaciones como las de Twilight Glens, no tienen salas de esparcimiento ni aparatos de fisioterapia. No organizan actividades, ni clases, ni sesiones de canto. Con suerte tienen unas cuantas revistas y nada más.
—Bueno, además de un flujo ininterrumpido de novelas de detectives, casi lo único que papá necesita es una pila de periódicos y un par de tijeras.
—¡Pero esas residencias, las públicas, son como vertederos de ancianos! Viejas en sillas de ruedas en los pasillos, con la boca abierta, babeando encima de los camisones y diciendo entre dientes que por la noche van a ir al baile del colegio con Danny porque piensan que todavía están en 1943. ¿Le harías eso a tu padre? El nunca te lo perdonaría, y yo tampoco.
Personalmente, Shep sospechaba que la supuesta diferencia entre la atención privada y la pública era exagerada. Había visto muchos casos de demencia senil en Twilight, y bastantes babas también. A menos que se tratara de dirigir a la congregación en una interpretación de la Doxologia, Gabriel Knacker nunca participaría en ninguna «sesión de canto» ni siquiera en el más palaciego hogar para ancianos. No obstante, el deprimente cuadro que pintaba Beryl era muy popular, y a Shep no le habría importado que su hermana conjurase el estereotipo si hubiera sido realmente por miedo a que el padre sufriese. Y tampoco le habría importado que insistiera con tanta energía en mantenerlo en la residencia privada si hubiese contribuido a pagarla.
Sí le importaba que la defensa justificada del bienestar de su padre tuviera otras causas. La única finalidad del traslado que él había sugerido era poner la carga fiscal en el erario público. Era culpa suya que Beryl conociera la secuencia de acontecimientos que lograría ese milagro económico moderno, porque él se la había explicado en julio. Para que Medicaid aceptara hacerse cargo del padre, lo primero que había que hacer era vender la casa. O, como Beryl seguramente había mencionado a sus amistades cuando él no podía oírla, su casa. (A lo mejor la idea de Jackson era técnicamente factible: negarse sencillamente a pagar Twilight y dejar que los engranajes de la burocracia chirriasen hasta que el gobierno confiscara la propiedad. Al fin y al cabo, como comprobó con sereno asombro, Shep y Beryl no estaban obligados jurídicamente a cuidar al padre ni a hacerse cargo de sus facturas. Así y todo, no era ésa la manera en que Shep Knacker había llevado sus asuntos, jamás. Eludir sus obligaciones y esperar que otro arreglase el desaguisado le parecía una actitud descuidada e irrespetuosa, una negligencia y una falta de responsabilidad. Él era, pensaba Shep con ironía, el que era). Lo que se sacara con la venta de la casa serviría para pagar la residencia hasta que a Gabe Knacker lo declarasen oficialmente indigente. Adiós alquiler gratis, adiós, herencia. Y ésa era la causa de toda esa indignación por teléfono, y por eso Beryl estaba que trinaba.
Sin embargo, a Shep le faltaba determinación para discutir con ella. Él también tenía sus recelos en lo tocante a las residencias públicas, y un fuerte sentido del deber filial. Era probable que Twilight fuese mejor. Y si bien al padre no le había gustado mucho, al menos se había ido acostumbrando. Pero, por otra parte, si Shep seguía con esa sangría de noventa y nueve mil seiscientos dólares al año, pronto llegaría el momento en que dejaría de pagar Twilight no porque fuese un mal hijo, sino porque no tendría el dinero. Saltaba a la vista que era un derroche gastarse hasta el último centavo que le quedaba antes de terminar exactamente en el mismo punto: sacar a su padre de Twilight, liquidar el fondo de pensiones, vender la casa. Con todo, por su simplicidad, el desamparo absoluto podía resultar una bendición. Y sin duda Jackson tenía razón cuando decía que en un país que te confiscaba hasta la mitad de tus ingresos, y que exigía un suplemento cada vez que hacías algo, desde comprar un destornillador hasta ir a pescar, nadie era realmente libre. Pero, en ese caso, que lo encontrasen a uno sin un centavo tenía un toque de auténtica libertad.
Mientras tanto, Shep intentaba hablar con el padre más o menos dos veces por semana. El fémur fracturado parecía ir mejorando poco a poco. Sin embargo, durante la primera mitad de noviembre el teléfono que su padre tenía junto a la cama sonó y sonó sin que nadie atendiera. En lugar de hablar directamente con el personal de Twilight, Shep cometió el error de obtener el parte médico de labios de Beryl. Lo único que su hermana dijo fue que el padre parecía estar perdiendo peso. O eso debía de ser lo que había dicho el personal, pues fue en esa misma llamada cuando Beryl había anunciado que estaba «en huelga».
—No puedes esperar que lo visite una y otra vez. No es justo. No tengo que cargar con todo el peso de las visitas sólo porque estoy cerca. En serio, Shep, empiezo a sentirme utilizada. Esas visitas deprimen mucho. Tengo que montar una película y, ya sabes, no puedo malgastar mi energía vital.
—¿A qué llamas visitar a papá «una y otra vez»?
—Sencillamente no tengo ganas, Shepardo. Lo único que le oigo decir cuando voy a verlo es por qué he dejado pasar tanto tiempo sin ir a visitarlo, cuando a mí me parece que acabo de verlo, no se, por la mañana. Si crees que las atenciones constantes de la familia son algo tan importante para él, tú también tendrás que venir de vez en cuando.
Shep suspiró.
—¿Tienes idea de lo que tengo aquí entre manos?
—Los dos tenemos algo entre manos. Y también es tu padre, no lo olvides.
A regañadientes, Shep prometió volver pronto a New Hampshire. Cuando ya se disponían a dar por terminada la llamada, Beryl dijo:
—Antes de que me olvide, ¿cómo funciona el tema de la calefacción? Acabo de recibir, no sé, un apercibimiento de la compañía de gas.
—Puse las facturas a tu nombre. Estoy seguro de habértelo dicho.
—Bueno, no me importa que estén a mi nombre, pero no esperarás que las pague, ¿verdad?
Shep respiró hondo.
—Sí, Beryl, espero que las pagues.
—¿Tienes idea de lo que cuesta calentar esta casa en invierno?
—Por supuesto que sí. He pagado esas facturas durante años.
—Mira, yo me ocupo de cuidar la casa, y normalmente no se pide a los cuidadores que cubran los gastos. A veces incluso les pagan para que cuiden una casa.
—¿Quieres que te ponga en nómina? —preguntó Shep, que no podía creerse lo que oía. Beryl había invertido hábilmente su propia invitación a vivir en la casa familiar convirtiéndola en un gran favor que le hacía. Ésa era justamente la clase de ingeniosidad que siempre lo había sacado de quicio.
—No tengo dinero para pagar la factura del gas, punto. Así que, a menos que quieras que se me formen carámbanos en la nariz mientras empiezo a quemar muebles para no morirme de frío, tendrás que enviarles un cheque, hermanito.
Beryl había descubierto hacía muchos años la embriagadora liberación que produce la penuria. Y Shep la envidiaba.
Shep salió para Berlin el fin de semana de Acción de Gracias con la intención de quedarse a pasar sólo la noche del sábado. A la vuelta el tráfico sería espantoso, pero una visita de sábado por la noche y domingo por la mañana, durante una temporada de tradicionales encuentros familiares, podría al menos aliviar temporalmente la sensación de abandono de su padre.
Twilight Glens no era un club de campo, pero se veía limpio; probablemente el ligero tufo fecal que se mezclaba con el astringente olor a desinfectante era inevitable en cualquier centro que se ocupara de ancianos enfermos. A decir verdad, a esa institución, como a las fachadas negras del hospital Victoriano de su infancia, podría haberle venido bien un poco de mugre, que habría conferido al sencillo edificio cuadrado un poco de carácter. Tal como estaba, cualquiera hubiese dicho que a la residencia Twilight Glens le habían hecho una lobotomía arquitectónica. De hecho, Shep se quedó impresionado. No cabía duda de que semejante falta de identidad constituía el mismo logro en el mundo físico que en la esfera social tendría un individuo que debiese poder generar un grado cero de personalidad. El vestíbulo y los pasillos estaban decorados con tiestos y láminas anodinas. El linóleo era brillante, de color beige. Las habitaciones privadas estaban revestidas de lustrosa madera de arce claro. El efecto era un paisaje onírico. Después de todo, había noches en que la mente simplemente no estaba por la labor de idear otro telón de fondo con un simbolismo que fuese satisfactorio, y Twilight era de esa clase de no lugares donde el cerebro escenifica aventuras poco memorables y de segunda categoría: vanas confabulaciones con su punto de lógica, distorsiones de gente conocida que pasa y que a uno le importa un rábano, frustradas búsquedas de un cuarto de baño.
Cuando Shep diviso a su padre desde el pasillo, al menos el viejo no estaba catatónico ni farfullando nada acerca del próximo baile del instituto, sino bien sentado en la cama, con las gafas de leer puestas y subrayando con mucha atención un pasaje del New York Times. Genial, nada había cambiado. Pero cuando Shep entro y le dio un beso en la mejilla, percibió algo que no le gustó nada. La pérdida de peso era más espectacular de lo que había esperado. Ya estaba harto de vivir en el país más gordo del mundo mientras veía cómo se evaporaban las personas a las que más quería.
—¿De que trata ese artículo? —preguntó Shep, acercando una silla. Tal como había imaginado, la mesita de noche estaba cubierta de recortes de periódicos.
—De lo mucho que les pagan a esos condenados ejecutivos. ¡Millones, decenas de millones al año! Es obsceno. Mientras el resto del mundo se muere de hambre.
Al oírlo, Shep recordó que, a diferencia de él, Gabe Knacker se había mantenido alegremente fiel al acento de los hampsters, los nativos de New Hampshire.
—Sí, bueno, por si te interesa, te diré que yo nunca me pagué a mí mismo decenas de millones al año mientras dirigí Knack.
Y eso fue lo más cerca que estuvo de aludir al precio de la residencia, algo que su padre nunca había preguntado. El reverendo parecía vivir en la cómoda ilusión de que el gobierno seguía pagando la factura.
—En mi opinión —gruñó el padre de Shep—, ningún ser humano puede ser tan condenadamente importante para valer diez millones al año. Nadie, ni siquiera el presidente. Y mucho menos este presidente.
—Pero si piensas que hay un límite a lo que se debería pagar a una persona, cualquiera que sea, como salario —conjeturó Shep—, ¿también hay un límite a lo que se debería pagar para mantener a alguien con vida?
El viejo soltó un gruñido; los arroyuelos de su frente arrugada se veían ahora más profundos y numerosos que en julio.
Shep rió.
—Lo siento, lo decía en abstracto. No es que Beryl y yo estemos intentando decidir si tu existencia es rentable.
—No me lo he tomado personalmente. Es una buena pregunta, eso es todo. Cuánto vale una vida, en dólares. Cuando los recursos no son infinitos, y nunca lo son. Cuando el dinero que se gasta en una persona no se gasta en otra.
(Otra vez el acento de New Hampshire, música para los oídos de Shep, la banda sonora de la llaneza y la probidad).
—No es tan sencillo —dijo Shep—. Por ejemplo, que Twilight Glens ahorre cinco pavos dándote ibuprofeno genérico en lugar de Advil no quiere decir que ese dinero vaya para el Hospital de Nairobi. Pero… la cuestión sigue preocupándome.
—Glynis.
—Sí.
—No tienes otra opción. Tienes que hacer todo lo que esté en tu mano para ayudar a tu mujer.
—Quieres decir la… expectativa.
—Pero, teóricamente —dijo su padre mientras se erguía en la cama haciendo gala de un vigor que Shep esperaba que no fuese puro teatro—, ¿cómo se fija una cifra? ¿Está permitido gastar cien mil dólares en una sola vida pero no cien mil y un dólares? —Que el reverendo mencionara esa cifra irrisoria fue la causa de una débil sonrisa de Shep—. Y los ricos siempre podrán burlar cualquier límite. Uno pone un tope al gasto en atención médica y lo que realmente hace es ponerle un tope para los pobres.
Su padre seguía siendo un hombre agudo, y Shep pensó que ésa sería la clase de conversación que echaría de menos cuando ya no estuviera ahí.
—Pero vayamos a lo más importante —añadió Gabriel Knacker—. ¿Cómo está Glynis?
—La quimioterapia está agotándola. Está siempre enfadada, y en este momento eso es buena señal. Lo que me da miedo es que deje de estar enfadada.
—No hay nada que temer. Tendrá que hacer las paces, consigo misma, contigo, con la familia y con todos sus amigos. Sé que no es sencillo verlo de esta manera, pero una enfermedad grave es como una oportunidad. Una oportunidad que no se tiene si te atropella un autobús. Ella tiene la posibilidad de reflexionar. Puede volverse hacia Dios, aunque yo no pondría las manos en el fuego. Y sin duda alguna tiene la oportunidad de decir todas las cosas que no quiere que se queden sin decir antes de irse de este mundo. Aunque parezca extraño, es una suerte. Espero por vosotros dos que este sea un momento para estar muy unidos.
—No creo que Glynis piense que el cáncer es «una oportunidad». Pero que me aspen si sé lo que piensa. No habla del tema, papá. Por lo que sé, sigue creyendo que con la quimioterapia mejorará. No hay nada de ese… decir las últimas cosas. ¿Eso es normal?
—En ese terreno lo normal no existe. ¿Y qué importancia tendría que no fuese normal si ésa es su manera de ser? La gente se aferra a la vida con una ferocidad que ni te imaginas. O puede que ahora sí te la imagines.
—Siempre ha sido tan franca. Mordaz, hasta el punto de que daba miedo. Y ahora, cuando tiene que serlo con lo más importante que…
—No olvides que tú no sabes cómo es. Yo me he roto la pierna y me he llevado un susto, de acuerdo, pero sigo sin saber cómo es. Ni tú ni yo lo sabremos hasta que nos pase. No tienes idea de cómo reaccionarás. Es posible que reacciones de la misma manera. No te apresures a juzgar.
El tono de Gabriel Knacker era una irónica burla de sus propios sermones, y a Shep le alegraba cualquier inclinación a no juzgar, algo con lo que su padre siempre lo había fustigado en el pasado.
—Quería preguntarte una cosa —dijo Shep—. Cuando eras pastor muchas veces tuviste que tratar con gente enferma. ¿Entonces la gente era… buena? ¿Atenta? ¿Las personas se mantenían unidas? Y quiero decir, hasta el final. Hasta el feo y amargo final.
—Algunos sí, otros no. Para mí era mi trabajo estar junto a ellos. Es una de las cosas para las que sirve ser pastor… aun cuando tú mismo no te lo creas mucho. —La admonición fue casi bienvenida. Procedía del padre que él recordaba, y en Twilight Glens eso era un alivio—. ¿Por qué lo preguntas?
—La gente…, los amigos de Glynis, incluso los familiares más directos, han…, bueno, muchos de ellos la han abandonado. Siento vergüenza ajena. Y ese acto de desaparición a Glynis le duele, claro, aunque finja alegrarse de que la hayan dejado en paz. Yo estoy muy desanimado. Me pregunto si la gente siempre ha sido tan… débil. Desleal. Tan falta de carácter.
—Los cristianos aceptan el deber de cuidar a los enfermos. La mayoría de mis feligreses se tomaban esa responsabilidad muy en serio. A tus amigos laicos sólo los remuerde su propia conciencia, y eso no siempre basta. Nada sustituye a las creencias profundamente arraigadas, que apelan a lo mejor de uno mismo. Cuidar a los enfermos es un trabajo duro, y no siempre agradable; ahora ya no hace falta que te lo diga. Cuando actuamos movidos por la tonta idea de que pasar a dejar un plato de sopa sería un gesto atento —un extraño espasmo de preocupación agitó el rostro del anciano, que cerró los ojos unos instantes—, que una empanada de atún puede no… no llegar al horno.
—Papá, ¿te encuentras bien?
Estirando la mano para tocar el timbre, el viejo dijo:
—Lo siento, hijo. Sé que acabas de llegar, pero tendrás que dejarme solo con la auxiliar un minuto.
Pasaron unos minutos muy embarazosos, con el padre de Shep como encogido en la cama y sin poder hablar, hasta que, blandiendo una cuña, irrumpió en la habitación una filipina vestida con una blusa y unos pantalones blancos poco apropiados para la ocasión. Shep esperó en el pasillo. Al cabo de un rato la mujer salió de la habitación con las sabanas en los brazos. Una mancha marrón y húmeda delataba que no había llegado a tiempo.
—Quince veces al día, por decir algo —se quejó Gabriel, que cuando Shep volvió a entrar llevaba un pijama limpio—. Pensarás que el cuerpo se acostumbra, pero no. Es humillante.
Sintiéndose incomodo, Shep alejo la silla de la cama unos cuantos centímetros.
—¿Has pillado alguna bacteria?
—Y que lo digas. Un bicho del tamaño de un perro pequeño. Clostridium difficile. O c-dif, como lo llaman cariñosamente aquí.
—¿Y qué es eso?
—Una de esas infecciones que devastan hospitales enteros. La tiene la mitad de los pacientes de este centro. Las enfermeras se lavan las manos como Macbeth, lo cual, por lo que sé, da exactamente igual. ¿Te has dado cuenta de que en el pasillo también huele? Y me están atiborrando de antibióticos, pero hasta el momento se parece a querer matar a un elefante con una pistola de aire comprimido. Tengo que superar esto también, pues es el mayor obstáculo para volver a casa.
Un obstáculo mucho mayor era Beryl, pero Shep tenía otras cosas en la cabeza. Se levantó, apartando las manos del cuerpo, los dedos extendidos, intentando recordar todas las superficies que había tocado desde que entró.
—Sé que no tengo disculpa, papá, pero tengo que irme.
En el lavabo para hombres del pasillo estuvo unos cuantos minutos enjabonándose las manos, y el brazo también, y abrió y cerró los grifos protegiéndose la mano con una toalla de papel; el dispensador lo había tocado con un faldón de la camisa. Y utilizó el mismo faldón para abrir la puerta del lavabo.
—Me pediste, o debería decir, me exigiste, que viniera a visitar a papá —dijo Shep en tono acusatorio a Beryl después de darse una ducha de veinte minutos en casa de su padre—. ¿Por qué no me dijiste, antes de que viniera, que tenía una infección intrahospitalaria?
—¿Y eso qué importa?
—Los cultivos de esas superbacterias son resistentes a los antibióticos. ¡No puedo exponerme a nada parecido!
Beryl parecía perpleja.
—Estás bastante sano. El principal grupo de riesgo es la gente mayor. Entiendo que estés preocupado por papá, pero no que te preocupes tanto por ti. Es un pequeño riesgo que debes correr por el bien de tu padre.
—¡Pero aunque yo no me contagiase, ahora podría ser portador!
—Bueno, sospecho que no es para dar botes de contento, pero ¿y…?
—Glynis. ¿Te acuerdas de Glynis? Mi mujer. Tiene el sistema inmunitario hecho polvo y una bacteria como el c-dif podría matarla.
—Por Dios, Shep, no seas tan melodramático.
—Ya te enseñaré yo lo que es ser melodramático —dijo Shep y, muy ofendido, se fue hacia el coche.
Shep llegó a Elmsford a las cinco de la mañana del domingo, y se dio otra ducha. Metió a toda prisa la ropa en la lavadora y puso al máximo la temperatura del agua, tanto la del lavado como la del enjuague. Lo hizo sentirse mal ese deseo de eliminar cualquier resto de la persona de su padre, pero ése no era momento para sentimentalismos. Como en la casa había una caja de antibióticos de reserva que Glynis siempre tenía a mano para infecciones imprevistas, se tomó dos pastillas antes de ovillarse en el sofá de abajo con la intención de dormir dos inquietas horas. Estaba en guerra consigo mismo. Él no tenía diarrea; de hecho, estaba estreñido, y la comida rápida y seca —demasiado pan— que había tomado de camino a New Hampshire podía empeorar las cosas. La idea de mantenerse físicamente apartado de Glynis le resultaba intolerable. Pero si había algún riesgo…
Y no podía permitirse que ella le tuviera miedo; él era su principal enfermero. Así, cuando Glynis despertó, sorprendida al verlo en casa tan pronto, Shep le dijo que, tras una larga y fructífera visita, aunque agotadora, había decidido volver por la noche para evitar el tráfico del día festivo. No la besó ni la tocó, y ella pareció no advertirlo, aunque es posible que esa actitud distante quedase registrada en un plano inconsciente. Por lo tanto, le alegro especialmente, por Glynis, que por una vez esa tarde esperase una visita.
Petra Carson había decidido seguir visitándolos con más determinación que la mayoría de los amigos de Glynis, a pesar de que la vieja rival de su mujer en la Escuela de Artes y Oficios Saguaro no tenía coche y estaba obligada a ir en tren desde Grand Central. Además, siempre insistía en coger un taxi de y hacia la estación, pues la mortificaba la idea de que Shep se tomara más molestias.
Shep no quería oír la conversación a escondidas, pero como por el Día de Acción de Gracias esa semana Isabel no le había dado a la casa el habitual repaso de los jueves, una vez que acompañó a Petra arriba, donde Glynis estaba descansando, siguió limpiando el cuarto de baño del pasillo (que había quedado hecho un asco después del último enema de Glynis). Petra debió de dejar entreabierta la puerta del dormitorio, pues Shep pudo seguir la conversación incluso con el televisor encendido, ya que ahora Glynis tenía puesta la tele, aunque bajito, todo el día.
Petra siempre le había caído bien. Es posible que a Glynis la obra de su colega le pareciera facilona y convencional, pero la mujer era de una seriedad y una rebeldía social que Shep admiraba. (A los cuarenta y siete, Petra se había casado, en segundas nupcias, con un chico de veintisiete). Así, no habría sido natural que respetara las señales implícitas de su amiga que impedían traspasar ciertos umbrales; sólo eran, diría Petra encogiéndose de hombros, señales. Petra le recordaba a Jed, el vecinito de su infancia, un auténtico gamberro. Una tarde que habían salido juntos a explorar, llegaron a un campo vallado donde por todas partes había letreros que decían PROHIBIDA LA ENTRADA. «Ahí no podemos entrar», había dicho Shep, y Jed: «¿Por qué no?». «Dice “prohibida la entrada”», dijo Shep. Y Jed: «¿Y qué?». Y levantó la alambrada. Ese breve momento, cuando su amiguito entró en el campo por debajo de la alambrada y no ocurrió nada, había sido una revelación. Por lo visto, las reglas sólo tienen la fuerza que uno les otorga. Bueno, pues Petra era de los que levantaban el alambre. Tras acercarse al perímetro de la zona prohibida de Glynis, no dudó en agacharse y entrar en cuanto pudo.
—¿Y cómo es? —oyó que preguntaba Petra—. ¿Qué se siente? ¿En qué piensas?
—¿Cómo es qué?
Glynis no iba a ayudar.
—No sé… Enfrentarse a lo inevitable, supongo.
—Lo inevitable —repitió Glynis, malhumorada—. ¿Acaso tú no te enfrentas a lo inevitable?
—Abstractamente.
—De abstracto no tiene nada.
—Ya, por supuesto. Y claro, sí, supongo que todos estamos en el mismo bote, y que hace agua.
—Entonces dime tú cómo es.
—No lo me lo vas a poner fácil, ¿eh?
—Para mí no lo es —le espetó Glynis—. ¿Por qué tendría que ponértelo fácil a ti?
—Creo que no deberíamos dedicar este tiempo, este tiempo limitado, a hablar de remaches.
—Pues así pasábamos el tiempo antes, hablando de remaches. Era el mismo tiempo, el nuestro, nuestro «tiempo limitado», el único que hay. Si ahora lo estamos malgastando, en aquellos días también. Pues según tu, todas esas tardes deberíamos habernos visto para hablar de la muerte.
—Podría haber sido otra manera de perder el tiempo.
—Muy bien, adelante, pues. Si eso es lo que quieres. Habla de la muerte. Soy toda oídos.
—Yo… Lo siento, no se que decir —dijo Petra, que parecía sentirse algo incómoda.
—Creía lo contrario. Entonces, ¿por qué debería saberlo yo?
Cuando Glynis subió el volumen del televisor, Shep ya no pudo seguir la conversación. Sospechó que esa beligerancia con todo y con todos, esa agresividad y, a veces, esa abierta hostilidad, eran el saludo con que Glynis recibía a los que aún venían a verla, lo cual, por supuesto, terminaba haciéndolos huir para siempre.
Cuando, veinte minutos después, Petra salió del dormitorio, Shep la invitó a tomar un café abajo. Petra dijo que no al café, pero que sin duda le vendría bien un «parte», y se desplomó en el sofá de la sala, literalmente. Shep se alegró al ver que no llamaba un taxi enseguida. Jackson se había vuelto tan misterioso, silencioso a ratos y luego explosivo, que desde la cena Shep lo había evitado. Y no tenía mucha gente con la que hablar.
—Por Dios, qué calor hace aquí —dijo Petra, abanicándose con la blusa—. Por eso lo último que necesito es un café. ¿Qué temperatura hace, veintiocho, veintinueve?
—Glynis no puede tomar frío. ¿Y una cerveza?
—Eso es justo lo que necesito, gracias. ¡Pero mantener la casa tan caldeada debe de costarte una fortuna!
—Sí, así es.
Shep siempre se sorprendía cuando alguien reconocía el lado supuestamente secundario de esa pesadilla.
Trajo una Brooklyn Brown Ale para cada uno. Petra no estaba nada mal para tener más de cincuenta, ni siquiera llevando una camisa convencional quemada con agujeros de ácido y unos téjanos anchos salpicados de fundente, la ropa que usaba en el estudio. Como muchos otros metalistas que fabricaban adornos, Petra nunca usaba joyas. El pelo lo llevaba hecho unas greñas, y tenía las uñas desparejas y negras. En las palmas de las manos se veían unas arrugas color púrpura, por ese producto llamado rojo de pulir, lo más parecido, en ella, al maquillaje. Petra era una de esas personas que no parecía preocuparse por su aspecto, o incluso más que eso, que no parecía consciente de que los demás la veían. Una cualidad que escaseaba y resultaba reconfortante.
—¿Puede oírme desde arriba? —preguntó Petra en voz baja.
—No. La quimio le ha afectado un poco el oído.
—No tiene buen aspecto, Shep.
—La cosa se está poniendo bastante fea —reconoció él.
—Supongo que quiero disculparme. Y realmente debería pedirle disculpas a Glynis, pero no creo que me deje. En realidad, no me deja hablar de nada, y cuando lo intento, se enfada.
—No sólo contigo. Y si piensas que eso es enfadarse, trata de mencionarle a Forge Craft.
—Por cierto, ¿cómo va lo del juicio por el amianto?
—Forge Craft nos da largas, es su táctica. Y era de esperar. Pero ahora mismo la que impide que el caso avance es Glynis. Tiene que prestar declaración y luego contestar a las repreguntas de los abogados de la empresa. Hemos tenido que reprogramar la declaración un par de veces porque la fecha caía demasiado cerca de la quimio y Glynis no se sentía nada bien. Pero hubo otras dos veces en que parecía estar bien, o todo lo bien que podía estar, y sin embargo insistió en aplazarla.
—Puedo entender que quiera dejarlo para más tarde. No parece muy divertido. Toda esa presión para que recuerde lo que pasó, para que no se confunda a pesar de estar hablando de algo que ocurrió hace treinta años. Lo extraño es que íbamos a las mismas clases. Yo, de las herramientas, de los productos y los materiales…, bueno, solo tengo un recuerdo muy vago. Estoy absolutamente segura de que no recuerdo unas florecillas color purpura con tallos verdes en los guantes refractarios, eso tenlo por seguro.
—No quiero amargarte el día, pero en teoría tú también pudiste estar expuesta al amianto en esa escuela.
—Sí, lo he pensado. Lo que pasa es que tengo ese recuerdo tan raro…
—¿Un recuerdo?
—Bah, no tiene importancia. No puede ser cierto, debo de estar confundida. Es obvio que Glynis tiene más memoria que yo.
Petra bebió un largo trago de cerveza y dejó la botella delante de la Fuente de la Boda. Durante un momento interminable, sólo el goteo de los canalillos llenó el aire sofocante y demasiado caliente de la sala.
—Oye —empezó a decir Petra—. Yo… Antes he dicho que quería disculparme. Por no venir más a menudo, por no estar más en contacto.
Shep se preparó para oír la habitual sarta de justificaciones: he estado terriblemente ocupada, tenía unos encargos muy difíciles con un plazo de entrega muy justo…
—No tengo excusas —fue, en cambio, lo que dijo Petra—. Ha sido un año muy flojo. Yo me fijo mi propio horario y podría venir cuando quisiera, y todas las veces que quisiera. Y naturalmente no me pasaría nada por llamar todos los días. Simplemente no lo hago.
—Te has portado mejor que la mayoría de los amigos de Glynis.
—Lamento oírte decir eso, y me sorprende. Glynis siempre ha inspirado una lealtad a toda prueba. Es muy rara tu mujer, pero esa ferocidad, esa maldad, ese aire desafiante y duro, como si siempre estuviera mandándote a la mierda, y lo sigue teniendo, aunque últimamente está convirtiéndola en una plasta, bueno, hay mucha gente que adora ese carácter. Y que se alimenta de él incluso.
—Durante un tiempo —dijo Shep—, cuando las visitas empezaron a escasear, siguió recibiendo bastantes mensajes. Ya sabes, lo que se dice en un e-mail: que tal vas, pensamos en ti, esas cosas. Personalmente pienso que el correo electrónico es un medio para los cobardes, pero esos mensajes de dos líneas al menos eran mejor que nada. Ahora le bajo yo el correo, y todo es basura. Salvo la llamada diaria de la madre, pueden pasar días sin que suene el teléfono.
Petra se llevó una mano a la frente.
—Tengo un post-it en la tapa del portátil. «LLAMARA GLYNIS», en mayúsculas. Lo pegué ahí en febrero. Un par de meses después añadí unos signos de exclamación, pero no surtieron efecto. Ahora ya me he acostumbrado a ver esa nota. Un post-it verde lima, pero ya ha perdido el color y esta un poco sucio. Sé por qué está ahí, y no hay día que no piense en llamarla, pero no lo hago. En lugar de llamar, me siento fatal por no hacerlo, como si esa estúpida manera de sentirme le hiciera a ella algún favor.
»Sí, claro —prosiguió después de beberse media botella—. Vengo muy de vez en cuando y llamo muy de vez en cuando, pero para hacerlo tengo que llevarme una pistola a la sien, y eso no lo entiendo. Sé que a veces ha sido difícil conmigo. Tú ya sabes que Glynis no tiene mucha obra, y eso tampoco me lo consigo explicar, porque talento tiene, y mucho. En serio. Supongo que en algún momento debería habérselo dicho, pero como diseñadora es muy original, y lo cierto es que trabaja mejor que yo (quiero decir, aún mejor que yo, pues manca no soy) porque es muy perfeccionista. Ya sé que está celosa porque vendo mucho, y también sé que piensa que lo que hago es una porquería. Bueno, yo no pienso que lo sea, así que me da igual. Sé que hago cosas convencionales, y por eso vendo, claro. En fin, lo que quería decirte es que ésa ha sido la causa de algunas fricciones. Pero yo siempre he disfrutado de esos roces, nuestros roces. Juntas tenemos… como una energía. Siempre me ha encantado discutir con Glynis, que si artesanía contra arte y esas cosas, o incluso, no se, si la achicoria tostada es asquerosa (y lo es; se vuelve de un color horrendo, entre purpura y marrón). Antes nunca rehuía la compañía de Glynis. ¿Por qué no soy mejor amiga? ¿Ahora, cuando me necesita más que nunca? ¡Debería venir todas las semanas, o casi todos los días! Se está muriendo, ¿no?».
Un sobresalto, y Shep se enderezó en la silla. No estaba acostumbrado a que le hiciesen esa pregunta a bocajarro.
—Es probable. No se lo digas.
—Tiene que saberlo. Tiene que saberlo más que cualquier otra persona.
—«Saber», vaya, qué gracioso. Se niega a saber. Cuando te niegas a saber algo, ¿hay que saberlo antes? ¿O se pueden desaber cosas? Glynis nunca habla de eso.
—¿Ni siquiera contigo? Me parece increíble.
—Es posible que no haya nada que decir.
—No seas ridículo. ¿No te pregunta cómo te las arreglarás sin ella? ¿Si te quedarás en Westchester cuando Zach se haya ido de casa? Yo sé que detestas este lugar. ¿Tampoco te pregunta si tendrás ganas de volver a casarte? ¿No te dice qué piensa ella al respecto? ¿Si quiere un funeral, y cómo le gustaría que fuese? ¿Quiere que la entierren o prefiere la cremación? ¿Hay algún papeleo de que ocuparse mientras aún tiene la posibilidad de dejar las cosas en orden? ¿Hay alguien a quien le gustaría dejar sus obras, o tal vez querría que yo intentara colocarlas todas, tal como están, en una galería o un museo?
—Para Glynis nada de eso es su problema. Y en cuanto a lo de dejar las cosas en orden, creo que prefiere dejarlo todo hecho un gran lío. Una represalia. Ya sabes que es rencorosa. En realidad, es su lado encantador. Además, puede que entienda la muerte mejor que nosotros. Es decir, si ella no está, yo no estoy. Y Westchester tampoco. Si Glynis muere, todo muere. ¿Por qué iba a preocuparle que me mude o me vuelva a casar, si yo ya no existiré?
—Pero Glynis te quiere.
—El amor también muere. A veces pienso que no es que conteste con evasivas, ni que esté mintiéndose a si misma, o que viva en un mundo de fantasía. A veces pienso que es un genio espiritual.
Petra rió.
—Eres un hombre muy generoso.
—Sí, bueno, ésa es otra cosa que Glynis nunca ha podido soportar de mí.
—Entonces, ¿cuál es el pronóstico?
—El médico dice que no cree en pronósticos. Pero según lo que he investigado en Internet… Bueno, supongo que no le queda mucho.
—¿Lo que significa?
—Que tienes razón. Que es probable que debas intentar venir a verla más a menudo.
La noche siguiente, mientras le preparaba a Glynis otra cena pensada para «cebarla», las habituales cantidades optimistas, y tomaba la precaución de lavarse las manos, Shep pensó en Amelia. De la larga lista de personajes olvidadizos de este drama, su propia hija era tal vez la que más le había decepcionado. Era raro que Glynis fuera más tolerante que él, pero Shep no podía pasar por alto así como así el comportamiento de Amelia, que, según Glynis, era comprensible y, según él, vergonzoso.
Cierto, Amelia había vuelto finalmente a casa en agosto, con el asiento trasero de su pequeño coche cargado de comestibles, y estuvo técnicamente presente en casa la mayor parte del día, pero se había pasado casi todo ese tiempo preparando una complicada receta de canelones (ella misma hizo la pasta), una elaborada ensalada de pan italiana para la que había que picar muchas cosas, y sabayón servido en copas deparfait bien frías. Preparar con sus propias manos una cena tan chic para la familia parecía un gesto generoso, pero Glynis había empezado con el Adriamycin apenas unos días antes y los medicamentos para las náuseas no le hacían mucho efecto que digamos. En consecuencia, no comió gran cosa. Y el día elegido no podía haber sido peor; por la noche apenas había podido dormir, y los preparativos llevaron tanto tiempo que, cuando al final se sentaron a cenar, a Glynis no le resulto fácil mantener los ojos abiertos. Peor aún, algo de todo ese espléndido derroche parecía una maniobra para desviar la atención. Muy concentrada, Amelia estuvo horas y horas removiendo y cortando en dados y batiendo mientras, sentada en el confidente, Glynis se quedaba dormida, se despertaba y volvía a dormirse otra vez, disculpándose por no poder ayudar mucho. No cabe duda de que le habría gustado mucho más que Amelia se hubiese presentado con un pollo congelado de Swanson y se hubiera pasado el día en el otro asiento del confidente hablando con su madre.
Zach, en cambio, sin que Shep tuviera que insistirle, había adquirido la costumbre, cuando volvía del colegio, de meterse en el dormitorio de los padres y tumbarse al lado de Glynis. Shep tenía la impresión de que mucho no hablaban. Ella normalmente veía el Canal Cocina, que a Zach lo aburría mortalmente. No obstante, esa noche cuando volvió del trabajo también los encontró así, Zach con la mirada serena clavada en una receta de «bagel con ensalada de repollo, zanahoria, mayonesa y muchas cosas más» mientras le cogía con ternura la mano. Estaba orgulloso de su hijo.
Cuando Zach bajó a la cocina a prepararse un sándwich, Shep, avergonzado por tener que recurrir a una pregunta que había detestado que le hicieran cuando era niño, preguntó:
—¿Y qué tal el colegio?
—Una mierda —dijo Zach, evitando el contacto visual—. Ayer fue una mierda y mañana será otra mierda, así que ya puedes dejar de preguntármelo.
—Lo siento. No sabía qué otra cosa preguntar.
—Sí, eso también ya me lo has dicho otras veces. Mejor no insistas.
Muy a su pesar, poco antes de que empezara el trimestre de otoño Shep había entrado discretamente en la habitación de Zach para comunicarle que tendrían que sacarlo del colegio privado. Ese repentino traslado al empezar tercero significaba separarlo de sus amigos, menos asignaturas optativas, clases más numerosas e instalaciones menos lujosas. Tras soltarlo todo de un tirón, Shep añadió que tampoco podrían financiarle una elegante facultad privada; el chico debía considerar la posibilidad de ir a una estatal, e incluso allí tendría que solicitar ayuda económica y sacar algún préstamo para estudiantes. En ese momento, Zach se había permitido un estallido que no volvió a repetirse. Cuando el padre le dijo que el dinero que le quedaba tenía que reservarlo para las facturas médicas de la madre, Zach explotó: «¿Y para qué? Si se va a morir igual. ¿Qué estas pagando? Al menos con una educación recuperas el valor del dinero».
Zach, con dieciséis años, no había querido parecer un desalmado. Pero de tal palo… Era un razonamiento de lo más sensato.
—Por cierto —dijo Zach, señalando con la cabeza los muslitos de pollo al romero que Shep acababa de sacar del horno—. Mamá dice que no quiere más pollo, que ya está harta.
Shep respiró hondo. Aún no había recuperado el sueño, pues el día anterior por la mañana sólo había echado una cabezadita después de conducir quince horas, y estaba cansado. Pero entre los muchos derechos a los que había renunciado desde enero, estaba el derecho a estar cansado.
Dejó el pollo a un lado para que se enfriara. Glynis de pronto estaba harta de una cosa y al rato ya no lo estaba, y mañana podría querer otra vez pollo. Encontró unas hamburguesas de lomo en el congelador y las descongeló con cuidado en el micro, al veinte por ciento de potencia, girándolas cada sesenta segundos. Después frió la carne. A Glynis le gustaba poco hecha.
Preparó la bandeja de Glynis. Tratando de hacer la presentación más tentadora, cogió unos ramitos de hiedra de la enredadera del porche y los puso, con un poco de agua, en un florero de cristal pintado a mano que habían comprado en Bulgaria. Le subió la bandeja y luego cogió su plato para comer en la silla que había junto a la cama. Se preguntó, por preguntarse algo, si Petra tenía razón, si debería estar dolido porque su mujer nunca le preguntaba por sus planes para después, y en ese punto se detuvo. ¿Después de qué? ¿Cómo podían hablar del «después» cuando nunca llegaban al «qué»?
Una vez más, Glynis estaba viendo el Canal Cocina. Era el canal que casi siempre tenía puesto en los últimos tiempos.
A Shep esa fijación con los programas de cocina le habría parecido más alentadora si la cantidad de comida que Glynis veía no hubiera sido inversamente proporcional a la cantidad de comida que ingería.
—Ya sabes qué es lo que puede conmigo —dijo Glynis; aún no había tocado la comida y las hamburguesas no tardarían en enfriarse—. Esa manera en que la gente espera de mí que tenga alguna clase de respuesta. Como si debiera de haber descubierto el Gran Secreto y fuese a tener una visión cegadora, una revelación que separe las nubes desde arriba. Mierda, además de la quimio y los drenajes del pecho y las resonancias magnéticas, se supone que tengo que separar las aguas para los demás. Es poco razonable, joder. Es indignante, de verdad. Una carga para alguien que ya se siente como si fuera caca de gato. Cuál es el sentido de la vida. Cómo he cambiado. Cómo se ve todo desde ahí. Ahora que has visto la luz, dinos qué es lo verdaderamente importante. Por Dios, estoy enferma, no dirijo un ashram. Todo el mundo quiere algo de mí, como mi madre. Y después, cuando no les digo nada, soy una gran decepción. Me hacen sentirme una inepta simplemente porque no puedo arrastrarme hasta el baño para ponerme un enema, tragar cincuenta pastillas por hora y recitar la Biblia de Gutenberg al mismo tiempo.
Eso fue lo más parecido a mencionar su conversación con Petra.
—Puedo entender que podría parecer una imposición —dijo Shep—. Pero también comprendo que la gente piense que podrías decirle algo. Cómo es enfrentarse a… a algo que ellos no tienen.
—Pues que se vayan a buscar la puta salvación a otra parte. La Iglesia de Glynis Knacker está cerrada por reformas. —Por fin probó un bocado—. ¿Qué le has hecho al arroz? —preguntó irritada mientras en la pantalla una chica que parecía muy contenta rompía un huevo encima de un steak tartare y hacía una broma sobre la salmonella.
—Lo herví en caldo de pollo —dijo Shep—. Pensé que así sería más nutritivo.
Sustituir el agua por caldo era una idea que había sacado del Canal Cocina.
—Pues está asqueroso. No me gusta —dijo Glynis, dejando el plato en el borde de la bandeja—. Lo preferiría blanco.
—De acuerdo —dijo Shep, sin perder la paciencia, mientras cogía la bandeja—. Te haré un arroz normal, pues.
Bajó a la cocina sabiendo que se le enfriaría la comida. Abajo, volvió a poner en la olla el arroz que tanto había ofendido a Glynis. Hirvió más arroz. Cuando terminó de cocerse, lo dejó reposar tal como había leído en El placer de cocinar. Después le echó encima unos daditos de mantequilla —media barrita o más— y separó un poco los granos con un tenedor. Puso el plato de Glynis en el microondas, otra vez al veinte por ciento, para que la carne no se pasara, y volvió al dormitorio.
Glynis se llevó a la boca un poco del arroz recién hecho y se pasó un largo rato masticando. Ese fue el único bocado de arroz que probó. Lo de siempre. Últimamente tendía a hacer pedidos muy concretos y, a veces, difíciles de entender; de pronto se moría de ganas de comer tal o cual cosa y no quería otra. Él siempre satisfacía sus deseos. Lo último que había pedido eran fideos chinos con sésamo, que tenían que ser del Empire Szechuan de Manhattan y de ninguna otra parte. Llevar el plato preparado a casa al volver del trabajo le había costado a Shep dos horas en medio del trafico de hora punta. Y Glynis apenas probó los fideos. Shep creía que lo entendía. La idea de la comida se volvía cada vez más tentadora a medida que la realidad de comer se hacía cada vez más repulsiva.
—Tú no crees que esté haciéndolo bien, ¿verdad? —dijo Glynis, después de empujar una vez más hasta el borde de la bandeja el plato que apenas había tocado.
—¿Haciendo qué?
—Ya sabes —graznó ella—. Se supone que he de ser cortés. Filosófica. Amable. Encantadora, magnánima, valiente. ¿Te crees que no sé de qué va? Debo ser como la niñita de La cabaña del tío Tom. ¿Cómo se llamaba? Nell. Abnegada… Vaya mierda.
—Nadie te está pidiendo que hagas nada ni que seas de tal o cual manera.
—¡Ja! Te crees que no lo sé, pero lo sé. Lo que tú piensas, lo que piensa Petra. Lo que piensan todos cuando piensan en mí, es decir —Glynis tosió—, casi nunca. Por encima de todo, suponen que he de tener cáncer bien.
—Pasar el día ya es tener cáncer bien.
—Bah, cuánta mierda, por Dios. Ésa es una de las frases… suaves. No las soporto. Me siento encerrada en un éxito de ventas de los Carpenters. Mira a Petra. Antes defendía su postura con uñas y dientes. Ahora viene y es como si me visitara un pudin de vainilla. Ya puedo decir lo que se me antoje, tus obras son porquería, eres una joyera de pacotilla… Ella no dice nada. Pero ¿en qué creéis que me he convertido?
—Glynis, estás enferma, eso es todo. Eso significa que los demás han de ser amables, no tú. Corteses, como has dicho.
—¿Amables? No es «amable» tratarme como si fuera una especie de… reina malvada que te cortará la cabeza si no le dices siempre que es la más hermosa. Y tú eres el peor. ¡Ya no te enfadas conmigo! ¡Ya no me insultas! Yo puedo soltar todos los improperios que se me antojen, como Linda Blair cuando escupía pus verde. Y lo único que oigo decir es qué hermoso es ese pus verde, Glynis, pero por qué no esperas hasta que lo limpie y después te ahueque las almohadas. Eres un cabrón, Shep, tan amable día y noche. Me da asco. Todas esas atenciones me enferman todavía más. Siempre has sido un ingenuo, pero ahora vas camino de dejar de ser un gusano para convertirte en larva.
Cuando agitó la mano encima de la bandeja al decir «larva», Glynis volcó el florero con las hojas de hiedra. El cuello se hizo añicos contra el plato y el agua se derramó encima de la comida y de las sábanas. Shep dejó su plato y recogió hábilmente los cristales de la cama y también los que habían caído sobre la alfombra.
—Te traeré sábanas limpias —prometió.
—Pero mírate, ¿quieres? ¡Ahora estás literalmente de rodillas! ¿Qué te pasa, Shep? ¿Por qué no dices «Glynis, eres una imbécil»? ¿Por qué no dices «Glynis, tendrás que limpiar tú misma este estropicio»? ¡Acabo de llamarte larva! ¿Y qué dices tú? Te traeré sábanas limpias. ¡Ni siquiera eres una larva! ¡Una larva tiene más agallas! ¡Te has convertido en algo más parecido a… una ameba!
Shep se puso de pie y recogió la bandeja.
—Glynis, estás cansada, eso es todo.
—¡Cansada, siempre estoy cansada! ¿Y qué?
Había arroz encima de las sábanas. Aunque las había cambiado dos días antes, secarlas no sería suficiente. Tendría que lavarlas.
—No sé qué quieres de mí.
—¡A eso me refiero! Siempre se trata de lo que yo quiero. ¿Tú ya no quieres nada? ¡Has… desaparecido! Ni siquiera estás ahí. Eres alguien que sólo presta sus servicios. Un buen robot japonés podría hacer lo mismo que tú.
—Glynis, ¿por qué tratas de herirme?
—Oh, vaya, eso sí que es un alivio. Un diminuto atisbo de defensa propia, un asomo. Una pizquita. —Glynis cogió un grano de arroz con el pulgar y el índice, pero no pudo reunir la fuerza necesaria para lanzarlo y el grano se le quedó pegado al dedo—. Pero para responder a tu pregunta, te diré que te hiero porque eres el único al que puedo ponerle las manos encima. Y quizá también para comprobar que tienes sentimientos que puedan herirse.
—Tengo muchos sentimientos, Glynis —dijo Shep, pero con aire estoico. Dados los muchos temas que ella evitaba (su futuro, por no decir su falta de futuro), a menudo Shep se había sentido privado de todo lo que ella no le decía. Así que tal vez Glynis podía percibir todo lo que él no le decía y ofenderse por ello.
—¿Me preguntas qué quiero? —gruñó Glynis—. Quiero a alguien que también quiera. Ya no me follas.
Shep se sorprendió.
—Suponía que no te apetecía.
—¡A la mierda lo que pienses tú que me apetece o no me apetece! ¡Desea algo para ti!
—De acuerdo —dijo él—. Lo intentaré.
—Más de lo mismo. Docilidad. O sea que «intentarás» seducirme. «Intentarás» violarme con el mismo espíritu con el que «intentarás» ir a buscar más zumo de arándanos. ¡Docilidad, sólo docilidad! ¿Y piensas que eso es sexy? Toda esta asquerosa bondad. Para mí es tan excitante como para Carol los lloriqueos y el derrotismo de Jackson.
Shep no estaba seguro de poder manejar esa situación. Glynis estaba de un humor muy volátil y él no quería empeorar las cosas. Pero si se esforzaba demasiado por no empeorarlas, metería la pata con tantas precauciones y terminaría empeorándolas.
—¿Se supone que tengo que sentirme mal por ser demasiado bueno?
Aunque el tono vacilante de su voz podría haberla enardecido aún más, ella sacudió la cabeza, cubierta con el turbante, en un gesto que parecía de lástima.
—Mira, eres asombroso. Incansable, paciente. Esa devoción constante, nunca una palabra áspera. Ni una sola queja. Trabajando en esa oficina de mierda y cuidándome de la mañana a la noche, o mejor dicho, de la noche a la mañana. No me sorprendería ver tu foto en la portada de Time un día de estos. Pero no quiero un dechado de virtudes, quiero un marido. Te echo de menos. No sé adonde te has ido. Creo que eres el mismo hombre que hace poco menos de un año anunció que se iba a vivir al África Oriental con o sin mí. ¿Adonde se fue ese hombre, Shepherd? ¡Quiero un ser humano! ¡Quiero un hombre que tenga límites! Que a veces esté de mal humor, que a veces esté resentido, por no decir con ganas de asesinar a alguien. ¡Un hombre de verdad que como mínimo se cabree de vez en cuando!
Shep estuvo pensando unos instantes.
—Me cabreé con Beryl.
—Sí, veintidós años demasiado tarde. Pero hablaba de mi, ¡quiero que te cabrees conmigo! ¡Me niego a creer que todo este llevar y traer cosas y tanto decir que sí a todo no esté volviéndote loco!
—Muy bien —dijo Shep, que aún seguía de pie con la bandeja en la mano; lamentablemente, una pose servil—. No me ha gustado mucho… —Tendría que volver a empezar. Glynis tenía razón. El vocabulario mismo de semejante discurso empezaba a írsele de la cabeza—. Me ha molestado que pidieras que te cambiara el arroz.
—Bravo —lo hostigó Glynis.
Era difícil recordar cómo se hablaba a la gente, gente que estaba bien, cónyuges. Cómo le hablaba antes a Glynis.
—No me ha gustado porque sabía que aunque me tomara la molestia de prepararte otro no comerías más que un bocado.
—Eso está mejor. —En efecto, Glynis parecía extrañamente satisfecha, y lo único que él había tenido que hacer era decir que se había sentido molesto—. Y eso es lo único que he comido, ¿no?
—Sí. Y el arroz que había preparado con caldo…, saqué la receta de la tele. Y me acordé de comprar el caldo en el A&P. Sólo intentaba que el arroz fuese un poco más sabroso, y mejor para ti. En lugar de darme las gracias, me castigas. Has dicho que sabía a diablos. Y eso también me ha molestado. Porque la verdad es que todo te sabe a diablos. La verdad es que en lugar de preparar arroz podría haberte traído un montón de cemento fresco. Todo te sabe a cemento, Glynis, y no es culpa mía. Para mí las cosas serían muy distintas si a veces fueses un poco más agradecida y reconocieras lo mucho que me esfuerzo para que estés a gusto y para… mantenerte con vida.
—Eso ya me gusta más… —dijo Glynis—. ¿Y tan difícil era decirlo?
Shep se sorprendió a sí mismo. Y se echó a llorar. No había llorado desde la noche en que leyó el pronóstico de Glynis en Internet.
Lo más probable era que no se hubiese contagiado la bacteria de su padre, y a veces el riesgo de hacer algo se ve superado por el riesgo de no hacerlo. Así pues, dejó la bandeja en el suelo y se metió despacio en la cama, echándose sobre la parte de la sábana que estaba mojada. Apoyó la cabeza en lo que quedaba del pecho de Glynis y ella le acarició el pelo. Puede que Glynis no se sintiera muy bien, y eso sería, como siempre, quedarse corto; pero por primera vez desde aquella cena delirante en City Crab, Shep tuvo la impresión de que su mujer era feliz. Hasta ese momento nunca había pensado que una de las cosas que más podría haber echado de menos una mujer a la que se hace sentir «cómoda» un día sí y otro también, era el hacer sentir cómodo a alguien.