Sheperd Armstrong Knacker
Merrill Lynch - N.° de cuenta 934-23F917
1 de agosto de 2005 - 31 de agosto de 2005
Cartera neta: 274 530,68 dólares
Shep había trajinado todo el día con la lista de cosas que hacer. Aprovisionarse de comestibles. Cortar verduras crudas (que al final nunca comía nadie). Preparar la salsa, a la que, pese a que le repugnaba, le había añadido la piña en conserva de Nancy porque no se le había ocurrido ninguna otra cosa. Envolver las patatas en papel de aluminio. Poner la mesa…, con una sensación de consternación al comprobar que el menú no era el más apropiado para lucir la pala para pescado de Glynis.
Pero los invitados llegaron tarde. Ya había tachado todos los puntos de la lista y no tenía nada más que hacer. Dando cierto crédito al escepticismo de su mujer acerca de la idílica y ociosa Otra Vida, no tener una lista de cosas que hacer era lo único que en esos días Shep no conseguía soportar. Cómico y microscópico en comparación, ese abismo de inactividad una vez terminados los preparativos de la cena presagiaba una sima más escalofriante. A partir del día anterior por la tarde, Shep había vuelto a habitar en un mundo que era plano. Recorrería todo el mapa sólo para caer vertiginosamente por el borde. Así pues, en el panorama general se repetiría la pauta del frenesí por la caída libre. Shep satisfaría febrilmente cada necesidad —prepararía cada receta, organizaría el transporte y la compañía para cada hora, iría a buscar líquidos, ahuecaría almohadas— y, tras todo eso, descansaría. Después, de repente, no habría nada —nada— que hacer.
Se aseguró bien de que Glyms estuviera cómodamente instalada en el porche trasero, cerrado con tela mosquitera. Demasiado cómodamente. Desplomada y dormida. Vestirse para la cena la había agotado. No debía obligarla a hacer vida social. El día elegido no podía ser peor, pero hacía dos meses y medio que quería invitar a cenar a sus mejores amigos. No iba a retirar la invitación y volver a pasar, con Jackson, por la misma historia de repasar la agenda. Removió las brasas de la barbacoa. Había empezado a hacer el fuego demasiado pronto, y estaría demasiado caliente para los bistecs. A dieciocho dólares el medio kilo. Empezaba a no entender muy bien por qué se invita a alguien a cenar. Por qué alguien le habla a alguien. O quizá lo que no entendía muy bien era por qué le hablaba a Jackson.
Al final cogió la manguera y dio la vuelta al patio trasero para llenar sus estrambóticas fuentes. La festiva y móvil con molinetes, paletas y la fiambrera Snoopy de plástico que no había entusiasmado especialmente a Zach el día de su cumpleaños, aunque sólo cumplía nueve; la estructura de tema más industrial, con un operario que hacía correr el agua alrededor de palas, paletas de albañilería y restos de cañerías de desagüe. El carácter caprichoso de las fuentes era suficiente para alegrarle el día, pero últimamente esos artilugios parecían tontos y él había empezado a menospreciarlos llamándolos, con agrio sarcasmo, «elementos acuáticos». En una vida gobernada por la cruda necesidad, ese carácter caprichoso y gratuito era otra cosa de la que podía prescindir.
Casi una hora después de la hora fijada, Jackson bajó del coche cargado de alcohol —no sólo vino y cerveza, sino todos los ingredientes para preparar margaritas—, como si el plan de juego de la noche fuese que todo el mundo terminase como una cuba. Es posible que Shep debiera haber llamado para advertir que el carácter de la ocasión había cambiado.
—Ya sabes —empezó a decir Jackson en cuanto entró, y eso suponiendo que alguna vez hubiera terminado de decir algo— cómo me matan esos cruces grandes de Brooklyn. Ponen guardias de tráfico en el medio, y lo único que hacen, lo único, es mover las manos entre los coches, y completamente sincronizados con los semáforos. Digo yo que sólo son semáforos humanos. ¿Necesitamos de verdad a un cabrón que se hace el importante para que señale hacia la izquierda cuando se pone en verde la señal de sólo para girar a la izquierda? ¿Tenemos que pagarle a ese mamón para que se ponga ahí como un espantajo urbano cuando por una vez en no sé cuánto tiempo los semáforos funcionan y son más fáciles de ver que sus brazos? La única vez que no vemos a un servicial funcionario en los cruces es cuando los semáforos no funcionan. Los semáforos se apagan y, hala, ya tenemos el caos. Ni un poli a la vista.
Iba a ser una noche muy larga.
—Ah, y adivina cuál es la última novedad en Internet —prosiguió mientras cortaba medias rodajas de lima.
Interrumpirlo era inútil. Jackson se parecía a las fuentes del patio, que estaban a rebosar, borbotearían toda la noche y reciclarían, incansables, los mismos pocos litros de agua de pantoque.
—¿Sabes que en el centro —prosiguió Jackson—, alrededor del Ayuntamiento, es totalmente imposible encontrar un lugar donde aparcar? Parece que hay una razón, y no solo que esto es Nueva York y hay que compartir. Son los Gorrones del gobierno. El Ayuntamiento ha extendido ciento cuarenta y dos mil permisos que dicen que a ellos no se les aplica la normativa. Esos putos parásitos ponen la tarjetita encima del salpicadero y ya pueden aparcar su culo en las zonas limitadas a los vehículos autorizados e incluso en lugares donde dice claramente prohibido aparcar. En el Bajo Manhattan tienen once mil plazas para elegir, y gratis. ¿Sabes cuántas plazas de aparcamiento tiene para elegir la pobre gente de ese barrio? Seiscientas sesenta y cinco. Eso no es democracia, amigo, eso es tiranía. Pagamos el pavimentado, las aceras, la reparación de los baches, las señales que dicen que nos jodamos, y ellos, ellos aparcan donde les da la gana, sin pagar y todo el tiempo que les salga de los cojones.
Como Shep sabía que intentar aparcar en esa zona de Manhattan era una batalla perdida, no le importaba. Compartió una mirada cómplice con Carol, a la que se veía algo nerviosa.
—Sólo es una manera histriónica de disculparse por llegar tarde —dijo Carol—. Insistió en parar en Astor Liquors, en Lafayette, donde el tequila es más barato, y estuvimos tres cuartos de hora buscando dónde aparcar. Pero como eso no es todavía el «Bajo Manhattan», me temo que no podemos echarle la culpa de nuestra ineptitud al Ayuntamiento.
Carol preguntó si podía ayudar, por supuesto, mientras Jackson procedía a salpicar zumo de lima encima de todas las superficies a las que Shep acababa de pasarles el trapo. Y, por supuesto también, quiso ir a saludar a Glynis. Shep se adelantó y fue al porche a despertarla, aunque si los invitados la encontraban en un estado de colapso catatònico la introducción a la vida en Elmsford en esos días habría sido más edificante que cualquier abrazo y cualquier hola, me alegro de verte. Por desgracia, no llegó a tiempo para volver a ponerle el turbante, que se había caído al suelo. Glynis siempre había estado orgullosa de su aspecto, y eso porque Shep se negaba a usar el adjetivo vanidosa, y seguía estándolo.
Carol había estado hasta el cuello cuidando a Flicka, pues la neumonía de agosto resultó ser rebelde, y Shep no podía reprocharle que no hubiese ido a Westchester en un mes y medio o más. Ella se esforzó mucho para disimularlo, pero Shep advirtió la conmoción en su rostro. Para Carol, seguían «celebrando» las maravillosas noticias del TAC que Glynis se había hecho a principios de julio, cuando el cáncer parecía batirse en retirada, por lo cual tenía todos los motivos para esperar que su amiga pareciera, si no robusta, si al menos un ser con colores humanos y en tres dimensiones.
Pero las múltiples y poco convincentes excusas de Jackson y sus constantes cambios de fecha habían obligado a aplazar el encuentro hasta mediados de septiembre. El ambiente se había vuelto otoñal, y en más de un aspecto, no sólo el que tenía que ver con las estaciones. Por lo general, Shep no se daba cuenta, pero al ver a Glynis a través de los ojos de Carol reconoció que el lozano follaje estival de su mujer había cambiado de color. El tono marrón de la piel se había vuelto gris, igual que el bronceado de unas vacaciones en la playa palidece hasta convertirse en un deprimente tostado de sol del interior que sólo parece sucio; el fondo, de un naranja apagado, recordaba el color del té rancio. Con Adriamycin, la nueva quimioterapia (o, en la jerga de Glynis, «Mike Tyson», deformación fonética que daba al medicamento un toque pugilístico), había terminado perdiendo casi todo el pelo; como con el Alimta había conservado bastante, esperaban que fuese una de esas afortunadas pacientes que salvaban la melena. El hecho de que se viera el cuero cabelludo tenía algo de horrible desnudez, especialmente visible por el tono oscuro de los pocos pelos que no había perdido. Esas manchas calvas eran, más que el escote abierto de la blusa, algo incómodamente íntimo que los demás realmente no deberían ver. Y había vuelto a adelgazar, naturalmente, pero vaya si no parecía también más bajita.
La forzada exclamación de Carol, «¡Glynis, llevas un vestido precioso!», al menos era mejor que «¡Glynis, estás hecha una mierda!».
Atontada como estaba, Glynis pareció no entender muy bien por qué había gente en la casa. En la mesa, el bol de maíz frito pareció darle una pista.
—Oh, Carol, gracias. Espero que no te moleste que no me levante. Tú también estás preciosa. Trabajas tanto, y nadie lo diría por tu aspecto. Siempre tan fresca, tan… vital.
Puede que no fuese correcto que Shep lo notase, pero Carol estaba de verdad preciosa. No queriendo, quizá, brillar más que la dueña de casa —Carol era así; se lo habría pensado bien—, saltaba a la vista que no se había vestido para la ocasión. Con todo, la táctica de ponerse cualquier trapo viejo no había dado el resultado esperado. Difícilmente se le podía echar la culpa por tener ese aspecto estupendo aun habiéndose puesto lo más sencillo que tenía. El vestido suelto, entero, de color agua, no hacía sino realzar su esbelta silueta, y se ceñía un poco alrededor de los pechos de manera que éstos atraían la atención. Una casualidad, sin duda. Ese ligero y corto vestido de tirantes podía formar parte de su fondo de armario, pues lucía unos pliegues anatómicamente incorrectos que señalaban a las claras que llevaba durmiendo en una percha meses enteros, si no años, y no caía realmente bien. Pero, a consecuencia precisamente de esos pliegues, los pezones se le marcaban detrás de la tela y era difícil no quedarse mirándolos embobado. La verdad era que Glynis ya no tenía pechos. El contraste implícito podría haber hecho sentir cierto resentimiento a cualquier mujer que una vez hubiera sido igual de guapa. De ser así, su mujer parecía sacar lo mejor de ese sentimiento, y con resultados no del todo malos. De hecho, sólo Shep podía apreciar el esfuerzo que había hecho Glynis aunque su voz fuera débil.
Jackson volvió armando mucho alboroto con una bandeja, la jarra a rebosar de margarita, las copas con demasiada sal en los bordes. Para Shep, su invitado tenía un lado descuidado que a veces dejaba perplejos a los amigos, por ejemplo cuando Jackson aún trabajaba mucho para él, y probablemente era mejor para todos que ahora ocupase un puesto directivo. Todo lo que hacía era un exceso.
—Shep me ha dicho que te han recetado un nuevo cóctel —dijo Jackson, sirviéndole a Glynis una buena copa—. Pensé que no podía ser menos.
Glynis no pareció entender la alusión. (A Shep le había decepcionado descubrir que, a nivel darwiniano, la naturaleza considera que el sentido del humor es prescindible). Mientras Jackson terminaba de servir a los demás, Glynis miró su copa como si fuese una fotografía de tiempos mejores. Con la nueva quimio no debía beber mucho, y Jackson podría haberlo sabido si se hubiera tomado la molestia de preguntar. La copa era un elemento alegre, aunque el hecho de que no fuera más que eso contribuía a subrayar el lado teatral de toda aquella velada. Ejecutarían las acotaciones escénicas de Otra cena bulliciosa con Jackson y Carol porque nadie había escrito en el guion qué era si no aquella cena.
—¿Habéis seguido la que se ha armado con lo del Katrina? —abrió fuego Jackson.
Por una vez Shep se alegró de hablar de un tema de actualidad, algo que los ayudaría a transitar por los doritos.
—Sí, tenemos puesta la CNN casi todo el día —dijo Glynis.
Podría haber añadido que estaba pasándoselo en grande con el follón del Katrina. Glynis siempre había ocultado un lado malicioso y oscuro, pero ahora era algo más que un lado. Le encantaba ver escenas de destrucción, mansiones espléndidas, como la que ella y su marido nunca habían comprado, llenas de agua acre y aceitosa hasta el segundo piso. Matronas negras varadas como ballenas y agitando en vano los brazos desde alguna azotea para que alguien fuese a rescatarlas, un rescate que nunca llegaría, mujeres que de pronto sabían que estaban solas en el mundo y que a nadie le importaba. Bueno, podía oír decir a Glynis con frialdad, bienvenidos al club. El sufrimiento ajeno no la inquietaba. Glynis sólo sufría, y era justo que otros también sufriesen. Parecía complacerla la perspectiva de que una ciudad entera no la sobreviviría. De poder salirse con la suya, el huracán ya podría haber asolado también otras ciudades, Nueva York sobre todo, para arrastrarlas con ella hasta los intestinos de la tierra, como el final de Carrie. En un único gesto de liberación, Glynis había dejado de sentir empatía por los demás, devolviendo, con actitud desafiante, la misma apatía por su propio destino que ella percibía cada vez más en los potenciales familiares y amigos que le deseaban una pronta recuperación. Podía adivinar, por muy aplicadamente que un puñado de amigos viniese a visitarla, que se sentían aliviados cuando se iban.
—Ha sido espantoso ver a toda esa gente de Nueva Orleans… Lo han perdido todo —dijo Carol, con una solidaridad encomiable, pero insípida—. Fue un poquito duro para nuestro presupuesto, pero tuve que enviar un cheque a la Cruz Roja.
—Estás bromeando —dijo Jackson, con brusquedad.
—Si te preocupa, piensa que ha sido con dinero de mis ingresos —dijo Carol—. No podría seguir viviendo conmigo misma si no hacía algo.
—¡Pero nosotros ya hemos pagado para «hacer algo»! —exclamó Jackson.
—¿Qué quieres decir? Para eso tenemos un país, ¿no? Para hacer piña, para echarnos una mano en tiempos difíciles.
—¡Lo que tenemos es un gobierno que debe echarle una mano a la gente en tiempos difíciles! —dijo Jackson, que ya se había echado al coleto el primer margarita—. Para eso tendrían que servir los impuestos. Aceras. ¡Y huracanes!
—Y seguro médico —dijo Shep—. Un tipo que dice que no cree en un gran gobierno sin duda espera que se ocupe de un montón de mierda.
—No, no espero eso. Quiero decir, que no espero despilfarrar tres mil millones de dólares por semana en un desierto de Oriente Medio ni hacerme cargo de la mitad de los putos vagos del país. Pero sí, si van a vaciarme el bolsillo recurriendo al robo legal, a cambio quiero al menos unos servicios de mierda. No quiero que mi mujer haga un trabajo que odia para que mi hija pueda ir al hospital. ¡Y espero que si toda una ciudad desaparece bajo el agua por culpa de más incompetencia en la gestión civil de los diques, alguien del distrito de Columbia les dé a esos pobres imbéciles una botella de agua y unas galletas! ¡Y que los lleve a tierra! Lo del Katrina es sólo un ejemplo más del puñadito de cosas para las que debería servir este monstruo de gobierno que tenemos, y ahora ni siquiera se lo puede molestar pidiéndole que les dé toallas a esa gente.
A Shep podría haberle dado ánimos la compasión de Jackson por sus desdichados compatriotas de Luisiana, salvo por el toque de gozosa satisfacción que —sí, se notaba— infundía vigor a esa diatriba. Ese placer mal disimulado lo hizo pensar en Glynis. Jackson agradecía demasiado cualquier giro de los acontecimientos, sin importarle lo grave que fuese, que estuviera al servicio de su amado constructor los Gorrones, seres arteros y rapaces, chupaban la sangre a los incautos Gilis, que tenían el cerebro del tamaño de un guisante. Siempre que la desgracia ajena validaba una visión personal del mundo, probablemente era un lugar común sentir más satisfacción que pena. Así y todo, aunque la de Jackson era una debilidad al uso, seguía siendo una debilidad, una manera de vanagloriarse de haber tenido razón siempre, sin detenerse a considerar que, para demostrarlo, se había tenido que sacrificar la felicidad de mucha gente.
—Es porque son negros —dijo Carol—. Son demócratas, si es que votan.
—Sí, ya sé que piensas eso, y que todo el mundo piensa así —dijo Jackson, y mojó un bastoncito de apio en la dudosa salsa, dio un mordisco y lo dejó casi entero en la mesa—. Pero yo creo que es más sencillo que eso, y más repulsivo. Tienes un gobierno que en realidad sólo es una empresa gigantesca, cuya finalidad principal, su motor, es su propia perpetuación y crecer hasta el infinito. Por lo tanto, nunca se le ocurre ayudar a la gente. Lo que les interesa a los del gobierno es ayudarse a sí mismos y ayudar a sus amigos contratistas, nada más. De hecho, y grábate bien estas palabras, limpiar todo ese desastre terminará haciendo ricos a más amiguetes contratistas, y cuando terminen, ellos serán ricos y el lugar seguirá pareciendo un lodazal. Millones, si no miles de millones de dólares más tarde, esos pobres hijos de puta seguirán viviendo con congeladores fundidos que olerán a gambas podridas. Thomas Jefferson se revuelve en su tumba, tío. Este país es una caricatura de lo que una vez quisieron que fuera. Una parodia.
—¿Hay algún lugar que a ti te parezca mejor? —preguntó Shep.
—No —contestó Jackson sin dejar pasar un segundo—. Por supuesto que no. Todos son iguales. Es la naturaleza humana, tío. Le das a alguien el poder necesario para que les quite el dinero a los demás, todo el que quiera, ¿y crees que con el tiempo empezará a quitarles menos? ¿O que trabajará más para conseguirlo cuando puede salirse con la suya sin hacer prácticamente nada? Todos los gobiernos son iguales, macho. Se comen el país hasta que no queda nada. Son caníbales.
Carol puso los ojos en blanco.
—Muy bien. Entonces no deberíamos tener un gobierno. Y entonces no tendríamos un ejército que nos protegiera y nadie que defendiera nuestras fronteras.
Cualquiera pensaría que, estando casada con Jackson, Carol habría debido conocerlo mejor.
—¿Un millón de mexicanos y de centroamericanos vadean el Río Grande todos los años y tú piensas que nuestras fronteras están protegidas? —gritó Jackson—. Ese ejército nuestro, toda esa comedia de la superpotencia, nos convierte en el blanco. Van dos tíos por la calle en Riad, uno de los Estados Unidos y otro de Lituania. ¿A cuál de los dos secuestran? ¡Al nuestro, claro! ¿Qué hotel de las Filipinas se propone hacer volar por los aires un terrorista suicida, el hotel donde se alojan nativos, el que recibe turistas chinos o el que es famoso porque atrae a los americanos? ¿Acaso crees que los mohammeds se mueren de ganas de hacer volar por los aires a los finlandeses, o a los argentinos o a los nativos de Nueva Guinea? Los japoneses no tienen ejército desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, y tan a gusto que están.
Shep estuvo a punto de señalar: «Eso es porque los Estados Unidos los han apoyado», o de objetar que en alguna parte había leído que los japoneses le habían dado la vuelta a la tortilla y ahora tenían el quinto ejército del mundo, pero se contuvo. No quería echar más leña al fuego, y la conversación no parecía dirigirse hacia ningún lugar al que él quisiera ir. Tras darle a Glynis un beso en la frente, y aprovechar la oportunidad para enderezarle el turbante antes se lo había puesto deprisa; ella lo miró agradecida, se fue a girar las patatas y a poner los bistecs en la parrilla.
La soledad del patio fue un alivio. El rumor de las fuentes confería al sencillo trozo de césped la tranquilidad de un jardín de piedra. No tenía mucho sentido invitar a gente sólo para después aprovechar cualquier excusa que permitiera escapar de ella. Con todo, la perorata de Jackson, el que clamaba al cielo, había cambiado. Las palabras eran las mismas, pero el espíritu ya no era exultante ni traviesamente sedicioso; era puro cabreo. Nada de todas esas bromas cambiaba un ápice el funcionamiento del mundo, y por eso no tenían mucho sentido si no resultaban en auténtico entretenimiento.
Cuando Shep volvió al porche, un punto sigilosamente, con la intención de asomar la cabeza para preguntar cómo querían la carne, vio que Jackson sacaba del bolsillo una página impresa, lo cual siempre era ominoso.
—Hace cien años éramos el país más próspero de la tierra, ¿verdad? Teníamos la clase media más numerosa del mundo, ¿verdad? Y no teníamos deuda pública. Tampoco teníamos ninguno de los siguientes impuestos y/o tasas.
Jackson alisó el papel, que estaba hecho una bola y todo arrugado, como si ya hubiera interpretado ese número más de una vez. Se puso a leer, y cada vez que llegaba a la palabra impuesto o tasa daba un golpe en la mesa, convirtiendo el recitado en algo a medio camino entre una lectura poética y un concierto de hip-hop.
—Impuesto sobre las cuentas por cobrar, tasa de licencia de obras, tasa para obtener la licencia de conductor de vehículos comerciales, impuesto sobre el tabaco, impuesto de sociedades, tasa por tenencia de perros, y me estoy dejando al padre de todos ellos, el impuesto sobre la renta…
Mientras Jackson hacía una breve pausa para tomar aliento, Shep se dio cuenta de que no tenía sólo una hoja en la mano, sino dos, y que apenas había llegado a la mitad de la primera.
—Impuesto federal al desempleo, tasa de obtención de la licencia para pescar, tasa de obtención del permiso para vender comestibles, impuesto sobre la gasolina, tasa de obtención de la licencia para cazar, impuesto sucesorio, impuesto sobre el inventario, impuesto sobre los intereses cobrados por el Tesoro Público (es decir, un impuesto a un impuesto), impuesto sobre las penalizaciones del Tesoro Público (más impuestos a los impuestos), impuesto sobre el alcohol, impuesto sobre los artículos de lujo…
—Cariño, ya es suficiente —dijo Carol.
—Tasa de obtención del permiso para contraer matrimonio, impuesto de Medicare, impuesto sobre los bienes inmuebles.
—Cielo, ya nos hacemos una idea. ¿Podrías parar, por favor?
—Impuesto sobre el uso de carreteras, impuesto a las autocaravanas, impuesto sobre las ventas, impuesto sobre los ingresos estatales…
—¡Si no te callas ahora mismo…!
—Impuesto escolar, impuesto sobre los servicios, la seguridad social…
—¡… te juro que agarro el coche y me largo sin ti!
—Mira, bonita, espera un momento, ¿quieres? Impuesto estatal al desempleo, impuesto federal sobre el uso del teléfono…
Esta vez fue Carol la que dio un golpe en la mesa, con toda la mano, y se oyó.
—¿Qué te cabrea tanto, Jackson? ¿De veras? ¿Qué tiene tu vida de tan terrible?
—Teléfono, nacional, estatal, local —masculló Jackson rápidamente, sin los rítmicos golpes ahora.
—¡Basta! —gritó Carol, y se puso de pie.
—Venga ya, siéntate. Podemos saltarnos el resto, he terminado.
—Ya lo creo que has terminado —dijo ella, y se quedó de pie, como encaramada por encima de los hombros redondos de su cónyuge—. Ahora puedes contestar a mi pregunta. Tienes una casa decente. Tu hija tiene una enfermedad genética, pero al menos todavía está viva, ¿no? Comes bien —dijo, señalando con la cabeza la tripita de Jackson—. Un poco demasiado bien, diría yo. ¿Qué quieres tener que no tengas? ¿Por qué te sientes tan víctima, tan… explotado, tan débil y resentido? ¿Y por qué eres tan llorica? ¿Quiénes son todas esas personas que tú crees que controlan tu vida, y por qué siempre ganan? ¿Por qué no sientes nunca que tú controlas, por qué te sientes siempre derrotado e impotente? Y como mujer tuya que soy, te pregunto, ¿esperas que eso me resulte atractivo? ¿Por qué no te sientes como un hombre, Jackson? ¿Por qué te sientes tan …pequeño?
Jackson la fulminó con la mirada. Se sirvió otro margarita, y casi toda la sal que quedaba en el borde cayó dentro de la copa. Glynis y Shep, violentados por la situación, miraron para otro lado. A veces Carol podía salir a la palestra política y enzarzarse en la discusión como el que más, pero por lo general era la voz de la razón, por no decir de la bondad, y su tono se situaba meramente del lado de la firmeza. Para ella, airear trapos sucios emocionales delante de amigos era algo sin precedentes.
Los otros tres pudieron imaginar que Shep se largó como un rayo por la puerta mosquitera porque no quería tender a secar a su mejor amigo; pero la verdad era que hacía años que se moría de ganas de leerle la cartilla a Jackson, y la escena que le acababa de montar Carol —«¿Qué problema tienes, Jackson?»— llegaba demasiado tarde. Él nunca había entendido que ardía en el interior de Jackson, ni de dónde venía ese fuego.
No, acababa de acordarse de que había dejado la carne en la parrilla. Cuando llegó, los bistecs, que ahora servían más para embaldosar el patio que para comerlos, rebosaban de resentimiento culpable. El equipo de Nueva York había confiado en él.
Cuando llevó al porche la fuente de carne encogida y patatas carbonizadas, Jackson estaba refunfuñando:
—A nadie le gusta que lo timen, que se aprovechen de él. Es algo universal. ¿Te acuerdas de cuando llamó a la puerta aquel crío que se ofreció a limpiar los cristales por veinte pavos? Se los diste y salió corriendo con la bicicleta. Nunca volví a verlo. Te cabreaste, y no por los veinte dólares, eso tuviste que reconocerlo, sino porque te había estafado.
—Estaba enfadada conmigo misma —dijo Carol, que al menos se había vuelto a sentar—. Sentí que me habían tomado el pelo.
—Exacto. Pues eso es lo que siento yo. Que hago el ridículo.
—No, no fue eso lo que yo sentí. Fui una tonta. Me lo merecí.
—Puede que yo también me sienta así.
La pareja compartió una mirada.
Shep trajo la ensalada que había dejado en la nevera y abrió el vino, y Carol anunció:
—A Jackson le gustaría disculparse.
—¿Disculparme? ¿Por qué tendría que disculparme? —protestó él.
—No te preocupes, Carol —dijo Glynis, enderezándose en el sillón de mimbre—. Si no se hubiera puesto a soltarnos la lista de impuestos, nos habría agasajado con otra cosa.
—Pero se supone que estamos aquí para celebrar algo —insistió Carol—. Jackson parece haber olvidado por qué estamos aquí. Yo no. A los dos nos alivia tanto saber que… que estás mejorando, Glynis. Te lo juro, cuando Shep me contó lo del resultado del TAC, me eché a llorar. Y querría proponer un brindis. —Carol levantó la copa—. Por tu recuperación. Por el milagro de la medicina moderna. Para que volvamos a reunimos con bistecs y margaritas cuando Glynis vuelva a estar completamente bien. ¡Y entonces tal vez deje que Jackson despotrique y nos suelte ese rollazo de los impuestos!
Fue una manera estupenda de tratar de darle la vuelta al tono quejica que había ido tomando la reunión, pero ni Glynis ni Shep alzaron la copa.
—Lo siento, Carol —dijo Shep—, pero tendremos que brindar por algo más modesto. Porque el número de leucocitos en sangre aumente o algo así.
Carol miró primero a Shep, luego a Glynis, y dejó la copa en la mesa.
—¿Qué ocurre?
—Ayer nos dieron los resultados de otro escáner —dijo Shep—. Esta vez Goldman nos invitó a pasar por su consulta. Así que sospecho que tendría que haber sabido que la noticia era… —Iba a decir terrible, pero se lo pensó; luego, bastante terrible, y también desagradable e insatisfactoria, y finalmente descartó incluso mala—. Que la noticia era menos alentadora que la última vez, cuando prefirió contárnoslo por teléfono. Creo que tenemos suerte de no haber recibido un correo electrónico.
—¿Y qué habría dicho ese mensaje? —preguntó Carol.
—Que… —Desde el comienzo Shep había adoptado la política de no emplear eufemismos, pero, dadas las circunstancias, no tenía valor para usar la palabra cáncer una vez más—. Que ha avanzado. Ahora lamento que no hayamos brindado por los resultados del último escáner cuando tuvimos oportunidad de hacerlo. Este…, bueno, los resultados no son tan espectaculares, eso es todo.
—Es sólo un revés —dijo Glynis, que no se dejaba doblegar.
—Sí —dijo Shep—. Eso era lo que quería decir. Hemos sufrido un… contratiempo.
—Sólo significa que tendré que hacer quimio durante más tiempo, no mucho más —dijo Glynis.
—Sí. Puede significar que Glynis tenga que hacer un poco más de quimio —repitió Shep.
—Mierda, qué coñazo —dijo Jackson.
—Lo siento, es… —Carol parecía estar buscando la palabra en su propio diccionario mental de ideas afines—. Es decepcionante. ¿Y cómo de terri…, de menos alentadora es la noticia?
Shep intentó mirar a Carol a los ojos, pero ella había dirigido la pregunta a Glynis.
—No todo lo buena que habíamos esperado, eso es todo —dijo Glynis, algo irritada—. Pero mi tolerancia al Adriamycin parece un punto a favor. —La tos, a título ilustrativo, fue inoportuna—. Además, hay un montón de medicamentos que todavía no hemos probado.
Glynis miró a Carol a los ojos con actitud desafiante, hasta que su amiga bajó la vista.
—Sí, es sorprendente la cantidad de terapias que hay ahora —admitió Carol, fijando la vista en el plato—. Todo lo que leo dice que hoy el índice de supervivencia de todas las clases de cáncer es mucho mayor. Que es cada vez más una enfermedad que hay que saber manejar, como montones de otras enfermedades crónicas con las que la gente vive, el herpes, el dolor de espalda. Yo… yo estoy segura de que sabrán dar con una solución. Lo que ocurre es que a veces tardan un poco en encontrar el medicamento adecuado, ¿no? Experimentan hasta que dan con él.
Carol volvió a levantar la vista, y esta vez consiguió sonreír. Era muchísimo más astuta de lo que parecía a primera vista, y le bastó un par de minutos para estar a la altura de las circunstancias.
No obstante, siempre que algo no se dice —y maldita sea si Shep entendía cómo funcionaba eso—, hablar de otra cosa se vuelve misteriosamente imposible. De un momento para otro, mientras masticaban con dificultad la carne demasiado hecha —Glynis no toco su bistec—, los cuatro se quedaron sin saber qué decir.
—Glynis, ¿no puedes comer un poquito? —dijo Carol, tímidamente, cuando los cubiertos ya habían tintineado un par de veces—. Debe de ser importante que te mantengas fuerte. Y es posible que esta carne esté muy hecha, pero se nota que es de muy buena calidad.
Glynis pinchó el bistec.
—No quiero entrar en detalles durante la cena. Pero no puedo mirar nada como esto sin imaginar lo difícil que será… sacarlo por el otro lado.
—Ah —dijo Carol.
Los cuchillos dejaron oír un desagradable chirrido cuando rozaron la porcelana. A esas alturas, Shep ya deseaba que Jackson hiciese algo útil y se pusiera a hablar de algún tema que los pusiese furiosos, como el impuesto mínimo alternativo. Al cabo de otros diez minutos, durante los cuales Carol, con una sola y desesperada interjección, manifestó cuánto le gustaba la salsa —embotellada— para la ensalada, sintió la tentación de ser él quien empezara a hablar del dichoso impuesto.