Eran muchas las parejas que dejaban de tener relaciones sexuales y que probablemente seguían estando a gusto. Mira qué bien, la libido disminuía. Quedaba la intimidad, la calidez, si se compartía la misma cama, cosa que Carol y él seguían haciendo, pero sólo porque ella no habría querido disgustar a las niñas con una explicación demasiado imaginativa sobre por qué papá, exiliado, ahora dormía en el sofá. Pero aunque el exilio fuese menos patente, el foso de sábana fría que los separaba, de unos treinta centímetros de ancho, era posiblemente más doloroso. Carol no podía soportar verlo. De vez en cuando se volvía hacia él, dormida, pero sólo por costumbre; daba vueltas hasta el momento en que apoyaba la mejilla en el pecho de Jackson, y entonces carraspeaba y salía rebotada hacia el otro extremo del colchón. Como era de esperar, tiraba de la ropa de cama cuando se volvía, dejando a Jackson con una única cobertura, los calzoncillos. Y él había llegado a odiar dormir en ropa interior. Los bóxers le daban ahora la misma vergüenza que los slips de la infancia, cuando vivía tan mortificado por la posibilidad de que su madre encontrase una mancha marrón en los fondillos, que antes que dejarlos en la cesta de la ropa sucia prefería enterrarlos en el cubo de la basura.
Aun cuando fuesen muchas las parejas que dejaban de practicar el sexo sin preocuparse demasiado, él nunca había esperado que la formada por Carol y Jackson Burdina fuese una de ellas. Puede que hubieran empezado a hacerlo con menos frecuencia desde que nació Flicka, pero pregúntenle a Bobby Sands, el irlandés: entre una dieta y una huelga de hambre la diferencia era enorme. La pérdida provocaba una sensación de expoliación que se propagaba mucho más allá de las horas de sueno, pues cuando no estaba en la cama, Jackson anticipaba aterrorizado el momento en que lo estaría. Abrazado a Carol, la languidez y la modorra entre los timbrazos del despertador solía ser lo que más le gustaba del día.
Durante todo su matrimonio lo había irritado sentir una ligera incapacidad de poseer a su mujer. Carol era escurridiza; se mantenía apartada. Aunque en cierto modo era tan completa que siempre lo había intimidado, Jackson no anhelaba para él la misma despreocupada y autosuficiente totalidad. Por muy femenina que fuese la imagen, una pequeña ausencia interior, ese diminuto agujero sin fondo que pedía sin cesar que lo llenasen, hacía que Jackson fuese un hombre más deseante y, por tanto, más deseable. Vamos, que si fuese a transformarse de repente en una criatura parecida, un organismo discreto y autosuficiente que se entretenía con sus cosas como Carol con las suyas, sin pedir nada, sin esperar nada, haciendo con eficiencia y espíritu incansable lo que había que hacer…, bueno, entonces Carol se sentiría tremendamente desconsolada.
En el pasado, la frustración que le hacía sentir su incapacidad para…, no para poseerla, exactamente, sino para tenerla, le había proporcionado una estimulante sensación de finalidad, y a los dos una fuente inagotable de entretenimiento. Ella disfrutaba manteniéndose provocadoramente justo fuera de su alcance; él, interpretando el papel de cazador que, dado que nunca atinaba, nunca se quedaría sin presa. Sin embargo, de pronto el lado seductor de Carol se había endurecido hasta convertirse en absoluta falta de disponibilidad, y no era divertido ir de safari cuando en la reserva no había una sola presa potencial.
Por otra parte, dado que lo que había comenzado como una travesura, como un capricho sexualmente refrescante, se había convertido en un desastre, su insensatez venía con castigo incorporado y no hacía ninguna falta que Carol lo castigase por partida doble. Sí, era cierto, no le había consultado, lo que era meramente una manera de decir que había querido hacer una picardía, y sin previo aviso, algo diabólico, algo malo que, por una vez, no tenía nada que ver con las niñas, porque, por Dios, bastantes pocas alegrías tenía esa pobre mujer como no fuese otra factura o, ¡sorpresa!, una bacteria recién salida de fábrica que invadía la córnea de Flicka. Y sí, es posible que Jackson no se hubiera atenido a la norma general en el sentido de que, en relación con cualquier parte del cuerpo que es siquiera medianamente funcional, lo mejor es dejar las cosas como están; pero quitando eso no entendía cómo las secuelas catastróficas de su impetuosa insensatez podían ser culpa suya. ¿Podía haber predicho la infección? ¿No había tomado toda la caja de antibióticos? ¿No había investigado un montón antes de hacerlo? Además, después del elogioso testimonio de su primo Larry, ¿cómo podría haber sabido que el médico era un carnicero? ¿Se le podía echar la culpa de que los resultados de dos operaciones de cirugía plástica restauradora fuesen decepcionantes y de que su polla siguiera pareciendo un perrito caliente aplastado y con un mordisco en el medio? Ya estaba sufriendo mucho, y la frialdad de Carol era de una crueldad que él no se merecía. Con todo, ella nunca había revisado la convicción de que su marido había cometido un acto vandálico no en su persona, sino en la de su mujer. Resultó ser que Carol pensaba de verdad que esa polla, la de Jackson, le pertenecía —personalmente, con la misma sencillez y rotundidad con la que diría que tal o cual objeto, una espátula, por ejemplo, era suyo—, y que era ella quien gentilmente se la prestaba de tanto en tanto para que él pudiese mear.
Además, lo obligaba a una introspección con la que no se sentía cómodo. No era que no se «conociera a sí mismo» o alguna otra paparruchada por el estilo; simplemente pensaba que mirarse el ombligo era algo más propio de una mujer, una indulgencia inútil. A lo hecho, pecho, ¿no? Por tanto, ¿para qué servía una autopsia emocional? Daba igual como se lo rajaba, un cadáver era un cadáver.
Pero bueno, su polla no era exactamente un cadáver. Era peor que eso. Aunque deformada y caída, seguía con vida, lo cual hacía que todo fuese aún más terrible. Esa polla le recordaba una historia que había leído en la clase de la señora Williams —ingles de octavo—, un cuento llamado «La pata de mono»: el hijo tan querido, fatalmente malogrado en un accidente y resucitado con malas artes, que, todo cortado en tiras, se presenta en la puerta de la casa. Mierda, al menos en el cuento no había que mirar esa cosa pidiendo —tercer deseo— por favor, Dios, haz que desaparezca. Su polla estaba en el segundo deseo, agitando las manos, mugiendo y queriendo entrar.
Unas semanas antes Jackson había hecho todo lo posible para intentar explicar por qué había decidido hacerlo, aunque, como siempre, la elaboración pareció no servir para nada; en todo caso, sólo para que se quedara preguntándose para qué se había molestado.
—Lo hice sólo para divertirme —había empezado—. Una de esas ideas alocadas y alegres, como si siempre hubieras regalado bombones y este año quisieras presentarte con un regalo de cumpleaños más atrevido, algo que por una vez tu mujer no olvidará. Vivimos rodeados de gente que se agujerea la nariz, o la lengua. O que se hace una nariz nueva, o una liposucción, gente que trata a su cuerpo como una casa que se puede reformar cuando a uno le da la gana. Yo vivo reparando casas ajenas, ¿no? Un pequeño gesto, para divertirme. Por Dios, tampoco iba a hacerme reducir el estomago, a quitarme michelines. Ni siquiera tengo un tatuaje.
—Uno no se pone a tontear con esa parte del cuerpo para «divertirse» —había insistido Carol—. No me lo creo, Jackson. Esa operación fue una cursilada, un antojo. Y tendrías que habértelo pensado mejor.
—¡¿Cuantas veces te he dicho que lo siento mucho?! No comprendo para qué sirve analizarlo hasta la saciedad. Es como si me fuera con una expedición, a escalar una montaña, y la idea de la expedición sólo fuese una aventura, hacer algo un sábado por la tarde. Después, de repente, el tiempo cambia y lo que era una diversión, una aventura desenfadada, se convierte sin previo aviso en algo peligroso, con vientos que casi te hacen caer por el acantilado y la mitad del grupo termina con hipotermia. Cosas así pasan, ¿no? Pero cuando bajan los helicópteros que vienen a rescatarte, los sanitarios no te aplican el tercer grado por las motivaciones profundas y misteriosas que se ocultan detrás de tu puta decisión de salir de excursión el fin de semana.
—Me estás cansando, Jackson —dijo Carol, los párpados a media asta—. No me importa cuando lo haces para impresionar a la gente en una cena soltando un montón de mierda, pero a mí no me vengas con gilipolleces.
Jackson se dio una palmada en los muslos, se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación, cuyas dimensiones parecían disminuir con cada día que pasaba. Tendría que arrojarle algo con más chicha que ese argumento tan arbitrario.
—Mira, ¿quieres saber la verdad?
—Sería refrescante.
—Es violenta.
—No puedo pensar en nada más violento que las actuales circunstancias.
—Yo… —Joder, era total y definitivamente violenta. Jackson asomó la cabeza por la puerta para cerciorarse de que ninguna de las niñas estaba levantada, apretó el picaporte hasta que la puerta se cerró con un clic, corrió el pestillo y bajó la voz—. Una vez llegué a casa de improviso, pues por casualidad tenía un trabajo aquí en el barrio. Las niñas estaban en el colegio, así que debiste de creer… Bueno, es obvio que pensaste que estabas sola en casa. Vine a buscarte y no debiste de oírme porque… porque estabas… distraída. Resultó que estabas aquí en la habitación y habías dejado la puerta abierta. —Jackson se detuvo y deseó que Carol dedujese el resto, pero lo que ella hizo fue cruzarse de brazos y decir:
—¿Y?
Tendría que decirlo con todas las letras.
—No era mi intención espiarte, Carol. Sólo iba a preguntarte si querías que comiéramos juntos. Pero tú estabas…, bueno, te habías quitado toda la ropa, y así, a mediodía, todo era un poco extraño. Estabas delante del espejo y tenías las manos cubiertas de… no sé, algo grasiento, cremoso…
Carol rió.
—Acondicionador para el pelo. Marca Suave, de los baratos. Tiene la consistencia perfecta.
—Lamento haber violado tu intimidad, y no quiero que pienses que me ofendí ni nada por el estilo…
—¿Por qué ibas a ofenderte?
—Retiro lo dicho. En realidad, sí me ofendí un poco.
—¿Es que no puedo masturbarme? Deberías habérmelo dicho hace mucho tiempo.
—No me refiero a eso. Y ofendido no es la palabra exacta. Dolido es más exacto.
—¿Dolido? Jackson, me paso el día trabajando, el trabajo de ventas para IBM es tedioso y a veces necesito desfogarme un poco.
—No lo entiendes. La cuestión es que estabas muy cachonda. Te toqueteabas con las dos manos, ahí abajo, y claro, te excitabas mirándote en el espejo, y ese… acondicionador, bueno, te lo habías echado encima, en ese lugar. Y jadeabas y te decías obscenidades, sola. Mierda.
—Estoy segura de que debí de causarte una gran impresión. Pero ¿por qué diablos no entraste a hacerme compañía?
—Yo no formaba parte de eso. Y sigues sin entender. Estabas… estabas más excitada sola que conmigo.
Jackson bajó la vista. Toma ya. Lo había dicho.
Carol le cogió la mano con la ternura que Jackson ansiaba.
—Bueno, me viste sola. Es un poco diferente. Puede que sin ti me desinhiba un poco más. Ojalá no fuese así, pero es casi imposible perder por completo las inhibiciones con otra persona, aunque la quieras, y aunque con ella te sientas más o menos relajada. Sigo sin entender por qué esa pequeña sesión en la que me sorprendiste tiene algo que ver con que tú decidieras mutilarte con una operación de alargamiento del pene.
Jackson siempre se estremecía cuando Carol lo decía así de claro. Puesto que él tenía sus propios rituales privados, cuya frecuencia —mejor dicho, cuya frecuencia anterior— detestaba admitir, también era reacio a reconocer que en los últimos dos años la «sesión» en la que la había sorprendido había sido la piedra de toque para que él mismo se pusiera cachondo. Si el mero hecho de hablar del tema había conseguido que se le pusiera tiesa. (O lo que podría llamarse tiesa. Supuestamente debía dar las gracias por empalmarse incluso con ese punto, digamos, esponjoso, cosa que él advertía principalmente porque le dolía; a causa de la infección, el tejido de la cicatriz rodeaba el tronco en el medio, como una de esas argollas, tan de moda ahora, que se queda atascada en la mitad). Pensar en Carol toqueteándose toda cubierta de crema delante del espejo lo excitaba más que ninguna otra cosa. Pero el vídeo casero también le atormentaba. Dios, nunca nadie lo diría viendo a esa mujer, tan serena, tan… Bueno, sí, había gente que probablemente pensaba que Carol era un poco dura, hermética. No pensaba repetir delante de ella algunas de las cosas que la había oído decir aquel día —las obscenidades que decía…, repetirlo sería demasiado embarazoso para los dos y de repente podía excitarlo tanto que su polla no lo soportaría—, ¡pero vaya animal sexual tenía en casa! Esa tarde se había sentido engañado. Enterarse así de que llevaba años viviendo con una fiera, una fiera con unos pechos grandes y a rebosar y media mano metida toda dentro del coño, la cara distorsionada en una mueca de placer morboso, y entretanto él había tenido durante años unas relaciones reposadas, convencionales y sobrias con una gatita domesticada.
—Quería que te sintieras así conmigo —dijo Jackson—. Quería introducir un elemento que te excitara tanto conmigo como te excitas sola. Hasta que te vi así, por casualidad, no me di cuenta de que eras… de que eras capaz de pensar esas cosas.
—Pero ¿no te parecía que yo disfrutaba follando contigo? Hemos tenido una vida sexual muy bonita. De no ser así, ¿por qué estaría tan enfadada ahora que no la tenemos?
—¿Lo ves? Que yo disfrutaba, una vida sexual muy bonita… Ésa es la clase de lenguaje que se usa cuando uno se va de picnic. No quiero que disfrutes. Quiero que te vuelvas loca.
—Enhorabuena, pues. Ya estoy loca. Locamente decepcionada y ofendida. Podrías haberlo hablado conmigo en lugar de hacerte trinchar como un costillar. Por Dios, Jackson, si lo que querías era un poco más de marcha, podría haber aprovechado la oferta de dos acondicionadores al precio de uno.
Como Jackson percibió que el humor de Carol se suavizaba, se sentó en la cama a su lado. Ella había empezado a usar camisón a pesar del sofocante aire de verano, pero la puerta ya estaba cerrada y los camisones se quitan. Le puso una mano en el muslo. Carol le miró la mano, luego lo miró a los ojos; con expresión escéptica, pero no, por una vez, hostil. Era un poco pronto después de la segunda cirugía —las cicatrices todavía estaban rojas y sensibles—, pero igual que alguien que busca trabajo durante un bajón de la economía, Jackson tendría que presentarse como aspirante a los pocos huecos que quedaban. Cuando la besó, Carol no reacciono, aunque tampoco lo rehuyó. Sí, cuando pensó en hacerlo, la pata de mono volvió a soltar un mugido, pero nada podía ser más doloroso que ese parón de meses.
Cuando Jackson deslizo la mano hacia arriba por debajo del camisón, estaba a leguas de distancia de una desenfrenada melée erótica con Suave. Fue delicado y cuidadoso, y pidió implícitamente permiso con cada caricia, como si Carol, en lugar de ser su mujer y madre de sus dos hijas, aún fuese virgen y tuviera que desflorarla lentamente. Con todo, al final pudo quitarle el molesto saco de algodón blanco por encima de la cabeza —Dios nos libre de que llevase una negligé— y fue subiendo las manos hacia las dos bolas de helado de vainilla. Carol no participó mucho que digamos, pero no lo detuvo. Sólo faltaba un paso, quitarse él los malditos calzoncillos, un paso que de pronto lo hizo temblar de miedo; debería haber apagado la lámpara de la mesita de Carol cuando tuvo oportunidad de hacerlo. Mientras se los quitaba a toda prisa, el elástico le produjo escozor, y se dio cuenta de que Carol detestaba mirar y que, sin embargo, no podía más que mirar y cada vez que miraba apartaba la vista. La erección era todo lo buena que podía ser, es decir, no muy erecta, y aunque no era el momento de pensar en esas cosas, Jackson tuvo que admitir que, de parecer algo, después de todos los recortes y cortes y remiendos, esa cosita mutilada —algo parecido a un cuello de pollo a medio masticar que se hubiera quedado atascado en un triturador de basura— se veía aún más pequeña que antes.
Cuando se relajó encima de ella, la cara distorsionada de Carol parecía tener, aunque vagamente, la expresión de cuando la había sorprendido embadurnándose el coño con acondicionador para el pelo, pero es probable que se pareciera más a la débil mueca de un paciente que se dispone a hacerse una colonoscopia. Como estaba más que claro que Carol no iba a cooperar, Jackson se irguió apoyándose en una mano y con la otra intento posicionar el arma inutilizada, preguntándose, como si fuera un minusválido, si era posible acceder a una vagina en silla de ruedas. Empujó, y se encogió de dolor cuando la picha se torció. Lo intentó una vez más, ayudándose con el dedo corazón a manera de tablilla improvisada, pero sólo para ver que, con una sola y ágil maniobra, ella se escabullía y se ponía de pie junto a la cama.
—No puedo. —Tiritando pese al agobiante calor de julio, Carol cogió el camisón que estaba hecho un bollo debajo de su almohada—. Lo siento. He probado, pero aunque pudieras meterla, Jackson, yo no puedo aguantarlo. Es demasiado repulsivo.
Carol no era dada a hacer teatro, y Jackson jamás habría pensado que se había ido precipitadamente al baño para vomitar. Pero sí, Carol se fue corriendo al baño y cerró la puerta, y tardó mucho en volver.
—Sí, señor Pogatchnik, es sólo que…
—¿Me has oído? En mi tiempo no. He pasado por alto muchas cosas por lo de tu mujer, Knacker. Pero esto no es un hospicio. Un negocio es un negocio.
Jackson asomó la cabeza por la mampara. Cubierto de pecas de pies a cabeza, Pogatchnik tenía las piernas cortas, el cuello corto y unos dedos cortos que parecían salchichas de Viena. Con esa camisa de rayas roja y blanca, las bermudas marcándole el voluminoso trasero y una gorra de béisbol echada hacia atrás que, desde donde estaba Jackson, parecía un gorrito, sólo le faltaba una piruleta para completar el cuadro de un crío demasiado grande para su edad. Era el único en toda la oficina con relleno natural suficiente para no pillarse un resfriado vestido con ropa de verano; Shep, en cambio, llevaba chaleco en pleno agosto y había aprendido a teclear con guantes. Saltaba a la vista que Pogatchnik tomaba ese atuendo alpino como una admonición, y desde junio el ciclo no había hecho más que acelerarse: Shep llegaba envuelto en una bufanda de lana, Pogatchnik bajaba el aire acondicionado dos grados más. Luego Shep iba a trabajar con orejeras.
—Me temo que los teléfonos del World Wellness Group sólo atienden en horas de oficina —estaba diciendo Shep en un tono sereno e inhumanamente calmo que parecía el de Carol—. Mientras espero que contesten, sigo atendiendo las llamadas a Randy…
—Randy el Manitas. Ya sabes que me gusta que llamen a mi empresa por el nombre completo.
—Eh, sí, Randy el Manitas, por supuesto. No volverá a repetirse.
—Pisas terreno movedizo, Knacker. En estas circunstancias, ¿crees que es conveniente referirse así a la empresa que te da trabajo?
—No, señor Pogatchnik. No sé cómo he podido olvidarlo… Debe de ponerme usted nervioso, señor. Verlo así, contrariado…
¡Carajo! Era como escuchar a un recluta algo gamberro durante el periodo de instrucción, cagado delante del sargento en los días anteriores a que el ejército voluntario empezara a mimar a las tropas dándoles Oreos. Jackson se cabreaba un montón, y puede que no fuese justo, pero se cabreaba con Shep. Esa escena humillante que tenía lugar en el cubículo de al lado para él era una traición personal. ¿Qué te apuestas a que Shep lo hizo a propósito, y no con astuto ánimo subversivo, como debería haber sido? En cuanto norma recientemente impuesta en la oficina, el numerito del «señor Pogatchnik» al menos no era una innovación de Shep para lamerle el culo al jefe. En una época en que a todo el mundo, desde los clientes de los restaurantes hasta los primeros ministros, se los llamaba por el nombre, esa absurda frivolidad se había ido deformando hasta tirar, por suerte, a broma o comentario irónico; ese sapo gordo y pelirrojo era demasiado estúpido para enterarse, pero en la oficina todos decían «señor Pogatchnik» con sarcasmo no disimulado.
—Las llamadas personales son llamadas personales, Knacker —dijo Pogatchnik—. Las que haces en la hora de la comida, desde tu móvil.
Mientras organizaba los equipos de trabajo durante el resto de la mañana, Jackson no hizo más que darle vueltas a un misterio. Al resto del personal él siempre le había caído bien, o al menos lo aguantaban, y en ese trabajo que requería tanta proximidad, que se hacía hombro con hombro, la tolerancia, crease o no, ya era algo. Pero a Knacker siempre lo habían respetado aunque no siempre les hubiera caído bien en los tiempos en que mandaba. Le gustaba la eficiencia. Si pillaba a alguien echándose al coleto un trago de vino blanco de una botella encontrada en la nevera de un cliente, lo ponía de patitas en la calle. Sus nobles principios comerciales pudieron ser objeto de burla a sus espaldas, pero el personal se sentía orgulloso de ver que el rigor les reportaba una importante cantidad de clientes fijos. Cuando un fontanero autorizado dejaba un agujero en un techo, Shep habría optado por una placa de yeso cortada con mucho cuidado, es decir, una solución más barata para el cliente aun cuando para reemplazar todo el panel se hubiera necesitado la mitad de tiempo y la empresa hubiese ganado el doble. Shep calculaba a la baja cuando se olía que un propietario estaba en apuros. También respetaba el presupuesto inicial incluso cuando un trabajo resultaba más difícil de lo que habían calculado. Knack afirmaba que era culpa de la empresa si un trabajo duraba tres veces más de lo que se suponía que debía durar; tendrían que haber visto los problemas antes.
Por supuesto, era raro que Jackson se pasara del tiempo asignado, pues era rápido; chapucero, decía a veces Shep en broma, y el calificativo había dolido. Jackson era rápido, pero bueno, o lo bastante bueno, y bastante bueno era bastante bueno. El trabajo de calidad era un desperdicio en esas casuchas de los barrios suburbanos. La mayoría de los tugurios que reparaban eran originalmente casas de clase obrera, construidas para trabajadores de las lavanderías, o también para operarios como ellos. A menos que el lugar hubiese pasado por una rehabilitación integral, desde el suelo hasta las vigas, la clase de trabajos de calidad en los que Shep se había especializado sólo conseguían que el resto de la casa pareciese peor. Por ejemplo, si cambiaba la puerta de un armario, esa seria en adelante la única puerta de la casa que estaría paralela al suelo. Lo que así se lograba era que el resto del cuchitril pareciese una de esas casas «encantadas» de los parques de atracciones, como si Shep hubiera pintarrajeado «¡Límpiame, sucio!» en un lado de una furgoneta cubierta de polvo.
En los tiempos de Knack, Jackson había gozado de un estatus importante por tener la confianza del jefe, casi como si fuera el vicepresidente no oficial de la empresa. Pero ¿qué pasó cuando Shep vendió y el trabajo de dirección de Jackson se volvió oficial? La deferencia de sus compañeros se esfumo. En cambio, y ése era el misterio y Jackson no tenía más remedio que reconocer que lo repugnaba un poco, a pesar de todo el cachondeo a que daba lugar la «fantasía de huida», a pesar de toda esa humillación pública ante el «señor Pogatchnik», y pese a haberse convertido en un don nadie de la noche a la mañana, como un príncipe de cuento de hadas transformado en sapo, Shep seguía disfrutando de una consideración que nunca estuvo por debajo de una línea base sorprendentemente alta. Con todo, cuando llegaba un trabajo realmente peliagudo —como el de esa mañana, en el que abrir un agujero para hacer un pasaplatos entre la cocina y el comedor implicaba atravesar unos treinta centímetros de hormigón—, ¿a quién pedían consejo los muchachos? Una pista: no a Burdina.
Cuando por fin llegó la hora de la comida, Jackson se obligó a acercarse, con cierto sigilo, a la mesa de Shep. Se había disculpado tantas tardes para irse a hacer «recados» y sin haber comido, que la novedad de evitar a su mejor amigo estaba volviéndose demasiado obvia. El problema era que ahora estaba obligado a omitir de la conversación todo lo que ocurría con Carol; igual que en el boxeo, ningún tema podía apuntar más abajo de la cintura, y si bien siempre podía echar mano de los Gilis y los Gorrones, una diatriba no era realmente satisfactoria cuando se soltaba con la mera finalidad de divertir.
—¿Tienes que hacer una llamada o puedes bajar a comer algo?
—Cuarenta minutos no bastan para poder hablar con un ser humano en esa centralita —dijo Shep—. Resulta que me enviaron una factura que se niegan en redondo a pagar. Cincuenta y ocho mil y pico. La secretaria de Goldman dijo que debieron de introducir mal algún número. Un dígito mal metido en algún lugar del impreso y se niegan a pagar.
—Ya ves qué es lo que se lleva una buena tajada de sus «gastos de administración», ¿no? —dijo Jackson—. Según Carol, esas empresas contratan a montones de personas cuyo único trabajo consiste en encontrar maneras de no pagar los gastos médicos de la gente a la que supuestamente aseguran. Dice que son tan buenos en ese campo, que por término medio esos hijos de puta se las ingenian para escurrir el bulto y descartar el treinta por ciento de las facturas que les envían.
—Sí, y siempre que escurren el bulto, como tú dices, o algún intermediario cambia el orden de un número, toda la factura va a parar a servidor. Tengo cuarenta y cinco días para apelar, y ya ha pasado un mes. Si vence el plazo, tendré que comérmela. Y esto es sólo un problema técnico. Los esbirros de Wellness quieren saberlo todo. Goldman dice que hasta le ordenan los medicamentos que puede recetar. Quería que Glynis usara Dermovate junto con un tratamiento a base de cetirizina, para los sarpullidos, pero no. Wellness dijo que no a los dos. Le dijeron que usara loción de calamina, lo cual sólo puede ser una broma. Sin dar ninguna explicación, como de costumbre. Supongo que no están obligados a darla, pero esos tipos no son médicos. No entiendo cómo licenciados en administración de empresas con sólo dos años de estudios pueden decidir lo que el médico tiene que recetarle a mi mujer.
—El seguro medico es el seguro médico —se oyó resonar detrás de ellos—. ¿Resulta que tenéis cobertura médica y os estáis quejando? —Era el señor Pogatchnik, que consideraba que escuchar a escondidas era un privilegio de los altos cargos—. Ese contrato me cuesta una fortuna, Knacker.
—Sí, me hago cargo de que es un rubro importante del presupuesto. Antes, cuando yo…
—Ahora tú ya no. ¿No lo tienes claro todavía? Tú ya no mandas. ¿Quieres repetirlo?
—Yo ya no mando.
—Así que no vayas pensar que tienes idea de lo que significa. Cuando tú llevabas este antro, sólo asegurabas a una mínima parte del personal que yo tengo ahora. Puede que haya reemplazado ese plan Cadillac que tenías para Knack con un práctico y modesto Ford Fiesta. Pero ¿en sólo ocho años, por cabeza? La prima para el pequeño empresario se ha duplicado.
—Eh, cuesta lo que cuesta, ¿vale? —dijo Shep, y a Jackson lo alivió detectar, por una vez, un brillo sedicioso en la expresión de su amigo.
—Cuesta demasiado, maldita sea —dijo Pogatchnik, que no era más consciente de la reputación que le había valido su gusto por las tautologías desafortunadas y falsamente profundas de lo que podía entender el significado de «tautología»—. Acabo de renovar, y citaron a tu mujer como una de las justificaciones para aumentar la póliza. Espero que te portes bien con la señora, porque me está costando un dineral.
—Sí, quiero mucho a mi mujer, gracias.
—En cualquier caso, todos los nuevos son temporales y no tienen beneficios. Así que considérate afortunado.
—Claro que me considero un hombre de suerte —dijo Shep, como atontado—. Pero los nuevos, si enferman, o si enferman los hijos, ¿qué hacen?
—A urgencias, o tienen que joderse. Ése no es mi problema. La manera como tiene que ser, según mi manual. Si quieren un bonito seguro, que se lo paguen.
—Planes privados… —dijo Shep—. No paga bastante para…
—Les pago lo que les pago. Y unos salarios bastante decentes, además, ya que de lo contrario la mayoría de estos espaldas mojadas estarían embalando costillas de cerdo o recogiendo pomelos.
—Pero este tema del seguro médico puede ser… cuestión de vida o muerte —sugirió Shep, titubeando que daba asco—. No ofrecer beneficios parece… un poco duro.
—Yo soy el que soy, ¿no? No regalo helado. Soy un empresario. Si no gano nada, todos os quedaréis en la calle. Además, ¿es responsabilidad mía comprarles comestibles a mis empleados? ¿Se supone que yo tengo que encontrarles una vivienda? ¿No son la casa y la comida también cuestiones de «vida o muerte»?
—Claro —reconoció Shep.
—Y después también tendré que comprarles la televisión de plasma y pagarles la tarifa premium del cable, lo cual, por cierto, sería muchísimo más barato que el puto seguro médico, aunque tuviera que darles también un juego de comedor nuevo y un talonario de cupones para el bufé libre de Pizza Hut.
—Sí, justamente eso quería preguntar —dijo Jackson—. Quería cambiar la salsa por pimientos.
—Yo contrato gente —siguió diciendo Pogatchnik, con gesto y tono de matón; le interesaban tan poco las bromas como poner a sus ingratos empleados y a la dirección del mismo lado—. No adopto. Y menos que nada adopto a todas sus jodidas familias. Con vosotros dos no puedo hacer nada. Por ahora. Pero ya os digo que esta mierda, esta mierda comunista del empleo fijo, para toda la vida, se ha terminado. No tiene el menor sentido que sólo porque contrate a un empleado para desatascar tuberías llenas de pelos tenga que pagarle el podólogo para que le examine las uñas encarnadas. O la insulina para la diabetes porque come demasiadas natillas Krispy Kreme Bavarian. O una operación de hernia. La medicación para el síndrome de déficit de atención de su hijo de diez años aunque sólo sea porque ya nadie admite que tiene un hijo que es tonto perdido. Los cinco meses que se pasa en cuidados intensivos su bebé prematuro, ciego, con labio leporino, una sola pierna y el cerebro de un mosquito cuando tendrían que haberlo tirado con el agua de la bañera. Por no mencionar los miles de millones de dólares que cuesta el cáncer terminal de su mujer antes de que estire la pata, puesto que en este país ya nadie puede morir sin arrastrar consigo a toda la economía.
La pausa que hizo Pogatchnik fue probablemente un intento de ofender a Shep, pero desde aquel «¡Hasta luego, gilipollas!», su empleado autodegradado era un modelo de contención.
—¿Y si dejo que me secuestren y exijan un rescate por el seguro medico para toda esta gente? —prosiguió Pogatchnik—. Randy el Manitas se hundiría. Os dais cuenta de que ésa es una de las principales razones por las que las empresas norteamericanas se instalan en el extranjero, ¿no? El seguro médico. Qué mierda, yo también me llevaría este negocio a China si mis mexicanos pudieran ir y venir en tren todos los días de Queens a Pekín. Si vosotros vinierais a verme hoy y me pidierais trabajo, podríais conseguirlo. Pero nada más. Un trabajo es un trabajo. En cuanto al cáncer, págate tu propia muerte. Así pues, tíos, si no os gusta el World Wellness Group, ya sabéis dónde está la puerta. Os reemplazaría con un par de guatemaltecos por una décima parte del sueldo, y me darían las gracias, os lo aseguro, no se portarían como unos insolentes, dirían como corresponde el nombre de la empresa que tiene la bondad de dar trabajo a semejantes culos sucios y no tendrían un problema de actitud porque uno de ellos es un delirante y sigue pensando que es el jefe.
—Acabo de perder quince minutos de la pausa del mediodía —masculló Jackson en cuanto consiguieron escapar hacia la Séptima Avenida—. Ya no queda tiempo para hacer la cola en Brooklyn Bread. Creo que tendremos que conformarnos con un paseo. Será cabrón.
—Él es quien es, ¿no? —dijo Shep. Y enfilaron hacia Prospect Park.
—No me gusta reconocerlo —dijo Jackson en la calle Nueve—, pero Pogatchnik tiene su parte de razón. No sé qué se supone que han de hacer esos hijos de puta recién contratados cuando los atropella un camión de reparto. Y mira que muchos de esos tíos tienen familias numerosas. ¿Cómo va a cubrir todos sus gastos médicos una pequeña empresa como Randy? Tampoco sé muy bien por qué tendría que hacerlo.
—Alguien tiene que pagar.
Tantas ganas tenían de escapar de Pogatchnik, que Shep había olvidado dejar en la oficina el chaleco de plumón, y lo metió en la mochila. El sol de justicia había sido un alivio después de esa gruta de hielo que era la oficina, pero sólo durante un minuto o dos. Shep se remangó; seguía teniendo unos brazos bien potentes incluso después de renunciar a sus sesiones de levantamiento de pesas durante meses. El pobre no había dejado de engordar desde enero, y en lo tocante a ese punto Jackson se debatía entre una satisfacción carente de todo atractivo y la consternación.
—Pero lo de ser empleador es sólo una casualidad histórica —dijo Jackson, con autoridad. Qué diablos, si era probable que pudiese llenar todo ese paseo con información objetiva. Además, eso era lo que intercambiaban los hombres de verdad. Instruido correctamente, Shep nunca podría objetar que con él habían usado tácticas dilatorias—. Más o menos hasta la década de 1920 no existía nada parecido al seguro médico. Recibías una factura del médico y pagabas, punto. Aun así, los planes privados eran contadísimos, y la verdad es que sólo estaban pensados para cubrir una catástrofe. Lo del seguro pagado por el empleador apareció durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la mano de obra escaseaba. Las grandes empresas hacían ofertas al puñado de tíos que no servían en el ejército, pero estaban atadas de pies y manos por los controles salariales del gobierno y no podían ofrecer sueldos más altos. Para burlar las leyes, añadieron la cobertura médica a manera de señuelo. Un beneficio extra. No era muy cara; en esos días todo el mundo la palmaba rápido y joven. No se podía gastar tanto en seguro médico porque no se habían inventado la quimio ni los trasplantes de corazón ni las resonancias magnéticas. Pogatchnik se cree que es gracioso, pero es cierto que entonces esa clase de beneficio no se diferenciaba mucho de darles a los siervos un cupón para una pizza.
—Ya. Ahora el pastel viene con champiñones, anchoas y doble capa de queso.
—¡El problema no es la pizza, tío, sino las compañías de seguros! ¡Son el mal personificado! ¡Son parásitos, parásitos que viven del sufrimiento ajeno!
—No son el mal, Jackson, sólo son empresas. Por favor, si hablas como mi padre.
—Dime, ¿producen algo? ¿Mejoran algo? ¿Hacen algo por alguien, aparte de por sus propios empleados y accionistas? Si hasta McDonald’s hace hamburguesas. Esos mamones de Wellness no son más que unos chupatintas. Lo único que hacen es redistribuir la riqueza, y con cuentagotas, y por lo general barren para dentro, por supuesto. Son Gorrones, tío, nada más que Gorrones.
—Son empresas privadas. Y tienen que facturar, ¿no?
—¡Pero si de eso se trata, gilipollas! ¡Ese es el jodido quid de la cuestión!
Habían llegado al parque. Es posible que Jackson gritase un poco demasiado alto porque una mujer lo miró de refilón con inconfundible expresión de alarma urbana y empezó a empujar el cochecito del bebé rápidamente en la dirección contraria.
Jackson se esforzó por moderar el tono, bajándolo hasta un nivel que no representase una amenaza para la seguridad de los niños de corta edad.
—¿Recuerdas aquello que me explicaste acerca del juego, de las apuestas? ¿Que si la mayoría de la gente no perdiera no habría industria del juego? Porque, para que haya dinero, el cuadro general tiene que estar determinado de antemano.
—Sí, claro —dijo Shep—, pero tú ya no…
—Por favor, Shep, ya no piso el canodromo —se apresuro a decir Jackson. Puesto que no decía nada de todos los demás aspectos de su vida, podía también hacerse el tonto y mentir sobre el tema de las carreras de galgos—. Sólo quería decir que los seguros médicos funcionan igual, ¿no? Cualquier seguro. Para que esas empresas no tengan números rojos, la mayoría de los clientes tiene que perder. Por término medio tienes que pagar durante toda la vida más de lo que les sacas, de lo contrario esas empresas ni existirían.
—Bueno, supongo que los casos difíciles los subvencionan tipos que toman leche de arroz y pagan primas muy altas durante cuarenta años y después se caen muertos en la calle. Mira, tipos como ése —dijo Shep, señalando con la cabeza a un corredor desnudo de la cintura para arriba que enseñaba muy ufano unos pectorales cubiertos de vello gris y llevaba una mancuerna en cada mano. Nadie que no fuese un plasta se conservaba así de delgado y liso después de los cincuenta, y a Jackson le bastó una mirada para sentir pena por la familia de ese hombre. Resollando para adelantar a una mujer que corría soportando el calor del mediodía, ese vejete no sólo corría; era «un corredor». Saltaba a la vista que, para ese pelmazo, el miserable circuito de Prospect Park era lo más importante de su vida. Jodidamente patético.
—Además —prosiguió Shep—, Flicka y Glynis, por ejemplo. Cuestan muchísimo más de lo que tú y yo hemos pagado. En eso somos unos gorrones. Hemos salido ganando.
—Ya estamos. Otra improbable causa de optimismo por un desastre nacional. ¿En serio sientes que has salido ganando?
—La buena suerte es algo relativo.
Jackson empezaba a cansarse un poco de la constante sensatez de Shep, de su remilgado sentido de la objetividad, tan típico de los que habían pasado por la escuela dominical.
—Insisto. El hecho mismo de que esas empresas tengan que ganar sí o sí significa que la mayoría paga más de lo que reclama, punto. Por lo cual el seguro médico es, ipso facto, un chanchullo.
—¡Ipso facto! —rió Shep—. Suena a eslogan de detergente de los años cincuenta. «¡Use Whiz y las manchas desaparecerán ipso facto!». No se de donde sacas esas expresiones.
—Leo mucho. Deberías probar.
—Si, claro. Después de trabajar todo el día, de hacer las compras en el A&P, de preparar la cena, de llevarle a Glynis los medicamentos y el agua y la crema para la piel… Después de inyectarle Neupogen en el culo, de drogarla con lorazepam para que no se ponga histérica cuando ve la aguja… De hacerle compañía porque no puede dormir, de hacer la colada a las dos de la mañana y de pagar las facturas a las tres… Sí, después puedo arrellanarme en un sillón con un tomo bien gordo antes de que el despertador suene a las cinco de la mañana.
—¿Y cuál es la diferencia? Flicka, tío, es un trabajo de jornada completa, y yo me leo un montón de libros.
—Tú tienes a Carol.
No hacía mucho tiempo que Jackson había reflexionado al respecto. Él no «tenía» a Carol, y ahora menos que nunca.
—Esto no es un concurso.
—¿Un concurso para ver cuál de los dos siente más pena de sí mismo? Vaya, eso podría ser cruel.
—Nunca dije que lo sintiera por mí —dijo Jackson.
—Bueno, yo sí.
—¿Por qué tendrías que hacerlo? —le espetó Jackson.
Shep miró a su amigo.
—Quise decir que yo sí lo siento por mí, idiota. Que lo lamentara por ti sería más difícil.
—De acuerdo. Entonces, olvídalo.
Siguieron andando en completo silencio.
Jackson había advertido que cada vez que se compraba un par de zapatos nuevos durante un tiempo no podía dejar de mirar los zapatos de los demás; se preguntaba por qué alguien habría elegido tal o cual modelo y los calificaba de bonitos o espantosos. Ahora el mismo fenómeno se aplicaba a la polla de otros hombres. Si pasaba un tipo corriendo, o paseando el perro, Jackson le miraba compulsivamente el paquete y observaba con amargura a los bien dotados. Los ciclistas, con sus ajustados pantaloncitos de licra, atraían esa mirada directa a la entrepierna, donde con toda seguridad llevaban un «equipo» como corresponde, recto, liso y funcional que ellos tontamente consideraban algo natural. Y era muy probable que ahora todo un parque lleno de deportistas pensara que era maricón.
—Ayer le hicieron otra transfusión a Glynis —dijo Shep al cabo de un rato, probando con un tema de conversación que fomentase la camaradería—. Tiene los leucocitos por el suelo y tuvieron que cancelar la quimio. No está lo bastante fuerte para tolerarla.
—Bueno, al menos es un descanso —gruñó Jackson.
—Sí, pero también es un descanso para el cáncer. Goldman ha decidido que Glynis ya no tolera el Alimta ni el cisplatino, y cuando vuelva a hacer quimioterapia le cambiaran el coctel. ¿Qué te parece esa palabra, eh? Cóctel.
Jackson tuvo que quitarse el sombrero. Shep se esforzaba en serio, ya para hacer como que entre ellos todo iba bien, ya para que todo fuese bien.
A su vez, Jackson también se esforzó, aunque a regañadientes.
—Sí, me imagino una preciosa copa de martini, de Tiffany’s, brillante de sudor y con una oliva rellena pinchada en un escarbadientes, sólo que lo que brilla dentro no es Bombay con un chorrito de vermut, sino estricnina.
Sin embargo, en cuanto Jackson se felicitó por brindar tanto apoyo a su amigo, se le hizo difícil prestar atención; lo atormentaba el recuerdo de algo que había ocurrido unos diez años antes. Estaba cambiando las contrahuellas desvencijadas de una escalera en casa de algún gilipollas, y aunque era un trabajo para un solo hombre, duró tres o cuatro días; por casualidad, el rellano estaba justo delante del estudio del muy idiota. Jackson siempre se había enorgullecido de ser una presencia animada y alegre en casas ajenas, no solo el típico operario cachas que no abre la boca. Siempre que aparecía un cliente que disfrutaba prestándole oídos, él empezaba a parlotear y ya no paraba, a veces sobre asuntos de trabajo, pero más a menudo sobre los temas básicos del momento. Más o menos como silbar mientras se trabaja, pero menos molesto. Dada su condición de autodidacta polifacético hay que decir que se había enseñado a sí mismo qué significaba «autodidacta», sus edificantes comentarios de fondo daban a esos propietarios la oportunidad de aprender algo nuevo. La banda sonora ofrecía, gratis, estimulación e información, y tendrían que haberle dado las gracias por no cobrarla aparte.
Pero cuando al tercer día Jackson se disponía a dirigirse de Knack al lugar del trabajo, Shep, sin que lo oyeran los demás, le había dicho: «Ese tipo de Clinton quiere que…, bueno…, quiere que dejes de hablar». Al parecer, el cliente era novelista o algo así —y Jackson ya lo había calado, pues no cabía duda de que era un aficionado que se las daba de escritor— y no podía «concentrarse» con todos los comentarios que él hacía en la escalera. Ese tipo sólo tenía mierda en la cabeza, pues se había tragado todo lo que Jackson le había soltado y con toda seguridad ya planeaba usar a ese «personaje» increíblemente inteligente, verbalmente ágil y típico del mundo de las reparaciones domésticas en uno de sus cuentos, un relato que de otro modo sería aburrido e impublicable.
Sí, al final liquidó lo que quedaba del trabajo sin abrir la boca —cuando se acordaba de no abrirla—, pero le habría gustado que Shep hubiese sido un poco más comprensivo. En cambio, cuando objetó que sí, bueno, ya sabes cómo son esos escritores, unos pedantes, les horroriza la pantalla en blanco y se mueren de ganas de que alguien los distraiga, buscan cualquier excusa para escapar de los pobres confines de su imaginación de pigmeos y «Te digo que ese hombre prácticamente iba tomando notas mientras yo hablaba», Shep no dijo: Sí, apuesto a que si, sino que lo interrumpió y dijo: «Mira, será mejor que trabajes en silencio, ¿de acuerdo? ¿Por esta vez? Nosotros tenemos un trabajo que hacer, ellos tienen un trabajo que hacer. No eres presentador de un programa de debates, sino, en este caso, un operario». Eso fue lisa y llanamente ensañarse, sinceramente, pues Shep sabía muy bien que Jackson detestaba la palabra operario y que había insistido, y mucho, para que en las tarjetas de la empresa la reemplazaran con algo más digno, de más categoría —por ejemplo, asesor en reparaciones domésticas—. Pero no, las tarjetas tenían que decir operario porque ésa era la palabra que en los Estados Unidos los clientes «entendían». Y lo peor fue que Shep había insinuado, y bastante claramente, por cierto, que la cháchara ininterrumpida de Jackson ponía nervioso a todo el mundo y que ése era sólo el primer cliente que se quejaba formalmente. Y después lo había apoyado a muerte cuando la venta de Knack y el rechazo por lo de Pemba, y ahora también con lo de Glynis, y la verdad es que ese apoyo no siempre había funcionado en la otra dirección.
—Esas transfusiones de sangre duran unas cinco horas —iba diciendo Shep—. Y Glynis sigue desmayándose cuando le ponen la cánula. Por suerte, Nancy, la vecina, se ha portado increíblemente bien. La acompaña cuando yo no puedo ir, la coge de la mano y la distrae con sus recetas y esas cosas, y ayer Glynis volvió a casa en condiciones de recitar hasta el último ingrediente de una complicada salsa de requesón y piña que a mí me parece asquerosa. Lo principal es evitar que se ponga a mirar la aguja. Y no es poca cosa. En las últimas sesiones ha costado bastante encontrarle la vena, y tuvieron que pincharla varias veces. Nancy es de lo más aburrida, pero amable. Lo que pasa es que ahora empieza a dejar de preocuparme que sea aburrida; lo único que me importa es la amabilidad.
Jackson no estaba seguro de si ese cumplido a una tía a la que él no conocía era, en realidad, un velado reproche. Fiel en los primeros momentos de la enfermedad, hacía semanas que no iba a ver a Glynis. Entretener a los clientes era una cosa; en cambio, había que reconocer que llevarle el despotrique empaquetado a una amiga que estaba pasandolo fatal era algo que se había vuelto artificial. Sin embargo, tampoco sabía de qué otra cosa hablar con Glynis y, además, él ya tenía sus problemas.
—Y encima mi padre ya no está en Androscoggin Valley —prosiguió Shep—. Lo hemos llevado a una clínica privada para gente mayor, cerca de casa. Querríamos que fuese algo temporal, mientras se recupera, pero él no se lo cree. Está convencido de que ya no sale de ahí hasta el final de sus días, como una bolsa de ropa vieja que alguien deja en un contenedor de Goodwill. Por eso a Beryl le da tanta pena, y para mi hermana la solución es muy sencilla. No visitarlo.
—Estupendo —dijo Jackson, reconociendo, con una punzada de culpa, que él había encontrado la misma solución para el problema de Glynis.
—Eso significa que tendré que empezar a ir a New Hampshire, y es delicado, porque no puedo dejar a Glynis sola mucho tiempo. No puedo tomarme más vacaciones ni días por asuntos personales que los estrictamente necesarios. Con todo, no quiero que mi padre se sienta abandonado. Ah, sí, y los de Medicare le han cerrado el grifo, pues dicen que ya han cubierto la «atención en el momento de la crisis». Así que pago Twilight Glens, la residencia, de mi bolsillo. Ocho mil al mes, te lo creas o no, y un depósito de tres meses por adelantado. Y cada aspirina aparte.
Normalmente Jackson se habría solidarizado, aun cuando después de vender la empresa Shep tuviera en el banco más dinero del que él jamás vería junto. Pero ninguna de sus presuntas operaciones de «restauración» la había cubierto World Wellness, y tampoco el equipo de IBM, pues desde un punto de vista técnico eran cirugía estética opcional. Así que no había tenido más remedio que pagar todas las facturas médicas con tarjeta de crédito, y a un interés del veintidós por ciento; y, por si fuera poco, todavía seguía pagando la primera operación, y ésas eran sólo las deudas que Carol conocía. Como apenas podía pagar los mínimos, no era la habitual presa fácil que se angustiaba por la insensata generosidad de Shep.
—Y, como siempre —seguía perorando Shep—, tengo que pagar el colegio de Zach y seguir ayudando a Amelia con el alquiler…
—¿Por qué eres tan incauto? —estallo Jackson—. Simplemente no vayas a Berlin a ver a tu padre. No puedes. Tu mujer tiene cáncer, punto pelota. Y cuando llegue la próxima factura de esa residencia, no la pagues. ¡Joder, puedes hacerlo! ¿Qué crees que harán, echarlo a la calle? La situación es mala, pero no tanto. Me has dicho que la casa es suya y que por eso no lo cubre Medicaid. Pues muy bien, cuando no pagues la factura, esa mierda de residencia privada lo trasladará a una mierda de residencia publica, ¿no? Apuesto a que la diferencia ni se nota, mucho menos si estas cabreado y sin poder levantarte de la cama. Entonces intervendrá Medicaid, y a lo mejor se quedan con la casa. ¡Deja que se la queden! Deja que le den una patada en el culo a la egoísta e imbécil de tu hermana. ¡Tú ábrete, hermano! ¡Y ya que estás, saca a Zach de ese instituto carísimo y resígnate a aceptar que es un estudiante de mierda normal y corriente que podría ser lo mismo, un estudiante de mierda normal y corriente, en una escuela pública por la que ya pagas! Dile a Amelia que ya es una mujer adulta y que si el sueldo no le alcanza para pagarse el alquiler y el puto seguro médico, entonces que consiga un trabajo que dé para pagarse todo eso, ¡le sirva o no para satisfacer sus impulsos creativos! ¿Por qué tienes que ser el único responsable? ¿Por qué no puedes dejar que la gente se las apañe sola como has hecho tú toda la vida? ¿Por qué no puedes empezar a tratar a los demás igual que te han tratado a ti años y años?
—Soy el que soy —dijo Shep, y de un modo tan robótico que era imposible saber si estaba bromeando.
Dieron media vuelta y emprendieron callados el regreso a la oficina. Jackson no sabía si debía o no disculparse, pero no tenía ganas de hacerlo. Se dio cuenta de que estaba comportándose de un modo irracional, pero de cualquier manera había algo que no se le iba del todo de la cabeza, a saber, la convicción de que esa idea «caprichosa» que había desintegrado su vida sexual y seguía haciéndole difícil mear era, en alguna medida, culpa de Shep Knacker. Sí, la explicación que le había dado a Carol era bastante auténtica. La había sorprendido in fraganti, y la exhibición le había resultado excitante y turbadora a la vez; pero había algo más que eso, un poco más, y no es que alguna vez se lo hiciera saber a ella, porque, para añadir el ultraje a la afrenta, la explicación adicional era estereotipada. Si Carol lo supiera, sentiría desprecio por él. Es decir, más desprecio, en caso de que fuera posible. Para empezar, toda esa pesadilla nunca habría empezado de no haber sido por Shep.
Además, a pesar de que antes había afirmado que la escala de sus respectivas tribulaciones «no era un concurso», Jackson se preguntaba si al fin y al cabo, dejando a un lado toda broma, no había un sutil elemento competitivo en el catálogo de congojas de Shep. Shep siempre tenía que presentarse como el héroe, el estoico capaz de soportar toda clase de imposiciones, el Atlas sobre cuyos hombros descansaba el destino de las naciones. Jackson estaba cansado de la inverosímil virtud de su amigo —la empatía, el esforzarse siempre por ver el otro lado, esa manera como atontada de aceptarlo todo—, y era posible que en ese momento lo dejara desahogarse para enseñarle a ese cabeza de turco cómo se hacían las cosas. ¿Lo ves? No suspires, y no vuelvas a sacar el talonario, que te volverás loco.
Por otra parte, Flicka daba más trabajo de lo que Shep podía imaginar, y se suponía que ahora Jackson tenía que inclinarse y mostrarse deferente con la terrible situación de Shep con la terrible enfermedad de Glynis. Bueno, su amigo no era el único que tenía que hacer frente al hecho de que alguien a quien quería probablemente iba a morirse. De hecho, a veces le entraban ganas de zarandearlo. ¿Entiendes ahora cómo ha sido la vida para mí desde que a Flicka le diagnosticaron su enfermedad, en la cuna, y precisamente porque no podía llorar? Asi es no saber nunca cuándo la única persona con la que cuentas para que parezca que la vida vale la pena se irá de improviso, bruscamente y sin avisar, y después resulta que, ah, sí, tenías razón, ¿verdad que ahora la vida no vale la pena? Shep se daba cuenta, ¿no?, de que aunque ahora Flicka ponía ella sola el despertador para tomarse —era una manera de decir— las latas de Compleat, el padre seguía levantándose como siempre a las cuatro de la mañana casi todas las noches, fingiendo que iba a buscar un vaso de agua pero en realidad para pasar disimuladamente por delante de la habitación de la niña y cerciorarse de que no se había muerto. Porque era asi como desaparecía la mayor parte de esos niños; se iban a dormir y nunca despertaban. Caramba, según el último TAC, Glynis parecía tener al menos una esperanza; Flicka, en cambio, no tendría jamás unos resultados que de repente abriesen un futuro en el que le sonreían una carrera y una familia. Esa tarde, haciéndose el amigo comprensivo y solidario, Jackson olvidó mencionar que el día anterior habían tenido que volver a ingresarla en el Metodista de Nueva York. Las infecciones en el pecho se repetían cada vez con mayor frecuencia, y empeoraban. Los antibióticos le hacían cada vez menos efecto, y el pecho de la pobre era un caldo de cultivo para quién sabe cuántos asquerosos predadores microscópicos completamente inmunes a los medicamentos. Sencillos momentos en familia, como el de esa primavera, cuando les había puesto a las niñas ese examen de octavo de 1895…, bueno, no recordaba haber vuelto a tener una sobremesa tan movida desde entonces. Carol tuvo que estropearlo todo, pero se habían divertido.
El hecho de que Shep, cuando se acercaban a Randy, dijera gentilmente, después de que él lo tratara de imbécil e infeliz: «Quería preguntarte si has encontrado un hueco en tu agenda», tenía algo de poner la otra mejilla, y de un modo que no pasaba inadvertido.
—Sí, claro —dijo Jackson—. Esa celebración por lo del TAC de Glynis. Seguro, mirare la agenda en cuanto volvamos.
Tras rehuir repetidas veces la invitación, Jackson no tenía ni idea de si envidiaba la buena noticia de la optimista tomografía, o si sencillamente no se la creía.