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Sheperd Armstrong Knacker

Merrill Lynch - N.° de cuenta 934-23F917

1 de junio de 2005 - 30 de junio de 2005

Cartera neta: 452 198,30 dólares

Al llevar a Glynis una vez más al Presbiteriano de Columbia, Shep, por mucho que lo intentó, no pudo evitar establecer una analogía de sus emociones que se parecía bastante al ridículo. ¿Como abrir el sobre que contenía las notas de los exámenes de selectividad? No se había preocupado mínimamente por ingresar en la universidad ni siquiera en los días en que le preocupaba ir a la universidad. ¿Como cuando abrió la puerta del despacho de Dave aquel día de abril, después de vender Knack por un millón de pavos, y se disponía a saber cuánto les debía a los federales? Sí, claro, se había sentido un poco mal del estómago; estaba en juego la Otra Vida. Pero él conocía los tipos del impuesto sobre la plusvalía y se había preparado para el cálculo. En realidad, el célebre interés de Shep por el dinero era muy exagerado, y él nunca se había preocupado ni pizca por una declaración de impuestos, ni siquiera por el talón, de casi trescientos mil dólares, que en 1997 extendió a nombre del Tesoro de los Estados Unidos.

No, no había equivalente a lo que sentía mientras se dirigía a conocer los resultados del primer TAC de Glynis desde el comienzo de la quimioterapia. No hablaron. Ya habían hablado. Y, por mucho que hablaran, las sombras que se encogían o se ensanchaban en el escáner no se verían afectadas. Glynis era la misma, estuviese mejor o peor. No era un veredicto sobre sus esfuerzos. Ése era el problema de una comparación frívola con los resultados de las pruebas de aptitud, unas notas que calificaban el rendimiento, bueno o malo, unos resultados que uno mismo había pedido. Por mucho que el padre de Shep hubiese considerado a su hijo un extraño, un filisteo, el hombre había conseguido inculcar al primogénito el impulso de ser bueno, de hacer el bien y de hacer las cosas bien. Con todo, si a Glynis le estaba yendo bien no era porque uno de los dos lo hubiese hecho bien. A Shep, que siempre había aspirado a la excelencia incluso en empresas humildes como instalar un tocador nuevo en un cuarto de baño, le confundían las consecuencias, tan vitales y, sin embargo, determinadas únicamente por un desconsiderado decreto del destino. Por lo tanto, su angustia se parecía a la manera en que Jackson debía de sentirse cuando los galgos corrían y él había apostado una cantidad nada desdeñable a uno de esos perros.

Se distrajo pensando en el doctor Goldman. Vigoroso y dinámico, el internista era un hombre que, en líneas generales, podía calificarse de guapo; de aproximadamente un metro ochenta y unos cuantos centímetros más de estatura, era corpulento. Si bien no podía decirse que fuese gordo, el vientre rollizo lo delataba como hombre de buen diente. Era probable que no le dijese que no a un costillar o a un whisky doble, y hacía gala de la misma negativa a seguir sus propios consejos que Shep había echado de menos en el doctor Knox, que, en forma, esbelto y unos quince años más joven, era mucho más guapo aplicando criterios convencionales. Entonces, ¿por qué Philip Goldman era el más atractivo? Objetivamente, su buena presencia era en realidad muy «tosca», lo cual equivalía a decir que no era guapo en absoluto. En el rostro, ancho y como aplastado, los ojos estaban demasiado juntos, y eran pequeños y muy redondos y brillantes. No obstante, se movía con energía y convicción, muy seguro de lo que hacía, y se tragaba los pasillos con la misma voracidad con que sin duda daba cuenta de una comida. Se movía como un hombre terriblemente guapo, y de ese modo arrastraba a los demás en la ilusión de que lo era. Su atractivo era cinético y nunca se reflejaría en fotos estáticas. Una novia que estuviera loca perdida por él podría enseñar con orgullo una foto suya a una confidente, y en privado la amiga sacudiría la cabeza, preguntándose, perpleja, qué le había visto a ese bruto tan feo.

Francamente, Shep estaba un poco celoso. No sólo porque Goldman era un hombre más culto, más exitoso y más rico, sino por esa intimidad que percibía entre médico y paciente, algo que él no podía igualar con veintiséis años de casados. No sabía cómo llamar, de otro modo que no fuese amor, a la incondicional devoción de Glynis por su médico. Ella había confiado en el doctor Knox, lo cual ya era bastante atípico, y creía en el doctor Goldman con una pasión que parecía erótica. Cuando su marido la reprendía para que comiese, se cerraba en banda, pero cuando hacia finales de mayo el doctor Goldman la instó a que comiese, Glynis se propuso seriamente aumentar de peso y pidió tan contenta su plato preferido. No debería importar qué fue lo que inspiró esas mejillas más regordetas, pero Shep seguía mosqueado.

En otro orden de cosas, y desde la perspectiva de Pogatchnik, las faltas de Shep al trabajo ya se acercaban a la zona de peligro; que Goldman pudiera recibirlos a última hora de la tarde le había permitido al menos trabajar una jornada completa.

En silencio, cogidos de la mano, Shep y Glynis caminaron desde el aparcamiento hasta la consulta, en el séptimo piso, y él empleó la mano libre para guardarse la llave del coche y pulsar los botones del ascensor. Antes de llamar tímidamente a la puerta, se detuvo para mirar a Glynis a los ojos. Fue una de esas miradas que un acusado y su cónyuge podrían compartir mientras el jurado entra en la sala. Glynis era inocente, pero este sistema jurídico era caprichoso.

La puerta se abrió de par en par.

—Señor y señora Knacker, ¡adelante, por favor!

Shep echó un vistazo al rostro radiante de Goldman y pensó: No culpable.

—¡Tiene usted buen aspecto! —exclamó Goldman, dándole la mano a Shep y poniéndole la palma de la otra en el antebrazo para expresar aún más calidez. (Shep no tenía buen aspecto. Después de meses de alimentarse con las sobras de Glynis, altas en calorías, cada día que pasaba se parecía más a Goldman, aunque unos cuantos centímetros más bajo y sin ese truco de «poesía en movimiento»). Y cuando el médico le dio la mano a Glynis («¡Y usted tiene muy buen aspecto!»), los enjutos metacarpos de la paciente parecían hechos a medida para la ancha zarpa del médico. Puede que Glynis no hiciera honor a su talento, pero, así y todo, tareas como limar, serrar y pulir, aunque con intermitencias, eran la causa del apretón más enérgico que el de ninguna mujer que Shep conocía.

Se sentaron ante el escritorio. Shep lo agradeció. No se sentía del todo bien. Unos asteriscos empezaron a girar en su campo visual, como si la consulta estuviera llena de moscas. Rezó para que Goldman no fuese un tipo amante de la síntesis y fuera a comunicarles en términos elogiosos unos resultados meramente regulares.

El medico se dejó caer en su asiento, literalmente, puso las manos detrás de la cabeza y se echó hacia atrás en el sillón con respaldo de muelles mientras ponía una bota de cordobán en el borde del escritorio. Tenía la bata abierta, la camisa arrugada, el pelo alborotado; en una palabra, se lo veía un poco dejado. Pero, en fin, cualquier especialista con pacientes que venían a verlo desde Nueva Zelanda y Corea podía permitirse ese aspecto descuidado.

—Bueno, chicos y chicas, ¡tengo noticias estupendas!

Shep, aliviado, dejó caer los hombros. El internista era un hombre de ciencias, no un vendedor de coches, y en virtud del código de conducta de la profesión no podía hacer retroceder el cuentakilómetros de un cacharro que estaba en las últimas.

—El mal retrocede ante la poderosa mano de la rectitud —prosiguió alegremente Goldman—. Sé que el Alimta es un cabrón, señora Knacker, y usted siempre ha estado dispuesta a poner mucho de su parte. —Esa expresión tan querida, poner mucho de su parte, era, por lo visto, una manera médica de abreviar no despierte al médico en plena noche cuando tenga efectos secundarios sobre los que el personal del hospital ya le ha advertido—. Pero ha valido la pena. Seré franco, esa zona bifásica es muy rebelde. No obstante, tampoco ha aumentado de tamaño, así que hemos detenido su avance. Las otras dos zonas afectadas se han reducido considerablemente, y tampoco vemos ninguna metástasis.

Shep rodeó a Glynis por el cuello y la besó en la frente como si la bendijera, y se apretaron las manos mientras se turnaban, a veces sin conseguirlo, para exclamar: «¡Maravilloso! ¡Es fantástico! ¡Le estamos muy agradecidos!».

Goldman introdujo un CD en el ordenador para enseñarles secciones transversales de los órganos de Glynis que parecían cortes de una elaborada tarrina de carne de caza servida por un restaurante de categoría. Shep se castigó por haber pensado alguna vez en Philip Goldman en términos críticos. Era posible que el tipo fuese realmente guapo. Shep no era mujer, así que ¿quién era él para juzgar? Y si Glynis «creía» en su medico, era una fe bien depositada.

En comparación, Shep se sentía traidor, cínico y superficial por haber dudado; un escéptico religioso. Su repentina realineación en lo tocante a la enfermedad de su mujer no era muy sutil, y le hacía preguntarse si habría sufrido un problema de actitud desde el principio. Él no se creía el rollo New Age de la «energía negativa», o no creía que lo creyera. Así y todo, cualquier contribución atmosférica que pudiera haber hecho a la convalecencia de Glynis (¿podían atreverse ahora a llamarla «recuperación»?) había ido en detrimento de ella. Dado que el internista ofrecía una redención más tangible que el presbiterianismo tradicional de Gabe Knacker o la secta de chiflados renacidos de Deb en Tucson, era hora de convertirse, hora de empezar a ser un feligrés leal y cumplidor de la Iglesia de Philip Goldman.

En posesión de su recién descubierta fe, Shep observo al médico con un reconocimiento que era nuevo. Por la seguridad de sus gestos podía decirse que Goldman era un hombre acostumbrado a pronunciar largos discursos ante un gran público embelesado formado por profesionales de la medicina, a ver que The Lancet publicaba sus artículos y a recibir investigaciones de autores menores que le pedían una opinión. A hacer que los moribundos le implorasen, llorando tal vez, que se ocupase de su caso. Sin embargo, no parecía darse aires; es decir, no hacía gala de una bravuconería compensadora con vistas a camuflar una sensación personal de fracaso. No, Goldman simplemente parecía importante.

El médico señaló el contraste entre el TAC anterior de Glynis y el más reciente. A primera vista, las diferencias no parecían muy importantes, y eso era deprimente; costaría trabajo esa conversión, rechazar un agnosticismo natural y seguir adelante con el programa. Durante toda la explicación, Goldman empleó la primera persona del plural, incluyéndolo: hemos reducido esto, hemos reducido lo otro. Pero el pronombre era demasiado generoso. Nosotros no hemos hecho nada, y eso Goldman lo sabía muy bien.

El deseo más conspicuo del médico era alcanzar un objetivo, y su aspiración a la excelencia eclipsaba la penosa aspiración de Shep, consistente en que los remiendos del tejado no se distinguieran de las pizarras de origen. Puede que a Goldman le gustase Glynis; al médico le gustaba gustar y, por lo tanto, era difícil de decir. Con todo, su relación fundamental era la que tenía con el cáncer de Glynis. En consecuencia, ella era un vehículo para su beatificación. Si domesticaba el tumor maligno, era probable que se alegrase por ella; lo innegable era que se alegraba por él. Más proyecto que persona, Glynis era un instrumento para hacer avanzar la ambición galopante de ese médico, y no sólo ambición de hacer el bien, sino de hacerlo bien.

La subrogación de Glynis era un misterio y, como tal, inquietante. Sin embargo, Shep no podía identificar qué tenía de malo. Por regla general él era un defensor del interés personal sano. Que Goldman hubiese combinado la supervivencia de su paciente y su conquista personal también redundaba en interés de Glynis. Shep se dijo que su mujer no necesitaba que otro viniera a desearle una pronta recuperación, otro amigo. Ella necesitaba un técnico competente y cualificado que hiciera el trabajo lo mejor que sabía, y por qué ese hombre se esforzaba al máximo era asunto suyo. En realidad, quizá debiera invertir el orden de quién estaba utilizando a quién. Glynis y él secuestraban el ego de Goldman para que fuese útil a sus propósitos, y mirado así, el escenario parecía absolutamente alentador.

—Dado que funciona —concluyó Goldman—, y visto que usted tolera los medicamentos mejor que la media, de momento seguiremos atacando el cáncer con Alimta… Con «Alimenta». —Cuando el médico dirigió a Glynis una sonrisa que dejaba entrever cierto aire de complicidad, Shep trató gallardamente de no sentirse herido por ver que ella había hecho partícipe al médico de su broma privada—. Me preocupa un poco el recuento globular, pero tenemos muchas otras opciones a nuestra disposición si la tolerancia empeora o los progresos con Alimta disminuyen.

Y se puso a soltarles una lista de medicamentos alternativos antes de preguntar por los efectos secundarios actuales. Glynis les restó importancia.

Era verano. Por primera vez en esa estación, el atardecer parecía un atardecer de verano y el tiempo delicioso no era una burla. A la larga luz de principios de julio, sólo ahora el sol se ponía detrás de Hackensack, pintando franjas de cielo color mandarina por encima del Hudson. Mientras conducía con brío, Shep volvió a calibrar el futuro. Al fin y al cabo, Glynis todavía podía reponerse. Tal vez no tendría que irse a Pemba solo. Tal vez quedarían fondos suficientes en la cuenta de Merrill Lynch, si no para la vida relajada y lujosa que había planeado, si lo suficiente para ir tirando, escoger una casita barata y comer papayas. Tal vez aún tendría que convencerla para que lo acompañase, pero era posible que la experiencia de la enfermedad la hubiese cambiado y quizá le hubiera permitido atisbar el poco tiempo que les quedaba incluso a las personas que no tenían cáncer. Tal vez aún podría pedir jurel gigante para dos a la luz de las velas.

—¿Qué te parece si hoy cenamos fuera? —propuso Shep—. Podría llevarte a Manhattan, para que esta noche sí te «alimentes».

—Es un poco arriesgado. Hay tantos gérmenes en el aire… —dijo ella—. Pero qué diablos, sí, celebrémoslo. Me encantaría ir al Japónica, pero sushi… Quizá sea pasarse un poco.

No importa cuántos restaurantes probara; si estaba contra las cuerdas, Shep solía no conseguir nada y terminaban en algún antro turístico muy publicitado, como Fiorello’s, porque era el único nombre que él conseguía recordar. Pero esa noche era mágica.

—¿Y el City Crab?

—¡Perfecto!

Recubierto de diamantes como una tiara, el puente George Washington acababa de encender sus luces. A causa de los trabajos de mantenimiento, el arco del lado de Manhattan llevaba años apagado, dejando un solo punto de luz en el extremo de Nueva Jersey, que colgaba en la oscuridad en mitad del río; el efecto asimétrico había sido una ofensa para la vista. Pero por fin esa noche el puente estaba iluminado de una orilla a la otra, y la renovada simetría parecía querer decir algo. Se habían restablecido un ritmo y un equilibrio.

Salir de casa, ir a un lugar público, de pronto fue una novedad. La noche pareció empezar mal cuando un cliente de una mesa cercana se puso a toser y Glynis insistió en que les dieran otra mesa. Como la camarera se hizo la ofendida, Glynis jugó su triunfo:

—Está en riesgo mi sistema inmunitario. Tengo cáncer. —Después de trasladarlos rápidamente al piso de arriba, la camarera les llevó un aperitivo, cortesía de la casa, con las disculpas del establecimiento. Cuando la chica se fue, Glynis dijo entre dientes—: El mesotelioma al menos sirve para algo.

Glynis no se había prohibido estrictamente el alcohol, y Shep leyó detenidamente la carta de vinos. El champán no le gustaba mucho; en su opinión, era una bebida intercambiable con Mountain Dew, y lo más probable era que Glynis sólo tomase una copa, y a sorbitos. Así y todo, eligió una cara botella de Veuve Clicquot. No estaba comprando champán. Sospechaba que, como la mayoría, compraba la idea de champán.

—A tu salud —brindó, contento al advertir que, con esa luz tenue, la tez de su mujer, coloreada por la quimio, podía pasar por una piel bronceada. Glynis estaba guapísima con el turbante de satén color crema, que tan bien le sentaba a su cara larga de facciones angulosas; tanto, que los mirones podían fácilmente suponer que había elegido ese tocado como una afirmación de estilo.

—Hay una cosa que quería decirte —dijo Glynis, atacando las tartaletas de cangrejo—. Tengo montones de ideas para nuevos proyectos de cubertería. Por ejemplo, hace un momento, en el coche. Tuve una imagen de un juego para servir ensalada, dos cucharas, una más grande y más gruesa, la otra más delgada y estilizada, las dos distintas, aunque encajan a la perfección. Forjadas, no fundidas, todo ligeramente curvo… Es difícil de explicar.

El cuadro era romántico.

—Si vuelves a trabajar —sugirió Shep, algo cohibido—, me pregunto si considerarías la posibilidad de hacer otra fuente.

Conmigo. No como las bobaliconas que monto yo, sino algo con clase, como la Fuente de la Boda. Desde entonces no hemos vuelto a hacer nada juntos.

—Eeeeh… ¿Para la mesa del comedor tal vez? Podría ser divertido. Es una idea fantástica. Me muero de ganas de recuperar el tiempo perdido.

A decir verdad, el «tiempo perdido» en metalistería comprendía no sólo los últimos seis meses, sino la mayor parte de su vida de casada. La única señal que Shep dio de esa indiscreta observación fue un lamento:

—Ojalá no te hubieses pasado tardes enteras haciendo conejitos de chocolate.

—A eso me refería.

—Perdiste el tiempo con los conejitos de chocolate para demostrarme que no debías perder el tiempo con conejitos de chocolate.

—Sí, ése es más o menos el resumen. O, para decirlo de otra manera, quería que vieras que tu resentimiento por el hecho de que yo no aportaba mucho dinero al presupuesto familiar no era nada en comparación con el que yo sentía porque me obligaras a ganarlo.

—Yo nunca te obligué a ganar dinero, ni me molestaba que no lo ganaras.

—Y una mierda.

—Cuéntame más. Sobre tus ideas para nuevas cuberterías.

—Estás cambiando de tema.

—Si. —Mientras mojaba un gambón en la salsa cóctel, Shep se atrevió a pensar en cosas de las que la había protegido durante meses. Su delicadeza era física. Puede que no fuese necesario tratarla con guantes de seda en todos los demás aspectos—. Si la situación fuese la inversa, ¿habrías trabajado para mantenerme, y para mantener a toda la familia, mientras yo me quedaba en casa dedicándome a mi pasión? ¿Fuentes, por ejemplo? Por voluntad propia. Sin protestar jamás.

—Tú eso no lo habrías soportado.

—Estás escurriendo el bulto. La pregunta era si hubieras podido.

—¿Sinceramente? No. No te habría mantenido para que hicieras fuentes. Las mujeres… Bueno, no nos criaron para esas cosas.

—¿Y es justo eso?

—¿Justo? —Glynis rió—. ¿Quién está hablando de justicia? ¡Por supuesto que no es justo!

Glynis se encontraba tan en forma que Shep podría haber llorado. Primero se terminó las tartaletas de cangrejo; después el lenguado al limón. Se comió las patatas con perejil y dos rebanadas de pan. Fue lo suficientemente amable para no mencionar que el marisco era un desperdicio para su paladar embotado. En cambio, lo que hizo fue empapar los dos platos en tabasco para que la comida le supiera a algo, pero ese regusto a níquel que hacía daño a la lengua lo contaminaba todo, del cangrejo a los besos. La conversación, con su lado de crítica y reproche, parecía haber aflojado, y al final hablaron de Amelia, que apenas se dejaba ver. La hija de Shep y Glynis sólo había ido una vez a Elmsford esa primavera, y se había disculpado después de una visita de apenas una hora, no fuese que la madre se sintiera «demasiado cansada».

—Estoy demasiado cerca —conjeturó Glynis—. Me mira y se ve a sí misma con cáncer, y no puede soportarlo.

—Pero no es ella la que tiene cáncer —dijo Shep.

—Tiene miedo.

—No me importa que tenga miedo por ti. Lo que sí me importa es que tenga miedo de ti.

—Es joven —repuso Glynis, que desde que había empezado todo ese horror no había hecho ningún otro esfuerzo semejante por proyectarse en la mente de otra persona—. No tiene control de sí misma. Te apuesto a que ni siquiera es consciente de lo que hace.

—¿Es decir?

—Evitarme, por supuesto. Si le señalaras que sólo ha venido a visitarme una vez, te apuesto a que se escandalizaría. Te apuesto a que se imagina que ha venido montones de veces. Te apuesto a que cuando finalmente se decide a llamarme por teléfono y ha pensado una y otra vez en llamarme, después siempre aparece algo misterioso y lo deja para mañana. Te apuesto a que eso pasa tan a menudo, por no decir casi cada día, que piensa que no ha hecho más que llamarme.

—Me preocupa que…, más adelante, Amelia pueda sentirse mal. —Shep se interrumpió. Ésa era la vieja manera de pensar, basada en las viejas suposiciones. Las anteriores a las siete de esa tarde.

—¿Mal? ¿Por qué?

Shep le dio la vuelta a ese pensamiento.

—Cuando vuelvas a estar bien. Podría mirar atrás y tomar conciencia de lo poco considerada que fue, lo poco que se involucró en esta crisis tuya tan grande. Podría sentirse culpable, y tú tendrías razones para guardarle rencor. Me gustaría que Amelia hiciera las cosas como es debido, por el bien de vuestra relación cuando esto termine. A lo mejor debería decirle algo.

—Ni te atrevas. Debería venir a verme porque quiere hacerlo, no porque papá es duro con ella. De cualquier modo —prosiguió Glynis tras beber un sorbo de champán—, al menos ha venido más que Beryl. Amenazando a tu hermana con el espectro de una persona por la que tiene que sentir más pena que por sí misma, puedo haberla empujado yo sólita a refugiarse en New Hampshire.

—Bueno, tú no quieres ver a Beryl. Y ahora, por pura tacañería, se ha ido allí para hacerse un poco responsable de mi padre.

No podría haber salido mejor. Podría incluso ser bueno para su carácter.

—Con las materias primas que tiene, que tu hermana refuerce su carácter se parece a ti haciendo una estantería de cartón.

Fingiendo no interesarse demasiado, Shep se acercó a Glynis por encima de la tarta de queso.

—Ahora que el pronostico parece tan bueno, ¿sigues queriendo presentar la demanda por el amianto?

—¡Absolutamente! Puede que esté reponiéndome, pero así y todo será mucho lo que habré sufrido. La gente que me ha hecho esto tendría que pagar.

—Bueno, ya no será la misma gente… —dijo Shep, que desconfiaba—. En los treinta años que han transcurrido desde entonces, los altos cargos de Forge Craft ya habrán pasado por dos o tres generaciones.

—Siguen cobrando salarios de una empresa que se ha aprovechado del mal. Lo mejor de todo es que ahora que me he repuesto tendré la energía necesaria para hacer esa declaración, y también para soportar las repreguntas. Podré tener un respiro si se va a juicio.

A Shep le dio un vuelco el corazón. No deseaba otra cosa que evitar los tribunales.

—De acuerdo —dijo, encogiéndose de hombros—. Si tú lo dices. La semana que viene tengo que volver a ver a Rick Mystic, el abogado.

Con cuidado, Shep volvió a llevar la conversación al tema de su trabajo mientras tomaban café y té de menta, poniendo así punto final a una noche por todo lo alto. En el coche sugirió que fijaran la fecha para una cena con Carol y Jackson; había que celebrar el resultado del escáner.

—Una noche temática —aceptó ella—. Podríamos servir terrinas en lonchas para simular los cortes transversales.

A Shep lo alegró pillar a Zach en la cocina, sin importarle si su hijo se alegraba o no. El chico ponía tantas energías en desaparecer que durante un momento se quedó paralizado sin darse por enterado de que llegaban sus padres, como si Shep y Glynis pudieran pasar a través de él. Su postura se había deteriorado aún más. No obstante, para Shep fue un alivio volver a casa y, por una vez, no ponerse a abjurar de su hijo, que, si no era capaz de hacer la colada, al menos debía poder emparejarse los calcetines, o no tener que reñirle para que por favor bajase la música porque su madre no se sentía bien. («¿Que más te cuentas?») Shep ya no recordaba la última vez que había podido comunicar una buena nueva, y el más que caro Mountain Dew que habían tomado en la cena le había alegrado el espíritu.

—Vaya, me alegro de verte, amigo —dijo Shep, y Zach recibió con gesto adusto la cordial palmada en el hombro, como si se tratase de un auténtico derechazo—. Esta tarde nos han dado una noticia estupenda en el hospital.

Zach se estremeció. No parecía un muchacho a punto de recibir una buena noticia, y protegió el sándwich de pavo como si lo hubieran sorprendido haciendo alguna guarrada. Era escuálido, y aún no había terminado de crecer; ¿por qué un sándwich tenía que hacerlo sentir culpable?

—¿Qué pasa? —preguntó, sin mucho ánimo.

Shep le detalló los resultados del TAC y le describió la disminución de las dos zonas malignas; puesto que omitió mencionar la «rebelde» presentación bifásica, se le podría haber acusado, y con razón, de la misma tendencia a resumir que él había temido encontrar en Philip Goldman. Pero hacer hincapié en lo positivo no tenía nada de malo, y mucho menos ante un chico de dieciséis años que había tenido que capear más de un temporal con muy poca ayuda de su agobiado y trastornado padre.

—Ajá.

Shep se quedo esperando que Zach reaccionase hasta que se resignó a pensar que la verdadera reacción de su hijo era esa pasiva voluntad de desaparecer que nada ni nadie alteraba.

—Puede que no entiendas todas las implicaciones del resultado. Significa que tu madre está mejorando. Que la quimio funciona. Que estamos venciendo a la enfermedad.

—Ajá. —Zach levanto la vista, fija en su media distancia favorita, y miró a su padre a los ojos. Fue una mirada afligida, de lastima, una mirada indulgente e intensa a la vez (esos ojos marrones de Zach) que hizo que de repente Shep se sintiera el más joven de los dos. Zach se volvió hacia Glynis, que estaba sentada a la mesa, y le puso una mano en el hombro; sus movimientos eran irregulares, titubeantes, como si moviera el brazo por control remoto—. Estupendo, mamá —dijo, en un tono que estaba muy lejos de transmitir alegría—. Me alegra de verdad que empiecen a pasar cosas buenas. —El gesto pareció costarle mucho esfuerzo, y con cara de exhausto subió pesadamente a su habitación.

Shep estaba a punto de farfullar «¿Qué ha querido decir?», pero en ese momento sonó el teléfono. Era tarde para que alguien llamase, y tuvo la extraña premonición de que debería dejar que saltase el contestador. Hacía un año o más que Glynis y él no pasaban juntos una noche tan agradable en la ciudad, y en ese momento una interrupción no podía ser menos grata. Fue incapaz de pensar en nadie con quien le habría gustado hablar, aparte de Glynis, ahora devuelta a él con toda la sequedad, la agudeza y el buen humor de antes, una resurrección milagrosa cortesía de la Iglesia de Philip Goldman. No quería reventar su propia burbuja de champán, y la magia de esa noche tenía todo el aspecto de ser frágil.

Contestó, no sin recelo: «¿Sí?».

Durante la llamada Shep habló poco, hizo unas preguntas y salió al porche. Seguía haciendo una noche hermosa —Elmsford estaba lo bastante lejos de la ciudad, y se veían las estrellas—, pero de pronto todo pareció menos idílico. Debería haber dejado que el teléfono siguiese sonando.

Mientras conducía hacia Berlín el fin de semana del Cuatro de Julio —la fecha no podía ser más catastrófica—, Shep pensó en su padre. Gracias a que Gabe Knacker se dedicaba profesionalmente a cuestiones más elevadas, él había tardado años en advertir que en realidad a su padre sí le importaba el dinero, un tema que, si uno prestaba atención, consumía un porcentaje asombroso de la conversación del buen reverendo. Había predicado mucho tiempo acerca de la cuestión de apagar las luces, pero no porque quisiera salvar el planeta, sino porque era tacaño. Cuando tenía a su cargo una parroquia, el pastor era tan avaricioso como cualquier presidente de empresa, y exprimía sin vergüenza a sus feligreses, siempre cortos de dinero, para que dejaran cantidades más sustanciosas en el cepillo y así poder reacondicionar la pintoresca iglesia de madera con cañerías no tan pintorescas. De hecho, el conflicto presupuestario entre el aumento de los costes y una congregación en constante disminución era el tema dominante en la mayoría de las cenas de los domingos cuando Shep era niño. A su padre lo mortificaría esa conclusión, pero en los comentarios cáusticos del pastor sobre los fabricantes ricos, sus segundas residencias y sus coches deportivos, Shep había aprendido a detectar un indicio, sólo un indicio, de algo tan común como la envidia.

Además de algunos golpes y cardenales, papá se había roto el fémur de la pierna izquierda. Había bajado las escaleras enfrascado en la lectura de una novela de Walter Mosley. A decir verdad, ese accidente podría haberlo tenido, incluso siendo más joven, cualquier aficionado a las novelas de detectives, y si bien al menos no se había hecho nada en la cadera, a los ochenta años cualquier hueso roto era algo serio. Por suerte, Beryl estaba en casa en ese momento. Por desgracia, sus atenciones inmediatas habían agotado rápidamente sus reservas de altruismo a lo Clara Barton; o, como diría Glynis, la estantería de cartón de su carácter se había venido abajo tras semejante esfuerzo. En adelante, el papeleo, las facturas y la logística de un padre mayor y discapacitado —ocuparse de si papá podía volver a casa y, si no, de adonde podía ir— serian problemas de Shep. Sinceramente, si alguien hubiese hablado por teléfono con su hermana la noche anterior, podría haber pensado que Beryl era el taxista que había dejado al viejo en el hospital y que ahora quería que le pagasen la carrera.

A Shep le habría gustado que todo fuese más sentimental, pero como cualquier norteamericano cuerdo de nuestros días frente a una calamidad medica, no podía permitirse malgastar sus energías en mero afecto y preocupación. El coste de la crisis inmediata lo cubriría Medicare, pero sólo en un ochenta por ciento; Shep se reprochó no haberle pagado a su padre una póliza complementaria de Medigap cuando tuvo oportunidad de hacerlo. La verdadera angustia empezaría en cuanto pasara la crisis. Enfrentados al dilema de tener que pagar el salario de un cuidador a domicilio o el precio de una residencia, no hacía falta decir que Beryl aportaría su granito de arena sólo en el sentido figurado de la expresión.

Elevándose junto a la orilla del río apareció la austera fachada de Sainte Anne; las severas líneas verticales de ladrillo rojo denotaban rectitud, frugalidad y paciencia. Con el alargado remate de la aguja izquierda alzándose asimétricamente más alto que la derecha, a Shep el monumento característico de Berlin siempre le había recordado a una solterona recta y mojigata que blandía un paraguas. En el contexto del desastrado parque de viviendas que se extendía detrás, la altiva grandeza de la catedral parecía fuera de lugar. Pues cuando las fortunas del lugar se habían ido a pique, el hecho de que Berlin se encontrase en la confluencia del Dead con el Androscoggin se había vuelto aún más adecuado. Puede que Berlin no fuera literalmente un pueblo muerto, ni de mala muerte, pero estaba al final del rio «Muerto».

Frente a la catedral se alzaban las últimas chimeneas que quedaban en pie. Corría el rumor de que Fraser Paper tenía los días contados. (Dios ayude a su ciudad natal si su supervivencia depende de un proyecto de aparcamiento para vehículos todoterreno. Niños berreando montados en carros que chirriaban y que, en conjunto, sonaban como un enjambre de mosquitos; no era una salvación respetable para los adultos). Sí, claro, en su infancia las chimeneas de ladrillo manchadas de hollín habían echado a la atmósfera un brumoso hedor blanco, y entre los que habían trabajado con pasta de papel las tasas de cáncer de estómago y de leucemia eran altas. En términos estrictamente medioambientales, puede que para Berlin fuese más sano que la mayoría de las fábricas hubiesen cerrado. Con todo, Shep las echaba de menos. Con sus chimeneas, ese horizonte había sido inconfundible. Cuando él era niño, los habitantes de Berlin sentían un perverso orgullo cada vez que los turistas que iban a las White Mountains pasaban por su ciudad natal e indefectiblemente se tapaban la nariz. Y qué ruido hacían esas fábricas cavernosas a las que sus clases de primaria habían peregrinado sobrecogidas… Esas fábricas siempre habían sido las verdaderas catedrales de Berlin, New Hampshire. Además, Shep siempre había apreciado ser de un lugar donde se hacía algo tangible, algo que se podía coger y plegar y sobre lo cual se podía escribir. No le gustaban las ciudades cuya economía se basaba en «servicios» efímeros o en una inventiva difícil de aprehender, como el software. En realidad, Shep no era de este siglo, y él lo sabía.

Cuando se mudó a Nueva York, al principio le dio cierta vergüenza ser de un pueblo que quedaba en el quinto pino, y no había tenido más remedio que aprender a pronunciar muchas palabras sin el acento de New Hampshire. Había practicado la pronunciación de la r y de la / y había aprendido a distinguir palabras que para el sonaban iguales y sólo significaban una cosa. También al cabo de apenas unas semanas ya pedía batidos en lugar de frappés, por ejemplo. Pero hacía tiempo que ya no sentía esa vergüenza. Era interesante ser de un lugar tan particular. Cualquiera que hubiese emigrado de una localidad de apenas diez mil almas era un producto raro; la mayoría de la gente era de Nueva York. A ese inhóspito reducto del norte le debía su resistencia al frío. Shep había ido al colegio con un metro de nieve en las aceras, con el aguanieve hiriéndole las mejillas y acumulándosele en las pestañas y con una sensación en los pies que empezaba a desaparecer después de recorrer las dos primeras calles. —¿Qué tal eso para la neuropatía periférica, Glynis?—. Con la cabeza baja, la frente contra el viento, concentrado únicamente en el siguiente paso y el siguiente… Bueno, esas mismas agallas, herencia de la niñez, habían acudido en su ayuda esos últimos seis meses, como afrontar en serio las dificultades, sin quejarse, resguardándose bien dentro de un yo pequeño y protector cuando las fuerzas hostiles arremeten desde el exterior.

Aun con los motores a medio gas, de Fraser Paper seguía emanando un perfume embriagador. En el aparcamiento del Hospital de Androscoggin Valley, Shep aspiró una profunda bocanada de aire acre. Nostalgia. Con esa fachada de granito mate pulido, ése no era el inmundo hospital Victoriano del mismo nombre en el que lo habían operado de amigdalitis cuando tenía diez años. Con una atmósfera de sufrimiento, estrechez y sábanas hervidas, el original había parecido más honesto, más un hospital de verdad. Construido en la década de 1970, el nuevo tenía un aire de inocencia municipal y, más que un edificio en el que a uno le pueden amputar una pierna, parecía el lugar adonde ir a renovar el carné de conducir. Más cuidado, más limpio y luminoso, también parecía engañoso, como la luz deslumbrante de las mañanas de invierno en New Hampshire, que podía parecer una buena señal hasta que uno salía fuera y recibía en la cara una bofetada de viento helado a uno o dos grados bajo cero.

Cuando le indicaron dónde quedaba la habitación en la que su padre seguía bajo los efectos de la anestesia —lo habían operado esa mañana—, Shep ya no pensaba en Medicare. Habían tenido sus desavenencias, pero Gabriel Knacker siempre había sido formidable. Su sonora y potente oratoria no había encontrado un público capaz de apreciarla en su modesta congregación, y el intenso compromiso del pastor con cuestiones como la pobreza mundial y el apartheid en Sudáfrica no coincidía con las preocupaciones más inmediatas de sus feligreses, que querían conservar su trabajo en las fábricas. Como padre, había hecho valer su juicio con la misma mano dura con que otros padres les daban a sus hijos en el trasero, y el dolor duraba más que el de cualquier azotaina. El mayor temor de Shep niño era la «decepción» del padre. Como magnate de las reparaciones que se había degradado a sí mismo a funcionario de la que fuera su propia empresa, no cabía duda de que se había convertido en una decepción permanente, pero a Cabe Knacker no le importaba si su hijo era el dueño de la empresa o si trabajaba para ella. Una entidad corporativa, si no abiertamente perversa, era, en el mejor de los casos, moralmente neutra, y, en opinión del pastor, que hubiese buenos hombres haciendo nada era sinónimo de maldad. Los argumentos que señalaban que si toda la población de Occidente ingresara en el Cuerpo de Paz todos moriríamos de hambre, eran previsiblemente inútiles, aunque Shep se había hecho merecedor de cierto reconocimiento por haber, al menos, dado empleo a numerosos inmigrantes hispanos en dificultades. Considerando que no podía recordar que su padre hubiera expresado alguna vez simpatía por sus conciudadanos de origen europeo, tenía verdadero mérito que su congregación blanca y americana lo hubiera soportado.

Antes o después tiene que llegar, para los niños ya crecidos, el momento de percibir, con asombro y alarma a la vez, que un padre o una madre se han hecho viejos. Tan duradera es la impronta autoritaria de la infancia, que ese momento suele llegar años después de que ese padre o esa madre ya hayan parecido innegablemente seniles a todos los demás. Sin embargo, aunque se trate de una revelación rutinaria, a Shep no se lo pareció. Lavarse las manos en el dispensador de desinfectante que había junto a la puerta de la habitación, en el pasillo, fue el presagio del primer y tardío encuentro de Shep Knacker con la cruda realidad objetiva del deterioro paterno.

La figura imponente de su infancia ocupaba un espacio extrañamente pequeño en la estrecha cama de hospital; así pues, era verdad que Shep debería haber tratado de reforzar la dieta habitual de su padre, a base de emparedados de queso calientes. La piel de Gabe Knacker tenía una transparencia acuosa que seguramente había adquirido años antes y que Shep se había negado a advertir; no disfrutó nada advirtiéndola ahora. Con casi setenta años, el reverendo aún tenía una melena muy oscura y espesa, cosa que de algún modo había permitido al hijo no observar que, en la última década, el hombre finalmente había empezado a quedarse calvo y que los pocos mechones que le quedaban ya se habían vuelto blancos. La mano que sujetaba esa sábana era una mano arrugada, manchada y menuda, y era de suponer que la transformación de esa extremidad ancha y fuerte, que en tiempos se alzaba una vez por semana para dar la bendición, no se había producido de la noche a la mañana.

Shep y su padre habían tenido muchas peleas. Porque el hijo «desdeñaba la enseñanza superior» y de ese modo «desperdiciaba su brillante inteligencia»; porque se había vendido a Mamón; por su poco elegante aspiración a una «Otra Vida», una apostasía. (Ahorrar para ayudar a los pobres del Tercer Mundo habría sido una cosa; acumular dinero para atontarse con bebidas hechas con piña tropical era otra muy distinta). Sin embargo, el choque entre generaciones era una batalla que ningún hijo que se preciara esperaba ganar. Shep no quería que su padre capitulara sólo por los años que llevaba en el planeta, que se transformaban furtivamente de ventaja en desventaja en cuanto uno volvía la espalda. La victoria por la juventud era una victoria pírrica. No quería que su padre dejase de dar miedo, de intimidar, ni de ser exasperante o insuperable. Que Shep no quisiera que su padre fuese viejo era únicamente una manera de decir que no quería que dejara de ser su padre.

Besó con suavidad la frente del enfermo; al rozar los labios, la piel delgada parecía floja en el cráneo, lo cual no dejaba de ser desconcertante. Después acercó una silla a la cama. Allí se quedo en silencio durante quizá media hora, oyendo la respiración entrecortada y poniendo de vez en cuando una mano en el brazo atrofiado de su padre. Fue una breve sesión del sencillo estar ahí que durante tanto tiempo había deseado para la Otra Vida. Lo que Glynis había llamado «hacer nada», oler, ver, oír y advertir brevemente la presencia animal en el mundo, constituía sin duda una forma de actividad, quizá la más importante. No estaba seguro de si su padre sabía que él estaba ahí, y eso estaba bien. Era una manera de hacer compañía que esos últimos tiempos había aprendido a valorar especialmente con Glynis; sin conversación, pero sorprendente en comparación con estar solo.

Shep aparcó en el sendero para coches de Mount Forist Street; no es de extrañar que, viniendo de un lugar donde no se sabía pronunciar bien el nombre de la capital de Alemania, y ni siquiera escribir bien Forest, se hubiera sentido un paleto cuando se mudó a Nueva York. Como siempre, la casa colonial de color sepia, de dos pisos, con tejas planas y rodeada por un porche, le producía sentimientos encontrados, básicamente una sensación cálida y acogedora mezclada ambiguamente con depresión, como un bote de pintura dorada que, contaminada con unas gotas de verde oscuro, termina volviéndose de un tono indefinido y sin nombre. Recuerdos borrosos e idealizados chocaban con la percepción presente, más dura, de que esa casa estaba deteriorándose a pasos agigantados. A las cascadas tejas de cedro podía venirles muy bien que las reemplazaran. Las barandillas del porche se habían abarquillado. Con todo, era un sólido edificio de 1912, con cierto aire distinguido gracias a la torrecilla extravagante y redonda que se alzaba a la derecha hasta formar un tercer piso. La habitación de su infancia estaba allí arriba. Si bien en un cuarto pequeño y redondo era imposible distribuir bien los muebles, no era eso precisamente algo que molestase a un niño. Shep había adorado la escalera en espiral y esa atmósfera de casita en los árboles, el sonido del arroyo al bajar por la cuesta, que se filtraba a través de las ventanas curvas. Convencido, sin tener que hacer esfuerzo alguno, de que ocupa el centro del universo, de niño uno nunca parece darse cuenta de que vive en las quimbambas.

Beryl lo saludó con la mano desde el porche. El ganchillo del deforme top color chocolate era lo bastante calado para dejar al descubierto el sujetador, de un rosa desagradable por lo llamativo. Su hermana ya no tenía la silueta que hay que tener para ponerse uno de esos ceñidos shorts de tela vaquera. Pero claro, en el norte de New Hampshire se contaban con los dedos de una mano los días en que uno podía ponerse pantaloncitos cortos, y las chicas del lugar tenían tendencia a sacar los minishorts del armario en cuanto el termómetro marcaba más de quince grados. Por otra parte, qué iba a decirle la sartén al cazo, ¿no?

—¡Shepardo! ¡Qué alivio que hayas venido! —Beryl lo estrechó entre los brazos—. No te imaginas lo sola que me he sentido… Por Dios, no hago más que recordar ese repentino ¡bum, bum, bum!, en las escaleras. No he pegado ojo. Y no puedo dejar de pensar en lo que habría pasado si yo no hubiera estado aquí.

—Sí, ha sido una suerte.

Shep entró la bolsa mientras Beryl seguía diciendo sin parar que había hecho «todo lo que había podido» y que estaba «reventada» y «sin saber qué más hacer»; subrayaba todas sus palabras mesándose con las dos manos la espesa y rizada melena. Y, por supuesto, «necesitaba un respiro». Shep no conseguía imaginar qué había tenido que hacer aparte de llamar una ambulancia e ingresar a su padre, pero no debía mostrarse ingrato.

Empezó a subir las escaleras para dejar la bolsa en su habitación.

—Ah, instálate en mi antiguo dormitorio —dijo Beryl—. Yo he ocupado el tuyo.

Shep se detuvo.

—¿Y eso por qué?

—Ya sabes que siempre quise tener tu habitación. Era la mejor. Y ahora estoy viviendo aquí. Tú estás de visita, ¿no?

Shep se contuvo para no enfadarse; era un enfado con ecos de un viejo resentimiento. A los dieciocho años, Beryl había tenido que seguir al hermano mayor a Nueva York, como un dolor reumático que se activaba cuando llovía.

Al volver abajo Shep tomo conciencia del grado en que su hermana había ocupado la casa paterna. Las estrambóticas antigüedades del apartamento de la calle Diecinueve Oeste se habían adueñado de todos los rincones, abarrotando lo que antes era una espaciosa y aireada extensión de suelo de madera noble. Las revistas de cine y el equipo fotográfico cubrían todas las superficies como pis de perro. El ordenador portátil ocupaba el lugar de honor en la mesa del comedor, invisible bajo pilas de páginas impresas. Un ramo marchito de vulgares flores de zanahoria silvestre en un bote de mayonesa parecía no recordar que el padre sufría de fiebre del heno.

—¿Has visto a papá?

—Sí, lo he visto, ésa es la palabra —dijo Shep, desplomándose en el sofá—. Todavía dormía. Pero las enfermeras dicen que parece haber salido bastante bien de la operación.

—Lo sé, lo sé, he llamado casi cada media hora, más o menos.

Shep se preguntó si su hermana habría llamado al hospital con la misma frecuencia imaginaria con la que Amelia podía llamar a su madre.

—¿Tienes algo de beber? Estoy molido.

—Bueno, sí… Creo que podré encontrar algo.

Sin muchas ganas, Beryl se fue a la cocina arrastrando los pies y volvió con una botella casi vacía de Gallo —léase, matarratas—, y le sirvió un vaso que apenas daba para tres sorbos, con lo cual Shep se dio por enterado. Además de haberse detenido en casa de Nancy, la vecina, para asegurarse de que Glynis podía llamarla en caso de urgencia; de preparar el desayuno para su mujer, que, daba la casualidad, tenía cáncer; de mirarse la lista de residencias de ancianos en Internet con vistas a asumir toda a responsabilidad por lo que pudiera pasar, y de atravesar en coche toda Nueva Inglaterra, ocho horas de carretera en medio del denso trafico de ese día festivo, habría debido acordarse de llegar con un par de botellas de vino bebibles (no como ésa), un pack de seis cervezas de una marca poco conocida y una bolsa tamaño familiar de doritos, poder ser Cool Ranch, los preferidos de Beryl.

—Bueno, ¿adonde podríamos ir a cenar? —dijo Beryl—. ¿Al Moonbeam Café? ¿Al Eastern Depot?

El Moonbeam quedaba en Gorham, un pueblo por el que Shep acababa de pasar, y hacer el viaje de vuelta después de la cena significaba limitar el consumo de alcohol a menos de lo que su estado de ánimo necesitaba. El Eastern Depot era el local pijo que la mayoría reservaba para aniversarios y cumpleaños, y la generosidad natural de Shep ya no era ni mucho menos la de siempre.

—¿Qué tiene de malo ir andando hasta el Black Bear?

Beryl arrugó la nariz.

—Sólo sirven carne. He vuelto a hacerme vegetariana.

—¿Desde cuándo?

—Desde esa lasaña que comí en tu casa. Me puso…, bueno, me revolvió el estómago.

Lo que le había revuelto el estómago fue no salirse con la suya.

—Gracias.

—No te lo tomes personalmente.

—¿Y por qué no comemos aquí? Puedo acercarme a la bodega de Pleasant Street, pero eso es lo único que estoy dispuesto a hacer.

Y Beryl le haría pagar que no la llevase a cenar fuera esa noche. De una manera u otra, Shep terminaba pagando por todo.

—Me muero de hambre —anunció Shep, dejando las botellas encima del mármol.

Beryl le miró la cintura y enarcó una ceja.

—No pareces precisamente un muerto de hambre.

—Tengo que prepararle a Glynis la comida más calórica posible. Y yo termino comiendo.

—¡Oh, lo siento! Con todo este lío de papá se me pasó preguntártelo. —Beryl se apartó de la cocina y arrugo la frente en una expresión de profundo interés y preocupación—. ¿Cómo está?

Shep había aprendido a reconocer esa expresión. La música misma de la pregunta —arrastrada, con esa entonación descendente— era idéntica en timbre a la que, formulada por personajes secundarios, venía sorteando desde hacía meses. Debajo del gesto somero y mecánico, del ceño fruncido, acechaba la esperanza de que la respuesta no fuese incómoda, de que no requiriese nada de ellos, y de que, por encima de todo, fuese breve.

—Parece que vamos a poder vencerlo —dijo Shep, obligándose a recordar que ahora era un creyente, un evangélico, un fanático—. La quimio funciona.

—¡Fantástico!

La respuesta, entre críptica y positiva, permitía a Beryl pasar a otra cosa, y no preguntó nada más.

Beryl cocinaba como se vestía. Todo lo que preparaba era grumoso y marrón. El mejunje de esa noche era típico: un puré de anacardos pasados, pedazos de tofu manchado con salsa de soja y judías pintas demasiado cocidas que ya empezaban a desintegrarse.

Como había puesto el fuego al máximo, esa bazofia estaba quemándose, y se notaba, pero Beryl era incapaz de detectar el olor en el aire. Añadiendo discretamente un poco de agua, Shep reflexionó sobre el hecho de que su hermana no consideraba la falta de olfato una deficiencia, sino un honor. En esos días, por alguna misteriosa razón, todo estaba del revés, de modo que no poder ver, oír, aprender o caminar era algo que hacía a la gente superior. Por eso Shep no sabía qué hacer con su solidaridad.

Desear que su hermana pudiese disfrutar del aroma de los troncos de pino partidos ahora era, por lo visto, un insulto.

Cuando se sentaron, el plato de Shep parecía la boñiga de una vaca con problemas digestivos. El Moonbeam Café servía un pan casero estupendo y postres con frutas; puede que esa masa arenosa y pegajosa fuese lo que le gustaba a Beryl, pero él no pudo evitar sentir que estaban dándole una lección. Como mínimo, esa cena más que dudosa no los distraería del punto principal, aunque el orden del día ya no era estimulante.

—Shep, quería decirte… Bueno, papá… —empezó Beryl—. Detesto tener que decir que ya te lo había dicho…

—No, no lo detestas. Así que adelante. La petulancia es uno de los placeres de la vida.

—Bueno, como ya te dije en Elmsford, esto tenía que pasar…

—Muy bien. ¿Has terminado? Ya ha pasado. Siguiente punto.

—No hace falta que seas tan tajante. Esto es duro para todos.

—Más que nada para papá.

—Sí, por supuesto —dijo Beryl, dando marcha atrás.

Rascar la costra pegoteada en el fondo de la olla había sido un error. En el tenedor aparecieron unas escamas negras.

—Me horroriza el motivo, por supuesto —prosiguió Beryl—, pero no sabes cuánto necesitaba un respiro… Imagínate, papá y yo entre estas cuatro paredes. ¡Se ha vuelto tan maniático! Todo su día es una sucesión de rituales, y todo ha de ser de tal o cual manera y no de otra.

Shep señaló con la cabeza el ordenador que estaba en la cabecera de la mesa.

—Al parecer ha hecho sitio para tus trastos. Eso ya es ser bastante flexible.

—Pero yo le preparo los sándwiches de queso, ¿no? Intento ser amable, pero no. El pan queda demasiado negro y el queso no lo bastante fundido. Hay que tener el fuego siempre en el mismo puntito negro, y poner la tapa de una olla encima del sándwich, y no una tapa cualquiera, sino una del tamaño exacto para el pan Branola. Y Dios nos libre si olvidamos las dos patatitas con eneldo o si vuelvo de la tienda con una marca de patatas que no sea la que a él le gusta, las onduladas. Yo que me lo imaginaba tan frugal… ¡Pero te juro que tiró el sándwich y se hizo otro!

—Bravo por él —dijo Shep—. ¿Cuántos sándwiches de queso calientes más va a comer un hombre de su edad?

—Y hay otra cosa que me vuelve loca, Shep —prosiguió Beryl, que se esforzaba realmente por crear una especie de confabulación entre hermanos—. El periódico. Todavía recorta montones de artículos, ya sabes, sobre el perdón de la deuda del Tercer Mundo, todo lo que tenga que ver con Abu Ghraib y, obviamente, si hay alguien que se muere de hambre, se emociona. Así que cuando cojo el periódico parece uno de esos copos de nieve de papel que recortábamos en el colegio. Ya le he dicho que si quiere un artículo podemos imprimirlo directamente de Internet, pero no, él insiste en tener la versión del periódico. Ya has visto su despacho arriba. Está atestado de archivadores llenos de artículos amarillentos y raídos. No sé, es un poco triste. Me pregunto qué piensa hacer con todo eso.

—Parece una buena cosa que siga interesándose tanto por el mundo —dijo Shep, que no cambiaba de opinión—. La mayoría, a los ochenta años, ni siquiera lee el periódico, y mucho menos lo recorta.

Beryl no capto la indirecta, pero Shep no pensaba seguirle la corriente.

—¿Sabías que escribe una carta a la dirección casi todos los días? A veces al Sentinel, pero por lo general al New York Times o al Washington Post. Prácticamente nunca se la publican. Es como si cada vez que pasa algo el mundo entero estuviera esperando saber qué piensa Gabriel Knacker. Bueno, eso sí es triste. Me imagino a todos los de la sección de cartas al director recibiendo otro sobre franqueado en Berlin, New Hampshire, poniendo los ojos en blanco y tirándolo a la basura sin abrir.

Inquieto por estar lejos de Glynis, Shep no pensaba quedarse en Berlín mucho tiempo; ese prolongado tira y afloja por el único progenitor que les quedaba podía esperar.

—¿Y cuál es el pronóstico? ¿Crees que podrá volver a casa?

—Eso significaría contratar a una enfermera o algo, pues es probable que tenga que pasarse semanas en cama. De hecho, podría necesitar cuidados las veinticuatro horas del día…, no sé, para siempre.

—Es cierto… —dijo Shep, dirigiendo una dura mirada a su hermana.

—Y quién sabe qué clase de persona sería. Si viniese una bruja mandona, la vida aquí podría volverse insoportable.

—Por lo que he leído, la asistencia en casa todo el día, con un cuidador que duerma aquí, puede costar cien mil dólares por año.

—No puedo creer que apenas llevemos un minuto hablando de esto y tú ya saques a relucir el dinero.

Con una sonrisa, Beryl intentó hacer pasar la provocación por una broma, pero no lo consiguió.

—Puesto que papá no está aquí para decirnos qué querrá hacer, de lo único que tú y yo podemos hablar es de dinero.

—Qué importa lo que cueste —proclamó Beryl—. Lo que importa es que sea lo mejor para papá.

—¿No esperas que prefiera volver a casa?

—Creo que para él vivir aquí ya no será práctico —dijo Beryl—. Incluso podría ser peligroso. Podría volver a caerse. Además, sólo retrasaría lo inevitable. Es el momento perfecto para dar un paso decisivo e instalarlo en algún centro donde tenga médicos y le preparen la comida y esté en compañía de gente de su edad.

—Dejándote a ti en esta casa. ¿Es eso lo que estás pensando?

—Puede que me quede un tiempo más. ¿Por qué es tan terrible? Alguien tiene que cuidar este caserón.

—«Este caserón» es lo único que papa tiene. Es lo único que tiene para contribuir a pagar algo que probablemente costará cien mil al año, sea lo que sea lo que elija, atención domiciliaria, una residencia o un centro de día.

—¿Estás diciendo que venderías esta casa pasando por encima de mí y me dejarías en la calle? ¿Adonde coño podría ir yo?

—A donde van los adultos cuando no viven con los padres.

—¡Eso es ridículo! ¿Para qué sirve entonces toda esa mierda de Medicare y Mediquéséyocuántos?

—Intenté explicártelo mientras mi lasaña te revolvía el estómago. —Shep miró el plato dando a entender lo mucho que le revolvía el estómago esa porquería—. Medicare no cubre la asistencia a largo plazo, punto. Estás pensando en Medicaid.

Beryl, aburrida, agitó una mano.

—Nunca lo recuerdo bien.

—Los requisitos de Medicaid son rigurosos, y haría falta un montón de papeleo sólo para poner a papá en las listas. Cubre únicamente a los que no tienen nada. A él nunca lo aceptarán porque todavía es dueño de esta casa y cobra regularmente una pensión. Así que o vendemos esta propiedad, nos gastamos todo el dinero y liquidamos su fondo de pensiones o… —Shep hizo una pausa al advertir que hablaba en primera persona del plural, pero decidió emplearlo porque era bueno para la educación moral de su hermana—, o cargamos con el muerto.

—¿Y mi herencia?

—¿Qué herencia?

—¡La mitad de esta casa será mía, y cuento con ese dinero para dar una entrada y comprarme un apartamento! —aulló Beryl—. ¿De qué otra manera voy a tener alguna vez una casa de mi propiedad?

—Yo no tengo casa propia, Beryl.

—Porque no has querido. Tú habrías podido comprar lo que se te antojara, y lo sabes. —Beryl se cruzó de brazos, enfurruñada—. Mierda, tiene que haber un documental sobre esto. Papá trabajó toda la vida, pagó los impuestos, y ahora, cuando necesita…

—Que se le hayan agotado los bienes, los que necesitaría para los cuidados de sus últimos años de vida —la cortó Shep—, es algo que no ha pasado inadvertido.

Con evidente disciplina, Beryl se descruzó de brazos y, más serena, puso las manos a ambos lados del plato.

—Mira. Podríamos hacerlo asi. Tu pagas la residencia, o lo que sea. Me das dos o tres años aquí para que yo pueda ahorrar algo. Después, cuando papá fallezca y vendamos la casa, tu parte de la herencia cubriría lo que adelantaste.

Shep se reclinó en la silla. Semejante audacia sólo merecía el calificativo de brillante. Nadie podía afirmar que su hermana no fuese divertida.

—O sea, ¿que mi parte va para pagar la residencia y tú te quedas con la tuya?

—Claro, ¿por qué no? Y después te libras de mí. Ya no iré a llamar a tu puerta para pedir una taza de azúcar. Podría volver a Nueva York.

—Dejando a un lado ahora si te compro o no el puente de Brooklyn…, dime, ¿cuánto crees que vale esta casa?

—El mercado inmobiliario se ha disparado en todo el país. Todo ha…, no sé, triplicado su valor en diez años. Todo el mundo menos yo ha estado haciendo dinero sin mover un dedo. Cinco habitaciones, tres cuartos de baño… ¡Esta casa debe de valer una fortuna!

—Repito. ¿Cuánto, exactamente, crees que vale esta casa?

—No sé… ¿Quinientos mil? ¿Setecientos cincuenta? Con ese jardín tan enorme que tiene, qué sé yo, ¡podría incluso valer un millón de dólares!

Shep sabía que a su hermana le encantaba esa casa, y en cierto modo por un buen motivo. La oscura carpintería interior era original y nunca la habían pintado. Era espaciosa, y tenía su aquél. Además, en su cabeza la casa se había valorado aún más por ser el lugar en el que había crecido, y sus recuerdos eran agradables; ella siempre había sido la preferida. A Shep no le gustaba nada destruirle la ilusión, pero los agentes de Realtor no eran tan sentimentales.

—He estado mirando en páginas de agencias inmobiliarias.

Las casas grandes de Berlin se venden a menos de cien mil dólares.

—¡Eso es imposible!

—Fraser Paper va a cerrar, y todo el mundo lo sabe. ¿No has visto cuántas casas vacías y abandonadas hay en este barrio? Se habla de que van a construir una enorme cárcel federal y un aparcamiento para todoterrenos, pero aun asi hablamos de cien puestos de trabajo más o menos. Después de hacer Reducir el papeleo, tú más que nadie deberías saber que todo el mundo se está yendo de Berlin. En esta zona el valor de la propiedad está cayendo.

—¡No está cayendo en ninguna parte! ¡Esta casa es la mejor inversión que papá hizo en la vida!

—Beryl, piénsalo un poco. ¿Quién quiere vivir aquí? Documentalistas exiliados de Nueva York que ya no pueden pagar el alquiler. Nadie más. Y ése es el verdadero problema. Aun cuando pongamos esta casa en venta mañana mismo, podrían pasar meses, incluso años, sin que se venda, y entretanto Medicaid no se hará cargo de la residencia de papá, ni lo sueñes. Así que no te preocupes, no se venderá «pasando por encima de ti». Lo que me preocupa es que no será posible.

—Bueno…, no sabemos cuánto tiempo va a durar, ¿verdad? Quiero decir que he oído que para mucha gente mayor un hueso roto es el principio del fin.

Se metían en un terreno muy feo.

—Si, claro, si se muriese mañana, tú podrías cobrar tu herencia —dijo Shep, haciendo hincapié en esa última palabra.

—¡No me gusta nada lo que insinúas! Yo sólo decía…

Shep recogió la mesa y se quedó de pie junto a la pila de platos, sopesando lo que iba a decir. Estuvo a punto de soltar la propuesta, pero —tal vez porque Gabe Knacker estaba postrado en cama en el hospital— empezaba a sentirse más el padre de Beryl que el hermano.

—Cuanto más tiempo pueda papá vivir en su casa —dijo—, mejor le sentará, y mejor también para nosotros. Pero un cuidador que viva aquí sería caro y, como has dicho, una molestia. De ahí mi curiosidad. Hay una posibilidad que no hemos contemplado. ¿Y si volviera y lo cuidaras?

—¡De ninguna manera! —exclamó Beryl. Estaba claro que esa opción ni se le había pasado por la cabeza.

—En enero sugeriste que papá ocupara la habitación de Amelia, aunque eso fue antes de que te dijéramos que Glynis estaba enferma. Entonces, que papá viviera contigo en Manhattan era imposible, pues estabas a punto de perder tu apartamento. Pero ahora te has apalancado aquí y no van a desahuciar a nadie, ni a ti ni a papá. Podrías ser útil.

—¡No estoy cualificada! ¡No soy enfermera!

—Estoy seguro de que el hospital puede solucionar lo de la fisioterapia, pero lo más importante será cocinar y hacer la compra y mantener limpia la casa. Cambiarle las sábanas, lavarle la ropa, hacerle compañía. Bañarlo con una esponja y ayudarlo con el orinal. Para eso estás tan cualificada como cualquiera.

—Papá nunca se sentirá cómodo si su hija tiene que limpiarle el culo. Sería terriblemente bochornoso para los dos.

—La gente cambia lo que está dispuesta a aceptar cuando uno cambia lo que está dispuesto a dar —dijo Shep, con una sonrisa.

La homilía le recordó a su madre.

—¡No puedo creer que me estés pidiendo que lo haga! ¡No veo que tú te presentes voluntario para dejarlo todo y cuidar a alguien todo el día!

—¿Ah, no? Dejarlo todo y cuidar a alguien todo el día, o toda la noche, es exactamente lo que estoy haciendo por Glynis. Mientras tanto, tengo un trabajo de jornada completa, que detesto, y que sólo conservo para que mi mujer tenga alguna cobertura médica.

Si la metedura de pata turbó a Beryl, la turbación duró poco.

—¡Tú quieres que ponga toda mi vida en suspenso, y tal vez durante años! Pero tú sólo tienes un trabajo, ¡yo tengo una carrera! Y da la casualidad de que papa cree en esa carrera. ¡Nunca querría que sacrificase mi carrera de cineasta interesada en cuestiones sociales importantes sólo para que venga aquí a bañarlo con una esponja! De hecho, es posible que sí haga un documental sobre los cuidados del final de la vida. ¡En ese caso haría mucho más bien a muchos más ancianos que el que podría hacer jamás quedándome aquí preguntando si un solo anciano necesita un vaso de agua!

—O sea, ¿no? ¿Final de la historia?

—Será mejor que te lo creas. No es negociable, no existe la más mínima posibilidad. Absoluta y definitivamente no. Olvídalo.

Beryl parecía frustrada por haberse quedado sin más negativas.

Cuando Shep vendió Knack, nunca había esperado que lo tratasen con más consideración —que le dieran asientos preferenciales en los restaurantes, que otorgasen un peso especial a sus modestas opiniones— solamente por haber hecho algo de dinero. Pero lo que nunca había esperado era que lo castigasen por eso.

—Entonces yo tendré que pagar la alternativa, sea ayuda en casa todo el día o alguna institución. En cuanto a tu estancia gratuita en mi antiguo dormitorio, tienes suerte, pues no voy a poner esta casa en venta mientras papá piense que hay una esperanza entre un millón de poder volver. En cualquier caso, lo que me gustaría que comprendieras es que cubrir los costes de la ayuda no va a ser fácil para mi. Ya tengo unos gastos enormes con Glynis, y no soy el ricachón que tú te piensas.

—No entiendo —dijo Beryl, sinceramente perpleja—. Dijiste que tenías seguro médico.

Shep rió. No fue una risa muy bonita, pero peor era llorar.