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Sheperd Armstrong Knacker

Merrill Lynch - N.° de cuenta 934-23F917

1 de abril de 2005 - 30 de abril de 2005

Cartera neta: 571 264,91 dólares

Él sabía que estaba mal, pero había vivido siempre con un ojo puesto en el futuro. Ingenuamente, suponiendo que siempre habría un futuro. Así, por estrictamente que se lo prohibiera, por más que quisiera trazar una línea en la arena, su mente avanzaba hasta cierto advenimiento, e iba aún más allá, atravesando despreocupadamente ese territorio prohibido cuya contemplación debería haber sido insoportable. En todo caso, la metáfora de la arena era peculiar; cualesquiera que fuesen las nefastas consecuencias de las que uno podría estar avisado, atravesar una línea en la arena es algo de lo más sencillo. Además, esa arena que él imaginaba compulsivamente era blanca, salpicada aquí y allá con manglares, con canoas encalladas talladas a mano, con huellas de las ruedas de carros de bueyes y llena de vida por la presencia de abigarrados kangas. Si Shep Knacker iba a trazar una línea en la arena, sería en la costa de Pemba.

Estaba arriba, en su despacho, extendiendo talones. Aunque esa habitación era realmente —realmente— una oficina central y nada más, su contable le había avisado que no la desgravase en la declaración de la renta. Era una bandera roja, había dicho Dave, y multiplicaba por mil las posibilidades de una inspección. Todos los años en abril —y el ultimo no había sido una excepción—, Jackson despotricaba porque los federales ponían la casilla «¿Se desgrava un despacho en casa?» en lo alto de la primera página del 1040, siendo eso prácticamente lo primero que querían saber después del nombre y el apellido del declarante. «¿Te preguntan en la primera página si te desgravas las gomas elásticas?», bramaba. «¿Te preguntan inmediatamente después del puto número de la seguridad social si te has desgravado algo por haber donado al Ejército de Salvación un abrigo viejo? ¡No! Con esa casilla, como si te dijeran “te desafiamos a que lo hagas; pruébalo y verás”, lo que hacen es intimidarte para que omitas la única deducción legítima que podría mantener bien lejos de sus ávidas manos de ladrones algo más que lo que cuesta un donut de mermelada». Bueno, si era intimidación, funcionaba.

Dada la pasta que había volado de esa habitación en los últimos meses, unos miles de dólares más o menos en impuestos poco habían importado: cena con los parientes de Arizona las noches en que había sido incapaz de preparar otra comida sin hidratos de carbono; sumas astronómicas en combustible porque Glynis cogía frío con facilidad, y con una primavera desacostumbradamente helada había puesto el termostato a veinticinco grados, una temperatura aún más alta que cuando ella se resfriaba; facturas del laboratorio por las analíticas cuyas agujas aún la ponían al borde del desmayo y, por supuesto, haciendo que todo lo demás pareciera calderilla, la operación, que se había comido un buen pedazo de la cuenta de Merrill Lynch como si reflejara fiscalmente la violencia infligida al vientre de su mujer. Y después, la quimio. Cada sesión costaba más de cuarenta mil dólares. Si antes se quejaba tanto cuando en la casa se compraba mostaza de una marca blanca, ahora a Shep parecía no importarle el dinero, le era casi indiferente. Algo en él saldría a la calle mañana y pondría un fajo de billetes en las manos del primer desconocido que encontrase. Cójalo, quédese con todo. Ahórreme el sufrimiento de tener que separarme de esto poquito a poco. Era realmente una especie de tortura, una muerte por mil cuchilladas, y Shep prefería una puñalada en el estomago, un colapso económico mundial que de la noche a la mañana convirtiera sus dólares en bonitas hojas rectangulares con las que limpiarse el culo.

Dejó la puerta entreabierta para oír si Glynis llamaba o se quejaba y, como no podía ser de otra manera, oyó que empezaba a dar vueltas por la habitación. Pasaba de la una de la mañana, pero el insomnio que la había atormentado en el hospital se debía también a los efectos secundarios del Alimta (o de lo que Glynis se había habituado a llamar efectos especiales, un término que confería un elemento espectacular a las secuelas de la quimioterapia), lo cual parecía muy injusto, puesto que otro de los efectos especiales del medicamento era la fatiga. Pronto iría a hacerle compañía, pero aún no. Primero tenía que dominarse él, negarse a reconocer algo espantoso, a saber, que aunque apenas había empezado, él ya esperaba que todo terminara.

Un estante entero encima del escritorio estaba lleno de cuadernos, Black n Red de tapa dura que durante años encargó especialmente a una papelería de Londres (un extraño capricho). Tenían los lomos cuidadosamente etiquetados con rotulador de punta fina: Goa, Laos, Puerto Escondido, Marruecos… Y cada cuaderno estaba a rebosar de notas manuscritas: el precio de los alimentos básicos (la mantequilla, el pan, la leche; el precio medio de una casa de dos y tres dormitorios. Leyes sobre la compra de inmuebles para extranjeros y, en los países más restrictivos, lo susceptibles que eran los funcionarios a la hora de dejarse persuadir. Fiabilidad del servicio telefónico, de la electricidad y del correo. En las misiones de reconocimiento de los últimos diez años, el acceso a Internet. Ciudades y barrios objetivos índices de delincuencia. El tiempo. Especialmente meticuloso en los cuadernos más viejos, éstos contenían listas detalladas con las posibilidades de conseguir materiales para joyería —plata, soldadura, rojo para pulir, fundente— y sobre las distancias que tendrían que recorrer para llenar el tanque de acetileno que Glynis necesitaba para el soplete. Como en casa la productividad había disminuido, esas últimas notas se habían vuelto menos exhaustivas, pues estaban al servicio de un mito cada vez más endeble, la fantasía de que su mujer sólo se tomaría su trabajo con más seriedad en un puesto de avanzada en el extranjero, donde habría que importar los materiales y arrancárselos de las manos a aduaneros corruptos cuando la verdad era que Glynis rara vez se atrevía a subir al estudio del desván ni siquiera teniendo a mano, en el distrito de las joyerías del centro de Manhattan, todo lo que necesitaba.

Era su letra; los trazos pulcros y redondeados de un estudiante aplicado, con el rabito de las ges y las y griegas volviendo lealmente al renglón después de dibujar un firulete, las aes y las oes cerradas con sumo cuidado. La cursiva de Shep nunca había perdido ese toque, el deseo de agradar de un colegial, la nerviosa determinación a copiar correctamente de la pizarra. Además de las notas logísticas, en esas páginas también había fotografías: los bungalows de la costa de Ciudad del Cabo, los mismos que una vez fueron baratos; Glynis posando delante de una pila de rambutanes rojos en un mercado al aire libre en Vietnam. Tarjetas de casas de huéspedes, cartas de restaurantes. Direcciones de los amigos que habían hecho en el viaje, miembros, por lo general, de las pequeñas comunidades anglófonas de expatriados británicos y norteamericanos, cuya existencia, tal como habían acordado desde el principio, era un requisito para instalarse en tal o cual lugar. Glynis y él eran, y así había rezado el catecismo, aventureros, pero realistas, y ansiaban la compañía de gente como ellos. Sin embargo, y al margen de lo agradables que fuesen esos conocidos, ya no se comunicaban con casi ninguno de esos contactos locales, que ya no los atraían con invitaciones a cenar, con la petulancia compartida por haber construido un mundo aparte, la inevitable y también compartida nostalgia por haber perdido un mundo. De hecho, una vez que Glynis había dicho que no a un país, condenando así el ejercicio a una mera reminiscencia, Shep no había vuelto a abrir el Black n Red correspondiente. Los volúmenes de la izquierda estaban cubiertos de polvo.

Como nunca habían estado allí, el último cuaderno por la derecha, el «Isla de Pemba», estaba casi en blanco. Contra él había apoyada una carpeta con páginas impresas. A falta de notas e instantáneas, el archivo Pemba del disco duro estaba lleno de hipervínculos a páginas de viajes y fotos de vacaciones que la gente enviaba por Internet. Con poca paciencia para toda investigación que no fuese tridimensional, Shep había llegado a dominar sólo los datos suficientes para presentar el tema a una clase de tercero. Pemba estaba situada a unos ochenta kilómetros al norte de Zanzíbar. Como la isla había sido una colonia portuguesa, los nativos aún organizaban una corrida de toros todos los años. En las plantaciones no sólo cultivaban clavo de olor, sino también arroz, palmeras, cocos y mangos. La fauna local incluía zorros voladores, la mangosta de los pantanos, cangrejos de los cocoteros y el mono colobus, de color rojo. En la cocina local, por supuesto, abundaban el marisco y el pescado: pulpo, langostinos, el jurel gigante.

Shep nunca había comido jurel, y le habría gustado probarlo.

La isla tenía trescientos mil habitantes, aunque el censo no era actual. Hoteleros en su mayoría, los expatriados residentes se contaban con los dedos de una mano. Sin embargo, cuanto más tiempo se había cocido la Otra Vida en su mente, menor era el número de «los suyos» que necesitaría, o al menos eso imaginaba él, tal vez un vecino gruñón con casa en la playa bastaría para hacerle recordar tal o cual palabra inglesa sin tener que devanarse los sesos. Como los turistas que se aventuraban a pisar la isla formaban un escaso puñado, el hecho de que fuese difícil llegar a Pemba se adecuaba a sus propósitos. Si era difícil llegar, también lo sería llegar hasta él, e igualmente difícil sería marcharse.

Había transcrito los nombres de los pueblos para probar qué se sentía al pronunciarlos: Kigomasha, Kinyasini, Kisiwani. Chiwali y Chapaka. Piki, Tumbi, Wingi, Nyali, Mtambili y Msuka. O Bagamoyo, un poblado cuyo nombre significaba «mantén frío el corazón». Le encantaba la idea de vivir en un lugar que el corrector ortográfico no reconocía, que saltaba de la pantalla subrayado por alarmadas culebras rojas. Le encantaba la alegre perspectiva de aterrizar en un aeropuerto en Chaka Chaka. Había memorizado un puñado de frases mientras se armaba de valor para anunciarle sus intenciones a Glynis, y había llegado a disfrutar del swahili, lengua que le parecía alegre. Hasta entonces las lenguas extranjeras siempre lo habían intimidado. De todas las tareas a las que podría obligarlo la Otra Vida, la que menos le había atraído era tener que aprender búlgaro, o, peor aún, una de esas lenguas tonales como el tailandés. Pero el swahili era una lengua de juguete, llena de repeticiones tontas como las que inventan los niños pequeños: polepóle, hivi hivi, asante kushukuru. El idioma no le asustaba. Antes bien, le parecía un juego.

Subrepticiamente, como quien carga pornografía en Internet, Shep apartó el talonario y cerró un poco más la puerta del estudio. Encendió el ordenador y buscó los enlaces. La pantalla adquirió el tono azul de un agua que parecía limpia. La arena no sólo era brillante y fina, sino que también estaba desierta, lo cual era aún más maravilloso. Shep no era ingenuo en lo tocante a playas. No idolatraba las playas, su blanco cegador e implacable. Sabía perfectamente lo mucho que se calentaba la arena, y lo monótonas que podían llegar a ser; conocía las desagradables arrugas de la piel cuando se secaba el agua salada, y cómo la arena se quedaba metida en el pelo, cómo se pegaba a las grietas del lomo de los libros en rústica y seguía a la gente incluso dentro de casa. También era consciente de que existían unos seres llamados «moscas». Pero por vivir cerca de una playa nada obligaba a nadie a estar tirado sobre una manta y estupefacto de la mañana a la noche. Al caer el sol, el calor aflojaba, los colores se hacían más profundos. Y por mucho que uno se acostumbrase a la vista, a los pájaros, a los cangrejos de los cocoteros, aún más visibles cuando bajaba la marea, nada de lo que se veía en esas fotos podía volverse tan agotador como los centros comerciales de Elmsford, Nueva York.

—¿Shepherd?

Glynis estaba apoyada en el marco de la puerta con un pañuelo de papel apretado contra la cara. Le corría sangre por el brazo. Angustiado, Shep tardó un segundo de más en minimizar la vista de la playa. Y aunque Glynis tenía la cabeza echada hacia atrás, sus ojos, teñidos de amarillo, estaban abiertos. Y la verdad es que Shep se habría sentido menos abochornado si lo hubiera sorprendido mirando unos pechos desnudos o un coño abierto.

—Otra vez te sangra la nariz —dijo Shep, consignando algo que era obvio sólo para distraerla de lo que pudiese haber visto. Poniendo una mano bajo el codo de Glynis, la llevó hasta el cuarto de baño, al fondo del pasillo. Unas gotas de sangre habían manchado la moqueta beige. A manera de protesta, Shep fingió no advertir el rastro de la sangre; ahora era él el responsable de llevar la casa, y tendría que fregar esas manchas antes de que fuera demasiado tarde—. No bajes el brazo.

Cogió una toalla pequeña, la humedeció y se la pasó a Glynis por el brazo. Al quitar los restos de sangre, quedaron al descubierto los puntos rojos de los pinchazos, indelebles como el halo que rodea los grafitis hechos con aerosol. Como si hubiera estado disfrutando de la playa del ordenador, Glynis tenía la piel oscura para ser mayo, casi del color de un buen bronceado, pero no del todo… Más gris, más amarilla, más sombría. El tono le recordó a Shep esos bronceadores artificiales que no engañaban a nadie. Y lamentó advertir que, pese a la dexametasona, habían vuelto a salirle unas ronchas rojas y escamosas, y estaban inflamadas. Glynis había vuelto a rascarse.

—Y yo con este jersey precisamente.

Shep la ayudó a quitarse el cárdigan de cachemira de color crema que le llegaba hasta los tobillos, una prenda por la que Glynis sentía un apego fuera de lo común. El jersey, precioso, era cálido y cómodo como un albornoz, aunque sin ninguna de las connotaciones de esa prenda («me da pereza vestirme»), y ahora estaba todo salpicado de sangre por delante. Así pues, de momento Glynis tendría que apañárselas con el albornoz, y Shep fue a buscarlo mientras le prometía que quitaría hasta la última de gota de sangre del càrdigan. Cualquier cosa que a ella la hiciera sentir afecto, aunque fuera mínimo, su apego a los restos flotantes y a las echazones de esta tierra, debía tener prioridad sobre la alfombra.

Shep volvió con una caja de pañuelos y llevó a Glynis abajo, al confidente con cojines que había instalado con carácter permanente en la cocina para que pudiera apoltronarse allí mientras él preparaba la comida, por llamarla de alguna manera. Había tenido más suerte con tentempiés variados que imponiéndole auténticos festines. Porque lo habitual era que Glynis no tuviese energía para levantarse y sentarse a comer en la mesa principal, donde él también cenaba para evitar que se sintiera una exiliada. Shep le cubrió los hombros con una manta polar. Al menos la hemorragia nasal parecía remitir.

—Lamento este desastre —dijo ella mientras Shep llevaba el càrdigan a la pila—. Tendría que haber sujetado mejor el pañuelo, pero esta antipatía neurótica —prosiguió, y lo que quiso decir, por supuesto, era neuropatía periférica— me pone muy patosa. No tengo sensibilidad, así que creo que lo tengo en la mano, pero no, y se me cae. Es muy raro, casi como no tener manos. Como si me las hubieran amputado.

Enjuagando y escurriendo y volviendo a enjuagar, Shep intentó poner todas sus energías en el proceso de quitar las manchas de sangre y, a la vez, moverse con tranquilidad, como lo hacia siempre, y como si esa tarea no representase ningún problema. No era un problema, por supuesto, pero para hacer que lo pareciera se requería cierto arte.

—Espero que no se equivoquen cuando dicen que esos síntomas desaparecerán cuando termine el tratamiento —añadió Glynis—. Si no siento las manos, difícilmente podré volver a trabajar con una sierra de joyero.

—Según he entendido yo, el único efecto especial que les preocupa, y que podría ser permanente, sería la pérdida de audición.

—Perdona, ¿qué has dicho?

Shep levantó la voz.

—Que según he entendido…

—Shepherd, estaba bromeando.

Por supuesto que estaba bromeando. Y él, en circunstancias normales, se habría dado cuenta. Hacía falta concentración para recordar que Glynis seguía siendo Glynis —otra de esas tautologías tan caras a Pogatchnik— y que no debía tratarla con demasiada suavidad o como a una niña. No obstante, lo que dijo a continuación fue, en realidad, digno de un padre, y alentó un malestar conocido, la misma sensación de complicidad y connivencia que él había experimentado por primera vez con el doctor Knox.

—Tienes que concentrarte y pensar que todo esto es temporal —dijo—. Sé que te parecen los nueve meses más largos de tu vida, pero, desde fuera, los sarpullidos, las llagas y la neuropatía desaparecerán en cuanto termines de eliminar los medicamentos de tu organismo. Intenta concentrarte en la línea de llegada.

—Lo único que puedo decir es que, si eso es tolerar «increíblemente bien» el Alimenta, detestaría saber qué sería tolerarlo mal.

El Alimenta era, por supuesto, el Alimta y el cisplatino. Esa manera sediciosa de rebautizar los medicamentos proporcionaba a Glynis no solo una fuente constante de diversión, sino también autoridad, una frágil sensación de control. Las empresas farmacéuticas no iban a tiranizarla con sus alegres y absurdos nombres comerciales, de cuyo positivismo subliminal acerca de las corrupciones del cuerpo ella se burlaba sin piedad: Emend (Amén), Ativan (Aquí van), Maxidex (Maxident). Con todo, la propia Glynis también tenía talento para hacerse con los genéricos, pesados e impronunciablemente polisilábicos, y transformarlos en nombres que eran inocuos y hasta agradables: el lorazepam se convertía en dulce mazapán, la domperidona en el burbujeante Dom Pérignon, y el lansoprazol en lanza, preciosa, que no dejaba de ser un punto forzado. La abundancia de esos medicamentos apuntaba a contrarrestar los efectos especiales de la quimio; también ellos tenían efectos especiales, por supuesto, contrarrestados con aún más medicamentos que quizá tenían más efectos especiales, de manera que la cantidad de pastillas y pociones que tenía que tragarse era potencialmente infinita. Por tanto, ninguno de esos humorísticos apodos compensaba el hecho de que su cuerpo se hubiese convertido, como diría la propia Glynis, en un «vertedero tóxico».

—En tu caso, por lo menos las náuseas no parecen durar más de un par de días —observó Shep—. Hay mucha gente que se pasa semanas vomitando.

—Sí, soy muy afortunada.

Shep acercó el cárdigan a la lámpara. Todavía quedaban unas pálidas sombras púrpura. Mañana lo llevaría a la tintorería, a la hora de la comida. Tenía que estar en pie dentro de tres horas, aunque para volver a estar en pie primero tenía que acostarse, cosa que parecía dudosa.

—¿Has hablado con tu madre hoy o has dejado que siga dejando mensajes en el contestador?

—No, no he hablado. ¿Por qué debería hacerlo? ¿Qué tenemos que decirnos? ¿Sí, he tomado mi ácido fólico y el pterodáctilo? —Hasta a Shep le costaba trabajo recordar que Glynis hablaba de la piridoxina—. Ya no me ocurre nada. Lo único que hago es ver la televisión. Ni siquiera podemos hablar del tiempo. Si no salgo nunca de casa, no hay tiempo. Terminamos hablando durante media hora de lo que he comido.

—O sea que no has comido lo suficiente.

—No empieces.

—Nunca terminé.

Shep se fue a buscar una percha y colgó el càrdigan con cuidado, para que no se secara con las puntas clavadas en las mangas. Mientras estaba arriba enjuagó la toalla y se puso a fregar las gotas de sangre que habían caído en la moqueta. Lo único que consiguió fue convertir las discretas gotitas en grandes manchas de color rosa. En el pasado habría intentado arreglarlo frotando obsesivamente y con productos de limpieza agresivos. Lo habría angustiado pensar que estaba en juego el depósito, que el casero podía descontarles el precio de la moqueta. Ahora pensó: Que se vaya a la mierda, más tarde echaré un poquito de sal. Había algo que arrebatarle a ese asunto de la mortalidad, algo más esclarecedor que una mera perspectiva: apatía. No le importaba la moqueta del dueño. No le importaba el depósito. Ergo, no le importaban las manchas en el pasillo, y arrojó en la pila el trapo húmedo. Podía ver cómo ese estado liberador podía volverse gradual. Cómo, enfrentados a la última partida, lo que no importaba no tenía prácticamente ningún límite.

Tras regresar a la cocina, volvió a hablar del tema que habían dejado en suspenso.

—Sé que es tedioso pasarse horas al teléfono, pero tu madre sólo quiere saber cómo te sientes.

—¡Tengo cáncer! ¡Y me siento como la mierda! ¿Cómo debería sentirme?

Glynis empezó a respirar con dificultad. La anemia le daba problemas a la hora de recobrar el aliento.

—Sólo intenta ser una buena madre —dijo Shep.

—Intenta parecer una buena madre. Es puro teatro, para poder decirles lo atenta que es a todas esas viejas con las que sale. Para que sientan pena por ella. ¡Pero no por mí! ¡Por ella! Si llama todos los días, es para sentirse mejor.

Shep estuvo a punto de decir: Bueno, qué tiene de malo, pero se mordió la lengua. Glynis no quería que los demás se sintiesen mejor.

—Jackson ha estado un poco raro últimamente —dijo Shep mientras le acomodaba los pies encima de unos cojines; la altura, si bien no disminuía la hinchazón, la mantenía controlada.

—¿Por qué?

—Difícil de explicar. ¿Distante? —Shep le dio un masaje en el empeine. Los dedos hinchados parecían globitos que se habían soltado del hilo—. Hay días en que desaparece a la hora de comer, y la «hora» de la comida siempre la hemos pasado juntos. Parece angustiado. No sé, cuando vamos andando hasta Prospect Park, de pronto calla y se queda sin nada que decir.

—Eso sí que es nuevo.

—Es posible que esté pasándolo mal porque no sabe cómo consolarte. —¡Esos tobillos que habían sido tan delgados! Shep quería que Glynis aumentase de peso, pero no en los pies—. Antes me daba la impresión de que manejaba bien la situación, cuando estabas ingresada, pero, como tú dijiste, casi siempre con diatribas ensayadas…

—Fueron un bálsamo. Me libraron de la obligación de mantener una conversación… Shepherd, no quiero parecer una ingrata, pero eso no puedo sentirlo.

—Jackson no se ocupaba de lo que estaba ocurriendo —dijo Shep, terminando el masaje podal con una caricia con la que intentó disimular que se sentía herido. No tenía sentido sentirse herido—. Emocionalmente, quiero decir.

—Jackson es la persona más limitada que conozco en lo que se refiere a comunicación. No puedo entender cómo lo soporta Carol. Es la clase de persona muy divertida en grupo, pero en un mano a mano, conmigo al menos, es incapaz de comunicar siquiera un «Por favor, pásame la sal». Aunque imagino que entre vosotros dos debe de ser distinto.

Shep pudo percibir el hastío que se ocultaba detrás de esos comentarios. Glynis era una astuta analista del carácter. En el terreno artístico no se aislaba, tenía una amplia red de amistades, y uno de los pasatiempos conyugales preferidos por ambos había sido, durante mucho tiempo, el análisis detallado ya veces cruelmente certero de, por ejemplo, la manera en que Eileen Vinzano compensaba en exceso la sensación de estar eclipsada por la destacada posición de su marido, corresponsal itinerante en el extranjero de ABC News; Eileen ponía a Paul por las nubes cuando estaba con gente. «Suena un poco hueco, ¿no?», observaba Glynis con malicia cuando los invitados se habían marchado. En cambio, ahora tenía que poner tanta energía para expresar una opinión dada, que poco espacio quedaba para la opinión propiamente dicha. A lo largo de un día normal, ahora no cabía duda de que pensaba un montón de cosas que simplemente no conseguía articular porque no tenía los medios para hacerlo: dominar el arduo proceso de escoger las palabras y ponerlas en el orden correcto, abrir la boca, expulsar el aire por la garganta y hacer vibrar las cuerdas vocales. Shep se hacía cargo, pero también se sentía engañado. Era de temer que dentro de poco las cavilaciones de su mujer no estuvieran ya siempre disponibles, y que pudieran, en cambio, constituir una colección finita y más bien escasa de citas, como uno de esos volúmenes de ocurrencias, ligeros y demasiado pequeños, que se venden en la caja de las librerías por Navidad.

—Antes las cosas entre Jackson y yo eran distintas —dijo Shep—. Pero últimamente incluso las diatribas…

—Está muy enfadado, pero no sé bien por qué.

—No sé si puede decirse que está «enfadado» cuando disfruta tanto —dijo Shep, y tras echarle una rodaja de lima le sirvió un vaso de soda que Glynis no le había pedido. Shep no podía soportar el tiempo vacío, no hacer nada por ella—. Pero últimamente está tenso. No está bien.

—Es esa descarga continua, como una… —era difícil encontrar las palabras, y a la hora de recogerlas eran pesadas— emisora de noticias. Un campo de fuerzas para tener a raya a los demás.

—No hago más que recordar el día que fui a visitarlo al Metodista de Nueva York, cuando tuvo esa «infección» y le pusieron el gota a gota para administrarle antibióticos. «Una infección», pero nunca dijo de qué. Ya entonces me pareció raro. Por lo general se tiene una infección «de algo», ¿no?

—No lo sé. Yo en el hospital tuve tres «infecciones».

—Pero eso es porque eres vulnerable al primer bicho que pasa. Además, ¿no pasas mucho tiempo con las visitas hablando de los detalles del tratamiento? Jackson y yo no. Quiero decir que no hablamos de lo que le pasaba. Y la semana pasada faltó un día al trabajo y hasta ahora no ha dicho por qué.

—Olvidé decirte que hoy ha venido Petra —dijo Glynis, con una especie de gruñido. De Jackson ya no tenía más que decir.

—¿Ah, sí? ¿Y qué tal?

Mientras vaciaba el lavaplatos, Shep se preparó para oír lo de siempre. Petra Carson, que ahora vivía en el Upper West Side, había sido compañera de estudios de Glynis en Saguaro, y era la más vieja amiga de su mujer. La relación entre ambas era, en el mejor de los casos, delicada; las dos eran joyeras, las dos trabajaban el metal. Como su cuñada Ruby, cuya increíble dedicación él siempre había admirado sin que Glynis lo supiera, Petra trabajaba duro, y su producción era prodigiosa. Era la aplicación, más que el talento, lo que probablemente explicaba su ascensión en las filas; era habitual que la admitiesen en muestras nacionales itinerantes de artesanía, por lo cual no era de extrañar que contase con el apoyo de su galerista en Nueva York. Que el atributo decisivo en nobles campos creativos pudiese no ser distinto del ingrediente, más vital, que había hecho prosperar a su pedestre pequeña empresa —aburrida perseverancia— era una intuición que Shep se guardaba para él por considerarla poco diplomática.

Para Glynis, la obra de Petra era poco arriesgada y de andar por casa. A diferencia de ella, su amiga no forzaba los limites de la «artesanía» y se moría de ganas de pertenecer al verdadero mundo del arte. Hacía joyas para que la gente se las pusiera, punto. ¿Otra observación poco diplomática? Eso a Shep le gustaba. Le gustaba la funcionalidad. Era su oficio. Siempre había valorado que su mujer hiciera objetos que no sólo eran atractivos, sino también útiles, lo que debería haberlos hecho más valiosos, no menos. Por eso no tenía paciencia para con la descabellada distinción entre arte y artesanía que ponía a esta última en situación de desventaja desde un punto de vista comercial. Una jarra de barro para agua no valía prácticamente nada, pero si tenía un agujero en el fondo y era «arte», se podía pedir por ella un ojo de la cara. ¿No era una putada?

Podría pensarse que una enfermedad mortal habría finalmente neutralizado esa tensión constante entre las dos amigas por cuál de las dos formas de trabajar el metal requería más talento. (Para Glynis la respuesta era obvia). Si bien ninguna discutía a cuál de las dos le iba mejor, llevaban décadas enzarzadas en una tácita e interminable contienda sobre si cierta persona merecía o no el aplauso. Pero vamos, enfrentada al cáncer, Glynis tendría que haber declarado una tregua, o incluso, en un estallido de inteligencia y generosidad, reconocerle por fin un poco de mérito a su colega. (De acuerdo, se contuvo Shep; no te dejes llevar por la imaginación). Sin embargo, en lo que a Glynis respectaba, la rivalidad era tan feroz como siempre. Se resistía a rebajar a su más vieja amiga (y némesis) al grado de mujer benévola e insulsa que cuidaba a la enferma.

—Por favor, ¿quieres dejar de trastear?

Perplejo, Shep se detuvo con una espátula que se quedó suspendida en el aire.

—Sólo iba a…

—Me paso el día sin hacer nada. Sería un consuelo para mí estar con alguien que tampoco hiciera nada.

Shep se encogió de hombros, dejo la espátula en el cajón y acercó una silla al confidente. Por alguna extraña razón, era difícil hacer lo que Glynis pedía. Esos últimos meses, con todos los recados que tenía que hacer, no descansaba; además, estaban el trabajo, e intentar, sin conseguirlo casi nunca, encontrar tiempo para ver a Zach, cuya retirada hacía que ignorarlo fuese demasiado sencillo. El mero hecho de sentarse le producía inquietud y claustrofobia. La ocupación sin pausa era una especie de terapia. La servicialidad agresiva disimulaba el hecho de que, en algún sentido importante, era de poca utilidad.

—Petra estuvo todo el rato quejándose, ¿te lo puedes creer? —Glynis se esforzó para enderezarse en los cojines, pero el esfuerzo le produjo un ataque de tos. Saltaba a la vista que su amiga la había ofendido, pues era raro la visita que no lo hiciera. Sentirse agraviada era su medicamento preferido—. ¡Por favor! —dijo Glynis con voz ronca—. Si esta semana tiene que ir a Los Ángeles para inaugurar su exposición. «¿No es un horror volar en estos días?». Antes se moría de ganas de coger un avión, y ahora le da terror, por la seguridad y por las compañías. Y los vernissages son tan aburridos… Todos esos cumplidos. Te lamen el culo y luego nadie te compra nada. Halagos, nada más. Además, eso sólo fue el comienzo. Daba igual de qué hablara, de todo lo que tenía que hacer, de que nunca terminaba de pulir las piezas, del transporte, el seguro, las cenas con galeristas… Todo le parece terrible, terrible, una carga enorme para ella, la pobre víctima. ¡Y mírame a mí, que ni siquiera puedo cruzar la calle! ¡Qué morro tiene! Cuando estaba a punto de terminar de quejarse podría haberle dado un puñetazo en la nariz.

—Pero… ¿no crees que es demasiado duro que la gente tenga que hablarte de las cosas buenas que les pasan aun viendo que estás pasando un momento tan difícil?

—¡Petra ni se imagina la suerte que tiene! ¡Todos los que me rodean parecen sentir pena por ellos mismos, y sin ninguna razón que lo justifique!

En esos días, tentar a Glynis para que se pusiera en la piel de otros era una misión casi imposible. Para ser justos, la compasión requería energía; pero, entonces, la rabia también.

—No sabe muy bien qué hacer, Ñu —insistió Shep en voz baja—. Va a describir instintivamente como desagradable todas sus ocupaciones para que parezcan algo que tú no querrías hacer, pues no puedes hacerlo. Y no porque sienta pena por ella, sino por ti.

—Bah, a la mierda tú y toda tu comprensión. ¡Ya podrías usar un poco de comprensión conmigo!

Glynis tenía la lágrima fácil. Shep se inclinó junto a la manta y le enjugó las lágrimas con el índice. Mientras lo hacía, le pasó un pañuelo de papel alrededor de la nariz, para quitarle las últimas costritas de sangre.

—Tus amigos te quieren y no siempre saben cómo demostrarlo.

—Estoy harta de eso. —Glynis apartó el pañuelo y se esforzó otra vez por enderezarse un poco más—. Este desfile de visitas… Los primos, las tías, los vecinos que apenas conocemos. Los amigos de hace quince años que salen de quién sabe dónde…, como si en todo este tiempo no hubiese habido una razón para que no nos viéramos: no nos caemos muy bien. Pero no, todos quieren su audiencia, todos han preparado con antelación una modesta presentación. Las cosas que quieren estar seguros de no olvidar. Sinceramente, juntan las manos como si estuvieran en la iglesia, o recitando la reseña de un libro. ¡Ya me sale por las orejas ese amooooooor que la gente siente por mí! Si he de serte franca, en este momento podría apreciar de verdad a alguien que entrase por esa puerta y dijera: «¿Sabes una cosa, Glynis? Francamente, nunca me gustó tu compañía. Sinceramente, nunca nos llevamos bien. Nunca he visto qué tienes de interesante»; o incluso: «Te odio, Glynis». Eso sí sería refrescante. Cualquier cosa menos esos discursos nauseabundos. Glynis, eres tan talentosa. Glynis, has hecho cosas tan bonitas. Glynis, has criado a dos hijos maravillosos. Ni siquiera se de que hablan. Sí, puede que para mí Zach y Amelia sean maravillosos, pero para los demás no, sólo son mis hijos. Y todos esos recuerdos… Glynis, ¿te acuerdas de aquella vez que fuimos a esquiar a Aspen y te perdiste? Glynis, ¿recuerdas cuando de pequeña te disfrazaste de buscador de oro del Salvaje Oeste? La mitad de las veces no recuerdo nada de ese momento supuestamente precioso. ¿Y qué debería decir? ¿Qué quieren de mí? ¿Sí, claro que me acuerdo? ¿Que diga que fue divertido, o qué susto nos llevamos, o que fue una tontería? ¿Ja, ja, ja? ¿Y yo también te quieeeero? Yo no quiero a la mayoría de los que vienen a verme. La mitad de las veces no quiero a nadie, no quiero a nadie ni a nada, ¡ni siquiera a ti!

Shep sabía hacer algo mejor que sentirse herido, y le acarició el pelo, cada día más fino. Glynis sentía aversión por la efusividad, que asociaba con Hetty, pero esa noche la inquietaba algo que Shep no terminaba de entender. Daba igual lo que fuese, Glynis tenía que sacarlo fuera. Y, como los primeros días después de la quimio, él la sostendría junto al inodoro hasta que soltara en la taza hasta la última gota.

—¡Todo ese… sentimentalismo! —prosiguió Glynis, agitando las manos—. Igual que mi madre. Lo que quieren es sentirse mejor ellos. Ellos se están cerciorando, están cerciorándose de que no van a sentirse culpables después. De que hicieron lo que tenían que hacer. Recitaron su parte y ya pueden volver a sus alegres cenas y sus felices vacaciones y sus felices crios y paseos en bicicleta por los carriles para bicicletas de Tucson. Volver a su tenis, a su vino, a sus películas, y sin que les remuerda la conciencia.

—Glynis, tú…, ¿tú quieres que les remuerda la conciencia?

—Yo estoy tratando de ponerme bien. No me inyecto ese veneno cada dos semanas por pura perversidad, sino para ponerme bien. Y esa gente, Shepherd… ¡Vienen a leerme mi propio obituario! Algunas tardes ni siquiera me doy cuenta de que sigo en la habitación. Es como si vinieran a inspeccionar mi cuerpo, como si me encontrase dentro de un ataúd abierto. Y yo vomitando con estos sarpullidos asquerosos, y la semana pasada apenas podía tragar por las heridas que tengo en el fondo de la boca. Es cierto que parezco un cadáver, pero sigo aquí, y voy a aguantar toda esta mierda para tratar de seguir aquí. ¡No sirve para nada tener una cola de imbéciles que dan vueltas por mi habitación y echan tierra sobre mi tumba!

—De acuerdo —dijo Shep, acercando la cabeza de Glynis a su hombro—. Ahora lo entiendo.

En todos esos meses, eso fue lo más cerca que estuvo Glynis de pronunciar la palabra que empieza por M.

Echándole al asunto una buena dosis de paciencia, Shepherd la persuadió para que comiera algo; puré de patatas, propuso, un poco de puré sí que puedes comer, seguro. Suave, y suavizante. Glynis accedió sólo porque sabía que él seguiría dándole la lata, y tras sacar del organismo toda la bilis ya no le quedaba energía para decirle que no. Shep peló e hirvió dos patatas grandes y luego las mezcló con media taza de crema espesa, y con tanta mantequilla que a punto estuvo de arruinar la emulsión. Sacó también, sin que Glynis lo viera, las sobras de un pollo asado; una apuesta optimista, pero con probar no se perdía nada. Él no tenía hambre, pero así y todo sacó dos platos y se sirvió una generosa ración para simular un hambre canina. Sola, Glynis no iba a comer nada. No olvidó añadir unas hojitas de perejil y un trozo de tomate para darle al puré un tentador toque de color. Al dar los primeros bocados hizo ummm y ñam-ñam, igual que cuando intentaba hacer comer a los niños, cuando eran pequeños, algo nuevo y sospechoso. Pero Glynis se quedó mirando el plato como si le hubiera servido un plato de masilla cuando ella no tenía ningunas ganas de hacer una reparación casera.

—Intenta comer un poco —la animó Shep—. ¿Un trocito de pollo quizá?

La cantidad de puré que Glynis cogió con el tenedor no habría bastado ni para saciar a un hámster.

El propio Shep solía tener uno de esos metabolismos de cubo de la basura, y se zampaba tan pancho rodajas de pastrami de cinco centímetros de grosor. Pero eso había sido cuando trabajaba fuera, clavando clavos todo el día, trepando por escaleras de mano y cargando sacos de cemento de veinticinco kilos. Fue después de hacerse cargo de un puesto, digamos, más de gestión, en Knack, cuando empezó a tener unos kilos de más. Y descubrió su vanidad. Desde entonces había hecho como Glynis, que controlaba la cintura, y así consiguió aplacar el resentimiento de su mujer, que odiaba que él pudiera comer como un caballo mientras ella, para guardar la línea, tenía que comer como un pajarito. Así, había comprado cajas enteras de cartones de leche con el uno por ciento de materia grasa y esos quesos no lácteos que sabían a aceite para el coche. Como la mayoría de su grupo de amigos, todos de mediana edad, durante años miraron la comida en la nevera con la precavida hostilidad de unos anfitriones forzados a alojar a tropas enemigas. Como Shep siempre había pensado que podía llegar a perder un par de kilos, cada cosa que comía había estado, durante mucho tiempo, sutilmente teñida de autorreproche, y en lo que respecta a Glynis…, bueno, en ese departamento las mujeres eran peores. De ahí que Shep sintiera que podía hablar por los dos tras haber más o menos olvidado que la comida era algo más que una tentación a la que debían resistirse. Sin embargo, de un día para otro sus miedos habían cambiado de signo, y ahora tenía que ver cómo Glynis se evaporaba delante de sus ojos.

Los días en que iba a hacer la compra, Shep comprobaba el número de calorías en cada etiqueta, y si no era lo bastante alto, volvía a dejar el producto en el estante. Desdeñaba, por ejemplo, las sopas Healthy Choice, y prefería los potajes que podía rematar con mitad de leche y mitad de nata. La nevera estaba a rebosar de crema agria, de queso (suave, como el brie, y lo más graso posible), de patés y de felices descubrimientos de la sección de panadería como la tarta de nueces pecanas o la «tarta de barro» del Mississippi, que contenían hasta seiscientas calorías por tajada. El congelador estaba repleto de helado; nada de yogur congelado, sino helado de verdad, de chocolate con nueces o banana split. En la despensa ya no cabían más galletas de mantequilla ni más botellas de salsa de vainilla; llevaba meses sin ver una galleta de arroz o una galleta de agua. En retrospectiva, la idea de maximizar la energía comprada con cada dólar obedecía a una racionalidad animal, como si, durante todos los años anteriores, derrochar el mismo dinero en bolsas de aire —maíz inflado, patatas asadas— hubiera sido, en comparación, una costumbre nada saludable. Sin embargo, si esa nueva permisividad servía para hacer realidad una fantasía de tintes casi oníricos —mira, ahora puedes comer los platos más ricos y más dulces, todos los que quieras, y cuanto más comas, mejor—, la carta blanca calórica llegaba, trágicamente, en muy mal momento. Por fin su mujer podía comer todo lo que se había negado durante décadas, pero ahora todo le daba asco. Por favor, si fuera un marido realmente fiel, le metería ese puré en la boca con una manguera, como cuando se ceba a un pato para hacer foie gras.

—¿Te acuerdas de cuando en los viajes de investigación salíamos a caminar unos quince kilómetros por día, a tomar notas y sacar fotos, y con sólo dos tazas de café encima? —recordó Shep—. ¿Diciendo que no al pad thai y a las sarnosas de los vendedores ambulantes y esforzándonos para no mirar todos esos pastelitos portugueses? Chica, qué desperdicio. Si de algo me arrepiento, es de haber dejado que te saltaras la comida. Esta primavera habrías tenido unas semanas más de margen y al menos en esos días podrías haber disfrutado comiendo de todo.

—Pero no te habría gustado tener una mujer gorda, ¿verdad?

—Sí. ¿Y ahora? Me encantaría una mujer gorda. Ojalá te pusieses como una foca. Me gustaría que fueses enorme. De hecho, por lo que ahora sé, no entiendo por qué los médicos no aconsejan a todo el mundo que engorden unos diez kilos mientras se tiene la posibilidad de hacerlo. No quiero defender la obesidad, pero hay una razón para estar gordo. Es un recurso.

Glynis se comió unos copitos de puré y dejó el tenedor.

—Es irónico. Creo que me he esforzado bastante por mantenerme delgada. Y ahora mira, éste es el castigo. En cierto modo, es una lección, aunque no estoy segura de cuál.

—Tienes que dejar de comer sólo lo que te apetece.

—Pero es que no me apetece nada.

—Ésa es la cuestión. Es un trabajo. Vamos, puedes hacerlo mejor.

La voz de Shep tenía un dejo de amenaza, una sorprendente corriente subterránea de posible violencia física. Él también podía percibirla. Por desgracia, la perseverancia de Petra y de Ruby nunca había sido el fuerte de Glynis; en cambio, la rebeldía sí. Cuanto más le insistía para que se tragase el puré, con tanta más contumacia lo dejaba ella en el plato. Pero Shep empezaba a desesperarse. La mayor parte del tiempo no advertía el aspecto que tenía Glynis; estaba acostumbrado a eso, igual que cuando, en la infancia, casi nunca era consciente del tufo de los molinos de papel de su ciudad natal. Sin embargo, de vez en cuando la miraba con el rabillo del ojo y veía a su mujer como podría haberlo hecho con un desconocido. El aspecto cadavérico —los calcetines caídos, el pecho estriado, unas muñecas que él podría rodear con el pulgar y el índice— de repente le sorprendía como el penetrante tufo de Berlín, New Hampshire, tras unas vacaciones en la montaña con la familia.

Glynis comió un poquito más de puré y, decidida a no comer más, dejó el tenedor. Haciendo gala de unas malas artes casi infantiles, había hecho un montículo con el resto, reduciendo el perímetro para que el plato pareciera lo más vacío posible. El trocito de pechuga lo escondió debajo del borde del plato. Shep se dio por vencido y recogió la mesa; mientras trataba de tentar a Glynis a que comiera más, él, sin darse cuenta, se había terminado su ración. En cuanto a lo de aumentar diez kilos como un seguro contra la enfermedad, Shep iba bien encaminado siguiendo su propio consejo. Comía lo mismo que Glynis, todo reforzado con mantequilla, y seguía teniendo la aversión de los presbiterianos a tirar comida. Si Glynis comía dos cucharadas de cuscús empapado en media taza de aceite de oliva, el daba cuenta de todo el bol. El tiempo que antes pasaba en el gimnasio ahora lo pasaba en el supermercado. A pesar de haber alabado la posibilidad de contar con un «margen», de una manera u otra siempre había hecho ejercicio, y la lisa extensión del abdomen era el sacrificio personal que más orgulloso lo hacía sentirse. Con todo, había decidido no preocuparse por eso. Había tiempo de sobra para quitarse esos kilos de más, tiempo de sobra después. Dado su carácter pragmático, tenía que esforzarse para no pensar demasiado claramente en después de qué.

Intentó de mil maneras que Glynis volviese a la cama y al final lo consiguió, pero ella seguía sin tener sueño. Se tumbó a su lado y dejó la luz encendida. Con gesto pensativo ella le pasó un dedo por la cicatriz que tenía en la base del cuello. Después de un largo silencio que sugería cierta incertidumbre sobre cómo sacar el tema a colación, al final Glynis lo anunció: la Otra Vida.

Llevaban semanas sin mencionarlo. Conclusión: Glynis había visto la foto en la pantalla del ordenador.

—Ya sé que hemos hablado de esto hasta la saciedad —prosiguió ella—, pero después de todos estos años sigo sin entenderlo muy bien. Qué era eso de lo que tanto necesitabas alejarte. Qué esperabas encontrar.

Para su sorpresa, Shep reaccionó mal al oírla hablar en pasado. Puesto que, en efecto, habían hablado del tema hasta la saciedad, le costó no irritarse al ver que cabía la posibilidad de que ella aún no lo «entendiera». Pero mostrar irritación ante Glynis —o enfado, o exasperación, incluso una ligera negativa como consternación— ahora iba contra las reglas. Esforzándose para no perder la calma, intentó una vez más ponerlo en palabras.

—¿De qué me gustaría huir? De la complejidad. De la angustia. De esa sensación que he tenido toda la vida de que en cualquier momento hay algo que olvido, un detalle, una obligación, algo que se supone que tendría que estar haciendo o que ya debería haber hecho. Es una sensación que no me deja en paz, me levanto con ella por la mañana y no se me va en todo el día. Me voy a dormir con esa sensación. Cuando era niño, tenía la costumbre de volver del colegio los viernes por la tarde y de ponerme inmediatamente a hacer los deberes. Así el sábado por la mañana me levantaba con una sensación maravillosa, una sensación limpia y abierta de alivio, de calma, de posibilidades. Yo no tenía que hacer nada. Esos sábados por la mañana tenían el sabor de la auténtica libertad, algo que de adulto apenas he experimentado. En Elmsfbrd nunca me levanto con la sensación de haber hecho los deberes.

—Pero tú estás acostumbrado a hacer, digamos, tareas. Si no tuvieras nada que hacer, te subirías por las paredes. ¿Cómo habrías llenado tus días? ¿Haciendo fuentes?

—Haría fuentes —dijo él, en tono comedido y cerrando los ojos— si eso fuese lo que quisiera hacer.

—Pero lo más difícil del mundo es llegar a entender lo que «quieres». A mí me parece que eso que has planeado durante tanto tiempo era una enorme crisis existencial.

Otra vez el pasado, pinchándole el cuello como una etiqueta con las instrucciones de lavado, y Shep nunca había sido capaz de entender del todo esa palabra. Existencial.

—Puede que al final resulte que no quiero nada en especial.

—¿Y entonces? ¿Qué harías? ¿Pasarte el día tumbado y dormitando? Mírame a mí. Sinceramente, no es una perspectiva emocionante.

Al contrario, sonaba fantástico. Sólo faltaba una hora y veinte minutos para que sonara el despertador.

—No puedes disfrutar de este tiempo libre porque es algo impuesto —dijo Shep—. Y porque te sientes fatal. Por eso es precioso el tiempo que tenemos mientras nos sentimos bien. No estoy simplemente desperdiciando mi vida haciendo chapuzas con placas de yeso en Queens. Estoy desperdiciando mi vida mientras tengo salud. Y tú más que nadie deberías apreciar lo injusto que es. Trabajamos como esclavos los pocos años que estamos en condiciones de disfrutar; lo que nos queda son los años de la vejez y la enfermedad. Nos enfermamos a cuenta de nuestro tiempo, y sólo tenemos tiempo libre cuando pesa sobre nosotros, cuando no nos sirve para nada. Cuando ya no es una oportunidad, sino una carga.

A decir verdad, había pensado en la cuestión de como llenar la Otra Vida más de lo que Glynis imaginaba. Shep no veneraba la soledad ni la indolencia. Podía aprender a bucear; la vida marina en Pemba era espectacular y había varias casas que alquilaban el equipo. El snorkel presentaba una alternativa atractiva y para la que no se necesitaba mucha técnica. En la isla se jugaba a un juego llamado bao, consistente en distribuir sesenta y cuatro vainas encima de treinta y dos cuencos de madera, un pasatiempo agradablemente incomprensible que hacía mucho hincapié en la gracia y la delicadeza. O al keram, que parecía un híbrido desopilante de damas, hockey y pool. Había que empujar discos unos contra otro encima de una mesa de madera despareja y hecha en casa, y seguramente sería una diversión sin riesgo alguno de tomarla demasiado en serio. Por lo demás, él siempre había encontrado sus más grandes satisfacciones —es decir, la sensación que producía el mero hecho de hacer algo más que el haberlo hecho— en proyectos discretos y completamente opcionales, como pintar un porche que aguantaría otra temporada sin problemas, improvisar un especiero con estantes calculados a medida para que entrasen los botes de acero inoxidable de Zabar s, y —sí, Glynis, aunque a ti te parezca cómico— las fuentes. Así pues, podría aprender a hacer una canoa. En la isla había montones de esas embarcaciones toscas llamadas mtumbwis, y hacer un hueco en un tronco con herramientas romas podía llevar un tiempo increíblemente largo.

—Pero, Shepherd—dijo Glynis, e interrumpió la ensoñación—. Parece obvio que durante todos esos años en el fondo estabas tratando de escapar de ti mismo.

Oh, Dios, esa vieja formula. Era fabulosa la cantidad de esfuerzo que se necesitaba para no enfadarse.

—Yo no tengo problemas conmigo mismo. De lo que me gustaría escapar es de los demás.

—Y de mí también.

—¿Nu? —Shep se apoyó en un codo y la volvió hacia él—. Nunca en mi vida he pensado que tú estás entre los demás.

Shep le paso la mano alrededor del cuello, observando con tristeza lo pronunciados que se habían vuelto los tendones, y cuán prominentes las venas. No obstante, seguía siendo el cuello de Glynis. En la abertura de la bata los pechos se veían más pequeños, si bien es cierto que nunca habían sido grandes; los pezones se habían oscurecido y la piel empezaba a arrugarse, pero seguían siendo los pechos de Glynis. La besó, y ella devolvió el beso con todo el apetito que apenas había hecho acto de presencia durante la cena improvisada.

Shep siempre se había sentido un poco culpable por la intensa atracción que sentía por su mujer. Atracción física. Él no confundía el deseo con nada más etéreo o romántico. Le gustaba Glynis, su aspecto, no sólo porque vestía bien, sino, y especialmente, desnuda, y le preocupaba la posibilidad de desear demasiado ese aspecto. Era adicto al borde del hueso de su cadera, a poner la mano en ese hueco y bajarla hasta el pliegue donde se oscurecía. Glynis no se depilaba el vello púbico porque él le había rogado que no lo hiciera, y dejaba que la sutil y seductora gradación del vello más ligero se espesara hasta formar un bosquecillo oscuro en cuyos misterios él siempre se había adentrado con la emoción y el temor con que un niño se interna en un bosque mágico. Esa atracción se remontaba a la época en que se conocieron, y era, de un modo terrible, atracción específica por Glynis. Probablemente se la podía calificar de enfermiza y obsesiva, y a Shep le habría dado vergüenza tener que admitir, ante sus broncos y lascivos compañeros de Knack, que durante todo su matrimonio no le había atraído otra mujer. Nunca le creerían, y si lo hacían, habrían sentido lástima de él y lo habrían considerado un hombre inferior sin imaginación ni empuje.

Y tal vez era cierto. Tal vez le pasaba algo, o le faltaba algo. Sin embargo, la fijación era excluyente, y que aflojase no era algo que estuviese en sus manos. Su fuerza podía sufrir algunos altibajos, pero dentro de un margen estrecho. En cualquier momento podía sentirse atraído por Glynis, increíblemente atraído o abrumadoramente atraído por Glynis.

Al principio experimento con la clase de improvisaciones que en los tiempos en que se conocieron parecían obligatorias, pero, poco después de iniciarse en ese enfoque del sexo como estuche surtido, Glynis detuvo el movimiento de la cabeza de Shep, que descendía hacia su abdomen largo y plano, y anunció, con un brillo malicioso en los ojos: «¿Sabes una cosa? Me encanta follar». Fue la declaración más erótica que Shep jamás había oído, y le bastaba con recordarla para empalmarse. Así pues, eso era lo que hacían. Follar. A veces a menudo, a veces no tanto, pero él podía decir con total sinceridad que nunca le había aburrido, que nunca se había cansado. Y no es que a los demás les importara, pero a Glynis le gustaba un poco duro.

Lo cual estaba dándole a Shep algunos problemas esos últimos meses. En primer lugar, por la incisión quirúrgica; debía tener cuidado de no tocarla. De todos modos, ella no había querido hacerlo inmediatamente después; demasiadas manos e instrumentos la habían hurgado por dentro, y como no podía soportar ni siquiera una violación suave, dormía hecha una bola cerrada en la que no se podía entrar. Ahora la cicatriz ya estaba menos sensible, y poco a poco ella había ido dejando de protegerla; Shep estaba seguro de que al principio ella debía de sentir vergüenza, terror a estar echada a perder. Cierto, él no podía decir que esa cresta roja, que ahora iba adquiriendo una tonalidad marrón, fuese exactamente excitante, pero aunque no lo excitara, le producía una sensación que él percibía como viril: le partía el alma. Lo impulsaba a protegerla, a apretar el torso de Glynis contra el suyo y colocar así todo su cuerpo entre su mujer y el mundo que la había pasado a cuchillo.

Al final fue Glynis la que insistió en que dejase de tratarla como si fuese de porcelana. En efecto, a Shep había llegado a parecerle un producto frágil, y bajo la influencia del Alimta Glynis era literalmente magullable, por lo cual, cuando actuaba como ella le pedía, a la mañana siguiente Glynis despertaba con manchas púrpura con la forma de un pulgar en los muslos.

La cosa era que él sabía que la quería de esa manera más delicada; pero, igual que disfrutaba del momento en que sus dos cuerpos se fundían, sabía también que ese deseo físico era algo aparte, un apetito bien diferenciado que tenía que ver con la línea, el color y la forma, con los pechos, con el vello, con el olor. No tenía que ver con el seco sentido del humor de Glynis, ni con su malicia, ni con la seductora brutalidad de su carácter. No tenía que ver con su tozudez, con su exasperante tendencia a la autodestrucción o su alianza espiritual con el metal. Y ni siquiera tenía que ver con su tan subexplotado talento artístico. Tenía que ver con las proporciones de sus piernas, con su cintura, con su culo, pequeño y prieto. Tenía que ver con su coño, oscuro, secreto, poblado como un bosque. Durante años se había angustiado Shep en privado pensando en la vejez de Glynis, una perspectiva que ahora era un lujo. Era inevitable, pues, que desde enero se angustiase en secreto por el cáncer. Era demasiada la atracción que sentía por ella, pero estaba acostumbrado a esa demasía, y si lo único que quedaba era el amor cálido, en el que primaban la estima y la admiración, sin el amor visceral, el indecoroso, sórdido y animal, él se sentiría inferior, el amor puro y altruista también parecería inferior, y la mera bondad lo haría menor, y menos interesante y adictivo. No quería dejar de sentirse atraído por ella. No era fácil de afrontar, pero hacía veintiséis años que no amaba sólo a una mujer. Había amado un cuerpo.

Como la casa con la que había soñado la noche antes de la operación, ese cuerpo tenía huesos. Pero, así como uno quiere poder caminar por su casa y sentir la reconfortante solidez del suelo sin pensar forzosamente en las viguetas que sostienen los pies, uno tampoco quiere especialmente ser testigo de los huesos sanos de su mujer. Mientras pasaba la mano por la escalera de la caja torácica de Glynis, Shep pudo sentir la estructura subyacente, las vigas con las que estaba construida. Es posible que él siempre se hubiese recreado en esos huesos afilados, pero de pronto eran demasiado afilados, la piel se extendía sobre ellos como la alfombra más barata, tan floja que no sólo se podían discernir las grietas entre las tablas, sino también los clavos. Esos días se acostaba con un esbozo de cuerpo, un gesto hacia ese cuerpo, unos trazos a partir de los cuales inferir a la mujer a la que había violado con júbilo durante un cuarto de siglo. Tuvo que luchar para no sentir un escalofrío. No quería que Glynis le repeliera, y llenó su forma echando mano de la memoria, de la misma manera que podía mirar detenidamente un dibujo arquitectónico y caminar mentalmente por habitaciones que sólo eran unas líneas en un papel.

—¿Estás segura de que tienes ganas? —preguntó en voz muy baja.

A manera de respuesta, Glynis estiró la mano hacia el lugar donde la reticencia de Shep era más palpable; él se arqueó formando una tímida línea combada. Pero una metalista tiene manos potentes, y los dedos de Glynis le hicieron recordar que su mujer no era un cadáver. No tenía que apartarse de su cuerpo como si pudiera deshonrarla, cometer una indecencia. Las manos de Glynis provocaron en él una sensación aguda e imperiosa, una sensación que él ya había olvidado por completo entre las necesidades constantes y más urgentes: comprar patatas, mantas polares, líquidos mezclados con refresco de arándanos, viajes tranquilos y lentos a las sesiones de quimioterapia. Se supone que los hombres piensan en el sexo todo el tiempo, pero él ya no lo hacía, y ahora lo recordaba con tanta fuerza que dolía.

Le ponía nervioso tener que ponerse encima de ella. Aunque Glynis siempre había disfrutado de todo su peso, no quería aplastarla, y apoyo los brazos a ambos lados. Descansando sobre un codo, cogió el lubricante de la mesita de noche, lo abrió con una mano y se echó un poco de gel en el índice. La primera vez que recurrieron a esa pequeña ayuda, Glynis se había sentido herida, como si eso demostrara que su entusiasmo no era suficiente, pero Shep había objetado que su cuerpo había sido objeto de un ataque, y que no poder engrasar el mecanismo no era en absoluto por falta de ganas. De hecho, cuando metió el dedo entre las piernas, los labios de la vulva de Glynis estaban secos; sólo el lubricante la hizo sentirse su mujer.

Todavía podían hacerlo. Shep la besó, y el beso tuvo como un sabor metálico, algo parecido a chupar una moneda, como si Glynis ya no estuviera solamente aliada con el metal, sino como si se estuviera volviendo de metal por dentro. La miró a los ojos, entristecido por el tono amarillo que habían adquirido, pero así y todo la encontró allí. Las pupilas eran pequeñas y siempre parecían asustadas. No fue deseo lo que Shep leyó en ellas, sino más bien deseo de deseo, y eso tendría que ser suficiente. Al mirar hacia abajo, se sintió enorme, tanto, que se avergonzó, gordo en comparación con Glynis. Ella le clavó las uñas en el pecho. Shep la penetró deslizándose con esa ternura retraída que Glynis detestaba, y ella cogió una nalga con cada mano y empujó.

Y Shep se permitió olvidar. Se permitió follarla, fuerte y a fondo, como a ella siempre le había gustado, con ese punto de abuso. Cuando se corrió, se permitió creer que ésa era la inyección que la curaría, por una vez un chute que no estaba cargado de veneno, sino de vida. El veneno costaba cuarenta mil dólares. El elixir era gratis.

Eso debería haber sido todo. Antes de quedarse dormida en sus brazos, Glynis dijo claramente:

—Entonces, ¿crees que te quedará bastante?

A Shep le ardía la cara. Le acarició el pelo en silencio (y algunos cabellos se le quedaron en la mano), con el pretexto de que no sabía de qué estaba hablando. Pero era infame, después de haber vivido tanto tiempo con una mujer, lo bien que ella lo conocía. Cómo podía saber lo que estaba pensando aun cuando uno intentase con todas las fuerzas no pensar en eso, ocultarse el pensamiento. ¿Bastante qué? Dinero, por supuesto. Sólo dinero, papá. ¿En qué otra cosa pensaba tanto el primogénito Knacker?

Si ser capaz de cálculos como el que había hecho un rato antes esa misma noche lo marcaría como un hombre pecador y egoísta, ésa era una verdad sobre sí mismo con la que tendría que vivir. Una Otra Vida para una sola persona costaría poco más de la mitad que una Otra Vida para dos. Guardaría el dinero para una huida en solitario, pero sólo si Glynis moría pronto.