9

Al volver a casa después de otra visita a Glynis, ahora de alta, pero todavía en cama en Elmsford, Jackson entró en su casa muy animado. A algunas personas, visitar a enfermos graves puede darles miedo, pero él había empezado a disfrutarlo. Sabedor de lo que Glynis consideraba un regalo apropiado para una convaleciente —rabia perfectamente destilada, algo que él se imaginaba como petróleo crudo: espeso, viscoso, alquitranado, una sustancia que se pega a los dedos, que mancha la ropa y deja huellas indelebles en los picaportes—, almacenaba las consternaciones de las primeras horas del día. Así, para su llegada a Elmsford después del trabajo había preparado un crescendo de acritud que parecía el monólogo de un humorista, con la única diferencia de que, en lo tocante a él, nada de todo eso era gracioso. ¿Era consciente Glynis de que si uno gana un coche en un concurso televisivo hay que soltarles a los federales un tanto por ciento del precio de venta, y en efectivo? ¿Sabía que un montón de norteamericanos estaban ahora afectados por el impuesto mínimo alternativo, que un régimen flagrantemente inescrupuloso que cobra, por ejemplo, impuestos a los impuestos, estaba convirtiéndose en el código fiscal?

—¡En 1969 el IMA se aplicaba sólo a doscientas familias en todo el país! —había soltado mientras daba vueltas por la habitación de Glynis—. Y como apenas han movido el tramo impositivo para tomar en cuenta la inflación, ahora se aplica a casi la mitad de la población. O sea, que tenemos un sistema realmente justo, decente y progresista, aunque resulta que es un señuelo, algo parecido a esos patos de madera que se ponen en la repisa de la chimenea. Es bonito, pero no se puede comer. El verdadero sistema fiscal es un escándalo, pero de eso no nos responsabilizamos, porque es alternativo. Lo mismo pasa con ese estúpido «impuesto a las mansiones» del estado de Nueva York. Tampoco han cambiado el tramo, y tenemos la tira de casuchas unifamiliares por todo Brooklyn, con unos patios llenos de hierbajos y del tamaño de una alfombrita de baño, moqueta con pis de gato y sótanos mohosos que, a causa de este demencial boom inmobiliario, se venden por un millón de pavos. ¡Y en ese momento, abracadabra! Es una mansión y el estado se lleva el tres por ciento. Juro que el gobierno podría estar detrás de todo este asunto de la propiedad. No puede decirse que sea en nombre del interés social que el lugar que tienes para vivir se convierta en una mansión lujosa que no está al alcance de la gente corriente, como si un vaso de agua se vendiera a cien dólares. Pero es en interés del Estado. ¡Se están forrando! En Nueva Jersey es tan tremendo que hay matrimonios de gente mayor que son propietarios de casas ya sin hipotecas y que llevan allí cincuenta años. ¿Y qué pasa? Tienen que mudarse porque no pueden pagar el impuesto de bienes inmuebles. Viven en un apartamentito de tres habitaciones que han tenido desde siempre, donde han criado a sus hijos, ¡y de repente se supone que esos pensionistas tienen que desembolsar más de veinticinco mil dólares al año sólo por el privilegio de vivir en una casa que es suya, joder!

Cuando recuperó un poco las fuerzas, a veces Glynis vomitaba espontáneamente su propia indignación. Jackson se había marchado como si estuviera colocado, con la clase de subidon que puede dar el khat, esas hojas amargas que, según había contado Shep, los vagos subempleados del África Oriental se pasaban el día mascando. El khat era una anfetamina suave. Una vez Shep la probó, y dijo que ponía tenso, nervioso, irritable sin ningún motivo en especial y esperando algo que probablemente no iba a ocurrir. Decía que le recordaba a Jackson.

Al detenerse en la puerta de la cocina, Jackson comprobó que Flicka se encontraba en un estado sólo medianamente insoportable —lo cual quería decir que, como de costumbre, no podía caminar como es debido, ni hablar ni respirar como es debido, y ni siquiera llorar, o sea, lo mismo de siempre— y en consecuencia él, por una vez, no llegaba en medio de una calamidad, sino sólo en medio de ese desastre en cámara lenta que habían llegado a considerar una vida normal. Flicka frunció el ceño y Jackson interpretó ese gesto como un saludo. Otros miembros del grupo de ayuda de niños con disautonomía familiar decían que sus hijos discapacitados eran pura dulzura y pura luz —como si se tomaran el sufrimiento con mucha calma y, agradecidos, les alegrasen la vida a familias enteras por vivir cada nuevo y glorioso día—, y él siempre había sospechado que esos padres mentían. Con todo, aunque esa clase de enfermos, irritantes por alegres y resignados, no fuese un mito, Jackson se sentía aliviado por tener, en cambio, una hija huraña, respondona y precozmente misántropa.

Flicka estaba sentada a la mesa de la cocina, encorvada sobre los deberes; un hilito de baba caía desdeñosamente sobre la página. Se lo podría haber limpiado antes de que cayera sobre las ecuaciones algebraicas, pero no, ella dejaba a propósito que la saliva desdibujase los números.

—Me gustaría saber por qué tengo que aprender los factoriales cuando no voy a vivir lo bastante para sacarle partido a esta porquería —gruñó.

—Por si te hace sentirte mejor —dijo Jackson—, te diré que tampoco van a servirles para nada a tus compañeros, aunque vivan hasta los noventa y cinco.

—A mi me parece que, puesto que puedo caerme muerta en cualquier momento, debería poder hacer lo que quisiera. Esto no es precisamente aprovechar lo mejor posible una vida que puede durar lo mismo que la de un perro.

—Si te dejásemos vivir como si fueras un perro, en lugar de darte una educación, ni siquiera sabrías lo que quieres hacer.

—Preferiría ver Friends.

—Eres una chica muy lista. Te cansarías de Friends.

—Todo es una farsa —insistió Flicka—. Y no para mí, sino para ti y para mamá. Tengo que comportarme como si fuera una niña normal que va al colegio para que vosotros podáis hacer como que tenéis una familia normal. Para que podáis creer que voy a terminar el instituto e ir a la universidad y casarme y tener hijos también. ¡Como si yo quisiera crios! Todo esto es una mentira, y estoy harta. Te lo advierto a ti también. Puede que me canse y deje de seguiros la corriente.

El problema era que Jackson estaba de acuerdo con ella. A lo mejor todo habría sido más fácil si hubieran preservado la «inocencia» de Flicka —léase: ignorancia—, pero en estos días, y con Internet, es difícil ocultarle algo a los niños. Carol y él habían contratado su primer servicio de marcación por módem en 1996, y la decisión había sido fatal. Flicka había entendido enseguida cómo funcionaba, y lo primero que hizo, en uno de los buscadores de aquellos años —Northern Light o AltaVista—, fue introducir el nombre de su enfermedad. Había bajado hecha una furia (es decir, rebotando de la pared al pasamanos) y no tardó nada en lanzarles un proyectil de indignación vengativa, no porque se sintiera ofendida por el pronóstico, sino porque sus padres no le habían dicho nada. Tenía ocho años.

De ahí que esa noche Jackson se negara a representar la comedia prescrita. Se suponía que tenía que decirle cosas como continuamente salen nuevas terapias para tratar los síntomas, o que ella no tenía ni idea de cuánto tiempo podría vivir. Y recordarle que en otros tiempos la mayoría de los niños con DF ya habrían muerto a su edad —cuando Flicka nació, la esperanza de vida era de unos cinco años—, pero que ahora muchos vivían hasta los treinta. Jackson había oído mencionar esa cifra muy seriamente en cada una de las reuniones del grupo de apoyo, pero Flicka sabía muy bien que, si se analizaba esa frase sintácticamente, lo que se sacaba en limpio era que casi todos morían antes de los treinta. Ella no quería que sus padres fuesen los animadores del grupo, y él tampoco quería serlo.

—Míralo de esta manera —dijo Jackson, como quien no quiere la cosa—. Si tienes los días contados, también deberías poder contarlos.

—Ja, ja. Antes de que me olvide, mamá te ha dejado garbanzos con chorizo en la cocina.

—¿Está bueno? —preguntó Jackson con aire distraído y metiendo un tenedor en la olla.

—¿Cómo voy a saberlo? —bufó Flicka.

Jackson puso en un bol un poco de ese guiso rojo y lo calentó en el microondas.

—Da igual, Flicka, tenemos que mandarte al colegio. Es la ley.

—No puedo creerme que de repente mi padre saque a relucir la ley. «Tiranía arbitraria», cito. En cualquier caso, podríamos hacer algo así como escolarizarme en casa.

—Tu madre tiene que trabajar para pagar el seguro médico. No tendría tiempo para…

—No tendría que matarse. Y yo podría pasarme el día aquí y leer… En fin, eso los pocos días que veo algo y no me los paso con el chaleco puesto, tragando pastillas, practicando cómo no atragantarme con una comida que no me apetece, haciendo esos aburridos ejercicios de fisioterapia y chándome en los ojos lágrimas artificiales.

—¿Chandome? Y despues dices que no necesitas estudiar.

—No lo necesito. No tiene sentido formarme para ser un miembro productivo de la sociedad cuando difícilmente llegaré a ser un adulto. El hecho de tener que ir al colegio hace que parezca un enorme servicio de canguros. No tengo que saber por qué estalló la guerra de Secesión, y tú lo sabes. ¿Qué va a pasar con toda esa información? La incinerarán. Se hará humo, literalmente.

Haber logrado enseñarle a Flicka el significado correcto de «literalmente» producía en Jackson una profunda sensación de misión cumplida. Lo curioso era cómo la mayor parte del tiempo conseguía mantener a raya indefinidamente ese estado terminal, como una abstracción, o como material para una conversación fluida entre padre e hija, algo tan teórico como su propia muerte. En realidad, su propia mortalidad se había vuelto un consuelo, pues los dos remaban en el mismo bote.

—¿No te gusta conocer a otros chicos y hacer amigos?

—La verdad es que no. Parezco más su mascota que una amiga. Son buenos conmigo porque eso los hace sentirse mejor consigo mismos. Hacen méritos delante de sus padres llevando a casa a esta chica atrofiada y esquelética que camina como si fuese a caerse de un muro de ladrillos. Ay, sí, ¿ves qué tolerantes somos…? Pero después, cuando empiezo a babear encima del sofá, los padres se lo piensan dos veces. Ya han hecho lo que tenían que hacer, y no vuelven a invitarme.

Sonó el timbre del microondas y Jackson se sentó frente a Flicka con la cena. En realidad, la había calentado demasiado y el chorizo se había endurecido en los bordes.

—Todos tus profesores y compañeros parecen respetarte mucho.

—La única razón por la que todos piensan que soy tan inteligente es porque suponen, en cuanto abro la boca, que soy una idiota. Mi voz parece la de una idiota. Si no sonara como si me estuvieran estrangulando, y si yo fuera más alta y tuviera pechos…, y no es que los pechos me importen una mierda, papa. Por favor, no vayas ahora a comprarme un sujetador con relleno ni nada parecido porque nunca voy a tener novio aunque apareciese un baboso que me gustase. Lo que pasa es que a todo el mundo le parece asombroso que sea capaz de formar una frase entera. Y me beneficio de la fama de Stephen Hawking, claro. No sabría decirte cuántas veces me han dicho que hablo igual que él. ¡Como si eso fuera un piropo! Hawking parece un ganso cuando habla.

—Podrías hacerlo peor —dijo Jackson, soplando encima del tenedor y disculpándose mentalmente por haber trazado el paralelo. Por supuesto, esa frase acerca de no ser excepcionalmente lista era una auténtica tontería. Flicka presumía de lo muy inteligente que tenía que ser para darse cuenta de que, en el gran esquema de las cosas, en realidad no era muy inteligente.

—Saco mejores notas de las que merezco y mis redacciones son un desastre. Y no puedo teclear. Pero ninguno de mis profesores tiene valor para suspenderme. Creen que los arrestarán. Que parecerá una discriminación.

Como las redacciones de Flicka tendían, si bien de una manera críptica y a veces inquietante y paródica, a hacerse eco del virulento anarquismo de su padre, Jackson se ofendió.

—Puede que tus redacciones sean cortas, pero son más originales que las de la mayoría de tus compañeros, te lo aseguro.

—Es posible —reconoció Flicka—. No es que ninguno de esos retrasados advierta la diferencia. Me vitorearían aunque entregase una copia de los ingredientes de una caja de cereales. Todo el cuerpo docente de Henry Howe me tiene miedo. A todos les han avisado que no se me puede «alterar». Ya sabes, como mamá. Ese aire tranquilo, callado y feliz cuando en realidad lo que quiere es darme una zurra. Si alguna vez me vieran tener una crisis, se espantarían de verdad. Como ese episodio de La dimensión desconocida, cuando el niño ese horroroso convierte en un muñeco de caja de sorpresa a cualquiera que contesta mal, o lo entierra en el maizal. Así que nadie me dice nunca que me calle la boca ni nadie me las hará pasar canutas si no preparo la lectura. Si no hago estos deberes, nadie dirá una puta palabra.

Con sus pocas fuerzas, Flicka hizo una bola con la hoja y la tiró hacia la papelera.

No acertó.

—Ahí se acabó tu carrera de jugadora de baloncesto —dijo Jackson, recogiendo la bola de papel. Contempló la posibilidad de alisarlo y volverlo a poner en la mesa, pero ¿qué sentido tenía? Así pues, lo tiró a la basura. Porque Flicka tenía razón en todos los aspectos; ya era brillante con las variables de su vida que tenían verdadera importancia. Y se suponía que él tenía que ser severo, insistirle en que tenía que dominar lo básico como cualquier otro niño. Y que tenía que reprenderla para que no dijera palabrotas también, pero Jackson detestaba la gazmoñería de los padres y Flicka no hacía otra cosa que usar el mismo lenguaje que él. Por otra parte, dejarla que no hiciera los deberes de matemáticas y que soltara tacos delante del padre era inseparable de dejar que se saliera con la suya en muchas otras cosas. La quería, pero Flicka era odiosa. La quería precisamente porque lo era, y de ese modo sólo conseguía que lo fuese aún más.

No obstante, Jackson creía en la educación porque no había creído en ella cuando le había tocado recibirla. En el instituto había despreciado a sus profesores, convencido de que sabía más que ellos, y sólo años más tarde pensó que esos profesores podrían haberle enseñado un par de cosas cuando él era aún lo bastante joven para aprender. En la edad adulta había intentado compensar ese erróneo sentido de superioridad recabando toda la información que llegaba a sus manos, pero lo torturaba la sensación de que le faltaba un marco; no podía clasificar el contenido de la bolsa de sorpresas del conocimiento en casillas claramente etiquetadas, y sólo podía arrojar datos sueltos, al tuntún, en una caja de cartón mental. Mucho de lo que sacaba de Internet era sospechoso, pues la red era como la Biblia: se podía encontrar documentación para apoyar con firmeza cualquier postura si uno navegaba el tiempo suficiente. No ir a la universidad había parecido una decisión muy acertada entonces, cuando Knack, Chico para Todo, recibía más encargos de los que podía manejar; además, Shep no había necesitado un título, ¿verdad? Por otra parte, era muy probable que la enseñanza universitaria fuese pura mierda, pero eso sólo era una intuición, y si hubiera ido a la universidad, entonces sí sabría que era pura mierda.

Lo que más podía fastidiarlo eran las palabras. Con poco más de treinta años, Jackson había hecho un esfuerzo sistemático por mejorar su vocabulario, lo cual le valió no pocas burlas en Knack, donde le tomaron el pelo por decir que «feliz propietario» era un oxímoron: «Oxi mi culo, profesor; nuestros clientes son unos imbéciles, y algunos son morosos, eso sí». (Con la nueva oleada de operarios, ésas eran las bromas que ahora Jackson más echaba de menos. Practicar imprimàtur con un espalda mojada de Honduras habría sido perverso). Sin embargo, ninguna de las palabras que había aprendido de adulto se le habían quedado cuando era niño. Era como si los significados fuesen algo ajeno a ellas, y tenía que recitarse una breve definición de hegemonía (¿o era heguemonía?) antes de emplear el término seguro de lo que quería decir, y para entonces lo más probable era que ya hubiese pasado la oportunidad de usarlo. Vaca, en cambio, era un sinónimo tan perfecto de un animal de granja grande y tonto que la palabra en sí realmente no existía. Si hubiera sabido lo que le convenía, habría memorizado el diccionario cuando tenía diez años.

—Papá, ¡me ha dado un mareo en la clase sobre las huellas de carbono, en el laboratorio, y he tenido que volver temprano!

Era Heather, que tras irrumpir en la cocina se fue directamente hacia el congelador a buscar una Dove Bar. En los últimos dos meses debía de haber aumentado otro kilo. Por Dios, otra batalla perdida. Los dejabas sueltos en la despensa y engordaban. Si uno intentaba regularles la dieta, se obsesionaban con la comida y engullían a escondidas. Y engordaban. Tal vez Carol y él tenían la suerte de que al menos Heather no intentaba competir con su hermana mayor por cuál de las dos podía ser más flaca; podía morirse tratando de ganar esa competición.

—¿Pero ahora te sientes bien? —preguntó Jackson.

—La verdad es que no. —Heather se serenó un poco y puso cara de estar pachucha—. Sigo un poco mareada.

—Entonces, si no te sientes bien, quizá no deberías comer helado.

—Puede que tenga poco azúcar en sangre. Kimberly tiene que comer continuamente cosas dulces, si no se desmaya. ¿Papá? —Heather se sentó en el regazo de su padre, y cuando apoyó todo el peso del trasero en cierta… «zona», el dolor fue tan agudo que a Jackson casi se le saltan las lágrimas, e intentó discretamente que la niña cambiase de postura—. Me cuesta mucho prestar atención en clase, y estoy muy inquieta. He estado pensando si no necesitaré una dosis más alta de cortomalafrina.

Vaya, vaya, Heather llevaba meses detrás de algo, a saber, que le diagnosticaran discapacidad para el aprendizaje. La verdad desnuda: no era tan brillante como su hermana mayor, y puede que tener un sencillo cociente intelectual medio fuese, hasta cierto punto, una discapacidad. Qué extraño, ¿no? Si se era directamente estúpido se suponía, por alguna oscura razón, que era culpa de uno, pero con el «síndrome de déficit de atención» las deficiencias intelectuales se volvían, sin que fuese culpa de nadie, un problema médico. La verdad es que no tenía mucho sentido que a los «discapacitados para aprender» les dieran una cantidad ilimitada de tiempo para terminar un examen estándar, mientras que los estúpidos sin remedio estaban obligados a terminar antes de que sonara el timbre. Porque en realidad los dos grupos eran víctimas de la genética. Qué diablos, eran los tontos del culo los que debían tener tiempo extra, pues aún no se había inventado el medicamento que los hiciera inteligentes.

—Es posible —dijo Jackson—. Pero ¿no crees que la respuesta podría ser que debes prestar más atención?

—No entiendo.

—Prestar atención no es algo que te pase a ti, es algo que haces. Algo que te obligas a hacer. Y también puedes obligarte a no moverte tanto.

—¿Cómo?

Jackson movió varias veces la rodilla sobre la que había sentado a Heather y, mientras sacudía a la niña, se puso como a bailotear sentado y rió.

—¡Basta!

—¡Estoy inquieto! Y, según tú, no puedo parar. —Jackson siguió moviéndola hasta que a Heather la broma pareció resultarle desagradable y él puso el pie en el suelo—. ¿Lo ves? Tú puedes hacer lo mismo con la atención. El profesor comenta un cuento que la clase acaba de leer y tú ya has empezado a pensar en el sabor del helado que tienes ganas de comer. Entonces lo que tienes que decirte es que pensarás en el helado más tarde y que en ese momento te concentrarás en el cuento.

—No creo que funcione así. Creo que necesito más cortomalafrina. —Heather se retorció en el regazo de su padre y giró la cabeza—. ¡Puaj, aquí algo apesta! —exclamó, y se bajó.

Por una vez, que Flicka tuviese poco olfato fue una suerte.

—Niñas, os diré una cosa —dijo Jackson, sacando de la chaqueta un fajo de hojas impresas—. ¿Tenéis ganas de jugar?

—Aquí no podemos jugar —dijo Heather—. No tenemos ordenador en la cocina.

—Para este juego no se necesita ordenador. Es un juego de inteligencia. Un amigo me ha enviado por e-mail una copia de una prueba, de una escuela pública de 1895. ¿Sabéis cuánto hace de eso?

A Heather se le empañó la cara.

—¿Fue en los viejos tiempos?

Aun a través de las gruesas lentes, era obvio que Flicka ponía los ojos en blanco.

—Y tu crees que una alumna de quinto podría restar 1895 de 2005 sin una calculadora.

—De acuerdo, Flick, si vas a ser tan dura con tu hermana, veamos que tal se te da esta prueba pensada para dos cursos menos que el tuyo.

—Tres cursos menos —objetó Flicka, con desdén—. Si no fuera por todo el tiempo que me he pasado en el hospital, ya estaría en tercero.

—Muy bien, pues. Tres cursos. Mirad, en 1895 esto era lo que los estudiantes tenían que saber para aprobar octavo en Salina, Kansas. O sea, en el quinto infierno. Y nosotros vivimos en la ciudad de Nueva York, también conocida como el centro del universo, y eso debería hacernos más inteligentes y más cultos que los paletos del Medio Oeste, ¿no?

—¡Sí! —dijo Heather.

—Y como vivimos en la época de la tecnología y todas esas cosas, deberíamos saber más de lo que se sabía hace cien años, ¿no?

—¡Sí! —volvió a decir Heather. Flicka no quiso rebajarse a participar en el grupo y no dijo nada. Además, intuía una trampa, y miraba con suspicacia las hojas que había sacado su padre.

—Mira, Heather, está claro que esto va a ser demasiado difícil para ti, porque está pensado para niños tres años mayores que tú. Pero Flicka debería poder sacar un sobresaliente, pues es para niños de un curso que ella ya aprobó hace un montón de tiempo. Empecemos con la primera pregunta. Está chupado, ya veréis. «Dé nueve reglas para el uso de las mayúsculas».

—¡Mi nombre, mi nombre! —exclamó Heather.

—Muy bien. Ésa es una regla. ¿Y las otras ocho?

Jackson se dio cuenta de que Flicka estaba decidiendo si jugar o no. Puesto que, cuando la conocían, casi todos suponían que en los estudios iba «atrasada», ella rara vez dejaba escapar la oportunidad de demostrar lo contrario.

—Países, ciudades, estados —dijo, encogiéndose de hombros.

—Muy bien, pero apuesto a que nuestros amigos de Salina, Kansas, probablemente considerarían que los topónimos valen como una sola regla.

—Bueno, en inglés, el señor, la señora y esas cosas —dijo Flicka—. La inicial de una oración…

—Magnífico —dijo Jackson, sintiéndose, por una vez, un padre como es debido—. Ya tenemos cuatro reglas. ¿La quinta?

—¡En un e-mail cuando te enfadas mucho! —dijo Heather.

—Cierto, pero en 1895 el correo electrónico no existía, así que creo que ésa no vale.

—Los títulos de libros y películas —dijo Flicka—. Las organizaciones, como la Asociación de Padres y Alumnos.

—Excelente. Quedan tres.

Silencio.

—Este juego me aburre.

—No es que te aburra, Flicka, es que ya no sabes más.

Era cierto que Flicka tenía que ponerse lágrimas artificiales casi continuamente, pero que eligiera hacerlo en ese momento parecía calculado.

—Muy bien, cambiemos de juego, pues —dijo Jackson—. Nombra las partes de la oración o define aquellas que no tienen modificaciones.

—¿Qué coño es una modificación? —dijo Flicka.

—¡Esa boquita! —dijo Jackson, interpretando su nuevo papel de Auténtico Papá—. Y no me preguntes a mí, yo sólo soy un humilde servidor. ¿Puedes decir por lo menos cuáles son las partes de la oración?

—¿Gritar y susurrar? —dijo Heather.

Flicka cerró los ojos con fuerza.

—¿Como palabras que nombran y palabras que hacen?

—Se llaman sustantivos, o nombres, y verbos. No vas a decirme que en décimo seguís diciendo palabras que nombran y palabras que hacen

—Bueno, si, siguen llamándolas así, y no es culpa mía —dijo Flicka.

—No, ya se que no. Pero yo pago la tira de impuestos para que vosotras aprendáis algo y no quiero oír bobadas ni subvencionar esa clase de jerga.

—Cuando llegaste te dije que yo no debería tener que aprender nada de toda esa mierda. Es una pérdida de tiempo para ellos y para mí.

—El sistema educativo no está dirigido a estudiantes que probablemente van a morir antes de cumplir veinte años —replicó Jackson. No debería haberlo dicho, pero Flicka era tan bestia a la hora de hacer frente a su condición de enferma terminal que a veces él cometía el error de responder con la misma brutalidad. Para colmo, el dolor en la entrepierna ya se había vuelto casi constante, lo cual, además de embotarle el juicio, lo ponía quisquilloso. Intentó reanudar el juego.

—Pasemos a la sección de matemáticas —propuso—. Un carro tiene sesenta centímetros de profundidad, tres metros de largo y un metro de ancho. ¿Cuántas fanegas de trigo puede contener?

—¿Fanegas? Dame un respiro —dijo Flicka.

—¿No te ha gustado ésa? Probemos con ésta: «¿Cuánto cuestan 3,942 libras de trigo teniendo en cuenta que una fanega cuesta cincuenta centavos, tras deducir las 1,050 libras de la tara?».

—Qué gilipollez —dijo Flicka—. Se nota que es una prueba con temas del campo, para palurdos. Lo que se tendría que saber en la estúpida Kansas.

—De acuerdo. Aquí tienes un problema que tendrías que poder resolver en Nueva York hoy: «¿Qué intereses devengan 512,60 dólares durante ocho meses y dieciocho días al siete por ciento?». Adelante. Puedes usar el lápiz. De hecho, puedes usar la calculadora si quieres.

Flicka se cruzó de brazos.

—Ya sabes que soy un desastre en matemáticas.

—¿Qué te parece una de geografía? «Nombra todas las repúblicas europeas y la capital de cada una de ellas».

—Ya vale, papá, ya veo de qué va. Ahora somos todos imbéciles y en «los viejos tiempos» eran unos genios.

Sin embargo, a Jackson esa prueba le fascinaba y no podía parar.

—«Define y describe: Monrovia, Odessa, Denver, Manitoba, Heckla, Yukón, Santa Helena, Juan Fernández, Aspinwall y Orinoco».

Como le había costado pronunciar Orinoco —y a saber dónde demonios quedaba eso—, Flicka lo pilló.

—Tú tampoco te sabes las respuestas.

Jackson rió, y cuando Carol entró en la cocina estaba a punto de admitir que era incapaz de responder más de dos o tres preguntas de una prueba de cinco horas.

—¿Por qué haces todo lo posible para que tus hijas se sientan unas tontas?

—¡No es eso! Sólo intento que se sientan incultas, que no es lo mismo.

—Estoy dispuesta a apostar que hacer esa distinción es inútil con ellas. —Carol le arrebató las hojas de las manos—. ¿Qué es esto? «El distrito n.° 33 está tasado en 35 000 dólares. ¿Cuál es el gravamen necesario para gestionar un colegio durante siete meses a 50 dólares por mes y contando con 104 dólares para imprevistos?». Por favor. ¿En octavo? Alguien te ha tomado el pelo, Jacks. Heather, es hora de lavarse los dientes.

—No es una broma, era un examen de verdad.

—¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes? —dijo Carol—. Tú te crees todo lo que llega a tu carpeta de entrada de AOL y que refuerza tu actitud resentida y dispéptica.

—Pagamos bastante dinero para que estas niñas aprendan algo, pero están tan mimadas que Heather ni siquiera saca buenas notas. ¿Qué dice el boletín de calificaciones? «Trabaja sistemáticamente», «trabaja habitualmente», o «trabaja con ayuda». Ningún «no trabaja», «no quiere trabajar» o «trabaja, pero lo que hace es una mierda». Y ya has visto lo que han dicho, no dejarán que los profesores usen el lápiz rojo. El rojo es demasiado «agresivo» y «amenazador», asi que ahora los exámenes los corregirán con un verde «relajante». Han quitado el timbre entre clase y clase para que el entorno sea más «acogedor». Si siguen así, Heather crecerá y conseguirá un trabajo, y la primera vez que el jefe le diga «Señorita, llega tarde», o que se queje por pagarle para que haga un trabajo que ella no ha hecho porque no tenía ganas… ¿Qué hará? Se tirará de un puente.

—Que tu educación fuese cruel y crítica y enfrentara a unos niños contra otros —dijo Carol— no significa que tus hijas tengan que sufrir el mismo régimen de humillación pública.

—Pero esa reafirmación obsesiva de la autoestima… Bueno, no tengo problemas con el respeto por uno mismo mientras uno piense bien de sí mismo por un buen motivo. Pero ahora les dicen que todos son un regalo de Dios, hayan o no hayan aprendido a escribir. He leído un estudio que no llegó a mi bandeja de entrada de AOL, señora, sino que salió en el New York Times, un periódico que adoras, así que supongo que no lo desdeñarás como algo inventado. Preguntaban a un grupo de niños coreanos y a un grupo de niños norteamericanos si pensaban que eran buenos en matemáticas. El treinta y nueve por ciento de los norteamericanos pensaban que eran unos genios de las matemáticas. Sólo el seis por ciento de los coreanos pensaban que eran más o menos buenos, y el resto que eran un desastre. Pero si mirabas las notas de los exámenes, en mates los coreanos estaban muy por delante de los norteamericanos. A los estudiantes de este país les enseñan a ser unos delirantes.

—O sea, que la solución que tú das es que nuestras hijas se avergüencen de sí mismas, lo cual no mejora ni un ápice el rendimiento en matemáticas.

Los movimientos de Carol —mejor dicho, las sacudidas de Carol— eran su única manera de delatar que estaba nerviosa. No es exactamente que tirase los platos en el lavavajillas, pero por la firmeza obscenamente controlada con la que los colocaba, Jackson se dio cuenta de que habría preferido hacerlos pedazos contra la pared.

—Eh, esos garbanzos con chorizo estaban para chuparse los dedos.

—Por favor, ahora no pretendas darme coba. Flicka, ¿has terminado tus deberes de matemáticas?

Su hija mayor no tenía la costumbre de interpretar para la madre el numerito «yo no tengo que hacer los deberes porque me voy a morir».

—Yo…, ya he terminado con ellos —dijo, de un modo confuso.

Por suerte para Flicka, Carol tenía otras cosas en la cabeza.

—¿Cómo está Glynis? —preguntó Carol, cortante, como si en el fondo no le importara.

—Un poquito mejor. Algo nerviosa porque piensa que debería haberse quedado más tiempo en el hospital, pero los del seguro insistieron en que se fuera. Aunque tú deberías saberlo. La viste ayer.

—Sigue muy dolorida. Creo que la enviaron a casa demasiado pronto, aunque supongo que tú has estado dándole la lata con tus opiniones políticas, retrógradas y de derechas.

—No son de derechas. En esta ciudad, eso es sólo una etiqueta para todo lo «malvado». Y me asombraría muchísimo que Glynis dijera que le «doy la lata». Está muy cabreada, y disfruta de la compañía de alguien que también lo está.

—Jackson, sabes perfectamente que lo que haces es inoportuno.

Jackson detestaba esa palabra, que en esos días cualquier imbécil que anduviese como si tuviera un palo en el culo soltaba a la primera de cambio para que otros se sintieran sucios y avergonzados. El adjetivo inoportuno hacía que uno quisiera ver inmediatamente si tenía manchada la ropa interior. Tenía, también, una vaguedad deliberada, como si nombrar lo que uno había hecho mal fuese repugnante, y atribuía cualidades morales a lo meramente normativo. La imparable costumbre moderna de recurrir a ese adjetivo teñía con un tenue brillo progresista lo que en realidad era conformismo reaccionario. Los que echaban mano de esa palabra para reprenderte por algo eran los mismos conservadores paranoicos que veían un pedófilo detrás de cada arbusto, pues últimamente se podía ser todo lo neurótico y sexualmente represivo que se quisiera siempre y cuando uno proyectara en los niños esa gazmoña repugnancia victoriana. A Jackson le gustaba tan poco que su mujer hubiera hecho suyo el término como le habría gustado verla regresar de una piscina pública con verrugas contagiosas en la planta de los pies.

En un despliegue de eficiencia cargado de reproche, Carol pasó la esponja por el mármol como diciendo que, en lugar de hacerles perder el tiempo a las niñas con un examen de octavo que era a todas luces falso, Jackson habría podido al menos limpiar la cocina. Pero ese resentimiento tampoco era sincero, pues no cabía duda de que Carol estaba que echaba humo y, en consecuencia, contenta de tener algo que hacer. Sin ropa que lavar, sin un montón de facturas que pagar, sin una hija sudorosa y adenoidea que necesitaba constantemente hidratarse o protegerse los ojos con film transparente y otra niña que necesitaba constantemente elogios y atención, Carol se volvería loca. Por mucho que viviese esas obligaciones domésticas como imposiciones, dependía totalmente de ese febril ajetreo de la mañana a la noche, porque hacía mucho tiempo que había perdido la capacidad vital de no hacer nada. La hacendosidad de Carol se parecía al carnet de baile completo de la madre de Glynis, con la diferencia de que Hetty al menos buscaba, aun cuando esa búsqueda estuviera condenada al fracaso, la difícil realización de sí misma; en cambio, el ir y venir de Carol tenía que estar siempre al servicio de otro. Ese altruismo compulsivo parecía abnegación, sacrificio, pero era algo más escalofriante. Si Carol ya no tenía ni la más remota idea de lo que podía desear para ella, ¿qué sacrificaba? A Jackson le entristeció observar que, con los años, su mujer había reemplazado de un modo insidioso el placer con la virtud.

Carol repartió las pastillas de todas las noches. Cuando por fin Heather se convenció de que era hora de prepararse para irse a la cama, Flicka se quedó holgazaneando en la mesa, tomándose deliberadamente demasiado tiempo para tragarse la medicación.

Esa chica era una metomentodo incurable, y percibía que algo estaba cociéndose. A Carol le habría alegrado frustrar esas ganas de entrometerse, pero al final no pudo contenerse. Pasando frenéticamente la escoba en busca de garbanzos que pudiesen haber caído al suelo, dura como una piedra le dijo a Jackson entre dientes:

—¿Y? ¿Estás contento?

—Da la casualidad de que no estoy de mal humor —dijo él. Con los pies encima de una silla y tomándose con calma la segunda cerveza, se acomodó metiendo discretamente una mano en el bolsillo de los pantalones—. Pero tengo la impresión de que no es eso lo que quieres decir.

—¿Has visto las noticias?

—Ah, eso. —Jackson se sintió aliviado. Por supuesto, había cosas a las que Carol no podía aludir con Flicka delante. Con todo, cualquier tema sobre el que hablaran en esos días siempre quería decir algo más, y a Jackson le alegraba incluso esa penosa diversión, igual que a Carol le alegraba barrer el suelo—. ¿Tendría que estar «contento» porque Terri Schiavo ha muerto?

Después de que los parientes políticos agotasen todas las vías de apelación, hacía dos semanas que, a petición del marido, habían desconectado a Terri del tubo que la alimentaba, en Florida. En realidad, la pobre mujer había durado más de lo que los médicos esperaban.

—Ya… Todo ese gasto innecesario —dijo Carol—. Tú y Shep debéis de estar chochos. Ahora podemos enviar a África la intravenosa de Terri y un juego de ropa de cama limpia.

—Diría que me siento aliviado por ella, por ver que ha dejado de sufrir —dijo Jackson, con tiento.

—Pero según tú no sentía nada. En tu opinión, Terri Schiavo ni siquiera existía. Entonces, ¿cómo podría darse cuenta de que dejaba de sufrir?

—Cariño, no tengo ni idea de por qué este tema es tan importante para ti. No la conocías, no era tu mejor amiga. Sólo un puñado de instantáneas sugería cómo podría haber sido cuando era un ser humano.

—Seguía siendo un ser humano. ¡Eso es lo que no hay que olvidar! Y la han asesinado. Igual que si alguien le hubiese metido un balazo entre los ojos.

—Pero yo no la he matado. ¿Por qué estás tan cabreada conmigo?

—Sí, tú la has matado. La ha matado tu forma de pensar. Oh, mira, esa mujer ya no es bonita ni divertida, así que ¡desenchufémosla! Y ya que estamos, ¿de quién más te gustaría deshacerte? ¿Quién más es demasiado caro o demasiado molesto? ¿Los viejos? ¿O los niños con síndrome de Down? ¿Los mandarías a la cámara de gas porque no han aprobado tu prueba de «octavo»? ¡Es un terreno muy resbaladizo!

—¡Por favor, Carol, no me vengas ahora con lo del «terreno muy resbaladizo»! —exclamó Jackson—. Vivimos sobre un terreno muy resbaladizo, te guste o no. Ya es asombroso que podamos levantarnos por la mañana. Y sí, matamos gente. Aplicamos inyecciones letales a los asesinos en serie y matamos a tiros a los talibanes en Afganistán…

—No lo haríamos si yo tuviera algo que decir al respecto.

Carol calló, mirando consternada a Flicka. Ahora ya era demasiado tarde para echarla de la cocina sin dar a entender que, a los dieciséis años, no era bienvenida en las discusiones de sus padres sobre las noticias vespertinas.

—Bueno, a me alegra que haya muerto —dijo Flicka.

—Flicka, no te atrevas a decir eso. Jamás. De nadie. Es feo.

—¿Qué tiene de feo? Terri Schiavo estaba cerebralmente muerta y no le servía para nada a nadie. Estaba gordísima y no podía hablar, sólo era una cosa fofa postrada en la cama.

—Vaya, ¿ahora también hablamos de matar a los gordos?

—Apuesto a que si hubiera sabido que se había convertido en un zepelín, ella misma se habría desconectado. Tenía bulimia y esas cosas.

—No nos corresponde a nosotros decidir qué es una «buena vida» y qué una «mala vida» —dijo Carol—, o lo que alguien preferiría cuando ya no puede hablar por si mismo. La vida humana es sagrada, cariño. En todas sus formas. Eso no lo olvides nunca.

—No veo qué tiene de tan sagrado —dijo Flicka, imperturbable—. A veces es algo horrible o estúpido. Pelearse porque Terri Schiavo ha estirado la pata se parece a ponerse a dar gritos porque uno ha pisado un bicho.

Lo que Flicka estaba haciendo, y a propósito, era lidiar con su madre, empujarla a cruzar una línea; era un punto de unión entre ella y Jackson, el morirse de ganas de ver que mamá perdía el control. Pero Carol no iba a arremeter contra nadie, no fuese cosa que su hija «se alterase». Sin embargo, la finalidad última de una reprimenda paterna era que los hijos se alterasen. Si no les afectaba, no había servido para nada. Entonces, ¿cómo podía Carol ser una madre severa y responsable que fijaba con firmeza unos «límites» sin que la niña tuviese la versión DF de un shock anafiláctico?

—¿Y tú? —dijo Carol con frialdad—. ¿Cómo te sentirías si alguien hablara de ti como si fueras un bicho?

Aunque sabía que supuestamente no debía hacerlo, Flicka se quitó las gafas y se frotó un ojo.

—A veces me siento un bicho. No sé por qué la gente siempre piensa que estar vivo es fantástico. Para mí es una mierda. De hecho, no puedo soportarlo. No lo dudes, Terri Schiavo ha tenido suerte.

Si Flicka no hubiera tenido DF, Carol podría haberla abofeteado. Pero Flicka tenía DF.

—Comparado con la alternativa, estar vivo es bastante maravilloso —propuso Jackson.

—¿Cómo lo sabes? —dijo Flicka—. Yo pienso que «la alternativa» puede ser fantástica.

—Cielo, estás cansada —dijo Carol—. Ven, vamos a la cama.

—Sí, estoy cansada —dijo Flicka—, cansada de todo. De las sabanas empapadas en sudor, de estos ojos que me arden y envueltos en film transparente como las sobras en la nevera. De no poder andar nunca por el pasillo del colegio sin esa gansa de la asistenta sanitaria pisándome los talones…

—Bueno, tuvimos que batallar mucho y durante mucho tiempo con la Junta de Edu… —dijo Carol.

—Ya sé que hemos tenido «mucha suerte» porque han aceptado hacerse cargo del gasto, pero ¿cómo se supone que voy a hacer amigos? Laura es una mema, y no se aparta de mí. Nunca me deja espacio. Casi siempre se asusta si tropiezo o me ahogo, le da miedo que la demanden. Siempre me llama «cariñín» y «cielito», y lo detesto. Y estoy cansada de dormir con ese oxímetro en el dedo. ¡Ese pitido estúpido que hace! Y la alarma que despierta a todos cuando la mitad de las veces no me pasa nada y sólo suena porque la máquina está en las últimas. Y estoy harta de dormir con esa máscara de oxígeno en la cara. De no poder darme la vuelta en la cama por culpa de la sonda gástrica. De poner el despertador para que suene a la una y a las cuatro de la mañana…

—Mira —dijo Jackson—, te hemos dicho…

—Ya sé que os alegra poder «llenarme la bolsa». ¡Pero yo no quiero que lo hagáis! ¡Quiero que alguien pueda dormir! Lleváis años haciéndolo. Andando a tientas en mitad de la noche porque vuestra hija necesita otra lata de Compleat. Es como tener un coche que es pura chatarra y no para de perder aceite. Lo que quiero decir es que estoy harta de todo eso. Es todo una gran estupidez.

—¡Sin ninguna duda! —afirmó Jackson, muy alegre y levantando a Flicka en el aire cogiéndola por las axilas; de tan menuda y ligera, era fácil olvidar que tenía dieciséis años—. Pero es lo único que tenemos. Y Heather y tu sois lo único que tenemos.

Así que sé buena y aguanta.

A veces Flicka misma olvidaba que tenía dieciséis años, y se acurrucó en el hombro de su padre mientras él la subía a la habitación.

—Odio que hable de esa manera —dijo Carol mientras se preparaban para ir a la cama—. Sé que no lo dice en serio, y que probablemente se deba al Klonopin y al Depakote. Entre los efectos secundarios en el prospecto figura «ideas suicidas». Así que en realidad no entiende lo que dice, pero, asi y todo, me molesta.

—Es posible que sepa muy bien lo que dice, más de lo que tú crees.

—En ese caso, es cruel. ¿Y nosotros? Nos lo recuerda todo el tiempo, como si nos hiciera falta. Usa la enfermedad para provocarnos.

—Por supuesto. Uno usa lo que tiene a mano, ¿no?

Cuando Carol se desabrochó el sujetador, Jackson sintió un ramalazo de excitación seguido de una punzada muy dolorosa.

—¿Qué es ese olor?

Jackson hizo como si olisqueara.

—Yo no huelo nada.

—Ha estado molestándome toda la noche. En la cocina, como a rachas. Pensé que algo se había echado a perder en la despensa, pero ahora lo huelo también aquí arriba.

—Ah —dijo Jackson, con timidez—. Tengo algunos problemas intestinales. Los garbanzos, tal vez.

—Se cómo huele un pedo, Jackson. Y esto no es metano, apesta como a carne podrida.

Jackson se encogió de hombros.

—Siempre has tenido una naricita muy sensible. Yo no huelo nada.

—¿Crees que puede haber algún animal muerto debajo de la casa? No creo que una rata huela así. Un gato, o un mapache. Si este olor no se va, me temo que tendrás que bajar a ver si hay algo.

—Claro, alguna ventaja tiene que tener vivir con un «operario». Para esa clase de trabajo llaman a Knack todos los días.

Tras tirar la camisa en la silla, Jackson se metió en el cuarto de baño principal sin quitarse los pantalones.

—Ya vuelves a hacerlo —dijo Carol.

Jackson levantó la voz por encima del ruido de la orina; el chorro, como atascado, caía en ráfagas desiguales, y escocía.

—¿A hacer qué?

—Cerrar la puerta cuando vas a mear. Llevas semanas haciéndolo. ¿Desde cuándo eres tan tímido? Te he visto mear miles de veces.

La semana anterior Carol había intentado entrar en el baño, pero encontró la puerta cerrada. No le sentó nada bien —pensó que Jackson se había vuelto loco—, y él se sacó de la manga una explicación de lo más absurda, a saber, que estaba acostumbrado a cerrar la puerta del lavabo en el trabajo y que lo había hecho sin pensar; por suerte Carol no le recordó que los urinarios no tienen puertas, ni le preguntó por qué ahora meaba en el lavabo de hombres de Knack encerrado en el único compartimento privado que tenía. No obstante, cerrar la puerta a partir de entonces habría dado lugar a más sospechas de lo que valían las medidas de seguridad. Por eso esta vez Carol pudo asomar la cabeza por la puerta sin avisar.

—Venga, Jackson —dijo Carol, insinuante—, ya sabes que me gusta verte…

Decidido a cortar por lo sano, Jackson se volvió a meter la polla dentro de los pantalones antes de poder terminar de sacudírsela, por lo que algunas gotas cayeron dentro.

—¡Demasiado tarde! Tendrás que esperar una noche más para excitarte.

Hacía ya un tiempo que Carol tenía que esperar una noche más.

—Conozco algo con lo que puedes compensarme.

Carol lo rodeó con los brazos por detrás, y apretó los calientes pechos desnudos contra la espalda de Jackson. Por Dios, esto llegaba muy tarde; él había previsto revelar el secreto mucho antes. La «enfermedad contagiosa de la piel» se acercaba a su fecha de caducidad. Bastante pronto; Carol no se lo creería.

Así y todo, Jackson pensaba que podría escurrir el bulto una noche más, de la misma manera que a veces se puede sacar un número sorprendente de cepillados extra de un tubo de dentífrico que, según todo parece indicar, ya está vacío.

—Me encantaría compensarte, mi vida —dijo, enredando para cerrar el imperdible que tenía en los calzoncillos—. Pero ya sabes lo que dijo el médico de esta cosa que tengo en la piel. Te aseguro que es asquerosa y no te gustará nada.

Carol se puso rígida y dejó caer los brazos. Cuando la rozó al pasar a su lado para volver al dormitorio, Jackson tuvo una desagradable sensación en el estómago. Tarde o temprano llegaba el momento en que había que reconocer que el tubo de Colgate se había terminado.

—Las enfermedades de la piel no suelen ser contagiosas.

—Bueno, ésta sí lo es. Como pie de atleta.

Jackson se sintió un poco ofendido. ¡Como si no hubiera pensado la excusa a fondo!

—He buscado en Google el nombre de ese problema tuyo. Ni un solo resultado.

—Te dije —empezó a decir Jackson mientras se quitaba el reloj de espaldas a Carol— que es muy rara.

—Es casi imposible que un problema médico que compartes sólo con cinco personas no aparezca mencionado en ninguna parte.

—A lo mejor no lo escribiste bien.

—Cortamacriasis genital, ¿no? —Cierto, el nombre de esa falsa escrófula se parecía mucho a la cortomalafrina de Heather, pero Jackson había tenido que inventárselo bajo coacción—. Hay muchas maneras posibles de escribirlo. Probé con todas.

—¡Me pregunto si IBM ha hecho bien en contratarte!

Pero era imposible que Carol cambiara de humor.

—Nada de eso explica por qué no puedo verlo. Ese sarpullido no puede ser tan serio. Y si lo es, entonces tengo que verlo. Esa parte de tu cuerpo también es un poco mía.

—Un hombre tiene su orgullo. —Jackson se quitó los pantalones poniendo cuidado de no bajarse también los calzoncillos: ya casi no aguantaban más lavados, y el elástico de esos calzoncillos de última generación era débil—. La crema parece que funciona, pero tarda más de lo que esperaba.

—¿Qué crema?

—¡La crema! Por Dios, ¿a qué viene este interrogatorio cuando sólo pienso en ti? —Razonando que la mejor defensa era una buena ofensa, un cruce entre consternación y agravio, Jackson buscó un recurso efectista y se puso a mover los brazos como si fuesen aspas de molino—. No me gusta dormir junto a tu cuerpo desnudo con la ropa interior puesta. No me gusta tener que prescindir del sexo. Simplemente trato de proteger tu salud, con cierto sacrificio por mi parte también…

Pero el recurso efectista tuvo su precio. Mientras él tenía los brazos abiertos, Carol tiró velozmente de las costuras laterales de los bóxers y se los bajó hasta las rodillas. Dio un paso atrás y luego gritó.

No puede decirse que Carol fuese melindrosa y se impresionase fácilmente; si hablamos de bajar a un sótano con una linterna en busca de un mapache podrido, su temperamento equilibrado se prestaba mejor para ese trabajo que el de su marido. La verdad era que Jackson quizá nunca la había oído gritar antes de esa noche. Y se asustó. En cualquier caso, el horror que se reflejaba en el rostro de Carol le permitió ver su pene con objetividad y asco por primera vez.

No tenía el color que debía tener. Estaba rojo, pero no del alegre rojo cereza que a veces había adquirido en su atlética adolescencia. Antes bien, tenía el fondo púrpura de un hígado crudo.

Y las suturas encima de los huevos… Parecían demasiado tirantes. La carne parecía no estar dispuesta a aceptar esa limitación. Además, por entre los hilos rezumaba un brillante líquido amarillo. Liberado de esos calzoncillos que hacían las veces de pañales, el olor se hizo más penetrante. Aunque por lo general los «vertidos» del propio cuerpo son menos tóxicos que los ajenos, esa peste atontó un poco incluso a Jackson. El animal del sótano se había arrastrado hasta el piso de arriba.

Pero lo peor de todo era la forma. No parecía una polla.

A decir verdad, Jackson nunca había compartido totalmente el culto fálico de sus pares. Cuando tenía más o menos ocho años, una niña lo sorprendió mientras él meaba entre los arbustos, y chilló casi con el mismo espíritu de horror reflexivo con que lo acababa de hacer Carol. Es de suponer que aquella niña nunca había visto un pene, y que no le causó buena impresión. «Puaj, qué basto eres. ¿Qué es esa cosa? ¡Es repugnante!», gritó al salir corriendo. Y después aquella otra vez, en el gimnasio del colegio donde cursó los primeros años de secundaria. Jackson apenas había entrado en la pubertad; todavía mojado tras pasar por la ducha, sintió frío. No obstante, un chico mucho más corpulento que él se burló: Parece que estés envolviendo una zanahoria baby y un par de habichuelas. A partir de ese día los chicos lo apodaron «el Vegetariano», mote tan inocente a oídos de los profesores que protegía a sus compañeros de un posible castigo por acoso escolar. En realidad, la palabra «pene» siempre había sonado algo tonta y banal, y a poca cosa. Desde que tenía memoria, su quinto apéndice le había parecido algo sutilmente ajeno a él, algo aparte y capaz de traicionarlo. Y fue la sensación de que eso que le sobresalía no era del todo parte de su cuerpo lo que pudo permitirle experimentar con ella.

El experimento había fallado. Es posible que Jackson nunca hubiera comprendido muy bien por qué a las mujeres un pene podía resultarles atractivo, con su piel como apergaminada y demasiado fina, los testículos colgantes y esas matas de vello, el sombrerete en la punta, como si fuese un hongo… Podía decirse que, en cierto modo, no era una forma que la carne humana debiera asumir. Cuando estaba en posición de descanso parecía asustado y deprimido; en estado de alerta, impertinente, aunque inseguro, moviéndose de un lado para el otro e intentando llamar la atención como un fanfarrón que quisiera hacer una demostración de sus habilidades. Él nunca se había creído del todo el entusiasmo de Carol por esa cosa; la bondad natural de su mujer hacía imposible contar con ella. Sin embargo, había límites al altruismo de Carol —pues en ese momento no hacía ningún esfuerzo por ocultar su repugnancia—, igual que había límites a su propia desafección para con el falo de proporciones convencionales. Aun así, la versión no mejorada era preferible a esto.

El desigual tubérculo que ahora tenía entre las piernas parecía uno de esos globos con forma de animales que los animadores infantiles inflan y montan a toda prisa en las fiestas de cumpleaños. Si antes el tronco era más grueso en la base, ahora esa zona era la más estrecha, pues el colágeno empleado para engrosarlo había ido cayendo hacia abajo, cubriendo el borde hasta enterrar parcialmente la cabeza. Y esa polla tenía michelines. El relleno también se había movido asimétricamente, y el bulto era más grande a la derecha. Abrumada por ese colgajo que ahora parecía más bien un tercer testículo, la cabeza se veía más pequeña, no mucho más grande que una pastilla de goma. Y el tronco emergía desde muy abajo. Se suponía que cortando los ligamentos suspensorios se habrían ganado casi tres centímetros de longitud que de otro modo se hallaban desperdiciados dentro de la pelvis; ahora la polla parecía salirle literalmente de los huevos. El conjunto hacía daño a la vista, como un sucio garabato en la pared de un retrete de hombres y hecho por un niño que no sabía dibujar. Inflamada, hinchada y rezumando ese líquido pegajoso y amarillo, era exactamente la clase de extremidad purulenta que los médicos de campaña de la guerra civil habrían amputado en el acto.

—¿Qué has hecho? —dijo Carol cuando recobró el aliento.

—¿Mamá? —se oyó preguntar a una vocecilla desde detrás de la puerta del dormitorio—. ¿Qué pasa?

—Heather, bonita, vuelve a la cama. Mamá… ha visto algo que la ha asustado, eso es todo. Un ratón.

—¡Pero a mí me dan miedo los ratones! ¡Vendrá a mi habitación y se subirá a la cama!

—No, cariño, este ratón no va a hacerle nada a nadie, ni a ti ni a tu madre, puedes estar segura. Y por lo visto ni siquiera era un ratón. Era un calcetín. Un calcetín arrugado y maloliente que no puede hacer nada, absolutamente nada. Lamento haberte asustado. Vuelve a la cama.

Los calzoncillos que Jackson tenía alrededor de las rodillas hacían más intensa la humillación, y aprovechó la aparición de Heather para quitárselos. Estaba sentado con los hombros caídos en el borde de la cama, cubriéndose la entrepierna con las dos manos.

—No quiero volver a despertar a las niñas —dijo Carol, en un susurro crispado—. Pero quiero que tú entiendas que, por muy bajito que siga hablando esta noche, en realidad sigo gritando.

Cuando Carol cogió la bata y se la anudó dos veces, Jackson se dio cuenta de que debería haber vuelto a subirse los calzoncillos cuando tuvo la oportunidad de hacerlo. Ahora estaba en clara desventaja y no podía hacer nada. Estaba condenado a empezar esa conversación desnudo, porque Carol lo había descubierto, y ponerse la ropa se habría parecido a ocultar lo que era evidente, como volver a poner la barra de golosina en el bolsillo cuando ya te habían pescado cometiendo el hurto. No conseguía recordar la última vez que, de pequeño, había tenido esa sensación.

—¿Acierto si conjeturo que tú mismo te has hecho eso? ¿Que te lo hiciste hacer? ¿Que no ha sido porque el pene se te quedó atrapado en un rodillo mientras trabajabas y por alguna razón no mencionaste el incidente?

Carol escogía palabras glaciales. Conjeturo. Hasta esa noche nunca habría dicho pene. No era una mojigata, y le gustaba cómo sonaban polla y rabo, sus consonantes, la fuerza que destilaban.

Pero eso era lo que Jackson tenía ahora entre las piernas, un pene, una pe y una ene, con su desagradable dejo científico, además.

—Pensé que…

—Te has hecho una de esas estúpidas operaciones, ¿verdad?

—Recibimos tanta basura por e—mail y…

—Dios inventó la tecla Suprimir justamente para los anuncios que ofrecen alargamiento del pene. ¿No irás a decirme que contactaste con ese carnicero por Internet?

—¡No! Me derivaron a un especialista. De todos modos, pensé que no enviarían tantos anuncios si no fueran… Bueno, es obvio que hay muchísima gente que lo hace.

—Sí, y hay mucha gente que se vuelve adicta a la heroína. Y mucha gente que se suicida, mucha gente que no respeta el límite de velocidad y se estrella contra muros de cemento. Eso no significa que tú también tengas que hacerlo.

—Carol, si vamos a hablar de esto, la verdad es que no sirve de mucho que te pongas como si fueras mi madre. Es obvio que la operación no salió muy bien.

—Ese es el mejor eufemismo del siglo. ¿Cómo es posible que hayas hecho algo así sin hablarlo antes conmigo?

—Quería darte una sorpresa —dijo Jackson, completamente abatido.

—Enhorabuena, pues. Me has sorprendido. De hecho, estoy anonadada. Tú, que te las das de inconformista, de que vas por libre, de que no tienes pelos en la lengua y no te dejas engañar por las instituciones que nos han impuesto, como el gobierno, cosas que nosotros, el resto de los mortales, los «gilis», nunca cuestionamos. ¿Cómo has podido hacer algo tan… trillado?

—No me hice operar porque piense que se trata de algo original. Que tenga opiniones contundentes en materia de política no significa que no quiera dar la talla como hombre…, literalmente.

Esa noche, ser uno del puñado de norteamericanos que empleaba correctamente ese adverbio no lo inundó con la habitual oleada de felicitaciones a sí mismo.

—¿Y no crees que cualquier cosa que hagas en esa… zona, tiene implicaciones para mi?

—Sí, seguro, creo que sí. Pero tu te habrías negado. No llames conversación a lo que sería lisa y llanamente un veto. Y ya puedes decir que mi polla en parte es tuya, lo que en cierto modo es muy tierno, pero no es tuya. Yo la presto, y me encanta hacerlo. Pero básicamente sigue siendo mi polla.

—¡Oh, sí, ahora lo es! Al cien por cien. ¡Bienvenido a tu polla! —Creí que te gustaría aunque no creyeras que fuese a gustarte antes de ver los resultados. Y ya sabes, antes nos lo pasábamos…, hasta que llegó Flicka.

—¿Conmigo dándole la comida a la una de la mañana y tú dándosela a las cuatro, todas las santas noches? Ha sido simplemente cuestión de agotamiento, no falta de ganas.

—Sí, pero cuando este año Flicka ya no necesitó que fuéramos a darle la comida… La frecuencia tampoco aumentó, ¿verdad? No se notó, la verdad sea dicha.

—El sexo es un hábito, como todo lo demás. Un hábito que se puede abandonar. Y el cambio tampoco ha sido tan grande; cuando no es la comida es otra cosa, y seguimos agotados. Pero no se trata de eso. Si querías tener relaciones más a menudo, lo único que tendrías que haber hecho era decírmelo.

—Me imaginé que podría venirnos bien un… empujoncito. Que a ti te pondría más cachonda… El aspecto, digo. Y que luego todo iría mejor. Para ti.

—¿Has hecho esto por mi? No me lo creo ni por una milésima de segundo.

—Muy bien, sí, claro, pensé que yo también me sentiría mejor. Siempre me ha parecido un poco pequeña, eso es todo. En comparación. Creo que las mujeres no lo comprenden. Es como si yo no fuera capaz de entender que cuando tienes la regla te sientes gorda si para mí sigues estando igual.

Carol se obligó a mirarlo a los ojos.

—¿Pequeña en comparación con la de quién?

Jackson la fulminó con la mirada.

—Bueno… ¡Con la de otros!

—Ajá. —Esta vez fue ella la que le clavó la mirada hasta que él miró para otro lado; al bajar la vista, Jackson pareció admitir algo—. Dime —lo acosó—, ¿alguna vez me he quejado?

—No, nunca lo harías. Eres buena y no tienes remedio.

—No me quejaría porque no me da ningún problema. Pero ahora sí que tenemos uno.

—Me la haré arreglar —dijo Jackson, con firmeza, aunque la afirmación tenía el conocido dejo de lo improbable; como tantos otros empleados de Knack, lo último que hacía, si lo hacía, era ponerse a reparar interruptores rotos y toalleros flojos en su propia casa.

—¿Sabes que para arreglar eso necesitarás cirugía plástica? ¿Que nuestro seguro no cubre? ¡Cuando ya lo hemos pasado bastante mal para hacer frente a los copagos y las franquicias y cuando sólo el Compleat de Flicka se nos lleva mil dólares por mes!

—Sacaré ese dinero de alguna parte —dijo él, con aire taciturno—. Siempre puedo quedarme yo con los encargos que llegan a Knack y hacer algún trabajito extra.

—Eso es engañar a Shep.

—No, sería engañar a Pogatchnik. Cuando mandaba Shep nunca me quedé con ningún trabajo. Ahora será un placer joder a ese rácano.

—Pero, ahora que lo pienso, el seguro tampoco cubre la automutilación. ¿Cuánto te costó?

—Unos miles de dólares —dijo Jackson, encogiendose de hombros.

—¿Cuánto?

Carol siempre podía averiguar el precio entrando en Internet, y si Jackson mentía, eso era exactamente lo que iba a hacer. Si empezaba a meter las narices, también averiguaría que no era necesario hacerse la longitud y la circunferencia a la vez. Decidido a operarse en secreto y rápido, Jackson había insistido en que le hicieran las dos cosas juntas.

—Eh…, ¿siete mil? ¿Ocho mil?

—¡Ocho mil dólares! Dios mío, Jackson, ¿y de donde sacaste el dinero?

Los hombres normales, los hombres de verdad, administraban el presupuesto de la familia, y no lo llamaban presupuesto…, pero en la familia Burdina era Carol la que controlaba hasta el último centavo. ¿Era de extrañar que Jackson quisiera tener una polla más grande?

—Los perros —dijo Jackson, obediente.

—¡Me prometiste que dejarías de jugar!

—Mira, ¡las probabilidades en contra de que ese asqueroso gen pasara de generación en generación por el lejano brazo largo del cromosoma nueve de nuestras dos familias, hasta llegar a Flicka, eran de mil a uno! ¿Por qué no podría yo beneficiarme de un talento natural para ganar aun siendo muy remotas las posibilidades?

—No puedo creerme que le deba esta calamidad a un pobre galgo con ganas de retozar. Si pudiera atrasar el reloj, le reventaría la cabeza a palazos a ese estúpido perro.

—Desde entonces no he vuelto a apostar. Te lo juro por mi vida.

Por supuesto, esa versión de los hechos era pura mentira, pero contar la historia de los perros también era admitir algo que iba contra su propio interés, y por esa razón Carol se la tragó. La verdad era que Jackson finalmente había abierto una cuenta —¿tan indignante era que un hombre de cuarenta y cuatro años tuviera una cuenta bancaria solo a su nombre?— en la que depositaba las propinas en efectivo y los ingresos de los trabajos mucho más que hipotéticos que venía ocultándole a Pogatchnik desde hacía años. No había amasado la fortuna suficiente para pagar más que los mínimos mensuales de las tarjetas de crédito, de las que Carol tampoco sabía nada, como la Visa en la que había cargado los ocho mil setecientos dólares que había pagado por arruinarse la vida. Pero Carol no sabía vivir sin preocuparse, y ya estaba angustiada por el saldo negativo de las tarjetas de crédito de cuya existencia sí sabía, y ansiosa por saldar la ampliación de hipoteca que habían pedido para pagar los extras de la operación de escoliosis de Flicka. A Jackson no le gustaba todo ese secretismo fiscal, pero consideraba que se sacrificaba noblemente para proteger la poca serenidad que le quedaba a su mujer.

Con los ojos cerrados, Carol se frotó la cara y respiró tapándosela con las manos. Cuando recobró la compostura, Jackson se preguntó si podía inferir que su mujer ya había dejado de gritar.

—¿Duele? —preguntó Carol al cabo de unos instantes—. Da la impresión de que sí.

—Sí, duele.

—¿Mucho?

—Mucho.

—Será mejor que me dejes echarle un vistazo. —Carol le tocó el muslo, y por la dulce expresión de su rostro Jackson pudo concluir que no había nada que temer. Apartó las manos y ladeó las rodillas. Carol se agachó delante de la polla y estiró la mano con cuidado para tocarla, como si intentara hacerse amiga de un asustadizo perrito callejero al que su anterior dueño había molido a palos. Cuando la movió hacia un lado, y luego hacia el otro, Jackson hizo una mueca de dolor.

—¿Qué clase de bestia te hizo esto?

—Me pasó su nombre mi primo Larry cuando salimos a tomar unas cervezas el verano pasado. Me dijo que ese medico era «un verdadero artista», y su novia estaba encantada con el resultado. Se la dejó mucho más grande, o «más grande todavía», como dijo él. Mierda, Larry ni siquiera se avergonzaba, no era un secreto. Me dijo: «Es algo que te debes a ti mismo». Estaba tan entusiasmado con ese tipo que tenía pensado volver por una talla más.

Carol puso los ojos en blanco.

—Como si se pudiera encargar un pene igual que un par de zapatos. ¿Llegaste a ver tú el resultado de esa operación?

—¡Por supuesto que no! No se le pide a un colega que saque la polla en un bar. No era esa clase de bar.

Carol puso la mano con cuidado encima de las suturas.

—Parece caliente. ¿Aún funciona?

—Más o menos. No la he… probado mucho. Duele demasiado.

—Está tan hinchada que es difícil saber qué aspecto tendrá cuando se desinflame. Pero esto está muy infectado. Podrías tener una septicemia. ¿Has tomado antibióticos?

—Claro, pero ya los he terminado. Y me he aplicado Bacitracin.

Carol le tocó la mejilla y Jackson pudo oler la infección en los dedos.

—Tenemos que llevarte a un hospital.

—Me da demasiada vergüenza —dijo Jackson, apartando la mirada.

—Es mejor la vergüenza que la sangre contaminada. Y si dejas que empeore, se te va a caer. Sinceramente, yo iría ahora mismo al Metodista de Nueva York si no fuera por las niñas. Mañana, en cuanto se vayan al colegio, te tomas el día libre y nos iremos directamente a urgencias. Te acompañaré, aunque no lo mereces.

—Carol, es muy, muy importante que esto no trascienda, ¿entiendes? No se lo digas a nadie, por favor. Si en Knack se enteran, me tomarán el pelo toda la vida.

—¿Lo sabe Shep? ¿Lo que has hecho?

—¡No! Sobre todo no se lo digas a Shep.

—Me deja de una pieza la versión que tenéis los hombres de lo que significa ser el «mejor amigo». ¿Para qué sirve tenerlo?

—Prométemelo.

—Lo último que voy a proclamar a los cuatro vientos es que me casé con un idiota. Además, eres tú el que no sabe tener la boca cerrada. Fuiste tú el que contó en la oficina lo que le pasaba a Glynis. Y eso que Shep te dijo que no lo hicieras.

—Lo hice por el bien de Shep. Estaban burlándose de él por lo de Pemba, y que durante un tiempo Pogatchnik fingiera ser comprensivo al menos lo liberó de ese gilipollas.

No le importaba que Carol lo castigara; hablar de cualquier otra cosa que no fuera su pene era un alivio. Se lavaron los dientes y después Carol se quitó la bata y se metió desnuda entre las sábanas.

—Ahora que lo sabes —dijo Jackson, pensando que era difícil encontrarle un lado bueno a ese penoso asunto—, al menos no tengo que dormir contigo con los calzoncillos puestos.

Carol se volvió de su lado, para no mirarlo, y apagó la luz.

—En realidad, querido, creo que preferiría que volvieras a ponértelos.