8

Tragando Tylenol como si fueran Tic Tacs, a Jackson empezaba a preocuparle que los antibióticos no estuvieran haciéndole efecto. Pero no era ése el momento de concentrarse en sus preocupaciones médicas, comparativamente menores, y dio las gracias por el sentido de la proporción. Hacía dos semanas que Glynis estaba hospitalizada; la habían trasladado de cuidados intensivos a una habitación individual, y ya aceptaba visitas.

Jackson se había devanado los sesos pensando qué llevar. Shep le dijo que a Glynis por fin el colon le había vuelto a funcionar y que ya comía pequeñas cantidades de alimento sólido. Así y todo, ¿qué se llevaba a alguien que está recuperándose de una operación importante? ¿Pudin de vainilla? Las flores estaban estrictamente prohibidas, para protegerla de una infección. Cuando Carol había ido a verla un poco antes ese mismo día, le había llevado un abrigado forro polar con cremallera que Glynis podía usar en la cama, de un rojo intenso que la favorecía, pues le daba color; un regalo inspirado que él envidiaba. Al final se había decidido por un litro de zumo natural de maracuyá. Como mínimo sonaba a algo vital, y por una vez se alegró de que Park Slope se hubiera vuelto pijo y ridículo; el zumo lo consiguió en el primer delicatessen de la Séptima Avenida en el que entró. Mierda, no había manera de saber cuántas veces más visitaría a Glynis antes de que esa pesadilla terminara y ya empezaba a no saber qué regalarle. Seguramente no tardaría en verse que, cuanto más los mereciera, menos provecho les encontraría a la comida, a los libros, la ropa o la música.

No fue difícil identificar la habitación; fuera, en el pasillo, se apiñaba un grupo de cotorras. Mal momento. Jackson se demoró unos instantes para serenarse y arreglarse la raya de los pantalones metiendo las manos en los bolsillos. Ésos eran los más anchos que tenía, de la época en que había pesado unos cinco kilos más. Había aprendido a caminar sacando ligeramente los bolsillos hacia delante, desde dentro, para que la tela no rozara con nada.

Reconoció a la señora que parloteaba con las dos mujeres más jóvenes. Aunque sin duda alguna ya tenía más de setenta años, lucía un atuendo floreado y numerosos accesorios que anunciaban con estridencia: Puede que me esté volviendo vieja, pero todavía me respeto a mí misma. Era Hetty, la madre de Glynis. Jackson ya la había visto una vez, en casa de Shep, donde la mujer se había pasado la cena hablando por los codos y con una vivacidad agotadora. Lo que más le había impresionado en Elmsford fue que Hetty no podía estar sin hacer nada. Sus incontables actividades en Tucson iban desde una campaña para impedir que los inmigrantes ilegales pudieran sacarse el permiso de conducir hasta cosas más neutrales, como un cursillo de restauración de antigüedades y clases de yoga para mayores de sesenta y cinco. Le había recordado a esa desconcertante variedad de compañero de instituto que llenaba el tiempo libre con «actividades extraescolares» todos los días de la semana. Hetty podía perfectamente asistir a ensayos de la banda de música como presentarse candidata a la presidencia del club de debate. Jackson había sido incapaz de discernir si ese frenético ajetreo era lo que afirmaba ser, una ferviente determinación a vivir a tope cada uno de los días que le quedaban, o todo lo contrario, una evasión. O sea, una determinación igualmente ferviente a distraerse —solo ella sabía de qué— y, en consecuencia, la imposibilidad absoluta de habitar su vida por mínimamente que fuese. En cualquier caso, era esa clase de mujer capaz de ponerse a estudiar hindi en su lecho de muerte sin que se le pasara jamás por la cabeza que ya nunca iría a Delhi a practicar, preguntando, por ejemplo, «¿Dónde queda la estación?».

Por mucho tiempo que hubiese transcurrido desde entonces, era fácil recordar esa noche, pues Glynis se había cabreado de verdad. Hetty había hecho —en opinión de Jackson— un comentario bastante inofensivo que Glynis interpretó como una manera de equiparar su trabajo en metal con las absurdas clases de cestería a las que asistía su madre. Glynis se había levantado de la mesa y, glacial, había proclamado que ella tenía un título, faltaría más, y había citado los dos museos que habían añadido piezas suyas en sus colecciones permanentes para luego ponerse a enumerar todas las galerías en las que había expuesto su obra, y en Nueva York, además, y no —fue la insinuación— en alguna despreciable provincia del sudoeste. Jackson recordó que se había sentido incómodo. Glynis ya era lo bastante mayor para pasar por alto ese comentario intrascendente. Poniéndose a hacer la lista de todas esas galerías, una por una, se había convertido en una niña pequeña.

Si bien Jackson se daba cuenta de que, con el tiempo, esa efusividad compulsiva podía volverse agobiante, a primera vista Hetty Pike era, no obstante, una persona común y corriente. A él siempre lo había asombrado el nivel de emoción que podían despertar los defectos habituales y las insignificantes excentricidades del carácter menos interesante cuando daba la casualidad de que fulanita y menganito eran tu madre o tu padre. Pero lo cierto era que Glynis era el polo opuesto de su madre. Perfeccionista y reservada, hipercrítica y absolutamente impredecible; Hetty, en cambio, era solar, entrañable, y no le importaba lo más mínimo que en el taller de cerámica el florero le saliera torcido o perdiera agua. No se parecían absolutamente en nada: Hetty era bajita, tenía una cara redonda y encantadora, y el pelo cano suave y sedoso; en cambio, los rasgos alargados y duros de Glynis recordaban a las fotografías de su padre, hombre delgado y adusto. (Glynis lo había adorado. Aunque no hubiese sido más que eso, podría haberle guardado rencor a Hetty porque hubiese sido él, y no ella, el que había caído por una montaña en un accidente ocurrido durante una escalada unos veinte años antes).

Sin embargo, en lugar de no dar mayor importancia a la incongruencia, Glynis dejaba que la enloqueciera el hecho de que ella y su madre no eran iguales, de que a ella nunca nadie la conocería ni la entendería ni le pondría el sello aprobatorio de Buena Ama de Casa. De mediana edad, aún seguía queriendo algo de la madre, y en esa cena Jackson había tenido que reprimirse para no llevarla a un lado y decirle al oído que lo dejase correr. Hetty era una mujer normal, limitada, que probablemente había sido, como madre, todo lo buena que pudo, lo cual quiere decir, la básica, la mala. ¿Y? Era demasiado tarde para buscar algo más. Por otra parte, fuera lo que fuese lo que Glynis ansiaba —toda una serie de manidas abstracciones como validación, reconocimiento y aceptación que, por alguna razón, no reflejaban el carácter de la falta—, concederlo no estaba, en última instancia, en manos de ningún padre.

Al fin y al cabo, también los padres de Jackson eran gente sencilla que durante mucho tiempo habían tenido en el garaje una tienda de muebles de segunda mano. A causa del dolor de espalda crónico del padre, él pudo suplicarles que le dejaran cargar la furgoneta cuando por fin vendieron uno de los elefantes blancos más pesados, pero seguramente él no iría nunca a Bay Ridge a comer marmitako recalentado —sonaba ostentoso y étnico, pero indistinguible de un guiso de atún cuando se preparaba con pescado de lata— para sentirse mejor consigo mismo. Su sentido de la autoridad, de la hombría, de la fuerza y de la fiabilidad era responsabilidad suya, y por eso diez días antes había decidido tomar medidas por su cuenta. Era inútil esperar que alguien viniese a darle a uno lo que necesitaba; había que ir a buscarlo. Eso era «empoderamiento», sí, señor, y eso transmitía respeto por uno mismo.

—¡Jackson Burdina! —exclamó Hetty saludando con una mano y dejando en el suelo la lata que llevaba para poder darle las dos manos. Y no soltaba la de él. Es probable que esa buena memoria para los nombres fuese algo normal para una maestra de primero retirada, en cuyo caso el nombre de Jackson había ido a sumarse a un larga lista de miles de niños de seis años—. Me alegro de verte, pero lamento mucho que sea en estas circunstancias. Tu también tienes hijos, así que estoy segura de que comprendes… —A Hetty se le llenaron los ojos de lágrimas—. Esto es lo peor que puede pasarle a una madre.

—Sí, es muy duro —convino Jackson, deseando que le soltara la mano.

En cambio, lo que hizo Hetty fue acercarlo a las dos mujeres que esperaban a un lado. Probablemente era así, arrastrándolos de la mano, como se presentaba a los niños de primero a sus nuevos compañeritos.

—Ven, Jackson, creo que no conoces a mis otras dos hijas. ¿Ruby? ¿Deb? Os presento a Jackson. Vuestra hermana quiere mucho a Jackson y su mujer.

Jackson dio la mano a las dos, y le asombró que Ruby, la del medio, se pareciera tanto a Glynis, aun siendo, sin embargo, muchísimo menos guapa. Glynis era delgada; Ruby era escuálida. Glynis era majestuosa; Ruby era desgarbada. La misma serie de rasgos prácticamente idénticos se repetían sutilmente en el rostro, en detrimento de la menor, y si bien no podía decirse que la mayor estaba bien dotada, al menos Glynis sí tenía pechos, y vestía con sencillez pero con elegancia. En cambio, los téjanos negros, rectos y muy lavados de Ruby, así como la insulsa sudadera gris, eran sencillos pero deslucidos. Con todo, puede que la diferencia principal fuese la actitud. Glynis tenía una actitud distante y ladina que la hacía misteriosa y casi regia. Ruby se mantenía a la misma distancia, pero en su caso el efecto era tenso, mezquino; miraba demasiado el reloj y tendía a ir de un lado para el otro como si esperase que ese asunto del cáncer se diera prisa porque ella tenía que estar en otra parte. Como no podía ser de otra manera, en cuanto se dijeron los encantados de rigor, sonó el móvil de Ruby. Frunciendo el ceño al ver el número en la pantalla, la hermana de Glynis entonó el credo de la abejita trabajadora de nuestro tiempo: «Perdón, pero tengo que atender esta llamada».

En el hospital no estaban permitidos los móviles porque la señal interfería con el equipo. (Una mierda. Jackson lo había mirado en Internet, por Flicka. Lo único que querían los del hospital era dinero por usar el teléfono fijo de la habitación. Sin embargo, él nunca se había armado de valor para soltarle el resultado de sus averiguaciones a una autoridad del hospital. Ese hábito, valiente con un ratón pero cagado frente a un hombre, era otra de las cosas que Jackson tenía que cambiar). Ruby bajó a devolver la llamada desde la calle, y él se quedó con Deb, una chica regordeta y de aspecto inofensivo que irradiaba unas buenas intenciones con las que parecía no saber qué hacer. El ceñido jersey de cuello cisne, de color naranja, y la larga falda azul marino, con ese aspecto de matrona que le daba, no la favorecían nada. «He rezado por la salud de Glynis desde que me enteré», dijo. «Toda nuestra iglesia de Tucson reza por ella. Se han hecho estudios, y funciona».

Claro, no era justo descartar, considerándolos unos autómatas, a todos los conversos a la fe. Pero ¿desde cuándo tenía él que ser justo?

—Bueno, Jackson, hemos estado hablando sobre cómo manejar esto —dijo Hetty, poniéndole una mano en el brazo—. Glynis va a sentirse muy cansada, y no queremos abrumarla. Creo que deberíamos entrar de uno en uno e intentar no quedarnos demasiado tiempo. Ahora está Shep, y si puedes esperar, Jackson, hemos decidido que luego entre Deb, después Ruby, y después puedo entrar yo. Le he traído sus galletas preferidas.

Dicho de esa manera, parecía que Hetty estuviera formando una fila con los alumnos de la clase para ir a beber agua de la fuente.

Shep salió de la habitación sin hacer ruido, miró a Jackson y puso los ojos en blanco, gesto que los dos entendieron. No hay nada tan ajeno como la familia de los demás, y ver a su viejo amigo inundó a Jackson con la rotunda, segura y agradecida sensación que le producía girar en la esquina y divisar su casa.

—Es toda vuestra —dijo Shep a Deb y a Hetty, y se llevó a Jackson por el pasillo.

—No ha sido fácil, tío —dijo entre dientes—. Convencer a Glynis de que recibiera a la familia. Han venido todas en avión desde Arizona. Por poco tengo que llevarlas de vuelta a Elmsford. Glynis se siente como la mierda y no entiende por qué ha de esforzarse para que los demás se sientan mejor. Esto de las visitas…, bueno, estoy seguro de que se alegrará de verte. Pero para Glynis es una imposición, y se cabrea.

—Bueno, ¿y cómo se sentiría si no viniera a verla nadie?

Shep sonrió.

—Cabreada.

—Qué perra es —dijo Jackson—. La adoro.

—Ya sabes que la palabra paciente —dijo Shep— no es especialmente apropiada en el caso de Glynis.

—Te preocuparías si no estuviese portándose fatal.

—Sí. Aunque sigo estando preocupado.

Cuando volvieron hacia la habitación, donde la puerta estaba entreabierta, el impulso de escuchar fue irresistible. Aunque Ruby ya había vuelto, el intento de ella y su madre por mantener una conversación era desganado. Nadie quería perdérselo.

—No puedo creer que estes usando el hecho de que yo esté postrada en cama después de una operación para hacer de misionero. —Glynis hablaba con voz un poco babosa a causa de la morfina, pero a Jackson le gustó reconocer el tono incisivo de siempre—. Eso es como pegarle a alguien que está en el suelo.

—Pero ¿y si tengo razón? —suplicó Deb—. Es lógico, Glyn. Si tú tienes razón y lo único que nos espera es una enorme nada oscura, entonces no importa lo que tú creas. Pero si yo tengo razón, si Jesús tiene razón, tienes que aceptarlo como tu Salvador y así irás al cielo. Es una precaución que tiene sentido, ¿no? ¿Por si acaso? Es casi como… matemáticas, ¿te das cuenta? A tu manera no obtienes absolutamente nada, y a la mía tienes una oportunidad de disfrutar de la vida eterna. Si te ofrecen un cupón de la lotería gratis, ¿por qué no aceptarlo? Todos tus profesores decían que eras muy inteligente.

—A mi manera conservo mi dignidad —graznó Glynis—. Y no me gusta nada que hayáis venido hasta Nueva York a darme por perdida. No quiero ir al cielo. Quiero irme a casa.

—Nunca es demasiado pronto para prepararse para el encuentro con Dios, ni para pedirle a Jesús que entre en tu corazón.

—Hoy día cada familia tiene uno así —susurró Shep—. Por lo general es el más pequeño.

—Esa tía sí, esa tía, de pequeña no tiene nada —masculló Jackson a modo de respuesta.

—Ya, sigue la dieta Atkins. En el rancho tiene prohibida la pasta, lo cual es un coñazo. Pero bueno, sí, he dicho la más pequeña, la benjamina, como queriendo decir la última de la fila. Nunca me ha caído muy bien. No ha estudiado, es ama de casa, cinco crios. Lo del cristianismo la ayuda.

—Es engañoso —dijo Jackson.

—En fin, siempre que funcione… Tienes dos hermanas talentosas a las que no superas si respetas las normas que ellas imponen, y ¿qué haces? Cambias las reglas. Bingo, Deb ahora tiene superioridad espiritual y finalmente puede tratar con condescendencia a todos los que la han tratado así a ella durante casi toda su vida.

—¿Y vosotros, los buitres, voláis por todo el país para lanzaros sobre gente que está demasiado débil para pelear? —estaba diciendo Glynis—. Parecéis cazadores de ambulancias. Pero por Dios, Deb, si ni siquiera Nancy ha venido a tratar de venderme las ventajas de Amway.

—No deberías pronunciar el nombre del Señor en vano —dijo Deb—. Hay tanta gente como tú, que afirma no creer y sigue usando exclamaciones como «¡Señor!» y «por Dios». Nuestro predicador nos dio un largo sermón sobre eso. Dijo que, aunque no lo supierais, pedíais el amor de Dios y la redención. Dentro de vosotros hay algo que sabe que su mano misericordiosa está cerca.

—Que me vaya al infierno si entiendo qué tienen de «misericordiosos» estos últimos tres meses.

—¿Lo ves? ¿Has vuelto a hacerlo? Irás si no abres tu corazón a Dios. Quién sabe, tal vez esta enfermedad es la manera que ha buscado Dios para que veas su luz.

—¿Me están castigando por mis costumbres paganas? No puedo creerme que estés diciéndome que tus amigos que se han convertido, a los que les han lavado el cerebro, nunca tienen cáncer.

—… Al menos lo que está claro es que te ha hecho adelgazar —dijo Deb, con añoranza.

—Sí, claro. La dieta del mesotelioma. Todavía no ha salido el libro, pero podrías empezar antes que las demás masticando algún viejo producto aislante.

—Shep ha dicho que tiene algo que ver con el amianto. ¿Es posible?

—Sí, es probable que haya estado expuesta al amianto en Saguaro. Si pudiera, ahora mismo le pasaría el mesotelioma peritoneal a cada accionista del proveedor de la escuela. Sacarles algo de pasta tendrá que servir para algo.

—No deberías tener pensamientos tan crueles.

—Sólo tengo pensamientos crueles.

—Yo habría esperado que una enfermedad mortal… —dijo Deb, titubeante.

—Me encanta esa expresión. ¿Has oído hablar de alguna «enfermedad inmortal»? —La risa no tardó en convertirse en una tos—. He llegado a pensar que la enfermedad es inmortal. Más bien habría que decir: «Paciente mortal afectado por una enfermedad inmortal».

—Creía que esta situación sacaría a la luz la bondad, la amabilidad y la gratitud de una persona, y de una manera natural —dijo Deb, como si estuviera enfurruñada.

—Lo que esta situación saca a la luz en mí, y de manera natural, es amargura y rabia. Cuando tienes cáncer, puedes hacerlo como te dé la gana.

—Pero ahora tienes la oportunidad de darte cuenta de lo mucho que te quieren tus amigos y tu familia. Shep dice que está pasándolo fatal organizando tu agenda, que hay mucha gente que quiere verte. Es un momento para sentirse bendecida.

—Pues me siento maldita. Aunque sólo sea por esa especie de homilía triste y repetitiva que entonan personas como tú, que no tienen ni idea de lo que dicen.

—¡Ya puedes ser todo lo rencorosa que quieras!

Por alguna razón, Deb había empezado a resollar.

—No lo dudes —le espetó Glynis.

—A pesar de todo, quiero que sepas que siempre he admirado… —Resuello—. Te he respetado. Eres guapa y tienes talento y… —Resuello-resuello—. Has sido una esposa cariñosa y has criado a dos… a dos… hijos preciosos. Nunca he olvidado… —Resuello-resuello-resuello—. ¡Nunca he olvidado que me sentía orgullosa de que fueras mi hermana!

Mientras su hermana menor salía disparada por la puerta, llorando y con un inhalador en la mano, Glynis le soltó «¡Cuidadito con usar el pasado!» como quien lanza un zapato.

—Esto se parece a los asaltos en una riña de gallos —dijo Ruby mientras Hetty sujetaba y acariciaba a la menor, que no paraba de sollozar—. La gallinita Bantam de la Habitación 833 se enfrenta a cualquiera que tenga ganas de desafiarla. Deseadme suerte.

—No tardes —dijo Shep.

—De eso puedes estar seguro, chico —dijo Ruby—. Tengo previsto escapar antes de perder las plumas de la cola.

Teniendo presente, quizá, que quedarse en el pasillo era aburrido, Ruby dejó la puerta abierta de par en par. Como Shep les había advertido que no convenía besarla, Ruby saludó a Glynis con un pellizco en el pie izquierdo antes de acercar una silla a la cama y apoyar en la barandilla las piernas largas y esqueléticas.

—¿Tenías que ser tan dura con Deb? Ya sabes lo susceptible que es.

—Sólo tengo energía para golpes bajos. Además, aprovechar esta oportunidad para tratar otra vez de convertirme… Es indignante.

—Sólo trata de consolarte. La cantinela de Jesús es lo único que tiene.

—Le han lavado el cerebro, y que venga a verme es como si me visitaran los zombis asesinos de los Muertos Vivientes.

Ruby miró rápidamente hacia la puerta y dijo en voz baja:

—Puede oírte.

—No me importa.

—Pero ella cree de verdad en esas cosas. No es una mentira simplemente porque nosotras no creamos.

—Odio la sinceridad.

—Estupendo. Entonces trataré de ser lo más frívola y falsa posible.

—Eso sería fantástico.

—Bueno… ¿y cómo estás? —preguntó Ruby.

Esa preocupación curiosa y enfática, esa manera de apoyarse en las palabras, debía de ser un estribillo normal en las visitas al hospital, y lo más probable era que fuese contraproducente.

Glynis suspiró.

—¿Qué puedo decir? Me duele todo el cuerpo. No duermo por la noche. Cinco minutos tumbada aquí en la oscuridad tardan en pasar lo mismo que el paleozoico. Después, de día, estoy grogui. Y encima tengo que hablar con gente como tú cuando no hay nada de que hablar. Porque ¿qué tendría que pasar? El televisor es diminuto y sólo capta canales terrestres con nieve. Por la tarde, la luz que entra por la ventana me impide ver la imagen. Es humillante llorar porque no puedo ver El precio justo. Pero, con los calmantes, ni siquiera puedo concentrarme en un artículo sobre el color de sombra para ojos que se llevará esta primavera. La intravenosa que tengo en la mano me pone los pelos de punta. Y vivo convencida de que la cinta se despegará y que la aguja se saldrá y me desgarrará la vena. Me he entrenado para no mirarla nunca.

Jackson sabía de qué hablaba Glynis, aunque él mismo vacilaba entre el no mirar por nada del mundo y la obsesión de inspeccionar «la cosa».

—La comida es una bazofia —prosiguió Glynis después de tomar un trago de agua—. Cuando no la devuelvo, se reseca y me meten una manguera por el culo. Cuando Shepherd no está aquí para ayudarme a ir al lavabo, el cincuenta por ciento de las veces las enfermeras no vienen cuando las llamo. Así que me las tengo que arreglar yo sola con la cuña. Me meo en las sábanas y me empapo los muslos. ¿De verdad querías saber todo eso?

—Claro.

—Mientes. Pronto la gente preguntará cómo estoy y yo diré: «Bien». Y todos contentos.

—¿Cuándo te van a dar el alta?

Estaba claro que ya había contestado esa pregunta más de una vez.

—Piensan que podrán dejarme ir a casa dentro de poco menos de una semana —dijo Glynis, aburrida y arrastrando las palabras.

—Mamá y Deb van a quedarse, pero es probable que yo tenga que regresar antes de que tú vuelvas a casa.

—Acabas de llegar y lo primero que me dices es que tienes que irte.

Culpabilizar daba mucho juego, dado que Glynis no había querido en absoluto ver a su familia, pero tal vez era una buena señal el que le sacara todo el partido posible a la enfermedad.

Significaba que seguía siendo Glynis.

—No ha sido lo primero que he dicho. Pero la feria callejera de la Cuarta Avenida empieza esta semana, y tenemos un puesto. Alguien tiene que estar de vuelta en la galería para ocuparse de la tienda.

—O sea, que no tiene importancia que tu hermana tenga cáncer. Lo que importa es ganar más dinero.

—Glynis, la vida continúa.

—Para algunos.

—Sí, Glyn, para algunos —dijo Ruby—. Y no es culpa mía. —Creía que tu galería iba viento en popa. Que te estabas forrando.

—Me va bien —dijo Ruby, que no quería exagerar.

—Por supuesto, para algunos joyeros sería una auténtica oportunidad, una hermana que se ha aliado con el enemigo. Demasiado malo para mí.

En el pasillo, Shep gruñó:

—Esto otra vez no.

Ruby se llevó una mano a la sien.

—No tenías suficiente obra para una exposición en solitario. —Porque soy una vaga. Porque me paso el día holgazaneando en mi bonita casa y sólo me dedico a comer bombones.

—Porque le das vueltas a todo, Glynis. Nunca he entendido por qué.

—No lo entenderías.

—Pero la vida es demasiado corta para que te la pases retorciéndote las manos. Puede que a partir de ahora sepas apreciarla mejor. Los otros artesanos que presento hacen cosas, y después hacen más cosas. No las paren.

—Yo sí. Además, ¿no me contaste lo urbano y elegante que se ha vuelto Tucson y me dijiste que tu tienda no era un establecimiento local de medio pelo, sino una institución respetada en un centro artístico muy importante? ¡Te ofrecí contribuir con un par de piezas para una exposición colectiva y dijiste que no!

—¡Ya hemos hablado de eso! Entonces ya le habíamos cambiado el nombre y le habíamos puesto Going Native, una galería especializada en obras de los indios navajos, y de los pueblo, además de piezas de otros artesanos, del sudoeste en su mayoría, que acusan influencias de esas tribus. Tu trabajo no habría pegado ni con cola. Es demasiado… contemporáneo. Y difícil también.

—Ya sabes que detesto toda esa mierda étnica —gruñó Glynis.

—¿Por qué tenemos que volver a hablar de esto? ¿No parece trivial esta pelea ahora? ¿No parece una estupidez?

—¿Y de qué quieres que hablemos? ¿De Irak? ¿De Terri Schiavo?

—Tal vez de… de que seguimos queriéndonos o algo.

—Muy bien. Seguimos queriéndonos —dijo Glynis—. Ya lo he dicho. ¿Qué viene ahora?

Glynis tenía razón. Se hizo una pausa pesada durante la cual las dos parecieron no saber qué decir.

—De todos modos, Irak ya no me interesa —dijo Glynis entre dientes—. Ni Terri Schiavo. Que se mueran todos, me alegro. Me alegra el calentamiento global y la proliferación nuclear y la escasez de agua potable. Me encantan los terremotos, las inundaciones y la gripe aviar. Me haría mucha ilusión que las reservas mundiales de petróleo se agotasen en 2007. Me encantaría ver que todo este tinglado se incendia después de chocar con un asteroide del tamaño de Saturno.

—Por Dios, Glyn. Sospecho que estar enfermo no siempre saca lo mejor de una persona, ¿no?

—Puede que sí —dijo Glynis, revolviéndose en las almohadas—. Pero es posible que lo mejor de mí, para mí, no sea lo mejor de mí para ti. Puede que, para mí, lo mejor de mi sea negativo y detestable, y que tenga mala leche. Sí, mala leche. Quiero que todos los demás también enfermen.

—Me han dicho que no me quede demasiado tiempo, para no cansarte —dijo Ruby, aunque era ella la que parecía hecha polvo—. ¿Tal vez mañana?

—Estupendo. Y podemos hablar otra media hora sobre lo muuuuucbo que nos queremos.

—Como tú digas, Glynis.

—No, ya me hago una idea. Como yo diga no. Es obvio que hay algo así como un guion que yo debería seguir. Me aseguraré de que Shepherd me lo baje de Internet.

Cuando Ruby salió de la habitación, Shep sugirió que fuesen los cuatro a la cafetería dominicana de enfrente mientras Hetty hacía, como se ocupó de subrayar su yerno, una visita rápida y discreta. Cotillear era divertido con sólo una parte del clan de Glynis; cuando se junta una familia entera, nadie puede chismorrear a espaldas de nadie, y no hay nada que decir.

Se sentaron en un reservado, y fue un alivio. Jackson había empezado a sentirse un poco mareado y tenía una sensación insistente de no encontrarse muy bien en la que intentaba no pensar. No era ése el momento de detenerse en sus problemas; ni siquiera tenía algo que pudiese llamarse un problema. Lo que tenía era la solución a un problema, y recuperarse llevaba más tiempo del esperado, eso era todo. Esa extraña… protuberancia, el bulto. Sólo era una hinchazón, una hinchazón normal que desaparecería. Tuvo que contener el impulso de ir al lavabo de hombres para volver a echarle un vistazo, pero no lo vio por ninguna parte. En ese barrio tan dudoso, los lavabos atraían a los vagabundos. Asi pues, se sentó con las piernas abiertas, para que le diera el aire. Una rodilla chocó con la pierna de Shep, y como Jackson no la retiraba, su amigo lo miró extrañado.

—Sinceramente, toda esa mala sangre porque no expuse su obra en mi galería —dijo Ruby a Shep—. ¿Por qué no puede olvidarlo de una vez?

—Antes o después, vosotras dos siempre termináis montando una escena por Going Native —dijo Shep.

—Un día de éstos, muy pronto, podría no haber «después». Y ahora eso es lo que importa. Ya es hora de pasar página. Además, en estas circunstancias, ¿no podría ser también un poco más tolerante con Deb? Al menos decir algo como «yo tengo mi propia espiritualidad, y puede que no sea tan distinta de la tuya como tú piensas». Ya sabes, tratar de encontrar un punto medio.

—Bueno, ¿alguna vez Glynis encontró un punto medio contigo, Deb? —preguntó Shep.

—Lo único que ha sentido siempre es desprecio por mi fe —dijo Deb.

Shep se reclinó en la silla y cogió la carta que estaba sobre la mesa de contrachapado.

—Vosotras queréis que todo sea diferente, curar todas las viejas heridas. Yo intento luchar contra ese mismo impulso. Todos queremos asegurarnos de que la relación está a salvo, «en estado de gracia», como diría mi padre. Así, si las cosas empeoran, podremos seguir durmiendo por la noche. Pero miradlo de esta manera, es posible que Glynis no quiera que todo sea diferente.

—¿Y por qué no querría ella que nuestra relación se mantuviera, como tú dices, en un «estado de gracia»? —preguntó Ruby—. También es en su interés.

—A cierto nivel, a un nivel mucho más profundo del que podéis imaginar, Glynis sabe que dentro de poco puede no interesarle nada. Por eso los únicos intereses que tiene los tiene ahora.

—No lo entiendo —dijo Ruby.

—Bueno, ¿vosotras tres no os habéis pasado la vida discutiendo?

—¡Sí! Mejor trazar una línea, entonces, y dejarlo para otro día.

—Pero Glynis trata de aferrarse a lo que tiene. Y la relación es… es lo que es.

Jackson soltó una carcajada.

—No puedo creer que hayas dicho eso.

Que a Randy Pogatchnik le encantasen las tautologías era una fuente inagotable de bromas («¡Es lo que es, hombre!» o «La gente es gente, ¿no?»); el jefe se engañaba pensando que había dicho algo profundo cuando en realidad no había dicho absolutamente nada.

—Sí, lo sé, debo de estar cansado —dijo Shep.

—Sin embargo, yo te entiendo —dijo Jackson—. Se aferra a algo que podríamos llamar «contenido». Cualquier contenido, aunque sea una mierda, sigue significando algo. Además, si se suaviza y se dulcifica hasta convertirse en algo parecido a una tarjeta Hallmark, desaparece Glynis como ella la entiende. Sería como morirse antes de lo programado.

—Sigo deseando que piense en nosotros —dijo Deb—. Después de lo que has dicho sobre esas células, Shep… Las… sarmacoides o algo así, ¿no? Quiero decir, ¿quién sabe…? Es como si cada visita pudiera ser la última… ¡Y después lo único que recordaríamos sería cólera, hosquedad y maldad!

—Ya —dijo Shep con una sonrisa—. Eso sólo significa que tendríais que recordar a vuestra hermana tal cual es.

—¿Y cómo crees que se habrá tomado lo de las galletas? —dijo Ruby cuando llegaron los cafés.

Shep enarcó las cejas por encima del borde de la taza.

—Mal.

—Me preocupaba que todo ese chocolate, las nueces de Brasil y la mantequilla… Pueden sentarle fatal a alguien al que apenas le funciona el sistema digestivo.

—Ya puedes decirlo —dijo Shep.

—Eso es no pensar en lo que Glynis realmente necesita.

—Sí. —A Shep le brillaban los ojos—. Creo que ése será el problema.

—Mamá siempre ha sido así —dijo Deb—. Dice que tenemos que regalar a los demás lo que nosotros querríamos que nos regalasen.

—Eso explica el ramo de flores secas y los delantales de cuadros —dijo Shep—. Tampoco encajaban muy bien con Glynis. Y el juego de agarraderas para las ollas fue un desastre.

—Mamá no quería traerle galletas a Glynis, lo que quería era hacerlas —dijo Ruby—. Y lamento de verdad todo el lío. —Luego, dirigiéndose a Jackson, añadió—: Una vez que decidió que las haría, envió a Shep a la tienda, y luego una segunda vez, porque ella se había olvidado de comprar los coquitos. En el A&P no tenían, así que tuvimos que ir hasta la tienda de productos dietéticos de Scarsdale. Además, preguntó dónde estaban cada cuchara y cada bol en la cocina, por supuesto, y cómo funcionaba el horno, y después se cargó la fuente que hay encima de la pila. No está acostumbrada a usar el batidor de mano y salpicó masa por todas partes… Masa en los electrodomésticos, en el suelo, en las paredes. Todo con tal de ser útil.

—Mamá quiere que la vean ser útil —dijo Deb—, quiere que le reconozcan que sirve para algo. ¿Te has dado cuenta de que sólo friega los platos cuando Shep está en la cocina? Cuando está en el trabajo nos los deja a nosotras.

—Si de veras quisiera hacerle un buen regalo a Glynis —dijo Shep—, un regalo que la emocione, le traería unas piezas de la colección de gemas antiguas y de minerales de vuestro padre. Glynis lleva siglos muriéndose de ganas de tenerlas. Siempre ha querido incorporarlas en sus obras.

—¿Cómo va a hacerlo ahora? —preguntó Ruby, en voz baja.

Shep apartó la taza de café con leche.

—Está la quimio… No sabemos, a lo mejor funciona. Si no, ¿por qué se la harían?

Fue una conclusión sensata.

El grupo regresó cansado al hospital. Mientras esperaban en el semáforo, Deb preguntó a Shep si cuando volviesen a Elmsford podía utilizar su ordenador. Era miembro de un grupo nacional de oración que celebraba una vigilia on Une por Terri Schiavo, que, desconectada, a duras penas aguantaba.

—¡La han desenchufado como si fuese una tostadora! —dijo Deb, desesperada.

—Supongo que esa idea tuya —dijo Ruby, que estaba junto a Shep—… de irte a vivir al extranjero… Has debido de aparcarla.

—Bueno, desde el principio toda tu familia pensó que era descabellada —dijo Shep.

—Creo que nunca terminamos de entenderla—dijo Ruby, con cautela.

—No he dicho que no la entendierais. He dicho que todos pensabais que era una idea descabellada.

—Excéntrica, quizá. Aunque pensar que hay otro país, algún Valhalla…, no siempre otro lugar, sino otro trabajo, o el matrimonio perfecto, o que yo pudiera quedarme embarazada, algo que fuese una respuesta… Entiendo que es atractivo, pero no estoy segura de que haya una respuesta. Mira, el mes pasado vi en el Temple una puesta en escena de Las tres hermanas de Chéjov. Esas mujeres en un pueblo perdido suspirando por lo que pasaría si pudieran irse a Moscú. Y el público sabe perfectamente que, para ellas, en Moscú no cambiaría nada. Así que, en cierto modo, es una suerte que no puedan irse. Hay que tener la ilusión de que en alguna parte hay una solución, una salida.

—Pero hasta cierto punto ése es otro país, ¿no? —observó Shep, en tono agradable, cuando entraron en el hospital por las puertas dobles—. ¿Sabias que en algunas economías se puede vivir un mes entero con lo que en Occidente cuesta una caja de clips? Bueno, podrías tener que trabajar un mes para comprar aquí una caja.

Shep había pagado la cuenta en la cafetería antes de que Jackson pudiera hacerlo, y aunque era poco dinero, el gesto fue emblemático de una suposición mucho más amplia, a saber, que todas las cuentas conducían a Shepherd Armstrong Knacker igual que antes todos los caminos conducían a Roma. Jackson sabía perfectamente que Shep había pagado el viaje de la suegra conscíente de que su pensión de maestra era bastante miserable, y de que ya era «bastante duro» para una mujer de su edad enterarse de repente que tema una hija a la que podría sobrevivir. También había pagado el billete de Deb. Las que se habían «convertido» tenían todas montones de niños escolarizados en casa y un marido que trabajaba a jornada completa para Raytheon Missile Systems —¿qué tal eso para un cristiano?—, por lo cual ella tenía que pagar una canguro para venir a la Costa Este. Pagarle el billete de avión era «lo menos que podía hacer». Nadie dudaba de que, desde que habían llegado, Shep se hacía cargo de la comida, del gas y el alcohol que, en momentos como ése, se bebía como si fuese limonada. Shep había pensado, para cuando Glynis volviese a casa, meter a toda la parentela en un hotel (tras asistir personalmente a esa visita de la familia, ahora Jackson entendía por qué). Dado que estaba totalmente ocupado con Glynis, Shep no había podido ayudar a Beryl a sacar sus trastos del apartamento, ya no casi gratis, de la calle Diecinueve Oeste, y como antes él siempre se había ofrecido voluntario para cualquier trabajo físico —¡era puro músculo!—, esta vez le había dado —incluso Beryl empezaba a dejar de pensar falsamente que la pasta que le sacaba a su hermano eran «préstamos»— el par de miles de dólares que costaba trasladar sus cosas a Berlin en una furgoneta de una empresa de transportes. Por si fuera poco, seguía subvencionando a Amelia; de lo contrario, su hija nunca habría podido permitirse trabajar para esa revista suya que, con suerte, apenas leían diez personas. Y la matrícula del colegio de Zach era tan cara como la de un colegio privado. El padre de Shep no tenía ni idea de a cuánto ascendían las facturas de la calefacción en invierno, pues hacía años que no pagaba ni una. Y nada de eso se podía desgravar.

Todo eso además de los habituales gastos no negociables que los aspirantes a inmigrantes no tomaban en cuenta cuando veían a los Estados Unidos con el signo del dólar en los ojos: los altos alquileres (de acuerdo, Shep había sido un estúpido, pero si hubiera comprado en Westchester ahora tendría una hipoteca, gastos de mantenimiento y el impuesto a los bienes inmuebles, léase, alquilaría su propia casa. Por lo tanto, la diferencia era menos considerable de lo que podría pensarse). El seguro del hogar. El seguro del coche y las reparaciones (otra estafa). El gas, la luz, el agua…, sí, los servicios, y ninguno paraba de aumentar. La cuenta del E-ZPass, convertida seductoramente en algo natural para que uno no se diera cuenta, cada vez que pasaba por el peaje de Holland Tunnel, de que costaba ocho pavos. Las facturas de los teléfonos móviles, cientos de dólares al mes cuando se tienen hijos que envían mensajes de texto hasta al último habitante de China. La seguridad social (en apariencia un ahorro para la vejez, pero a interés cero, y para cuando Shep y él tuvieran sesenta y cinco años las prestaciones se otorgarían «en función de los recursos», lo cual garantizaba que nunca verían un centavo de «sus» ahorros para la jubilación porque el sistema se quedaría sin nada). Por no mencionar casi la mitad de los ingresos anuales para aceras. Así, si además de todo eso en esa catedral de la atención sanitaria al pobre imbécil le quitaban el cuarenta por ciento de cada aspirina de trescientos dólares, Jackson imaginaba que la una vez intocable cuenta en Merrill Lynch empezaba a encogerse.

Cuando volvieron al octavo piso, Hetty estaba en el pasillo, aún con la lata que había sujetado con cuidado toda la tarde. Tenía los ojos hinchados, y se la veía apabullada.

Con la mano que tenía libre, Hetty cogió a su yerno por el brazo.

—Sheppy, querido, gracias a Dios que has vuelto. Sinceramente, sé que Glynis no se encuentra bien, y que no es del todo ella. Pero me pasé horas haciéndole estas galletas de chocolate con nueces de Brasil. Metiendo y sacando la fuente del horno, asegurándome de que no se quemara ni una tanda, poniéndolas sobre rejillas para que se enfriasen, volviendo a engrasar la bandeja… Sólo para que mi hija pudiera comer algo casero, algo que, junto a la cama, le recordase el amor de su madre, que se preocupa por ella. Podría entender que no le apeteciera una en este momento, pero ¿por qué se ha enfadado tanto conmigo? ¿Qué he hecho mal? Es tan duro para mí tener que ser fuerte viéndola tan terriblemente delgada, y tan pálida… Sólo querría cogerla en los brazos y llorar…

Shep le rodeó los hombros con un brazo, para consolarla.

—Créeme si te digo que convirtiendo tus galletas en un problema Glynis se ha divertido más de lo que se hubiese divertido comiéndolas.

—Contenido —dijo Jackson.

—Oye —dijo Shep—. Voy a llevármelas a que coman algo. —Y a pagar la comida, pensó Jackson—. ¿Quieres saludar a Glynis? ¿Intenta no…?

—No te preocupes.

Jackson tenía la cabeza a rebosar de admoniciones: No la hagas repetir detalles de la operación cuando ya los conoces y sólo para dar la impresión de que te interesas, no menciones que han descubierto células bifásicas a menos que sea ella quien lo haga, intenta no mirarla fijamente porque tiene aspecto de muerta y al mismo tiempo no evites mirarla porque tiene ese aspecto. No obstante, el aluvión de imperativos en negativo era paralizante. Cuando entró, recordó haber advertido que hasta las hermanas habían mantenido una extraña distancia; nada drástico, pero las dos se habían colocado un poquitín demasiado lejos. Aunque todo el mundo sabía que el cáncer no era contagioso, evitar la enfermedad era un impulso que echaba sus raíces en un profundo terror biológico. Él mismo lo sentía, y lo combatió sentándose en el borde de la cama, junto a las rodillas de Glynis, en lugar de en la silla. No esperaba nada de ella. Como el Tylenol le hacía el mismo efecto que un puñado de Altoids de menta, comprendía mejor que nadie que el dolor no era sólo una distracción: ejercía el poder de veto absoluto e, incluso a niveles bajos, podía eliminar tan perfectamente cualquier otro elemento que compitiera por atraer la atención, que en la cabeza no quedaba otra cosa de la que a uno se lo pudiera distraer.

—Hola.

Le preocupó ver que Glyms cerraba inmediatamente los ojos, pues eso significaba que estaba demasiado cansada para otra visita, aunque muy bien podría haber sido un cumplido, con Jackson se sentía lo suficientemente cómoda para hacer lo que le daba la gana. Jackson sacó el zumo de maracuyá y dejó el cartón en la mesita de noche. Decidió que no la obligaría a mirarlo; no quería parecerse a Hetty. Lo importante era darle algo que pudiera disfrutar, no que le reconociera a él el mérito de haber elegido un buen regalo.

Se quedaron así tres o cuatro minutos. Por naturaleza, Jackson era bastante inquieto, y puede que hacerle compañía así, sin moverse y en silencio, fuese tan bueno para él como para Glynis. Se tomó unos instantes para mirar detenidamente la estrambótica fuente de fabricación casera que había en la mesita de noche; desde el pasillo, había confundido maquinalmente el goteo constante con el ruido de algún aparato para mantenerla con vida.

La fuente era burda, pero también bonita. La pila era una cuña. Una bomba empujaba el agua por un tubo de caucho de la India y la hacia entrar en una jeringa recta y de boca ancha (para eso Shep había pedido un émbolo viejo de la sonda gástrica de Flicka) hasta que salía pacíficamente por la parte superior formando un penacho diminuto. A ambos lados de la cuña Shep había pegado unos guantes de látex rellenos con manos de cartón; el cartón era curvo, para que las manos rodearan la fuente con un gesto protector, lo cual de alguna manera transmitía una sensación de seguridad, ternura y amparo. La ejecución era menos meticulosa de lo habitual —se notaba que era un trabajo improvisado y montado con pegamento—, y a saber de dónde había sacado tiempo para esa chifladura el pobre hijo de puta. Pero, si él fuera Glynis, para él habría sido un consuelo.

Glynis entreabrió los ojos.

—No tengo valor para decirle que esta fuentecita me da unas ganas constantes de mear.

—Es tan… Este Shep.

Glynis sonrió y volvió a cerrar los ojos.

—Genio y figura.

Cuando uno no sabe cómo agradar, a veces lo mejor es preguntar.

—¿Qué te gustaría, Glynis? A mí me basta con estar aquí sentado. No hace falta que hables. O si ya has tenido bastante por hoy y prefieres que me largue, nada me alegrará más que dejarte en paz.

—No, quédate un poco. —La cabeza se le cayó hacia un lado y dijo, en tono soñador—: ¿Por qué no te pones a echar pestes?

—¿Pestes?

—Sí, a despotricar. Ya sabes, como lo haces normalmente. Sobre lo que se te antoje. Algo que te cabree. Para mí sería como oír música. Como si tocaras mi canción preferida.

Por una vez, Jackson no estaba especialmente furioso con nada, y sintió los mismos nervios que asociaba con las raras ocasiones en que, estando en la cama con Carol, ella había tenido ganas y él no. Miedo escénico, lo llamaban.

—Bueno —dijo Jackson, intentando entretenerla—. Se me ha ocurrido un nuevo título.

—Desembucha.

—EMPAPADOS: De cómo a nosotros, los tímidos y pusilánimes, nos llevan a la tintorería, y de por qué probablemente lo merecemos. Estaba haciendo una colada para Carol, así que me puse a pensar en algún tema relacionado con lavanderías y esas cosas.

—Bueno, algo es algo. Sigue.

—Y, huy…, ayer me pusieron una multa por aparcar mal.

Glynis chasqueó la lengua.

—Puedes hacerlo mejor.

—Pero no fue por haber perdido la noción del tiempo, como de costumbre. Había ido a comprar unos Háagen-Dazs para Heather en el Key Food que hay cerca de Knack. Flicka tiene prohibido el helado, nada de líquidos, y el helado se derrite, así que, por supuesto, a Heather le encanta comérselo delante de ella relamiéndose mucho y haciendo mucho ruido. De todos modos, siempre tenemos un poco de helado en casa, para que Heather sepa que nos tomamos la molestia sólo por ella.

Jackson se levantó de la cama. Dar vueltas por la habitación y gesticular era un esfuerzo inútil con Glynis, pues tenía los ojos cerrados, pero era parte integrante del numerito; las payasadas formaban parte de ese espectáculo.

—Así que dejé el coche junto al parquímetro y metí una moneda de veinticinco centavos, suficiente para media hora, ¿no? En la cola de la caja rápida de Key Food no había nadie, y te aseguro que volví en cinco minutos. ¿Y qué me encuentro? A uno de nuestros funcionarios, que me estaba poniendo la multa. Eh, le dije, estoy aquí, ahora mismo me voy, pero por supuesto no sirvió para nada, ya sabes que esa mierda de las multas no tiene nada que ver con un acceso justo a los recursos de la comunidad. Es algo lucrativo…, un puto timo para que el Estado haga dinero, y una forma de gorronear también. Y le dije, mire, eché veinticinco centavos hace cinco minutos, y el muy imbécil, un tipo de lo más pedante, me señala la ventanita del parquímetro y resulta que tiene razón. Banderita roja. Como no termino de creérmelo, echo otra moneda para comprobar, otros veinticinco centavos, y claro, no te lo vas a creer, pero giro la manivela y la ventanita sigue en rojo. O sea, que el puto parquímetro estaba averiado. Pero no te lo pierdas: es culpa mía. Desde un punto de vista jurídico, es culpa mía haber aparcado delante de un parquímetro que no funciona aunque a esas alturas ya hubiese pagado por una hora entera de aparcamiento y no hubiese usado siquiera diez minutos. El cabrón termina de apuntar los detalles del incidente y arranca el papelito de su ordenador con un gesto muy elegante y una sonrisita maliciosa, y ya está. Multa. Ese cabrón sabía que el parquímetro estaba averiado. Es probable que lleve así una semana. El tío se queda merodeando por ahí cerca, esperando a que otro idiota con prisa, como yo, no compruebe si esa jodida máquina funciona. Sé que el Háagen-Dazs es caro, pero sesenta y cinco dólares por medio kilo es demasiado.

»Ahora bien, ¿cuál es la lógica de todo esto? —Jackson miró a Glynis para confirmar que aún tenía en la cara la misma expresión serena; podría perfectamente haber estado ronroneando—. Pago impuestos para que mantengan esos parquímetros como corresponde, pues, para colmo de la indignidad, se espera que financiemos los instrumentos de nuestra propia opresión. Pero si no saben hacer las cosas como Dios manda, si no usan el dinero al que yo renuncio con esa finalidad, es culpa mía, y pago dos veces. El Estado barre para dentro, por supuesto, y no pienses que en esa manera de hacer las cosas alguna vez entran en juego la razón, la justicia, o ni siquiera el sentido común.

Jackson pensó que había rematado el discurso bastante bien, pero al cabo de unos momentos los ojos de Glynis volvieron a abrirse y ella frunció el ceño.

—Venga, Jackson, no te hagas de rogar. Con eso no tengo ni para empezar. Sigue. Pisa el acelerador. Con todo.

—De acuerdo —dijo Jackson, encogiéndose de hombros y algo perplejo, pensando que no era asunto suyo contarle a la inmortalmente enferma lo que ella quería oír—. Ya conoces ese juego al que jugamos con Shep. El señor Cabal, el señor Todos Tenemos Que Arrimar El Hombro, también llamado el señor Tontorrón. Ahí Shep trata de exponer exactamente lo que obtenemos de nuestros impuestos. Ese supuesto modelo, contribuciones a cambio de servicios, impide que la cosa sea robo puro y duro, perros chupándose los huevos porque pueden. Yo pienso que nos sacan el dinero porque pueden. Y cada año nos sacan más porque pueden. Si lo piensas, el poder absoluto es espeluznante. Con el cuento del «derecho a expropiar» pueden robarte la casa. Pueden aprobar todas las leyes que quieran y no hay realmente nada que mañana les impida poner el tipo impositivo en el 99,9 por ciento. ¿Te das cuenta de que el fisco puede aparecer de golpe como si fuera la mano de Dios y dejarte sin un centavo en la cuenta corriente? No sólo sin preguntar, sino sin siquiera decírtelo. El año pasado, uno de los colegas de Knack fue a un cajero automático y le apareció este mensaje en la pantalla: «No hay fondos suficientes». Comprobó el saldo, y en lugar de tener varios miles de dólares, vio que estaba a cero. Ni una cerveza se podía comprar. Le llevó días averiguar que habían sido los federales. Resulta que su ex mujer no había pagado algunos impuestos, y aunque hacía años que estaban divorciados, una vez habían hecho la declaración conjunta, muchos años antes, y eso quiere decir que si ella no podía soltar la pasta, iban directamente a por él. Y se lo llevaron todo, así de sencillo. ¿Puedes creerlo? ¡Y él no les debía un centavo a esos mamones! Lo que te digo es que lo único que nos impide que nos roben hasta el último dólar es que esos cabrones dependen de que los esclavos sigan produciendo. Si se lo llevan todo, matan la gallina de los huevos de oro. Por eso la tarea de fijar los impuestos implica calcular cuánto pueden robar dejándonos a nosotros, los pobres infelices, lo suficiente para que sigamos trabajando, así el año que viene tendrán más para robar. El gobierno cultiva ciudadanos como si fueran verduras, y hay que dejar un puñado de semillas para la próxima siembra.

»De todos modos, hace mucho tiempo que Shep dijo cuáles eran todos los obvios supuestos beneficios de este sistema que se parece a la agricultura industrial, y uno de los primeros que nombro fue la policía. La policía nos protege de la escoria social, nos mantiene a salvo. Ya, ya. Seguro, ese guardia de tráfico se aprovechó de mí para cumplir con su cuota de multas. Pero ¿protege a alguien la multa que me puso? Intenta conseguir algo de nuestros chicos de azul si les dices que te han asaltado en la calle o que han entrado en tu casa. Se te ríen en la cara. Para ellos eso es mero papeleo. Nunca pillan a nadie, y ni siquiera lo intentan. Están demasiado ocupados persiguiendo a traficantes de droga, que en una sociedad verdaderamente “libre” serían tus proveedores regulares de un producto que no hace daño sino a consumidores perfectamente informados. Vender heroína a yonquis se parece mucho a vender priva a los borrachos o mantequilla a los gorditos o tabaco a cualquiera. Pero no, pagamos a estos guardianes de la propiedad, muy finos todos ellos, para que hagan cumplir una ley moralista que es una auténtica gilipollez, una legislación absolutamente hipócrita de los años cincuenta que les ocupa todo el tiempo y que hace ganar miles de millones, miles de millones, a los criminales a los que pretenden combatir. Es simbólico…, bueno, ¿cómo se dice? Simbiótico… —se corrigió Jackson, algo aturullado—. Los polis y los barones de la droga están realmente del mismo lado, se necesitan. Los dos se ganan la pasta con el mismo tinglado.

»Quiero decir, y piénsalo un poco… ¿Cuál es tu primera reacción cuando ves pasar a un poli? ¿“Dios, me siento tan protegido”? ¡No! Cualquiera que esté en sus cabales se muere de miedo. “¿Estoy haciendo algo malo?” O más exactamente, puesto que es muy probable que estés demasiado cagada para disfrutar de un momento de introspección: “¿Podrían percibir que estoy haciendo algo malo?” La policía es otra especie de predadores, nada más, otro animal peligroso en nuestro entorno, y el hecho de que seas tú quien paga sus putos donuts y la gasolina de sus putos coches es echar sal en la herida».

Jackson echó un vistazo a la almohada y, claro, esa canción de cuna había hecho efecto. Glynis dormía profundamente. La cubrió con las mantas hasta el mentón. El forro polar rojo le sentaba bien, pero él ya no envidiaba el gusto de Carol para los regalos. Sabía lo que Glynis quería, y que darle en las muchas visitas que aún le haría: furia.