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Sheperd Armstrong Knacker

Merrill Lynch - N.° de cuenta 934-23F917

1 de febrero de 2005 - 28 de febrero de 2005

Cartera neta: 664 183,22 dólares

El domingo antes de la operación, Glynis no debía ingerir nada sólido. Por camaradería, Shep pensó que él tampoco debía comer nada. Pero, aunque le dio vergüenza, le entró hambre. La nevera estaba atestada de sobras de la cena del sábado con Jackson y Carol. Ayunar con tanta comida destinada a echarse a perder parecía perverso. Así pues, decidió esperar a que ella entrase en el cuarto de baño para meter furtivamente un dedo en el humus.

Zach volvió a casa tras pasar una noche con un amigo hikikimori, se cortó una buena rodaja de rosbif frío y se fue directamente a su habitación. Sin fuerzas, e irradiando una angustia que no manifestó con palabras, Glynis veía la televisión en la sala. Cada vez que Shep iba a ver cómo estaba, otro anuncio farmacéutico recordaba a todos las otras enfermedades que estaban al acecho y que, si no te mataban, los remedios lo harían:

… no son para todo el mundo. Hable con su médico si experimenta una reacción alérgica que provoca hinchazón de la cara, la boca o la garganta, afecta a la respiración o produce sarpullido. Los efectos secundarios pueden incluir infección respiratoria, nariz tapada o mucosidad, dolor de garganta, dolor de cabeza… y las afecciones estomacales serias, como las hemorragias, pueden empeorar. Algunas personas pueden desmayarse, otras pueden sentir náuseas, diarrea, vómitos, dolores o problemas de sueño. Algunas personas pueden sufrir calambres, pérdida del apetito o cansancio… Si tiene fiebre, una debilidad no justificada o confusión, comuníquelo a su médico, pues podrían ser signos de una enfermedad rara, pero potencialmente muy grave, llamada TTP… pueden tener mayor riesgo de contraer una neumonía… puede aumentar el riesgo de desarrollar osteoporosis y algunos problemas de visión… puede aumentar la posibilidad de sufrir un ataque cardíaco o una embolia, que pueden conducir a la muerte. Todos los antiinflamatorios no esteroideos aumentan las posibilidades de serias reacciones de la piel o de problemas estomacales e intestinales, como hemorragias y úlceras, que pueden aparecer sin síntomas previos y provocar la muerte.

Acompañadas por las cadencias del rasgueo de una guitarra y de una flauta, ritmos que en su infancia fueron representativos de los servicios religiosos alternativos en la iglesia de su padre, esas advertencias se transmitían en un tono agradable, melodioso y lobotomizado, el tono de voz en el que uno podría leer a los niños cuentos para ir a dormir acerca de osos traviesos y gatitos demasiado curiosos. Entretanto, los anuncios de medicamentos para prevenir la hipertensión alternaban con anuncios de patatas fritas de tal o cual sabor, los anuncios para prevenir el colesterol alto con una oferta de dos pizzas al precio de una, y los anuncios de un producto para combatir la acidez con otro de una cadena de restaurantes especializados en costillas asadas. Reacio a inferir una conspiración, Shep sólo percibía una extraña clase de equilibrio.

Intentó una y otra vez decir algo reconfortante, y contuvo varias veces el impulso de asegurarle a Glynis que saldría estupendamente de la operación, porque, como era obvio, él no tenía ni idea. Por eso, a falta de una fingida clarividencia, poco podía hacer aparte de llevarle más zumo de manzana de la marca que ella quería. Ese día parecía altamente improbable repetir una cena en la que hablaran tanto como la noche anterior. Hoy apenas habían cruzado palabra. La única diferencia parecía ser el haber apoyado cálidamente una mano en el cuello de Glynis. Comunicar era comunicar con el cuerpo.

Shep no quería decirle en qué pensaba. Los suyos eran pensamientos egoístas, pero el tiempo se alargaba demasiado. Demasiado espacio vacío y un silencio sofocante. De ahí que no pudiera dejar de preguntarse si había algo, una perspectiva cualquiera, por muy pequeña que fuese, que le hiciera ilusión.

Odiaba su trabajo. Y también odiaba odiarlo; despreciar la empresa que él había creado parecía una traición paterna. Temía que su hijo se hiciera mayor casi tanto como lo temía Zach, puesto que últimamente eso era lo único que el chico parecía hacer, simplemente hacerse mayor, no más sensato ni más decidido o seguro de sí mismo. Le daba terror la idea de demandar a Forge Craft por daños y perjuicios; un juicio por lo civil conllevaría más formularios, procedimientos y aplazamientos, cosas en las que ya estaban ahogándolo las circunstancias médicas de Glynis. Y difícilmente podía decirse que le gustara la idea de que dentro de muy poco llegarían de Arizona la madre y las hermanas de Glynis. Tendría que atenderlas mientras Glynis se recuperaba. Darles de comer, llevarlas al hospital, entretenerlas. La neutralidad controlada que durante años había mantenido en todo lo relacionado con su familia política ahora seguramente se convertiría en impaciencia.

Trató de pensar de una manera convencional, de anticipar el alegre día de la boda de su hija. Pero Amelia estaba en esa edad en que sin duda alguna se casaría con el chico con el que no debía casarse, un muchacho que pronto no le llegaría a la suela de los zapatos. Y cuando llegase el día, él, descarnadamente, lo sabría. Imaginaba que en el banquete su brindis por la felicidad de la pareja sería forzado, y que a él ya lo acongojaría el divorcio que no tardaría en llegar. Se imaginaba a todos los demás invitados especulando lánguidamente sobre cuánto duraría ese matrimonio mientras los muy cínicos se dedicaban a saquear la barra libre. Posarían para instantáneas de grupo, pero él ya vería las copias durmiendo vergonzosamente en el último cajón. En su mente, los espléndidos ramos se marchitarían como una fotografía en lapsos prefijados. Sobre el padre de la novia descendería una visión divina; dentro de pocos años esos dos jóvenes, hoy exaltados y entregados, ya no tendrían la dirección de correo electrónico del otro.

No obstante, Amelia era de esa clase de chicas que querrían una boda con toda la parafernalia. Una mujer moderna que, a lo largo de su vida, recitaría dos o tres veces, alegremente y sin sentido alguno de la inhibición, el «hasta que la muerte nos separe». Era una chica—chica. Trapitos. Tan cáustica con la violación de las normas de la moda como su madre por encima de ellas. Su febril determinación a pasárselo bien resultaba un poco agobiante. A Shep lo preocupaba que la intensidad de su decisión de vivir a tope la veintena delatara un pesimismo acerca de lo que sería su vida después de los treinta. También le preocupaba que Amelia viera a su propio padre como la encarnación de esa edad adulta que ella tan desesperadamente quería evitar. Amelia no quería que acabase la fiesta.

Shep suponía que le alegraba que su hija hubiese terminado una carrera. Sin embargo, se preguntaba si la abundante información que proporcionaba una licenciatura en «medios de comunicación» por Dartmouth, que le había costado doscientos mil dólares, no podría haberse conseguido con una suscripción gratuita de prueba al Atlantic Monthly y un paquete básico de televisión por cable que incluyera los Turner Classics por cincuenta dólares al mes. El dudoso título de su hija sólo había conseguido diezmar los ahorros que él había acumulado antes de vender Knack. Puede que Shep no hubiese esperado que su padre le pagara los estudios, pero ahora era lo habitual: los hijos tenían derecho a la educación universitaria. Asi pues, no debía lamentar el gasto y, por tanto, no lo lamentaba. Con todo, tras décadas de poner techos y de escatimar comiendo hamburguesas de pavo, que lo castigaran por la frugalidad había sido…, bueno, desconcertante. Su activo disponible descartaba de plano más ayuda económica para Amelia.

Él no decía, por supuesto, que la forma de vestir de Amelia —el ombligo al aire, los brevísimos tops, la purpurina en los pechos— no le parecía tan atrevida como a todas luces lo era. Amelia se esforzaba demasiado por ser una mujer y, en consecuencia, era infantil. En consecuencia, en esa visión de la boda ya la veía en desacuerdo con la madre, de gusto clásico, y que…

Y que no estaría allí.

En cuanto a Glynis, no había nada que esperar. Nada. Si bien los amigos nunca habrían dicho que Shep Knacker era un tipo alegre hasta el punto de ser pesado, era, a pesar de todo, un optimista. Sin embargo, no comprendía qué podía prever un optimista cuando en su futuro no se vislumbraba nada alentador.

Amelia apareció a última hora de la tarde. Lo sorprendió. Tan claramente alterada por la noticia al principio, debía de haber planeado visitarlos antes de la operación. Su motivo para poner reparos —tema que trabajar todo el fin de semana en el próximo numero de la revista de arte que ayudaba a editar, una publicación que perdía dinero y con una circulación insignificante— sonó poco convincente. Amelia habló con Glynis para darle ánimos, pero la conversación fue breve. Por supuesto, hoy Shep no tenía derecho a quejarse de que en la familia nadie tuviera nada que decir.

A escondidas, cogió otra brocheta de langostinos fríos y subió al piso de arriba. Se detuvo delante de la puerta de Zach. Qué radical había llegado a parecer el sencillo gesto de cruzar ese umbral. El primer golpe fue suave, casi inaudible, por respeto. Probó con más fuerza la segunda vez. Después de abrir ceremoniosamente la puerta, Zach le bloqueo la entrada, como si su padre hubiese ido a venderle algo.

—¿Te importa que entre?

Sí le importaba. Pero en apariencia Zach era un chico educado. Retrocedió y volvió a sentarse frente al ordenador. Sintiéndose un poco tonto con la brocheta de bambú en la mano, Shep se sentó ágilmente en el borde de la cama. No se encontraba cómodo, y no por los pósters de grupos que nunca había oído, ni por el desorden, sino por el mero hecho de no ser bienvenido. Los chicos nunca parecían darse cuenta de que «sus» habitaciones eran un acto de generosidad por parte del padre, que había pagado toda la casa. Legal, moral y económicamente, Shep tenía derecho a entrar en ese cuarto siempre que quisiera. Con todo, cierta vaga conciencia de que en realidad los niños no tenían territorio podría haber explicado por qué defendían con semejante fiereza su ilusión de tenerlo.

—Quería saber si tenías algo que preguntar —dijo Shep—. Sobre lo que vendrá después.

—¿Lo que vendrá?

Zach no daba señales de saber, ni siquiera remotamente, de qué le hablaba.

Primero Amelia, y ahora esto.

—Estoy hablando de tu madre —dijo Shep, como si le recordara al muchacho que tenía una.

—Van a operarla. Y después volverá aquí y se medicará y se le caerá el pelo y toda esa mierda.

El fraseo de Zach era grosero, pero sin inflexiones.

—Sí, es más o menos eso.

—Entonces por qué debería tener algo que preguntar —dijo Zach, haciendo la pregunta en afirmativo—. En la tele hablan todo el tiempo de esas cosas.

—Bueno…, no de todo —dijo Shep, sin mucha convicción.

En el mundo del entretenimiento, el cáncer era un sencillo expediente de una sola palabra para librarse de personajes que ya habían hecho lo que tenían que hacer y que desaparecerían educadamente de la pantalla. Confería gravedad a una serie que corría el riesgo de parecer trivial. Imprimía al argumento un giro del que los actores principales se recuperaban sin mayores problemas en uno o dos episodios. En todo caso, nunca tardaban más de una temporada.

—Entonces, ¿de qué parte no hablan?

Del dolor, quiso decir Shep. Del tiempo, quiso decir. Del dinero… En fin, eso no lo quiso decir, pero también.

—Creo que nos enteraremos a palos.

El muchacho no sentía curiosidad. Debería haber tenido algo que preguntar. Sin embargo, no podía decirse que Zach no supiera qué era el misterio, que mirase el mundo como si fuese algo conocido. El ordenador, por ejemplo. Cuando Shep tenía quince años, los deberes los hacía con una máquina de escribir. Eléctrica. Es posible que no entendiera por completo el mecanismo mediante el cual un golpecito en una tecla levantaba el brazo de una letra. No obstante, podía ver cómo se alzaba ese brazo, mirar detenidamente la a tridimensional fijada al metal. Podía comprender el proceso elemental por el cual el brazo golpeaba una cinta entintada y dejaba una marca negra con forma de a en un trozo físico de papel. Pero cuando Zach tecleaba una a, era magia. La televisión digital era magia. Internet también. Incluso el coche del padre, la maquina con la que antes los chicos conseguían dominar por primera vez el mundo físico, ahora la controlaba un ordenador. El diagnostico de un fallo no implicaba ponerse a desmontar un motor y pringarse de aceite. En el concesionario, el coche se enchufaba a otro ordenador impenetrable. Si al mobiliario técnico de la vida de Zach le pasaba algo —y en estos días las máquinas no chisporrotean encima de uno ni empiezan a soltar extraños bufidos ni se ponen a chillar—, a él nunca se le pasaría por la cabeza la idea de arreglarlo con sus propias manos. Para esas cosas había brujos, aunque el concepto mismo de reparación ya se había vuelto arcano; mucho más probable era ir a comprarse otra máquina que trabajaba mágicamente y que luego, mágicamente también, dejaba de funcionar. En conjunto, la especie humana estaba volviéndose cada vez más autoritaria en lo tocante a los mecanismos del universo. Individualmente, la experiencia de la mayoría eran una impotencia y una falta de comprensión flagrantes. La gente vivía en un mundo de supersticiones. Se fiaba del vudu, de hechizos y fetiches, de bolas de cristal cuyos caprichos no se podían manejar pero sin los cuales el gobierno de la vida cotidiana se paralizaba. La fe en que el ordenador se encendería una vez más y haría lo que se le pedía tenía un tinte religioso más que racional. Cuando la pantalla se oscurecía, los dioses estaban enfadados.

En ese momento, Shep pudo atisbar por primera vez por qué parecía que Zach se estuviera haciendo mayor en un sentido exclusivamente temporal. Nada de lo que le habían enseñado en la escuela le había proporcionado la más mínima competencia sobre las fuerzas que controlaban su vida. El álgebra de segundo fallaba, aunque sólo fuese levemente, a la hora de informarle sobre lo que tenía que hacer cuando no funcionaba la banda ancha, aparte de llamar a Verizon (los brujos); no esclarecía qué era realmente esa «banda ancha» aparte de un acceso misericordioso a la magia. Esa relación pasiva con el mundo material, el que no se dominaba, mantenía a su hijo suspendido en la dependencia impotente de la infancia. Por lo tanto, era perfectamente lógico que Zach no preguntase nada sobre el tratamiento de su madre. El galimatías de la medicina moderna era, sin duda alguna, tan sobrenatural como todo lo demás.

¿Sobrenatural? Shep quiso recordarle a su hijo la piel brillante y membranosa que separa las hojas de una cebolla. Eso, le habría dicho, es como el mesotelio de la cebolla. Será tedioso, pero no estrambótico; van a cortar a tu madre como si fuese una hortaliza. Y después cogerán, una a una, las diminutas capas de esa piel de cebolla que tienen un aspecto peculiar, las que estén demasiado rígidas o viscosas, o las que tengan el color que no han de tener. Volverla a coser se parecerá bastante al modo en que se ata un pavo para del Día de Acción de Gracias, para que no se le salga el relleno. Ése es el viejo mundo, quiso decir. Es el mundo de las máquinas de escribir y de las partes echadas a perder de una verdura, y lo que lo hace tan escalofriante para mí y para tu madre no es que sea inconcebible, sino que lo entendamos.

—Creo que estaría bien que hoy tú también le hicieras compañía —dijo Shep, y ésa fue exactamente la clase de petición que más se parecía a la orden que a él le habría dado su padre.

—No sé cómo —dijo Zach.

Yo tampoco lo sé, estuvo a punto de replicar Shep, y no pudo comprender cómo habían terminado todos reducidos a tan rudimentaria ineptitud social. Es de suponer que la gente ha enfermado gravemente, mortalmente incluso, desde antes de que la especie anduviese erguida. Tendría que haber un protocolo, y tal vez uno estricto.

—Sólo ve la tele —añadió Zach.

—Entonces ve a verla con ella.

—No nos gustan las mismas cosas.

—Ve y ponte a mirar lo que ella quiera, y haz al menos como que te lo pasas bien.

Zach apagó el ordenador con gesto huraño.

—Se dará cuenta de que me lo has pedido tú.

Claro que se daría cuenta. Shep podía forzar al maleable de su hijo a que hiciera compañía a la madre, pero no podía obligarlo a querer hacerlo. En general, Zach había heredado lo peor de ellos dos: la obediencia de Shep y el resentimiento de Glynis. Una combinación fatal. Al menos el resentimiento rebelde llevaba a alguna parte, al desafío, a derribar, a veces de un modo aparatoso, el orden existente. El niño obediente sólo alimentaba inercia y descontento.

Shep toco el brazo de Zach con una mano.

—Los meses que vienen van a ser difíciles para todos. Tu madre no podrá llevarte al colegio; tendrás que ir en bici. Puede que haga falta que ayudes y limpies la casa o hagas las camas para los huéspedes. Sólo tienes que recordar que, por más duro que sea para nosotros, muchísimo más duro será para ella.

Era un discurso gratuito. Shep, más que ser un buen padre, jugaba a serlo. A veces Zach había sido caprichoso en lo tocante a los bienes, siempre dando la lata por cosas que «todos los demás» tenían; para Shep, recursos caros que sólo llenaban el hueco entre el último artículo indispensable y el siguiente. Para Zach, que el padre viviera haciendo el presupuesto para la «Otra Vida» era una actitud desconcertante, si no una locura, y su campaña para el iPod había sido tan insistente que Shep había transigido por puro aburrimiento. Sin embargo, en todos los otros aspectos el chico pedía demasiado poco. Así pues, el único lado de la enfermedad de la madre que habría registrado desde el principio era que la importancia de lo que él quería o necesitaba acababa de pasar de escasa a cero.

Esa noche Glynis se acurrucó en su lado de la cama, alejándose de él y adoptando la misma posición de sus épocas de embarazada. Shep se le acercó por detrás, consciente de que había empezado a tener cuidado para no tocarle el abdomen, pero sintiendo, no obstante, que debía oponer resistencia a ese gesto instintivo. Se sentía lejos de ella. No era por Pemba; no era por Forge Craft. Era porque lo que iba a pasarle a ella no iba a pasarle a él. La apretó con más fuerza, para que sintiera la distancia, pero cuando le puso una mano en el vientre, suavemente, ella la apartó con la misma suavidad.

Lo que luego recordó de esa noche fue el insomnio, aunque recordar también un sueño por la mañana significaba que debió de dormir. Estaba cambiando el techo de un porche cerrado, los dueños habían pedido que quitara el de origen antes de remplazar las tejas. Era una casa muy bonita que parecía tener lo que ellos llamaban «buenos huesos». Encontró muchas capas de trabajos anteriores, y mientras iba sacándolas, cada una de esas capas dejaba al descubierto unos motivos que él reconoció como la secuencia de papeles pintados que, cuando era niño, había junto a su cama, en la pared, y él solía arrancar de un tirón. Cuando quitó la última y delgada capa del techo, esperando ver la madera clara de esa sólida casa, encontró, debajo del último cartón alquitranado, una cavidad negra y podrida. La madera estaba toda cubierta de moho. Escarabajos y larvas huían de la luz. La madera del armazón estaba húmeda, y se desintegró en cuanto la tocó. Aunque aparentemente sano desde fuera, ese techo hacía años que tenía goteras. Cuando se puso de pie para llamar a los obreros, las vigas ya no soportaron su peso y la estructura cedió.

Dado que Glynis no podía tomar café esa mañana, Shep decidió saltarse el suyo, y ponerse en marcha y salir les llevó poco tiempo. Se preguntó si desde siempre habría preparado café cada mañana no por la bebida en sí, sino para tener algo que hacer.

Era tan temprano que el tráfico hacia el norte de Manhattan era fluido. Todavía no había salido el sol. Para Shep, conducir en la oscuridad matutina se asociaba con cierta clase de emoción, un vuelo a la India para el que debía presentarse tres horas antes en el aeropuerto. Ahora también tenía esa sensación, aunque se parecía más a la emoción que producen las alarmas cuando hay un incendio, o las ventiscas. O el 11 de Septiembre.

—Lo que voy a decir te parecerá una locura —dijo Glynis sin que él preguntase nada, y Shep dio las gracias por oírla hablar—. Pero lo que más miedo me da son las agujas.

Glynis había detestado los pinchazos toda la vida. Como tantas otras cosas que se odian, lo que esa aversión en particular había hecho era empeorar. Glynis no la había superado, y cuando veían una película en la que aparecían heroinómanos inyectándose, miraba para otro lado y él tenía que avisarle cuándo podía volver a mirar la pantalla. Durante las noticias, si hablaban sobre descubrimientos de nuevos medicamentos o sobre programas de vacunación, Glynis se iba de la habitación. Se avergonzaba de ello, pero nunca consiguió decidirse a donar sangre en ninguna campaña, y siempre había sido un problema viajar a países que exigían inoculaciones para él, cólera o vacunas de recuerdo para el tifus. A Shep le había costado años apreciar la enormidad de ese gesto, someterse a las hipodérmicas por él, la escala de la determinación de Glynis a cooperar con la aspiración de su marido.

—Ya he pensado en eso —dijo Shep—. El contraste para las tomografías… ¿Cómo lo conseguiste?

—Con mucha dificultad. Casi me desmayé antes de la resonancia.

—Pero también tuviste que hacer analíticas…

—Lo sé —dijo Glynis, y se estremeció—. Y aún no ha terminado. La quimio… Tienes que pasarte horas sentada con una intravenosa en el brazo. Me da algo de sólo pensarlo.

—¡Pero en otras cosas eres tan estoica! ¿Recuerdas cuando te cortaste el dedo corazón en el taller?

—Esas cosas no se olvidan. Estaba usando ese cortador flexible que parece una sierra circular en miniatura. Se quedó atascado en la plata y después saltó. Fue una suerte que no me rebanara medio dedo. Sigo sin tener sensibilidad en la punta.

—Sí, pero bajaste como si no hubiera pasado nada y anunciaste tranquilamente algo así como Soy de la opinión clínica de que puedo necesitar unos puntos, Shepherd, y me preocupa un poco no poder conducir con una sola mano. Con el mismo tono de voz que podrías haber usado para pedirme que fuese corriendo al A&P porque, lamentablemente, nos habíamos quedado sin cebolletas. Y por eso tardé tanto en darme cuenta de que el trapo con que te habías envuelto la mano izquierda se había teñido de rojo y empezaba a chorrear. ¡Qué dura eres!

Glynis rió.

—Apuesto a que si me mirabas más de cerca habrías visto que estaba un poco pálida. Y no he vuelto a usar ese chisme. Aún lo tengo en la caja, con las muescas manchadas de sangre seca.

—Pero esa fobia a las agujas… ¿No crees que puede aflojar si tienen que pincharte unas cuantas veces?

—Hasta ahora no ha remitido. Pero es muy irracional, Shepherd. Dentro de un rato me van a destripar como a un pescado y lo único en que puedo pensar es en el pinchazo.

—Es posible —sugirió Shep, para ver cómo reaccionaba ella— que te concentres en el miedo irracional para no pensar en los miedos racionales.

Glynis le puso una mano en el muslo, y el tacto era tan agradable que Shep tuvo escalofríos.

—Puede que no hayas ido a la universidad, querido, pero a veces eres muy inteligente.

Al mezclarse con el tráfico de Saw Mili River Parkway, Shep se preguntó cómo era posible que apenas un día antes hubiese tenido la impresión de que no había nada que decir y que ahora pareciera que había tanto, y tan poco tiempo para decirlo. Con aprensión, pudo ver cómo ese tiempo libre, vacío y desperdiciado, seguido de un desesperado montón de cosas que llegaban demasiado tarde, podía ser un paradigma de su futuro.

—Creo que esto nunca te lo he dicho —dijo Shep—. No consigo recordar qué estaba viendo…, quizá uno de esos programas de forenses, como CSI. Un equipo médico estaba haciendo una autopsia. El juez de instrucción decía que, por el cadáver de la mujer, podía afirmar que la víctima había estado haciendo abdominales. No se si la escena era realista o no, pero se me quedó grabada. La idea de que, aun después de que te mueras, alguien pueda saber si has ido al gimnasio. A veces, cuando hago ejercicio, veo exactamente eso, que he tenido un accidente y que los médicos admiran mis músculos abdominales. Quiero que me reconozcan la disciplina aun después de palmarla.

Glynis rió.

—Eso si que es gracioso. Lo que le preocupa a la mayoría de la gente es tener la ropa interior limpia.

—Sospecho que todo es una manera de decir… Bueno, esos médicos deben de tener que operar a toda clase de gente con aspecto de estar hecha mierda. Viejos decrépitos, gordos, pacientes muy lejos de estar en forma. No tengo ni idea de si les molesta o si les repugna, o si les da lo mismo. Pero tú eres esbelta, y tienes un cuerpo perfectamente proporcionado y bien tonificado.

—Estos días he echado de menos unas cuantas clases de aerobic en el Y-Fitness —dijo Glynis, con sequedad.

—No, toda una vida de respeto por uno mismo…, eso no desaparece así como así. La cuestión es que estoy un poco celoso. Ya sabes, que alguien vaya a toquetearte. Que te vayan a mirar, a mirar también partes de ti que yo nunca veré. Pero también estoy orgulloso. Si es que les importa, esos cirujanos deben saber que van a operar a una mujer hermosa, y así se sentirán privilegiados.

Mientras mantenía la vista fija en la carretera, Shep advirtió que, a su lado, Glynis sonreía, y ella le cogió la mano.

—No creo que los médicos miren los cuerpos como lo hacemos nosotros. Y no sé si los órganos son «hermosos», pero lo que has dicho ha sido muy tierno.

Shep aparcó y la acompañó a recepción, emocionado y aliviado al ver que Glynis quería que se quedara con ella todo el tiempo posible. No era una mujer que admitiera fácilmente que necesitaba algo o a alguien. Shep rellenó los impresos, encantado de haber memorizado, por fin, el número de la seguridad social de Glynis. Ella firmó la autorización. Esperaron juntos. El silencio ya no estaba vacío, ya no era un silencio impotente. Era un silencio denso, profundo, aterciopelado, y entre ellos dos el aire parecía agua caliente.

Shep subió con Glynis en el ascensor, se presentó a las enfermeras, le plegó la ropa cuando se cambio y la ayudo a atarse la bata. No fue muy útil a la hora de tirar de las medias elásticas de color beige, pero lo intentó. Después espero, otra vez. Le alegró esperar; podría haber esperado toda la eternidad. Por fin llegó el doctor Hartness. Era un hombre de modales ásperos, pero eficiente, al que se podía haber tomado fácilmente por un contable; hasta el pelo lo tenía hirsuto. Shep se sentó junto a la cama de Glynis mientras el cirujano volvía a explicar el procedimiento empleando el tono de voz monótono y falto de emoción en el que se podrían leer en voz alta las instrucciones para montar un mueble de esos que vienen embalados en un paquete plano. Acostumbrado ahora al enfoque médico (coloque la parte A en la ranura B), Shep no se ofendió, pues no iba contra ninguno de ellos. De hecho, pese a todos los comentarios despectivos que la gente hacía cuando hablaba de los médicos, éste parecía un hombre presentable y una buena persona.

—Shep —le dijo Glynis cuando el doctor Hartness se marchó—. ¿Puedes quedarte mientras me ponen el sedante? ¿Por favor?

—Por supuesto —dijo él, y le giró la cabeza—. Tú no mires, y sobre todo no pienses. Sólo mírame a mí. Mírame a los ojos.

Shep dejó una mano sobre la mejilla de Glynis, aguantando su mirada, mientras se esforzaba por no mirar, él tampoco, y ni siquiera un momento, a la anestesista que ya llenaba la jeringa. Y después le dijo a su mujer que la quería. El efecto de la inyección fue casi inmediato, y ésas fueron las últimas palabras que Glynis oyó.

Shep había infundido al ritual todo el sentimiento que podían soportar dos palabras. No obstante, deseó que, por convención, invocar esas palabras fuese raro. Entre cónyuges la declaración se hacia con demasiada frecuencia en despedidas apresuradas y ansiosas, o se soltaba a la ligera para redondear una conversación alegre por teléfono. Shep habría preferido una costumbre que restringiera una confesión tan radical a, quizá, tres veces en toda una vida. Racionarla sería una manera de proteger esa afirmación para que no se degradara, y la mantendría sagrada. Pues si a él le concedieran tres «te quiero» como se conceden tres deseos, esa mañana habría usado uno.

Tras dejar el número del móvil en la enfermería, Shep salió a la calle. Broadway, que parpadeaba en la cortante y blanca luz de invierno. Aparte de sentir un vago deseo de tomarse un café, no se había detenido a pensar qué haría el resto del día. A Glynis no la llevarían directamente al quirófano; después del sedante aún tenían que aplicarle la anestesia general, y luego, la operación, que duraría al menos cuatro horas. Después, la morfina la mantendría dormida más de un día. Shep no veía la utilidad de una civilización que respetaba la etiqueta de enviar tarjetas en diciembre, o de colocar el tenedor a la izquierda del plato, pero que lo dejaba solo mientras abrían en canal a su mujer.

Así y todo, le bastó un café con leche en Washington Heights para darse cuenta de que sí había un protocolo. Por suerte, era preciso, y tan acorazado que podría haber estado grabado en la Constitución. En Norteamérica, si tenías un trabajo que proporcionaba aunque sólo fuera un seguro médico muy mísero y tu mujer estaba muy enferma, si habías faltado mucho a ese trabajo y era probable que perdieras aún más días, si el empleador era un gilipollas…, ¿qué hacías cuando iban a pasar a tu mujer a cuchillo, como en cualquier otra ocasión?

Ibas a trabajar.

Jackson pareció sorprenderse al verlo, pero sólo un momento; él también estaba muy puesto en esa constitución no escrita. Pocos minutos después de que Shep llegara, Mark, el diseñador de la página web, que había sido especialmente cáustico en todo lo tocante a Pemba, se acercó a su mesa y le apretó el hombro. «He estado pensando en ti hoy, hermano», dijo. Otros compañeros sonrieron dándole ánimos, sobre todo los que habían trabajado bajo el antiguo régimen de Knack, los pocos que quedaban. Incluso Pogatchnik mostró, siendo quien era, una sensibilidad nada habitual, y lo hizo no dejándose ver. Peor es nada. Así pues, Jackson se lo había contado al personal. Shep podría haberse ofendido —ese tío se había pasado de la raya y, por todo lo que Jackson sabía, su amigo estaba experimentando una violenta sensación de privacidad—, pero se sintió agradecido. Pues se sentía cualquier cosa menos protegido; a la intemperie, desamparado, con los intestinos al aire, como si no tuviera piel. Jackson lo habría anunciado como un acto de bondad. Y como tal lo recibiría Shep.

Mientras llamaba a clientes descontentos, podría haber esperado sentirse irascible, irritado por la intrascendencia de cada reclamación. Pero, al contrario, ese día hasta la última baldosa de linóleo parecía tener importancia, porque todo tenía importancia. Esa mañana había sentido agradecimiento por el más pequeño acto de consideración procedente de personas que eran unos perfectos desconocidos; por ejemplo, cuando una enfermera colocó un trozo de hielo sobre los labios cuarteados de Glynis. Tener consideración por otros desconocidos parecía una manera adecuada de retribuir el gesto, y por eso dejó que los clientes descontentos se despacharan a gusto, que expresaran la consternación que les producía un trabajo que no los había satisfecho, y prometió a todos solucionar el problema de inmediato. Cuando una mujer de Jackson Heights protestó porque Randy empleaba a mexicanos, e insinuó que eran todos ilegales —cosa que, para qué negarlo, probablemente era verdad—, Shep no puso en entredicho el conservadurismo de la cliente, sino que le explicó, con mucha paciencia, que si bien los hispanos eran muy trabajadores y competentes, a menudo hablaban un inglés muy pobre y por eso no siempre entendían lo que les pedían. Shep prometió cerciorarse de que un hablante nativo se hiciese cargo de la reparación hasta que la puerta mosquitera se cerrase con un suave clic.

Se sentía solo, y le alegró la compañía de los clientes, el contacto, el sonido de la voz humana. Las relaciones con los clientes como un videojuego: concentrarse, concentrarse en cualquier cosa que no fuese el Presbiteriano de Columbia. Se sentía extrañamente consciente del control que ejercía sobre la calidad de vida de esos clientes, aunque sólo fuesen unos momentos de esa vida, pues, al fin y al cabo, la vida esta hecha de momentos y sólo de momentos. Sin que nadie lo ayudara, podía rescatar cinco minutos del día de esas personas. No era poco. La redención también conducía hacia el futuro, facilitaba un encuentro que no se olvidaría con un hombre servicial y receptivo que había comprendido sus problemas y se había esforzado para solucionarlos. Podía hacer unas bromas que eran maravillosas por el mero hecho de no necesitar hacerlas. Era extraño que, en cada punto de contacto con otras personas, y léase decenas, si no cientos de veces al día, siempre hubiera dispuesto de ese poder, el de elevar lo cotidiano a un nivel lúdico, humorístico, compasivo incluso, y que tan raras veces lo hubiera ejercido.

No salió a comer y llamó al hospital a las dos. Glynis todavía estaba en el quirófano. Volvió a llamar a las tres. Glynis seguía en el quirófano. A las cuatro también. Se dijo a sí mismo que estaba bien que los médicos trabajasen a conciencia. Sin embargo, era demasiado tiempo para estar abierta en canal en la mesa de operaciones, enseñando las partes en las que uno no pensaba, en las que no quería pensar, las que no se cuestionaban. A esas alturas las quejas de los clientes ya no distraían su atención, y más de una vez tuvo que pedirle a un propietario que le repitiera el problema, la dirección, la fecha del trabajo.

Que Glynis se pasara en el quirófano casi el doble del tiempo previsto le permitió completar toda una jornada de trabajo, lo cual, vista la precariedad del seguro médico, era importante aun cuando no debería haberlo sido. Cuando consiguio hablar por teléfono con el doctor Hartness ya eran casi las seis. Jackson seguía en la oficina, y era obvio que estaba escuchando.

—Bueno, al menos hay ese… Sí, entiendo. ¿Y que es exactamente…? ¿Qué quiere decir eso…? No, preferiría que fuese sincero conmigo… ¿Tiene sentido que yo esta noche…? No, lo haré.

Mejor que sea yo… ¿Doctor Hartness? Ha trabajado mucho, y muchas horas. Debe de estar agotado. Le agradezco todo lo que hace por salvar a mi mujer.

Cuando Shep colgó, la afligida expresión de Jackson le dijo que la última frase se prestaba a que el cirujano la malinterpretase.

—Los signos vitales están bien, y está descansando —le aseguró a su amigo—. Pero qué angustia.

Recordó el día en que Glyms había bajado las escaleras con la mano izquierda envuelta en un trapo teñido de rojo, lo escueto que había sido su mensaje. Esta vez también se imponía atenerse a los hechos.

—Fue peor de lo que esperaban. Han encontrado algo que llaman zona «bifásica». Células epitelioides, pero mezcladas con sarcomatosas. «Como helado de vainilla marmolado», dijo el doctor. En la biopsia no lo habían detectado. Esas células sarcomatosas por lo visto son muy putas y… sospecho que con ellas la aplicación directa de quimioterapia no sirve para nada. No han instalado los puertos. Le sacaron todo lo que pudieron, lo cual no es lo mismo que todo, me temo, y decidieron suturar la herida.

—Eso es… malo —conjeturó Jackson.

—Lo es.

Shep adquiriría mucha práctica repitiendo el mismo resumen esa noche. Fue a casa y se lo contó a su hijo. Zach sólo tenía una pregunta, y su padre la soslayo. «Eso depende de cómo responda a la quimio». Pero Zach no iba a conformarse con eso, y exigió un número. Muy bien, si quería saber, que supiera. El chico asimiló la información como un charco se traga una piedra; después de un breve «plop», Shep la vio hundirse y desaparecer, y sintió que se aposentaba en el fondo con un golpe amortiguado. Parecía lógico. A Zach no se lo veía impresionado. Al padre le angustiaba la clase de espantoso mundo que debía de haber habitado rutinariamente Zach, un mundo en el que esa clase de cosas podía parecer normal, o incluso algo esperado.

Al menos a partir de ahora su hijo y él ocuparían el mismo universo. Un universo que estaba viniéndose abajo. Eso era algo para lo que los hijos habían servido y que hasta ese momento Shep no había apreciado; cuando algo terrible le pasa a tu mujer, entonces algo terrible también les pasa a ellos. Se comparte la misma sensación de que algo terrible está pasando, algo que para los de fuera es una simple desgracia. Ese carácter de mera desgracia que él a veces percibía en otras personas se había vuelto intolerable, y ésa era la razón por la que hasta hoy, en el trabajo, había evitado cualquier comentario sobre la enfermedad de Glynis.

Cenaron juntos, algo insólito. Zach le propuso que vieran un rato la televisión, lo cual era algo realmente insólito. Shep se disculpó y dijo que tenía que hacer unas llamadas. Mientras enjuagaba los platos le alegró ver que, a pesar de haberle dado permiso sin enfadarse, Zach no había desconectado la fuente de la pila.

Shep se retiró a su estudio. Allí, en el ordenador, confeccionó una lista, una lista que volvería a necesitar en otros momentos decisivos, para otras noticias, y aunque no quería, tuvo que reconocer para qué noticia sería finalmente útil esa lista. Apuntó números de móvil y también de teléfonos fijos, que copió de la agenda de Glynis. Clasificó los contactos en «Familia», «Amigos íntimos» y «No tan íntimos», pensando, mientras ponía tal o cual nombre en la última categoría, cuánto les dolería a algunas de esas personas verse inscritas en ese rubro. Se sentía más dispuesto a poner en los «Amigos íntimos» a los pocos allegados de Glynis que el domingo se habían acordado de llamarla para desearle suerte.

Marcó los números metódicamente. Tuvo que obligarse a llamar primero al más peliagudo: Amelia. Shep, confuso, a veces no sabía cómo seguir, y ella no hacía más que interrumpirlo: «Pero está bien, ¿no?». Shep prolongó la conversación más tiempo del que podía permitirse, asegurándose de que su hija entendiera bien lo que le decía, y al final se dio cuenta de que sí, de que Amelia había entendido todo demasiado bien y esperaba que le dijese algo más. Terminar la conversación fue doloroso, como cuando ella era pequeña y llegaba la hora de acostarla; Amelia se aferraba con fuerza a su pantorrilla y él tenía que separar uno a uno los deditos de la niña de la pernera del pantalón.

Sin embargo, contarle los detalles fue más sencillo: «“bifásico”, que significa que las células epitelioides menos agresivas están mezcladas con las más…». Lo dijo con voz calmada. Tanto le daba si ese tono comedido se confundía con falta de verdadero sentimiento. Cuando ella insistió para que le dijera cuál era el pronóstico, Shep se decantó por la expresión «un resultado menos optimista», que, a pesar de todo, contenía la palabra optimista. Si de verdad querían saber, todos tenían acceso a Internet.

Ahora eso formaba parte de su trabajo, divulgar información, orquestar visitas, proteger a Glynis de las visitas. A partir de ahora tendría un segundo empleo, un híbrido entre planificador de eventos y secretaria ejecutiva. Se vio desconfiando instintivamente de las personas con las que contactaba y que más se deshacían en ayes y se ofrecían a ayudar «en todo lo que pudieran» sin especificar nunca en qué ni cuándo. La experiencia le decía que los que mejor expresaban sus sentimientos eran los menos aptos para hacerlo con algo que no fueran palabras. Beryl, por ejemplo, lo hizo con especial elocuencia, recordando siempre los días maravillosos que había pasado con Glynis y él, recuerdos exagerados o apócrifos, y ensalzando el carácter de una mujer que no le caía bien. Algo violento, Shep la cortó diciendo que tenía que hacer otras llamadas. Su padre, en cambio, se limitó a decir que «rezaría por toda la familia». Si bien a Shep a veces le impacientaban los manidos latiguillos cristianos, esta vez no pudo más que admirar una religión que ofrecía una manera a la vez sincera y sucinta de desear lo mejor.

Pues Shep apreciaba cada vez más los límites de lo verbal. Cuanto peor se sentía Glynis, menos importaba la conversación atenta, y más ponerle una mano en el hombro, ahuecarle una almohada, alcanzarle el mando a distancia o prepararle una taza de manzanilla. Por eso, al teléfono le emocionaba más el silencio, los suspiros, cierta incomodidad palpable. De gente como Nancy, la vecina de al lado, una fanática de Amway con la que Glynis no tenía casi nada en común, o al menos eso habría uno pensado. En cuanto a lo que habían descubierto en la operación, por pésimo que fuese, Nancy sinceramente no tenía nada que decir, y por tanto no intentó decirlo. Además, ella no ofreció vagamente una «ayuda» que él nunca podría solicitar. Preguntó cuándo podría Glynis recibir visitas, cuándo empezaría a comer alimentos sólidos y si le gustaban las galletas de crema caseras. El fin de semana había llevado una fuente de brócoli con queso, y eso fue lo que Zach y él se habían comido de una sentada para la cena. Shep ya empezaba a sentir que, a la hora de la verdad, la gente a la que uno consideraba «amigos íntimos» no era necesariamente aquella con la que se podía contar.

Para su sorpresa, durmió profundamente. Para su vergüenza, dormir solo fue un alivio. Por lo sencillo que era, por toda esa extensión de cómodas sábanas vacías. No se había dado cuenta de lo tenso que podía ser tener otro cuerpo a su lado, un cuerpo que con cada minuto que pasaba se pudría un poco más de dentro hacia fuera. La energía que le había chupado, y el no ser capaz de protegerlo. Nadie pensaría que algo que era incapaz de hacer y que no hacía le quitaría un ápice de energía, pero así era.

Dos mañanas después, el temor que le producía ver a su mujer reflejaba, en algunos aspectos, su miedo a que Glynis volviera a casa la Noche de Pemba, el horror inconfundible que producía decirle a alguien algo que no quería oír. Más ilógico era el nerviosismo que le producía pensar que la hubieran cambiado, o cambiado por otra persona, que, tras abrirla, le hubieran quitado o insertado algo que la haría irreconocible para él.

Pero entonces la angustia no era totalmente infundada. Shep no sabía qué era el carácter, ni qué grado de coacción era necesario para que se rompiera y se adaptara a una nueva forma que no se parecía en nada a la persona que la «Familia», los «Amigos íntimos» e incluso los «No tan íntimos» imaginaban haber conocido. Era posible incluso que el «carácter» y la «personalidad», su prima más superficial, fueran sutilezas, meros detalles, caprichos ornamentales de la buena salud, entretenimientos opcionales, como los bolos a los que los enfermos no se podían permitir jugar. Dada su constitución, más robusta, Shep no podía más que tomar como ridículo punto de referencia enfermedades menores, como un resfriado o una gripe. Evocó la monotonía del color, lo irritantes que podían ser los pájaros y la música, el inquietante sin-sentido de todo esfuerzo cuando se sentía enfermo, como si él hubiera seguido siendo el mismo y fuese el mundo que lo rodeaba el que había enfermado. Se desanimaba, sus apetitos decaían, y de sus bromas, ni rastro. Así, introduciendo un virus mínimamente tóxico como se añaden a una taza de leche unas gotas de zumo de limón, un hombre sano, optimista y jovial se avinagraba hasta convertirse en un pelmazo apagado e indiferente. Y después hablan de la durabilidad del «carácter». Multipliqúese ese efecto por mil y no es de extrañar que temiera por la persona que —o la cosa que— se encontraba en cuidados intensivos en el Presbiteriano de Columbia.

Es probable también que no fuese el único que odiaba los hospitales, tener que visitar a un ser querido y, sin embargo, contenerse para no salir corriendo. No eran sólo los olores, o el impulso biológico instintivo que lleva a evitar el contacto con la enfermedad. Si la enfermedad era el gran nivelador, el problema era a qué nivel. Vestidos con batas anchas, todas idénticas, humillantemente abiertas por detrás, los pacientes que se paseaban por el pasillo carecían de todo lo que por fuera diferencia a una persona de las demás: ser talentosos, interesantes o útiles. Absorbían líquidos, medicamentos y nutrientes, y a cambio sólo producían efluvios, y así eran todos una sola y uniforme carga. Las miradas fugaces a esos bultos dormidos, con la vista fija en el televisor, no daban la impresión de que todas esas personas eran igualmente importantes, sino de que carecían de importancia todas por igual.

No obstante, a Shep le emocionaba que a todas las admitieran para un tratamiento determinado, tanto al encargado de la lavandería como al director de la filarmónica. Confiaba en que el encargado de la lavandería, por muy corto de luces que fuese, o vago, u hosco, o por más expeditivamente que pudiera sustituirlo otro que tampoco había terminado el instituto, no recibía unos cuidados menos diligentes que el maestro. Debían de haber pasado unos quince años desde que a Shep, mientras podaba un árbol en Sheepshead Bay, se le escapó la motosierra y fue a darle contra la base del cuello, casi como el cortador había aterrizado en el dedo de Glynis, pero todo en una escala mucho mayor, y cerca de la yugular. La hemorragia había sido copiosa. Aún tenía la cicatriz. Lo que más recordaba era el asombro. Afectado por las primeras y rápidas fases de un shock, ya no pudo seguir cortando el árbol de su cliente. Tampoco pudo entretener a los enfermeros con fragmentos interesantes de la radio pública. Él era un hombre que siempre había medido su utilidad en los términos más tangibles, y de pronto era incapaz de ajustar los soportes de unas persianas de aluminio o de instalar un tragaluz con doble vidrio. Sin embargo, unos perfectos desconocidos se habían apresurado a cubrir la herida con unas toallas limpias, y otros desconocidos habían depositado con ternura su cuerpo sangrante en la camilla. Cierto lado pragmático de su persona habría visto como absolutamente lógico que en el mostrador de recepción de un hospital normal y corriente no sólo le preguntaran qué medicamentos tomaba y si era alérgico a la penicilina, sino también cuál era su cociente intelectual y si sabía construir una finca de diez pisos, cuántos idiomas hablaba y la última vez que había hecho algo bonito. En una palabra, ¿para qué sirve usted? Pero, por sorprendente que parezca, hicieron todo lo posible para frenar la hemorragia sin preocuparse de si él era o no de utilidad para alguien.

Con todos esos tubos que salían de debajo de la sábana, Glynis ocupaba, bajo la ropa de cama, el mismo espacio que habría ocupado un niño. Parecía un saco, un objeto del que alguien se había deshecho. Según había dicho el doctor Hartness, por la noche habían reducido gradualmente la morfina y le habían quitado la sonda de la nariz. El cirujano había advertido que, cuando despertara, seguiría grogui y desorientada. Lívida como estaba, parecía dormitar. Por una vez Shep contempló a su mujer y no le asombró que ya tuviera cincuenta años.

Acercó una silla con cuidado para que las patas no hicieran ruido. Se sentó en el borde. Bastaba con coger el ascensor y apartarse del bullicio de Broadway y de las enormes rosquillas que vendían en la calle; el hospital era un mundo extraño, estático, donde los mínimos placeres eran casi siempre más atractivos al anticiparlos que una vez recibidos: un zumo de piña, el manjar blanco de los martes con salsa de fresas, una visita que traía unas flores cuyo olor dulzón y penetrante terminaba revolviendo un estómago delicado. Un mundo donde el olvido era un nirvana, donde nunca se permitía alimentar la esperanza de no tener dolor, sino solamente de tener menos. Eran tantas las ganas que Shep tenía de no estar ahí, que daba la impresión de que no estaba ahí. Lo que él quería era cortar esos tubos con una espada poderosa igual que habría arrancado las cadenas de Glynis en un calabozo, para alzar a su amada en brazos para llevarla de vuelta, arrastrando la túnica, al mundo bullicioso, lleno de vida y frenético de los taxis y los perritos calientes, de los adictos al crack y los prestamistas dominicanos, donde dejaría los rosados pies descalzos de su damisela en el cemento frío y ella volvería a ser una persona.

Cuando le cogió la mano en la que no tenía una guía, y mientras la calentaba con la suya, la cabeza de Glynis se inclinó desde el otro lado de la almohada para quedar frente a él. Ella parpadeó. Se lamió los dientes despacio y tragó saliva. «Shepheeerd».

Con un graznido de esa garganta en carne viva a causa de los tubos, Glynis consiguió pronunciar su nombre con el profundo ronroneo erótico que a él siempre le había excitado, aun cuando la intención fuera reprenderlo. De pronto, a Glynis se le abrieron los ojos y él reconoció a su mujer.

Era ella, aunque no estuviese del todo presente. Había emprendido un largo viaje y todavía no había regresado por completo.

—¿Cómo te sientes?

—Pesada…, y al mismo tiempo ligera. —Parecía un poco borracha, y parecía tener problemas para mover los labios. Shep deseó desesperadamente poder darle un trago de agua, pero lo tenía prohibido. Nada por la boca hasta que los intestinos volviesen a funcionar—. Me preguntaba… —creyó oírla decir, y la dejó que recorriese con la vista el techo de la habitación—. Todo es alucinante.

Bueno, Glynis no veía la habitación como la veía él, de eso no cabía duda.

—No hables demasiado.

—Unos sueños… Tan reales. Muy largos y complicados. Algo con una diadema de plata. Me la habían robado y tú me ayudabas a vengarme…

—Venga, Glynis, me lo cuentas más tarde. —Más tarde lo habría olvidado—. ¿Sabes dónde estás? ¿Recuerdas lo que ha pasado y por qué estás aquí?

Glynis respiró hondo, y cuando soltó el aire pareció derrumbarse, hundirse en el colchón.

—Hacía tanto tiempo que yo no… —Ahora su voz sólo era un graznido, del ronroneo no quedaba nada—. Era precioso, como volver atrás en el tiempo. Pero me ocurrió. Uno cree que es imposible olvidar que tiene cáncer. Pero se puede, y esa parte es agradable. Pero luego lo recuerdas y esa parte es horrible. Como tener que repasarlo todo otra vez.

—Y sola, por segunda vez —dijo Shep—. Nunca deberías haber oído el diagnóstico estando sola, Ñu. Yo debería haber estado contigo.

—Qué más da. Se está solo de todos modos.

—No, tú no.

Lo estaba.

—Me han operado. No te preocupes, sé qué ha pasado, no estoy tan perdida. Ése fue el consuelo cuando lo recordé. —Otra vez tragó saliva—. Pues también recordé que me lo extirparon.

No todo, ni por asomo, pensó Shep, pero ésa no habría sido una réplica terapéutica. No obstante, Glynis estaba más en sus cabales de lo que Shep había esperado, sólo un poco atontada, y él le había prometido al médico que se lo diría. Se suponía que el cirujano pasaría y hablaría con ella esa mañana. Si Shep iba a darle la noticia —con delicadeza, ésa era la manera convencional, aun cuando la noticia no tenía nada de delicada—, tendría que hacerlo en ese momento.

—Ñu, la operación ha sido un éxito. Estás estabilizada y te recuperas bien. No hubo complicaciones. O, mejor dicho, sólo hay una complicación. Quiero decir…, que encontraron algo.

Repitió todo lo que tanto había ensayado por teléfono. Un resultado menos optimista. La misma frase hecha.

—No han colocado los puertos —fue lo único que dijo Glynis cuando Shep termino—. Gracias a Dios. No me gustaba nada la idea de que me los pusieran. Nunca se lo he dicho a Flicka, pero ese pitorro de plástico que tiene en la barriga siempre me ha puesto los pelos de punta. Es como ser mitad humano y mitad… mitad jarrita para la leche.

Shep parpadeo. Parecía como si Glynis no lo hubiera oído.

—¿Has entendido todo lo que acabo de decirte?

—Te he oído. —Glynis parecía enfadada—. Células distintas, puertos no, quimioterapia. La quimio la íbamos a hacer de todos modos.

Algo no se había registrado. Es posible que el problema fuese la morfina.

Shep se había tomado la mañana libre, y se quedó esperando al cirujano. Hartness llegó tarde, y Shep intentó no enfadarse demasiado con el hombre que con tanto valor había trabajado por la vida de su mujer. Con todo, esas dos horas de más le costarían parte de la tarde en Randy. No podía permitirse faltar muchos días al trabajo. No fue sencillo mantener una conversación con Glynis, y cuando ella se quedó dormida, Shep tomó un café asqueroso que no quería tomar. Por fin llegó el médico, y Shep pudo contemplar el mismo drama desde fuera, el mismo recitado sobre la presentación bifásica, la misma falta total de interés por parte de Glynis. Sin decepción, sin preguntas, sin lágrimas.

El doctor Hartness pasó enseguida a darles el toque de atención.

—Pero no vayan a pensar que vamos a tirar la toalla. Le administraremos Alimta de inmediato. Es un medicamento potente. Y le daremos todo lo que podamos. Pensamos ser muy agresivos con esa cosa.

Agresivo era una cualidad que la profesión médica solía atribuir al cáncer en sí, y la elección del mismo adjetivo para su adversario evocó, una vez más, imágenes de una batalla. Contra el clima. Contra una tormenta de nieve, un viento huracanado.