6

La fecha fijada para la cena (la foto del «antes») en casa de Shep fue aún peor de lo que Jackson había previsto. La noche anterior, el film transparente con que Flicka se vendó los ojos para fijar la vaselina, se había despegado mientras ella dormía —Jackson nunca debería haber comprando esa cinta quirúrgica barata— y por la mañana la niña despertó con los ojos ardiendo. Mientras él estuvo fuera unas horas, al parecer Flicka se puso…, bueno, decir «irritable» es quedarse corto.

Pues si bien Carol siempre lo instaba a que evitara someter a Flicka a situaciones de «estrés», la mayor fuente de estrés para su hija mayor era, con mucho, la enfermedad que la hacía tan sensible al estrés. A ella no le importaba que en familia su padre soltara cosas como que no era una coincidencia que cada nuevo legislador «verde», un mojigato siempre, propusiera, como si de una tasa a las bolsas de plástico se tratase, una tasa a las emisiones de carbono de las compañías aéreas, cosa que, mira por dónde, permitía que el Estado se embolsara más dinero. Lo que le importaba era despertar con los ojos hinchados y rojos, a mitad de camino hacia la conjuntivitis ya antes del desayuno. Lo que le importaba era no poder hablar justo cuando tenía un montón de cosas que decir. Le importaba no parar de babear y de sudar, y aunque a los niños de su colegio les habían enseñado a no burlarse, ella podría haber preferido algunas bromas infantiles «normales» a la desmesurada cortesía y el mirar para otro lado que tenía que soportar a cambio. Estaba harta de tener que echar en la sonda gástrica, cada hora y media, esa solución de agua, azúcar y sal, un menjunje que no producía el jadeo y la satisfacción que podía ver en su hermana después de que Heather se echara al coleto un largo y sediento trago de Coca-Cola. Estaba cansada de tener que ponerse ese chaleco grande de color negro, el «sistema de despeje de las vías de aire», durante quince minutos todas las mañanas, y también por la noche, como si pusiera el sueño entre paréntesis con dos asaltos de boxeo.

Flicka podría haber dado las gracias si pensaba que ahora el chaleco le evitaba que sus padres tuvieran que aporrearle la espalda a cuatro manos, o a cuatro puños, una incómoda intromisión en su intimidad, sentados a horcajadas sobre sus nalgas. También podría haber dado las gracias porque hubieran abandonado las sesiones de drenaje del pecho que habían tiranizado su infancia: la incómoda sonda nasal, el asqueante ruido de la bomba, parecido a una sucesión de gorgoteos y sorbidos, la grotesca acumulación de mucosidad en el recipiente al que iban a parar los desechos. A Jackson siempre le había asombrado cuánta porquería espesa y viscosa podía salir de esos dos pequeños pulmones, y aunque Carol siempre había prescindido de los vertidos con su habitual y sensata oficiosidad, él no podía ser el único al que esa sustancia pegajosa y de aspecto grasiento le resultaba nauseabunda. Pero si, por su parte, daba las gracias cuando veía que aliviarle a la niña la congestión se había vuelto menos repugnante, para Flicka la gratitud era una sensación desconocida. Sufría tantas otras molestias que sencillamente trasladaba su vejación a otra cosa, estreñimiento crónico por culpa de todos esos medicamentos, los humillantes enemas.

Además, el principal desencadenante de una crisis de disautonomía familiar era, sin duda, el miedo a que, ay, por Dios, no, la niña fuese a tener otra crisis de disautonomía familiar.

Los signos habían empezado a manifestarse en ausencia de Jackson, mientras Carol preparaba una tarta alemana de chocolate para llevar a la celebración de esa noche en casa de los Knacker. Jackson ya sabía cómo funcionaba. Flicka, a los dieciséis años, había soportado más indignidades médicas de las que la mayoría de la gente toleraba en toda una vida, y tenía un carácter auténticamente estoico. Gruñir, gruñía mucho, sin duda, pero si alguna vez se ponía de verdad quejica, entonces, bandera roja; «cambio de personalidad» y «labilidad emocional» eran los indicadores de manual que decían que se acercaba una crisis. La cuestión era que la mayoría de los niños con el síndrome de Riley-Day —una antigua manera de llamar a la disautonomía familiar, que sonaba como a nombre de dúo pop que cantaba alegres melodías en la radio cristiana— se «quejarían» de que la hermana acaparaba el ordenador de la casa, pero Flicka tenía una veta existencial de un kilómetro de ancho y su personalidad nunca se alteraba tanto. Su versión de la «labilidad» era mucho más difícil de aceptar. Se «quejaba» de que odiaba su vida y odiaba su cuerpo; se quejaba de que no tenía nada que esperar en esta vida aparte de más ingresos en el hospital o terminar en una silla de ruedas, y de que toda su cornucopia de síntomas —la frenética oscilación de la presión sanguínea, la congestión crónica, las pérdidas de equilibrio, las infecciones de la córnea, los ataques— sólo empeorase. Agotada y transpirando en la cocina, se «quejaba» y decía que preferiría estar muerta. A cualquier padre y a cualquier madre les resultaría duro oír algo así, pues semejante afirmación no podía achacarse a un histrionismo de adolescente. Flicka lo decía en serio. No era, tampoco, una chica que «no entendía qué quería decir muerte», y a decir verdad Jackson nunca había conocido a alguien que no lo entendiera. Como la mayoría de los niños, Flicka entendía perfectamente qué era la muerte, y en días como ése la consideraba una perspectiva maravillosa.

En efecto, Jackson pudo oír los gritos nasales de la niña, que llegaban desde la parte trasera de la casa, mientras él aún estaba en la entrada. («No, no me puse el chaleco, lo odio, odio todo, odio todas esas frases sobre lo estupendo que es estar vivo. ¡Yo no sé qué le veis de estupendo!». Por supuesto, los breves momentos de calma los llenaba Carol con su convicción, insistiendo ritualmente en que no debía decir esas cosas, que «la vida era un don precioso», homilías sentimentales que sólo conseguían prolongar la rabia de la hija). Por su parte, Jackson aún se sentía un poco extraviado y como flotando; le habían advertido que no condujera y no había hecho caso. El sedante parecía haberle dado un subidón a posteriori, pues cuando se detuvo a llenar el depósito en la Cuarta Avenida, la charla con el encargado había sido acelerada incluso para sus propios criterios.

—¿Por qué no me dejáis terminar con esto de una vez? ¡No vale la pena! —gemía Flicka en la cocina.

Para Jackson, llegar en medio de semejante numerito confirmaba su convicción de que se había merecido hacer algo para él mismo, ¿no? ¿Una sola cosa?

—¡No quiero tus estúpidos huevos revueltos! —decía Flicka, resollando, cuando el padre entró en la cocina—. No quiero pasarme todo el sábado por la tarde con mi logopeda, con mi terapeuta ocupacional y con mi fisioterapeuta. De todos modos, voy a morir, ¡así que déjame ver la televisión! ¿Qué más da?

Carol la había cogido por el pelo y estaba echándole más lágrimas artificiales en los ojos. (Uno de los primeros signos de Ia DF, a saber, que el bebé no podía llorar, tenía algo de broma perversa; cualquier niño con un futuro así tenía todas las razones del mundo para llorar). Y mientras decía, con voz ronca, «¡Déjame tranquila! ¡Déjame que me derrumbe en paz!», la niña empezó a hiperventilar.

Cierto, no siempre era fácil distinguir los síntomas por los efectos secundarios de los medicamentos, pues las náuseas, los mareos, los acúfenos, las aftas, el dolor de espalda, el dolor de cabeza, la fatiga, la flatulencia y la falta de respiración formaban parte de ambos paisajes; pero la naturaleza de este episodio se hizo más evidente cuando, respirando con dificultad, Flicka empezó a tener arcadas. Era espantoso contemplar esas convulsiones secas, y en cierto modo más terrible que antes de la funduplicatura, cuando Flicka habría lanzado lo poco que había ingerido del plato no deseado de huevos revueltos dibujando una trayectoria en penacho de dos metros. Vomitar como corresponde al menos había parecido aliviarla. Las arcadas, en cambio, eran constantes e inútiles, como si en los intestinos un embrión de extraterrestre intentara abrirse camino con las garras.

—Tiene una crisis —dijo Carol con gravedad a su marido. La mayoría de las esposas harían esa afirmación con el tono propio de un melodrama exagerado; para Carol, el veredicto era fríamente clínico—. Gracias a Dios que has vuelto. Sujétala.

Jackson apretó contra el pecho a su hija, que no paraba de retorcerse. Tras desabrocharle, no sin dificultad, el botón y la cremallera por detrás, Carol le bajó los téjanos, se untó a toda prisa el dedo corazón con vaselina y le metió por el culo un supositorio diminuto, del color de los caramelos de malvavisco. Sin tomarle la tensión, cosa para la cual no tenían tiempo, siempre era peliagudo discernir si a Flicka le subía o le caía en picado, pero Carol, con cierta base, conjeturó que tenía la tensión baja —la piel pálida, pegajosa y fría— y con la misma rudeza le administró un comprimido color rosa de ProAmatine. A esas alturas todo el sistema digestivo de Flicka ya se habría cerrado y ni siquiera absorbería los medicamentos que le administraban por la sonda.

—Ahora no olvides que… —dijo Carol.

—Sí, sí, ya lo sé —la interrumpió Jackson—. Tenemos que mantenerla derecha las próximas tres horas.

Carol nunca le creía. Jackson sabía perfectamente que, si tumbaban a la niña después de darle el ProAmatine, la presión podía subirle de los pies hasta el techo.

Heather había estado todo el rato merodeando por la línea de banda, contemplando la escena con envidia, y en esas circunstancias la envidia era un motivo de preocupación para Jackson, que pensaba que la niña era mis tonta de lo que afirmaban los resultados de los tests.

Por si acaso, Carol la obligó a tragarse otro diazepán, y al cabo de unos minutos las convulsiones en brazos de Jackson comenzaron a ser más espaciadas. Por suerte, Carol Había atiborrado a Flicka de Valium a tiempo para evitar una verdadera crisis, cosa que los habría obligado a salir corriendo para el Hospital Metodista de Nueva York. No obstante, el rescate tuvo un precio: la tarta; ahora inundaba la cocina un olor penetrante, y no totalmente desagradable, a chocolate quemado.

—Me disculpo por traer una tarta de la pastelería —dijo Carol en la puerta—. La casera no salió todo lo bien que…

Carol nunca ponía a Flicka como excusa, una disciplina que Jackson admiraba. Tampoco ninguno de los dos mencionaría jamás lo mucho que habían tenido que rascarse el bolsillo para pagar a la canguro. Como Flicka estaba imprevisible, habían llamado a Wendy Porter, la enfermera titulada de siempre, que estaba al corriente de la enfermedad de la niña. Mierda, de no haber sido por Flicka habrían cancelado la cena. «Me gusta Glynis», había insistido la niña mientras ellos revoloteaban a su alrededor para cerciorarse de que no se iba a la cama. «Nunca me trata como a una idiota. Me pregunta por mi colección de teléfonos móviles, no sólo por mi estúpida DF. También puede ser un poco, digamos, perversa, lo cual me mola mucho más que toda la dulzura y todas las lisonjas de los terapeutas. Y ahora está enferma. Más enferma que yo, aunque parezca completamente imposible. Estará deseando la cena de esta noche, y si de repente no vais, se sentirá abatida. Así que si os quedáis en casa por mí, os juro que tragaré un poco de leche por el conducto que no debo y tendré una neumonía».

Chantaje, pero había funcionado. Flicka no amenazaba en vano.

Jackson irrumpió en la cocina con un cargamento exagerado de alcohol —dos botellas de vino, dos botellas de un champán decente— que supuestamente debía servir para crear un ambiente festivo en una ocasión más apta para no celebrar nada. Marcando el final de una época, ése sería el último de sus tradicionales cuartetos, en los que hablaban por los codos y despotricaban contra todo y contra todos, que no estaría socavado por restricciones de la dieta, la fatiga, los dolores o unas analíticas decepcionantes, y el final de cualquier época siempre era, en realidad, el comienzo de la siguiente.

Shep, algo confuso, había hecho lo mismo con la comida. En la mesa del porche cerrado de la parte trasera había entrantes de sobra para veinticinco invitados: humus, brochetas de gambas con guindillas, espárragos (y todavía no había empezado la temporada) y vieiras envueltas en beicon; y un dim sum que no acababa de encajar, aunque claramente servido para usar los palitos de plata forjada de Glynis. En las ventanas había velitas. Glynis bajó enfundada en un traje de terciopelo negro que le llegaba hasta los pies y que hacía juego con el vestido de cóctel de chispitas de Carol; entre la luz de las velas y el atuendo de las mujeres, en el porche reinaba una atmósfera más propia de una sesión de espiritismo o de una misa negra. Cuando Jackson abrazó con ardor a la anfitriona, los dedos se le hundieron de modo alarmante en el terciopelo; mucha tela, pero poca Glynis debajo. Los omóplatos parecían alitas de pollo. No era ése un tamaño para someterse a una operación importante, y de pronto Jackson entendió el porqué de tanta comida.

—¡Tienes un aspecto estupendo! —exclamó Jackson. Glynis le dio las gracias con una timidez más propia de una niña, pero él le había mentido. Era una de las muchas mentiras por venir; en consecuencia, otro recordatorio de que esa noche marcaba más el comienzo de una época que el final de otra. Glynis se había aplicado más maquillaje que de costumbre, pero ni el rubor ni el rojo intenso del lápiz de labios eran convincentes. Ya tenía grabados en la cara los signos de la angustia que produce envejecer. No obstante, era una mujer alta y atractiva, y no cabía duda de que ese aspecto sería el mejor que tendría durante un tiempo. Y que podía muy bien ser el mejor que tendría jamás fue un pensamiento que Jackson se esforzó por bloquear.

Se sentaron en sillones de mimbre mientras Shep iba a buscar las flautas para el champán. En los viejos tiempos, es decir, seis semanas antes, Glyms habría seguido la conversación sin entrometerse demasiado. Consciente de que haciendo pocos comentarios se podía influir más que con una verborrea huera, era de esas personas que dejaban que todos los demás discutieran hasta el cansancio sobre los detalles y después hacía la única declaración radical y demoledora que daba por finalizado el altercado. Pero esa noche su porte era majestuoso, como si recibiera a la corte. Reina por un Día. Por su parte, Carol y él se deshacían en atenciones, y se cuidaban muy bien de dejar de hablar en cuanto Glynis abría la boca. La dejaron que explicara paso por paso el procedimiento previsto para el lunes por la mañana, aunque Shep ya los había puesto al corriente. Si esa noche Glynis era el centro de atención, era la clase de atención que cualquiera que estuviese en sus cabales habría evitado muy alegremente.

—Por lo menos ya he terminado de llamar a la familia de Glynis —dijo Shep—. Contárselo a su madre fue alucinante.

—Es tan diva mi madre… —dijo Glynis—. Desde el otro extremo de la cocina pude oír cómo se desgañitaba al teléfono. Sabía que convertiría mi drama en su drama. Cualquiera pensaría que la que tiene cáncer es ella, no yo. No me vais a creer, pero incluso se las ingenio para hacerme sentir culpable por hacerla sentirse mal.

—¿No es al menos un alivio que se preocupe? —dijo Carol, vacilante.

—Se preocupa por ella misma —dijo Glynis—. Le sacará a esto todo el partido posible en su club del libro, ya sabéis, qué mal está que un hijo enferme antes que el padre o la madre, etcétera, etcétera. Mientras tanto, mis hermanas dicen todo lo que hay que decir en un momento así, juran que vendrán a visitarme, pero más que nada se alegran de no ser ellas las enfermas. Con suerte, Ruth me enviará una vela perfumada que ha conseguido gracias a una oferta gratuita de MasterCard.

En sus mejores momentos, Glynis tenía un punto áspero, y Jackson se pregunto como le hubiera gustado que reaccionara su familia.

—¿Y cómo fue lo de contárselo a los niños? —preguntó Carol.

Glynis se estremeció visiblemente.

—Más difícil —intervino Shep, con delicadeza—. Amelia lloró. Zach no, y ojalá hubiera llorado. Creo que se lo tomó a la tremenda. No había imaginado que fuese posible que ese chico se encerrase todavía más, se pasa los días atrincherado en su habitación. Pero me temo que es posible. Sencillamente se encerró. Ni siquiera hizo preguntas.

—Zach ya lo sabía —dijo Glynis—. No lo del cáncer, pero sí al menos que estaba pasando algo terrible. Que yo dormía demasiado y que a menudo tenía los ojos rojos. Que tú y yo susurrábamos demasiado y que dejábamos de hablar cuando él entraba.

—Apuesto a que pensaba que os ibais a divorciar —dijo Carol.

—No, lo dudo —dijo Glynis, cogiendo la mano de Shep y mirándolo a los ojos—. Shepherd ha sido muy tierno. Y eso se ha notado.

—Bueno, ¡espero que un poco de cariño no fuese algo tan raro como para que a Zach se le disparasen las alarmas! —dijo Shep, con cara de estar agradecido, pero avergonzado—. ¿Sabéis una cosa? Ese asunto de Zach encerrado en su cuarto… Nanako, la nueva recepcionista, me ha hablado de esos chicos japoneses que nunca salen de la habitación. ¿Cómo los llaman? ¿Haikumo? Los padres les dejan la comida delante de la puerta, recogen la ropa sucia, a veces vacían la cuña. Los chicos no hablan, y nunca salen de la habitación. Ni asoman la cabeza por la puerta. La mayoría de ellos viven conectados al ordenador. Allí es un gran fenómeno. Deberías estudiarlo, Jacks, es un tema ideal para ti. Toda una subcultura de chicos que mandan el mundo a la mierda, que dicen dejadme en paz, no nos interesa vuestra mierda. Y no hablamos de chicos disfuncionales de ocho años; muchos de los que optan por excluirse ya tienen veinte o más. Nanako piensa que es una reacción a la enrarecida competencia japonesa. Antes de arriesgarse a perder, se niegan a jugar. La versión intramuros de la Otra Vida, sin el billete de avión.

Llevando al Japón el tema de conversación, Shep dio a entender que de pronto estaba bien hablar de algo que no fuese la enfermedad. Hasta Glynis parecía aliviada.

—Esos hiki-kimchi o como se llamen… —dijo Jackson—. Eso es gorronería precoz, te lo digo yo. Hay que reconocerles el mérito de comprender, con lo jóvenes que son, que cuando uno se niega a cuidar de sí mismo, siempre habrá alguien que te preparará el sushi.

—Pero no puede decirse que sea una vida envidiable —dijo Carol—. Ninguno de nosotros la querría para Zach.

La tenaz sinceridad de su mujer a veces se volvía pesada.

—Eh, Shep, he estado pensando en ese asunto de los títulos, y creo que no son lo bastante atractivos para mis potenciales lectores —dijo Jackson, y mojó en el humus un triángulo de pan de pita fingiendo que tenía apetito—. ¿Qué te parece éste? Que seas un imbécil, un cagado y un pusilánime al que unos tipos más listos y con más huevos que tú están dejando sin sangre, no significa que no seas una buena persona.

Sonaba bien.

—Hablando de sangrías —dijo Glynis—. Beryl vino a vernos la otra noche. ¿Podéis creer que esperaba que le adelantáramos la entrada para un apartamento en Manhattan?

—Ya que estáis, ¿por qué no le compráis un yate? —dijo Jackson. Joder, esa tía es una megagorrona. ¿Os habéis fijado alguna vez en cómo los bohemios, esos… artistas, están convencidos de que les debemos el sustento? Como si todos tuviéramos que sentirnos muy agradecidos por el mero hecho de que se dediquen a crear sentido y belleza para nosotros, que somos unos pobres e incultos neandertales. Mientras tanto, ellos viven pasando la gorra delante de nuestras narices, pidiendo otra beca del gobierno o un ático en el centro, cortesía del hermano mayor, el Mezquino Capitalista.

Jackson y Beryl se habían visto una vez. El día y la noche. Ella pensaba que Jackson era un majara y un desalmado de derechas; él, que Beryl era una plasta liberal muy corta de entendederas. Cuando en una conversación salía a relucir la hermana de Shep, Jackson no podía contenerse.

—Pero, tesoro —dijo Carol—, yo creía que los gorrones eran «más listos y con más huevos». Creía que los admirabas. En cuyo caso, respetas a Beryl, ¿no?

—Prefiero a los tíos que asesinan y se quedan tan frescos, y que saben lo que están haciendo. En cambio, Beryl tiene esa actitud… Como si fuera la víctima de una terrible injusticia. Como si el mundo necesitara otro documental. Debería poner la tele, pasan documentales a todas horas. Y si quieres que te sea sincero, casi todos me aburren mortalmente.

Cuando Jackson siguió a su anfitrión para echar una mano en la cocina, Shep comentó:

—Dime, ¿estás bien? Caminas raro.

—Ah, sí, es que forcé un poco la máquina en el gimnasio. Debí de romperme algo.

Con Carol esa misma explicación había funcionado.

La cena fue opípara, con carne asada y una profusión de guarniciones. Preocupado por las interacciones, al principio Jackson se esforzó por no pasarse con el vino, pero parecía que cada vez que cogía la copa, volvía a estar vacia. Al final, terminó renunciando y cedió. Era una noche especial, y no integrarse en el espíritu de la ocasión habría sido una grosería. La velada se había ido animando, y mucho, si bien es cierto que con un fondo de nerviosismo; todos reían por cualquier cosa, demasiado fuerte y demasiado tiempo. Al final, el bullicio pudo con el muermo.

—¿Habéis seguido el juicio a Michael Jackson? —pregunto Shep, proponiendo así un nuevo tema de conversación.

El supuesto «Rey del Pop» estaba acusado una vez más de abusar de niños pequeños en su patológico rancho de fantasía.

—Sí, el fiscal la está liando —dijo Jackson—. Y a él no le pasará nada.

—No puedo seguir los detalles —dijo Carol—. Esa cara me distrae demasiado. Toda esa cirugía… Para mí, lo que cuenta la historia real es la cara de Michael Jackson. Ejerce una fascinación muy extraña, como un accidente de tren.

—¿Sabes una cosa? Eso solía pasar cuando uno tenía problemas mentales. Se quedaban en la cabeza y punto —dijo Shep—. Ahora todos estamos obligados a mirarlos.

—Sé a qué te refieres —dijo Glynis—. Es como si ahora todo el mundo llevara las neuras a la vista. Antes nos rodeaba gente de aspecto pasablemente normal que cuando se iba a su casa se miraba abatida en el espejo. Ahora sales a la calle y las mujeres tienen los pechos grandes como zepelines. Y hay hombres vestidos de mujer, hormonados, que usan wonderbras, y por el pliegue de las mallas de licra se sabe que todos se han hecho abrir un tajo grotesco que les hace las veces de vagina. Es como si tuviéramos que vivir en el mundo de los sueños de los demás.

—Con Jackson… Con Michael Jackson, quiero decir —dijo Carol—. Lo que me parte el alma es la vergüenza. Ver que de algún modo le han hecho sentir que ser negro es una humillación, algo que hay que borrar.

—En este momento no comprendo cómo la gente puede operarse —dijo Glynis—, de lo que sea, aunque no lo necesite.

—El tipo tiene pasta —dijo Jackson—. Si lo que quiere es parecerse a Elizabeth Taylor, y puede pagarlo, es asunto suyo.

Todos miraron a Jackson como si acabaran de salirle tres cabezas. Él levantó las manos.

—Bueno, lo que quiero decir es: ¿qué tiene de malo intentar hacer realidad un sueño?

—Que no funciona —dijo Shep.

—No pensabas así de la Otra Vida —dijo Jackson—. Querías que fuese realidad.

—Estamos hablando de cortarse el cuerpo a tajos, no de mudarse —dijo Carol—. Por ejemplo, es obvio que cada operación y cada proceso de blanqueamiento de la piel a los que se ha sometido sólo han conseguido hacerlo más infeliz. Cada operación de la nariz que ha terminado en decepción le recuerda que no sólo odia a su raza, y su sexo, sino que se odia a sí mismo.

—Es como una fantasía sexual —dijo Glynis—. Y no quiero entrar en detalles…

—¡Joder! —dijo Jackson.

—Pero ¿alguna vez has intentado hacer realidad una fantasía sexual? No tiene gracia. Es desagradable e incómodo, o afectado. Cuando vas a hacerla realidad, no te excita. La fantasía funciona mejor mientras sigue siendo una fantasía. La dejas salir al mundo y termina pareciendo una placenta deforme y toda ensangrentada. Y, Shepherd —Glynis hizo una pausa, llevándose a la boca un tenedor cargado de guisantes—, yo no creo que la Otra Vida fuese nada diferente.

A Jackson lo inquietaba sentir que estaban entrando en un territorio delicado, pero Shep estaba acostumbrado a recibir puñetazos en el estómago casi sin rechistar.

—Es posible —fue todo lo que Glynis obtuvo de él, que le preguntó si le gustaban las almendras mezcladas en los guisantes. Al menos Glynis se esforzaba por comer, lo cual le extasiaba de tal manera que lo que ella decía no podía importarle menos.

No fue hasta que apartaron las sillas de la mesa, aun rebosante de comida, cuando alguien menciono a Terri Schiavo, la enferma con daños cerebrales a la que mantenían artificialmente con vida en Florida, y cuya cara abotargada llevaba semanas apareciendo en los titulares de casi cada noticiario televisivo. El marido quería desconectarla del tubo que la alimentaba, mientras que los padres estaban decididos a mantenerla con vida hasta que dejara de ser una hija, o incluso el pececito rojo de la familia, para ser algo más parecido a una azalea.

—Hombre, estoy harto de ver siempre las mismas imágenes —dijo Jackson, e hizo una imitación aflojando la mandíbula y dejando caer un poco de baba por el mentón mientras emitía un tenue gemido nasal.

—Basta —dijo Carol—. Eso es una falta de respeto.

Jackson se dio cuenta demasiado tarde de que la imitación se parecía un poco peligrosamente a Flicka.

—Lo que me cabrea es que esto ya no tiene nada que ver con Terri Schiavo —dijo Glynis—. El marido y los parientes políticos se odian, todo gira en torno a quién ganará y esa pobre chica se pierde entre tanta confusión. Podrían perfectamente estar peleando por un pedazo de carne.

—Y ya no es sólo cosa de la familia —dijo Shep—. Todo el país parece estar en pie de guerra, y los dos bandos dispuestos a machacarse entre sí. Pero, sinceramente, si vierais una película en la que una confrontación médica privada terminara implicando al gobernador de Florida, el hermano del presidente, a la asamblea legislativa estatal, al Tribunal Supremo estatal, al Supremo de la nación y al Congreso de los Estados Unidos, cualquiera pensaría que se trata de un argumento exagerado e increíble.

—Cuando uno ve esos videoclips de Terri —dijo Carol—, parece bastante claro que ahí hay alguien vivo. Retirarle la sonda por la que se alimenta sería un asesinato.

—Oh, por Dios, Carol—dijo Jackson—. Ésos son movimientos involuntarios, como cuando tocas a una anémona de mar. Con la diferencia de que la anémona tiene más cerebro.

—Lo que me fascina —dijo Shep— es que con toda esa publicidad que le dan, y que ya dura meses, no he oído a un solo locutor ni a un solo presentador especular sobre lo que ha costado mantener intubada a esa mujer durante quince años.

—Si —dijo Jackson—, y si a eso le añades los honorarios de los abogados, las costas judiciales y el tiempo malgastado en las asambleas legislativas, etcétera, esa planta de interior humana debe de haber costado millones, decenas de millones, y puede que hasta cientos de millones.

—¿Y? —dijo Glynis, mirando horrorizada a su marido y a su mejor amigo—. ¿Qué importancia tiene lo que cuesta?

—¡Estamos hablando de la vida humana, Jim! —bromeó Jackson, pero Glynis no sonrió.

—¿Eso es lo único que os importa? ¿Cuánto cuesta una vida?

—No, no es lo único —dijo Shep. Jackson imaginaba que su amigo estaba a punto de echarse atrás otra vez, pero, para su sorpresa, mantuvo su postura—. Pero importa. Se necesitan unos cinco dólares para salvar la vida de un niño africano con diarrea. Son más o menos dos millones los niños de ese continente que mueren cada año por culpa de las cagarrinas. Si cogieras todo el dinero que se ha gastado para mantener a Terri Schiavo con vida, si a eso se le puede llamar vida, y se dedicara a África, te apuesto a que este año podríamos salvar a todos y cada uno de esos niños.

—Pero ese dinero no se gastaría en África, ¿no? —preguntó Glynis, fulminándolo con la mirada—. ¿A quién más os gustaría matar para ahorrar dinero?

—A nadie, Glynis —dijo Shep, y hay que reconocerle el mérito de atreverse a mirar a su mujer a los ojos—. Como has dicho, de todos modos ese dinero no se destinaría a África.

Jackson decidió acudir al rescate de Shep.

—La cuestión es que esos chalados evangelistas, los que están tan exaltados por Schiavo, que, en el mejor de los casos, ha vuelto al estado de un niño de unos ocho kilos, son los mismos que apoyan la pena de muerte. Y les entusiasma cualquier aventura militar en el extranjero. Si pudieran salirse con la suya, retrasarían el reloj y adiós control de la natalidad fuera del matrimonio. Se oponen a la investigación de las células madre porque para ello se requieren unos trocitos microscópicos de un embrión que por lo demás va a terminar en la basura médica. Puede que apoyen el seguro médico nacional para los niños, pero les importa un bledo el seguro de los padres de esos niños. Los pone histéricos un pedófilo como Michael Jackson, pero no les mueve un pelo que violen a mujeres que después, supuestamente, tienen que parir a los hijos de los violadores. ¿Sumas todo eso y que tienes? A los de su calaña los adultos les importan una mierda.

La diversión tenía un precio. Carol no se había convertido al evangelismo, pero Jackson había menoscabado muchas de las opiniones de su mujer. Carol habló con voz glacial.

—Porque los adultos pueden hacerse valer por sí mismos.

—¡No contra esa gente!

—Esa gente defiende a los débiles.

—Prefieren a los débiles —rebatió Jackson—. No representan una competencia. Y utilizan a los débiles para manejar a su antojo a otros adultos.

Carol puso los ojos en blanco.

—Lo único cierto es que no tenemos ni idea de qué clase de rica vida interior puede estar disfrutando Terri Schiavo. Los sueños, los recuerdos, si sabe que su familia está ahí y siente que la cuidan aunque ella no pueda comunicarse. El marido no tiene derecho a tomar esa decisión arbitraria y decir que, puesto que está cansado de ir a visitarla y se ha enamorado de otra, va a desconectarla.

—Estoy de acuerdo con Carol —dijo Glynis—. Nunca se sabe que clase de vida alguien podría seguir valorando aunque uno mismo piense que no podría soportarla. De hecho, podemos estar equivocados. Podríamos soportarla. Nunca se sabe cuánto podríamos soportar cuando la alternativa a no soportar es nada.

Mientras ayudaba a recoger la mesa, Jackson se maravilló pensando en las curiosas alineaciones al final de la discusión. Convencionalmente, en cuestiones de actualidad, ese cuarteto se dividía a lo largo de los mismos ejes. Shep y Carol eran sentimentales (ellos dirían «compasivos»), y lo habitual era que Glynis estuviese del lado de Jackson. Los dos eran prácticos («insensibles», dirían los otros dos). Pues que Glynis discutiera sobre si mantener con vida artificialmente a una mujer que, por fotografías anteriores, había sido muy guapa, y que —si se diera cuenta de que esa cara que aparecía en primera plana por toda la nación era la de una imbécil sosa y fofa— se revolvería en la tumba, siempre y cuando le dejasen tener una… Bueno, Shep debía de estar equivocado. El cáncer sí cambiaba a la gente.

Cuando empezaron a picotear la tarta rellena de la pastelería, los ánimos ya estaban más calmados. De pronto todos parecieron recordar el motivo de esa ocasión; pasada la medianoche, sólo faltaría un día y medio para la operación de Glynis, y no debían obligarla a estar mucho más tiempo despierta. Parecía cansada, y Jackson estaba intentando redondear una frase antes de marcharse cuando ella se volvió contra él.

—Jackson, ¿has podido pensar con qué clase de productos Shep y tú podríais haber trabajado a principios de los ochenta y que podían tener amianto?

—Sí, sinceramente lo he estado pensando, pero…

—Jackson y yo ya hemos hablado de este asunto, y te lo dije —dijo Shep, en un tono irritado que no era nada típico de él—. Quizá te convenga cambiar de tema.

—Eh, a mí no me importa… —dijo Jackson.

—A mí sí —dijo Shep.

—Si alguna empresa os hubiera hecho esto —cargó Glynis contra sus invitados—, sinceramente, ¿os apetecería cambiar de tema?

—Si le hubiera ocurrido a alguno de nosotros —dijo Shep, bajando el tono de la voz hasta imprimirle una exagerada serenidad que, saltaba a la vista, sólo era un sustituto de los gritos—, y si tuviera razón en cuanto al posible origen de las fibras, todo el mundo en esta mesa podría haber estado expuesto… Desearía que ante todo nos concentremos en ponernos bien. Todos.

—Una cosa sería que me cayera y me golpeara la cabeza —prosiguió Glynis—. O que hubiera fumado toda la vida a sabiendas de que era malo para mí y después tuviera cáncer. Pero esto me lo hicieron. Personas que ocultaron deliberadamente unas pruebas médicas, que mantuvieron en el mercado unos productos letales porque querían ganar más dinero. Esa gente debería pagar.

Shep miró apesadumbrado a sus invitados. Eran amigos íntimos desde hacía décadas, pero él no tenía por costumbre mantener rencillas conyugales en su presencia.

—Sé que no es justo —dijo, con calma—. Pero serás tú la que pague, Ñu, aunque ganes el pleito.

—A la gente que le importa tanto el dinero sólo se la puede castigar haciéndola perder dinero —dijo Glynis, que, para estar enferma y en la fase menguante de una larga velada, daba muestras de una vehemencia pasmosa, lo cual permitió a Jackson atisbar un lado atractivo de su fijación: le daba energía—. Hay toda una especialidad, los llamados «abogados del mesotelioma», y se anuncian en Internet. Sólo se ocupan de casos relacionados con el amianto, y llevan casos urgentes. Así que no nos costaría un centavo, si eso es lo que te preocupa.

Rara vez había visto Jackson que Shep tuviera problemas de autocontrol, pero de repente su amigo tenía apretados los músculos de la mandíbula y cogía los cubiertos de plata como si fueran una horquilla.

—Repito, ya no se conservan los registros de las compras de esa época. Lo comprobé con Pogatchnik. He buscado a fondo en todos los materiales potencialmente sospechosos con los que pudimos haber trabajado en Knack. De vez en cuando aparece una marca que suena vagamente conocida, pero si es «vagamente conocida» nunca soportará un examen jurídico. Y de veras, Glynis, yo no tengo ninguna prueba física de haber trabajado alguna vez con un producto a cuyo fabricante pudiéramos llevar a juicio.

Jackson se preguntó cuántas veces habría soltado Shep ese mismo discurso. Puesto que Glynis tampoco parecía escucharlo esta vez, sospechó que varias.

—Cuando uno compra cosas, y especialmente cuando trabaja con determinadas cosas por su profesión, confía en que los fabricantes tengan conciencia. Hay que poder confiar en que cuando compras una barra de pan la harina no está mezclada con arsénico. En metalistería tengo que poder suponer que, si acerco un pedazo de soldadura a la llama, no va a emitir gases tóxicos, ¡o que si meto un trozo de plata en los pepinillos en vinagre, no van a explotar!

Yen ese punto se detuvo, el rostro suspendido en una expresión de intensa concentración. Ladeó la cabeza y miró brevemente hacia un lado, con el entrecejo fruncido.

—No sé por qué ha tardado tanto en ocurrírseme —dijo—. En la escuela de artes y oficios, sí. Los bloques para soldar. Los crisoles para fundir, el revestimiento que usábamos. Los guantes refractarios. Estoy casi segura de que contenían… amianto.

—Casi segura —dijo Shep, con recelo. Si su mujer estaba por sacarlo del atolladero que significaba una denuncia por homicidio involuntario, no parecía hacerle mucha ilusión.

—Bueno, sí, bastante segura. En realidad, muy segura. Si pienso en aquella época, recuerdo que uno de mis profesores mencionó de pasada el material. Pero cuando eres estudiante trabajas con lo que te ordenan. Y confías.

—No puedes demandar a la escuela —dijo Shep—. Me dijiste que Saguaro cerró hace unos años.

—No, pero prácticamente todos los productos eran de la misma empresa. Puedo visualizarlos perfectamente, incluido el logotipo elíptico impreso en el pie de los bloques. El material aislante para los crisoles venía embalado en una lata de cartón con tapa metálica, como el whisky de marca, sólo que más ancha y más baja. La etiqueta era negra y verde. Los guantes eran color crema, y tenían impresas unas florecillas púrpura y unas ramitas verdes y con ribetes color rosa. Es casi seguro que todo eso se ha dejado de fabricar, o que ahora ya no contendría amianto, pero la empresa sigue existiendo porque el año pasado les hice un pedido. —Glynis levantó la vista con la expresión de alguien que ha tenido una revelación beatífica, como María tras la aparición del arcángel—. Forge Craft.

—Eso sí que ha sido raro —dijo Jackson en el camino de vuelta a casa. Carol conducía, pues sólo había bebido soda después de una ceremonial copa de champán. Era la única que podía realmente desmelenarse de vez en cuando, y Jackson se sentía un poco culpable pensando que su… llamémosla expansividad rara vez lo tenía en cuenta.

—¿Por qué?

La frialdad de Carol se debía a que, en su opinión, Jackson había bebido demasiado. Por eso ahora tenía que cuidar de él igual que cuidaba de Flicka. No es de extrañar que en las cenas su marido saliera en defensa de los derechos de los adultos. Carol era la adulta perfecta, y a veces Jackson se preguntaba, con preocupación, si encontraba alguna alegría en la vida.

—¿Por qué ha tardado tanto en recordar que trabajó con amianto en la escuela de artes y oficios? Han pasado semanas. Mientras tanto, Shep ha tenido que aguantarse que lo reprendiera por no haber tenido más cuidado en Knack.

—La memoria es caprichosa.

Aunque apenas circulaban coches por la 1-87, Carol siempre respetaba el límite de velocidad.

—Sospecho que ese asunto del amianto se ha convertido en una mina de oro para mucha gente.

—Dudo que Glynis se preocupe en lo más mínimo por el dinero —dijo Carol—. Y me alegra que haya dejado de echarle la culpa a Shep. El pobre ya tendrá bastante de que ocuparse en los próximos meses sin sentir, además, que Glynis tiene cáncer por su culpa. Sin embargo, el tema del amianto…, a ella le imprime cierto rumbo. Hace que el cáncer parezca algo más importante que una pequeña desgracia personal, que parezca algo más que pura y absurda mala suerte. La conecta con el mundo. Con la historia, con la política, con la justicia. Y entiendo por qué se aferra a eso. Porque creo que ésa es la parte más dura cuando uno enferma, vivir en un universo separado de todos los demás, como exiliado en un país extranjero.

En gran parte como Shep, Carol no era dada a soltar discursos, pero cuando decía algo, sonaba razonable. Jackson sabía también a qué se refería. Cuando se habían abrazado en la puerta para despedirse de los Knacker, tuvo la sensación de encontrarse en la cubierta de un transatlántico mientras sonaba la sirena. Era hora de que los no pasajeros descendieran a tierra. Cuando el coche salió marcha atrás mientras sus dos amigos los saludaban con la mano desde el porche, fue la casa la que pareció alejarse, soltarse del atracadero para desaparecer en un horizonte desde el cual era imposible enviar postales.

—Es más o menos como Flicka y el tema judío —dijo Jackson.

—Sí, exacto. —Carol parecía encantada al ver que podían mantener una conversación en serio, lo cual no dejaba de ser desconcertante—. Los miembros de nuestro grupo de apoyo… El hecho de que la disautonomía familiar sólo afecte a niños asquenazís los hace sentir que ese gen transmitido de generación en generación es sinónimo de más persecución del pueblo elegido, otra prueba impuesta por Dios sobre su fe. Como si la DF significara algo. —Carol se permitió, cosa rara en ella, apretar un poco el acelerador—. Y está claro que no significa nada.

Aunque un observador externo nunca lo habría sospechado, Carol era mucho más nihilista que su marido. Se pasaba horas enteras frente al ordenador, atontada, intentando colocar productos de IBM; llenaba el humidificador de la habitación de Flicka antes de ir a buscar otro rollo de film transparente para su versión, tristemente plástica, de arropar a la niña, y durante años, aunque cansada, se había levantado a la una de la mañana para llenar la bolsa de la comida de Flicka con la primera de las dos latas de Compleat que la niña consumía de noche, y todo sin ninguna sensación de tener una misión. Lo hacía y punto.

Al pagarle a Wendy en efectivo, Jackson pensó que llamar a la enfermera podía haber valido la pena, pues por alguna especie de milagro las dos niñas estaban dormidas. Mientras Carol y él se preparaban para ir a la cama, esperó que ella terminase de cepillarse los dientes antes de meterse como una flecha en el cuarto de baño principal, y cuando le cerró la puerta en la cara pudo ver que Carol se asustaba.

—Es por tu bien —le dijo con la puerta cerrada—. Tengo que tirarme un pedo asqueroso.

¿Cuántas veces al día tendría ahora que tirarse un pedo? La cosa iba a ser más difícil de lo que pensaba, y se preguntó si había preparado a fondo su estrategia. Aprovechaba los momentos de intimidad para inspeccionar el asunto, pues de pronto «el asunto» le había empezado a doler. Al principio lo había aliviado que la molestia fuese mínima; la verdadera historia era que empezaban a írsele los efectos de la anestesia local.

Cuando salió del baño, Carol estaba en la cama, los pechos desnudos encima de la sábana. Para su cuerpo delgado, eran unos pechos inusitadamente turgentes, esa clase de melones que otras mujeres se pasan la vida intentando comprar y no pueden. Dicho esto, la lección de que hay cosas que se tienen o no se tienen era algo que Jackson no podía aceptar en lo que a él se refería.

—¿No te quitas los calzoncillos?

—Ah, sí, quería decírtelo. —Jackson se había pasado el día ensayándolo—. Esa hora que tuve esta mañana, con el médico. Parece que tengo alguna enfermedad de la piel, probablemente por ducharme en el gimnasio. El dermatólogo me dijo que era microbiano o algo por el estilo. —Había tomado la palabra de un anuncio farmacéutico que había visto en las noticias la noche anterior—. Es contagiosa, y podrías pillártela si no tengo cuidado.

—¡Entonces déjame que lo vea!

—De ninguna manera. Es algo muy… grosero. No quiero darte asco.

Carol alisó las almohadas.

—¿Desde cuándo me das asco?

Por Dios, qué desperdicio, con esos pezones como cerezas en lo alto de las dos copas de helado de un banana split. Le encantaba Carol con el pelo suelto, y llevaba toda la noche con ganas de quitarle los pasadores. No obstante, aunque la mayoría de los hombres lo consideraría un tipo de suerte, para Jackson desear a su mujer siempre iba acompañado de una breve y lacerante tortura. Nunca se sentía completamente a su altura. Aun después de llevar tantos años casados, nunca estaba absolutamente seguro de lo que Carol veía en él.

—Ese es el otro problema —dijo—. Durante un tiempo…, no podemos. Esto tardará mucho en irse, o eso es lo que el médico me dijo.

—Así y todo, insisto en que me dejes echarle un vistazo.

—Has cuidado a Flicka todo el día —dijo Jackson, deslizándose a su lado no sin antes mirarse discretamente la bragueta de los bóxers, que, en efecto, seguía cerrada con la ayuda de un imperdible—. No tienes que cuidarme a mí también.

No le gustaba nada mentirle acerca del porqué de los calzoncillos, pero si hubiese sido sincero, Carol no lo habría entendido… Si le hubiera explicado que, cuando se le regala algo a alguien, sobre todo algo verdaderamente grande, primero hay que envolver el regalo.