Sheperd Armstrong Knacker
Merrill Lynch - N.° de cuenta 934-23F917
1 de enero de 2005 - 31 de enero de 2005
Cartera neta: 697 352,41 dólares
Después del trabajo, Shep tenía que salir pitando para recoger a Beryl, que había llamado unos días antes esa semana con la esperanza de ir a Elmsford y «quedarse un rato», lo cual quería decir que ella misma se invitaba a cenar. En un sentido, la fecha era apropiada —es decir, dado que durante un futuro indefinido la fecha de cualquier cosa sólo podía ser lo contrario—, e inapropiada en otro. Puesto que Zach iba a pasar la noche en casa de otro amigo, otra vez cables por todas partes en el dormitorio, Shep pudo practicar cómo dar la noticia en persona a Beryl. Habían decidido contárselo a los chicos el día siguiente, y quería estudiar la manera en que iban a plantearlo. Seguía sin estar seguro de si debía contarles también el pronóstico sin hablarlo antes con Glynis.
«Salir pitando» era una expresión despreocupada e inadecuada, pues pasar por Chelsea a buscar a su hermana significaba ir a paso de tortuga de Brooklyn a Manhattan en hora punta. A ella nunca se le ocurriría coger el tren. (Si la situación fuese la inversa, huelga decir que Beryl nunca le habría ofrecido llevarlo en su coche, ni él lo habría esperado; pero estaba resignado a ser él quien daba y su hermana quien tomaba, como si simplemente tuvieran dos trabajos distintos. Era Jackson el que despotricaba por el modo en que su amigo se pasaba la vida haciendo favores a personas a las que el propio Shep nunca pediría nada en un millón de años, pero él prefería hacer el trabajo estándar dos veces y no al revés). En cualquier caso, que Beryl se ofreciera voluntaria a dedicar un rato de su apretada agenda creativa para bajar al suburbio en que vivía el aburrido de su hermano, significaba que quería algo. Algo más que cenar.
El mesotelioma mantenía a raya la frustración con Beryl, igual que cualquier sensación de duelo que de otra manera habría sentido por Pemba. No le había mentido a Jackson. Cuando Shep pensaba en una cosa, ponía todas sus energías únicamente en eso. El cáncer de Glynis facilitaba la misma concentración, estilo láser, que Zach encontraba en los juegos de ordenador, y reemplazaba perfectamente la estimulante resolución que antes brindaba la Otra Vida. Si renunciaba a Pemba sin poner nada en su lugar, se sentiría perdido, destrozado, confundido, y quizá, por una vez en la vida, enfadado. Tal como estaban las cosas, Shep seguía ciñéndose a una directiva principal. Haría cualquier cosa para que Glynis se sintiese más cómoda, o para evitar que lo pasara mal. Haría cualquier cosa para salvarla.
Con la visita de Beryl a la vista, se había quedado despierto hasta las tres de la mañana preparando una lasaña y lavando verduras para la ensalada. Nunca había cocinado mucho ni se había interesado por la cocina, pero ahora lo que a él le interesaba no tenía importancia. Y se puso a buscar recetas, pues cocinar con receta era lo suyo para un hombre obediente por naturaleza, y las respetó al pie de la letra.
Visto que, de momento, no quedaba nada que contemplar para respetar la directiva principal —ya había leído una decena de páginas web sobre la mejor manera de preparar a Glynis para la operación en dos semanas—, mientras cruzaba a diez por hora el puente de Brooklyn dejó vagar la mente hasta que se detuvo en Jackson y esa memez de libro que pensaba escribir, aunque ni siquiera él se creía que alguna vez lo escribiría. A fin de cuentas, era uno de esos tipos con una conversación increíblemente lucida, pero que se paralizaban ante el teclado. Era extraño como algunas personas podían ser tan parlanchínas y expresarse tan bien cuando estaban de palique por la calle y, sin embargo, ser incapaces de escribir una frase con sentido aun cuando en ello les fuera la vida. El razonamiento se les embotaba, el vocabulario se encogía hasta quedar formado sólo por «gato» e «ir», y no podían contar con coherencia lo que había ocurrido mientras iban a recoger la correspondencia del buzón. Ese era Jackson. Esa tarde le había gustado la idea de poner un título encima de una pila de páginas en blanco porque los títulos eran lo único en lo que destacaba. IDIOTAS: De cómo a nuestras espaldas una panda de vagos y embaucadores ha convertido a los Estados Unidos de América en un país en el que no podemos hacer ni ganar ni decir nada cuando antes era un bonito lugar para vivir… Sí, para los títulos era realmente muy bueno.
En cuanto a las fallidas teorías de su amigo, Shep nunca había sabido a ciencia cierta si él mismo se las creía aunque sólo fuera un poco. (Era difícil adscribir esas opiniones a un partido político, pues Jackson pensaba que no ir a votar era un partido político). Decían más o menos lo siguiente: los norteamericanos están divididos entre gente que respeta las normas y gente que sencillamente viola las normas (o que directamente las ignora). Jackson hablaba de una «mitad» que se aprovechaba de la otra para facilitar las cosas, pero que permitía que los porcentajes fueran mucho más alarmantes; la fracción de la población desplumada por los espabilados que estaban en el ajo podía aproximarse más a una tercera parte, o a una cuarta. Con los años, Jackson había ido bautizando a esas dos clases con una serie de motes de andar por casa que Shep recordaba con cariño: Primos y Parásitos. Cabezas de Turco y Aprovechados. Infelices y Chupópteros. Esclavos y Holgazanes. Zopencos y Chacales. Lacayos y Haraganes. Ahora llevaba unos tres o cuatro años usando Gilis Y Gorrones, y todo parecía apuntar a que esas etiquetas ya no cambiarían.
Según Jackson, los Gorrones eran, en primer lugar, los del gobierno y cualquiera que viviese del gobierno: contratistas, «asesores», miembros de «gabinetes estratégicos» y miembros de grupos de presión. Se reservaba un desprecio especial para los contables y los abogados, ya que tanto los unos como los otros nos hacían creer astutamente que estaban de nuestro lado cuando esa casta vanidosa y parásita de interlocutores constituía realmente una extensión en la sombra del Estado y sus abusivos honorarios equivalían a más impuestos. Otros, y eran muchos: los receptores de prestaciones sociales, obvio, aunque Jackson afirmaba que eran el problema menor, y víctimas y perpetradores a la vez. Los corredores de maratones con un esguince en el pulgar y de baja. Los banqueros, que no fabricaban nada de valor y cuyo dinero-de-dinero era un ejemplo de la sospechosa ciencia de la generación espontánea. En el extremo opuesto del espectro, cualquier cerebro que se negara a ganar un sueldo considerable. ¿Para qué molestarse? ¿Para que te roben cincuenta centavos de cada dólar? (A Jackson le indignaba que lo hubieran criado con propaganda anticomunista. Cuando durante la mitad del puto año se trabaja a tiempo completo para el gobierno, decía, tu país es comunista). Los receptores de riqueza heredada, entre los que estaba Pogatchnik. Los inmigrantes ilegales, que seguirían «indocumentados» por los siglos de los siglos si sabían lo que les convenía; sinónimo de llegar a ser titular de una tarjeta de «Gili», la ciudadanía, en cuanto aspiración, era patética.
Por supuesto, los delincuentes también eran Gorrones. Sin embargo, aunque se burlaba de los Gorrones del sistema, que ocultaban su rapacidad detrás de una fachada de rectitud, o incluso, mortificándose, de abnegación (la expresión «funcionario público» lo ponía furioso), los delincuentes decentes y corrientes sólo merecían su admiración. Jackson afirmaba que el tráfico de drogas era una carrera inteligente y respetable para un joven normal, trabajo por cuenta propia, de emprendedor, sin declaración de la renta. Jackson apreciaba a todos los que trabajaban en negro o en el mercado negro. Tenía una debilidad por las películas de mafiosos, y había visto cinco veces Uno de los nuestros. Para él, los delincuentes encarnaban el genuino espíritu americano.
En lo que respecta a los Gilis, confesaba alegremente que pertenecería a ellos de por vida. En esa categoría entraban todos los otros mamones que seguían la corriente, pero más que nada porque no tenían agallas ni imaginación. Los Gilis no eran ingeniosos y no sabían qué era la innovación, siendo el ingenio y la innovación rasgos básicos del carácter nacional. Como nunca habían pasado por una rebelión adolescente digna de ese nombre, los Gilis, en lo tocante al desarrollo, eran unos retardados, y como adultos seguían, en sentido figurado al menos, poniendo la mesa y sacando la basura. Puede que hubiesen aprendido a decir «¡mierda!» delante de los padres, pero nunca conseguían usar esa expresión con el fisco. Incluso en la escala de cinco puntos del razonamiento moral (Shep no tenía ni idea de dónde había sacado eso Jackson, pero el verano anterior la explicación había consumido íntegramente uno de los encuentros rituales de las dos parejas), los Gilis seguían sin poder pasar del último peldaño, pues no los motivaba la virtud, sino el miedo. ¡Cómo los hacían sudar los impuestos que pagaban! Los pobres añadían recibos destrozados de 3,49 y 2,67 dólares y se aturullaban cuando, la segunda vez que hacían la cuenta, la calculadora no arrojaba el mismo resultado, hasta el ultimo centavo, pese a que los receptores de su fervorosa contabilidad tiraban despreocupadamente trescientos cuarenta y nueve millones por las rendijas de las tablas del suelo de la delegación federal o dilapidaban doscientos sesenta y siete mil millones en una guerra sin salida en medio de un pozo de arena, una ráfaga vertiginosa de ceros y decimales que a los Gilis nunca les parecía injusta o cruelmente desopilante. Los Gilis pagaban puntualmente el seguro del coche; eran los que sólo podían permitirse la cobertura contra choques, los mismos imbéciles aplastados por un guatemalteco sin seguro que se había saltado un clarísimo semáforo en rojo y después cargaban con el muerto. No hacían ninguna obra en casa si antes no tenían el permiso, ocultando, para empezar, que en realidad eran propietarios. En la medida en que esos pobres lacayos no pasaban de puntillas por la vida renunciando, por miedo, a todo aquello por lo que alguna vez habían trabajado, eran estúpidos.
Pero Jackson insistía en que no tenía por qué ser así. Taimadamente, poco a poco, los Gorrones habían ido secuestrando un sistema que no había empezado ni la mitad de mal y lo habían llevado a una situación que habría mortificado a los padres fundadores, que nunca habían tenido la intención de crear un monstruo. Tampoco habían pensado la democracia como religión evangélica o como un autodestructivo negocio de exportaciones gracias al cual en realidad cuesta dinero enviar los productos nacionales al exterior. Lo que la gente de Thomas Jefferson había querido era un país que dejaba al ciudadano en paz, que lo dejaba hacer lo que le salía de los mismísimos…, siempre y cuando no hiciera daño a nadie; en breve, «un lugar tranquilo donde pasar el rato» y no «este coñazo».
Pues, en opinión de Jackson, ahora el gobierno era una gran empresa con ánimo de lucro, aunque de la clase con la que sólo podía soñar el magnate industrial medio, un monopolio natural que podía cobrar lo que quisiera, incluso sin ninguna obligación de entregar a cambio tal o cual producto. Un negocio cuyos millones de clientes sólo podían comprar ese producto mítico, y todo para estar encerrados en un chiribitil y con mala comida. Puesto que todos los políticos, por definición, «chupaban teta», ninguno de ellos tenía motivación alguna para reducir el tamaño de esa maravillosa empresa que, a decir verdad, no tenía nada que hacer. A pesar de la ocasional cháchara propagandística conservadora, efectivamente, a lo largo de las décadas, USA Inc sólo había hecho una cosa: expandirse. Jackson predecía que en algún momento del futuro próximo los últimos Gilis que quedasen espabilarían y firmarían. Y una vez que todo el populacho norteamericano trabajase para el gobierno —o viviese del gobierno—, el país se detendría con una sonora sacudida. Según él, eso ya estaba ocurriendo en Europa. Con una proporción de Todos Gorrones—Cero Gilis, no quedaría nadie a quien esquilmar, y es de suponer que todos vivirían sentados esperando la muerte o el día de matarse unos a otros.
A Shep no le gustaba creer que no recibía nada del gobierno. Las carreteras, decía. Los puentes. Las farolas y los parques públicos. Hay que admitir que eso era lo que Jackson quería decir cuando usaba el término aglutinante «aceras». La infraestructura nominal necesaria para la vida corriente la proporcionaban, en su mayor parte, las autoridades municipales, a las que les tocaba una tajada del pastel tan diminuta que no se sostendría derecha en el plato. Como Jackson señalaba a menudo, si cada ciudadano echara el mismo dinero en el bote, podrían satisfacer todas las necesidades comunales primitivas con «calderilla», y eso era lo que había pensado George Washington, algo distinto de «esta absurda obediencia al rey y a la patria».
Si bien Shep disfrutaba del juego de nombrar otro servicio vital prestado por los de arriba que valiera el precio de la entrada —pruebas de drogas, control del tráfico aéreo—, reconocía que era muy difícil citar los beneficios palpables que sus impuestos le reportaban personalmente. Con todo, también pensaba que la totalidad de los muchos organismos que controlaban su vida aún se aproximaba a un orden, e incluso un orden desigual y no equitativo, lo contrario del caos sanguinario de una jauría desatada, era algo inestimable.
Además, aun cuando aceptara las categorías maniqueas de Jackson, propias de los dibujos animados, prefería ser un Gili antes que un Gorrón. Alguien del que los demás dependían, un hombre en el sentido que él daba a la palabra, y aunque creía en la existencia de un contrato social explícito —aceptar cuidar de otras personas para que, cuando llegase el momento, ellas cuidaran de uno—, no cumplía con lo que le correspondía sólo para contraer una deuda cuya devolución no tenía intención alguna de reclamar. Prefería seguir siendo hasta el final de su vida un recurso más que una carga si podía, aunque solo fuera porque ser fiable, autosuficiente y capaz hacía bien. Esa solidez, enorme, redonda, fundada, era, sin ninguna duda, mejor que la quebradiza risita ahogada que provocaba el ponerse por encima de los demás. Mejor que la desdeñosa felicitación a sí mismo de un estafador y el artero secretismo de un engaño. Tampoco tenía nada de envidiable la rencorosa gratitud de los que estaban en deuda. Por curioso que parezca, aunque ridiculizaba sin cesar al crédulo incondicional que era responsable, formal e intachable, Jackson siempre había admirado a Shep Knacker por encarnar esas cualidades.
Aún más desconcertante era la razón por la que el mejor amigo de Shep dedicaba tantos esfuerzos a un paradigma que lo ponía en el papel del débil, el impotente y el cobarde. Gracias a las condiciones que Shep puso al vender Knack —una garantía por escrito de Randy Pogatchnik en el sentido de que el jefe de personal cobraría un salario de seis cifras más una cláusula que tomaba en cuenta el aumento del coste de la vida— Jackson ganaba dinero suficiente para quejarse de los impuestos que pagaba, y a veces Shep se preguntaba si realmente le había hecho un favor. ¿Qué tenía la vida de Jackson que lo hacía sentirse tan utilizado, tan disminuido?
Parecerá un milagro, pero Beryl estaba mirando por la ventana del vestíbulo, así que Shep no tuvo que dar vueltas y más vueltas por la Sexta y la Séptima esperando que bajase. Su hermana se sentó en el asiento delantero embutida en las capas formadas por el abrigo, varios jerséis y dos o tres bufandas, y cargada de joyas de la escuela de piedras y plumas que Glynis detestaba. Aunque no era una confabulación de tienda de segunda mano —Shep sospechaba que había pagado una fortuna por ese aspecto informal y arrugado—, el falso vestido bohemio de Beryl era típico de una generación que se había perdido los años sesenta. Aunque el hermano mayor también se había perdido esa época, había visto bastante del final de la década para no sentir nostalgia del hippismo. Ahora bien, esos tipos, los hippies, sí que eran gorrones. Siempre pidiendo dinero, o robándolo, fomentando el libre esto y el libre lo otro, hablando por los codos del anticapitalismo que sólo habían hecho posible los padres trabajadores a los que esquilmaban. Shep lo sentía por todos los chicos que habían muerto en Vietnam, pero todo lo demás era una sandez.
Beryl lo besó en la mejilla y gritó «¡Shepardo!», el apodo neorrenacentista de la infancia, todavía empapado con una dosis de afecto.
—Por Dios, espero que nadie me vea en este todoterreno. Ya sabes que yo hice esa película sobre el grupo activista que se dedica a destrozar cosas a manera de declaración política contra el calentamiento del planeta.
Si a Beryl le hubieran preocupado de verdad las emisiones de carbono, habría cogido el tren.
—Comparado con los nuevos —dijo Shep suavemente—, éste es un Mini Cooper.
Beryl preguntó mecánicamente cómo estaba. A Shep lo alivio que no advirtiera que se negaba a responder.
—¿Y en qué estás trabajando ahora? —preguntó Shep.
Era más sencillo volver al tema de Beryl. Ella nunca preguntaba cómo iban las cosas en Randy. Era una empresa, y estaba claro que su hermana había heredado ese prejuicio del padre.
—Una película sobre parejas que han decidido no tener hijos. Centrada sobre todo en gente, bueno, ya sabes, de entre cuarenta y cincuenta años, justo en el borde, los que ya casi no tienen ninguna opción. Si están satisfechos con la vida que llevan, si creen que se están perdiendo algo, qué los llevó a no formar una familia. Interesante, en serio.
Shep hizo un esfuerzo ritual por interesarse, pero le resultó más difícil que de costumbre.
—¿Y la mayoría están resignados? ¿Lo lamentan?
—La mayoría ni una cosa ni la otra. ¡Son completamente felices!
Mientras Beryl explicaba los detalles, Shep pensó que el corpus de trabajo de su hermana podía parecer incoherente desde el exterior. El único documental por el que se la conocía, en caso de que alguien la conociera, era un himno a Berlin, New Hampshire —pronunciado Bérlin, un destrozo provinciano de sus raíces europeas que a él siempre le había parecido curiosamente tierno, y originado en una disociación patriótica de Alemania durante la Primera Guerra Mundial—. Valiéndose de entrevistas a los residentes de una población, cada vez más reducida, muchos de los cuales habían trabajado en los molinos de papel que ahora estaban casi todos cerrados, Reducir elpapeleo, la película de Beryl, había captado algo arquetípico de las ciudades posindustriales en declive de Nueva Inglaterra, algo que hacía pensar en Michael Moore pero sin la sonrisita cómplice. Era un documental cálido, y a él le había gustado. Y se alegró de verdad por ella cuando la elegía, de una hora de duración, se hizo un hueco en el Festival de Cine de Nueva York. Beryl también había hecho un documental algo estrafalario sobre personas que no tienen sentido del olfato, y otro más serio sobre universitarios cargados con la deuda aplastante que habían contraído para costearse los estudios.
Con todo, su tema sólo parecía traído por los pelos hasta que uno se daba cuenta de que el lunático novio de turno de Beryl era miembro de ese grupo que se dedicaba a hacer añicos los parabrisas de los todoterrenos y que la propia Beryl no quería saber nada de ninguna clase de coches porque no podía permitirse uno. Beryl ya rondaba los cuarenta y cinco, y no tenía hijos. Como Shep, había crecido en Berlin, New Hampshire, había nacido anósmica —lo cual fue más bien en perjuicio del completo conocimiento de causa de su material, pues Berlin apestó todo lo que había durado la infancia— y aún no había terminado de pagar los créditos que había pedido en sus días de estudiante. El carácter autorreferencial del trabajo de su hermana alcanzó su apogeo cuando, el año anterior, rodó un documental independiente acerca de directores de documentales independientes, un proyecto con cierto tufillo de autocompasión en el que participó la mayor parte de sus amigos.
En general, la determinación combativa e inspirada de Beryl cuando era más joven, la Beryl con agallas, había envejecido hasta convertirse en una resolución cada vez más denodada y triste movida por el despecho. Ella iba a «enseñarles», a quienesquiera que fuesen, y rodar otro proyecto más con un presupuesto bajísimo ahora parecía tanto un hábito como una vocación. Demasiado mayor para ser una aspirante, Beryl no se había consolidado lo suficiente para cualificarse como otra cosa. Oh, sí, en la PBS pasaron el documental sobre las personas sin olfato, y ganó la beca que de vez en cuando otorga tal o cual junta para el fomento de las artes, pero desde el golpe de efecto del Festival de Nueva York ya habían pasado años. Los avances tecnológicos de las cámaras compactas que le habían permitido seguir trabajando con una financiación mínima también significaban que montones de otros aspirantes podían comprarse la misma cámara, y Beryl tenía que vérselas con más competencia que nunca. Puede que Shep fuese demasiado convencional, pero que, a su edad, su hermana viviese tan precariamente empezaba a parecerse más a un fracaso que a una mujer talentosa que se sacrificaba por su trabajo.
—¿Has vuelto a pensar en la posibilidad de participar en un documental acerca de la gente que sueña con salirse de esta carrera de ratas? —preguntó Beryl mientras el coche estaba detenido en un atasco en West Side Highway—. Se me ha pasado por la cabeza titularlo algo así como Creer en la Otra Vida.
Shep lamentó haber compartido con ella su jerga privada.
—En realidad, no.
—Te sorprenderías. Es una fantasía muy común.
—Gracias.
—Solo quería decir que no estas solo. Es…, es como si fuera un club. No me ha resultado fácil dar con alguien que la haya hecho realidad. Y los dos casos que conocí, regresaron. Una pareja se fue a Sudamérica y la mujer estuvo a punto de morir; otro tío vendió todo lo que tenía y se fue a vivir a una isla griega, donde se sentía solo y aburrido. Para colmo, no hablaba la lengua. Ninguno de ellos duró más de un año.
Shep estaba decidido a no dejarse liar en los proyectos de Beryl, que ya habían canibalizado la mayor parte de la vida de su hermana y podían empezar a devorar ávidamente a sus parientes. A Dios gracias no le había dicho nada sobre Pemba.
—Obvio —señaló Shep—, si los conoces, es porque han vuelto. La gente que se ha ido para siempre no está aquí.
Para él ahora sólo era algo teórico, pero, inmóvil en ese desesperante embotellamiento, seguía queriendo que la Otra Vida fuese posible para alguien.
—Eh —preguntó Beryl—. ¿Has hecho alguna fuente nueva?
Un tema más seguro. A Beryl le encantaban sus fuentes, cosa que no podía decirse de la propia familia de Shep.
Cuando giró en Crescent Drive se dio cuenta de que podría habérselo contado a su hermana durante el viaje y de que esa solución podría haber sido la mejor. Sin embargo, comprendía lo que había querido decir Glynis cuando dijo: «No me encuentro bien últimamente». Por alguna razón, tenía ganas de que el asunto fuese lo más difícil posible para Beryl.
Su mujer y su hermana se saludaron con frialdad en la cocina. A falta de un abrazo histriónicamente compasivo, Glyms supo que en el coche Shep no había dicho nada sobre el diagnóstico; una mirada compartida confirmó que lo aprobaba. Tenían un secreto, y era asunto de ellos decidir cuando comunicarlo. De hecho, a medida que iba pasando esa incómoda velada —incómoda para Beryl—, Shep empezó a entender qué podía haber sacado Glynis del hecho de guardarse para ella todas esas pruebas y visitas. La ocultación podía ser sinónimo de poder. Como andar por la casa con un revólver cargado.
Glynis había estado enredando con el papel de aluminio de la lasaña. Shep dijo que él se ocuparía de la comida. Beryl era demasiado poco observadora para que le pareciese raro, pues en el pasado la cena siempre habría sido cosa de su cuñada. Tampoco pareció advertir el cuidado con que Shep acompañaba gentilmente a Glynis hasta una silla de la sala y le servía una copa. Dentro de dos semanas tendría que dejar de tomar vino, y Shep esperaba que de momento no dejase de disfrutarlo. Beryl no había traído ninguna botella. Nunca traía ninguna botella.
Mientras esperaban que se calentase el plato principal, Beryl se sirvió otra copa y empezó a picotear las olivas en la sala; ignorando el bol colocado para dejar los huesos, los fue poniendo en la mesita de centro de cristal que había junto a la Fuente de la Boda, donde dejaron una mancha. Parecía nerviosa, y eso hizo que Shep se sintiera más relajado.
—Dime, Glynis —dijo Beryl—. ¿Has hecho algo nuevo últimamente? Me encantaría verlo.
En la medida en que la pregunta no era un acto reflejo para llenar la conversación, Beryl apostaba por la casi segura probabilidad de que su cuñada no se hubiera pasado por su estudio en varios meses. Glynis y Beryl se odiaban.
Normalmente, Glynis se habría irritado, pero esa noche tenía, a manera de música de fondo, un petulante ronroneo felino.
—Nada desde la última vez que me preguntaste —contestó—. He estado distraída.
—¿Por la casa y toda esa mierda?
—Una especie de casa —dijo Glynis—. Y mierda, sí, a paladas.
—¿Sigues haciendo moldes para esa tienda de bombones?
—En realidad, hace poco que me he retirado. Pero si te refieres a si seguimos disponiendo de la habitual caja de productos defectuosos, pues sí. Un poco deformados, pero frescos. Puedes llevarte a casa todas las trufas que quieras.
—Bueno, no era eso lo que quería… —Sí lo era—. Pero ya que me las ofreces, fantástico.
Para que Beryl no la olvidase, Shep puso junto a la puerta la caja de Living in Sin. Glynis había admitido que echaba de menos su ridículo trabajo de media jornada más de lo que había esperado, ya que incluso ella podía ver que la calidad de los moldes para bombones de frambuesa con forma de pollito era, en sí, algo intrascendente; ese trabajo había sido la primera experiencia creativa en décadas que no le había dado miedo. Una pena, pero si en su estudio del desván hubiera trabajado con el mismo espíritu lúdico, sin cortapisas, ahora podría ser una metalista de cierto renombre.
Shep volvió a llenar la copa de su hermana. Mantener en secreto el punto principal del orden del día podía ser una crueldad gratificante, pero pronto podría parecer imposible plantear el tema.
—Eh, ¿sabías que la semana pasada cogí el autobús y fui a ver a papá? —dijo Beryl, que rara vez iba a New Hampshire si su hermano no la llevaba en coche—. Estoy algo preocupada por él. No creo que pueda seguir viviendo solo mucho tiempo.
—Hasta ahora se las ha arreglado muy bien. Y tiene la cabeza…, bueno, está tan lúcido como siempre, lo cual es casi horrible.
—¡Ya tiene casi ochenta años! La mayor parte de las noches duerme en el sillón de la leonera para no tener que subir las escaleras. Y sólo come emparedados de queso calientes. Sus antiguos feligreses le echan una mano con la compra, pero la mayoría ya son también bastante viejos. Y creo que esta solo.
Shep, que normalmente iba de visita a Berlin el triple de veces que su hermana, estaba al corriente del asunto del sillón, cuestión que atribuía más a la indolencia que a la incapacidad. El padre se quedaba dormido leyendo novelas de detectives —no la Biblia, a Dios gracias— y le gustaban los emparedados de queso calientes.
—¿Qué habías pensado?
—Es probable que debamos considerar la posibilidad de llevarlo a algún lugar donde lo cuiden.
Su hermana tenía una curiosa manera de utilizar el plural.
—Ya sabes que Medicare no lo cubre.
—¿Por qué no?
—No importa por qué no —dijo Glynis, exasperada.
Beryl pensaba que si uno determinaba por qué algo debía ser de otra manera, entonces se podía cambiar.
—Desde un punto de vista técnico, no son un centro de atención médica —dijo Shep, sin perder la paciencia—. Ya me he informado. Esos lugares cuestan unos setenta y cinco mil al año, y algunos hasta cien mil. Papá no tiene ahorros, pues regaló todo lo que alguna vez consiguió ahorrar, y su pensión es calderilla.
—¡Shepardo! Saco un tema como la enfermedad cada vez más pronunciada de papá, y tú, para variar, inmediatamente te pones a habar de dinero.
—Porque lo que sugieres implica un montón de dinero.
—Un montón de nuestro dinero, para ser exactos —dijo Glynis. Siempre la había indignado que Shep le hubiese «prestado» a su hermana miles y miles de dólares, y el hecho de cobrar un salario módico exacerbaba su sentido de la propiedad—. ¿O piensas contribuir con algo, Beryl? También es tu padre.
Beryl levantó las manos y gritó:
—¿Yo? No le pidas peras al olmo, cuñada. ¿O crees que el día que me tocó la lotería tú te olvidaste de leer el periódico? Ya me he gastado la subvención para el documental sobre las parejas sin hijos y lo estoy terminando con dinero de mi bolsillo, el poco que tengo. No es que sea una idiota. Estoy sin blanca.
La pobreza podía provocar estrés, pero durante un momento Shep envidió a su hermana el lado relajante de la necesidad. La penuria eximia a Beryl de asumir un montón de responsabilidades, desde el mantenimiento del puente de Williamsburg hasta el cuidado de su padre. Pero entonces, si en jerga jurídica Beryl era «a prueba de juicio», eso no la libraba necesariamente de juicios de otra clase, y en ese momento parecía importante que Shep se pusiera incondicionalmente del lado de su mujer.
—Tu idea es que llevemos a papá a una residencia para ancianos, pero esperas que nosotros paguemos la factura.
—¿No vendiste tu empresa por, creo yo, un millón de dólares? ¡Por Dios, Shep!
En su próxima vida no abriría la boca.
—Mis recursos no son infinitos. Yo tengo… otros compromisos. Y si papá sigue gozando de una salud decente otros cinco o diez años, lo que sugieres podría dejarnos sin un dólar.
Los ojos de Beryl ardían; era obvio que imaginaba que esos otros compromisos eran cosas como un iPod para Zach.
—Bueno… ¿Y si se viniese a vivir aquí? El antiguo dormitorio de Amelia está libre.
—No —dijo Shep, y fue un no rotundo. Estaba fastidiado consigo mismo, pues si le hubiera dado la noticia en el coche, gran parte de esa discusión no habría sido necesaria—. Ahora no.
—¿Y por qué no a tu casa? —dijo Glynis—. Es palaciega para Manhattan. Y si económicamente no puedes contribuir…
—Cierto —dijo Shep, siguiéndole el juego—. Yo te podría echar un cable con los imprevistos.
Era evidente que esa reciente preocupación filial de Beryl nunca se extendería hasta el punto de convertirse en una molestia para ella, pero Shep pensó que la habían acorralado lo suficiente para, al menos, hacerla pasar vergüenza. Sin embargo, lo que consiguieron fue que la mirada de su hermana pasase del mal humor a la rabia.
—Lo siento, no cuela —dijo Beryl, en un tono cortante y triunfal—. Ésa es una de las cosas de las que quería hablaros.
Era, intuyó Shep, la cosa de la que quería hablar. Y pasaron a la cocina, donde la lasaña empezaba a quemarse.
Beryl había vivido durante muchos años en un enorme apartamento de techos altos con todos los detalles originales, en la calle Diecinueve Oeste, por el que pagaba una miseria. La posesión de ese apartamento de tres dormitorios en un edificio sin ascensor le había otorgado un poder desproporcionado en sus muchos e inestables romances. Siempre podía amenazar a su pareja con exiliarlo de una residencia con una despensa más grande que todo el apartamento que el novio de turno podía permitirse. No es que Shep afirmase que sus pretendientes la quisiesen por el alquiler, pero, aun cuando se enamorasen de Beryl, primero se enamoraban del apartamento.
Estaba situado en uno de esos edificios de los que hay cada vez menos, todavía amparados por un régimen anacrónico de control de los alquileres introducido después de la Segunda Guerra Mundial. Tan desesperados estaban los propietarios de esas fincas protegidas por echar a los inquilinos y así poder poner los apartamentos en el «mercado justo», que los estatutos contenían cláusulas y más cláusulas relativas a las normas sobre apartamentos vacíos y reocupación cuando los dueños incendiaban sus propias fincas.
—Cada vez que ha muerto un inquilino —empezó a contarles Beryl, atacando la ensalada—, y subrayo, mientras el cuerpo todavía está caliente…, zas, entran los albañiles a «rehabilitar». ¡Y no les importa nada cargarse esas cornisas y esas arañas, con lo hermosas y antiguas que son! Le arrancan los intestinos. El propietario ha reformado completamente el vestíbulo, aunque estaba como nuevo, y ha convertido el semisótano en unos estudios asquerosos y minúsculos, así que ya no tenemos dónde hacer la colada y tender la ropa. Además, ha podido recuperar el apartamento de mi vecino, el que vivía al final del pasillo, sida, y ésa fue la gota que colmo el vaso. Ahora el setenta y cinco por ciento del edificio está declarado oficialmente en ruina, con lo cual ya está apto para una «rehabilitación integral». Y eso lo excluye totalmente de la ley antigua, de los alquileres que no se podían tocar. ¡No sé qué voy a hacer!
—¿Eso quiere decir que ahora puede cobrarte lo que realmente vale? —preguntó Glynis.
—¡Sí! —gritó Beryl, que ya echaba humo—. Has acertado. ¡El alquiler, que ahora me cuesta unos pocos cientos de dólares, podría pasar a ser de miles de dólares! ¡Miles y miles de dólares!
—Me sorprende —dijo Shep—. Los inquilinos que alquilan en ese régimen suelen estar protegidos como una especie en vías de extinción.
—Somos una especie amenazada. A mí podría no haberme pasado nada, pero en cuanto mi casero consiguió esa marca del setenta y cinco por ciento, contrató a unos matones para que empezaran una caza de brujas de subarrendatarios ilegales. El tipo que figura en mi contrato nada más que como un detalle técnico y que vivía ahí, no sé, hace veinte años, en la edad de piedra, se mudó a Nueva Jersey. Yo le pagué una fortuna para tener las llaves, pero el imbécil se empadronó en otra parte y lo descubrieron.
—¿Quieres decir que ni siquiera tienes contrato a tu nombre? —dijo Shep.
—¡Moralmente lo tengo, por supuesto! ¡Llevo diecisiete años en ese apartamento!
A pesar de que Shep intuía que el dolor de cabeza de Beryl estaba a punto de afectarlo también a él —los problemas de su hermana solían ser transitivos—, que el bienestar inmobiliario de Beryl se acercase a su fin era insidiosamente satisfactorio.
—En el mercado abierto —señaló—, ese apartamento podría llegar a costar cinco o seis mil al mes.
Glynis no parecía insidiosamente satisfecha; parecía encantada. Desde que le habían diagnosticado el cáncer, daba la impresión de regodearse con la desgracia ajena; tanto más con la desgracia de Beryl.
—Entonces, ¿cuál es el plan? No irás a decirme que quieres la habitación de Amelia.
—Me gustaría presentar una demanda.
—¿Contra quién? ¿Por qué? —preguntó Shep.
—Hace años que ese tipo lleva planeando conseguir el umbral del setenta y cinco por ciento, y la mayor parte de esa «rehabilitación» era innecesaria.
—Es su edificio.
—¡Es mi apartamento!
—Sólo si puedes permitirte pagar el alquiler. Oye —dijo Shep mientras pinchaba con el tenedor el borde ondulado y negro de un fideo—, puede que en este punto debas pensar eso del «vaso medio lleno». En la suerte que has tenido y la fantástica situación de la que has disfrutado todos estos años. Pero bueno, se ha terminado…
Se quedó sin voz: La suerte que has tenido; la fantástica situación de la que has disfrutado; pero bueno, se ha terminado. Podría haber estado dirigiendo ese discurso a sí mismo.
—Nadie se siente afortunado cuando se le acaba la suerte —dijo Beryl.
—Ya puedes decirlo —dijo Glynis. Un raro punto de coincidencia.
Shep sirvió el segundo plato. Había sacado la famosa pala para pescado, la de plata, un poco pesada para la lasaña, y era innegable que no pegaba nada con la vieja y abollada fuente de aluminio. Así y todo, quería que su mujer sintiera que alguien reconocía su talento, aprovechar la rara oportunidad de hacer ostentación en su nombre. Cuando se sentaron a cenar, la ágil línea de la plata, la incrustación de baquelita con sus tonos océano, verde mar y aguamarina, obligó a Beryl a admirar el dominio del metal que, para ella, Glynis no conseguía en la fase del diseño. La transparente falta de sinceridad de los cumplidos de Beryl fueron, para Glynis, un placer que no supo cómo tomarse.
Glynis rechazó el segundo. Por favor, susurró Shep. Por favor. Y le puso un cuadradito en el plato mientras decía entre dientes: No entiendes. Ya no se trata de comida, de si la quieres o no. Beryl estaba demasiado absorta pensando en la pérdida de su alquiler antiguo para inferir lo que esas palabras significaban. Sin saber qué hacer para desviar la conversación de la noche hacia la cuestión que de verdad importaba, Shep intentó ir cambiando de tema gradualmente.
—Hablando de mala suerte —dijo, como quien no quiere la cosa—. ¿Tienes algún seguro médico?
—Empeñaría a mi primer hijo, pero no, no tengo.
—Entonces, ¿qué pasaría si tuvieras un accidente, o si te pusieras enferma?
—No sé qué decirte —dijo Beryl, en actitud desafiante—. ¿No están obligados a atenderte en urgencias?
—Sólo la atención inmediata. Y así y todo después te pasan la factura.
—Que podrían metérsela por donde ya sabes.
—Eso podría arruinar tu indicador de confianza —dijo Shep, encogiéndose por dentro; cosas como los indicadores de confianza eran exactamente de lo que anhelaba huir en Pemba.
—Ése es tu mundo, hermanito. En el mío importan una mierda.
Por lo visto, el furioso resentimiento de Beryl, enfocado hasta ese momento en su inminente desalojo, pasaba ahora a incluir a su serio y formal hermano, su casa convencional en Westchester, su insaciable todoterreno y a su muy mimada y diletante cuñada.
—Pero si te pasara algo terrible… —arriesgó Shep—. Entonces, el que terminaría pagando sería yo, ¿verdad? ¿Quién si no, ahora que papá está jubilado? De hecho, ésa es la razón por la que pago el seguro de Amelia.
—No voy a impedírtelo si también quieres pagarme un seguro médico. Pues, tal como lo dices, realmente no estás preocupado por mí, sino por ti.
—A tu edad, una póliza individual podría costar mil dólares al mes.
—Precisamente… —dijo Beryl—. Hay meses en que no gano más de mil. Así que, bueno, vale, vivo de la basura que recojo en la calle, pero, chico, ¡tengo el mejor seguro médico que puedo pagar con todo lo que gano en un año!
—Si no estás asegurada —dijo Glynis—, los hospitales cobran el doble.
—Lo cual es perfectamente lógico —bufó Beryl—. Cobrar el doble a la gente que menos puede permitirse un seguro.
—Yo no hice el sistema —dijo Shep, sin perder la calma—. Pero te estás haciendo mayor, y pasan cosas, y eso es algo en lo que deberías empezar a pensar.
—¡Vaya! Por suerte ahora mismo no estoy a punto de espicharla porque tengo un problema más urgente, ¿de acuerdo? Si de verdad te preocupas por mí, entonces sí, puedes ayudarme. Suponiendo que no vaya a luchar por ese alquiler, que tampoco puedo permitirme, tendré que mudarme. He pensado que de momento podría irme con mis bártulos a Berlin, papá dice que no estaría mal. Es posible incluso que me apalanque allí un tiempo, para ahorrar gastos. Pero para conseguir otro alquiler en Nueva York necesitaré ayuda con el depósito. Tres meses de alquiler por adelantado. Y ya sabes lo que ha pasado en Manhattan. ¡Te piden tres mil al mes por un estudio del tamaño de un lavabo portátil! Así que, mira, detesto tener que hacer esto, pero… Bueno, ¿no sería más sensato comprar algo? ¿En lugar de echar todo ese dinero por una cloaca? Si tu pudieras cubrir, no sé, cien mil dólares tal vez, más o menos, para la entrada… Piénsalo como una inversión.
—¿Quieres que te deje cien mil dólares más o menos?
—No quiero volver a pasar por una situación como ésta, que el gilipollas del propietario pueda echarme de mi propia casa. En fin, esto es una emergencia, Shepardo. Te lo suplico.
Shep cogió la mano de Glynis por debajo de la mesa. Habían tenido peleas terribles por los préstamos de Beryl. Una mirada la tranquilizó; esta vez él no extendería un cheque a nombre de su hermana cuando Glynis no estuviera mirando.
—Beryl —dijo Shep, sin alterarse—. No vamos a comprarte un apartamento.
Beryl miró a su hermano como si se enfrentara a un aparato hasta ahora fiable que de repente no se encendía, e intentó darle otra vez al botón.
—Tal vez prefieras pensártelo.
—No necesito pensármelo. No podemos hacerlo.
—¿Por qué no?
Como de costumbre, una justificación insatisfactoria podía arrojar como resultado un cambio de política.
No obstante, ése era el pie que Shep había estado esperando. Respiró hondo, como si se preparase para hablar, el tiempo suficiente para que a Beryl se le pasara el berrinche. Ella pareció registrarlo; a diferencia de la cuestión, intrínsecamente ambigua, del consentimiento para mantener relaciones sexuales, con el dinero «no» significa realmente no, y la consternación la llevaba a quemar todos los puentes con una actitud temeraria.
—No me lo digas —dijo Beryl, un punto furiosa—. Tienes que guardar para la Otra Vida. Tienes que separar millones y millones de dólares para un Valhalla de fantasía mientras a tu hermana la dejan en la calle. Tienes que hacer unas vacaciones carísimas todos los años con el pretexto de que estás «investigando». ¡Pero sé realista! Si alguna vez fueras a instalarte en una playa tercermundista a beber piña colada, ¿no te habrías ido ya? Ahora podrías hacer que mi vida fuese muy diferente, ¡pero no! Todos tenemos que pagar tu delirio, esa idea arrogante que tienes de ti mismo, ese hombre especial que crees ser, por encima del común de los mortales, cuando la verdad es que eres un asalariado común y corriente como casi todos los demás esclavos de este país. He intentado hacer de mi vida algo interesante, hacer películas rompedoras e imaginativas que puedan cambiar la experiencia que la gente tiene del mundo, y no es culpa mía que eso no sea un filón. Trabajo tanto como tú, y puede que más, muchísimo más. Pero no tengo nada que mostrar a cambio, y ahora ni siquiera tengo un lugar donde vivir…, gracias a los ricos capitalistas como tú, que tienen que seguir haciéndose más y más ricos. Entretanto, tú te paseas por ahí en un cochazo y vives a lo grande en una casa de un barrio residencial y tienes una cuenta corriente a reventar de dólares… ¿Para qué? Tú sólo vas a ver otra vida, hermanito, ¡y va a ser una experiencia bastante infernal si mientras estabas vivo no fuiste un poco más caritativo con tu propia familia!
Considerando que Beryl parecía haber terminado, Shep apretó suavemente la mano de su mujer antes de entrelazar los dedos encima de la mesa, justo delante de su hermana.
—Tienes razón —dijo Shep, sereno—. Pese a que lo he deseado mucho tiempo, en este momento no vamos a comenzar una nueva vida, una vida fascinante y relajada en un país más barato que éste. Lo lamento. Y mucho más lamento la razón por la que no va a ser así.
—¿Y cuál es esa razón? —dijo con sorna Beryl.
—Acabamos de enterarnos de que Glynis tiene cáncer. Una variedad rara y fulminante llamada mesotelioma. Es posible que yo mismo se lo haya provocado cuando trabajaba con productos que contenían amianto. En este momento necesito conservar mis energías y mis fondos. Entre la salud de Glynis y comprarle una propiedad a mi hermana en el mercado inmobiliario más inflado del país, tengo que elegir salvar la vida de mi mujer.
Sonreír no habría sido apropiado, pero Shep tuvo que contenerse. Esa tarde, en el parque, le había dicho a Jackson que quería «hacer los honores» y ser él quien comunicara a sus parientes políticos la enfermedad de Glynis, pues con toda seguridad ella conseguiría que dijeran algo desagradable para después herirlos en lo más vivo con su increíble mala noticia. Puede que Glynis y él no fuesen tan distintos como Shep a menudo había temido.
—Sé que esto es perverso —dijo Glynis, languideciendo en una silla mientras él fregaba los platos—. Pero he pasado una noche maravillosa. Nunca había pensado que tener cáncer podía ser tan divertido.
—Ya sabes que mi hermana siempre ha opinado que la Otra Vida era un «delirio».
—Beryl es la creativa y tú eres el zafio. La gente se aferra mucho a esas etiquetas. No querría que fueses capaz de hacer nada estupendo o extraño.
Shep, que estaba junto a la pila, se volvió hacia ella.
—¿Y tú?
—Tal vez —reflexionó Glynis—. Pero no sin mí.
—Sé sincera—dijo él—. Sin… esto. ¿Habrías pensado seriamente en la posibilidad de dejarlo todo e irte conmigo?
—Según tú mismo dices, nunca te habrías ido.
—Un punto discutible.
Shep siguió fregando la costra negra de la fuente de la lasaña.
—Lo que no es discutible —dijo Glynis— es si me quieres o no.
Shep dejó de fregar. Se enjuagó las manos y se las secó con una toalla. Luego se arrodilló junto a la silla de Glynis y le cogió la cara con las dos manos.
—Ñu, en los próximos meses descubrirás —prometió— lo mucho que te quiero.
La besó, y dejó que los labios se demorasen hasta que sintió que Glynis se serenaba.
Luego volvió a la tarea que tenía entre manos. El agua tardo un minuto en llegar otra vez al fregadero. La primera vez que se hizo evidente que se habían instalado en esa casa alquilada de Elmsford «temporalmente» en el sentido adulto de la palabra es decir, como sinónimo de para siempre—, Shep se había consolado construyendo una fuente en la pila de la cocina. Era un artilugio caprichoso con un tema culinario: el agua salía del grifo por una manguera de goma que terminaba en una jeringa para rociar el pavo; luego las gotas hacían girar un batidor redondo de metal y caían en cascada por una taza de té desportillada, de porcelana de Delft, por un cazo torcido, un anticuado exprimidor de limón, de cristal, una jarrita para la crema del café, con forma de vaca, y una cuchara con mango de madera para servir helado que había encontrado en un garaje americano y que debía de tener unos cien años, y finalmente aterrizaban en un embudo de lata que devolvía el agua a la pila. Era placentero ver que el agua mantenía más o menos el mismo flujo y la presión deseada sin el viaje que él le imponía, aun cuando el agua caliente perdiera un par de grados por el camino. El mecanismo era un chisme estrambótico e infantil que recordaba el juego del Atrapa Ratones, con el que Beryl y él habían crecido. Con todo, su cariño por ese juguete casero sufrió un golpe cuando Glynis y él volvieron de Puerto Escondido hacía varios años. En ausencia de los padres, los niños habían desconectado la manguera. Es de suponer que prescindían de esa tontería cuando tenían la casa para ellos solos, y que volvían a conectar la manguera cuando el padre tenía previsto volver; pero por primera vez lo habían olvidado. Shep no les dijo que habían herido sus sentimientos. A él le habría gustado, por supuesto, que valoraran el producto de su lado lúdico, pero no podía obligar a los hijos a que apreciasen lo que a él le gustaba de sí mismo.
—Me pregunto si has dejado bien claro el asunto de Berlín —dijo Glynis en cuanto Shep reanudó la batalla con la fuente—. Mientras tú estabas ocupado comprándole un apartamento nuevo, ella planeaba llevar todas sus cosas a la casa de tu padre. Entretanto, se supone que tú debías ingresarlo en una residencia para ancianos de manera que ella pudiera ocupar su casa sin tener que soportar su presencia.
—Va a perder ese apartamento de renta antigua… Y no piensa con la cabeza, está muerta de miedo.
—Eres demasiado bueno.
—Ya ves lo afortunada que eres.
—¡Esa indignación, por Dios! Como si el alquiler antiguo fuese uno de los derechos humanos. ¿Y lo que ha dicho sobre lo duro que trabaja y que ella «no tiene la culpa» de no ganar dinero? Beryl decidió lo que quería hacer. Hacerse la cama se llama eso. Para que luego te acuestes en ella.
—Estamos mejor que Beryl —dijo Shep, y añadió—: Económicamente, en cualquier caso. Y está celosa.
—Pero te desprecia.
—La hace sentirse mejor. Déjala.
—¡Y qué morro tiene! ¡Cien mil dólares! Y eso sólo sería el comienzo, pues tampoco va a pagar las cuotas de la hipoteca. Hace mucho tiempo que te advertí que si seguías dándole cantidades pequeñas, la cosa sólo podía empeorar.
—No me ha importado sacarla de un apuro de vez en cuando.
Una duda atravesó la mente de Shep, y se preguntó si, después de todo, en circunstancias diferentes podría haberse avenido a la propuesta de su hermana.
—¿Y has entendido algo de ese comentario sobre «millones y millones»? ¿De dónde ha sacado esa idea?
—Beryl se parece a mucha gente que siempre ha estado mal de dinero. Piensan que hay dos clases de personas, la gente como ellos y luego todos los demás, que son increíblemente ricos. Un poco de dinero es lo mismo que una cantidad infinita de dinero. Mi hermana no tiene hijos, y no sabe lo que cuestan las cosas. La matrícula de Zach. El seguro del coche en Nueva York. Los impuestos…
—Y te apuesto a que no paga ni uno. Y es la gente como tu hermana la que piensa que nosotros deberíamos pagar aun más.
—Bueno, detesto parecerme a Jackson, pero a Beryl ni se le pasa por la cabeza que vive una vida subvencionada. Que le recogen la basura para que pueda ir a dar un paseo por el parque, que si se presenta sangrando en urgencias la atenderán aunque no tenga seguro, y que todo eso lo pagan otros. Estoy absolutamente convencido de que no tiene la menor idea de todo eso.
—Al contrario —convino Glynis—. No se siente una beneficiaria, sino una víctima. Tiene un resentimiento del tamaño de una secoya.
Shep no dijo que lo mismo podía decirse de Glynis.
—Mi momento favorito de la noche no ha sido ni siquiera la frase con la que se lo has contado —prosiguió Glynis—. Han sido esas lagrimitas de cocodrilo, después. Todo ese histrionismo, esa solicitud, esa desesperación. ¡Qué falsa es! Igual que todas esas exageradas lisonjas por la pala para pescado. Es una actriz de primera. Lo que más le ha dolido ha sido que a partir de ahora ya no puede echarte mano al bolsillo.
—Bueno, sospecho que ante una enfermedad grave, todas las… las fricciones entre las personas, como tú y Beryl…
—¿Fricciones? —rió Glynis, y el sonido de su risa fue maravilloso—. ¡Me detesta!
—De acuerdo, pero incluso eso…, se supone que tiene que terminar. Ya no puede detestarte, pero sigue haciéndolo y es una situación violenta.
—Tiene algo encantador. Sí, no puedo explicarlo, pero me ha encantado verla fingir con tanto descaro. Tengo la sensación de que hay algunas cosas de este mesotelioma que voy a disfrutar.
Mientras secaba la pala para pescado, que Glynis se sintiera con ganas de levantarse y lo abrazara por detrás fue algo extrañamente conmovedor. Su mujer estaba tan exhausta que los pequeños gestos de cariño debían de costarle un extraordinario gasto de energía.
—Ah, ¿y te has dado cuenta? —masculló Glynis con la cara apoyada en su camisa, riendo otra vez—. No se le ha olvidado llevarse los bombones.