4

En Randy el Metemano —un obsceno apodo inventado por el personal, y tan obvio que cualquiera pensaría que Pogatchnik lo habría evitado poniéndole a la empresa un nombre menos vulnerable a la perversión—, Jackson había adoptado un nuevo punto de vista. Dejaba que sus compañeros hicieran todos los comentarios sarcásticos que quisieran sobre Shep y su patética «fantasía de huida». Al final iban a descubrir de una manera u otra por qué el anterior propietario seguía diciéndole «sí, señor» a Pogatchnik, y entonces se sentirían mal. Real y jodidamente mal. Jackson vivía esperando que eso sucediera.

Estaba dispuesto a reconocer que, en la amistad entre él y Shep, él había sido algo parecido a un adlátere, pero empezando con la horrorosa, por estúpida, venta de Knack, que degradó a Shep de jefe a idiota como todos los demás, y hasta ahora, con el horroroso asunto de Glynis y el adiós a Pemba, esa dinámica se había invertido sutilmente. En esos días era el protector de Shep, y ese papel tenía un precio. No podía pedir nada. Cuando Shep había sido el estoico, el incondicional, pudo apoyarse en él. No, nunca le había pedido dinero (como habían hecho todos los demás en la vida del pobre estúpido). Así y todo, con Flicka, con sus recaídas en el juego y una pequeña dificultad asociada con la deuda de la tarjeta de crédito, Jackson siempre había sido el que tenía problemas y necesitaba consejo. Ahora tenía que callarse la boca, y para él tener la boca cerrada, siempre, fuera de lo que fuera, era antinatural.

Dicho esto, había un tema que llevaba un tiempo intentando plantear, y al menos en ese punto se sintió aliviado por tener una razón mejor que la habitual cobardía para posponerlo. No era esa clase de cosas sobre las que se habla con otros hombres, aun cuando debería haberlo sido, ya que sin duda alguna no iba a hablar de eso con mujeres. Además, había algo que decir para reinstaurar la noción de privacidad en un país donde era probable que en cualquier parada de autobús a uno le contasen la historia del aborto de una desconocida con la misma naturalidad con la que le pedirían fuego. En cualquier caso, ya había fijado la fecha y, por lo tanto, no había nada, realmente nada, que discutir.

A la una de la tarde, cuando salieron a hacer la breve pausa de cuarenta minutos, Shep preguntó si podían dar una vuelta en lugar de ir a comer; decidido a ir directamente a casa después del trabajo, con Glynis, ya no tenía tiempo para las sesiones trisemanales de levantamiento de pesas en el gimnasio de la Quinta Avenida. (A Jackson lo alivió un poco librarse de las sesiones en equipo; Shep siempre lo ponía en evidencia). Aunque renunciar al bocadillo lo ponía de mal humor, Jackson no tuvo más remedio que decirle que sí. Porque claro, ante el cáncer, incluso el cáncer una vez extirpado, uno no tenía derechos.

—¿Sabes? Glynis no habría podido guardar el secreto mucho más tiempo aunque lo hubiese intentado —dijo Shep mientras bajaban apretando el paso por la Séptima Avenida; hacía demasiado frío para un paseo sin prisas—. Han empezado a llegar las facturas.

—Ya, que me vas a contar a mí —dijo Jackson—. Déjame que adivine. No es sólo una, ¿verdad? Son montones de facturas.

Quince páginas, desde cada radiólogo hasta cada laboratorio ¡Y la EOB!

—Sí, la explicación de los beneficios… O de la falta de beneficios, mejor dicho. Es bizantino.

—Carol se ocupa de los papeles de Flicka, y se lo agradezco tanto que podría echarme a llorar.

—Lo que me mata es que es casi imposible entender lo que debo. Antes de contratar a un contable, yo mismo llevaba los libros de Knack, y no soy manco en temas de facturación. Pero me lleva horas aclararme con lo que tengo que mandar y adonde.

—Vaya mierda, y uno cree que ellos facilitarán el pago —dijo Jackson—. Sin embargo, creo que es intencionado. Esa avalancha de papel, todos esos números y códigos. Es una cortina de humo. Y se esconden detrás de eso para cobrarte trescientos dólares por unas tiritas y ni te das cuenta.

Jackson contempló la avenida con una mirada de desesperanza que ya era un ritual. Echaba de menos el viejo Park Slope —unas cuantas pizzerías baratas, cafeterías que no cobraban cuatro pavos por una bebida cualquiera, ferreterías que vendieran los tornillos a granel en lugar de paquetitos de cuatro envueltos en plástico—. Un barrio «aburguesado», aunque le costaba entender cómo se podía llamar burgueses a ese montón de universitarios quejicas que los empujaban hacia las alcantarillas con sus cochecitos para niños del tamaño de un vehículo para el transporte de tropas, ahora todo eran salones de yoga, elegantes bares orgánicos y terapeutas para mascotas.

—¿Y te acuerdas de eso que mencionó Carol? —dijo Shep—. Pero en ese momento no lo entendí. El World Wellness Group. Cubren los procedimientos según unos precios que son «razonables y tradicionales» en tu distrito. En otras palabras, la tarifa que se debería cobrar, no la que te cobran.

—¿Y ahora te enteras, tío? —dijo Jackson, y sintió que lo invadía un sentimiento de lástima y condescendencia.

—He estado investigando en Internet. ¿El equipo que genera esa cifra «razonable y tradicional»? Es otra unidad de la misma empresa. No tienen ninguna obligación legal de decirte como la obtuvieron. Y a los dos equipos les interesa que esa cifra sea lo más baja posible. Por lo que sé, podrían inventársela.

—Te diré cómo funciona —dijo Jackson, con benevolencia—. Nos vamos de viaje, en tu coche, razón por lo cual yo he aceptado pagar la gasolina. Nos detenemos en una gasolinera, tu llenas el depósito, me dices que son cincuenta pavos y extiendes la mano. Y yo te doy un billete de veinte, y con una expresión en la cara como diciendo que te estoy haciendo un gran favor. Y tu preguntas: ¿qué es esto? Y yo te contesto: eso es lo que debería costar llenar el depósito de gasolina, porque eso es lo que costaba cuando yo tenía doce años. En una palabra, las aseguradoras viven en un mundo de fantasía, y nosotros, los Gilis, no podemos salir del mundo real.

Shep sacudió la cabeza.

—Glynis y yo siempre hemos vivido con un presupuesto muy ajustado. Lo que queríamos era construir el nido para la Otra Vida. Cuando íbamos a comprar champú, buscábamos la oferta de dos al precio de uno. El papel higiénico lo comprábamos en paquetes económicos de doce rollos, y de una sola capa, y pedíamos la hamburguesa especial de pavo aunque tuviéramos ganas de comernos un bistec. Y ahora quinientos para esto, cinco mil para lo otro… Y nunca te dicen por adelantado lo que te va a costar. Es como salir a gastar dinero a lo loco. Un montón de mierda apilada en el mostrador y nada tiene una etiqueta con el precio. Nosotros sólo tenemos el veinte por ciento de coaseguro, pero eso después de los primeros cinco mil deducibles. Una sola factura del laboratorio es muchísimo más que un montón de papel higiénico.

—De dos capas —dijo Jackson.

—Ahora me pregunto por qué comíamos hamburguesas de pavo, y después recuerdo que se supone que no he de preocuparme. Y últimamente no me preocupo. Lo único que me importa es Glynis.

—Y eso es lo que a ellos les interesa, colega. Todo es un gran chanchullo, un gran timo. Lo mismo pasa con Flicka. Es mi hija, ¿no? Así que ¿qué vas a decir? ¿No vamos a tratarle otra vez es neumonía porque queremos el aparato de DVD que también graba? Y, amigo…, no quisiera decirlo, pero para ti esto es sólo el comienzo.

—Lo sé —dijo Shep en voz baja, cuando giraron a la izquierda en la calle Nueve y enfilaron hacia Prospect Park—. Incluso para pagar la ultima pila de facturas… Bueno, ya sabes que he mantenido esa otra cuenta en la que puse el dinero de la venta de Knack después de pagar a los federales. Es sólo para la Otra Vida, y nunca la he tocado. Pero no había suficiente en la cuenta conjunta, así que tuve que tirar de Merrill Lynch. Nunca había extendido un solo talón de esa cuenta. El número 101 fue para pagar el TAC.

—Sospecho que ya vas por el 115. Sigue mi consejo y pide ya mismo otro talonario.

—Firmar ese primer talón me hizo sentir cosas muy extrañas. Aunque «sólo» sea dinero, como diría mi padre.

—Sí, «sólo» lo que ganaste en más de veinte años dedicados a construir tu empresa. «Sólo» ocho años de humillación con Randy Pogatchnik.

—No importa. Entonces no sabía para qué estaba ahorrando.

—¿Piensas alguna vez en Pemba?

—No —dijo Shep, y cambió de tema—. Con todo, creo que tenemos suerte. Vivimos en los Estados Unidos. Tenemos la mejor atención médica del mundo.

—Piénsatelo dos veces, tío. En comparación con todos los otros países ricos, como Inglaterra, Australia…, Canadá… No me acuerdo de los demás. Echa un vistazo a todas las estadísticas sobre el tema. Estamos en el último lugar. Y pagamos el doble.

—Sí, bueno. Al menos no tenemos una medicina socializada.

Jackson soltó una carcajada. Shep no era estúpido, pero podía poner mucho de su parte, lo cual era penoso. El coco de la «medicina socializada» se remontaba a la década de 1940, cuando Harry Truman quiso introducir un servicio de salud nacional, igual que los británicos. Nerviosos porque los médicos podían dejar de forrarse, los de la Asociación Médica Norteamericana se sacaron de la manga esa inspirada expresión de la guerra fría, que desde entonces había aterrorizado el corazón de sus compatriotas. Un golpe de genio, toda una etiqueta. Igual que cuando los supermercados se inventaron el rollo de «Sencillo y barato», productos decentes y perfectamente estándar empaquetados en un severo envoltorio blanco y negro y más feo que el culo, con lo que se aseguraban que nadie con clase lo compraría ni a la mitad de precio del producto de marca. Y funcionó. Ni la madre de Jackson, que vivía con lo justo, habría soportado que la pillasen con pañuelos de papel que no fuesen de marca en el carrito de la compra.

—¿Eres consciente de que el cuarenta y tanto por ciento de este país está en Medicaid o Medicare? —dijo Jackson; a Shep las lecciones de historia siempre le daban sueño—. Todo ese alboroto sobre que no queremos una «medicina socializada» y, bueno, la verdad es que tenemos una medicina socializada para casi la mitad de la población. Y por eso la otra mitad paga el doble. Tus Gilis pagan las tomografías de tus Gorrones con impuestos confiscatorios —una expresión maravillosa que Jackson había aprendido sólo un año antes y que ahora usaba en cualquier ocasión— y una segunda vez para sus propios escáneres.

—Parece que Medicare y Medicaid te caen muy mal. Lo que no dices es que deseas que los viejos y los jóvenes no tengan acceso a la atención sanitaria.

Jackson suspiró. Era predecible. Shep era un Gili clase A. Para las filas de victimas complacientes de las que, por desgracia, él también formaba parte. Shep Knacker podía ser la mascota.

—No, no estoy diciendo eso. Lo que digo es que la gente con beneficios sanitarios no piensa que paga sus facturas médicas. Se aferran a su precioso seguro médico de empleados como si fuera un gran regalo. ¡No es gratis! No entienden que, si no fuera por el puto beneficio médico, cobrarían unos quince mil dólares más. ¡Es jodidamente triste, hombre!

—El dinero tiene que salir de alguna parte, Jacks. Algún gran organismo nacional pondrá los impuestos por las nubes y adiós tus quince mil dólares. Y peor si te ganas la vida de una manera decente.

—Todo parece la misma mierda, pero no lo es. Piénsalo. Cada trozo de papel que termina en tu buzón cuesta dinero. Han pagado a algún imbécil para que meta ahí todos esos códigos y marque las casillas y mande copias a otros cinco lugares. El treinta por ciento del dinero que se gasta en atención médica en este país va a parar a la llamada «administración». Y la verdad es que hay una capa muy gorda de aseguradoras con ánimo de lucro metida entre Glynis y sus médicos, una panda de cabrones chupasangres y codiciosos que hacen dinero gracias a su enfermedad. Y ni uno solo de ellos sabe arreglar un brazo roto. Si quitas a esos imbéciles del cuadro, de una patada, por el mismo precio estaría cubierto todo el país y sin que llegaran a tu buzón cincuenta facturas en una semana.

—¿Y precisamente quieres que el gobierno se haga cargo de la atención sanitaria? —dijo Shep, sacudiendo la cabeza con una sonrisa torcida—. Jacks, tú odias al gobierno. Eres anarquista.

—Esas empresas están tan conchabadas con el gobierno que podrían ser el gobierno —contraatacó Jackson, irritado por la guasa y los aires de superioridad de Shep. Sí, puede que no fuese totalmente coherente, pero él al menos leía cosas, y reflexionaba, no como algunos que se creían a pies juntillas todo lo que les decían—. ¿Por qué si no crees que ningún candidato a la presidencia medianamente creíble, incluidos los demócratas, jamás se atreve a sugerir la idea de eliminar a todos esos chupasangres? Además, aunque los federales no lo harían mucho mejor, tampoco podrían hacerlo peor. Y toda la idea del seguro es extender el riesgo, ¿no? Juntar a la gente sana y a los enfermos como Flicka para que al final todo cuadre. Entonces, ¿qué podría ser un «fondo común de riesgo» más justo que todo el puto país? La atención sanitaria es lo único para lo que debería servir el jodido gobierno. Y tal vez, sólo tal vez, si al menos pudiera ir a un medico sin tener que pedir otra hipoteca, la gente pensaría que sí, muy bien, que paga impuestos pero que al menos obtiene algo a cambio. Ahora mismo te están dando por culo. Ah, lo siento —dijo Jackson, dando una patada a un trozo de cemento que sobresalía del suelo—. También hacen aceras. Siempre lo olvido.

Se había prometido a sí mismo no decir nada, centrarse por una vez en los problemas de Shepherd. Sin embargo, nada de todo ese rollo estaba fuera de lugar.

—Eh —dijo Jackson mientras Shep contemplaba desanimado la vista pálida y azul verdosa del parque, que en invierno parecía un dibujo que alguien hubiera borrado al pasar—. No estoy despotricando por despotricar, colega. Ahora mismo se trata de ti y de Glynis, de lo que estáis atravesando, y ni siquiera prestas atención.

—Perdona. Es sólo que…, bueno, tenemos una segunda opinión. De ese par de famosos del Presbiteriano de Columbia. Trabajan en equipo, un internista y un cirujano. Y no me malinterpretes, son estupendos. En cierto sentido.

—En cierto sentido —dijo Jackson, obligándose a escuchar, lo cual no era su fuerte.

—Yo quería que dijesen algo distinto —dijo Shep, abatido—. Lo del mesotelioma es increíblemente raro. Nadie tiene esa enfermedad. Yo no me había dado cuenta de lo mucho que esperaba que dijeran que se trataba de un error. Cuando confirmaron el diagnóstico, creí que iba a enfermarme. De veras, se me nubló la vista, empecé a ver borroso y negro en los bordes, como si fuera a desmayarme. Como una niña. Fue Glynis la que se lo tomo como un hombre. Ya estaba resignada.

—Vaya mierda, tío. Es muy duro.

—Principalmente para ella. Está débil, exhausta, y tiene miedo. También está sola la mayor parte del día, así que cuando vuelvo a casa lo único que quiero hacer, que debería hacer, es hacerle compañía. Pero qué va. Como si pensaras que otros se ocuparán al menos del papeleo y no lo hacen. Sólo para conseguir una segunda opinión, tuve que pedir las muestras de patología, los informes del radiólogo, los «bloques de tejido», los resultados de cada puta prueba de cada departamento del hospital… Todo por escrito. Tuve que rellenar formularios con la historia médica de Glynis unas doce veces, y en pie hasta las dos de la mañana todas las noches. Y mientras tanto tengo que cocinar, hacer la compra, ir a trabajar y como mínimo aparentar que hago mi trabajo.

—Sí, quise avisarte. Oí a Pogatchnik refunfuñar por todos los días que te tomaste por asuntos personales. Tienes que andarte con cuidado y no faltar tanto.

—No tenía otra opción. Perdí dos días enteros lidiando con el World Wellness Group. A esos médicos tan famosos de Columbia no los cubren, exactamente como me había advertido el doctor Knox. Así que tuve que implorarles a los de HMO[2] que accedieran a cubrir la visita de Glynis al dream team, lo cual significaba tener que hablar con un ser humano. Ya sabes, diez menús diferentes automatizados. Y te tienen esperando unos cuarenta y cinco minutos, oyendo Greensleeves cientos de veces. Ya no puedo quitarme esa musiquita de la cabeza, está volviéndome loco. Al final consigues que te atiendan, pero resulta que no es el departamento que corresponde. Y vuelta a empezar. Con ese despacho diáfano que tenemos, no puedo pasarme horas al teléfono a menos que hable de que, gracias a nuestros servicios de expertos, a alguna señora le acaba de explotar la caldera.

Y pensar que normalmente Shep era tan sereno…; rara vez Jackson lo había oído hablar tanto.

—De todos modos —prosiguió Shep—, puedo apelar, pero… Este seguro que Pogatchnik ha contratado… Son unos auténticos gilipollas, y hasta ahora no han aflojado. Edward Knox ha tratado un solo caso de mesotelioma en toda su carrera, y para World Wellness eso lo convierte en un as del mesotelioma. Si vamos a Columbia, tendremos que apoquinar el cuarenta por ciento de copago.

—¿El cuarenta por ciento de cuánto?

—De un cheque en blanco.

—Joder. ¿Y no puedes usar a ese Knox?

—Aquí no se trata de aguantar con papel higiénico de una sola capa. Si esos médicos de Columbia saben de verdad lo que se hacen, apostaré por ellos. Estamos hablando de la vida de Glynis…

—¡Jim!

Por lo general, a Shep le habría resultado divertida la alusión al mojigato estribillo del doctor McCoy en Star Trek. (¡Estamos hablando de la vida humana, Jim!), pero esta vez ni siquiera sonrió.

—No voy a comprar una atención médica barata, esta vez no quiero hamburguesa de pavo.

—Al menos tienes la suerte de tener un colchoncito. En tu lugar casi todos los imbéciles estarían cargando esa mierda en sus tarjetas de crédito.

—Una versión bastante extraña de lo que es un tipo de suerte. Pero sí, bueno, debo considerarme afortunado. Mierda, soy rico…

—No ahora…

—Soy rico —lo interrumpió Shep, y Jackson conocía lo suficiente a ese hijo de predicador para saber que no fanfarroneaba. Se sintió culpable. Shep podía ser un presbiteriano que había dejado de practicar, pero en ese asunto tan profundo más no se podía dejar de practicar—. No has viajado bastante.

—Bueno, discúuuuuulpame. Sólo olvidé incluir mis diez años en el Cuerpo de Paz en Malawi.

—Yo no debería hablar de dinero. Es posible que esté sacando esto de mi sistema porque, en comparación con Glynis…, no tengo de que quejarme. Deberías recordármelo siempre.

—Casi nunca te oigo quejarte de nada. Te recomendaría que practicaras más. No es bueno que un hombre acepte sin protestar cada pedazo de mierda que le tira la vida.

—Los dos lo aceptamos igual, Jacks. La diferencia es que tú siempre tienes algo que decir.

—Hablando de lo cual, he encontrado un nuevo título para mi libro —dijo Jackson, esperando así aligerar la conversación—. ¿Preparado? ESQUILADOS: De cómo los astutos chupópteros, de vagabundos a vicepresidentes, viven de nosotros, pobres borregos sin cojones.

Una media sonrisa.

—No está mal.

—Me gusta lo de «esquilados» y «borregos». Ya sabes, conserva la metáfora.

—Pero lo de «chupópteros» no termina de encajar. ¿Qué se chuponea a los borregos?

—Me lo pensaré.

—Y ese «sin cojones». ¿Te has dado cuenta de que casi todos tus títulos tienen algo que ver con huevos y pollas?

Jackson echó a su amigo una mirada inquieta.

—¿Como en hacérmela cortar, por ejemplo? ¿Digamos, todos los días? Es obvio que la experiencia es algo fundamental en mi tesis.

—Lo de la castración está… bien usado. Mi favorito es más limpio.

—¿O sea?

—La democracia es una broma.

—Sí. Muy incisivo —dijo Jackson, satisfecho—. Una buena tesis también. En teoría es posible que el cincuenta y uno por ciento de la población desplume todo lo que puede al otro cuarenta y nueve por ciento. Ese tipo de Venezuela, ¿cómo se llama? Howard Chávez, algo así. Así hace él las cosas. En serio, él sólo envía cheques a los marginados. Les das a los gorrones dinero ajeno y después te votan.

—¿Crees que alguna vez lo pondrás por escrito?

—Es posible —dijo Jackson, sin comprometerse—. Pero la clave es el título. Una vez que encuentras el bueno, da igual lo que haya dentro. Se podría vender una pila de papel en blanco titulada De cómo los irlandeses salvaron la civilización. Todos esos pelirrojos se sentirán tan halagados que pagarán veinticinco pavos para ponerlo en la mesita de centro aunque nunca pasen de la página de créditos.

—Puede que ése sea el problema de tus títulos. PENES Y POLLAS —recordó Shep—. De cómo a nosotros, pichitas cortas, nos exprimen hasta dejarnos secos mientras la otra mitad del país está pegada a la teta. No puede decirse que eso sea halagüeño.

—La idea es conseguir que quien compra tu libro se sienta un poco menos infeliz porque ahora sabe que es un infeliz, a diferencia de todos los demás, que son tan infelices que ni siquiera saben que lo son.

—Apuesto a que prefieren salvar la civilización.

—No los que compran mis libros. Preferirían quemarla.

En el camino de vuelta, Shep se alzó el cuello y se tapó bien la boca con la bufanda.

—En cualquier caso, la operación de Glynis está programada para dentro de menos de dos semanas.

Jackson soltó un gruñido.

—He pasado por eso. Cuando a Flicka la operaron de escoliosis fue terrible. Personalmente, yo no quería ver un cuchillo a dos kilómetros de la columna vertebral de mi hija.

Tendría que controlarse; siempre reivindicando antigüedad en el departamento de las pesadillas médicas.

—En realidad, lo que querría es disculparme —dijo Shep.

—Pero ¿por qué diablos tendrías que disculparte?

—Por todo lo que habéis pasado con Flicka. Creo que no he sido lo bastante comprensivo. Me ha faltado sensibilidad para comprender lo que debe de haber sido para vosotros hasta que me he visto metido hasta el cuello en la misma mierda. Debería haber sido mucho más receptivo.

—No digas chorradas, chico. Has sido la mar de comprensivo. ¿Y cómo se supone que uno puede ser «comprensivo» antes de comprender?

A pesar de todo, la conversación era gratificante. Shep no había tenido ni idea, y la verdad era que seguía sin tenerla.

—Sea como sea, toda la vida he oído hablar de gente que tiene que «someterse a una operación». Nunca me había parado a pensarlo. De repente me parece algo medieval. Como llevar a tu mujer al matadero.

—La verdad es que te deja hecho polvo. Uno piensa que lo duro es el quirófano, pero lo verdaderamente duro viene después. Y no se acaba nunca. Flicka decía que se tumbaba y que tenía que pensar, no sé, una hora entera si realmente valía la pena pedirle a la madre que le alcanzara una revista que estaba encima del tocador. No ir a cogerla ella misma; simplemente pedirla. Es como si te hubieran echado de algún bar y te hubieran molido a palos.

—Gracias —dijo Shep, agriamente—. Es una gran ayuda.

—Bueno, como quieras. ¿Prefieres que te cuente un cuento de hadas? ¿Que te diga que Glynis es una «tía dura» que va a «remontar» en un abrir y cerrar de ojos y que pronto estará «la mar de bien»?

—Lo siento. No, prefiero saberlo. Deberíamos estar preparados.

—No te molestes. No lo estarás.

Jackson miró con desprecio al pesado corredor (junto al cual pasaron andando) que llevaba la botella de Evian con ese toque distintivo de rectitud que confiere el agua embotellada. Era un milagro cómo se había cruzado alguna vez la frontera occidental, sus antepasados habían avanzado penosamente entre abrevaderos separados por cientos de kilómetros, y ahora, después de cinco minutos sin un trago, los americanos modernos, que tiraban a rechonchos, se morían de sed.

—Me preguntaba si Carol y tu vendríais a cenar —dijo Shep—. El sábado, si podéis encontrar una canguro. Estaremos sólo los cuatro. Es un último… Será nuestra foto del «antes». Sé que parece difícil de imaginar, pero me gustaría que probásemos y pasáramos una noche agradable.

—Haremos más que probar. No vamos a perdérnoslo —dijo Jackson, aun calculando que la fecha no era la ideal—. Aunque si quieres que lo pasemos en grande, todos felices y contentos, deberíamos asegurarnos de evitar hablar del amianto, ¿no? Tengo la sensación de que es un tema espinoso.

—Si evitamos los temas espinosos, no hablaremos de nada.

—¿Todavía te lo reprocha?

—¿Tú qué crees? —resopló Shep.

—Que la mantiene caliente por la noche.

—Calentita, sí. Por lo que sé, el cáncer no cambia a las personas.

—A ti no te gustaría que ella cambiase.

—Me siento fatal en todas partes. Me sentía fatal de todos modos, por eso es difícil saber qué parte de esa sensación se debe a que todo este asunto es culpa mía. Me porté mal, fui un desconsiderado. Estoy empezando a saber cómo se sienten los gays cuando le contagian el sida a la pareja.

—Muchos de esos maricones saben perfectamente bien que tienen el VIH y siguen haciendo guarradas sin usar condón, tío. Pero tú no lo sabias. Ni siquiera es seguro que las fibras las llevaras tú, dijo el médico. Te estás flalelan… —dijo Jackson, titubeante—. Quiero decir, te estas castigando. Porque te sientes culpable por lo de Pemba.

—Glynis esta decidida a demandarlos, quiere hacerles «pagar». Pero no podemos acusar a ninguna empresa si yo no recuerdo con qué material contaminado trabajé. ¿Cómo se supone que voy a recordar la marca de cemento que usé en 1982?

—Si. Hice lo que me pediste y me dediqué a pensar en eso, pero yo tampoco recuerdo nada. Toda esa lista de productos que me diste… La marca de unas tejas no es algo que se quede grabado en la memoria durante veinticinco años.

—Pero si no consigue acusar a una empresa, seguirá dándome la lata y reprochándomelo. Lo soportaría si tener a alguien a quien echarle la culpa realmente pareciera útil. Pero me he disculpado hasta cansarme, y cada vez que lo he hecho, termino y ella sigue teniendo cáncer.

Eran buenos amigos, sí, pero disgustarse no era el estilo de Shep, y Jackson le hizo el favor de ponerse a mirar a un ciclista que circulaba por el parque en dirección contraria mientras él recobraba la compostura.

—Caramba —dijo Shep, que ya se había calmado—. De hoy al sábado tengo que contárselo a todo el mundo.

—¿Lo de la operación?

—Que Glynis está enferma. Todavía nadie sabe nada, salvo tú y Carol.

—¿No crees que es Glynis quien debe hacer los honores?

—No. Es mejor para todos que lo haga yo. Sobre todo lo de contárselo a su familia de Arizona. Ya conoces a Glynis. Es probable que llame y se recline en el asiento y deje que su madre hable media hora sobre los vecinos mexicanos que tienen cinco furgonetas y no reciclan la basura. Cuando mi suegra deje de hablar, Glynis le dirá que es una racista y Hetty se enfadará y se ofenderá y responderá con algo insultante. Y ya se habrá liado. «¿De veras? ¡Bueno, sólo quería que supieras que tengo cáncer!». ¡Y colgará!

—¡Puedo oírla! —dijo Jackson, riendo—. Dios mío, la adoro.

—Sí, yo también.

Al acercarse a Randy, Jackson empezó a silbar Greensleeves.

—¡Pedazo de cabrón! —exclamó Shep, aunque al menos Jackson le había hecho reír—. ¡Ahora que ya ni me acordaba!