Sheperd Armstrong Knacker
Merrill Lynch - N.° de cuenta 934-23F917
1 de diciembre de 2004 - 31 de diciembre de 2004
Cartera neta: 731 778,56 dólares
Mientras se dirigían al Phelps Memorial de Sleepy Hollow, Shep mantenía una mano en el volante y la otra en la de su mujer. Era un contacto relajado; Glynis tenía la palma seca. Los dos miraban fijamente hacia delante.
—No era necesario —dijo él— que hicieras sola todas las pruebas.
—Tú estabas en tu pequeño mundo —dijo Glynis—. Así que yo desaparecí en el mío.
—Debiste de sentirte sola.
—Sí —dijo ella—. Pero llevaba un tiempo sintiéndome así.
Cuando llegaron a la siguiente salida, añadió:
—Lo planificas todo, Shepherd. Siempre miras antes de saltar. En realidad, das el salto antes de saltar. Mentalmente hacía meses que habías tomado ese avión a Tanzania.
Para Shep fue un alivio que Glynis por fin le hablase. Estaba deseando que lo castigaran, y se sentía contento por ello.
Para su horror, a Glynis ya le habían hecho radiografías del abdomen, un TAC y una resonancia magnética. Los recuerdos encajaron. Dos mañanas de diciembre se había negado no sólo a desayunar, sino que tampoco había tomado café, algo insólito tratándose de Glynis. Shep no conseguía recordar qué excusa había dado, pero no debió de ser convincente porque le había dolido en particular que rechazara el café; había desdeñado uno de los rituales sagrados del día. Y hubo dos noches en que no paró de levantarse para ir a buscar otro vaso de agua, y otro, y otro. Por tanto, no estaba saciando una sed que parecía no irse con nada, sino quitándose de las venas el medio de contraste. Y hubo un recuerdo extraño y borroso que finalmente también encontró su lugar en un relato ordenado: entrar en el cuarto de baño antes de que ella pudiese tirar de la cadena y advertir que la taza estaba roja. Pronto, muy pronto para tratarse del periodo, pero Glynis tenía cincuenta años y tal vez el ciclo estaba volviéndose irregular; consciente de que su mujer estaba susceptible porque se acercaba la menopausia, no hizo ningún comentario. Ahora se daba cuenta. No era el periodo. También advirtió que Glynis había empezado a dormir con camisón, pero no, como había afirmado, porque tenía frío, sino para ocultar la cicatriz de la laparoscopia, la que ahora él había visto. Aunque apenas medía dos centímetros y medio, verla lo alarmó; una primera violación, y no sería la última. También le había dolido lo del camisón. Llevaban veintiséis años durmiendo piel contra piel.
Desde esa noche señalada del viernes, hacía una semana, ella solo había compartido fragmentos de los resultados de las pruebas. Así, destacaba el hecho de que ese fin de semana mencionara un insignificante detalle técnico. Antes de meterla en el tubo de la resonancia, para la que tuvo que quitarse todas las joyas, tuvieron que hacerle una radiografía adicional. «Porque se enteraron de que soy metalista», había dicho Glynis. «Es una resonancia magnética, y si hay algún metal, se ha jodido. No se pueden tener fragmentos ni virutas pegados al cuerpo».
Shep debería haber sabido por qué Glynis le había dicho eso.
Porque estaba orgullosa. Y él no habría debido preguntarle: «¿Y encontraron algo?». Una táctica eficaz, pero exasperante, y aumentaba de frecuencia; ella no le había contestado nada, lo que en ese caso quería decir que no. No encontraron ni fragmentos ni virutas. Llevaba tantos meses trabajando tan poco en el estudio, que podría haberse hecho la resonancia como cualquier otra persona. Incluso en un momento como el que atravesaba, Shep había tenido que poner el dedo en la llaga.
Tu pequeño mundo. El subterfugio de Glynis nunca habría dado resultado sin el descuido correspondiente por parte de Shep. Si había advertido que, pese a la reciente redondez de su vientre, Glynis había adelgazado, había dado poca importancia a ese comentario, lo cual equivalía a no haberlo advertido. Pensó: No tenía ni idea de que nuestro matrimonio pudiese encontrarse en tan mal estado, y luego recordó que hasta el viernes pasado por la noche estaba planeando dejarla.
—Esa noche —dijo Shep—. No tendrías que haberme dejado decir todo lo que dije sobre Pemba. Podrías haberme hecho callar.
—Me interesaba.
—No estuvo bien.
—Yo no me sentía —dijo ella— bien.
¿—Y cómo te sientes?
Shep estaba avergonzado. Durante la última semana había estado pendiente de ella, hasta el punto, tal vez, de haberla agobiado. Sin embargo, no conseguía recordar la última vez que en los meses anteriores había preguntado cómo se sentía.
Glynis se tomó un momento antes de contestar.
—Asustada. Por alguna razón era más sencillo cuando tú no lo sabías.
—Eso es porque ahora te puedes permitir estar asustada —dijo Shep, apretándole apenas la mano—. Te cuidaré.
Era una gran promesa, una promesa que no cumpliría. Pero si no iba a cumplirla, lo haría con valentía, y ésa fue la promesa que se hizo a sí mismo.
El doctor Edward Knox le tendió la mano a Shep, un apretón firme y generoso. El oncólogo emitía el olor astringente y penetrante del antiséptico, como si fuese uno de los raros médicos que de veras se lavaban las manos. Era un olor que Shep asociaba con la angustia.
—Señor Knacker, me alegra mucho ver que finalmente se haya podido organizar para estar con nosotros.
En esa manera de saludarlo Shep detectó un reproche, y las cosas indignantes que habría contado su mujer. En otras circunstancias le habría leído la cartilla a Glynis, pero, puesto que no lo haría, sintió que ahora leerle la cartilla era más bien cosa del pasado.
El aire familiar con el que Glynis cogió una silla indicaba que ya había estado en esa consulta. Estos dos comparten una historia, se dijo Shep, y aunque él estaba «finalmente» ahí, se sintió excluido. Tuvo la singular impresión de que, para Glynis, esa consulta era una sede del poder.
Cuando el doctor Knox ocupó su silla giratoria, Shep conjeturó, aunque se había vuelto cada vez más inseguro a la hora de atinar una edad, que el oncólogo podía estar llegando al final de la treintena. Si bien todavía sabía ver la diferencia entre sesenta y sesenta y cinco, últimamente los menores que él entraban en una categoría indiferenciada, «Los Más Jóvenes Que Yo», lo cual no dejaba de ser extraño, puesto que él había tenido esa edad, sabía cómo era tenerla y qué se veía en el espejo. Pero desde la perspectiva de una edad mayor siempre resultaba que no, que en aquel momento no se había comprendido qué significaba, ni cómo era, tener, pongamos, treinta y siete. Por desgracia, en las circunstancias actuales la gente más joven siempre le parecía cruel, esa seguridad en sí mismos, algo que el doctor Knox irradiaba en pulsaciones, una seguridad hueca e injustificada, es decir, un envidiable autoengaño. Con todo, quería creer en ese hombre y esperaba que entre amigos lo llamasen «Edward» y no por el burlón y menos fiable «Ed». Esbelto y en forma, era probable que en la cafetería Knox tomara fruta de postre e hiciera tiempo para entrenar en el gimnasio del hospital. Predicaba con el ejemplo. Personalmente, Shep tenía una debilidad por los médicos con diez kilos de más y que fumaban un pitillo a escondidas en el aparcamiento del personal. La hipocresía tranquilizaba. De los médicos siempre había querido más perdón y menos autoridad.
—Le pido perdón si hemos necesitado mucho tiempo para llegar a un diagnóstico seguro —comenzó diciendo el doctor Knox, dirigiéndose a Shep—. Es sabido que el mesotelioma es difícil de identificar, y tuvimos que descartar un sinnúmero de explicaciones más corrientes para la fiebre, la morbidez, la hinchazón abdominal y la dismotilidad gástrica de su mujer.
Shep no sabía qué quería decir dismotilidad, pero no preguntó; si lo hacía, el médico sabría que se trataba de otro de los síntomas de Glynis que el marido desconocía, o por los que no se preocupaba o que no había advertido.
—A fin de cuentas, como creo que su mujer le habrá contado, el mesotelioma peritoneal es muy raro —prosiguió el doctor Knox—. Y no voy a decirle una cosa por otra, también es muy serio. Porque el peritoneo es una membrana muy delgada que rodea los órganos abdominales, casi como film transparente, y el tejido enfermo puede meterse en rincones a los que es difícil o imposible llegar con cirugía. —Shep admiró la manera de hablar del médico, que, como mínimo, daba por sentado que él sabía, por supuesto, qué era el peritoneo; Knox se resistía a dar a entender que el marido de su paciente daba tan poca importancia a la grave dificultad médica de su mujer que ni se molestaba en buscar el diagnóstico en un diccionario—. Y lamento tener que decir que los síntomas del mesotelioma no suelen dejarse sentir hasta que el cáncer está bastante avanzado. No obstante, disponemos de una serie de terapias. Tratamientos nuevos, enfoques nuevos y medicamentos nuevos que no cesan de desarrollarse. La tasa de supervivencia no ha hecho más que aumentar.
Todo eso Shep lo sabía por Internet, pero pensó que decirlo parecería una impertinencia. Ademas, parecía importante permitirle al oncólogo esa introducción formal. Shep ya había leído lo suficiente para registrar que la mayoría de las panaceas que Knox guardaba en su bolsa de sorpresas y trucos eran venenos. Ante la posibilidad de poder hacer tan poco, debía de ser un consuelo para el médico el parecer útil de esa manera discursiva. Con su actitud, metódica, pero cálida —sonreía para alentarlos y miraba a Shep a los ojos—, Edward Knox le había parecido muy amable desde el comienzo.
No obstante, incluso cuando los médicos se hacían los amables, no solían controlar el alcance de su capacidad para serlo. Por muy gentilmente que se expresaran, más de un mensaje de los que se veían obligados a comunicar era cruel, y si no, una mentira y, por tanto, aún más cruel. Personalmente Shep no entendía por qué alguien querría ser médico. Oh, sí, las tareas de poner un stent en una arteria o desatascar una bañera eran técnicamente afines. Sin embargo, un médico era también como un fontanero que dedica un considerable porcentaje de su tiempo a llamar a la puerta y decir: Lo siento, pero no puedo desatascarle la bañera. Eso era lo único para lo que servía la interpretación, la parte del «lo siento». Y después se marcha y tal vez salude con la mano, dejando al cliente con agua espumosa atascada en el cuarto de baño. Por qué alguien querría un trabajo como ése.
—Y tengo buenas noticias —prosiguió Knox—. Primero, como le aseguré la semana pasada, señora Knacker, la resonancia no ha revelado ninguna anomalía en la pleura…, en los pulmones. Y hay algo más importante. Ya tengo el informe del laboratorio sobre la laparoscopia. El mesotelioma se presenta en dos sabores, si puedo expresarme así, dos tipos de células malignas. Las epitelioides son menos agresivas, las sarcomatoides mucho más. En las muestras que extrajimos sólo se detectaron células epitelioides. Eso hace que el pronóstico sea mucho más optimista.
Glynis asintió con la cabeza como lo haría una colegiala que hubiese hecho algo bien. Shep estuvo a punto de preguntar cuál era ese pronóstico. Abrió la boca para hacerlo, pero la tenía seca. La cerró y tragó saliva. En lugar de preguntar dijo, queriendo ser agradecido, interpretar su papel, entrar en el espíritu de grupo que claramente se esperaba allí:
—Sí. Parece una buena noticia.
De repente, no pudo evitar pensar que apenas una semana antes una «buena noticia» era el valor de su cartera en Merrill Lynch, que había aumentado en veintitrés mil cuatrocientos dólares sin que él moviera un dedo. O que su hijo por fin había aprobado el álgebra de segundo. Que Randy Pogatchnik faltara porque se había ido a algún centro turístico a jugar al golf, de modo que trabajar tres días en Knack sería, si no exactamente como en los viejos tiempos, sí al menos una actividad relajada entre colegas. Que Glynis estuviera de ese humor juguetón e indolente que ahora él apenas conseguía recordar, y con ganas de ver un episodio antiguo de Los Soprano. Y ahora, con muy poco espacio para maniobrar, se esperaba de él que entrase en un mundo en el que una «buena noticia» era que le dijesen que el abdomen de su mujer tenía células crueles «epitelioides» y no las aún más crueles «sarcomatoides». Y se suponía que esa información debía alegrarlo.
—En cuanto al rumbo que tomaremos a partir de aquí —dijo el médico—, es posible que quieran ustedes pedir una segunda opinión. Siempre es posible que otros especialistas les recomienden un enfoque alternativo, pero pensé que debía prepararlos para el tratamiento habitual del mesotelioma epitelioide. Dando por supuesto que el diagnóstico esta confirmado, señora Knacker, probablemente le programarán la operación lo antes posible. Para extirpar toda la parte del cáncer a la que se pueda llegar. Hemos localizado tres zonas de tejido enfermo en el peritoneo. Me temo que los cirujanos con los que he consultado coinciden en que una de ellas es inaccesible. Tanto para reducir el trocito al que no podemos acceder como para impedir que las células malignas se sigan reproduciendo, una vez que se recupere de la operación tendrá, casi con total seguridad, que someterse a quimioterapia.
Y a tal fin un cirujano especializado en el tórax le instalará dos puertos en el abdomen. De ese modo podemos administrar, por infusión peritoneal, cisplatino caliente que lavará los órganos en lugar de administrar la quimioterapia en sangre. Los efectos secundarios desagradables deberían ser mucho menos pronunciados con esta aplicación directa.
—¿Eso quiere decir que no se me caerá el pelo? —preguntó Glynis, tocándose la coronilla con gesto pensativo, como si quisiera cerciorarse de que su pelo aún seguía allí.
Una sombra empañó el rostro del oncólogo, una tristeza, una expresión de lástima en la que Shep pudo leer que un pequeño perjuicio a la vanidad de la paciente sería el menor de los problemas de Glynis.
—Cada paciente reacciona al tratamiento de una manera distinta —dijo el doctor, con delicadeza—. No hay manera de predecirlo.
—Además, el pelo vuelve a crecer, ¿no? —dijo Shep, y ése era el papel que le tocaba interpretar. Se suponía que debía ser optimista.
Una segunda sombra en el rostro del oncólogo, y esta vez una que Shep no pudo descodificar.
—Si, cuando terminan los tratamientos el pelo vuelve a crecer, sin duda —dijo el doctor Knox, que dio la impresión de ir animándose—. Algunos pacientes descubren que les vuelve a crecer incluso más grueso que antes.
Shep tuvo la súbita impresión de que esa visita, si no todo el rollo, desde las radiografías y el TAC hasta los bisturíes y los «puertos abdominales» y los nefastos medicamentos que vendrían, eran una farsa, una charada macabra. Por útil y tranquilizador que intentara ser ese medico, Shep sintió claramente que parecía estar diciéndoles lo que querían oír. Por su parte, también se sintió invitado a formar parte de un pacto con el médico, para así poder, los dos juntos, seguirle la corriente a Glynis. Como si le gastaran una broma, y era una broma perversa, vil, por la cual ella pagaría con cada fibra de su ser. Él no quería formar parte de eso. Formaría parte de eso.
—Pero antes de que sigamos adelante… —prosiguió el oncòlogo—. Dado que se trata de un cáncer tan poco habitual, quiero advertirles que mi experiencia es limitada. En el Phelps Memorial sólo se han visto dos casos en los últimos veinte años. No obstante, en el Presbiteriano de Columbia hay un especialista en medicina interna que trabaja en colaboración con un cirujano muy experto. Los dos tienen amplia experiencia clínica con el mesotelioma, y una óptima reputación.
—¿Intenta librarse de nosotros? —dijo Shep, con una sonrisa forzada.
El doctor Knox también sonrió.
—Ya puede decirlo. Los pacientes con mesotelioma acuden a la consulta de Philip Goldman desde todas partes del mundo. Tienen ustedes suerte, ya que el doctor Goldman está realmente aquí al lado. Ahora bien, no es barato. Y es muy posible también que su seguro no lo cubra. Tendrán que conseguir una autorización de la compañía si quieren que los cubra un médico que no es de la mutua, y sin duda alguna tienen ustedes una buena razón para hacerlo. Pero aun cuando la aseguradora se la niegue, les insto a que consideren la posibilidad de ir a ver al doctor Goldman. La mutua seguirá haciéndose cargo de la mayor parte de la factura; no conozco los detalles de su seguro médico, pero podrían exigir un porcentaje más alto de coaseguro. Y dado lo que está en juego… Bueno, supongo que el dinero no les preocupara.
—Por supuesto que no —se descubrió diciendo Shep—. Pagaremos lo que sea con tal de que Glynis vuelva a encontrarse bien.
Dados los ingresos de nodriza que su mujer sacaba trabajando para una fábrica de bombones, el «pagaremos» añadía farsa a la farsa. Que el «volver a encontrarse bien» también pudiera calificarse de farsa era algo que Shep aún no estaba preparado para considerar.
No obstante, mientras Knox apuntaba las señas del célebre y caro chamán de la nigromancia, Shep se detuvo a pensar en esa incógnita que, ahora oficialmente, ya no le «preocuparía». Por sí mismo no tenía valor, naturalmente. El dinero era un medio. Pero cuando se trataba de llegar a fin de mes nadie lo desestimaba rápidamente como algo que «no preocupaba». Comida, vivienda, ropa. Seguridad, en la medida en que tal cosa existiera, y por tanto también la capacidad de salvarse. Eficacia, poder, influencia. Desahogo, libertad, elección. Generosidad, caridad, si no amor, por sus hijos, por su mujer, por su padre, la evidencia palpable del amor. Educación, si no sabiduría, el requisito previo de información precisa. Si no felicidad, confort, que, de ser necesario, podía hacer las veces de la felicidad. Billetes de avión: experiencias, belleza, y la posibilidad de escapar. Por la descripción del que podía ser su salvador en el Presbiteriano de Columbia, supervivencia animal, supervivencia pura y dura. Pues ante un cáncer fulminante no se limitarían simplemente a seguir instrucciones y armarse de voluntad, no. Comprarían vida. Comprarían la vida de Glynis, día tras costoso día, y al final podrían ponerle una etiqueta con el precio a cada uno de ellos.
—¿Tienen alguna pregunta sobre lo que les he dicho hasta ahora? —preguntó el doctor Knox.
—Los efectos secundarios… —dijo Glynis. Unos efectos que, por supuesto, de «secundarios» no tenían nada. Eran efectos. Grandes, brutales y cualquier cosa menos colaterales.
—Cada paciente y cada medicamento son diferentes. Le advertirán para qué tiene que prepararse, se lo prometo. Lo primero es la cirugía. No nos adelantemos.
En el silencio que se hizo a continuación, Shep miró a su mujer, luego al oncólogo, y empezó a sentir pánico. No quería despedirse con un apretón de manos y después encontrarse en el coche y que la omisión, la elisión, la cobarde evasión, inundaran el vehículo como una emisión de gases tóxicos. Pero tampoco comprendía por qué tenía que ser él quien preguntara. Glynis podría haber planteado la cuestión obvia antes, pero, si lo había hecho, no había compartido con él el resultado de esa conversación, y eso parecía imposible.
Intentando obtener toda la información posible sobre una enfermedad de la que nunca había oído hablar hasta ese viernes, Shep se había pasado horas al ordenador durante todo el fin de semana. Hay que conocer al enemigo, se dijo. Sin embargo, en una página web de medicina muy compenetrada con el paciente, y con explicaciones de todas las pruebas y tratamientos que podían esperar los enfermos de mesotelioma, finalmente había llegado a una sección titulada «tasas de supervivencia». De tanto que la había mirado, había retenido casi de memoria el primer párrafo.
En esta misma página encontrará información detallada sobre las tasas de supervivencia para diferentes estadios de mesotelioma. Las hemos incluido porque mucha gente nos lo ha pedido. Sin embargo, no todos los diagnosticados de cáncer quieren leer esta clase de información. Si no está seguro de si quiere saberlo en este momento o no, entonces tal vez prefiera no leer esta página ahora. Siempre puede volver a ella.
Su primera impresión fue que los autores de ese texto estaban siendo condescendientes. Y su primer impulso fue el de desplazar el cursor hacia abajo. Siempre se había enfrentado a las dificultades. Pero esto era diferente, aunque solo fuese porque no era su dificultad. Por momentos parecía como si fuese a serlo, pero tendría que tenerlo en cuenta. Con todo, estaba claro que, cuando ese párrafo apareció en la pantalla, la reacción visceral no pudo ser más clara: terror. Cogió el ratón. Apartó la mano del ratón.
No desplazó el cursor hacia abajo. Siguiendo el consejo de saltarse la página, había regresado tres veces al mismo punto del mismo sitio web. Nunca desplazó el cursor. No estaba preparado. En esa consulta, con un ser humano que podía hablar con toda esa inútil amabilidad, ya era hora de hacerlo.
—Qué posibilidades tiene —dijo Shep, y en un tono tan sombrío que fue incapaz de darle a la frase la entonación necesaria para que sonara como una interrogación—. Cuanto tiempo. —En un momento como ése no se podía ser ambiguo. Y formó la pregunta con todas las letras—. ¿Cuánto tiempo va a vivir mi mujer?
Pero fue Glynis la que habló.
—No hay manera de saberlo. Cada paciente es distinto, ya has oído al doctor. Cada paciente reacciona de un modo distinto y, como ha dicho, constantemente salen al mercado nuevos medicamentos.
Mirando primero a uno y luego al otro, el doctor Knox pareció evaluar detenidamente a la pareja.
—Lo importante es no perder el optimismo. A menudo me han presionado para que dé un pronóstico concreto, e incluso cuando he transigido, no puedo decirles con qué frecuencia me he equivocado. Cuántas veces he predicho que a un paciente le quedaba tanto tiempo de vida, y más tarde, años después del momento en que ya esperaba tener que enviar flores, el paciente en cuestión le da una paliza a su mejor amigo en una partida de squash.
—Además, usted ha dicho que ayuda —dijo Glynis— el hecho de que mi estado de salud sea bueno. No tengo sobrepeso, el colesterol está bien. Hago ejercicio, no hay otras enfermedades que compliquen el cuadro y sólo tengo cincuenta años.
—Absolutamente —subrayó el doctor Knox—. Fijar un día concreto para la catástrofe se parece a ir a la guerra y elegir por anticipado el día en que uno prevé perderla. En medicina, igual que en lo militar, es la actitud positiva lo que arroja buenos resultados.
Shep estaba acostumbrado a oír hablar de la enfermedad como si se tratase de un enfrentamiento armado: la «batalla» contra el cáncer, pacientes a los que invariablemente se los denomina «auténticos luchadores», con un «arsenal» de tratamientos a su disposición con los que «vencer» la invasión de células caprichosas. Pero la analogía tema algo que no convencía. Su breve experiencia hasta el momento se parecía más a la del mal tiempo. Por tanto, era como si el médico hubiese declarado que «irían a la guerra» en medio de una tormenta de nieve o con viento huracanado.
—Sí, bueno, no quería parecer pesimista, y tiene que haber una variación enorme… —repuso Shep, consciente de sus deberes. No obstante, estaba sorprendido. Dada la fiereza de Glynis, su actitud desafiante, su lado oscuro (de los dos, él era, por naturaleza, el que más tendía a ese optimismo que Knox estimulaba), la habría incluido entre los que sí seguían leyendo. No cabía duda de que aún descubriría más cosas de ella. Tal vez no se conocía nunca a nadie hasta que moría.
Así pues, bloqueado y sin poder «adelantarse», Shep dio marcha atrás.
—Amianto —dijo. Le pareció extraño que hubiesen hablado tanto sin que nadie mencionara la palabra—. El mesotelioma se asocia casi exclusivamente con el amianto. ¿Cómo pudo estar expuesta mi mujer al amianto?
—De eso ya hemos conversado su mujer y yo, y me temo que no hemos resuelto el misterio. Me ha contado que, que ella sepa, nunca ha trabajado con ese material. Deduzco que tampoco nunca han hecho reemplazar el aislamiento térmico de la casa. Pero hubo un tiempo en que había amianto por todas partes…, y solo hace falta inhalar o ingerir una fibra… El periodo de gestación del mesotelioma puede ser de veinte a cincuenta años, lo cual hace increíblemente difícil identificar el producto causante de la enfermedad. ¿Acaso tiene importancia?
—A mí sí me importa —dijo Glynis, algo acalorada. Hasta ese momento se la había visto sumisa, pero finalmente, en un ramalazo de cólera, empezó a comportarse como de verdad era. Si en la calle un desconocido le clavara en el vientre una cuchilla carnicera, ¿no querría saber quien fue?
—Es posible… —dijo el doctor Knox—. Pero me preocuparía más por llegar a un hospital para que me remendaran. Si la desgracia fue por «estar en el lugar equivocado en el momento equivocado», quien, o, en este caso, que, fue el culpable sería más que nada cuestión de pura curiosidad.
—Mi curiosidad no tiene nada de pura —dijo Glynis—. Puesto que van a abrirme en canal y a quitarme las tripas como a un pescado, y después van a atiborrarme de medicamentos que me harán vomitar, que me dejarán calva y me harán dormir todo el día, dormir, si tengo suerte, pues sí, me gustaría saber quién me ha hecho esto.
El oncólogo se mordió la mejilla por dentro. Esa consulta debía de haber visto bastante furia e impotencia.
—Tal vez debería haberlo preguntado antes. ¿De qué trabaja usted, señor Knacker?
—Dirijo…, bueno, trabajo para una empresa de reparaciones domésticas. Mantenimiento…, ya sabe, fontaneros, electricistas. Proporcionamos los materiales…
El médico lo miró aún más fijamente.
—¿Hace o ha hecho usted mismo esa clase de trabajo?
«Mantenimiento» sonaba a trabajo de poca categoría —para su padre siempre había tenido un toque de clase baja, y Jackson había inventado toda clase de toscos eufemismos para evitar la palabra—, pero Shep se negaba a considerar la ocupación algo vergonzoso. Si Glynis, en las cenas con amigos, también prefería hablar del lado más ejecutivo, él no veía nada indigno en el trabajo físico, y era más probable que considerase innoble pasarse años apoltronado en un sillón delante de un escritorio.
—Sí, por supuesto.
—¿Y trabajó con productos para aislamientos o con cemento…? ¿Materiales ignífugos, de insonorización, para techar…, alcantarillado, canalones para el agua de lluvia…, suelos de vinilo, yeso…, depósitos de agua?
Shep percibió una señal de recelo, la intuición de que ése era un punto en que los delincuentes espabilados sometidos a un interrogatorio se ampararían en la Quinta Enmienda. Por el contrario, los inocentes creían que no tenían nada que ocultar y parloteaban como unos idiotas hasta que terminaban desnudando el alma. No era de extrañar que la palabra «inocente» significase dos cosas, libre de pecado e ignorante.
—Todo lo que ha mencionado, en un momento u otro. ¿Por qué? Nunca llevé a Glynis a trabajar conmigo. Si alguno de esos materiales contenía amianto, ¿no debería ser yo el enfermo?
—Podría haber llevado fibras de amianto a casa, en la ropa. De hecho, hace poco me enteré del caso de una mujer con mesotelioma, en Gran Bretaña, que ha llevado a juicio al Ministerio de Defensa. Su padre era técnico en aislamientos en un astillero de la marina, y ella está segura de que se expuso al amianto al abrazar a su padre de pequeña.
Como adulto, Shep rara vez se sonrojaba, pero de pronto las mejillas le ardían.
—Eso parece exagerado.
—Hummm —dijo el doctor Knox—. ¿Una sola fibra, en la mano, llevada a la boca? Mala suerte sí, pero exageración no.
A la ola de calor siguió una de frío cuando Glynis se volvió hacia él con expresión acusadora. Primero, Shep tan absorto en su «pequeño mundo» que su mujer no le confía que esta haciendo unas pruebas que acaban detectando una enfermedad mortal, y ahora, que se la había transmitido él.
Shep rompió finalmente el silencio cuando abrió el coche en el aparcamiento de Fort Washington.
—Creía que el amianto se había prohibido hace mucho tiempo.
—Todavía no está prohibido —dijo Glynis, acomodándose furiosa en el asiento del pasajero—. La Agencia de Protección del Medio Ambiente prohibió finalmente esa mierda en 1989, pero en 1991 la industria consiguió que los tribunales revocaran la prohibición. No puede usarse en aislamientos y cosas así, eso es todo, ni en la construcción de nada nuevo.
A Shep lo asombró ver que Glynis había hecho los deberes y que estaba muy puesta en el tema —era imposible que las fechas en que se había regulado el uso del amianto fueran parte de unos conocimientos generales—, tanto más cuanto que era evidente que se había abstenido de aprovechar la copiosa información disponible acerca de su enfermedad. No estaba muy segura de los efectos secundarios de los medicamentos cuyos nombres e inconvenientes aparecían meticulosamente listados en un sinnúmero de páginas de Internet; era de las que no seguían leyendo. Con todo, sus búsquedas en el ordenador al parecer se habían centrado no en lo que le estaba ocurriendo o lo que le ocurriría en adelante, sino en a quién había que echarle la culpa. Que encauzara tan mal sus energías era algo típico de ella, dolorosamente típico.
—No estoy totalmente seguro de cómo podía haberlo sabido. —Shep no puso el coche en marcha, pero miró atentamente por el parabrisas como si estuviera conduciendo—. Los materiales que usaba para trabajar eran los mismos que usaban todos. Fontaneros autorizados, techadores profesionales… Yo nunca escatimé en gastos ni empleé ningún material a sabiendas de que otros técnicos trataban de evitarlo.
—Podrías haberlo sabido fácilmente. ¡Y deberías haberlo sabido! Las pruebas sobre los peligros del amianto se remontan a 1918, y empezaron a acumularse en la década de 1930, pero la industria suspendió la investigación. La conexión específica entre el amianto y el mesotelioma se estableció en 1964. ¡Antes incluso de que tu empezaras con Knack! En los años setenta ya se sabía que el amianto podía matar. ¡Yo crecí rodeada por esas historias, y tú también!
—Glynis, trata de hacer memoria —dijo Shep, intentando razonar y manteniendo la voz baja y calma—. Los primeros años dedicaba doce y a veces catorce horas al día para que Knack despegara. No tenía tiempo para leer los periódicos de la primera a la ultima página. Mucho menos para dejarme los ojos en una lista microscópica de ingredientes cada vez que abría una lata.
—No estamos hablando de que no tenías tiempo para seguir cada vuelta de tuerca de las conversaciones de paz en Oriente Medio. Tenías la obligación de estar al día en las cuestiones de salud y seguridad que incidían directamente en tu trabajo, y de hacer cualquier modesta investigación que fuese necesaria para elegir productos seguros y no mortales. Y no sólo por ti, ni, ya que estamos, por tu mujer y tus hijos. ¿Y tus empleados?
—Ya no tengo empleados —dijo Shep en voz baja—. Glynis, ¿por qué haces esto? ¿Te estás vengando de mí por lo de Pemba?
Pero desviarla del tema era misión imposible.
—¡Todas esas empresas demandadas a diestro y siniestro durante décadas, pero tú, tú escondes la cabeza bajo el ala y lo ignoras totalmente!
Shep nunca había sido un hombre de causas. Lo suyo era ver dos lados de las cosas; peor aún, muchos lados, hasta tal punto que sus conocidos a menudo lo tomaban por un hombre sin opiniones. Él sintonizaba con particularidades, complejidades y circunstancias atenuantes. No criticaba a los ideólogos; Jackson le resultaba divertido. Había causas cuyos defensores habían salido vencedores y habían mejorado las cosas. Lo alegraba que su mujer pudiese votar, y que los negros ya pudiesen beber de las mismas fuentes que los blancos. Y también era a todas luces algo bueno que unos activistas hubiesen demonizado el amianto y que sus compañeros de trabajo ya no remplazaran aislamientos que podían matarlos ni se arriesgaran a que su propia mujer les asignara el terrible papel de «el que contamina».
No obstante, él también había fundado una empresa, y comprendía mejor que la media lo que era una empresa. Ni un ogro ni una abstracción. Era una amalgama de muchas personas, incluidos el ocasional empleado chapuzas o el fanático preocupado únicamente por el saldo final y que podían cargarse décadas de dedicación colectiva. Era una intersección de muchos productos, y cada uno de esos productos estaba conectado con otra empresa, también formada por mucha gente, gente decente que no siempre tenía ganas de ir a trabajar cada mañana y que, sin embargo, lo hacía, y cada una de esas empresas tenía un montón de obligaciones: accionistas, inversores, seguros médicos y pensiones. No obstante, una empresa también era una entidad a la que alguien quería. No es que se disculpara por malas prácticas, pero la falta de ética corporativa era, por tanto, algo difuso y profundamente personal. Dado ese carácter difuso, él no conseguía entender en qué consistía la satisfacción de señalar con el dedo a «una empresa», y mucho menos a «una industria». A fin de cuentas, bastaba con mirar a Glynis. En lugar de despotricar contra «una industria», se veía a la legua que la alegraba mucho más encontrar un culpable en alguien a quien podía literalmente coger con las manos.
Shep se preguntó si Edward Knox tenía alguna idea de lo angustiantes que habían sido sus palabras cuando dijo que Glynis podía tener cáncer simplemente por un abrazo.
Sin embargo, si eso la ayudaba, si se moría de ganas de contarse a sí misma una historia, aceptar al papel del villano era un servicio que Shep podía prestar. Es posible que, aunque no lo pareciera, fuese un servicio insignificante.
—Lo siento —dijo Shep—. No tenía ni idea de que el amianto fuese tan mortal. O que estuviera en todos esos materiales que mencionó tu médico. Pero tienes razón, tendría que haber leído esos artículos. Antes de trabajar con un producto debería haber sabido qué contenía. Fui un irresponsable. —Se ahogó un poco al pronunciar ese último adjetivo, que ni él ni nadie nunca en la vida le habían aplicado a él—. Y ahora eres tú la que tiene que pagar. No es justo. El enfermo debería ser yo. Ojalá lo fuese. Ojalá cargara yo con ese cáncer.
No estaba seguro de que eso fuera cierto, pero sospechaba que en el debido momento lo sería, lo cual lo hacía bastante cierto.
Cuando volvieron a casa, Glynis reconoció que no tenía mucha hambre, pero Shep insistió en que no podía perder las fuerzas. Aunque sabía que para ella esa sugerencia había sido siempre un anatema, se atrevió a decir que antes de la operación probablemente debía engordar un poco. Tras el momento violento en el aparcamiento cerrado de Fort Washington —ninguno había levantado una mano, pero fue violento—, estaban tranquilos, moviéndose uno alrededor del otro con una deferencia exagerada. Shep se ofreció a preparar la cena, lo cual no era su tarea habitual. No intentaba dar a entender que era una forma de penitencia, pero sí que preparar una comida no era sino el comienzo de una penitencia muy larga, de más gestos y más sacrificios y muchas más comidas. Glynis no tenía ganas de pelea, como tampoco, a decir verdad, ganas de cocinar, y lo dejó hacer.
—¿Papá está preparando la cena? —dijo Zach, que entró en la cocina arrastrando los pies. Ya fuera por la edad o por el carácter, el hijo de Shep y Glynis, de quince años, atravesaba una etapa en la que parecía esforzarse por ser invisible. Zach se volvió hacia su padre, que pelaba patatas—. ¿Qué has hecho mal?
La certera intuición de Zach siempre impresionaba a Shep, y lo ponía nervioso.
—¿Dónde quieres empezar?
Glynis y Shep habían decidido no decir nada a los hijos sobre la enfermedad de la madre hasta que ellos mismos estuvieran en condiciones de prepararlos mejor para lo que cabía esperar y hubieran confirmado el diagnóstico tras pedir una segunda opinión. O ésa era la excusa; más seguro era que simplemente estuvieran posponiendo una escena dolorosa. Pero Zach sabía que algo pasaba. Como ya casi nunca comía con los padres, esa sigilosa incursión en la cocina era una misión de espionaje, y hurgar en la nevera un mero pretexto.
Con todo, Shep agradecía que un tercero viniese a aflojar la tensión y a ayudar en la tarea de aparentar que eran una familia normal. Un adolescente hambriento en busca de algo que comer, unos padres que a cambio suplicaban un bocado de esa bien guardada despensa que era la vida privada del hijo. Un cuadro harto conocido que pronto pasaría a formar parte del pasado. En los meses que se avecinaban, Zach tendría que aprender a ser un «buen hijo» y, por tanto, un hijo artificial.
—¿Vas a salir? —preguntó Shep.
—Nooo —dijo Zach, «Z» para los amigos. Sus padres lo habían bautizado Zachary Knacker antes de conocerlo. Les había gustado la asonancia, la cadencia, como de traqueteo de una locomotora de vapor, pero al chico le sonaba a «personaje del Dr. Seuss» (El gato garabato era probablemente el último libro que Zach había leído de principio a fin). El nombre era demasiado altisonante para un chico desesperado por no destacar; por eso ahora quedaba relegado al final del alfabeto en una sola y críptica letra.
—¡Pero es viernes por la noche! —dijo Shep. Sencillamente intentaba que su hijo se quedara en la cocina. Zach nunca salía. Se quedaba en su habitación. Y sus raras salidas eran para ir a la habitación de otro muchacho de su edad. Todos vivían conectados, y se pasaban horas jugando a juegos para ordenador, una diversión que al principio había desesperado a Shep, hasta que la entendió. Lo atractivo no eran la sangre y las visceras, ni la agresión. En los días que había tenido tiempo libre —¿cuándo había sido?—, Shep había disfrutado resolviendo crucigramas. No era muy bueno, pero daba igual; esos pasatiempos sólo cumplían su finalidad de manera incompleta. Cómicamente nada tecnológicos en comparación, pero el cuelgue era el mismo. La recompensa de todos esos pasatiempos era la concentración, centrarse en algo sin que importara lo que sucediese. A eso no se le podía poner pegas, y Shep no lo hacía.
—Solo otra noche de la semana para mí —dijo Zach, metiendo una calzone en el horno tostador. Como era larguirucho, podía permitirse un poco de grasa. Shep peló despacio la última patata mientras miraba a su hijo. Los rasgos de la cara de Zach crecían a ritmos diferentes, como a tontas y a locas; la frente demasiado ancha, los labios demasiado llenos, el mentón demasiado pequeño; nada guardaba las proporciones, como un cacharro de cuatro ruedas montado con piezas de muchos coches distintos. Lo que más le hubiera gustado a Shep habría sido tranquilizar a su hijo y decirle que dentro de dos o tres años esos elementos se estabilizarían en la misma simetría robusta y cuadrada que tenía el rostro de su padre. Pero no sabía cómo decirlo sin parecer que se adulaba a sí mismo, y prometerle que pronto sería un hombre guapo para Zach sólo querría decir que ahora era feo.
—Eh, mamá. —Zach miró de refilón a su madre, que estaba sentada a la mesa del desayuno en un ángulo más agudo que el acostumbrado—. ¿Estás cansada? Sólo son las siete.
Glynis esbozó una débil sonrisa.
—Tu madre se está haciendo vieja.
Shep advirtió que de repente para Zach toda esa comedia de familia feliz era demasiado. Hasta hacía una semana el chico no sabía que su padre se disponía a huir a la costa oriental de África, y no sabía que a su madre acababan de diagnosticarle un cáncer raro y mortal, y mucho menos sabía que, en lo que respectaba a la enfermedad de la madre, la culpa era del padre. Pero esas cosas no dichas, que difícilmente podían calificarse de fortuitas, emitían algo equivalente a las ondas de alta frecuencia que ahora las tiendas que abren toda la noche emiten en la fachada para mantener alejados de la puerta a los grupillos que merodean por la acera. Lo que unos oídos adultos y embotados ya no podían detectar era insoportable para los oídos de un adolescente, y lo mismo podría decirse del fraude emocional. Zach sacó la pizza de la tostadora antes de que estuviera lista y se llevó la cena arriba, semicongelada y envuelta en una servilleta de papel, sin molestarse siquiera en decir hasta luego.
Pollo asado, patatas hervidas, judías verdes al vapor. Fue Glynis la que pidió esa cena, pero después sólo picoteó.
—Me siento gorda —confesó.
—Pues has perdido peso. Es sólo líquido. Tienes que dejar de pensar de esa manera.
—De pronto parece que tengo que ser una persona diferente.
—Puedes ser la misma persona que come más.
—No creo que sea tu pollo lo que me da tan pocas ganas de comer —dijo Glynis.
Y sin duda era cierto. Dada la finalidad de la comida, las ganas de comer implicaban ganas de futuro.
En ese momento a Shep lo inundaba la inútil, pero abrumadora sensación de no querer que pasara lo que estaba pasando. Era casi como si eso fuera a desaparecer si él se negaba con suficiente firmeza a permitir que ocurriese, la misma firmeza con la que a veces había tenido que enfrentarse a Zach y prohibirle más juegos de ordenador hasta que sacara mejores notas. No desapareció, y la sensación pasó. Estaba de pie detrás de la silla de Glynis y le acarició los hombros, inclinándose para rozarle la sien con el morro, como un caballo cariñoso.
—Esta no es la razón —dijo Glynis— por la cual una mujer que se respetase a sí misma querría que su marido se quedara.
—Bah, no creo que hubiese sido capaz de irme estando contra las cuerdas. Incluso sin esto.
Otro pequeño sacrificio —de la opinión que tenía de sí mismo—. Pero entonces era posible que al final no se hubiese ido a Pemba. Como recordaba la Fuente de la Boda, que murmuraba en la habitación de al lado, Shep estaba hecho de agua.
—¿Y si lo hubiera sabido una o dos semanas después?
Un acuerdo tácito; hablarían por alusiones —sin especificar jamás que el qué no era la razón por la que una mujer querría que su marido se quedara, ni adonde se habría ido Shep, ni qué habría sabido Glynis una o dos semanas más tarde—, por si Zach volvía a bajar. Un diálogo elíptico que la mayoría de los padres reconocerían, pero lo más probable era que no sirviese para nada; los hijos que escuchaban detrás de la puerta llenaban los espacios en blanco con sus peores miedos. Un pequeño detalle. Si hubiera oído esa conversación, Zach se habría visto forzado a inferir cualquier cosa, y peor que la verdad.
—Entonces me lo habrías contado —dijo Shep— y yo habría vuelto.
—Acabas de decir que no te hubieras ido de ninguna manera.
—Tú estabas haciendo una hipótesis. Yo también. Por favor, no te aferres a eso.
Una petición ridícula. Diez años antes, Ruby, la hermana de Glynis, le había enviado para el cumpleaños un juego de estilográfica y bolígrafo para el escritorio; el logotipo de la base delataba que era un regalo del Citibank. Glynis recordaba indefectiblemente el insulto en cada cumpleaños. Hacía poco, Petra Carson, su mejor amiga (y su némesis) de la escuela de artes y oficios, había tomado tontamente de un modo literal la insistencia de Glynis a que fuera crítica con su trabajo, y tímidamente se había arriesgado a decir que la pala para pescado con incrustaciones de baquelita era «tal vez un poco gruesa»; desde entonces la pobre había tratado de compensar la metedura de pata con cumplidos exagerados a las cuberterías de Glynis, pero en vano. Si no podía dejar de sentirse agraviada por recibir un regalo reciclado o por comentarios que no apreciaban como correspondía su obra en metal, la posibilidad de que perdonara y olvidara una tentativa de abandono conyugal era más bien remota.
Exhausta, Glynis decidió retirarse temprano y Shep prometió que la seguiría pronto. En cuanto ella subió, él salió al porche delantero. En la oscuridad, el campo de golf, al otro lado de la calle, perdía su aspecto elegante y casi podía tomarse por un páramo. Hacía frío y el cielo estaba despejado. Había salido en mangas de camisa, e hizo frente al frío para seguir el rumbo de un avión que aceleraba entre las estrellas y esperar hasta que ese quejido distante se extinguiera, hasta que ya no pudo ver las luces rojas de la cola. Después entró, cerró con llave y subió a su estudio sin hacer ruido. De la habitación de Zach seguía saliendo una línea de luz, así que cerró la puerta. Una vez dentro, sacó los billetes electrónicos impresos del cajón de abajo del escritorio. Tenían fecha para ese día. Los metió en la trituradora de papel, hoja a hoja. Las fauces de la máquina los devoraron con un gruñido intestinal; los billetes cayeron debajo, en la papelera. La Otra Vida fue deformándose hasta quedar reducida a confeti. Había comprado la trituradora para protegerse contra una posible usurpación de identidad. Qué extraño, ¿no?, que ahora esa misma máquina se quedara con el Shep que él había sido.
Por último, se sentó delante del ordenador y entró en la página web cuya dirección el buscador encontró después de sólo tres pulsaciones. Cuando llegó a «tasas de supervivencia», Shep se negó a detenerse aunque sólo fuera un instante; tirarse de cabeza al agua, sin vacilar, siempre había sido la mejor manera de zambullirse en las pozas heladas de las White Mountains de su infancia. Desplazo el cursor hacia abajo. Leyó detenidamente hasta el final y luego volvió a leer. Cuando apagó el ordenador, intento llorar, bajito, para no despertar a su mujer.