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—No se irá nunca —dijo Carol mientras lavaba la rúcula.

—Y una mierda —dijo Jackson, robando un trozo de salchicha italiana de los pimientos salteados—. Ha comprado el billete. Lo he visto. Mejor dicho, los he visto. Le dije que no malgastara el dinero en los otros dos. Glynis nunca se irá, de eso puedes estar segura. Yo de eso me di cuenta mucho antes que él. Glynis pensaba que todos esos viajes eran un juego. Un juego del que se hartó.

—Tú siempre piensas que yo creo que Shep es demasiado cobarde. No es eso. Es demasiado responsable. Nunca dejará tirada a la familia, eso no va con él. ¿Crees que cogerá el equipaje de mano y que se irá sin volverse a mirar atrás? ¿Que empezará de cero una nueva vida con casi cincuenta años? ¿Has conocido a alguien que lo hiciera de verdad? Además, ¿por qué lo haría? Aun cuando se vaya para dejar claro algo, no tardará nada en volver… Flicka, ya ha pasado al menos media hora. ¿Te has puesto las lágrimas?

La hija mayor de Jackson y Carol emitió un suspiro nasal, algo a mitad de camino entre un gruñido y un gemido. Sus tonalidades eran refinadas, y transmitían un sí y un no a la vez. Fastidiada, Flicka rebuscó en el bolsillo del jersey hasta encontrar la bolsita Ziploc y después, empleando uno de entre varias decenas de minúsculos tubos de plástico, se aplicó en los dos ojos unas lágrimas artificiales cuya forma a Jackson siempre le recordaban la bomba que cayó sobre Nagasaki. Como de costumbre, la niña tenía los ojos irritados y las pestañas pegoteadas con vaselina.

—¿Qué? ¿Con el rabo entre las piernas? —dijo Jackson—. No sabes apreciar el orgullo masculino.

—Oh, ¿de veras? —dijo Carol, fulminándolo con la mirada—. Y por cierto, ¿dónde queda «Pemba»?

—Frente a la costa de Zanzíbar —dijo Jackson—. Es famosa por el clavo de olor. Toda la isla apesta a clavo de olor, o al menos eso es lo que me cuenta Shep. Me lo imagino reclinado en la hamaca y respirando el olor del whisky caliente y la tarta de calabaza.

—¿Qué te apuestas a que se va? —dijo Flicka—. Si dice que va a hacerlo… Shep no es un mentiroso.

Aunque a veces la tomaban por la menor de las dos hermanas, que tenía once años, Flicka tenía dieciséis; pero, del mismo modo en que se calcula la edad relativa de las mascotas, su verdadera edad, en términos de sufrimiento humano, se acercaba más a ciento tres. Dado que el aquí y ahora había terminado siendo un sufrimiento eterno, Flicka se sentía naturalmente cautivada por la idea de otro lugar.

Jackson le alborotó el delicado pelo rubio. De pequeña siempre se lo habían hecho llevar bien corto para impedir que se ensuciara una y otra vez con vómitos, pero como desde la funduplicatura sólo tenía arcadas, Flicka se lo había dejado crecer.

—¡Ésta sí es una chica con un poco de fe!

—Pero… ¿qué podría hacer? —insistió Carol—. ¿Fuentes ingeniosas para el Tercer Mundo? Shep no es de los que se pasarían el día tumbado alegremente en una hamaca.

—Puede que fuentes no, pero qué diablos, podría cavar pozos. Shep es útil No puede evitarlo. Si yo viviera en una choza de adobe, me gustaría tenerlo de vecino.

—¡Flicka, apártate de la cocina!

—No estoy cerca de la puta cocina dijo Flicka, arrastrando las palabras con su habitual tono inexpresivo. Su voz siempre sonaba no sólo adenoidea, sino como si la niña estuviera algo achispada, como Stephen Hawking después de una botella de Wild Turkey. También sonaba hosca, y eso era real, y era una de las cosas que Jackson adoraba de ella. Flicka se negaba a interpretar el papel de la niña discapacitada risueña y animada que le alegraba el día a todo el mundo con su asombroso coraje.

—¡Basta ya! —dijo Carol, quitándole a Flicka de la mano el cuchillo para pelar verduras y dejándolo otra vez encima del mármol.

Flicka volvió hacia la mesa tambaleándose, con una manera de andar que la mayoría consideraba torpe pero que a Jackson siempre le había parecido extrañamente garbosa: el tronco caído hacia un lado y luego hacia el otro mientras las manos compensaban el balanceo con unas sacudidas elegantes y casi imperceptibles, los pies apoyados con cuidado, primero el talón, luego la planta, como un funámbulo.

—¿Pero qué te has pensado? —dijo Flicka—. ¿Que voy a rebanarme los dedos y ponerlos en la ensalada porque los confundo con zanahorias, baby?

—Eso no tiene gracia —dijo Carol.

Y no la tenía. Una vez, cuando Flicka tenía nueve años, había querido echar una mano preparando una ensalada, y gracias a que el repollo empezó a cambiar de color —de verde a rojo, cual col lombarda— Jackson advirtió que a la niña le faltaba la punta del dedo índice de la mano izquierda. En urgencias volvieron a ponérselo en su lugar, pero él ya nunca pudo volver a comer ensalada de repollo con mayonesa. Podía parecer una bendición que las extremidades de la niña fuesen tan insensibles al dolor que para la sutura no necesitara anestesia local, pero cuando Jackson obligaba a sus compañeros de trabajo a pensar en serio lo que eso significaba, los colegas palidecían. Jackson explicaba que algunos de esos niños pueden romperse una pierna y arrastrarla un par de calles, y no darse cuenta de que ha pasado aleo hasta que la extremidad se les interpone en el camino. Para Flicka, por supuesto, chocar con cosas y sangrar por todas partes era meramente un engorro, algo parecido a rasgar una bolsa de arroz y tener que barrer el suelo.

—Nunca he entendido por qué tienes tantas ganas de que Shep se vaya de este país —volvió a atacar Carol—. Es tu mejor amigo. ¿No lo echarías de menos?

—Claro que sí, nena. Lo echaré de menos como un cabrón —dijo Jackson, y se abrió una cerveza, pensando que una cosa que no iba a echar de menos sería tener que defender a Shep ante todos los que en Knack seguían dudando. (Para él, la empresa seguía llamándose Knack, independientemente del nombre vergonzoso y bobalicón que ese gordo imbécil hubiese querido ponerle). Tal vez habría debido esperar hasta que Shep estuviera en el avión, pero ese día, después del almuerzo, no había podido contenerse cuando el diseñador de la página web hizo otro comentario insidioso. Así pues, con enorme satisfacción anunció que no, que Shep ya había comprado el billete, pedazo de fracasado, y que a partir de esa misma tarde ya no vería el interior de esas oficinas donde se asfixiaban con la calefacción a tope. Con eso había conseguido que el muy cretino se callara en el acto. Además, todavía no le había sugerido la idea a Carol, pero sí, había pensado que podían ir a visitarlo algún día, cuando ya estuviera más instalado. En realidad, y aunque no fuese algo a lo que ya estuviera dispuesto a enfrentarse, tenía ciertas ganas de coger a la familia e irse a vivir a Pemba con su amigúete, y para siempre. Era obvio que Carol no se pondría a pensar en eso ahora, pero sobre el horizonte se cernía una época oscura en la que un cambio de aires podía ser terapéutico.

—Con todo, alguien tiene que poder largarse de aquí, querer algo mejor que esto, ¿no? —prosiguió Jackson después de echar un trago y poniendo los pies encima de la mesa—. Por Dios, que se lo queden los inmigrantes. Me encanta pensar que un día toda la población nativa de este enorme fraude hará las maletas, cerrará la puerta al salir y arrojará las llaves a las masas. Y que todos se irán a vivir a esos poblados de moda y superétnicos de Mozambique y Cancán donde hay todas esas casas desocupadas porque sus dueños están limpiando retretes en Cleveland. Si tanto quieren vivir aquí, pues que vivan, joder. Pueden romperse el culo trabajando y dejar que les quite la mitad del sueldo un gobierno que, si tienen suerte, de vez en cuando se acuerda de arreglar una acera e invade otros países sin pedir permiso y a costa de ellos. Un país donde cuchitriles de dos dormitorios cuestan más de lo que ganarán en toda una vida de trabajo y donde a sus hijos no les enseñan a contar, pero sí a convertirse en maestros de la «autoestima»…

—Jackson, no empieces.

—Aún no he empezado. Apenas he empezado…

—No querrás sobreexcitar a Flicka.

—¿Te estoy sobreexcitando, Flick?

—Si dejaras de hablar de impuestos y de parásitos, y de «Gilis y Gorrones» —dijo Flicka—. Si dejaras de hablar de cómo los asiáticos están tomando el mundo por asalto, de cómo «en este país ya nadie hace nada para que no se rompa la primera vez que se usa» y de cómo «estamos convirtiendo a todos nuestros hijos en mariquitas»… Entonces sí me sobreexcitaría.

Es posible que Flicka pareciera tener diez años y ser algo retrasada, pero era muy lista —o «de alto funcionamiento», una expresión que a Jackson siempre le había parecido insultante—. No era justo, pues Carol hacía la mayor parte de las pesadas tareas que correspondían tanto al padre como a la madre, pero Flicka siempre parecía confabulada con él. Podía ser una chica pálida y esquelética con el pelo lacio y sin vida, con manchas rojas en la piel y —una red biológica de la que Jackson nunca había oído hablar hasta que se la diagnosticaron— un sistema «autonómico» estropeado, y él era un operario de cuarenta y cuatro años, moreno, fornido y medio vasco, pero la configuración emocional predeterminada era idéntica: indignación.

—No vayas repitiendo ese rollo de que los asiáticos están tomando el mundo por asalto sin añadir que tu padre ha dicho que lo merecen —la reprendió Jackson; en presencia de cualquiera que pudiera descodificar su lento y arrastrado gemido, esa clase de cargada retórica racial podía hacer que Flicka, y sobre todo su padre, se viesen metidos en no pocos líos—. Los chinos, los coreanos… trabajan duro e ignoran los consejos imbéciles de unos profesores que les dicen que esperen a aprender las tablas de multiplicar hasta que tengan ganas. Ésos son los verdaderos norteamericanos, los norteamericanos de antes, y están colonizando nuestras mejores universidades no con alguna ayuda de acción afirmativa, sino por sus méritos…

Como siempre, Carol no prestaba la menor atención. Mientras perdía el tiempo en Knack, Jackson sacaba de la red mucha información poco conocida, pero su mujer pensaba que todo eso ya lo había oído y no le daba mayor importancia. Algunas mujeres darían las gracias por tener un marido que todos los días traía a casa factoides nuevos y fascinantes (aunque hiciesen montar en cólera) y que tenía un punto de vista desacostumbrado e incisivo (aunque deprimente) que le permitía entender el mundo, pero para ella estaba lejos de ser una suerte. Todo indicaba que podría haberse sentido más contenta con un esclavo dócil que lavara crédulamente los botes de mayonesa aunque la mayor parte del «reciclado» terminase en un vertedero, que donase alegremente a la Sociedad de Beneficencia de la policía desafiando el hecho de que benéfico y policía eran dos términos que a duras penas encajaban entre sí, y que, como acto de civismo, defendiese el tener que sacrificar casi todos sus ingresos disponibles para ponerlo en manos de unos burócratas sinvergüenzas e incompetentes. En una palabra, hubiera preferido un marido que se dejase lavar el cerebro y se tragase la patraña del «patriotismo», un engaño que ladinamente convertía un accidente arbitrario, como el nacimiento, en una especie de frenesí salvaje, propio de un forofo, como el que había llevado a Jackson a ponerse ciego en el hueco de tal o cual escalera cuando todo el instituto hacía piña para animar a su equipo.

Sí, claro, la política de Carol siempre había sido timorata, pero por lo demás ella no había sido así. Cuando se conocieron, Carol se ocupaba de la jardinería de una casa en la que él también tenía un importante trabajo de yesería; habían hecho causa común tildando al dueño de gilipollas, y la casualidad de que los dos fuesen subordinados los había situado al mismo nivel. Por tanto, en aquel entonces no fue un factor, a pesar del trabajo tedioso y mal remunerado para unos jóvenes que acababan de terminar los estudios, el hecho de que Carol tuviese un título de horticultora por la Universidad de Pensilvania o que su padre (que siempre pensó que la hija se había casado con un hombre de clase inferior) no fuese un chapuzas cualquiera, sino un promotor inmobiliario. Mientras hacía ese trabajo, a Jackson lo había atraído una mujer guapa a la que no le daba miedo ensuciarse las manos y que levantaba sacos de turba de quince kilos. Pero lo que más le había gustado de ella era que sabía discutir. Carol disentía con él en todo, y mientras se tomaban unas cervezas después del trabajo, se fueron acostumbrando. Hoy parecía como si Carol ya hubiera ganado en virtud de algún procedimiento sumario, así que, para qué molestarse, lo cual no dejaba de ser un misterio, pues Jackson no podía recordar que hubiese perdido una sola discusión.

Y antes ella nunca solía irradiar esa seriedad de aguafiestas. Antes había sido divertidísima, o al menos le había reído las gracias, cosa que a él le producía una sensación aún mejor que tener que reírle las suyas. Jackson lo atribuía a Flicka. La responsabilidad cambia a la gente. Una de las razones por las que Carol ya apenas bebía: en cualquier momento la vida de su hija podía depender de que su madre estuviera sobria y lúcida. Era como ser medico, pero sin el golf. Siempre se estaba de guardia.

Así, Jackson volvió sobre el tema que al menos parecía interesar a su mujer.

—Tu no entiendes por qué es tan importante para mí que Shep siga adelante con su plan de salirse de esta parodia de «libertad». Pero démosle la vuelta. ¿Por qué es tan importante para ti que no lo haga?

—Yo no he dicho que para mí fuese «importante» —dijo Carol—. Digo que es una buena persona, un hombre considerado que nunca dejaría plantada a la familia.

Jackson dio otro taconazo con la bota en el parquet azul de su Forbo Marmoleum (¿y quién los había ayudado a instalarlo? Shep Knacker).

—¡Lo que pasa es que no puedes soportar la idea de que alguien pueda largarse! ¡Que alguien pueda no andar penosamente por la vida como un autómata y dirigirse en marcha cerrada hacia la tumba! ¡Que pueda haber algo como un hombre de verdad! ¡Un hombre con coraje! ¡Con imaginación! ¡Con voluntad!

—¡Vaya! ¿Quieres pelea? Estupendo, un camino infalible para alterar a tu hija, garantizado al cien por cien. Pero vamos, adelante, ponía tensa —susurró Carol sin exasperarse, con esa calma suya que rozaba la demencia—. No eres tú el que tiene que meterle el diazepán por el culo cuando no puede tragarse las pastillas.

Al oír que hablaban de medicamentos, Heather entró algo indignada en la cocina y preguntó:

—¿No es la hora de mi cortomalafrina?

Jackson no tenía ni idea; nunca conseguía recordar si pretendían que la tomara antes o después de las comidas.

—Heather, tengo que terminar de preparar la cena porque tenemos un invitado que podría llegar de un momento a otro. ¿Por qué no te la tomas cuando Flicka se trague la medicación después de comer?

—Es que empiezo a sentirme rara —objeto Heather, introduciendo un ligero contoneo en su postura—. Mareada, irritable y sudada y esas cosas. No puedo concentrarme ni hacer nada.

—De acuerdo, pues. Sírvete un vaso de leche.

Carol abrió el armario alto; guardar las píldoras de azúcar bajo llave era algo a todas luces innecesario, pero formaba parte de la comedia, igual que la «cortomalafrina», un nombre que habían inventado sin ningún esfuerzo tras años de Catapres, clonazepam, diazepán, Florinef, Ritalin, ProAmatine, Depakote, Lamictal y Nexium, medicamentos que llenaban la lista de pastillas de Flicka como los versitos absurdos de Alicia en el País de las Maravillas. La «cortomalafrina» y la dosis recomendada estaban impresas en etiquetas de farmacia auténticas. Jackson se había quedado atónito cuando se enteró de que los farmacéuticos guardaban los placebos de pasta de azúcar como parte de sus reservas estándar; por tanto, cabía suponer que Heather no era la única que se tragaba esos comprimidos marrones de Good & Plentys a diez pavos la caja.

Mientras Carol sacaba tres «cortomalafrinas», Jackson miró para otro lado. No creía en esa mierda. Oh, sí, entendía la postura de Carol cuando decía que Heather siempre había tenido que observar desde segunda fila las constantes crisis de la hermana. Pero si Heather necesitaba más atención, una receta falsa no era la respuesta. Sí, claro, cuando Carol quedó embarazada de Flicka los laboratorios no tenían un test para la DF, la disautonomía familiar, y cuando les dijeron que el bebé estaba bien, se relajaron. (Ja, ja, se avecinaba una gran sorpresa. Cuando el pediatra dejó finalmente de esconderse detrás del poco convincente diagnóstico de «fallos en el desarrollo», más propio del siglo XIX, e identificó por qué la recién nacida no podía mamar, por qué perdía peso y vomitaba todo el día, la falsa tranquilidad de los primeros tres meses hizo mucho más difícil aceptar la noticia). Pero luego, cuando llegó el segundo embarazo y se enteraron de que se acababa de desarrollar una prueba, ya sabían que la posibilidad de tener otro hijo con DF era de una entre cuatro. Cuando fueron a buscar los resultados de la amniocentesis estaban nerviosos y al borde del derrame cerebral. Y cuando la obstetra los recibió con una gran sonrisa y les dio luz verde, la futura madre de Heather se sintió tan aliviada que se echó a llorar. ¿Intuía Heather, aunque fuese ligeramente, que no estaría en el mundo si su feto también hubiese llevado los dos ejemplares del gen de la DF, esa enfermedad que tan tontamente parecía envidiar? Pues no, a los niños no se les cuenta que una vez estuvieron a un tris del aborto.

Y tampoco se le hace saber eso a la mayor, dada la obvia implicación de que, si lo hubieran sabido, también a Flicka le habrían puesto el «devolver al remitente». Jackson no llegaría al extremo de decir que lo habrían hecho, o que deberían haberlo hecho, pero se lo preguntaba. En algunos de los peores momentos —cuando la cirugía correctiva para la escoliosis apenas sirvió, no tuvieron más remedio que darle la noticia: era el momento de hacerse una «funduplicatura de Nissen» para quitarse la acidez crónica— había sospechado que Flicka estaba enfadada y no sólo poniendo esa cara de por qué yo, sino enfadada con sus padres en particular, que la habían traído al mundo. Simplemente por haberla traído al mundo.

Por mucho que a Flicka le costara, Jackson le había asegurado muchas veces —y gracias a que ella se negaba a interpretar el trillado papel de ángel de la inocencia, cosa que habría aburrido mortalmente a su padre— que realmente les alegraba la vida. Era culpa suya que la niña fuese una mimada —una niña mimada cáustica, una niña mimada divertida, pero mimada al fin y al cabo—. Pero ¿cómo no malcriarla, al menos un poquito? Por más que Jackson intentara no verlo, la DF era una enfermedad degenerativa, y Flicka iba deteriorándose tal como estaba previsto. Antes era tan mona. Aunque para él seguía siéndolo, Jackson a veces admitía que la barbilla había empezado a redondearse hacia arriba y a sobresalir hacia delante, como la de Popeye, lo cual le daba al rostro una expresión de belicosidad permanente. La nariz, como aplastada, crecía en la dirección contraria, la punta se redondeaba hacia abajo y se le curvaba hacia dentro, como si la nariz y la barbilla intentaran tocarse. La boca se le había vuelto muy ancha en relación con el resto de la cara, los ojos se le habían separado demasiado y, a medida que la barbilla le crecía hacia arriba y hacia fuera, Flicka había empezado a apoyar los dientes superiores en la parte exterior del labio inferior. A Jackson no le preocupaba que al crecer se hubiese vuelto menos atractiva; lo que le preocupaba eran esas manifestaciones externas de algo mucho más espantoso que ocurría y no podía verse, algo que todavía no terminaba de entender aun cuando no importase nada que lo entendiese.

Había empezado pensando en Heather y terminó pensando otra vez en Flicka; en consecuencia, Carol podía tener razón cuando decía que Heather se sentía relegada a un muy segundo plano. Unas cuantas píldoras de azúcar eran probablemente bastante inofensivas, y la niña había empezado a hacerse la interesante con sus amigos diciendo que tomaba «cortomalafrina». La mayoría de los niños de la escuela primaria de Heather iban drogados hasta las cejas y, por lo visto, un diagnóstico era algo que los niños de su generación debían tener sí o sí, el equivalente de las chaquetas de ante ribeteadas de los años sesenta. Pero lo que realmente lo dejaba helado de ese asunto del placebo era que, en cuanto Heather empezó a tomar esas pastillas, la niña, ya un punto baja y fornida, había empezado a ganar peso. No eran las píldoras, que como mucho tenían cinco calorías cada una; era pura sugestión. Todos los compañeros de clase que tomaban antipsicóticos y antidepresivos, y quién sabe qué otras píldoras antiniños difíciles, tiraban a gordinflones.

A Jackson lo desmoralizó detectar que, ya a los once años, Heather presentaba signos de ser una imitadora. Él nunca había entendido ese impulso a ser igual que todos los demás cuando todos los demas eran unos jodidos imbéciles. Él siempre había querido destacar, también de niño; los pares de sus hijas parecían movidos por el impulso a no desentonar. Las únicas excepciones, los únicos niños verdaderamente ambiciosos decididos a llamar la atención y ser superiores a los demás, iban al colegio con un arsenal debajo de la trenca.

Por otra parte, Jackson quizá era más conformista de lo que le gustaba admitir. El nombre de Heather, por ejemplo. Lo habían elegido porque pensaban que era raro. Ahora había otras tres Heathers en su clase. ¿Qué pasaba con ese asunto del nombre? Uno creía que nunca lo había oído, pero estaba en el aire o algo por el estilo, como un olor, o como un gas, y mientras tanto una de cada dos parejas que espera un crío en la misma calle decide ponerle Heather porque es raro. Como mínimo, y por obra de algún milagro, el instituto de la primogénita no estaba a reventar de Flickas. Gracias, pues, al cuelgue de Carol con sus estúpidos libros sobre caballos cuando era niña. Por favor, se reprochó Jackson. Flicka otra vez. No puedes pensar en tu segunda hija más de diez segundos. Aun así, con toda seguridad llegaría un tiempo, y no se imaginaba qué pronto, en que tendría que pensar en Heather porque sería la única hija que le quedaría.

—Jackson, ¿te parece que les sirva la comida a las niñas? Se está haciendo tarde.

—Sí, será lo mejor. Es muy probable que Shep y Glynis se hayan liado a discutir. Si conozco a Glynis, no lo dejará irse sin echarle una bronca. La verdad es que no tengo ni idea de a qué hora va a llegar.

—Cariño —dijo Carol, dulcemente—. Deberías prepararte para la posibilidad de que Shep se eche atrás. O de que siente cabeza y se dé cuenta de que tiene un hijo, una mujer y una vida, y de que todo ese asunto de Pemba es ridículo. ¡Clavo de olor! Lo digo en serio.

Era una forma de condescendencia especialmente femenina. Los hombres y sus ideas juveniles, sus pequeños proyectos, vanos y descabellados.

Jackson la miró. Fue otro de esos momentos en que mirar a su mujer era una auténtica tortura. Carol era increíblemente hermosa. Parecía una mezquindad, pero lo había exasperado un poco ver que seguía tan sexy a medida que iba haciéndose mayor; alta —más alta que él—, con el pelo largo de color ámbar y unos perfectos pechos redondos del tamaño de un pomelo partido por la mitad. Nunca aumentaba de peso, ni cien gramos. Y no porque hiciera dieta o saliera a correr, sino porque cargaba a la cama del piso de arriba, o a urgencias médicas, cuarenta kilos de carne humana que se retorcía y tenía arcadas. Jackson ya no estaba seguro de si la cara de Carol siempre había estado fija en esa expresión serena e impasible, como tallada en mármol, o si había desarrollado esa calma y esa compostura exasperante con la intención de proyectar, para Flicka, una presencia relajante y tranquila. En cualquier caso, llevaba tantos años siendo una mujer tan poco irritable que a él le entraban ganas de irritarla.

Jackson siempre se había sentido orgulloso de que lo vieran con Carol en compañía de otros hombres y sus mujeres pálidas y macizas, pero ahí, en casa, el único adulto del que Carol podía distinguirse teniendo mejor aspecto era el marido. Él no era directamente feo ni nada de eso, pero le preocupaba que formasen una de esas parejas sobre las que en privado la gente se preguntaba: Carol está muy bien, pero ¿qué le habrá visto a Jackson? ¿Por qué una tía buena como ella eligió a un gárrulo de clase obrera, bajito y fornido y con pelo en los hombros? En alguna parte había leído que una de las cosas que contribuían a un buen matrimonio era que las dos partes fuesen aproximadamente del mismo nivel de atractivo físico, y eso lo había puesto nervioso. La mayoría de los hombres habría pensado que estaba loco, pero él deseaba que Carol fuese un punto más fea. El hecho de fea y férrea compartieran dos o tres letras no parecía exactamente una coincidencia.

Jackson puso los platos para las niñas y vio la expresión de pavor en la cara de Flicka. Las salchichas con pimientos eran uno de los platos que llevaban la firma de Carol, siempre gustaban a todos, pero con Flicka las semillas de hinojo y el ajo eran un desperdicio. Con poco sentido del olfato y una lengua lisa como un calzador, no le encontraba gusto ni a la mierda. Podía haber aprendido, con mucho esfuerzo, a doblar hacia abajo la epiglotis para impedir que la comida se le fuese a la tráquea, pero seguía masticando tanto tiempo cada bocado que muy bien podría haber estado abriéndose camino por la mesa a dentelladas, y si la madre le daba la espalda durante un instante, tiraba a la basura lo que quedaba en el plato. La verdad, aunque increíble, era que Flicka no asociaba el hambre con la comida. En consecuencia, la cantidad de tiempo que se dilapidaba cocinando le parecía desproporcionada. El aspaviento cultural en torno a la comida —las distintas ensaladeras y los tenedores para pescado, la angustia a la hora de pedir tal o cual plato en un restaurante, la decepción compartida por un trozo de pizza correosa hecha en casa, suficiente para arruinarle la noche a la familia— era, para Flicka, tan incomprensible como los ritos sacrificiales de un arcano culto animista. Que la gorda de su hermana se atiborrase de chocolate cuando el organismo no requería estrictamente más calorías, parecía algo sencillamente absurdo, como si Heather siguiera apretando el botón de la manguera cuando la gasolina ya salía borboteando por la boca del depósito y caía por un lado del coche.

—Flicka, te he preparado una ración aparte, sin salsa.

—No la quiero —dijo Flicka, con hosquedad—. Sólo me cabe una lata de Compleat.

—No quiero tener esta pelea contigo todas las noches —dijo Carol, y tan suavemente, que cualquiera que estuviese oyéndolas habría pensado: ¿qué pelea?

—Sí, sí, la familia que manduca junta permanece unida.

Tiene muchísimo sentido.

—Tu dietista dice que tienes que intentar comer algo todos los días, y esta ración es muy pequeña. Poder comer aunque sea un poquito es importante para hacer amigos.

El intencionado bufido de Flicka sonó más a borboteo, la niña se limpió la baba de la barbilla con la muñequera de felpa que llevaba en la muñeca izquierda. Como la tenía siempre empapada, debajo el sarpullido se había vuelto crónico.

—¿Qué amigos?

—Pagamos esa terapeuta con dinero de nuestro bolsillo…

—Ya, ya. ¿Te gustaría que un ganso se pasara el tiempo metiéndote los dedos en la boca? Karen Berkley y sus teorías sobre el dolor crónico no son para mi, sino para ti…

—Cómete eso.

Por Dios, si Carol parecía casi nerviosa.

Después de rebuscar en la mochila del colegio para sacar una bolsita Ziploc grande y estropeada, Flicka se puso de pie valiéndose de las cortinas de Carol, las azul lavanda, y tambaleándose se acercó a la ollita de salchichas con pimientos —sin salsa— que esperaba encima del mármol. Antes de que Carol pudiera detenerla, ya había echado el contenido de la olla en el vaso de la batidora de mano, había añadido dos tazas de agua y puesto el aparato al máximo. La comida, así, toda revuelta, adquirió un tono marrón rosáceo que al instante hizo que Jackson dejara su cena. Con un brillo malvado en la vaselina que llevaba alrededor de los ojos, Flicka ajustó la jeringa de boca ancha a su tubo y conectó el otro extremo al puerto de plástico que tenía en el abdomen, un chisme bastante parecido a los tapones de rosca de los cartones de Tropicana. Luego quitó el émbolo y apuró una medida de la porquería batida de color rosa dentro de la jeringa de plástico. Una vez suelta la pinza, la transparencia del tubo hacía demasiado fácil seguir el progreso de ese menjunje tan parecido a un vómito. Flick levantó bien alto la jeringa con la mano derecha y una expresión de victoria en el rostro, un gesto que recordaba a la maldita Estatua de la Libertad.

Si, de acuerdo, era hostil. Hurgando en la herida abierta por ese insulto, Flicka anunció:

—Me lo estoy comiendo.

—Ahora será muy difícil limpiar ese tubo —dijo Carol, esta vez con un dejo glacial justo cuando el teléfono empezó a sonar—. Cariño, ¿puedes contestar? Por lo que veo, tengo que ponerme a limpiar.

—Pues ya ves —anunció Jackson, en tono cortante, al volver a la cocina—. No viene.

—¿No viene o no se va?

—Ninguna de las dos cosas.

Carol fue a buscar otros dos platos más y él vio cierta expresión en su rostro.

—¿Y por qué eso te hace sentirte tan jodidamente feliz?

—¡Yo no he dicho nada!

—Estás contenta, ¿verdad?

Carol señaló discretamente en dirección a Flicka y sacudió la cabeza. Quiza Jackson había estado gritando.

—Estoy contenta —dijo, con una voz semejante a una espátula que untara queso crema—. Por Glynis.

—Pues no lo estés.

Aunque Randy el Manitas se había expandido a otros barrios, la oficina principal y el almacén seguían estando en la Séptima Avenida, en Park Slope, a menos de un kilómetro y medio de Windsor Terrace. Puesto que podía ir andando al trabajo, a Jackson no le costó nada llegar temprano el lunes siguiente, con la esperanza de garantizar que, cuando Shep entrase, las bromas se redujeran al mínimo. Su intención era proyectar un aire protector de explosividad contenida y violencia inminente, cosa que, dadas las circunstancias, pudo hacer de una manera bastante natural. Con todo, en la oficina reinaba una atmósfera de hilaridad apenas contenida; el contable, el diseñador de la página web, el mensajero, todos, hasta la recepcionista, parecían estar metiéndose el puño en la boca para no estallar en carcajadas. Y cuando Shep entró no pareció sacar nada en limpio del hecho de que el resto del personal callara de repente, y se dirigió hacia su cubículo con una pasividad robótica que resultaba conocida; es posible que Shep y Carol tuvieran en común algo temperamental. Daba igual lo que la vida le deparaba —la «vida» era una manera delicada de expresarlo; decir los demás sería más exacto—; Shep lo absorbía. Por ejemplo, esa manera mierdosa y despreocupada de mirar para otro lado que su familia adopto cuando el pago el funeral de la madre, desde el ataúd al paté, como si sufragar todos esos gastos fuese igual a tirarse un pedo y no pudiera mencionarse delante de gente educada. Cuando Mark, el tipo de la página web al que Jackson había puesto en su lugar el viernes, preguntó en tono malicioso: «¿Qué? ¿No has ido a broncearte?», Shep repuso sin alterarse que el fin de semana había estado nublado. Después se sentó ante el ordenador y miró los correos con reclamaciones; a Jackson, que estaba al otro lado de la oficina, le bastó una mirada para darse cuenta de que había montones.

Hacía calor. Jackson había aprendido a llevar manga corta en los meses de invierno; de lo contrario, habría vuelto a casa empapado en sudor. Pogatchnik ponía la calefacción a tope, aunque sólo fuese para irritar a Shep, que deploraba ese gasto innecesario. Según el gilipollas del jefe, de lo que se trataba era precisamente de malgastar el dinero. Una empresa que mantiene en su local una temperatura tropical en pleno enero, y ártica en agosto, alentaba a los clientes a creer que el negocio iba viento en popa. Era un signo de prosperidad, igual que estar gordo solía ser símbolo de abundancia. Antes uno se podía permitir sobrealimentarse; ahora se podía permitir sobrecalefaccionarse. Shep había respondido que no podía comprender por qué una criatura de sangre roja se sentiría cómoda a treinta grados en una estación y a trece en la otra, pero cada postura que tomaba ante Pogatchnik fracasaba, y la última vez que había pedido cortésmente que bajaran el termostato, lo subieron otros dos grados. En realidad, casi cada innovación introducida por Pogatchnik estaba específicamente pensada para provocar a Shep Knacker, incluido el seminario especial sobre «Cómo entenderse con compañeros de trabajo difíciles», cuando el difícil era él.

Finalmente el jefe se dignó aparecer, arrastrando los pies, a las once de la mañana. Y se fue directo al cubículo de Shep.

—Creo que me debes una disculpa, Knacker.

—Sí, así es —dijo Shep, duro como una piedra.

—¿Y?

—Me disculpo.

Pogatchnik siguió encaramado sobre la mesa de Shep, como si quisiera algo más.

—Me disculpo humildemente —añadió Shep—. Es posible que tuviera un mal día.

—Que antes fueras el dueño de esta empresa cuando era una muy modesta operación local no te da derechos especiales. Esta vez lo dejaré pasar, pero a cualquier otro empleado lo habría puesto de patitas en la calle. De hecho, como eres igual que cualquier otro empleado…

—Aprecio que me des una segunda oportunidad. Nunca he esperado una consideración especial. No volverá a ocurrir.

Al oír esa grotesca y pública reprimenda a seis metros de distancia, Jackson comprendió muy bien por qué los empleados de toda la nación llegaban al trabajo con bolsas de lona llenas de armas automáticas. Lo de «muy modesta operación local» fue particularmente duro. Shep había vendido Knack justo cuando Internet empezaba a despegar; ¿cómo podía saber que el negocio prosperaría en línea? Después de que Pogatchnik registrase el dominio www.man-itas.comwww.manitas.com ya no estaba disponible! Pero como estaban en los Estados Unidos y tenían todos esos clientes que apenas sabían escribir, poco importaba un guión de más o de menos), la cartera de clientes casi se triplicó de la noche a la mañana. Y todo el mérito fue para Pogatchnik, como si él —igual que Al Gore— hubiese inventado Internet. Ahora la empresa valía probablemente cuatro veces lo que ese cerdo había pagado, y Pogatchnik había empezado a poner anuncios televisivos en los que aparecía el en persona entonando, si es que puede decirse así, una variación espantosa de Sammy Davis Jr. («¡Randy el Manitas, la solución para sus casitas!»), cosa que llevaba a Jackson a cambiar de cadena con una urgencia que rozaba la histeria. En su día, ese talón de un millón de pavos había parecido la mejor opcion, y ahora resultaba que vender Knack era la estupidez más grande que Shep había hecho jamás.

Cuando Jackson y Shep compraron los sándwiches de todos los días en un café que había un poco más arriba en esa misma calle —Jackson podría haber vivido sin todo ese rollo de la mozzarella de búfala y el prosciutto, también conocido como emparedado de jamón y queso—, no pudo evitar preguntar:

—¿A qué vino todo ese lameculeo y ese mea culpa con Pogatchnik?

Shep siempre había sido un hombre contenido, pero incluso siendo quien era, toda esa mañana se lo había visto inhumanamente alicaído, dispuesto a cooperar al extremo de la inexistencia. Como si se lo pudiera hacer pasar por un control de alcoholemia y estupefacientes y él hubiera soplado por uno y se hubiera puesto de pie apoyado en una sola pierna para empezar a contar hacia atrás de siete en siete y no hubiese importado que uno no fuese policía y él ni siquiera hubiese estado conduciendo.

—Bah, eso —dijo Shep con voz monótona—. El viernes, cuando me fui de Randy —Shep nunca llamaba así a la empresa, sino Knack; por Dios, si el pobre parecía Paul Newman en La leyenda del indomable, cuando, después de pasarse unos días en esa minúscula celda de castigo, dice «Sí, sí, señor» porque se le ha quebrado la voluntad—, creo que dije algo como «Hasta luego, gilipollas». Me tomé esa libertad porque no pensaba volver.

—De acuerdo, puedo entender que te disculpes, pero ¿tenías que arrastrarte?

—Sí, no podía hacer otra cosa.

Jackson se detuvo un momento a pensar.

—El seguro médico.

—Eso es. —Shep dio un mordisco al sándwich y lo dejó sobre la mesa—. Corrígeme si me equivoco, pero tengo la impresión de que mis colegas sabían que originalmente yo había planeado una excursión. Que hoy haya venido a trabajar parece que ha sido motivo de cierta diversión.

—Oye, lo siento. La semana pasada Mark volvió a ponerse sarcástico y… Creo que debería haberme callado la boca. Pero estaba tan seguro de que esta vez te largabas de verdad… No estoy disculpándome, pero habría sido más sencillo para los dos que hace años te hubieras guardado para ti ese grandioso plan hasta que estuvieras listo para apretar el botón de eyección.

—Hace años no tenía ningún motivo para mantenerlo en secreto. Era lo que iba a hacer.

—De todos modos, me gustaría que me dejaras decirle al personal lo que le pasa a Glynis. Para que no piensen que no te has ido a Pemba porque eres un gallina o un fantasioso, un chiflado. Te darían muchos menos problemas.

—Glynis no quiere que se sepa. Tengo permiso para decíroslo a ti y a Carol. Aparte de eso, es asunto suyo. No pienso utilizarla para hacerme la vida más agradable. No es agradable, y nunca lo será, así que en realidad no tiene mucha importancia.

—¿Por qué crees que quiere mantenerlo en secreto?

Shep se encogió de hombros.

—Es reservada. Y que lo sepa todo el mundo lo vuelve real.

—Pero es real.

—Demasiado real —dijo Shep.

—Oye —dijo Jackson mientras volvían a la oficina—, ¿quieres pasar por casa a tomar una cerveza antes de volver a Elmsford?

Era obvio que la perspectiva de hacer algo para divertirse o para consolarse, o por alguna otra razón que tuviera que ver con él mismo y con lo que podría «querer», de la noche a la mañana se había vuelto algo ajeno a Shepherd Knacker, pero Jackson le había pedido que hiciera algo, así que lo haría.

—Claro —dijo.

—No puedo quedarme mucho tiempo —advirtió Shep mientras conducía hacia Windsor Terrace.

—No pasa nada. Tenemos que reunimos con ese grupo de ayuda de DF a las nueve. Y la idea me aterra. Sí, estaría bien si sólo fuera compartir información sobre los efectos secundarios de la medicación y esas cosas. Lo que lo hace un poco cargante es todo el rollo judío. No me malinterpretes, no soy uno de esos judíos que se odian a sí mismos. Es que no soy especialmente…, bueno, judío. —Jackson parloteaba, pero con un zombi al volante alguien tenía que decir algo—. Mi madre no practica, y mi padre tiene ese lado vasco, que tiene su punto simpático, y no es que yo piense hacer volar por los aires a un político español ni nada por el estilo. Y Carol, bueno, la criaron como católica. Por parte de padre tenía un abuelo que era asquenazí, así que en el grupo de ayuda nos presionan para que atiborremos a Flicka de gefiltefish y técnicamente ni siquiera es judía.

»Y esos necios, los ortodoxos… Cuando se casan, las parejas se niegan a hacerse la prueba de ADN. La mujer no se hace la amniocentesis ni siquiera después de tener un hijo con DF. Hay una familia de Crown Heights que tiene tres. El castigo perfecto por ser tan estúpidos. Porque, claro, los judíos no quieren saber nada del aborto. Pero, a pesar de eso, los rabinos de todas las formas del judaismo, ¿de los reformistas a los ultraortodoxos?, todos te dicen que si el feto tiene DF, te lo quites de encima. Como que Dios no quiere que sufran. Así de malo es.

»Es que puede conmigo, ¿me entiendes? Supuestamente es la fe judía, y uno cree que podría elegir, ¿no?, aquello en lo que cree. Pero no. Estos putos genes me acosan, tío, generación tras generación. Es como si te atracase un rabino».

Tras reflexionar, Jackson llegó a la conclusión de que no debía quejarse de nada y calló.

Carol y Shep se abrazaron y ella dijo que lo sentía muchísimo. Una vez instalados en la cocina, Shep dijo que se había pasado la mayor parte del fin de semana conectado a Internet, y les contó lo que sabía. Dijo que al final de esa semana iba a tomarse un día por asuntos personales, para acompañar a Glynis a un oncólogo, tras lo cual estarían mejor informados. Carol le preguntó cómo se lo estaba tomando; por lo visto, a Shep la pregunta le pareció irrelevante. Estoy asustado, obvio, dijo, pero no puedo permitírmelo. Ni estar asustado ni estar ninguna otra cosa. Soy yo el que tiene que apechugar. Así que no importa cómo esté yo. Yo ya no importo. Eso fue lo primero que dijo con verdadera pasión en todo el día.

Carol le dijo que sentía mucho lo de Pemba, aunque Shep sabía perfectamente que a ella la idea siempre le había parecido una locura. Shep dijo que dejar de lado su «Otra Vida» ya no tenía la menor importancia, era algo que había ocurrido hacía mucho tiempo, y que el único lado bueno de ese espantoso giro de los acontecimientos había sido darse cuenta de lo que era importante. Ahora no tenía que decidir si marcharse o no, porque en cuanto Glynis se lo dijo se habían acabado las decisiones. Adiós, Pemba. Fue como si la isla entera se hubiese hundido en el mar. No lo creeríais, dijo, pero nunca había tenido otro momento en mi vida en el que de repente todo se volviese tan sencillo. Shep se preguntó en voz alta si eso que sucedía cuando uno menos se lo esperaba equivalía a una morbosa intervención divina. Él nunca había querido irse a Pemba sin Glynis y Zach. No debía haberse ido sin ellos y ahora ya no podía. Más claro, agua. Así pues, en ese sentido el giro de los acontecimientos era un alivio. La falta de vacilación. La gran y deslumbrante obviedad de lo que tenía que hacer. Y de lo que quería hacer, añadió con énfasis. Glynis me necesita. Es posible que antes también me necesitara, pero no era evidente. Cuando Shep dijo que lo hacia sentirse bien eso de que la mujer lo necesitara, a Jackson le acometió un sentimiento de envidia que no comprendió.

Por lo general, Shep no era tan confiado. No era una persona sin sentimientos ni mucho menos, pero se parecía a muchos otros tipos. En opinión de Jackson, era una manera de ser perfectamente decente y digna; él tendía a dejar que los demás no desconfiaran de sus sentimientos más profundos. No los decía ni los llevaba escritos en la frente. Por eso, cuando dijo con todas las letras que quería a Glynis y que hasta ahora no se había dado cuenta de lo mucho que la quería, que ahora sentía remordimientos por lo que había planeado hacer cuando apenas una semana antes había defendido con uñas y dientes el proyecto como su última oportunidad de salvarse, Jackson se sintió a la vez ofendido y emocionado. Pensó en lo mucho que Flicka los había cambiado, a él y a Carol, y que parte de ese cambio era para mal; por ejemplo, dormían tan poco a causa de la dieta de la niña, que tenía que comer a última hora de la noche, que rara vez hacían el amor; pero también pensó que parte del cambio había sido para bien. Tenían un imperativo. Hacían juntos algo que era más vital que el sexo, y que incluso resultó ser más íntimo, lo cual lo había sorprendido. Así pues, era posible que si tu mujer anunciaba que podía morirse en cualquier momento, la noticia tuviese un efecto parecido al de reordenarlo todo, centrarlo todo y unirlos a los dos de una manera que no era total, desesperada e irremediablemente terrible.

No obstante, cuando Shep siguió diciendo lo contento que estaba por no tener ya que asumir la responsabilidad de «abandonar a Glynis» y de «abandonar a su hijo», Jackson se sorprendió; nunca había oído a su amigo, cuando éste le contaba sus planes, emplear esa palabra tan dura e implacable: abandonar. Shep dijo que el diagnostico había «apartado de mí el cáliz», como habría dicho su padre, y Jackson pensó, pero no lo dijo, que la única transformación por la que no estaba dispuesto a pasar era que de repente Shep empezara a agobiarlo con el rollo cristiano. En cambio, sí dijo que extraño, ¿no?, se libra uno de la responsabilidad cuando te la imponen drásticamente. Sí, dijo Shep, pero ahora me siento más como soy. Más normal. Haciendo lo que tengo que hacer. Cuidando a mi mujer. Yo pensaba, arriesgó Carol, que no era propio de ti desaparecer en el crepúsculo. No, dijo Shep, con un dejo de pesar. No era propio de mí, sin duda. Da igual, dijo Carol. Ya sabes lo que dicen acerca de la vida y de hacer otros planes[1]. Si, dijo Shep, que estaba de acuerdo con ella, lo sorprendente es que nos tomemos la molestia de hacerlos. Ese tono tan filosófico también lo hacía parecer mayor, cuando su mejor amigo antes tenía un aire infantil que hasta ese momento Jackson no advirtió que había desaparecido.

Sin embargo, en lo que se refiere a los mejores amigos, los problemas les recordaban que todo el mundo los tenía, que existía un «todo el mundo». Así pues, Shep, en lugar de quedarse en Glynis y Pemba, preguntó por Flicka —las niñas estaban arriba, haciendo los deberes— y tuvo la educación de preguntar también por Heather. Preguntó incluso por el trabajo de Carol, cosa por la que casi nadie preguntaba porque era un trabajo de lo más aburrido, y preguntó si Carol echaba de menos la jardinería. Sí, dijo ella, la echaba de menos, echaba de menos hacer algo físico, algo que tuviese que ver con la tierra. Shep dijo que se sentía igual, que echaba de menos reparar cosas, hacer que la vida de la gente fuese a todas luces mejor y ver los resultados de su trabajo en lugar de ocuparse de arreglar por teléfono las chapuzas de los demás. Se disculpó, pero no consiguió recordarlo; sabía que Carol trabajaba en el departamento de ventas de IBM en parte porque la dejaban hacerlo desde el ordenador que quisiera, fuese en su casa o en Tahití; que podía dedicarle las horas que quisiera a la hora que quisiera mientras hiciese el trabajo y todos estuvieron de acuerdo —risas— en que esa política, si bien no debería ser revolucionaria, lo era: que el criterio para llevar a cabo un trabajo fuese el hacerlo. Con todo, en jardinería había trabajado como autónoma, con horario flexible también, y por lo que Shep recordaba, Carol no había tenido un solo problema para estar en casa a la hora en que las niñas volvían del colegio, cuando tenía que llevar a Flicka a algún terapeuta o, a veces, salir corriendo para urgencias. ¿Había valido la pena sacrificarse, preguntó, por un salario mejor? Jackson contuvo la irritación; le molestaba que Carol ganase más que él, como le molestaba que hubiese tenido que dejar un trabajo que la apasionaba por el motivo que tuvo que hacerlo, pero se suponía que entre hombres y mujeres todo había cambiado, y se suponía también que eso no le molestaba.

—Oh, no empecé a trabajar para IBM para ganar más —dijo Carol—. Cuando Randy compró Knack, ya sabes que Pogatchnik es un tacaño, contrató un seguro médico más barato. Y con todos los gastos que tenemos con Flicka, las terapias, las operaciones y las temporadas en el hospital, ya no podíamos depender de la cobertura de Jackson.

»Mira —prosiguió—, el World Wellness Group es un seguro médico de mierda. Exigen el copago para todo, incluidos los medicamentos, y nosotros tenemos decenas de recetas todos los meses. Y con los enormes gastos deducibles, te gastas cinco mil antes de que te reembolsen un centavo. La idea que tienen de una tarifa “razonable y tradicional” es lo que costaba una visita a un médico en 1959, y te hacen pagar la diferencia. Son demasiado restrictivos cuando se trata de consultas que ellos no cubren, y Flicka necesita una atención muy especializada. Y además de los copagos, está el coaseguro, el veinte por ciento del importe total, y eso con sus médicos. Y lo peor es que para los gastos que pagas de tu bolsillo no hay tope. Añade a eso su tope máximo para toda la vida, ya sabes, cuanto desembolsan en total, siempre, que también es bastante bajo, sólo dos o tres millones, cuando alguien como Flicka podría superar fácilmente esa cantidad antes de cumplir los veinte… Bueno, tuvimos que buscar otra cobertura».

—Caramba, no tenía ni idea.

—Pues deberías saberlo, Shep —dijo Carol—. También es tu seguro.