Sheperd Armstrong Knacker
Merrill Lynch - N.° de cuenta 934-23F917
1 de diciembre de 2004 - 31 de diciembre de 2004
Cartera neta: 731 778,56 dólares
¿Qué pone uno en la maleta cuando se marcha para el resto de su vida?
En los viajes de investigación —Glynis y él nunca los habían llamado «vacaciones»—, Shep siempre había puesto demasiadas cosas, para hacer frente a cualquier contingencia: ropa para la lluvia, un jersey por si en Puerto Escondido hacía demasiado frío para la estación. Enfrentado a un número infinito de contingencias, el impulso era no llevar nada.
No había ningún motivo racional para andar sigilosamente por esos pasillos como un ladrón que ha venido a asaltar su propia casa —sin hacer ruido, apoyando en las tablas del suelo primero el talón y luego la punta del pie, sobresaltándose cuando crujían—. Dos veces se había cerciorado de que Glynis no estaría en casa a última hora de la tarde (una «cita»; le molestaba que no le hubiese dicho con quién ni dónde). Recurriendo al pretexto, poco convincente, de preguntar por los planes para la cena cuando el hijo de ambos llevaba un año sin estar presente en una comida familiar digna de ese nombre, había confirmado que Zach no representaba ningún peligro, pues se Había instalado en casa de un amigo y pasaría allí la noche. Estaba solo en casa. No tenía por qué andar saltando cuando llegara la pasma. Y tampoco meter la mano en el cajón de arriba de la comoda, temblando, para buscar los calzoncillos como si en cualquier momento alguien fuese a agarrarlo por la muñeca y decirle que tenía derecho a un abogado.
Salvo que, a su manera, Shep era un ladrón, y quizá de la clase más temida por cualquier familia norteamericana. Había vuelto del trabajo un poco antes de lo habitual para así poder robarse a sí mismo.
El sobre de la enorme Samsonite negra lo esperaba con la cremallera abierta encima de la cama, como lo había estado para partidas menos drásticas año tras año. Hasta el momento contenía un peine.
Shep se obligó a poner un champú tamaño viaje y el estuche con los productos para el afeitado aun cuando dudase de seguir afeitándose en la Otra Vida. Pero el cepillo de dientes eléctrico era un dilema. En la isla había electricidad, sin duda, pero se había olvidado de averiguar si los enchufes eran los planos norteamericanos de dos clavijas, los voluminosos tripolares británicos o los de la clase europea, delgados, redondos y con las clavijas muy separadas una de la otra. Tampoco estaba absolutamente seguro de si la corriente local era de 220 o 110. Menudo descuido; ésos eran precisamente los detalles prácticos que habrían apuntado rigurosamente en anteriores incursiones de reconocimiento. Sin embargo, la verdad era que en los últimos tiempos se habían vuelto menos sistemáticos, sobre todo Glynis, a quien, con ocasión de ciertos viajes más recientes al extranjero, a veces se le había escapado la palabra vacaciones. Un lapsus, y no fue el único.
Resistente, al principio, al discordante zumbido craneal del Oral B, al final Shep había llegado a disfrutar del pulido de los dientes una vez terminado el tedioso cepillado. Como con todos los avances de la técnica, parecía antinatural ir hacia atrás, volver al cepillado irregular con cerdas de nailon engastadas en un palito de plástico. Pero ¿y si cuando volviese, Glynis iba al cuarto de baño y advertía que faltaba el cepillo de dientes de Shep, el del anillo azul, mientras que el suyo, el del anillo rojo, seguía en el lavabo? Mejor que no empezara a mostrarse perpleja o suspicaz precisamente esa noche. Él siempre podía llevarse el de Zach —nunca había oído que el chico lo usara—, pero no se veía mangando el cepillo de dientes de su hijo. (Lo había pagado él, por supuesto, junto con muchas otras cosas de esa casa. Con todo, era poco o nada lo que ahí parecía suyo. Y si bien eso solía fastidiarlo, en ese preciso momento simplificaba cuestiones como abandonar la centrifugadora de ensalada, el StairMaster y los sofás). Lo peor era que Glynis y él compartían el cargador. No quería dejarla con un cepillo de dientes que duraría cinco o seis días (en realidad, no quería dejarla, pero ése era otro asunto), un cepillo cuyos débiles últimos estertores serían la banda sonora de la caída de su mujer en otra de sus depresiones periódicas.
Así, tras desatornillar el soporte sólo una o dos vueltas, volvió a ajustarlo, y después de dejar el mango de su cepillo en el cargador —un gesto tranquilizador—, sacó del armario uno manual. Tendría que acostumbrarse a la regresión tecnológica, algo que, de un modo que no sabía definir concretamente, sin duda hacia bien al alma. Se parecía a retroceder a una fase comprensible del desarrollo.
Shep no planeaba sencillamente hacer borrón y cuenta nueva, desaparecer sin aviso ni explicación. Eso sería cruel, o más cruel. Tampoco iba a dejar a Glynis ante un hecho consumado, diciéndole adiós con la mano en la puerta. Oficialmente iba a enfrentarla a una alternativa que, por mor de la credibilidad, le había costado un riñón. Lo más probable era que sólo hubiese comprado una ilusión, pero una ilusión podía no tener precio. Por eso no había comprado sólo un billete, sino tres. Y no eran reembolsables. Si todos sus instintos ya no le servían para nada y Glynis lo sorprendía, a Zach seguiría sin gustarle la idea. Pero el chico tenía quince años, y que tal eso para la regresión en el proceso del desarrollo. Por una vez un adolescente norteamericano haría lo que le decían.
Preocupado porque lo pillaran en flagrante, al final le sobró tiempo. Glynis aún tardaría un par de horas en volver, y en la Samsonite ya no cabía nada. Dada la confusión con los enchufes y la corriente, había metido algunas herramientas manuales y una navaja del ejército suizo; en una crisis normal, se seguía estando mejor con un par de alicates puntiagudos que con una BlackBerry. Sólo dos o tres camisas, porque quería ponerse camisas diferentes. O ninguna camisa. Y dos o tres cosas que, como sabía un hombre de su profesión, marcarían la diferencia entre la autosuficiencia satisfecha y el desastre: cinta adhesiva; un surtido de tornillos, pernos y arandelas; lubricante de silicona; sellador plástico; gomas elásticas (o «elásticos» para los viejos de New Hampshire como su padre) y un rollo pequeño de alambre. Una linterna para los cortes de luz y una reserva de pilas AA. Una novela que debería haber escogido con más cuidado si sólo llevaba una. Un sencillo manual de conversación inglés—swahili, pastillas para la malaria, repelente de insectos. La receta de crema de cortisona para un eczema rebelde en el tobillo, un tubo que no tardaría en terminarse.
Y, antes de poner nada más, el talonario de Merrill Lynch. No le gustaba considerarse un hombre calculador, pero era una suerte haber mantenido esa cuenta siempre sólo a su nombre. Podía, y por supuesto lo haría, ofrecerle a ella su mitad; Glynis no se había ganado un centavo de lo que había en esa cuenta, pero estaban casados y ésa era la ley. No obstante, tendría que advertirle que, en Westchester, ni cientos de miles de dólares le durarían mucho, y que tarde o temprano tendría que dejar de hacer «su trabajo» y empezar a hacer el de otro.
Rellenó la Samsonite con papel de periódico para evitar que sus míseras pertenencias hicieran ruido en la bodega de British Airways. Luego la metió en su armario, cubriéndola, por si acaso, con un albornoz. Una maleta llena encima del cubrecama alarmaría a Glyms mucho más que la desaparición de un cepillo de dientes.
Shep se instaló en la sala con un vaso de whisky, para animarse. No acostumbraba empezar la noche con algo más fuerte que cerveza, pero esa noche las costumbres tendrían que aplazarse indefinidamente. Levantó los pies y paseó la vista por la sala, por los muebles baratos, pero agradables, incapaz de lamentar la pérdida de ningún elemento del entorno familiar que se disponía a dejar atrás, excepto la fuente. En cuanto a separarse de los cojines o de la nada especial mesita de cristal sobre la cual caía el agua, se sentía verdaderamente contento. La fuente, en cambio, siempre le había hecho sentir esa codicia característica de la clase media, el deseo de lo que ya se posee. Se preguntó —Shep, el fantasioso— si envuelta en las capas de periódico que protegían su escaso botín, entraría en la Samsonite.
Aún seguían llamándola «la Fuente de la Boda». El artilugio, de plata de ley, había hecho las veces de centro de mesa floral en la modesta reunión de amigos celebrada veintiséis años antes, conjugando en una sola pieza el trabajo, el talento y el carácter mismo de la novia y el novio. Shep se hizo responsable de los aspectos técnicos del chisme. La bomba estaba bien escondida detrás del metal bruñido que rodeaba la pila; puesto que el mecanismo era una encarnación del movimiento continuo, a lo largo de los años había tenido que cambiarlo varias veces. Entendido en temas relacionados con el agua, había aconsejado sobre el ancho y la profundidad de los desagües, la longitud que debían tener las gotas al pasar de un nivel al siguiente. Glynis había decidido cómo debía fluir el metal, el diseño artístico, y había forjado y soldado las partes en su viejo estudio de Brooklyn.
Para el gusto de Shep, la fuente era austera; para el de Glyms, muy ornamentada; así pues, incluso estilísticamente la construcción encarnaba un encuentro de dos mentes a mitad de camino.
Y era romántica. Rozándose en lo alto, dos ondulantes canalillos de plata se separaban y se juntaban como cuellos de cisne, uno a modo de sostén mientras el otro se quebraba para verter el líquido en la bandeja de su compañero, que lo esperaba. Estrechas en la cúspide, las dos líneas centrales de su creación se abrían y caían en picado en las variaciones, más amplias y cada vez más traviesas, que descendían hacia la pila, donde las contribuciones de los dos tributarios formaban un lago cubierto y poco profundo, haciendo un fondo común en el sentido más literal de la expresión. La calidad del trabajo de Glynis era impecable. Por ocupado que estuviera, Shep siempre había hecho honor a su virtuosismo manteniendo la fuente llena y vaciándola regularmente para pulir la plata. Sin su trabajo de conservación, el tono amarillo que la plata iba adquiriendo cada vez más rápido podía sugerir una falta de lustre en algo más que metal. Si él se iba, lo más probable era que Glynis la apagara y la pusiera en algún lugar donde no pudiera verla.
Como alegoría, los dos arroyuelos que alimentaban un fondo común representaban un ideal que ellos no habían alcanzado. No obstante, la fuente integraba a la perfección los elementos de ambos. Glynis no sólo trabajaba (o había trabajado) con metal; era metal. Rígida, poco dispuesta a cooperar e inflexible. Dura, refractaria y de una radiante rebeldía. El cuerpo largo, estilizado y anguloso como las joyas y la cubertería que una vez diseñó; en la escuela de artes y oficios no había elegido su medio por casualidad. Se identificaba naturalmente con cualquier material que se negara encarnizadamente a hacer lo que uno quería, cuya forma fuese resistente al cambio y sólo respondiera al trato violento. El metal era un escándalo. Si alguna vez se lo maltrataba, sus abolladuras y arañazos captaban la luz como rencores ocultos.
Le gustase o no, el elemento de Shep era el agua. Adaptable, fácil de manipular y propensa a tomar el camino de la menor resistencia; seguía la corriente, como se decía en su juventud. El agua era flexible, dócil y se dejaba atrapar con facilidad. Él no estaba orgulloso de esas cualidades; la maleabilidad no parecía masculina. Por otra parte, la aparente pasividad del líquido era engañosa. El agua tenía recursos. Como sabía bien cualquier propietario con un terrado que empezaba a envejecer o con las cañerías podridas, el agua era insidiosa y, a su manera silenciosa, encontraba su camino. El agua tenía una taimada tozudez propia, una insistencia solapada se filtraba y un instinto para encontrar la grieta o la junta que se deja sin sellar. Antes o después entra si eso es lo que quiere; o, más vitalmente en el caso de Shep, sale.
Las primeras fuentes de su infancia, improvisadas con materiales poco apropiados, como madera, perdían por todas partes, y su austero padre lo había castigado por esos «bebederos», como él los llamaba, que sólo gastaban agua. Pero Shep llegó a ser más ingenioso con objetos encontrados: tazones desportillados, las piernas de las muñecas que su hermana ya no quería. Las creaciones posteriores perdían agua sólo por evaporación. Esas fantasías empezaron a tener movimiento gracias a paletas, tazas que se llenaban y rebosaban, chorros que mantenían a raya un objeto suspendido en el aire y que cabeceaba, aspersores que hacían tintinear conchas marinas o fragmentos de vidrios de colores. Había seguido practicando ese hobby hasta hoy. Como contrapeso a la despiadada funcionalidad de su vocación, las fuentes eran fabulosamente frívolas.
Ese pasatiempo poco convencional no tenía su origen en una ampulosa metáfora de su carácter, sino en las asociaciones comunes de la infancia. Todos los años, en julio, los Knacker alquilaban en las White Mountains una cabaña junto a la cual discurría un arroyo ancho y torrentoso. En aquel entonces, los niños tenían el privilegio de auténticos veranos, extensiones de un tiempo no programado que iba perdiéndose de vista en el horizonte brumoso. Un tiempo cuya aparente eternidad era una mentira, pero la mentira seguía siendo seductora. Propicio para la improvisación, el tiempo podía tocarse como un saxofón. Por eso Shep siempre había asociado la cadencia del agua con la paz, con la lasitud y una lánguida falta de urgencia, algo que, entre campamentos de matemáticas, clases para adelantar, lecciones de esgrima y encuentros organizados para jugar con otros niños, los chicos de ahora nunca parecían experimentar. Y de eso trataba la Otra Vida, reconoció Shep, no por primera vez, y se sirvió otro dedo de whisky. Quería volver a tener su verano. Todo el año.
Ninguna de las clases de la escuela dominical ni los grupos de las juventudes cristianas habían surtido efecto, y la única educación auténticamente formadora de carácter que Gabriel Knacker había ofrecido a su hijo fue un viaje a Kenia cuando Shep tenía dieciséis años. Bajo los auspicios de un programa presbiteriano de intercambio, el reverendo había aceptado un puesto temporal de profesor en un pequeño seminario de Limuru, a una hora en coche de Nairobi, y había llevado a la familia. Para desesperación de Gabe Knacker, lo que más intensamente impresionó a su hijo no fue el fervor con que los estudiantes del seminario abrazaban el Evangelio, sino hacer la compra. La primera vez que salieron a buscar provisiones, Shep y Beryl, su hermana, siguieron a los padres a los puestos del mercado local a comprar papayas, cebollas, patatas, maracuyás, alubias, calabacines, un pollo esquelético y un enorme trozo de ternera de un corte no diferenciado; en total, víveres suficientes para llenar cinco bolsas de red al máximo de su capacidad. De mentalidad siempre monetaria —una de las objeciones del padre seguía siendo que su hijo pensaba demasiado en el dinero—, Shep convertía mentalmente los chelines. Todo ese botín había costado menos de tres dólares. Incluso en moneda de 1972, una miseria por más de una semana de provisiones.
Tras manifestar su consternación, Shep había preguntado cómo esos comerciantes podían ganar algo con precios tan míseros El padre subrayó con mucho ímpetu que esa gente era muy pobre; en ese continente sumido en la pobreza y la ignorancia, eran legión los que vivían con menos de un dólar al día. Así y todo, el reverendo admitió que los campesinos africanos podían cobrar sólo unos peniques por sus productos porque los gastos también los contaban en peniques. Shep ya conocía las economías de escala; ésa fue su primera introducción a la escala de las economías. Así pues, el valor de un dólar no era fijo, sino relativo. En New Hampshire se podía comprar una caja de clips; en el campo de Kenia, una bicicleta. De segunda mano, sí, pero perfectamente aprovechable.
—Entonces ¿por qué no cogemos nuestros ahorros y nos venimos a vivir aquí? —había preguntado Shep mientras llevaba a cuestas la compra por el sendero de unas tierras de labranza.
En un raro momento de ternura, Gabe Knacker dio al muchacho una palmada en el hombro y, mirando a través de los verdeantes campos de café bañados por el luminoso sol ecuatorial, dijo:
—A veces me lo pregunto.
Shep también se lo preguntaba, y había seguido preguntándoselo. Si en lugares como el Africa Oriental se podía al menos sobrevivir con un dólar al día, ¿cómo de bien se podía vivir con más de veinte pavos?
En el instituto Shep ya había tenido avidez de mando. En gran medida como Zach, ¡ay!, en sus estudios era competente en todas las asignaturas, pero no se distinguió en ninguna. En una época que valoraba cada vez más el dominio de lo abstracto —el embotador mundo de la «tecnología de la información» solo estaba a una década de distancia—, Shep prefería los trabajos cuyos resultados podía captar con la cabeza igual que agarrarlo con las manos; por ejemplo, reemplazar una barandilla desvencijada. Pero su padre era un hombre culto, y lo último que esperaba era que el hijo fuese un obrero de la construcción. Con ese corazón de agua, Shep nunca fue un niño rebelde. Dada su inclinación a hacer y a arreglar cosas, un título de ingeniero había parecido lo suyo. Como le había asegurado al padre muchas veces desde entonces, había intentado de verdad, de verdad, ir a la universidad.
No obstante, esa fantasía concebida por primera vez en Limuru había ido consolidándose hasta ser una firme resolución. Puede que ahorrar hubiese llegado a ser una actividad pasada de moda, pero sin duda unos ingresos de clase media norteamericana seguían permitiendo tener guardaditos algunos dólares. Así, con aplicación, austeridad y abnegación —una vez los pilares morales del país—, debería ser posible conseguir que un nido de tordo alcanzara las dimensiones necesarias para acoger un huevo de avestruz con sólo tomar un avión. El Tercer Mundo estaba de rebajas, y ofrecía dos vidas al precio de una. Desde que alcanzó la mayoría de edad, Shep se había dedicado a realizar la segunda. Y si había que trabajar tan duro sólo para poder dejar de trabajar, ni siquiera estaba seguro de llamar a eso aplicación.
Así pues, sin perder de vista su verdadero propósito —dinero—, había gravitado instintivamente hacia donde Norteamérica guardaba la mayor parte de su dinero y había solicitado el ingreso en el City College of Technology de Nueva York. Si Gabe Knacker le encontraba defectos al carácter de su hijo, «el filisteo», por adorar al falso dios Mamón, Shep creía fervientemente que el dinero —la red de las relaciones fiscales con individuos y con el mundo en general— era carácter, y que la prueba más segura del temple de cualquier hombre era el modo en que blandía la cartera. Por consiguiente, un hijo decente y capaz no exprimía el mísero salario de un padre que no pasaba de ser un pastor de pueblo (un mandamiento que Beryl más tarde ignoró por completo esperando alegremente que cuatro años después el padre le pagara la licenciatura en cine en la Universidad de Nueva York). Desde que gano sus primeros cinco dólares paleando nieve cuando tenía nueve años, Shep siempre había pagado por adelantado, fuese una barrita de Almond Joy o su educación.
Así pues, decidido a trabajar primero y financiarse los estudios más adelante, había retrasado su ingreso en el City Tech, en pleno centro de Brooklyn, y se buscó un apartamento de una habitación en Park Slope, que en esos días —y no era fácil recordarlo ahora— era una zona algo cutre y muy barata. El parque de viviendas del barrio se encontraba en pésimo estado, y repleto de familias que necesitaban pequeñas reparaciones, pero incapaces de permitirse las tarifas de los operarios afiliados a tal o cual sindicato, un auténtico robo a mano armada. Tras dominar una variedad de habilidades como electricista y carpintero, mientras ayudaba a mantener la siempre destartalada casa familiar en New Hampshire, un caserón de finales de la época victoriana, Shep se dedicó a pegar en las tiendas del barrio, sobre todo en las que permanecían abiertas fuera de los horarios habituales, letreros publicitarios que ofrecían los servicios de un manitas a la antigua. No tardó en correr el boca a boca acerca de un muchacho blanco que sabía poner arandelas nuevas y cambiar por poco dinero las tablas podridas del suelo, y en poco tiempo tuvo más trabajo del que podía asumir. Cuando ya había postergado el ingreso en City Tech por segundo año, se constituyó en sociedad, y Knack, Chico para Todo ya contrataba ayudantes a tiempo parcial. Dos años después tuvo su primer empleado a tiempo completo. Un empresario agobiado tenía poco tiempo libre y, además, él acababa de casarse; de ahí que, por cuestiones que sólo tenían que ver con la eficiencia, Jackson Burdina empezara a interpretar también, entonces como ahora, el papel de mejor amigo.
Seguía siendo un punto delicado entre padre e hijo el que Shep nunca hubiera ido a la universidad, lo cual era ridiculo, su empresa había crecido y prosperado sin ningún papel que la bendijera. El verdadero problema era que Gabe Knacker tenía en muy poca estima el trabajo manual, a menos que implicara cavar con el Cuerpo de Paz pozos para aldeanos pobres en Mali o reparar las tejas de un pensionista por pura bondad. No toleraba el comercio. Cualquier actividad que no pudiera remontar su linaje directamente a la virtud era despreciable. Y no le importaba nada saber que si todos los seres humanos se dedicasen únicamente a la bondad por la bondad misma, el mundo entero derraparía y se detendría.
Hasta hace poco más de ocho años, la vida había tenido sus méritos, y Shep no creía estar sacrificando sus mejores anos por unos castillos en el aire. Siempre le había gustado el trabajo físico duro, y disfrutaba de una clase particular de cansancio, no el del gimnasio, sino el que producía, por ejemplo, construir estanterías. Le gustaba dirigir su propio espectáculo sin tener que responder ante nadie. Glynis podía haber llegado a ser muy difícil y no describirse a sí misma como feliz en general, pero probablemente se podía decir, sin temor a equivocarse, que era feliz con él, o todo lo feliz que podía llegar a ser con cualquiera, lo que significaba no muy feliz. Shep se alegró cuando quedó embarazada de Amelia a poco de casarse. Él tenía prisa, estaba ansioso por vivir toda una vida en la mitad de tiempo y habría preferido que Zach hubiese nacido pronto y no diez años después.
En cuanto a la Otra Vida, cuando se conocieron Glynis había parecido estar de acuerdo. Sin duda lo primero que la atrajo fue que Shep fuese un hombre con una misión. Sin su visión, sin el edificio cada vez más concreto de la Vida B alzándose en su cabeza, Shep Knacker era otro pequeño empresario que había encontrado un nicho de mercado. Nada especial. Tal como estaban las cosas, escoger un nuevo país objetivo para el viaje de investigación de todos los veranos había sido un ritual estimulante para el matrimonio. Formaban un equipo, o eso al menos había creído él hasta que el año anterior empezó a recelar.
Por eso, cuando en noviembre de 1996 le ofrecieron vender la empresa, no pudo resistirse. Un millón de dólares. Racionalmente admitía que un kilo ya no era lo mismo de antes, y que tendría que pagar la plusvalía. Con todo, la cifra nunca había perdido la imponente rotundidad de su infancia; daba igual cuantos otros tipos comunes y corrientes también llegaran a ser «millonarios», la palabra todavía seguía teniendo su aquél Combinado con el fruto de las economías de toda una vida, con lo que sacara de la venta de Knack dispondría del capital necesario para embolsarse el dinero y no tener que mirar atrás. Así pues, no importaba nada que el comprador —un empleado tan vago y difícil que ya habían estado a punto de despedirlo y que, ¡oh, sorpresa!, entra en su fondo fiduciario— fuese un inmaduro, un bocazas y un ignorante.
El mismo que ahora era el jefe de Shep. Sí, claro, en ese momento había parecido lógico aceptar un contrato como empleado en la que había sido su empresa, rebautizada Randy el Manitas de un día para el otro, un nombre no sólo de mal gusto, sino también inexacto, pues Randy Pogatchnik era cualquier cosa menos eso. La idea inicial había sido quedarse un par de meses mientras Glynis y él hacían el equipaje, vendían sus variopintas pertenencias y encontraban una casa en Goa, aunque sólo fuese por un tiempo. No pensaban gastarse el capital, que Shep colocó en fondos de inversión libres de todo riesgo para engordarlo antes de sacrificarlo; el Dow estaba imparable.
Pero ese «par de meses» se había estirado hasta convertirse en más de ocho años de sumisión a los sádicos caprichos de un mocoso con sobrepeso y pecoso que debía de haberse enterado de que en cualquier momento iban a ponerlo de patitas en la calle y probablemente había comprado Knack —eso había que reconocérselo— en un acto de venganza endiabladamente eficaz. Tras la venta cayeron en picado los criterios de calidad, por lo que el puesto de Shep —«Relaciones con los Clientes», el lugar desde el que se manejaban las quejas y donde nunca hubo mucho que hacer en los años en que él había llevado Knack— había florecido hasta convertirse en un trabajo muy exigente, decididamente desagradable y de jornada completa.
Si miraba hacia atrás, había sido una estupidez, por supuesto, vender la casa de Carroll Gardens unos años antes —cuando acababa de terminar una recesión e inmediatamente después de un crac de la vivienda— para mudarse a Westchester y alquilar. Shep habría seguido muy feliz en Brooklyn, pero Glynis había llegado a la conclusión de que la única manera en la que finalmente podría centrarse en «su trabajo» era apartándose de las «distracciones» de la ciudad. (Segura de la debilidad de Shep, también había presentado un astuto argumento financiero, a saber, que las escuelas públicas de calidad de Westchester les harían ahorrar las costosas matrículas de la enseñanza privada en Nueva York. Todo muy bien, sí. Para Amelia. Pero después, cuando Glynis creyó que Zach necesitaba ayuda —lo cual era cierto—, encontrar un «colegio mejor» fue la manera más sencilla de parecer que hacían algo, y ahora enviarlo a la privada les costaba veintiséis mil dólares al año). Jackson y Carol se habían quedado en Windsor Terrace, y hasta ese cuchitril destartalado en el que vivían había subido de precio hasta el punto de costar quinientos cincuenta mil dólares. Al menos, el haberse beneficiado del boom inmobiliario hacía que Jackson fuese más paciente que Shep con la moderna petulancia del propietario; en esos días, un operario no aparecía en la puerta cinco segundos antes de que la mujer se pusiera a gritar lo que valía ahora ese lugar de mala muerte, así que tenga cuidado con esa caja de herramientas, no vaya a estropearme los paneles de madera. Y pasaba lo mismo en la mayoría de las grandes ciudades; Los Ángeles, Miami…, una histeria colectiva, como si toda la ciudadanía estuviera participando en Dialing for Dollars y hubiera ganado el coche. Lo más probable era que Shep sencillamente sintiera envidia. Con todo, ese júbilo tenía un regusto desagradable, una obsesión que él asociaba con las máquinas tragaperras. Hijo de un predicador, no podía ver la satisfacción de ganar un bote que no tenía ninguna relación con algo bueno que se hubiera hecho ni con lo duro que se hubiese trabajado.
En Westchester el valor de la propiedad también se había multiplicado por tres en diez años, y sí, si miraban atrás, deberían haber comprado; luego habrían sacado el mismo provecho sin mover un dedo, como al vender la empresa, fruto de veintidós años de sudor. Según Jackson, así hacía dinero ahora la gente en ese país, rascándose los huevos. No se podía volver uno rico con los ingresos ganados, despotricaba. Los impuestos sobre la renta se ocupaban de que así fuera. Jackson afirmaba que sólo la herencia y las inversiones eran rentables, o sea, rascarse. Shep no estaba tan seguro. Nadie podía negar que él sí había trabajado mucho, pero su esfuerzo había tenido una compensación. Limuru seguía estando en el fondo de su mente, y él había ganado mucho más que un dólar al día.
Shep se había decidido por alquilar por la misma razón que estaba en el origen de todas sus grandes decisiones. Quería poder recoger las velas, y hacerlo fácil, rápida y limpiamente, sin tener que esperar a vender una casa en un mercado cuyo clima era imprevisible. Eso era lo que los fastidiaba un poco de la petulancia del propietario, todos esos imbéciles con las llaves de una casa actuaban como si hubieran visto venir el boom, como si fuesen genios de las finanzas y no los meros beneficiarios de una racha de buena suerte. Es posible que lamentara no haber podido saborear ese maná inmobiliario, pero no lamentaba la razón por la cual no había podido. Y estaba orgulloso de esa razón, orgulloso de hacer planes para marcharse. Sólo le daba vergüenza haberse quedado.
Intentaba no echarle la culpa a Glynis. Si eso significaba echarse la culpa a sí mismo, parecía justo. La Otra Vida era su aspiración —palabra que prefería a fantasid— y cualquier sueño era un producto diluido de segunda mano. Intentaba no enfadarse con ella por muchas cosas, y en gran medida lo conseguía.
Cuando se conocieron, Glynis llevaba desde casa su pequeño negocio, joyería de un estilo asombrosamente austero y funcional en una época de chatarra, chapuzas y plumas. Había contactado con Knack para que le hicieran una mesa de trabajo atornillada al suelo, y más tarde, porque le gustaba el dueño —gruesos antebrazos nervudos, esa cara ancha como un campo de trigo había encargado unos estantes para martillos, alicates y archivos. Shep supo apreciar sus meticulosos requisitos, igual que ella la meticulosa ejecución del encargo. La segunda vez que fue a terminarle la mesa, Glynis había dejado numerosas muestras de su trabajo repartidas de modo informal por todo el estudio (a propósito, le confesó riendo cuando empezaron a salir; había colgado la resplandeciente bisutería ante su guapo manitas «como un señuelo»). Aunque el nunca se había considerado atraído por el arte, se quedó paralizado. Delicada y mórbida, toda una serie de prendedores alargados daban la impresión de ser montajes hechos con huesos de pájaros; cuando Glynis le hizo las pulseras, le envolvían todo el brazo, reptando como serpientes hasta llegar al codo. Vigorosas, esquivas y severas, las creaciones de Glynis eran una extraña manifestación de la mujer que las hacía. Difícil decir de qué se enamoró Shep primero, si de ella o de sus obras en metal, porque, en lo que a él respectaba, eran una y la misma cosa.
Durante el noviazgo, Glynis daba clases en campamentos de verano y trabajaba a destajo en el barrio de las joyerías para pagar el alquiler. Mientras tanto, colocaba collares en galerías de segunda, y las obras en plata apenas daban para recuperar los gastos. No obstante, trabajaba febrilmente horas y horas y pagaba la factura del teléfono. No cabe duda de que cualquier hombre habría supuesto que, para una mujer con iniciativa como Glynis —disciplinada, ascética y exaltada—, aportar su granito de arena económico al matrimonio sería cuestión de orgullo. (Pensándolo bien, probablemente lo era). Por eso él nunca había esperado tener que ahorrar solo para la Otra Vida.
Hombres menos compasivos habrían sentido que les habían dado gato por liebre. Los embarazos parecieron una excusa razonable para dejar que las herramientas languidecieran, pero eso solo representaba dieciocho meses en los últimos veintiséis años. La maternidad no era el verdadero problema, aunque Shep tardó mucho tiempo en comprender cuál lo era. Glynis necesitaba resistencia, la misma calidad que el metal ofrecía con más claridad. De repente ya no tuvo ninguna dificultad que vencer, y adiós a la dura vida de artesana y a las galerías que le birlaban la mitad del precio, demasiado bajo, de un broche de mokume que había tardado tres semanas en terminar. No, el marido se ganaba bien la vida, y si ella iba a dormir hasta media mañana y a entretenerse toda la tarde leyendo Lustre, American Craft Magazine y el Lapidary Journal la factura del teléfono también se pagaría. En realidad, Glynis necesitaba la necesidad misma. Sólo si no tenía otra opcion podía vencer la angustia que le provocaba ponerse a trabajar en un objeto que, una vez terminado, tal vez no satisfaría sus exigentes criterios. En ese sentido, la ayuda de Shep le había hecho daño. Proporcionándole el colchón económico que debería haberle permitido hacer todos los chismes de metal que se le antojaran, le había arruinado la vida. Envuelta en papel celofán, la buena vida era un regalo envenenado.
Con todo, no podía pensarse que Glynis fuese perezosa. Ella seguía alimentando la ficción (una palabra que a Shep le dolía de sólo pensarla) de que era una metalista profesional; por lo tanto, todas las otras actividades domésticas se consideraban procrastinación y por esa misma razón se ocupaba de ellas con vigor y rapidez. Desdeñando la joyería como algo intrínsecamente de décima categoría, había pasado a dedicarse por completo a la cubertería, y con los años terminó realizando un puñado de utensilios deslumbrantes; el más memorable, la pala para servir pescado, con incrustaciones de baquelita; un juego exquisito de palitos chinos hechos a mano, absolutamente ergonómicos y de plata de ley, cuyos extremos, más pesados, se doblaban ligeramente, dolorosamente, como si estuvieran derritiéndose. No obstante, cada proyecto terminado requería tanto tormento y tanto tiempo que después Glynis no se decidía a venderlo.
Así pues, lo que ella no hizo fue dinero. Si alguna vez Shep hubiese comentado en voz alta, despues de que Zach y Amelia comenzaran los estudios, que Glynis seguía sin contribuir con un solo centavo, ella se habría quedado paralizada de pura rabia (y por eso él nunca lo hizo). Con todo, sus ingresos de cero dólares no eran una objeción. Eran un hecho. También era un hecho que, cuando se casaron, Shep no había imaginado que le tocaría cargar solo con toda la casa y a perpetuidad. Pero podía hacerlo y lo hizo.
Además, la comprendía. O comprendía lo mucho que no podía comprender, lo cual ya era algo. Haciendo tanto más desconcertante su propia inercia geográfica, por lo general Shep decidía hacer algo y después lo hacía. Para Glynis, pasar de la decisión al acto se parecía a saltar de uno en uno los maderos de un puente dañado por una inundación. En otras palabras, tenía el motor, pero no funcionaba el encendido. Podía decidir hacer algo sin que después ocurriese nada. Era algo interior, un fallo de diseño, y probablemente un fallo que ella no podía enmendar.
Tras haberse callado la boca durante décadas, a Shep no debería habérsele escapado, durante el desayuno dos años atrás y como si quisiera tantear el terreno (y en medio de una semana especialmente irritante en Randy), que era una pena no haber ido guardando el sobrante de los ingresos de dos para poder irse a la Otra Vida mucho antes… Sin dejarlo terminar la frase, Glynis se había levantado de la mesa sin decir una palabra y se había marchado. Cuando Shep volvió a casa por la noche, ella ya tenía un trabajo. Al parecer, todo ese tiempo Shep habría tenido mejor suerte si hubiera encendido un fuego bajo su mujer, no halagándola, sino ofendiéndola. Desde entonces Glynis había trabajado haciendo moldes para Living in Sin, una bombonería muy fina con fábrica en el cercano Mount Kisco. Ese mes la empresa ya calentaba los motores para Semana Santa. Así, más que dedicarse a pulir cubertena vanguardista y de una calidad de pieza de museo, su mujer empezó a tallar conejitos de cera, vaciados luego —acertadamente— en chocolate amargo y rellenos de crema de naranja. Era un trabajo a tiempo parcial, sin beneficios, y el salario una aportación ridicula a las arcas de la familia, pero ella conservó el trabajo por puro despecho.
A su vez, es posible que él también la dejase conservarlo por puro despecho, y además, Glynis no podía evitarlo, los suyos eran unos conejos preciosos.
Desconcertaba verse sistemáticamente castigado por algo que podría haber generado un mínimo de gratitud. Él no pedía gratitud, pero podría haber prescindido del resentimiento, una emoción inconfundible por ser desagradable tanto para quien la genera como para quien la recibe. A Glynis le molestaba depender de Shep, le resultaba humillante. Le molestaba no ser una joyera famosa, y también que su condición de cero a la izquierda en su ámbito profesional le pareciera, a todo el mundo y ella incluida, culpa única y exclusivamente suya. Le molestaban sus dos hijos por haberle desviado las energías cuando eran pequeños; cuando dejaron de ser pequeños, le molestaban porque ya no le desviaban las energías. Le molestaba que el marido, y ahora también los hijos, desconsiderados y poco exigentes, le hubieran robado los recuerdos que más atesoraba, es decir, los pretextos. Puesto que el resentimiento produce el equivalente psíquico de la acidez, a Glynis le molestaba el propio resentimiento. No haber tenido nunca mucho de que quejarse con razón era una razón más para sentirse ofendida.
Shep estaba temporalmente predispuesto a sentirse afortunado, aunque él mismo tuviese razones de sobra para, si hubiera tenido esa predisposición, sentirse ofendido. Mantenía a su hija Amelia, aunque la chica se había pasado tres años sin estudiar. Mantenía a su padre, ya muy mayor, y se aseguraba de que el orgulloso reverendo jubilado no lo supiese. Había hecho varios «préstamos» a su hermana Beryl, dinero que ella nunca le devolvería, y era probable que todavía no le hubiera hecho el ultimo, no obstante, oficialmente eran préstamos, no regalos, por lo cual Beryl nunca le dio las gracias ni se sintió avergonzada. Fue él quien costeó el funeral de su madre y, puesto que nadie se dio por enterado, él tampoco lo hizo. Cada miembro de una familia tiene un papel, y en la suya Shep era el que pagaba. Y, como todas las otras partes daban por sentado ese estado de cosas, el también lo hacía.
Era rara la vez que se compraba algo para él, pero la verdad es que no quería nada. O solo quería una cosa. Así y todo, ¿por qué ahora? ¿Por qué, si ya habían pasado más de ocho anos desde la venta de Knack, no podían pasar nueve? ¿Por qué, si podía ser esta noche, no podía ser mañana por la noche?
Porque eran principios de enero en el estado de Nueva York y hacía frío. Porque él ya tenía cuarenta y ocho años y, cuanto más se acercaba a los cincuenta, tanto más se parecía la Otra Vida a una rutinaria jubilación anticipada, aun cuando al final Shep terminara haciéndose a la idea. Porque hasta el mes pasado esos fondos de inversión «libres de todo riesgo» no habían recuperado el valor inicial. Porque en su estúpida inocencia había hecho saber durante décadas, a cualquiera que pareciera interesado, su intención de dejar atrás el mundo de la planificación fiscal, de la ITV, de los embotellamientos y del telemárketing. (A medida que su público había ido envejeciendo, y de eso hacía ya un tiempo, la juvenil admiración de los demás se había agriado hasta convertirse, a sus espaldas, en burla. O no siempre a sus espaldas, pues en Randy la «fantasía de huida» de Shep, como la calificaba a la ligera Pogatchnik, era fuente habitual de bromas despiadadas). Porque él mismo había empezado peligrosamente a dudar de la realidad de la Otra Vida, y sin la promesa de recuperarla no podía —no podía— continuar. Porque, como un condenado burro, se había atado una zanahoria delante de la nariz aliviado por la seducción del aplazamiento infinito, sin concluir nunca que, si siempre podía marcharse mañana, también podía hacerlo hoy. De hecho, lo que hacía tan perfecto ese viernes por la noche era la arbitrariedad.
Cuando Glynis abrió la puerta de la calle, Shep se asustó y se sintió culpable. Había ensayado tantas veces las primeras frases y de pronto el guion lo había abandonado.
—Whisky—dijo ella—. ¿Qué ocasión especial celebramos?
Aferrado todavía a lo último que había pensado, Shep quiso explicar que la ocasión no era especial, cosa que, precisamente, la hacía especial.
—Los hábitos están hechos para romperlos.
—Algunos —le reprochó ella, quitándose el abrigo.
—¿Quieres una copa?
Glynis lo sorprendió.
—Sí.
Todavía era una mujer esbelta y nunca nadie le echaba cincuenta años, aunque esa noche había en su porte cierto toque de cansancio que de repente hacía posible darle setenta y cinco. Estaba cansada al menos desde septiembre, y decía tener unas décimas de fiebre que en privado Shep nunca detectó. Aunque últimamente había desarrollado una barriguita casi imperceptible, el resto de su cuerpo era, en todo caso, más delgado; tal redistribución del peso era normal en la edad mediana, y él era demasiado caballero para hacer un comentario al respecto.
Que los dos se permitieran un trago fuerte cuando apenas eran las siete y media fomentaba una cálida connivencia que Shep se negaba a socavar. No obstante, su inocuo «¿Dónde has estado?» sonó como una acusación.
Glynis podía contestar con evasivas, pero era raro que no contestase. Y Shep no insistió.
Acurrucándose celosamente alrededor del vaso de whisky en su sillón de siempre, Glynis levantó las rodillas y escondió los talones. Siempre parecía encerrada, celosa en otro sentido de la palabra, pero esa noche lo parecía de una manera poco común. Tal vez intuía el propósito de Shep, que tanto tardaba en llegar. Cuando él metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y, sin decir nada, puso tres billetes electrónicos impresos encima de la mesita de cristal, junto a la Fuente de la Boda, Glynis enarco las cejas.
—¿Tengo que adivinar qué son?
Era una mujer elegante, y él se interesaba por ella de la manera en que con tanta frecuencia la gente sencilla se siente cautivada por los que están más jodidos. Shep calló para considerar si, sin Glynis como socia, o como rival, la Otra Vida podía terminar siendo un lugar desolado.
—Tres billetes para Pemba —dijo—. Tú, Zach y yo.
—¿Otro «viaje de investigación»? Podrías haber pensado en eso antes de las vacaciones de Navidad. Zach ha vuelto al instituto.
Aunque Glynis nunca solía poner el término entre comillas, el agrio giro que de pronto le dio a «viaje de investigación» recordaba la manera desdeñosa en que Pogatchnik pronunciaba «fantasía de huida». Shep observó lo rápido que Glynis se inventaba una razón para que su capricho fuese imposible, desdeñando hábilmente incluso la breve escapada con la que lo confundía. En su trabajo, Shep aplicaba la inteligencia para solucionar problemas; Glynis aplicaba la suya para inventarlos, para construir obstáculos que poner en su propio camino. A él no le habría importado la excentricidad si el camino de Glynis no hubiese sido también el suyo.
—Son billetes sólo de ida.
Habría esperado que cuando ella lo entendiera, cuando tomara conciencia del verdadero carácter del desafío, del guante que había echado encima de la mesita de centro, el rostro se le ensombreciera, que adoptara una expresión solemne o la cautelosa rigidez del que se prepara para el combate. Sin embargo, Glynis parecía divertirse, aunque sólo fuera un poco. Shep estaba acostumbrado a hacer el ridículo en Randy («Sí, claro, un día de éstos te vas a vivir a África. Tú y Meryl Streep»), y a veces, aunque después se odiara a si mismo, él también se había sumado a las bromas; pero lo destrozaba cualquier asomo del mismo cinismo despreocupado y compasivo por parte de Glynis. Sabía que ella ya no estaba por la labor, pero no había creído que su actitud llegase a ser tan desagradable.
—Un desperdicio —dijo Glynis, serena, esbozando una fina sonrisa—. Nada que ver contigo.
Había intuido correctamente que los billetes de ida habían costado más que los de ida y vuelta.
—Un gesto —dijo él—. Esto no tiene nada que ver con el dinero.
—Me cuesta imaginarte haciendo algo que no tenga relación con el dinero. Toda tu vida, Shepherd —proclamó Glynis—, ha girado en torno al dinero.
—No por el dinero en sí. Nunca he sido codicioso en ese sentido, ya lo sabes… Querer dinero para ser rico. Quiero comprar algo con él.
—Era lo que creía antes —dijo ella, con voz triste—. Ahora me pregunto si tienes alguna idea de qué es realmente lo que quieres comprar. Ni siquiera sabes qué es eso de lo que tanto quieres salir, y mucho menos de aquello en lo que quieres entrar.
—Sí que lo sé —replicó él—. Quiero comprarme a mí mismo. Lamento parecerme a Jackson, pero en cierto modo tiene razón. Soy un siervo con un contrato. Éste no es un país libre en ningún sentido de la palabra. Si quieres tu libertad, tienes que comprarla.
—Pero la libertad no se diferencia mucho del dinero, ¿no? No tiene sentido a menos que sepas en qué quieres gastarla.
El comentario de Glynis sonó hueco, aburrido incluso.
—Ya hemos hablado de eso, si sé o no sé en lo que quiero gastarlo.
—Sí —dijo ella, con aire de estar cansada—. Hemos hablado hasta la saciedad.
Shep se tragó el insulto.
—Parte del hecho de irse consiste en averiguarlo.
Shep no podría haber preparado otra conversación que hubiera fascinado a su mujer más que ésta, pero habría jurado que Glynis ya no le prestaba atención.
—Ñu —la llamó, un término cariñoso que se remontaba a su primer viaje de investigación a Kenia, donde Glynis había hecho excelentes imitaciones de animales salvajes, poniendo las manos por encima de la cabeza como si fueran cuernos y distorsionando la cara alargada en una expresión de suplica que era triste y tonta a la vez. La travesura había sido infantil y encantadora. Entonces la llamaba Ñu todo el tiempo, y últimamente…, bueno, últimamente, advirtió Shep, y se estremeció, no la llamaba nada—. Son billetes de verdad. Para un avión de verdad que despega dentro de una semana. Me gustaría que vinieses conmigo. Me gustaría que Zach viniese con nosotros, y si nos vamos como una familia, lo arrastraré por la pasarela cogiéndolo del pelo. Pero yo me voy, con o sin vosotros.
A Glynis esa declaración no pudo parecerle más desopilante.
—¿Un ultimátum? —preguntó, y apuró el vaso como si quisiera sofocar la risa.
—Una invitación —repuso él.
—Dentro de una semana te vas a subir a un avión para volar a una isla en la que nunca has estado y en la que piensas pasar el resto de tu vida. Entonces, ¿para qué todos esos «viajes de investigación»?
Shep leyó la respuesta en esa segunda persona, que Glynis prefería al «nosotros», y no estaba preparado para la repentina y pesada sensación que le inundó el pecho. Aunque había intentado ser realista y no mentirse a sí mismo, al parecer había alimentado la esperanza de que su mujer y su hijo lo acompañasen a Pemba. Con todo, ese enfrentamiento era nuevo, por lo cual siguió esperando —por primera vez en la historia del universo— hacerla cambiar de opinión.
—Escogí Pemba precisamente porque no hemos estado allí.
Eso quiere decir que no puedes haber encontrado miles y miles de motivos por los cuales ya no corresponde considerar otra opción.
Como ella no repuso nada, Shep pudo recordar parte de lo que había recitado al volante un rato antes esa misma tarde, mientras conducía por Henry Hudson Parkway.
—Goa tenía luz verde hasta que leíste aquella noticia sobre esa expatriada británica que murió asesinada en su casa por un conocido nativo; después fue demasiado peligroso. Un asesinato. Como si en Nueva York la gente no se matara entre sí. Bulgaria habría sido una ganga la primera vez que di con ese país, y además, aunque por los pelos, está en Occidente, tiene banda ancha, servicio postal y agua limpia. Pero la comida era demasiado desabrida. La comida. Como si no pudiéramos conseguir un poco de ajo y romero. Ahora los precios de la vivienda ya se han disparado y es demasiado tarde. Y Eritrea ídem, y eso que atrajo tu imaginación: un país joven y orgulloso, gente cálida, un café en cada esquina… Y la arquitectura años cincuenta era un plus. Ahora, por suerte para ti, el gobierno se ha ido al diablo. Y te encantaba Marruecos, ¿te acuerdas? Canela y terracota; ni la comida ni el paisaje eran desabridos. Parecía tan prometedor que hasta consentí en quedarme cuando mi madre tuvo la embolia y volvimos medio día demasiado tarde para darle el último adiós.
—Tú supiste compensarlo.
Ah, los gastos del funeral. Si a Shep no le molestaban las imposiciones de la familia sobre su economía, a Glynis sí le molestaba esa familia, por él.
—Pero, después del 11 de septiembre —prosiguió—, de repente cayeron de la lista todos los países musulmanes, Turquía incluida, para gran decepción mía. Tuvimos una oportunidad magnifica cuando la moneda se hundió en Argentina. Y antes de eso podríamos haber comprado casi todo el Sudeste Asiático, durante la crisis económica. Pero ahora todas esas monedas se han recuperado y hoy nuestros recursos no bastarían para vivir treinta o cuarenta años en ninguno de esos países. En Cuba no podrías vivir, sin champú ni papel higiénico. Los requisitos de Croacia para conceder la residencia conllevaban demasiado papeleo. Y las chabolas de Kenia eran demasiado deprimentes. Sudáfrica te hacía sentirte culpable de ser blanca. Laos, Portugal, Tonga, Bután…, ya ni siquiera recuerdo qué les pasaba a esos países, aunque —Shep se permitió ser duro— estoy seguro de que tú sí.
Glynis irradiaba una afabilidad agresiva, y parecía estar disfrutando.
—Fuiste tú el que excluyó Francia —dijo con dulzura.
—Es cierto. Los impuestos nos habrían matado.
—Siempre el dinero, Shepherd —lo reprendió.
En ese momento a Shep le asombró pensar que la gente que se ponía por encima del dinero —tipos bohemios, como su hermana, o como su padre, con su Antiguo Testamento— era, por decir algo, la misma que nunca ganaba un dólar. Glynis sabía perfectamente que la Otra Vida tenía que cuadrar económicamente, pues de lo contrario sólo serían unas vacaciones largas y ruinosas.
—Pero tú nos paralizaste en los dos extremos, ¿verdad? —prosiguió Shep—. No solamente no hay un solo destino bueno, sino que nunca es el momento apropiado para irse. Tenemos que esperar hasta que Amelia termine el instituto. Tenemos que esperar hasta que Zach termine la primaria. Y ahora es el instituto. ¿Por qué no también la universidad? Tenemos que esperar que nuestras inversiones se recuperen del crac de la bolsa, y luego del 11 de septiembre. Bueno, ya se han recuperado.
Shep no estaba acostumbrado a hablar tanto, y todo ese parloteo lo hacía sentirse un estúpido. Es posible que dependiese de la resistencia tanto como Glynis, lo que equivale a decir, de la resistencia de ella.
—Piensas que soy egoísta. Quizá lo soy. Por una vez. Esto no tiene que ver con el dinero, tiene que ver… —Shep, avergonzado, hizo una pausa— con mi alma. Ya sé, dirás que ya lo has dicho, que no será como yo espero que sea. Lo acepto. No es que acaricie la insensata idea de apalancarme en una playa. Sé que a la larga tomar el sol se vuelve aburrido, sé que hay moscas. Con todo, hay algo que sí puedo decirte: tengo la intención de dormir ocho horas. Parece poca cosa, pero no lo es. Me encanta dormir, Glynis y —Shep no quería que en ese momento se le hiciese un nudo en la garganta, no hasta que lo soltara todo— más que nada me gusta dormir contigo. Pero cuando en una cena en Westchester digo que me muero de ganas de dormir ocho horas, ¿qué pasa? La gente se ne. Para los currantes de este lugar que viajan horas para llegar al trabajo es una ambición tan absurda que no tiene nada de gracioso.
»Así que no me importa qué otra cosa haré en Pemba o si hay cortes de luz un día sí y el otro también. Porque… ¿y si esta vez me vuelvo atrás? En el fondo del alma sabría que en realidad no vamos a irnos nunca. Y sin una tierra prometida no puedo aguantar, Ñu. No puedo seguir limpiando el estropicio que esos torpes novatos hacen para Randy el Manazas. No puedo seguir aguantando embotellamientos de horas y horas oyendo la NPR en West Side Highway. No puedo seguir yendo a toda prisa al A&P a comprar leche y conseguir “puntos” de la tarjeta cliente para que después de gastarnos varios miles de dólares tengamos derecho a un pavo gratis el Día de Acción de Gracias».
—Hay destinos peores.
—No —dijo él—. No estoy seguro de que los haya. Sé que hemos visto mucha pobreza, aguas negras en cloacas abiertas y madres a la rebatiña por unas peladuras de mango. Pero ellos saben qué es lo que no funciona en su vida y tienen una idea de que las cosas podrían ser mejores con un puñado de chelines o de pesos o de rupias en los bolsillos. Hay algo especialmente terrible en el hecho de que te digan una y otra vez que tienes la vida más maravillosa del mundo y que ni siquiera así esa vida mejore y siga siendo una mierda. Se supone que éste es el país más fantástico del mundo, pero Jackson tiene razón. Es un timo, Glynis. Debo de tener unas cuarenta «contraseñas» para hacer operaciones bancadas, para el móvil, para las tarjetas de crédito y para las cuentas de Internet. Y cuarenta números de cuenta distintos. Súmalas todas y verás, eso es nuestra vida. Y todo es feo, físicamente feo. Los centros comerciales de Elmsford, los Kmarts y los WalMarts y los Home Depots… Todo de plástico y de cromo con colores chillones y chocantes, y todo el mundo con prisa… ¿Para hacer qué?
No eran imaginaciones suyas. Glynis no le prestaba atención.
—Lo siento —dijo Shep—. Ya has oído este rollo otras veces. Puede que esté equivocado, y puede que realmente vuelva abatido y con la cabeza gacha al cabo de unas semanas. Pero, antes de tirar la toalla, prefiero la humillación de probar y fallar. Tirar la toalla sería como morir.
—Creo que descubrirás —dijo Glynis, con una voz tan medida, tan llena de alguna nueva y grandiosa sabiduría que a Shep no le gustaba— que en absoluto es como morir. No hay nada que sea como morir. Usamos la muerte como una metáfora para decir otra cosa. Algo más insignificante y más tonto y mucho más soportable.
—Si crees que así me harás cambiar de opinión, te digo que no está funcionando.
—¿Cuándo tienes previsto abandonar nuestras costas?
—El viernes que viene. En el vuelo 179 de British Airways, salida de JFK a las 22.30 con destino Londres. Después, conexiones a Nairobi, Zanzíbar, Pemba. Tú y Zach podréis venir conmigo hasta un minuto antes de que cierre el vuelo. Mientras tanto, creo que me largaré y te daré la oportunidad de pensarlo. —Una oportunidad de echarme de menos fue lo que quiso decir. Echarme de menos mientras todavía puedas no hacerlo. Y, con toda sinceridad, le tenía miedo. Si se quedaba, Glynis sería capaz de disuadirlo. Era así de eficiente—. Me quedaré en casa de Carol y Jackson. Me esperan. Puedes encontrarme allí en cualquier momento, antes de que me vaya.
—Sinceramente, deseo que no te vayas —dijo ella, por decir algo. Tras coger el vaso de la mesa, se levantó y se alisó los pantalones con un gesto que Shep reconoció. Glynis se armaba de paciencia para preparar una cena más—. Por una vez, Randy va a servir para algo. Y me temo que necesitaré tu seguro médico.
Esa misma noche, un poco más tarde, mientras Glynis aún recogía la cocina, Shep subió al dormitorio sin que ella lo viera y sacó del armario el albornoz con que había ocultado la maleta. Volvió a dejar las dos camisas en el tercer cajón de su cómoda, alisándolas para que estuvieran presentables para ir a trabajar. Después sacó los alicates, los destornilladores y la sierra y volvió a dejarlos en su vieja caja de herramientas de metal rojo. Cuando llegó al peine, antes de dejarlo en su lugar de siempre, junto a la caja de cigarros con monedas extranjeras que habían quedado de los viajes, se lo pasó por el pelo.