Querido Franklin,
No sé si estarás al corriente de esa clase de cosas, pero hace una semana, más o menos, un caza chino chocó con un avión espía estadounidense sobre el mar de China. El piloto chino, probablemente, se ahogó, y el avión espía, averiado, tuvo que hacer un aterrizaje de emergencia en la isla china de Hainan. Según parece, hay opiniones divergentes acerca de cuál de los dos aparatos provocó el accidente. En cualquier caso, el asunto se ha convertido en una prueba de fuerza diplomática y ahora China retiene como rehenes a los veinticuatro estadounidenses que formaban la tripulación del aparato, a la espera de recibir, cuando menos, disculpas. No he tenido la energía suficiente para ponerme a averiguar de quién fue, y de quién no, la culpa, pero me preocupa que la paz mundial (como la llaman) esté subordinada a una cuestión tan trivial como los remordimientos. Con anterioridad a mi educación en esa materia, hubiera considerado una situación así como exasperante. ¡Que les presenten sus excusas, si con ello van a volver a casa esos hombres! Pero ahora ese asunto de los remordimientos ha adquirido gran importancia para mí, y ni me sorprende ni me frustra que algunos acontecimientos destacados puedan decidirse en consonancia con él. Por otra parte, ese embrollo de Hainan es bastante sencillo. Resulta más frecuente el caso en que una disculpa no conduce a nada.
Últimamente, también, la política da la impresión de haberse disuelto para mí en un hervidero de menudas historias personales. Pienso que ya no creo en ella. Que sólo hay personas a las que les suceden cosas. Incluso esa desavenencia en Florida se reduce, para mí, a la historia de un hombre que quería ser presidente desde la niñez. Que se acercó tanto a su objetivo como para poder paladear el triunfo. La de una persona y su tristeza y su desesperación por dar marcha atrás al reloj para contar y recontar de nuevo hasta que el resultado fuera el que deseaba…, y del cruel mentís que se le opuso. De modo semejante, me preocupan menos las restricciones comerciales y las futuras ventas de armas a Taiwan que la suerte de esos veinticuatro jóvenes, encerrados en un extraño edificio, con olores extraños, alimentados con comidas que en nada se parecen a los platos chinos para llevar a casa que están acostumbrados a probar, durmiendo mal, imaginando lo peor, por ejemplo, que los acusaran de espionaje y los enviaran a pudrirse en una prisión china, mientras los diplomáticos intercambian agrios comunicados que ninguno les permite leer. Jóvenes que creían sentirse hambrientos de aventuras hasta que se vieron envueltos en una.
Siento a veces un profundo respeto por mi ingenuidad juvenil, cuando me descorazonaba que España tuviera árboles, o me desesperaba comprobar que hasta en los rincones más inexplorados de la tierra había que contar con la comida y con el clima. Me decía que quería ir a algún otro lugar. Y, neciamente, me veía a mí misma alentando un insaciable afán por lo exótico.
Bueno, Kevin me ha introducido en un mundo realmente distinto, completamente extranjero para mí. Puedo decirlo con seguridad porque la prueba más clara de que te sientes extranjera en algún lugar es que te reconcome una lacerante y constante ansia de volver al hogar.
Me he callado un par de estas pequeñas experiencias mías de sentirme realmente en el extranjero gracias a Kevin. Lo cual no es propio de mí. Recordarás cuánto me gustaba en otros tiempos, al regresar de un largo viaje, mostrarte todas las baratijas culturales que me había traído y explicarte cómo hacen otros pueblos mil cosas cotidianas, algo que sólo aprendes cuando lo ves con tus propios ojos.
La primera de esas experiencias, es que soy consciente de que podría ser culpable de condescendencia. Debería haberte dado más crédito, porque el plan de Kevin denotaba a voces premeditación; en otra vida podría haber triunfado en la edad adulta organizando, pongamos, grandes congresos profesionales y, de hecho, todo cuanto requiere notoriamente «sólidas dotes de organización y auténtico talento para solucionar los problemas». Porque incluso tú puedes darte cuenta de que la programación de aquel jueves, tres días antes de que cumpliera la edad que habría permitido juzgarlo como adulto no fue una mera coincidencia. Puede que aquel jueves tuviera virtualmente dieciséis años, pero a efectos legales, aún tenía quince. Lo que significa que en el estado de Nueva York se le aplicarían un montón de leyes más benignas, aun cuando lo ficharan y lo trataran como a un adulto. Con toda seguridad, Kevin había investigado el hecho de que la ley no redondea por arriba, como hacía su padre.
Se da también la circunstancia de que su abogado consiguió localizar a una serie de expertos y convincentes testigos que declararon ante el tribunal alarmantes anécdotas médicas. Por ejemplo, la del cincuentón típicamente descorazonado, pero tranquilo, que se aficiona al Prozac, sufre un cambio agudo de personalidad con paranoia y demencia, dispara contra todos los miembros de su familia y, finalmente, vuelve el arma contra sí mismo. Me pregunto: ¿no habrás picado también tú alguna vez el anzuelo farmacéutico? ¿Sería nuestro excelente hijo uno más de esos pobres desgraciados a quienes la reacción a los antidepresivos les resulta tan contraproducente que, en lugar de aliviar su dolencia, los sume en la oscuridad? La sentencia de Kevin pudo ser algo más benévola por las dudas que suscitó su abogado acerca de la estabilidad química de ese tratamiento. Después de haber escuchado la sentencia que condenó a Kevin a sólo siete años de reclusión, di las gracias fuera de la sala a John Goddard, su abogado. En realidad, no me sentía entonces muy agradecida a él —una sentencia de siete años a mí no se me hacía tan corta—, pero valoré que hubiera hecho todo lo posible en el desempeño de su ingrato trabajo. Buscando algo en lo que centrar mi admiración, lo felicité por su original enfoque de la defensa. En concreto, le dije que nunca había oído hablar de los supuestos efectos psicóticos del Prozac en algunos pacientes porque, de saberlo, no habría permitido que Kevin lo tomara.
—Oh, no me dé las gracias por eso; déselas a Kevin —me replicó John con la mayor naturalidad—. Yo tampoco había oído hablar de esos efectos psicóticos. Esa línea de defensa fue idea suya.
—Pero él no habrá podido tener acceso a una biblioteca, ¿verdad?
—No, en tanto estuviera en detención preventiva. —Me miró un instante con sincera simpatía—. Si quiere que le sea sincero, yo apenas he movido un dedo en eso. Él conocía todos los precedentes. Incluso los nombres y direcciones de los expertos a los que podría citar. Tiene usted un hijo muy inteligente, Eva.
Lo cual no daba la impresión de alegrarlo, sino más bien de pesar como una losa sobre él. En cuanto a la segunda experiencia que me callé —considerando cómo hacen las cosas en este país dejado de la mano de Dios, donde los chicos de quince años asesinan a sus compañeros de clase—, no lo hice porque pensara que tú no lo resistirías: fue, simplemente, porque no quise pensar en ello u obligarte a hacerlo, aunque hasta esta misma tarde estoy viviendo en un perpetuo temor de que el episodio se repita.
Fue quizá tres meses después de aquel jueves. Kevin ya había sido juzgado y sentenciado, y yo acababa de introducir en mi programación esas rutinarias visitas a Chatham cada dos sábados. Aún no habíamos aprendido a conversar el uno con el otro, y el tiempo se nos hacía muy largo. Por aquel entonces, me daba a entender que mis visitas eran una imposición, que temía mi llegada y aplaudía mi marcha, y que su auténtica familia estaba allí, formada por aquel puñado de delincuentes juveniles que lo veneraban. Cuando le conté que Mary Woolford acababa de demandarme, me sorprendió que no pareciera sentirse satisfecho, sino más irritado todavía, ya que, como me diría posteriormente, ¿por qué tendría yo que llevarme todo el mérito? Así que le dije:
—¡Lo que me faltaba!, ¿no? Después de haber perdido a mi marido y a mi hija, encima, me demandan.
Kevin gruñó algo, entonces, acerca de mi propensión a compadecerme de mí misma.
—¿Y tú no? —le pregunté—. ¿Tú no te compadeces de mí?
Se encogió de hombros:
—Has salido de ésta sana y salva, ¿no? Sin un rasguño.
—¿Estás seguro? —le pregunté. Y añadí—: Dime una cosa: ¿por qué no disparaste contra mí?
—Cuando montas un espectáculo, no te cargas al público —dijo sin pasión mientras hacía rodar algo en su mano derecha.
—Supongo que con eso quieres decir que dejarme viva era tu mejor venganza.
Ya habíamos superado hacía tiempo la fase de buscar qué era aquello de lo que quería vengarse. Yo era incapaz, entonces, de decir nada más acerca de aquel jueves, así que estaba a punto de recurrir al viejo tópico: ¿Te dan bien de comer?, cuando mi vista se sintió atraída de nuevo por el objeto que seguía pasándose de una mano a otra, palpándolo rítmicamente con los dedos como quien pasa las cuentas de un rosario. Sinceramente, sólo quería cambiar de tema: no me importaba saber nada de su juguete, aunque si había interpretado sus movimientos como una señal de embarazo moral ante una mujer a cuya familia había asesinado, me iba a llevar un penoso chasco.
—¿Qué es eso? —le pregunté—. ¿Qué tienes ahí?
Con una estudiada media sonrisa, abrió la palma de la mano y me mostró su talismán con el avergonzado orgullo del chico que exhibe su canica más preciada. Me puse en pie tan rápidamente, que mi silla cayó hacia atrás y chocó estrepitosamente con el suelo. No ocurre con frecuencia que, cuando miras un objeto, éste te mire a su vez.
—¡No vuelvas a hacerme eso! —exclamé con voz ronca—, ¡si lo haces, jamás volveré a poner los pies aquí! ¡Nunca más! ¿Me has oído?
Creo que se dio cuenta de que hablaba en serio. Aquello le daba un poderoso amuleto para protegerse de las ostensiblemente cargantes visitas de mami. El hecho de que el ojo de cristal de Celia haya permanecido lejos de mi vista desde entonces sólo puede significar, supongo, que, hasta cierto punto, se alegra de que vaya a verlo.
Probablemente, pensarás que no estoy haciendo otra cosa que contarte cuentos, a cuál más horrible. Que la idea que quiero inculcarte es que nuestro hijo es un muchacho abominable, capaz de atormentar a su madre con un recuerdo tan horrible. Pero no, esta vez no. Es sólo que tenía que contarte esta historia para que pudieras comprender mejor la siguiente, la de esta misma tarde.
Seguramente, te habrás fijado en la fecha. Es el segundo aniversario. Lo que significa también que, dentro de tres días, Kevin tendrá dieciocho años. A efectos de votar (derecho que, como convicto de asesinato con alevosía y premeditación, ha perdido en todos los estados, excepto dos) y de alistarse en las fuerzas armadas, es a esa edad cuando se convertirá oficialmente en adulto. En ese aspecto, sin embargo, estoy completamente de acuerdo con el sistema judicial, que lo consideró adulto, y lo juzgó como tal, hace ya dos años. Para mí, el día en que formalmente alcanzó la mayoría de edad será siempre el 8 de abril de 1999.
Por eso presenté una petición especial para verme con nuestro hijo esta tarde. Aunque lo habitual es que las autoridades penitenciarias rechacen las peticiones de visita con los internos por sus cumpleaños, la mía fue aceptada. Quizá esas autoridades valoren semejantes muestras de sentimentalismo.
Cuando introdujeron a Kevin en la sala, advertí un cambio en su porte antes de que dijera ni una palabra. Toda aquella maliciosa condescendencia suya se había disipado, y finalmente pude ver cuán fatigoso debía resultar para Kevin generar durante el día entero el desencanto general de aquel para quien no hay en el mundo una jodida cosa que le importe. Dada la epidemia de robos de sudaderas y camisetas de tallas pequeñas, Claverack había renunciado a su experimento de vestir a los internos con ropas de calle, y ahora Kevin llevaba un mono naranja que no sólo no era de su talla, sino que, por una vez, le quedaba demasiado grande, lo que lo hacía parecer canijo. A tres días de su edad adulta, Kevin comenzaba finalmente a actuar como un niño pequeño: parecía confuso y angustiado. Sus ojos habían perdido el brillo habitual y daban la sensación de estar hundidos en el fondo de su cabeza.
—No tienes aspecto de sentirte demasiado feliz —sugerí.
—¿Lo he tenido alguna vez?
Su tono era apagado.
—¿Te preocupa algo? —le pregunté, curiosa, aunque las normas de nuestra relación proscribían semejantes preguntas maternas planteadas de forma directa.
Pero lo más extraordinario es que me respondió:
—Tengo casi dieciocho años, ¿verdad? —Se restregó la cara—. Me echan de aquí. Tengo entendido que no pierden el tiempo.
—A una auténtica prisión —asentí.
—No sé… Para mí, este lugar ya es suficientemente auténtico.
—¿Te pone nervioso que puedan enviarte a Sing Sing?
—¿Nervioso? —preguntó incrédulo—. ¡Nervioso! ¿Qué puedes saber tú de estos lugares?
Meneó la cabeza, consternado.
Lo observé, asombrada. Temblaba. En el curso de los dos últimos años se ha marcado en su rostro un dédalo de cicatrices de pequeñas batallas, y su nariz no es ya del todo recta. El efecto de ambas cosas no hace que parezca más duro, sino, simplemente, más feo. Esas cicatrices han difuminado sus rasgos antes marcadamente armenios, que ahora son más borrosos. Pudieran haber sido dibujados por algún retratista inseguro, que recurriera constantemente a la goma de borrar.
—Seguiré yendo a visitarte —le prometí, aunque esperaba alguna reprimenda sarcástica.
—Gracias. Esperaba que lo hicieras.
Temo que me quedé boquiabierta por efecto de la incredulidad. Para tantear el terreno, aludí a las noticias de marzo:
—Por lo que sé, estás siempre al corriente de esta clase de cosas. Así que supongo que te habrás enterado de lo ocurrido el pasado mes en San Diego. Tienes otros dos colegas.
—¿Te refieres a Andy?… ¿Andy Williams? —Kevin lo recordaba vagamente—. ¡Menudo imbécil! Si quieres que te diga la verdad, me da pena ese pobre diablo. Se dejó atrapar.
—Ya te advertí que esta moda pasaría —dije—, ¿has visto que Andy Williams no ha copado los titulares? Los problemas cardíacos de Dick Cheney y ese enorme huracán que al final se deshizo han ocupado más espacio que él en el New York Times. Y lo mismo ha pasado con ese tiroteo que hubo inmediatamente después, con un muerto, también en San Diego: apenas le han dado cobertura en la prensa.
—¡Demonios! Ese tipo tenía dieciocho años —comentó Kevin al tiempo que meneaba la cabeza—. Dieciocho años cumplidos, quiero decir. ¿No te parece que ya era un poco mayor para eso?
—Te vi el otro día en la tele, ¿sabes?
—¿Ah, sí? —Sonrió con cierta incomodidad—. Lo grabaron hace tiempo, ¿sabes? Yo estaba entonces metido en… algo.
—Sí, y yo no tenía tiempo para ese… algo —repliqué—. Pero estuviste muy sereno, muy coherente. Te presentaste muy bien. Ahora todo lo que tienes que procurar es tener algo que decir.
—Algo que no sean chorradas, quieres decir, ¿verdad? —asintió él riendo.
—Sabes qué día es hoy, ¿no? —le pregunté tímidamente—, ¿la razón de que me hayan permitido venir a verte en lunes?
—Sí, claro… Es mi aniversario.
Por fin estaba dirigiendo su humor sardónico contra sí mismo.
—Sólo quería preguntarte una cosa… —comencé, y me humedecí los labios. Te extrañará, Franklin, pero jamás le había hecho antes esa pregunta. No estoy segura del motivo; tal vez no quería verme insultada con un montón de estupideces como aquélla de querer saltar a la pantalla—. Han pasado dos años —seguí—. Echo de menos a tu padre, Kevin. Todavía hablo con él. Incluso le escribo, aunque no te lo creas; le escribo cartas. Que ahora se amontonan confusamente en mi escritorio porque no sé adónde enviárselas. También echo de menos a tu hermana, terriblemente. ¡Y hay también tantas otras familias que se sienten tristes! Me hago cargo de que los periodistas, los terapeutas y quizá otros internos te lo habrán preguntado muchas veces. Pero a mí nunca me lo has dicho. Así que, por favor, mírame a los ojos. Mataste a once personas. A mi marido. A mi hija. Mírame a los ojos y dime por qué.
A diferencia del día en que se volvió a mirarme a través del cristal del coche de policía, con las pupilas brillantes, esta vez a Kevin le resultó tremendamente difícil resistir mi mirada. Sus ojos no cesaban de hurtarse a ella, la aceptaban sólo un momento, de pasada, y enseguida parpadeaban para volverse hacia el muro de bloques de hormigón pintados de color vivo. Al final se rindieron y me miraron a la cara, aunque un poco de refilón.
—Creía que lo sabía —dijo con expresión de abatimiento—. Pero ya no estoy tan seguro.
Sin pensarlo, extendí mi mano por encima de la mesa y agarré la suya. No la retiró.
—Gracias —dije.
¿Te parece extraña mi gratitud? En realidad, no tenía ninguna idea preconcebida acerca de la explicación que deseaba. Ciertamente, no tenía ningún interés en una explicación que redujera la indescriptible enormidad de lo que había hecho a un mero aforismo socialmente tranquilizador acerca de la «enajenación» extraído de la revista Time, ni que tratara de explicarlo mediante una de las ramplonas elucubraciones psicológicas, como la de un «trastorno afectivo», con las que intentaban siempre etiquetarlo todo sus educadores en Claverack. Por eso me asombró descubrir que su respuesta era gramaticalmente perfecta. Para Kevin, progreso equivalía a «deconstrucción». Sólo empezaría a sondear sus profundidades una vez hubiera descubierto que era insondable.
Cuando por fin retiró la mano, fue para meterla en el bolsillo de su mono.
—Escucha —me dijo—. Te he hecho una cosa… Un…, bueno, una especie de regalo.
Mientras sacaba del bolsillo una cajita rectangular de madera oscura, de unos doce centímetros de largo, me disculpé:
—Ya sé que se acerca tu cumpleaños. No lo he olvidado. Te traeré tu regalo la próxima vez.
—No te molestes —dijo mientras pasaba un pañuelo de celulosa húmedo por la superficie barnizada de la madera—. De todos modos, me lo robarán.
Con cuidado, deslizó la cajita por encima de la mesa, manteniendo dos dedos encima de ella. No era perfectamente rectangular, sino que tenía la forma de un ataúd, con charnelas en uno de los lados y minúsculos cierres de latón en el otro. Debía de haberlo hecho en el taller. La ocurrencia morbosa de la forma me pareció típica de él. Pero el gesto de regalármelo me conmovió, y el acabado de la cajita era sorprendentemente perfecto. En los viejos tiempos me había hecho unos pocos regalos de Navidad, pero siempre supe que eras tú quien los había comprado, y nunca me había hecho ninguno desde que estaba en Claverack.
—Está muy bien hecha —dije sinceramente—, ¿es para guardar joyas?
Alargué la mano para asirla, pero se apresuró a apretar los dedos con más fuerza sobre la tapa.
—¡No la abras! —dijo con brusquedad—. Por favor, mami. Haz con ella lo que quieras, pero no la abras.
¡Ah! Instintivamente, retiré la mano. En una encarnación anterior, Kevin hubiera podido prepararme el mismo «regalo», envolviéndolo burlonamente en papel de seda rosa, pero me lo habría entregado con aire risueño, disimulando una espeluznante sonrisilla mientras yo, con inocente expectación, soltaba los cierres. Pero hoy esta advertencia suya —¡no la abras!— era tal vez, en gran medida, lo esencial de su regalo.
—Comprendo —dije—. Pensaba que era una de tus posesiones más apreciadas. ¿Por qué ibas a querer desprenderte de ella?
Mi rostro estaba encendido por la emoción, y me sentía un poco sorprendida, pero también un poco horrorizada, y mi tono era hiriente.
—Bueno, tarde o temprano algún imbécil acabaría quitándomelo y lo emplearía, ya sabes, para alguna broma estúpida, como la de meterlo en la sopa de alguien. Además, es casi como si…, bueno, como si estuviera constantemente mirándome. Empezaba a obsesionarme.
—Celia te está mirando, Kevin. Y también tu padre. Todos los días.
Con los ojos clavados en la mesa, empujó la cajita un poco más hacia mí, y después retiró su mano.
—En todo caso, pensé que podrías llevártelo y…, bueno…, que tal vez podrías… ya sabes…
—Enterrarlo —concluí la frase por él.
Sentí que me caía un gran peso encima. Era una petición tremenda, porque con aquel minúsculo ataúd de artesanía tendría que enterrar muchas otras cosas.
Asentí con gesto grave. Cuando lo abracé para despedirme, se abrazó a mí con una intensidad infantil, como jamás lo había hecho de niño. No estoy muy segura, porque lo murmuró con el rostro vuelto hacia el cuello levantado de mi abrigo, pero me gusta pensar que susurró un ahogado: «Lo siento». Asumiendo el riesgo de no haberlo oído correctamente, respondí con claridad:
—Yo también lo siento, Kevin. Lo siento en el alma.
Jamás olvidaré el rato que pasé en el tribunal civil al escuchar que la juez, con las pupilas encogidas, anunciaba remilgadamente que el tribunal fallaba a favor de la demandada. Hubiera esperado sentir un inmenso alivio, pero no fue así. Descubrí que la reivindicación de mi maternidad no significaba nada para mí. Si acaso, me sentía airada. Se suponía que volvería a casa y que me sentiría redimida. Pero, por el contrario, sabía que volvería a casa y me parecería horrible, como de costumbre, y me sentiría abandonada y sucia, como siempre. Necesitaba una purificación a fondo, pero mi experiencia en aquel banquillo se pareció mucho a una típicamente sudorosa y molesta tarde en la habitación de un hotel de Ghana en la que, al girar la llave para abrir la ducha, te encontrabas con que el agua estaba cortada. Un miserable goteo de agua herrumbrosa era el único bautismo que me proporcionaba la ley.
El único aspecto del veredicto que me dio una pequeñísima satisfacción fue que se me adjudicaran mis costas. Aunque es posible que la juez no tuviera gran consideración por la demanda de Mary Woolford, estaba claro que sentía por mí una antipatía personal y que la franca animosidad de determinados protagonistas importantes en ciertas situaciones (pregúntale, por ejemplo, a Denny Corbitt) puede costarte cara. Durante todo el proceso fui consciente de que mi personaje resultaba antipático. Me había disciplinado a mí misma para no llorar nunca. Me había negado a emplearos a ti y a Celia para una finalidad tan venal como evadir mi responsabilidad, de manera que el hecho de que mi hijo no sólo hubiera dado muerte a sus compañeros de clase, sino también a mi marido y a mi hija, acabó perdiéndose en la querella. Aunque sé que no pretendían minar mi defensa, el testimonio de tus padres acerca de mi fatal visita de cortesía a Gloucester resultó desastroso: no caen bien las madres que no muestran afecto por sus hijos. Bien es verdad que a mí tampoco me caen bien esas madres…
Había quebrantado la más antigua de las reglas, profanado el más sagrado de los vínculos. En lugar de proclamar la inocencia de Kevin frente a montañas de pruebas de lo contrario, me había aliado con sus «torturadores» por haberlos conducido hasta ellas; si hubiera insistido en que después de que Kevin comenzara a tomar Prozac «era un chico completamente distinto»… bien, te garantizo que Mary Woolford, y el fondo que su defensa reunió a través de Internet, se habrían visto obligados a pagar mis costas hasta el último céntimo. Pero, en lugar de eso, mi actitud fue repetidamente descrita en los periódicos como «desafiante», mientras que los desagradables retratos que hacía de quien era de mi carne y de mi sangre servían, literalmente, para crucificarme. «Con una madre tan glacial —comentó el Rockland Journal News—, ¿a quién podía extrañarle que KK se hubiera vuelto un mal chico?».
Harvey se escandalizó, por supuesto, y al instante me susurró que apelaría. El pago de las costas era punitivo, me dijo. Y tenía que saberlo muy bien, porque era quien se encargaría de presentar la factura. Pero, a mí, aquello me animó: quería que el veredicto fuera punitivo. Ya había liquidado todos nuestros ahorros para pagar la costosa defensa de Kevin, y había solicitado una segunda hipoteca sobre la casa de Palisades Drive. Por eso me di cuenta inmediatamente de que tendría que vender AWAP, así como nuestra horrenda y vacía casa. Ahora empezaba la purificación.
Pero, desde entonces —y a través de estas cartas que te escribo—, he completado el círculo, realizando un viaje que se parece mucho al del propio Kevin. Al preguntarme petulantemente si lo de aquel jueves ocurrió por mi culpa, he tenido que ir hacia atrás, para «deconstruirlo». Es posible que me esté haciendo la pregunta equivocada. Pero, en todo caso, oscilando violentamente entre la exoneración y la autoflagelación, no he conseguido más que agotarme. No sé. Al final del día, no tengo ya ninguna idea. Y esa ignorancia serena y pura se ha convertido para mí en una especie de extraño consuelo. La verdad es que, tanto si decidiera que soy inocente como si me confesara culpable, ¿qué diferencia habría? Si acertara con la respuesta correcta, ¿volverías a casa?
Esto es todo lo que sé: que el 11 de abril de 1983 di a luz un hijo, y no sentí nada. De nuevo la verdad es siempre más amplia de lo que hacemos nosotros de ella. Mientras aquel niño rechazaba mi pecho, por el que sentía una total repugnancia, yo también empecé a rechazarlo. Tal vez tuviera sólo una decimoquinta parte de mi estatura, pero por aquel entonces me pareció una batalla justa. Desde ese momento nos combatimos el uno al otro con una implacable ferocidad que casi me resulta admirable. Pero tiene que ser posible conquistar la devoción forzando el antagonismo hasta las últimas consecuencias, y atraer así a las personas mediante la propia acción de castigarlas. Porque, cuando sólo faltan tres días para que se cumplan dieciocho años de esa horrible lucha, puedo anunciar finalmente que me siento demasiado agotada, demasiado confusa y demasiado sola para seguir luchando, y que, aunque sólo sea por desesperación, e incluso por pereza, amo a mi hijo. Le quedan por cumplir cinco penosos años de cárcel, y no puedo pronosticar cómo será cuando salga. Pero, de momento, tengo dispuesta una habitación para él en mi práctico apartamento. La colcha es sencilla. En la estantería hay un ejemplar de Robin Hood. Y las sábanas están limpias.
Siempre tu amada esposa,
Eva