5 DE ABRIL DE 2001

Querido Franklin,

Sé que ha de ser un tema muy sensible para ti. Pero te aseguro que, si no le hubieras regalado esa ballesta por Navidad, habría empleado el arco, o unos dardos envenenados. Lo cierto es que Kevin tiene recursos más que suficientes para capitalizar la Segunda Enmienda,[16] y, de habérselo propuesto, se habría hecho con el más convencional arsenal de pistolas y rifles de caza que prefieren sus colegas de mentalidad más moderna. Por otra parte, la utilización de los instrumentos tradicionales de las matanzas escolares no sólo habría reducido su margen de error, sino que le habría permitido ocupar el lugar más alto de la lista de víctimas mortales, lo cual era, claramente, una de sus grandes ambiciones; y, de hecho, encabezó esa lista durante doce días, hasta que ocurrió la matanza de Columbine. No te quepa la menor duda de que consideró esa cuestión muy detenidamente. No en vano dijo, cuando tenía catorce años, que elegir bien las armas era tener media pelea ganada. Teniendo todo eso en cuenta, su elección de un arma arcaica resulta extraña, pues lo colocaba en una posición desventajosa; o, al menos, daba la sensación de ser así.

Pero tal vez fuera eso lo que le gustara. Quizá le transmití mi inclinación a superar retos, que fue, por cierto, lo que me impulsó a quedarme embarazada de él. Y, aunque puede que disfrutara poniéndole a su madre, que se creía a sí misma tan «especial», la insultante etiqueta de «una más del montón» —sabía que, le gustara o no a la presuntuosa señora Viajera Internacional, acabaría convirtiéndose en una madre más a la manera tradicional estadounidense, y era consciente de lo mucho que me repateaba que mi «exclusivo». Volkswagen Luna ocupara ahora el quinto lugar entre los coches más vendidos en el Noreste de los Estados Unidos—, aún seguía gustándole la idea de distinguirse de los demás. Después de lo de Columbine, le oí gruñir en Claverack que «cualquier idiota puede disparar una escopeta», por lo que es posible que pensara que ser conocido como «El Chico de la Ballesta» distinguiría su pequeña hazaña en la imaginación popular. Ciertamente, en la primavera de 1999 la competencia era terrible, y los otrora aparentemente inolvidables nombres de Luke Woodham y Michael Carneal comenzaban ya a desvanecerse.

Además, es evidente que hizo una exhibición. Quizá Jeff Reeves fuera un guitarrista excepcional, Soweto Washington no fallara un tiro libre y Laura Woolford atrajera hacia su delgado trasero las miradas de todos los miembros del equipo de fútbol americano cuando pasaba contoneándose por el pasillo, pero Kevin Khatchadourian demostró ser capaz de atravesar con una flecha una manzana —o una oreja— desde cincuenta metros de distancia.

Con todo, estoy convencida de que su principal motivo fue ideológico. No me refiero a aquella tontería del «tener una historia» que le endilgó a Jack Marlin; pienso, más bien, en la «pureza» que admiraba en los virus informáticos. Puesto que había observado la compulsiva tendencia de la sociedad a sacar una amplia e incisiva lección de cualquier necio crimen en serie, debió de analizar desde todos los puntos de vista el previsible resultado del suyo.

Su padre, por lo menos, no paraba de llevarlo a desordenados museos llenos de objetos de los pueblos indígenas de América del Norte o a desolados campos de batalla de la guerra de la Independencia; por consiguiente, quien se empeñara en mostrarlo como la víctima desatendida de un matrimonio formado por profesionales dedicados exclusivamente al desarrollo de sus respectivas carreras lo tenía difícil. Más aún: a pesar de lo que él hubiera podido oír o intuir, tú y yo no nos habíamos divorciado. Nada se podía sacar por esa parte. No era adepto de ningún culto satánico; la mayoría de sus amigos tampoco iban a la iglesia, así que era poco probable que pudiera considerarse la falta de fe en Dios como un elemento decisivo y preocupante en su actitud. Nadie se metía con él —tenía amigos, aunque fueran poco recomendables, y sus condiscípulos se apartaban de su camino para no incomodarlo—, así que los lugares comunes de «un pobre injustamente perseguido» o «debemos hacer algo para acabar con el matonismo en las escuelas» no podrían ir muy lejos. A diferencia de los incontinentes mentales, a los que tanto despreciaba, que se dedicaban a pasar durante las clases notitas malévolas y que prometían el oro y el moro a sus confidentes, él tenía la boca cerrada; no había subido a Internet una web de tendencia homicida ni escrito ensayos acerca de hacer saltar por los aires el instituto, y hasta al experto social más imaginativo le costaría mucho trabajo ver en su sátira sobre los vehículos todoterreno alguna de esas inconfundibles «señales de advertencia» que ahora impulsan a los padres vigilantes y a los profesores a telefonear a las líneas calientes confidenciales. Y, lo que, sin duda, era lo mejor de todo, si realizaba su hazaña sólo con una simple ballesta, ni su madre ni los amigos más sensibleramente liberales de ésta podrían manifestarse ante el Congreso exhibiéndolo como un caso más para pedir el control de las armas de fuego. En resumen, eligió la ballesta porque le pareció la mejor manera de asegurarse de que aquel jueves no significara absolutamente nada.

Cuando me levanté, como de costumbre, a las seis y media de la mañana del 8 de abril de 1999, no tenía ningún motivo para pensar que aquel día pudiera ser memorable. Me puse una blusa que rara vez elegía y, mientras me abrochaba los botones ante el espejo, te inclinaste sobre mí y me dijiste que tal vez no me gustara admitirlo, pero que el color rosa vivo me favorecía mucho, y me besaste en la sien. En aquellos tiempos el más mínimo detalle de amabilidad por tu parte me parecía maravilloso, así que me ruboricé de satisfacción. Tuve de nuevo la esperanza de que estuvieras reconsiderando el tema de nuestro divorcio, aunque tenía miedo de preguntártelo directamente y correr así el riesgo de llevarme una desilusión. Hice café, y después levanté a Celia y la ayudé a limpiar y reemplazar su prótesis. Aún seguía teniendo problemas de supuración, y limpiar la película amarillenta que se formaba en el vidrio, en sus pestañas y en el lagrimal podía llevar algunos minutos. Por más que nuestra capacidad de adaptación sea asombrosa, me sentía aliviada cada vez que el ojo de cristal quedaba ajustado y mostraba de nuevo el color azul acuoso de la mirada de mi hija.

Aparte del hecho de que Kevin se levantó sin haber tenido que llamarlo tres veces, la mañana empezó igual que cualquier otra de un día normal. Como siempre, me asombré de tu apetito, recientemente reavivado; puede que fueras el último WASP[17] de los Estados Unidos que aún desayunaba habitualmente un par de huevos, panceta, salchichas y tostadas. Yo tomaba únicamente café, pero me encantaban el chisporroteo del cerdo ahumado, la fragancia del pan integral y la atmósfera general de paz doméstica que creaba semejante ritual. El extraordinario vigor con que te preparabas ese festín debía de barrer todas sus consecuencias de tus arterias.

—¡Vaya! —exclamé cuando vi aparecer a Kevin. Estaba friendo meticulosamente la torrija de Celia, para evitar que cualquier pequeño resto de clara de huevo poco cocida le pareciera «babas»—. ¿Qué ha pasado? ¿Has tirado al cesto de la ropa sucia tus prendas de tallas pequeñas?

—Hay días en los que uno se despierta con la sensación de que van a ser muy especiales —me respondió mientras se remetía los faldones de su airosa camisa blanca de esgrimidor en los mismos pantalones negros de rayón que se había puesto para ir al Hudson House.

A la vista de todos guardó en su mochila los candados y las cadenas Kryptonite, y di por sentado que había encontrado compradores en el instituto.

—Kevin está muy guapo —dijo Celia tímidamente.

—Bueno, tu hermano es un rompecorazones —le respondí; no podía saber en lo cierto que estaba.

Espolvoreé una generosa cantidad de azúcar glas por la tostada de Celia mientras me inclinaba sobre sus suaves cabellos rubios para murmurarle:

—Y ahora no te entretengas; seguro que no querrás llegar tarde de nuevo a la escuela. Se supone que tienes que comértela, no darle conversación y hacer amistad con ella.

Le arreglé el pelo por detrás de las orejas, la besé en la frente y, mientras lo hacía, sorprendí una mirada de Kevin que estaba metiendo en la mochila otra cadena más. Aunque se había presentado en la cocina haciendo gala de una inusitada energía, ahora sus ojos se habían apagado.

—¡Eh, Kevin! —lo llamaste—. ¿Te he enseñado alguna vez cómo funciona esta cámara? Unos buenos conocimientos de fotografía no hacen daño a nadie; a mí, ciertamente, me han servido de mucho. Acércate un momento, que aún es pronto. No sé qué te ha ocurrido esta mañana, pero aún dispones de tres cuartos de hora antes de irte.

Retiraste de la mesa tu plato sucio y abriste la bolsa de la cámara que tenías junto a los pies. Kevin se acercó sin demostrar entusiasmo. Por lo visto, aquella mañana no estaba de humor para alegrarte los oídos con repetidos: «¡Fabuloso, papá!». Y, mientras lo aleccionabas sobre la iluminación y cuestiones como la abertura del diafragma y la distancia focal, me asaltó una punzada de déjá vu. Para tu padre, la máxima manifestación de intimidad consistía en explicarle con un exagerado lujo de detalles el funcionamiento de cualquier objeto a alguien que no se lo había pedido. Aunque no compartieras la idea de Herbert Spencer de que desmontar el reloj del universo equivaldría a desentrañar todos sus misterios, habías heredado un talento para la mecánica que te servía como muleta emocional.

—Esto me recuerda —dijiste en plena disertación— que quisiera fotografiarte mientras practicas el tiro con arco. Me gustaría captar para la posteridad ese ojo de lince tuyo y la firmeza de tu brazo, ¿qué te parece? Después podríamos hacer un fotomontaje en el vestíbulo: ¡el Braveheart de Palisades Drive!

Darle una palmada en el hombro fue, probablemente, un error; Kevin se estremeció. Y durante un brevísimo instante me di cuenta de lo poco que sabíamos de cuanto pasaba realmente por su cabeza, puesto que por un segundo se le cayó la máscara y su rostro se agrió con una expresión de…, bueno…, de auténtico asco. Me asusté. Para haber dejado entrever, aunque sólo fuera por aquel brevísimo instante, sus verdaderos sentimientos, su mente tenía que estar ocupada en cosas muy importantes.

—Sí, papá —dijo haciendo un evidente esfuerzo— sería… fantástico.

A pesar de lo que acababa de ver, aquella mañana estaba de buen humor, y contemplaba nuestra situación doméstica desde el prisma más favorable. Todos los adolescentes odian a sus padres —me dije—, no había más remedio que resignarse. Mientras el sol arrancaba destellos dorados de los finos cabellos de Celia, que se dedicaba a partir su tostada en trocitos ridículamente pequeños, tú te embarcabas en un monólogo acerca de los peligros del contraluz y Kevin se retorcía por efecto de la impaciencia, me sentía tan feliz, que consideré seriamente la posibilidad de quedarme en casa hasta que nuestros hijos tuvieran que irse a la escuela, e incluso la de acompañar a Celia en lugar de dejar que te ocuparas tú de ello. ¡Ojalá hubiera cedido a esa tentación! Pero decidí que no había que sentar precedentes; y, por otra parte, si no me adelantaba unos minutos a la hora punta de la mañana, me encontraría ante un atasco monumental cuando fuera a cruzar el puente.

—¡Corta el rollo! —gritó súbitamente Kevin, que estaba sentado a tu lado—, ¡ya está bien! ¡Corta el rollo!

Los tres nos quedamos mirándolo, recelosos, al oír aquel exabrupto.

—¡Me importa un rábano el funcionamiento de tu cámara! —siguió diciendo Kevin sin alzar la voz—. No quiero trabajar de localizador de exteriores para un puñado de productos de mierda. No me interesa. No me interesa el béisbol, ni los padres fundadores de la patria, ni las batallas decisivas de la guerra de Secesión. Odio los museos, y los monumentos nacionales, y los picnics. No quiero aprenderme de memoria en mis ratos libres la Declaración de Independencia, ni leer a Tocqueville. No soporto las reposiciones de ¡Tora, Tora, Tora! ni los documentales sobre Dwight Eisenhower. No quiero jugar a los discos voladores en el jardín trasero, ni más partidas de Monopoly con esa enana tuerta, infeliz y llorona. Me la traen floja las colecciones de sellos o de monedas raras, y no me da la gana prensar entre las páginas de las enciclopedias hojas de otoño de preciosos colores. Y, finalmente, estoy hasta la coronilla de conversaciones íntimas de padre a hijo sobre aspectos de mi vida que no son de tu incumbencia.

Parecías atónito. Busqué tu mirada y te dije que no con la cabeza. No era habitual en mí aconsejarte que te reprimieras. Pero la olla de presión era muy popular en la generación de mi madre. Gracias a un incidente, ahora ya mítico, ocurrido cuando era niña, tras el cual fue preciso barrer del techo, con una escoba, el madagh, nuestro típico guiso de cordero hervido, que había ido a parar allí, aprendí que, cuando del pitorro sale un ruidoso chorro de vapor, lo peor que puedes hacer es abrir la olla.

—De acuerdo —dijiste muy tenso, y te pusiste a guardar tus objetivos en su estuche—. Mensaje recibido.

Tan abruptamente como había estallado, Kevin retornó a su actitud anterior y volvió a ser el estudiante nada imaginativo de segundo curso de instituto que se preparaba para otro monótono día de clase. Pude ver cómo ignoraba por completo tus sentimientos heridos. Una cosa más, supuse, que lo tenía sin cuidado. Por espacio de cinco minutos nadie dijo nada, y después, gradualmente, recuperamos la ficción de una mañana corriente, sin mencionar para nada el estallido de Kevin, de la misma manera que la gente educada finge no haber oído una ventosidad. Aun así, persistía el olor, pero no de gases intestinales, sino de una explosión.

Aunque ya empezaba a tener prisa, tuve que despedirme de Celia dos veces. Le cepillé el pelo, le quité un poquito de costra que aún tenía adherida a la parte inferior de la pestaña, le recordé cuáles eran los libros que tenía que llevar a la escuela aquel día y, finalmente, le di un fuerte y largo abrazo, pero cuando volví después de coger mis cosas me la encontré aún inmóvil donde la había dejado, con el rostro despavorido y las manos colgando rígidas a los lados, como si las tuviera sucias de grasa. La levanté por las axilas para subirla a mis brazos, aunque tenía casi ocho años y aguantar su peso era un problema para mi espalda. Pasó las piernas alrededor de mi cintura, enterró la cabeza en mi cuello y me dijo:

—Te echaré de menos, mamá.

Le respondí que también yo la echaría de menos, aunque no podía imaginarme cuánto.

Desanimado tal vez por la injusta reprimenda de Kevin y necesitado de algún puerto seguro, no te despediste de mí por una vez con un beso ausente en la mejilla, como de costumbre, sino besándome apasionadamente en la boca. (Te lo agradezco, Franklin. He revivido tantas veces ese momento, que las células de mi memoria deben de estar a estas alturas raídas y descoloridas como la tela de unos téjanos que te gustan mucho y has llevado infinidad de veces). En cuanto a mi anterior duda acerca de si a los hijos les gustaba ver que sus padres se besaban, me bastó mirar a Kevin para disipar todas mis dudas: no.

—Hoy tienes hora para practicar tiro con arco en lugar de gimnasia, ¿verdad, Kevin? —le recordé mientras me ponía mi abrigo de primavera, deseosa de consolidar la normalidad familiar—. No olvides llevarte tu equipo.

—Cuenta con ello.

—También deberías pensar qué es lo que quieres para tu cumpleaños —dije—. Faltan sólo tres días, y cumplir dieciséis es algo así como un hito, ¿no te parece?

—Hasta cierto punto —respondió sin comprometerse—. ¿Te has dado cuenta de que hito puede transformarse en rito con sólo cambiar una letra?

—¿Lo hablamos el domingo?

—Puede que no esté libre el domingo…

Me repateaba que siempre me pusiera tan difícil ser amable con él, pero tenía que irme. Últimamente no besaba a Kevin —a los adolescentes no les gusta eso—, así que me limité a apoyar con suavidad el dorso de mi mano en su frente, que, para mi sorpresa, noté húmeda y fría.

—Te noto un poco sudado. ¿Te encuentras bien? —le pregunté.

—Nunca me he sentido mejor —me respondió. Ya iba camino de la puerta cuando me llamó—: ¿Seguro que no quieres despedirte con otro beso de tu querida Celia?

—Muy gracioso —repliqué sin volverme, y cerré la puerta.

Pensé que se burlaba de mí. Pero, al recordarlo, creo que estaba dándome un excelente consejo, que hubiera debido seguir.

No puedo imaginarme qué se debe sentir al despertarse el día en que se ha decidido llevar a cabo una resolución tan terrible. Cuando lo imagino, me veo dando vueltas con la cabeza en la almohada y murmurando: Pensándolo mejor, no puedo hacerlo. O, como mínimo: Bueno, lo dejaré para mañana. Y así sucesivamente… Te aseguro que los horrores que nos gusta calificar de impensables pueden ser pensados, y que hay infinidad de muchachos que fantasean sobre la posibilidad de vengarse de las mil vejaciones de que les han hecho objeto sus condiscípulos de los cursos superiores. Nuestro hijo no se diferencia de ellos ni por las visiones que tuvo ni por los planes mejor o peor hilvanados que hizo, sino por su asombrosa capacidad para pasar del plan a la acción.

Tras mucho estrujarme los sesos, creo que lo único que he hecho en mi vida que se pareciera —aunque muy remotamente, eso sí— a lo que hizo nuestro hijo fueron los viajes al extranjero que emprendí a regañadientes porque no deseaba realmente realizarlos. En tales casos, trataba de convencerme a mí misma dividiendo lo que parecía un gran periplo en sus partes constituyentes menores. Así, en vez de tomar la decisión de pasarme dos meses en un Marruecos infestado de ladrones, empezaba por atreverme a descolgar el teléfono. Eso no era tan difícil, en realidad. Y, cuando tenía al otro extremo de la línea a uno de mis subalternos y me veía obligada a decirle algo, le pedía que me sacara un pasaje, confiando en que, a causa del carácter siempre provisional, al menos en teoría, de los horarios de las líneas aéreas en fechas tan distantes, tal vez el momento de viajar no llegara jamás. Pero, un buen día, el pasaje llegaba con el correo.

Y el plan se convertía en acción… Me atrevía entonces a comprar libros de historia del África del Norte, y más tarde a hacer las maletas. Troceados así, los retos eran asumibles. Y llegaba el momento en que, tras haberme atrevido a meterme en un taxi y luego en una terminal aérea, me daba cuenta de que ya era demasiado tarde para volverme atrás. Las grandes decisiones son un montón de pequeñas decisiones adoptadas una tras otra, y así es, seguramente, como Kevin se fue acostumbrando a la suya: primero encargó sus candados «Kryptonite», luego robó el papel de cartas con el membrete del instituto, después metió aquellas cadenas una tras otra dentro de su mochila. Preocúpate de los distintos componentes de tu plan por separado, y la suma de todos ellos se convierte en acción como por arte de magia.

Por mi parte, aquel jueves —un jueves todavía del viejo estilo, completamente vulgar— estuve muy ocupada; teníamos que acabar unos libros para llevarlos a la imprenta. Pero, en un raro momento de tranquilidad, reflexioné sobre el curioso estallido de Kevin aquella mañana. En su invectiva habían estado singularmente ausentes los «como», los «quiero decir», los «una especie de» y los «supongo» que de ordinario sazonaban su pasable imitación de un adolescente común y corriente. En vez de permanecer medio tumbado en la silla y con el cuerpo en ángulo, se había mantenido en pie, muy recto, y habló por el centro de la boca, no por sus comisuras. Me dolía que hubiera herido los sentimientos de su padre hablándole sin el menor respeto, pero, por otro lado, me alegraba que el joven que había hecho aquellas duras y tajantes declaraciones pareciera completamente diferente de aquel con el que convivía desde hacía tanto tiempo. Tenía ganas de volver a encontrarme con él, sobre todo, en alguna ocasión en que su estado de ánimo fuera más agradable…, un deseo que hasta hoy no se ha hecho realidad, y que parece difícil de conseguir.

Hacia las seis y cuarto de la tarde hubo una conmoción en el exterior de mi despacho, una reunión conspiratoria de los miembros de mi personal, que interpreté como pequeña tertulia amistosa en el momento de despedirse para regresar a sus casas al concluir la jornada laboral. Estaba resignándome a seguir trabajando sola hasta el anochecer cuando Rose, supongo que delegada por los demás, llamó tímidamente a mi puerta:

—Eva —dijo en tono grave—. Tu hijo va al Instituto de Gladstone, ¿verdad?

La noticia ya corría por Internet.

Los detalles eran incompletos: «Tiroteo en el Instituto de Gladstone. Se teme que haya víctimas mortales». No se decía con claridad quiénes y cuántos eran los estudiantes heridos. Tampoco se indicaba el nombre del culpable. En realidad, el espacio dedicado a esa noticia era exasperantemente breve. El «personal de seguridad» dio aviso de que había habido una carnicería en el gimnasio del instituto, en el que la policía «intentaba entrar» en aquel momento. Reconozco que me sentí turbada, pero todo aquello carecía del más mínimo sentido para mí.

Llamé inmediatamente a tu teléfono móvil, y te maldije cuando vi que lo tenías desconectado; lo hacías demasiado a menudo, pues te gustaba disfrutar de la soledad sin interrupciones en tu 4×4 mientras recorrías Nueva Jersey en busca de vacas que tuvieran el color adecuado. Comprendía que no quisieras recibir la llamada de un representante de Kraft o de algún jefe de proyecto de alguna agencia de publicidad, pero hubieras debido dejarlo conectado por si yo te llamaba. ¿Qué objeto tiene, si no, llevar encima esa maldita cosa? Me inquieté. Llamé a casa, pero me salió nuestro contestador: era una hermosa tarde de primavera y, sin duda, Robert habría sacado a Celia al jardín para jugar. El hecho de que Kevin no respondiera me inquietaba un poco, pero razoné que lo más probable era que se hubiese escabullido con Lenny Pugh, con quien, inexplicablemente, había reanudado sus correrías después del juicio de Vicki Pagorski. Tal vez no se pudiera reemplazar fácilmente a un adlátere tan predispuesto a rebajarse.

Tomé, pues, mi abrigo y resolví ir directamente al instituto. Al salir, mí gente estaba ya mirándome con el temor reverencial que se presta a quienes tienen relación, por tangencial que sea, con los sucesos que aparecen como noticias de última hora en la página principal de America On-Line.

Mientras me ves precipitándome al garaje en busca de mi Volkswagen para salir de estampida del centro y quedar inmediatamente atrapada en la autopista del West Side, permíteme que te deje en claro una cosa. Siempre pensé que Kevin berreaba en su cuna por efecto de la ira, y no porque tuviera hambre. Estaba firmemente convencida de que, cuando se burló de la cara «manchada de caca» de aquella camarera, era consciente de que hería sus sentimientos, y de que la destrucción de los mapas con que decoré las paredes de mi despacho fue un acto de calculada malicia, no consecuencia de una creatividad mal orientada. Sigo creyendo que indujo a Violetta a arrancarse buena parte de la costra eccematosa que cubría su cuerpo, y que continuó llevando pañales hasta los seis años no porque estuviera traumatizado o confundido, ni porque su desarrollo sufriera un retraso, sino porque libraba una incesante batalla conmigo. Creía que destruyó los juguetes y cuentos que tanto me costó realizar para él porque le servían más como pruebas para demostrar su ingratitud que como objetos confeccionados y regalados con cariño, y estoy segura de que aprendió a contar y a leer en secreto sólo para privarme deliberadamente de cualquier satisfacción que hubiera podido hacerme sentir una madre útil. Mi certeza de que fue él quien aflojó el mecanismo de seguridad de la rueda delantera de la bicicleta de Trent Corley era inconmovible. Así como la de que había sido él quien metió personalmente en la mochila de Celia el nido de larvas de orugas y el que ayudó a Celia a encaramarse por nuestro roble blanco hasta una rama a seis metros del suelo, para dejarla allí sola. Y, por supuesto, no he creído nunca que se le hubiera ocurrido a nuestra hija prepararse para el desayuno aquella mezcla de jalea, pasta de curry y crema de vaselina, ni que partiera de ella la iniciativa de jugar «a ser secuestrada» o a «Guillermo Tell». Podría jurar que, fuera lo que fuese lo que le dijo Kevin al oído a aquella chica que hemos convenido en llamar Alice durante el baile de octavo de primaria, no fue, precisamente, una manifestación de admiración por su vestido; y, por más que no me atreviera ni a pensar cómo fue a parar al ojo izquierdo de Celia el desatascador, estaba absolutamente convencida de que la intervención de su hermano en aquella desgracia no se limitó a la de noble salvador. Veía sus masturbaciones en casa, con la puerta abierta de par en par, como una agresión sexual gratuita —contra su madre—, y no como la normal e incontrolada ebullición de sus hormonas adolescentes. Puede que le hubiera dicho a Mary Woolford que aconsejase a su hija Laura que pasara aquel mal trago sin hacer aspavientos, pero me parecía sumamente verosímil que nuestro hijo hubiera llamado «gorda» a su frágil y mal alimentada hija. No era ningún misterio para mí cómo había podido aparecer aquella famosa lista en la taquilla de Miguel Espinoza, y, aunque asumía plena responsabilidad por haber infectado a mi propia empresa, sólo podía considerar la afición a coleccionar virus informáticos como una inquietante perversión. Mantenía, además, mi convicción de que Vicki Pagorski se había visto arrastrada a un juicio público por culpa de una intriga tramada personalmente por Kevin Khatchadourian. Reconozco que me engañé al atribuir a nuestro hijo la responsabilidad de haber arrojado cascotes a los vehículos que circulaban por la autopista 9 Oeste, y que, hasta hace sólo diez días, siempre consideré una prueba más de la extrema maldad de mi hijo la desaparición de una fotografía mía tomada en Amsterdam, por la que sentía especial aprecio. Siempre, pues, como he dicho antes, he creído de él lo peor. Pero ese antinatural cinismo mío, impropio de una madre, también tenía sus límites. Por eso, cuando Rose me habló de un violento ataque en el instituto de Kevin, en el que se temía que hubieran muerto varios estudiantes, me inquieté por si entre ellos pudiera estar él.

Pero ni por un instante se me ocurrió imaginar que nuestro hijo hubiera sido el causante.

El testimonio de los testigos oculares de un suceso es notoriamente caótico, en especial en los momentos que lo siguen inmediatamente. En el lugar donde ha ocurrido reina la desinformación. Sólo más tarde logra imponerse el orden al caos. De ahí que, mientras que ahora me basta pulsar unas cuantas teclas en el ordenador para acceder a numerosas versiones de lo que hizo nuestro hijo aquel día, más o menos en orden cronológico, cuando entré a toda velocidad en el aparcamiento del instituto, con la radio puesta, encontré a mi disposición muy pocos elementos de esa historia. Pero he dispuesto ya de años de reflexión para poder ordenar y montar el rompecabezas, de la misma manera que le aguardan al propio Kevin años de acceso a un taller de carpintería mal equipado en el que limar, lijar y pulir su disculpa.

Los centros escolares no suelen dispensar especial consideración al lugar donde guardan su material de escritorio: no lo ven, ciertamente, como las llaves del reino, y dudo incluso de que tengan en un lugar cerrado bajo llave su papel de cartas y sus sobres con membrete. Pero fuera cual fuese la forma como los obtuviera, lo cierto es que Kevin había prestado suficiente atención en la clase de lengua de Dana Rocco para imbuirse de que la forma dicta siempre el tono. Y que, al igual que no empleas el argot popular al escribir un artículo para el periódico del instituto, tampoco te permites jueguecitos nihilistas con palabras de tres letras en una carta con membrete. De ahí que el mensaje oficial enviado, por ejemplo, a Greer Ulanov —con la antelación suficiente para compensar el mal funcionamiento del servicio de correos de Nyack— mostrara el mismo sello de autenticidad que demostró Kevin cuando interpretaba ante ti el papel de hijo afectuoso, o el de tímida y aturullada víctima delante de Alan Strickland:

Querido(a) _______Greer_______,

El claustro de profesores del Instituto de Gladstone se siente orgulloso de sus alumnos, cada uno de los cuales aporta a la comunidad escolar sus propios y notables talentos. Pero algunos de ellos suscitan nuestra especial atención por haberse distinguido en las artes o por haber hecho incluso más de lo que podía esperarse de ellos a la hora de convertir a nuestra instituto en un dinámico centro educativo. Ahora que se acerca el final del año escolar, nos complace premiar esa excelencia fuera de lo común.

Tras consultar con los profesores y el personal, he hecho una lista de nueve alumnos ejemplares que parecen los más merecedores de nuestro nuevo Premio a la Promesa Deslumbrante (PPD). Me complace informarlo(a) de que usted es uno de esos nueve, elegido (a) por sus notables aportaciones en ____política y concienciación cívica____.

Para el seguimiento de ese proceso, solicitamos de todos los galardonados con el PPD que se reúnan en el gimnasio el jueves 8 de abril a las 3.30 de la tarde. Nuestro propósito es que puedan elaborar juntos un programa para la reunión que se celebrará a principios de junio, en la que serán otorgados los premios PPD. Sería adecuado ofrecer alguna demostración de sus excepcionales cualidades. Para aquellos de entre ustedes que practican las artes, será fácil ofrecer una exhibición; pero quienes cuentan con talentos más académicos quizá tengan que ejercitar su creatividad para ver cómo pueden dar un ejemplo de su aprovechamiento.

Aunque hemos procurado que nuestras decisiones se basaran solamente en los méritos, también hemos intentado conseguir una adecuada mezcla de sexos, razas, orígenes familiares, religiones y orientaciones sexuales, de manera que los PPD fueran un elenco representativo de la diversidad de nuestra comunidad.

Por último, quisiera rogarles a todos ustedes que guarden para sí la noticia de haber sido designados para recibir este galardón. Si llegara a mis oídos que alguno se jacta ante sus compañeros, la administración podría verse forzada a reconsiderar su candidatura. En realidad, desearíamos, si fuera posible, poder dar a cada uno de nuestros alumnos un premio por ser la persona especial que es, y por eso es importantísimo que no se susciten celos innecesarios entre sus compañeros antes de que sean dados a conocer públicamente los nombres de los galardonados.

Con mi más cordial felicitación.

Sinceramente,

DONALD BEVONS

Director.

Cartas idénticas fueron enviadas a los otros ocho estudiantes, con los espacios en blanco rellenados con las palabras adecuadas en cada caso. A Denny Corbitt se le concedía por sus dotes dramáticas; a Jeff Reeves, por su dominio de la guitarra clásica; a Laura Woolford, por su «desarrollo personal»; a Brian «Ratón». Ferguson, por sus habilidades en el campo de la informática; a Ziggy Randolph, no sólo por sus dotes para el ballet, sino también por «alentar la tolerancia de la diferencia»; a Miguel Espinoza, por su «aprovechamiento académico y su dominio del vocabulario»; a Soweto Washington, por su capacidad para la práctica de los deportes, y a Joshua Lukronsky, por sus «estudios cinematográficos y por haberse aprendido de memoria guiones enteros de Quentin Tarantino». Con respecto a Joshua, debo reprochar a Kevin que no supiera contenerse, por más que la mayoría de la gente no se sienta inclinada a desconfiar de los halagos que se le hacen. Dana Rocco recibió una carta algo diferente en la que se le pedía que presidiera la reunión aquel jueves, al tiempo que se le notificaba que había sido elegida para el Premio a la Profesora Más Querida, y se le aconsejaba que, puesto que todos los demás profesores eran también queridos, mantuviera en secreto su PPMQ.

Aunque la trampa estaba bien montada, no era inmune a los fallos. Dana Rocco hubiera podido mencionarle la reunión a Bevons, quien habría dicho que no sabía nada acerca de aquella convocatoria, y todo el tinglado se habría venido abajo. ¿Podemos hablar, realmente, de que Kevin fue muy afortunado? Lo cierto es que ella no dijo nada.

La noche del 7 de abril, Kevin puso la alarma de su despertador para que sonara media hora antes de la habitual y preparó para ponerse por la mañana unas ropas amplias que le permitieran facilidad de movimientos, eligiendo precisamente aquella deslumbrante camisa blanca con las mangas de esgrimidor, que quedaría tan bien en las fotografías. Yo, en su caso, hubiera pasado toda la anoche retorciéndome de angustia en la cama, pero puesto que, para empezar, jamás se me habría ocurrido un proyecto tan grotesco, sólo puedo suponer que, si Kevin perdió algo de sueño, fue por la excitación.

El viaje en el autobús escolar a la mañana siguiente debió de resultarle embarazoso —los antirrobos para bicicleta pesaban casi tres kilos cada uno—, pero Kevin se había apuntado a aquellas clases particulares de tiro con arco a principios del semestre, y el interés por aquel pasatiempo poco popular era demasiado escaso para que el centro organizara una clase propiamente dicha. Sin duda, los demás estudiantes se habían acostumbrado ya a verlo cargar con su pesado y voluminoso equipo de tiro con arco a la hora de ir al instituto. Por otra parte, ninguno de ellos estaba tan familiarizado con las sutilezas de aquel raro deporte para que le extrañara que Kevin no llevara en aquella ocasión su arco normal, o arco inglés, sino su ballesta, un artilugio que, según diría después la administración del centro, Kevin no estaba autorizado a introducir en los terrenos del instituto. Aunque el número de flechas que poseía era considerable —se había visto obligado a transportarlas en su petate de marinero—, nadie reparó en la bolsa: el amplio espacio que había visto que dejaban sus compañeros a su alrededor en el baile de octavo no había hecho más que aumentar en su segundo año en el instituto.

Tras apilar como de costumbre su equipo de tiro con arco en el cuarto del gimnasio dedicado a material deportivo, asistió a todas sus clases. En la de lengua le preguntó a Dana Rocco qué significaba «maleficencia», y ella se mostró encantada.

Su clase particular de tiro con arco estaba prevista para la última hora del día escolar y —una vez demostrada la firmeza de su afición— los profesores de educación física ya no se fijaban en él mientras lanzaba flechas a un blanco relleno de serrín. De ahí que Kevin tuviera tiempo más que suficiente para despejar el gimnasio de cualesquiera otros aparatos, como sacos de boxeo, potros o pesadas colchonetas para los saltos. Por comodidad, las gradas abatibles estaban plegadas, y, para asegurarse de que siguieran así, colocó los pequeños candados de combinación en la intersección de los dos soportes de hierro de las filas, de manera que fuera imposible separarlos. Cuando hubo acabado, en el gimnasio no quedaban más que seis colchonetas azules —de las finas, las que se emplean para abdominales—, dispuestas en círculo en el centro, como invitando a una reunión informal.

A los que se interesan por esas cosas, les diré que la logística de la instalación estaba impecablemente diseñada. El edificio destinado a la educación física es una estructura exenta, a tres minutos a pie del campus principal. Se entra en el gimnasio por cinco puertas: desde las taquillas de los chicos, las de las chicas y la del cuarto de material, además de la entrada desde el vestíbulo y la que, en el segundo piso, da a una galería que domina el gimnasio, donde se encuentran las máquinas para perfeccionamiento de la capacidad aeróbica. Ninguna de esas puertas, con todo, da al exterior del edificio. El gimnasio tiene mayor altura de la habitual: la equivalente de dos pisos, y está equipado de ventanas sólo en su parte superior, por lo que es imposible ver su interior desde el nivel del suelo. Para aquella tarde no había ningún encuentro deportivo previsto.

El timbre sonó a las tres de la tarde, y a las tres y cuarto ya había comenzado a desvanecerse el rumor de los estudiantes que salían. El gimnasio estaba completamente vacío, pero Kevin debió de haber avanzado con sumo sigilo, evitando el ruido de sus pasos, mientras entraba en las taquillas de los chicos y descargaba el primer antirrobo «Kryptonite» que llevaba colgado del hombro. Es una persona metódica en las circunstancias más comunes, así que podemos dar por seguro que había elegido la llave correspondiente para cada uno de los candados que colgaban de las cadenas forradas de plástico de color amarillo chillón. Pasó primero la pesada cadena por los tiradores de la doble puerta, y tiró hasta tensarla bien. Después retiró la vaina protectora de plástico negro que llevaba el candado amarillo, pasó éste por los eslabones centrales de la cadena, lo cerró hasta escuchar el clic, dio una doble vuelta a la llave y se la metió en el bolsillo. Me atrevería a decir que probó también a abrir las puertas, que ahora sólo dejaban una rendija entre ellas por fuerza que hiciera. Repitió la misma operación en la puerta de las taquillas de las chicas y después en la entrada de la sala de material, de la que salió por la puerta del fondo, que daba a la sala de pesas.

Ahora sé que aquellos antirrobos eran el último grito en seguridad para bicicletas. La anilla del candado es muy gruesa y tiene sólo unos cinco centímetros de altura, lo que hace casi imposible que la fuercen con una palanqueta. Los eslabones de la cadena son forjados y enlazados durante el proceso de fabricación, y tienen un grosor de casi centímetro y medio. Por otra parte, las cadenas Kryptonite tienen fama por su resistencia al calor, así que, por más que los ladrones profesionales de bicicletas utilicen sopletes para romperlas, la empresa tiene tanta confianza en su tecnología que, si te roban tu bicicleta a pesar de llevar ese antirrobo, te compensa pagándote una nueva. A diferencia de los modelos de muchos de sus competidores, esta garantía es válida incluso en Nueva York.

A pesar de su confesada falta de interés por tu trabajo, Franklin, Kevin estaba a punto de lanzar la campaña de publicidad más eficaz para Kryptonite de todas las realizadas hasta la fecha.

Hacia las tres y veinte, rebosando sonrisas de autosatisfacción, los primeros PPD comenzaron a llegar del vestíbulo por la entrada principal, que permanecía abierta.

—¡Higiene personal, madre mía! —exclamó Soweto.

—Aquí llegan las promesas deslumbrantes —dijo Laura mientras se echaba hacia atrás su sedosa melena castaña—. ¿No hay sillas?

«Ratón». Ferguson cruzó el gimnasio hasta la habitación del material en busca de algunas sillas plegables, pero enseguida volvió diciendo que debían de haber cerrado ya el cuarto hasta el día siguiente.

—No sé qué os parecerá, pero por mí está bien así —dijo Greer—, podemos sentarnos en círculo con las piernas cruzadas, como en torno a un fuego de campamento.

—¡Por favor! —objetó Laura, cuyo vestido era más bien exiguo—. ¿Cruzar las piernas con esta falda? ¡Es de Versace, por el amor de Dios! No quiero ir después por ahí apestando a sudor.

—¡Venga! —le espetó Soweto señalando su delgada silueta con la mano—. ¡Si tú no sabes lo que es sudar!

Desde el lugar en que se encontraba en la galería, una especie de hueco en la parte más alta, Kevin podía oír lo que decían sus galardonados; mientras estuviera allí, con la espalda apoyada en la pared del fondo, no podía ser visto desde abajo. Las tres bicicletas estáticas, la cinta de caminar y la máquina de remo habían sido ya alejadas de la barandilla protectora. Y, una vez vaciado el contenido de su petate, su arsenal de casi un centenar de flechas ocupaba dos cubos de los empleados para caso de incendio, erizados ahora de agudas puntas.

Tentado por el maravilloso eco del recinto, Denny recitó a todo pulmón unas líneas de No te bebas el agua, de Woody Alien, mientras que Ziggy, que tenía la costumbre de pasearse por el instituto con leotardos y mallas para exhibir sus pantorrillas, no pudo resistirse a hacer lo que Kevin llamaría después «una gran entrada a lo drag queen»: realizó una serie de piruetas en posición de pointe de lado a lado del gimnasio, para acabar con un grandjeté. Pero Laura, que, sin duda, consideraba poco apropiado observar a los gays, sólo tenía ojos para Jeff Reeves: un muchacho silencioso y terriblemente formal, apuesto y de ojos azules, con una larga coleta rubia, por el que se sabía que bebían los vientos una docena de chicas. Una de las que se morían por él, según una entrevista con una amiga que se difundió por la NBC, era precisamente Laura Woolford, lo que tal vez explica, más que su maestría con la guitarra de doce cuerdas, que hubiera sido elegido como deslumbrante promesa.

Miguel, en cambio, quien probablemente se estaría diciendo a sí mismo que era impopular entre sus compañeros por ser inteligente e hispano, en lugar de pensar que tal vez lo debiera a ser un poco rechoncho, se apresuró a sentarse en una de las colchonetas azules, para enfrascarse muy serio, con el ceño fruncido, en la lectura de un manoseado ejemplar del libro de Alan Bloom El cierre de la mente humana. A su lado, Greer, que estaba incurriendo en el error común de los rechazados de todas partes de suponer que los rechazados se caen bien los unos a los otros, intentaba iniciar con él una discusión acerca de la intervención de la OTAN en Kosovo.

Dana Rocco llegó a las tres y treinta y cinco.

—¡Vamos allá, muchachos! —los saludó para congregarlos—. Todo eso es muy espectacular, Ziggy, pero esto no es una clase de ballet. ¿Podemos poner manos a la obra? Es una ocasión muy grata, pero ya es tarde para mí y querría llegar a casa a tiempo de ver el telediario de la noche.

En aquel momento llegó el empleado de la cafetería, cargado con una fuente de emparedados envueltos en papel de celofán.

—¿Dónde desea usted que los deje, señora? —le preguntó a Rocco—. Tenemos orden del señor Bevons de traerles un refrigerio.

—¡Qué detalle tan amable por parte de Don!, ¿verdad? —exclamó la profesora de lengua.

Bueno, había sido un detalle por parte de alguien. Y tengo que reconocer que los emparedados fueron un toque excelente para adornar aquella ocasión con un auténtico tono escolar. Pero Kevin tal vez estaba pasándose un poco de rosca sin darse cuenta de que aquel gesto podría costarle daños colaterales.

—Mi turno ha acabado ya, señora… —dijo el empleado de la cafetería—. ¿Tiene usted inconveniente en que me quede unos minutos aquí lanzando unas canastas? Estaré allí, en el fondo, y no molestaré. No tengo donde hacerlo en el barrio en que vivo. Se lo agradecería muchísimo.

Rocco debió de dudar: el ruido sería una distracción, pero el empleado de la cafetería era negro.

Kevin debía de estar reprochándose haber dejado en el rincón aquella canasta de baloncesto, pero para entonces —las tres y cuarenta ya— estaría probablemente más preocupado por el que faltaba. Tan sólo nueve de sus diez invitados habían acudido a la cita, y se le había colado un gorrón. Aquella operación no estaba organizada para que hubiese retrasados, así que, a medida que pasaba el tiempo, debió de haberse puesto a idear frenéticamente un plan de emergencia que permitiera la dilatoria comparecencia de Joshua Lukronsky.

—¡Qué horror! —exclamó Laura declinando la bandeja—. Emparedados de pavo. ¡Un derroche de calorías!

—Ante todo, chicos —empezó Rocco—, quiero felicitaros por haber sido elegidos para este premio especial…

—¡Ya estoy aquí! —Las puertas del vestíbulo se abrieron de par en par—, ¡pongámonos en marcha!

Kevin jamás se había sentido tan feliz de ver al cargante de Joshua Lukronsky. Mientras el círculo de las colchonetas se ampliaba para dejar un lugar para Josh, Kevin salió del hueco en que se hallaba y bajó por las escaleras cargado con otro antirrobo Kryptonite. Aunque se movió todo lo sigilosamente que pudo, la cadena tintineó un poco, y tal vez agradeciera por ello el ruido que hacía el empleado de la cafetería con la canasta de baloncesto. De vuelta a la galería, deslizó su último candado y la cadena por el interior de los tiradores de las puertas.

Voilh. Iba a ser como pescar un pez en un balde.

¿Tenía escrúpulos o, simplemente, estaba disfrutando con la marcha de los acontecimientos? La reunión siguió durante cinco minutos más hasta el momento en que Kevin avanzó sigilosamente hacia la barandilla de la galería cargado con su ballesta. Aunque ahora era visible desde abajo, el grupo estaba demasiado absorto en hacer planes acerca de su propio homenaje para levantar la mirada hacia la galería.

—Yo podría pronunciar un discurso —propuso Greer—. ¿Abogando, por ejemplo, por la supresión del cargo de fiscal especial? Porque pienso que Kenneth Starr[18] es el Mal personificado.

—¿Qué tal si lo haces sobre algún tema menos controvertido? —le sugirió Rocco—, no querrás ponerte en contra a todos los republicanos…

—¿Nos apostamos algo?

Se escuchó un susurro, precipitado, fugaz, Y, al igual que se da una brevísima pausa entre el relámpago y el trueno, se produjo un denso instante de silencio entre el zas, plop de la flecha a través de la blusa de Versace de Laura Woolford y el momento en que los demás estudiantes empezaron a gritar.

—¡Dios santo!

—¿De dónde ha salido?

—¡Está sangrando a borbotones!

Zas, plop. Cuando trataba aún de incorporarse, una flecha se hundió en el vientre de Miguel. Zas, plop. Otra fue a clavarse entre los omóplatos de Jeff en el momento en que se inclinaba sobre Laura Woolford. Sólo puedo concluir que, durante las horas que pasaba practicando en el jardín trasero de casa, el pequeño redondel negro que ocupaba el centro de aquella serie de círculos concéntricos debía de parecerle un fragmento redondo de una prenda de seda de Versace. Laura estaba muerta. La flecha le había atravesado el corazón.

—¡Está allí, arriba! —indicó Denny.

—¡Daos prisa, chicos! ¡Salid! —les ordenó Dana Rocco, aunque no hacía falta que lo hiciera, porque los que no habían sido heridos corrían ya a toda prisa hacia la salida principal, mientras aprendían ahora un nuevo significado de la expresión «puertas de socorro». Sin embargo, como pronto descubrirían todos, dada la posición de la galería, no había ni un solo palmo cuadrado en el gimnasio que no pudiera ser batido desde la barandilla.

—¡Oh, mierda! ¡Debería haberlo imaginado! —exclamó Joshua, que miró hacia arriba mientras trataba de forzar la puerta del cuarto del material que ya antes había intentado abrir «Ratón». Ferguson—. ¡Es Khatchadourian!

Zas, plop. Cuando estaba aporreando la puerta principal para pedir ayuda, con la flecha que llevaba clavada en la espalda moviéndose a cada movimiento que hacía, otra flecha fue a hundirse en la nuca de Jeff Reeves. «Ratón». Ferguson, que se había dirigido a la puerta de las taquillas de los chicos y trataba de escurrirse por la rendija que apenas se abría en el quicio, recibió un flechazo en el trasero; no lo mataría, pero, mientras se desplazaba cojeando a la entrada del vestuario de las chicas, seguramente estaría comenzando a pensar que pronto llegaría otra que sí lo haría.

Dana Rocco llegó casi al mismo tiempo que «Ratón». Ferguson a la puerta del vestuario de las chicas; llevaba en brazos el cuerpo de Laura, un valeroso e inútil esfuerzo que sería muy destacado después en su ceremonia fúnebre. Los ojos de la profesora se cruzaron con los de «Ratón». Ferguson, que negó con la cabeza. Mientras sus despavoridos compañeros de clase empezaban a dar vueltas yendo de puerta en puerta en un movimiento parecido al de la masa en una batidora, «Ratón». Ferguson alzó la voz por encima del griterío:

—¡Las puertas están cerradas! ¡Todas las puertas están cerradas! ¡Poneos a cubierto!

¿Dónde?

El empleado de la cafetería —menos preparado para enfrentarse a un tiroteo escolar que los estudiantes, que habían asistido a reuniones informativas y tenían una idea, más o menos teórica, de lo que debían hacer— había estado examinando las paredes en busca de alguno de esos pasadizos secretos que abundan en las novelas de misterio, y se movía despacio para no llamar la atención. Pero, puesto que las paredes de hormigón no le ofrecían ninguna salida, se sentó en el suelo hecho un ovillo e interpuso la pelota de baloncesto entre su cabeza y el arquero. Kevin, contrariado, sin duda, por haber permitido la existencia de un obstáculo en el gimnasio, por pequeño que fuera, disparó contra aquella protección ineficaz. Zas, plaf. La pelota reventó al instante.

—¡Kevin! —le gritó su profesora de lengua al tiempo que cubría con su cuerpo a «Ratón». Ferguson para interponerse entre él y el rincón más lejano de la galería—. ¡Para de una vez, por favor! ¡Te lo ruego! ¡Te lo ruego! ¡Para!

—Maleficencia —susurró claramente Kevin desde arriba; Joshua contó más tarde que fue muy extraño que pudiera oír esa palabra, dicha en voz queda, pero imponiéndose al alboroto. Fue la única que pronunció Kevin mientras duró la matanza. Después, Kevin fijó la vista en su más fiel aliada en el Instituto de Gladstone y le clavó una flecha entre ceja y ceja.

Al caer Dana, «Ratón». Ferguson quedó al descubierto en el rincón y, aunque se apresuró a agazaparse detrás de su cuerpo, recibió otra flecha que le perforó un pulmón. Eso le enseñaría a no compartir los secretos de los virus informáticos con simples ciberaficionados que, en realidad, estaban mucho más interesados por el tiro con arco.

Pero, en opinión de Joshua, «Ratón». Ferguson había tenido la idea correcta. Hasta entonces, los esfuerzos de Lukronsky por reunir las delgadas colchonetas azules para hacerse algo así como un escudo con ellas no estaba obteniendo resultados tan apreciables como hubiera ocurrido en las películas, y ya habían pasado dos flechas silbando a unos pocos centímetros de su cabeza. Aprovechando que Kevin estaba ocupado en acribillar los poderosos muslos de Soweto Washington, Joshua corrió hacia el rincón donde estaba «Ratón». Ferguson y se hizo un improvisado parapeto con las colchonetas azules de caucho, los cadáveres de Dana Rocco y Laura Woolford y el cuerpo medio inconsciente y gimoteante de «Ratón». Ferguson, de cuya garganta salían burbujas de aire y sangre. Desde aquel improvisado refugio observó el desenlace mirando por debajo de la axila de Laura Woolford. Hacía calor allí, y se sentía asfixiado por los rancios efluvios del sudor provocado por el miedo y por un olor nuevo, el de la sangre, todavía más turbador y nauseabundo.

Renunciando a un refugio seguro, Greer Ulanov había corrido a colocarse junto a la pared que se hallaba en la vertical misma de la barandilla de la galería, y estaba allí, de pie, seis metros por debajo de su malevolente Cupido. Por fin había encontrado una bestia negra más odiosa que el fiscal Kenneth Starr.

—¡Te odio, estúpido cretino! —le gritó—. ¡Espero que te achicharren por esto! ¡O que te inyecten veneno y todos se rían mientras miran cómo la diñas!

La suya fue una conversión rapidísima: tan sólo un mes antes había escrito una apasionada redacción en contra de la pena de muerte.

Kevin se inclinó sobre la barandilla, disparó hacia abajo e hirió a Greer en un pie. La flecha lo atravesó y se clavó en el parqué, lo que la dejó inmovilizada. Mientras la muchacha, lívida de terror, se esforzaba por arrancar la flecha del suelo, Kevin le atravesó el otro pie. Podía permitirse aquella diversión: debía de tener aún cincuenta o sesenta flechas.

Para entonces los otros heridos se habían arrastrado hasta la pared del fondo, donde se derrumbaron como muñecos de vudú atravesados por alfileres. La mayoría se pegaron al suelo, a fin de ofrecer el menor blanco posible. Pero Ziggy Randolph, todavía ileso, avanzó hasta el mismísimo centro del gimnasio y se plantó allí sacando el pecho, con los talones juntos y las puntas de los pies formando un ángulo recto. Moreno y de bellos rasgos, era un muchacho notable, de imponente presencia, aunque sus modales fueran francamente afeminados. Jamás he sabido con seguridad si aquellos gestos lánguidos eran innatos o estudiados.

—¡Khatchadourian! —La voz de Ziggy se impuso al sonido de los sollozos—. ¡Escúchame! ¡No sigas con esto! Deja el arco en el suelo y hablemos. ¡Muchos de esos chicos morirán si no los atiende enseguida un médico!

Vale la pena recordar aquí que, después que Michael Carneal disparara contra aquel grupo de oración en Paducah, Kentucky, en 1997, un estudiante de último curso del Instituto Heath, un muchacho muy religioso, hijo de un predicador, llamado Ben Strong, se vio ensalzado de costa a costa del país por haberse adelantado a calmar al autor de los disparos e instarlo a deponer el arma, con lo que corrió un peligro mortal. En respuesta a su petición, según decía la leyenda, Carneal dejó caer su pistola y se derrumbó. Debido a la necesidad de héroes que sentía toda la nación para sucesos así, que, por otra parte, resultaban irremediablemente embarazosos a nivel internacional, aquella historia conoció una gran difusión. Strong mereció una portada en la revista Time y fue entrevistado en la televisión. El hecho de que Ziggy estuviera, tal vez, familiarizado con esa historia pudo darle valor para enfrentarse a su asaltante, y la admiración sin precedentes con que había sido recibida la pública «salida del armario» de Ziggy en una asamblea anterior aquel mismo semestre pudo también reforzar su fe en la fuerza de persuasión de la oratoria.

—Sé que tienes que estar realmente atormentado por algo, ¿vale? —prosiguió Ziggy; la mayoría de las víctimas de Kevin no estaban aún muertas, pero ya había alguno que se compadecía de él—. Estoy seguro de que algo te está destrozando interiormente. Pero ésta no es forma de…

Por desgracia para Ziggy, el carácter apócrifo de la seca e impactante frase de Ben Strong —«¡Suelta esa pistola, Michael!»— no se dio a conocer hasta la primavera de 2000, cuando una demanda incoada por los padres de las víctimas contra más de cincuenta personas —entre las que se contaban padres, profesores, personal no docente del instituto, otros adolescentes, vecinos, los creadores de los videojuegos «Doom» y «Quake» y los productores de la película The Basketball Diaries— se juzgó en primera instancia. Entonces Strong reconoció bajo juramento que los medios de comunicación habían «embellecido» el soso relato de lo ocurrido que le había hecho al director del instituto, un relato que a partir de entonces había cobrado vida propia y lo había atrapado en una mentira que hacía que se sintiera miserable. Por lo visto, cuando nuestro héroe se acercó a él, Michael Carneal ya había dejado de disparar y se había derrumbado, por lo que su rendición no tenía nada que ver con ningún elocuente llamamiento arrostrando un peligro de muerte. «Una vez lo hubo hecho», testificó Strong, «dejó caer el arma».

Zas, plop. Ziggy retrocedió tambaleándose. Espero no haber referido esta cronología de una forma tan desapasionada que me haga parecer insensible. Es sólo que los hechos siguen siendo más graves, tienen mayor viveza y mayor relieve que cualquier pequeño dolor individual. Estoy, simplemente, relatando una secuencia de acontecimientos tal como la hilvanó Newsweek.

Pero al plagiar esa secuencia no pretendo aportar ninguna intuición especial acerca del estado de ánimo de Kevin, que es el único territorio extranjero en el que no me atrevo a adentrarme. Las descripciones de la expresión de nuestro hijo en aquella posición dominante que pongo en labios de Joshua y Soweto se apartan de las aparecidas en los reportajes relativos a sucesos similares. Los muchachos de Columbine, por ejemplo, estaban enloquecidos: tenían los ojos vidriosos, mostraban una sonrisa demente. Kevin, en cambio, fue descrito como «concentrado» e «inexpresivo». Pero ésa es la misma expresión que ponía siempre cuando estaba en el campo de tiro —sólo en el campo de tiro, recuerda—, como si él fuera la flecha y descubriera, a través de esa encarnación suya, la determinación y la finalidad de las que su personalidad habitual, flemática hasta el exceso, carecía de manera tan singular.

Sin embargo, he meditado sobre el hecho de que para la mayoría de nosotros existe una barrera dura e infranqueable entre la maldad más imaginativamente descrita y su ejecución en la vida real. Es el mismo muro de sólido acero que se interpone entre la cuchilla y mi muñeca incluso en los momentos en que mayor es mi desconsuelo. Por tanto, ¿cómo pudo Kevin levantar aquella ballesta, apuntar al esternón de Laura y, después —real, verdaderamente, en el tiempo y en el espacio—, apretar el gatillo que liberó la flecha? La única hipótesis a la que me veo abocada es que descubrió lo que yo nunca he querido descubrir: que no existe ninguna barrera. Que, como en mis viajes al extranjero, en aquel cómico plan con antirrobos de bicicleta e invitaciones en papel y sobres con el membrete del instituto, el hecho en sí de apretar el gatillo puede ser descompuesto en una serie de elementos más simples que lo constituyen. Puede que no sea mayor milagro apretar el gatillo de una ballesta o de un arma de fuego que alargar la mano para tomar un vaso de agua. Me temo que dar el paso a lo «inconcebible» no requiere más fuerza atlética que cruzar, simplemente, el umbral de una habitación ordinaria, y que el truco es la voluntad de quererlo. Que ése es el secreto. Como siempre, el secreto consiste en que no hay secreto. Puede que incluso tuviera ganas de dejar escapar una tonta risita, aunque no es su estilo; los chicos de Columbine se reían tontamente. Porque una vez has averiguado que no hay nada que pueda detenerte —que la barrera tan aparentemente infranqueable sólo existe en tu cabeza—, es posible cruzar una y otra vez el umbral, realizar un disparo tras otro, como si cualquier mequetrefe hubiese trazado una línea en el suelo advirtiéndote que no puedes traspasarla y tú desafiaras retadoramente su prohibición saltando por encima de ella una y otra vez en una especie de burlona danza.

Confieso que es esto último lo que más me atormenta, y no tengo metáforas que puedan ayudarnos a comprenderlo.

Si te parece extraordinario que nadie respondiera a los gritos pidiendo ayuda, ten en cuenta que el gimnasio está aislado y que los rezagados que quedaban en el instituto que admitieron después haber oído voces y gritos provenientes de allí supusieron, razonablemente, que se estaría celebrando algún apasionante y competido encuentro deportivo. No se escuchaba ningún ruido revelador de disparos de arma de fuego. Y la explicación más obvia de la inexistencia de alarma es que, aunque pueda resultar largo explicar lo ocurrido, el pánico en sí no debió de durar más de diez minutos. Bien es verdad que si Kevin había caído en un estado de alteración mental, ése se prolongó bastante más que esos diez minutos.

Soweto perdió el conocimiento, y eso fue, probablemente, lo que lo salvó. Mientras Joshua permanecía inmóvil tras su fortaleza de carne, asediada por una sistemática lluvia de flechas, el efecto combinado de varias de ellas acabó con la vida de «Ratón». Ferguson. Los gritos pidiendo socorro y los gemidos de dolor se vieron reducidos mediante algunos disparos complementarios. Necesitó tiempo, Franklin, tiempo para vaciar de flechas sus dos cubos hasta convertir a sus víctimas escogidas en una serie de erizos. Pero lo peor de aquella horrible sesión de tiro con arco —cuando sus víctimas ya no podían ser consideradas blancos en movimiento— fue cómo cesó. Es sumamente difícil matar a la gente con una ballesta. Kevin lo sabía. Y, por eso, esperó. Cuando, por fin, a las cinco y cuarenta, un vigilante de seguridad se acercó con su manojo de llaves a cerrar el gimnasio, se vio entorpecido por las cadenas antirrobo, por lo que atisbo el interior por la rendija de la puerta; entonces distinguió el color rojo de la sangre y a Kevin esperando. Por fin se presentó la policía con unas enormes pero inútiles cizallas (que apenas consiguieron mellar las cadenas), por lo que hubo que recurrir, finalmente, a emplear una ruidosa sierra eléctrica para metales que escupía montones de chispas. Todo ello requirió mucho tiempo. Kevin lo pasó sentado en la barandilla de la galería, con los pies hacia fuera, esperando. El hecho es que aquel largo interludio, desde que lanzó su última flecha hasta la irrupción a través del vestíbulo de un grupo de asalto de la policía a las seis y cincuenta y cinco, fue uno de esos ratos de inactividad para los cuales siempre le había aconsejado, desde que tenía seis años, que le sería muy útil tener a mano un libro.

Laura Woolford y Dana Rocco fallecieron a causa del impacto de las flechas. Ziggy, «Ratón». Ferguson, Denny, Greer, Jeff, Miguel y el empleado de la cafetería murieron como consecuencia de la pérdida de sangre provocada por las heridas que recibieron.

6 DE ABRIL DE 2001 (continuación).

Cuando salí del coche, el lugar estaba ya repleto de ambulancias y vehículos de la policía. Una banda amarilla marcaba el perímetro. Estaba anocheciendo ya, y los rostros preocupados del personal de los servicios de urgencia estaban iluminados por una macabra mezcla de luces azules y rojas. Camilla tras camilla se alineaban en el terreno; me asustó ver que su hilera parecía no tener fin. Sin embargo, en medio de aquel pandemónium, yo buscaba un rostro familiar que brillara más que las luces de los vehículos de emergencia, y en cuestión de segundos conseguí ver a Kevin. Mi reacción fue típica y tardía. Aunque tal vez hubiera tenido problemas con nuestro hijo, me sentí aliviada de ver que estaba vivo. Pero se me negó el lujo de gozarme en mis sanos instintos maternales: me bastó un vistazo para comprender que no caminaba por propia iniciativa por el sendero que salía del gimnasio, sino que era conducido por dos policías y que la única razón de que llevara las manos a la espalda, en vez de estar balanceándolas con la insolente actitud que solía adoptar, era que no tenía otra elección.

Me sentí mareada. Por un instante, las luces del aparcamiento se convirtieron para mí en manchas dispersas sin significado, como las que se forman detrás de los párpados cuando uno se restriega los ojos.

—Señora, me temo que tendrá que despejar la zona…

Era uno de los agentes de policía que vinieron a casa cuando el incidente del paso elevado, el más corpulento y cínico de los dos. Sin duda, deben de encontrarse con una plétora de padres que los miran con cara de asombro cuando se presentan ante ellos con sus angelitos delincuentes «salidos de buena familia», porque no me pareció que reconociera mi rostro.

—Verá… —le respondí, y añadí la demostración de fidelidad más difícil que haya hecho en mi vida—, ese chico es mi hijo.

El rostro del agente se endureció. Fue una expresión a la que tendría que acostumbrarme; así como a la más enternecedora, y mucho peor, de «pobre mujer, no sé qué decirle». Pero yo aún no tenía derecho a esta última, y, cuando le pregunté qué había ocurrido, pude ver, por la pétrea expresión de su cara, que, cualquiera que fuese el hecho del que me hacía ahora indirectamente responsable, tenía que ser malo.

—Ha habido algunos heridos, señora —fue todo lo que quiso decirme—. Será mejor que se dirija a la comisaría. No tiene más que seguir por la 59 hasta la 303 y salir luego por Orangetown Road. Se entra por Town Hall Road. Se lo digo suponiendo que no haya estado allí antes.

—¿Po… podría hablar con él?

—Tendría que preguntárselo a aquel agente, señora… ¿Lo ve? El de la gorra —me indicó. Y se apresuró a irse.

Mientras iba hacia el coche de policía en cuyo asiento trasero había visto que un agente introducía a nuestro hijo empujándolo con la mano encima de su cabeza, me vi obligada a pasar por un calvario de explicaciones, dadas cada vez con creciente fatiga, a una serie de agentes. Entonces entendí por qué San Pedro no pudo resistirse al impulso de negar por tres veces cualquier relación con un paria social acosado por una muchedumbre decidida a lincharlo. Negarlo hubiera sido para mí más tentador que para San Pedro, puesto que, a pesar de lo que pudiera pensar Kevin de sí mismo, no era un mesías.

Finalmente, pude arreglármelas para llegar al coche blanco y negro de la policía de Orangetown. El lema que llevaba en los laterales, COLABORANDO CON LA COMUNIDAD, parecía haber dejado ya de incluirme. No podía ver nada a través de la ventanilla posterior porque me lo impedían los reflejos de las luces en el cristal. Hice, pues, pantalla ahuecando mi mano sobre la ventanilla. Kevin no lloraba ni tenía la cabeza inclinada. Volvió la cara hacia mí y me miró de hito en hito.

Había pensado gritarle: ¿Qué has hecho? Pero aquella trillada exclamación hubiera sido auto-complacientemente retórica, una forma de reproche materno. No tardaría en conocer los detalles. Y entonces no podía imaginar una conversación que no acabara pareciendo ridícula.

Así que nos quedamos mirándonos los dos en silencio. La expresión de Kevin era plácida. Tenía aún rasgos que denotaban determinación, pero éstos habían cedido y dado paso ya a la callada y satisfecha complacencia del que ha completado una tarea bien hecha. Su mirada era singularmente clara —serena, casi apacible—, y reconocí en ella la placidez de la mañana, aunque de aquel desayuno parecían haber pasado diez años. Aquél era el hijo desconocido para mí, el muchacho que había abandonado su gastado y titubeante disfraz de «supongos» y «quiero decir» para asumir el pesado fardo y la lucidez de un hombre con una misión.

Pude ver que se sentía contento de sí mismo. Y eso fue todo lo que necesitaba saber.

Sin embargo, cuando me viene a la memoria su rostro a través de la ventanilla del coche, recuerdo también otra cosa: Kevin buscaba algo. Estaba explorando mi rostro en busca de algo. Lo estudió despacio, intensamente, y después se reclinó un poco en su asiento. Fuera lo que fuese lo que había estado buscando, no lo encontró; y aquello pareció satisfacerlo también de alguna manera. No sonrió. Pero igualmente hubiera podido hacerlo.

Mientras conducía hacia la comisaría de policía de Orangetown, temo que me enfadé contigo, Franklin. Mi enfado no era justo, pero tu móvil seguía apagado, y ya sabes cómo se fija uno en estos pequeños detalles logísticos para desviar su atención de otras cosas. Aún no había sido capaz de enfurecerme con Kevin, y me parecía más seguro desahogar mis frustraciones contigo, puesto que no habías hecho nada malo. Así, mientras pulsaba una y otra vez el botón de rellamada, iba recriminando en voz alta al volante:

—¿Dónde te has metido? ¡Son casi las siete y media! ¡Conecta el jodido teléfono! ¡Por el amor de Dios! ¿Tenías que haber elegido precisamente esta noche para trabajar hasta tan tarde? ¿Y no has oído las noticias?

Pero tú nunca ponías la radio en tu todoterreno; preferías poner discos compactos de Springsteen o de Charlie Parker.

—¡Maldita sea, Franklin! —grité mientras las lágrimas ardientes que seguían saliendo de mis ojos se transformaban en mezquinas lágrimas de ira—, ¿cómo puedes obligarme a pasar por todo esto yo sola?

Pasé de largo la primera vez por Town Hall Road, puesto que el chillón edificio verde y blanco de la comisaría, aparte de no estar identificado desde fuera, parece más un restaurante de una gran cadena o un gimnasio exclusivamente para socios. Aparte del friso de bronce del vestíbulo, que inmortaliza torpemente el recuerdo de cuatro policías de Orangetown caídos en cumplimiento de su deber, la entrada no era más que un recinto de paredes blancas y suelos de linóleo vulgar, en el que una esperaría encontrar letreros indicando por dónde se iba hacia la piscina. Pero la sala de recepción, en sí, era un cuartito horriblemente íntimo, más diminuto y claustrofóbico aún que la sala de espera de urgencias del hospital de Nyack.

No fui objeto de ninguna atención especial, aunque la recepcionista me informó fríamente a través de la ventanilla de que podría acompañar a mi «menor» —una palabra que me pareció impropia, dadas las circunstancias— mientras lo inscribían. Presa del pánico, supliqué:

—¿Tengo que estar presente? Y ella respondió:

—Como guste.

Me indicó entonces un aislado sofá tapizado en escay negro, en el que fui abandonada sin prestarme mayor atención en tanto que los agentes de policía pasaban apresuradamente de un lado para otro. Me sentía a la vez implicada e irrelevante. No quería encontrarme allí. Pero, por si esto da pie a algún doloroso malentendido, quiero decir que estaba experimentando por primera vez una sensación nueva: el deseo de no estar en ninguna parte. Dicho más llanamente: deseaba estar muerta.

Durante un breve rato, en el extremo opuesto del brillante sofá negro de escay que me había sido asignado se sentó un muchacho que ahora sé que era Joshua Lukronsky. Pero, aunque hubiese estado familiarizada con el rostro de ese estudiante, dudo que lo hubiera reconocido en aquel momento. Era un chico menudo, que no tenía aspecto de adolescente, sino que más bien daba la impresión de estar próximo a la edad de Celia, porque no mostraba en absoluto la ostentosa y divertida arrogancia por la que, aparentemente, era conocido en el instituto. Tenía los hombros hundidos y los cortos cabellos morenos despeinados. Ocultaba las manos entre los muslos, con las muñecas dobladas en el acentuado e innatural ángulo de los niños que padecen una fase avanzada de distrofia muscular. Permanecía sentado, perfectamente inmóvil. Ni siquiera parecía pestañear. A pesar de ser objeto de una atención policial que, al parecer, yo no merecía —para entonces ya empezaba a sentirme una enferma contagiosa, aislada en cuarentena—, no se molestaba en responder al agente que, de pie a su lado, trataba de interesarlo por una serie de maquetas de vehículos de policía exhibidos en una vitrina. Era una colección preciosa, toda de metal, con algunas piezas muy antiguas: camionetas, carros tirados por caballos, motocicletas, Fords del 49 de Florida, Filadelfia, Los Ángeles. Con paternal paciencia, el agente le explicó que uno de aquellos modelos era sumamente raro, pues databa de la época en que los vehículos de la policía metropolitana de Nueva York lucían los colores verde y blanco, anteriores al actual azul del Departamento de Policía neoyorquino. Joshua, sin embargo, tenía los ojos clavados en el espacio delante de él, con la mirada vacía. Si era consciente de mi presencia allí, no daba la impresión de saber quién era, y a mí difícilmente se me hubiera pasado por la imaginación presentarme. Me preguntaba por qué a aquel chico no lo habrían llevado al hospital como a los otros. No tenía forma de saber si la sangre que manchaba sus ropas era suya.

Al cabo de unos pocos minutos una mujer grande y rolliza irrumpió por la puerta de la sala de espera y, sin solución de continuidad, fue derecha a Joshua para alzarlo y estrecharlo al momento entre sus brazos.

—¡Joshua! —exclamó.

Fláccido al principio en los brazos de la mujer, aquellas muñecas que a mí me habían parecido aquejadas de distrofia muscular, se ciñeron, poco a poco a sus hombros y las mangas de la camisa del chico empezaron a dejar manchas rojas en el impermeable de color marfil de su madre. El pequeño rostro fue a esconderse en el amplio cuello de la mujer, y me sentí a la vez conmovida y celosa. Aquél era el encuentro que a mí se me había negado. ¡Te quiero tanto…! ¡Me he sentido tan aliviada al saber que estabas bien…! Ya no me sentía aliviada por saber que mi hijo estuviera bien. Desde el momento en que lo vi a través de la ventanilla del coche, había empezado a atormentarme precisamente aquella manera suya de estar bien.

El trío cruzó luego la puerta hacia el interior. La agente de policía que se hallaba detrás de la ventanilla siguió ignorándome. Desesperada, probablemente agradecí tener conmigo mi teléfono móvil, que comencé a manipular como si fuera un rosario: pulsar los números me ofrecía algo que hacer. Aunque no fuera más que por variar, estuve durante un rato tratando de llamar a casa, pero cada vez me salía la voz del contestador, mi propia voz, que me resultaba tan odiosa que me impulsaba a colgar en mitad de la grabación. Había dejado ya tres, cuatro mensajes: el primero, sereno; los últimos, llorosos. (¡Qué recibimiento para ti cuando llegaras a casa!). Al comprender que tú y yo llegaríamos tarde, Robert, obviamente, habría decidido llevar a Celia al McDonald’s; le encantaban sus empanadas de manzana calientes. Pero ¿por qué no me llamaba? Robert tenía el número de mi móvil. ¿No habría oído Robert las noticias? Oh, claro, en McDonald’s tendrían puesto el Hilo Musical, y a Robert no se le habría ocurrido poner la radio de su coche para un trayecto tan corto. Pero ¿no lo habría mencionado alguien mientras aguardaban en la cola? ¿Cómo podía haber alguien en el condado de Rockland que pudiera estar hablando de cualquier otra cosa?

Para cuando vinieron a buscarme dos agentes y me condujeron a una pequeña y fea estancia para tomar mi declaración, yo estaba tan angustiada que tal vez ni siquiera me mostré cortés. Probablemente, mis explicaciones resultaron confusas también; no podía entender su insistencia en ponerse en contacto con el abogado de nuestra familia, cuando no parecía haber ninguna duda de que era Kevin quien lo había hecho. Y ésa fue la primera vez que alguien creyó oportuno decirle a su madre, aunque fuera sólo una explicación somerísima, qué era lo que había hecho Kevin. El cálculo de muertos que avanzó desapasionadamente un policía se revelaría después exagerado; pero en aquel instante yo carecía de experiencia para saber que las cifras relativas a las atrocidades se inflan siempre en la primera comunicación. Además, ¿qué diferencia hay entre tener un hijo que ha asesinado sólo a nueve personas, en lugar de trece? Por otra parte, sus preguntas me parecieron obscenamente insustanciales: ¿cómo le iba a Kevin en el instituto?, ¿cuál había sido su actitud aquella mañana?

—¡Estuvo un poco irritable con mi marido! Por lo demás, nada especial. ¿Qué se supone que tengo que hacer si mi hijo se muestra desconsiderado con su padre? ¿Llamar a la policía?

—Tranquilícese, señora Kachourian…

—¡Khatchadourian! —insistí—. ¿Tendrían la bondad de fijarse bien en mi apellido?

Oh, sí, por supuesto que lo intentarían.

—Señora Khadourian, entonces. ¿De dónde pudo haber sacado su hijo esa ballesta?

—¡Fue un regalo de Navidad! ¡Oh, ya le advertí a Franklin que aquello era un error! ¡Se lo dije! ¿Puedo llamar a mi marido otra vez?

Me permitieron hacer la llamada y, después de un nuevo e infructuoso intento, me vine abajo:

—Lo siento —murmuré—. Lo siento mucho, lo siento de veras. Y no se preocupen por mi apellido. Odio mi apellido. No quiero volver a oírlo nunca. ¡Lo siento tanto…!

—Señora Khadarian… —Uno de los agentes me dio cautamente un golpecito en el hombro—. Quizá deberíamos dejar para otro momento tomarle una declaración completa.

—Es sólo que tengo una hija, una hija pequeña en casa, Celia… ¿Podrían ustedes…?

—Comprendo. Ahora bien, me temo que Kevin va a tener que permanecer aquí, en custodia. ¿Desearía hablar con su hijo?

Me estremecí al recordar aquella aduladora e implacable expresión de serenidad que le había visto a través de la ventanilla del coche de la policía, y oculté mi rostro entre las manos.

—No, por favor…, no —supliqué, sintiéndome espantosamente cobarde. Mi voz debió de sonar como la de Celia, cuando imploraba débilmente que no la obligara a bañarse, pues temía aún que hubiera algún oscuro y pegajoso horror acechando en el desagüe de la bañera—. Le ruego que no me obligue, por favor. Por favor. No podría mirarlo a la cara.

—Entonces, sería mejor por ahora que se fuera usted a su casa.

Me quedé mirándolo estúpidamente. Me sentía tan avergonzada que, sinceramente, pensé que iba a retenerme entre rejas.

Aunque no fuera más que por romper el embarazoso silencio mientras lo miraba, añadió amablemente:

—Una vez consigamos una orden, tendremos que registrar su casa. Será, probablemente, mañana, pero no se preocupe. Nuestros agentes son muy respetuosos. No lo dejarán todo patas arriba.

—Por lo que a mí respecta, pueden quemarla —le dije—. La odio. Siempre he odiado esa casa.

Los dos se miraron el uno al otro: una histérica. Y me acompañaron hasta la puerta.

Liberada —no podía creerlo— en mitad del aparcamiento, caminé abrumada hacia donde había dejado mi coche, y me pasé de largo porque la primera vez no lo reconocí en la fila; todo cuanto correspondía a mi antigua vida se había transformado en algo ajeno a mí. Y estaba perpleja. ¿Cómo podían haberme dejado en libertad? Incluso en aquel temprano momento había empezado ya a sentir la profunda necesidad de ser incriminada, de que se me exigieran cuentas. Tuve que reprimir la tentación de llamar de nuevo a la puerta de la comisaría e importunar a la encargada de la recepción para que me permitiera pasar la noche en una celda. Estaba segura de que mi sitio era aquél. Convencida de que el único lecho en que podría descansar tranquilamente esa noche sería un jergón barato, con un colchón lleno de bultos y una áspera sábana con el rótulo miserable de alguna institución penitenciaria, y de que la única nana que tal vez pudiera acunarme sería el chirrido de las suelas en la arenilla del suelo de hormigón y un lejano tintineo de llaves.

Sin embargo, una vez hube localizado el coche, me sentí extrañamente tranquila. Sedada. Metódica. Como Kevin. Llaves de contacto. Luces. Cinturón de seguridad. Limpiaparabrisas a velocidad lenta, puesto que había una fina niebla… Tenía la mente en blanco. Dejé de hablarme y conduje muy despacio hacia casa; frené ante las luces en ámbar y me detuve por completo en cada ceda el paso, aunque no hubiera ningún otro vehículo. Y, cuando giré para tomar el largo paseo que conducía a nuestra casa y vi que no había ninguna luz encendida, no pensé nada. Preferí no pensar.

Aparqué. Tu 4×4 estaba en el garaje. Me moví lentamente. Paré los limpiaparabrisas y apagué las luces. Cerré el coche y metí las llaves en mi bolso egipcio. Hice una pausa para pensar en las demás pequeñas tareas cotidianas que tenía que hacer antes de entrar en la casa; quité una hoja que se había pegado al parabrisas, recogí del suelo del garaje tu cuerda de saltar y la colgué de su gancho.

Cuando encendí la luz de la cocina, pensé en que no era propio de ti haber dejado allí los platos sucios del desayuno. La sartén para freír tus salchichas estaba colgada en el escurridor, pero no la que yo había empleado para preparar la torrija de Celia, y la mayoría de los platos sucios y los vasos con resto de zumo de frutas seguían aún sobre la encimera. Diferentes secciones del Times estaban abiertas y desperdigadas encima de la mesa, aunque recoger el papel de periódico y llevarlo cada mañana al montón que teníamos en el garaje era una de tus tareas favoritas a causa de tu manía por el orden y la limpieza. Al pulsar el siguiente interruptor de la luz, pude ver que no había nadie en el comedor, ni en la sala, ni en el estudio; alguna ventaja ha de tener una casa sin puertas. Aun así, recorrí todas las habitaciones. Despacio.

—¿Franklin? —llamé—. ¿Celia?

El sonido de mi voz me turbó. Era demasiado débil y aguda, y no obtuvo respuesta.

Mientras iba por el pasillo, me detuve ante la habitación de Celia; tuve que hacer un esfuerzo para entrar. Estaba a oscuras. Y su cama, vacía. Lo mismo en el dormitorio principal, en los baños, en la terraza. Nada. Nadie. ¿Dónde estabais? ¿Habías ido a buscarme? Pero yo tenía un móvil, y sabías mi número. Además, ¿por qué no cogiste el 4 × 4? ¿Se trataba de un juego? A lo mejor te habías escondido en un armario con Celia y estabais allí los dos, la mar de alegres… Pero ¿por qué habríais de elegir aquella noche, precisamente, para gastarme una broma?

La casa estaba vacía. Sentí la necesidad urgente, regresiva, de llamar a mi madre.

La recorrí toda por segunda vez. Aunque ya había mirado antes las habitaciones, en esta segunda ocasión lo hice sintiendo sólo una turbación más profunda. Era como si hubiera alguien en la casa, un extraño, un ladrón, y se estuviera escondiendo de mi vista, caminando a mis espaldas, ocultándose debajo de los muebles, empuñando un cuchillo. Finalmente, temblando, regresé a la cocina.

Los anteriores propietarios debieron de instalar aquellos focos en el jardín trasero con la idea de ofrecer allí agradables cenas. A nosotros no nos gustaban esta clase de fiestas, y rara vez los encendíamos, pero sabía dónde estaban los interruptores: a la izquierda de la despensa, junto a las puertas correderas de cristal que daban acceso a nuestro jardín trasero, construido en la ladera de la colina. Era allí donde solía sentarme para contemplar cómo le lanzabas a Kevin la pelota de béisbol, lo que hacía que me sintiera excluida, nostálgica. Era, más o menos, como me sentía en aquel momento: abandonada. Como si hubieras organizado una celebración familiar de gran valor sentimental y no me hubieras invitado. A mí, precisamente a mí. Debí de mantener la mano treinta segundos largos sobre el interruptor antes de accionarlo. Y esperaría todavía más si tuviera que hacerlo de nuevo. Pagaría una fortuna cada instante que me queda de vida a cambio de no haber visto el cuadro que apareció ante mis ojos.

En lo alto de aquel jardín en cuesta se iluminó la diana para el tiro con arco. Pronto comprendería la ironía subyacente en la llamada de Kevin al Observatorio de Lamont-Doherty aquella mañana, a la hora del almuerzo, para avisar a Robert de que no se molestara en ir a recoger a Celia a la salida de la escuela, porque «no se encontraba bien». Estaba apoyada contra la diana, en posición de firmes, tranquila y confiada, dispuesta para «jugar a Guillermo Tell».

Cuando me precipité a abrir la puerta y corrí pendiente arriba perdiendo el aliento, mi precipitación era del todo irracional. Celia esperaría. Tenía el cuerpo clavado a la diana por cinco flechas que mantenían inmovilizado su torso como las chinchetas que sujetaban las arrugadas hojas de sus autorretratos al panel de corcho de su clase. Mientras iba hacia ella tropezando y gritando su nombre, me pareció que me miraba con un guiño raro, grotesco, con la cabeza echada hacia atrás. Aunque recordaba haberle puesto su prótesis aquella mañana, no la llevaba.

Hay cosas que sabemos en lo más íntimo de nuestro ser sin que jamás las hayamos pensado, por lo menos con esa cháchara verbal semiconsciente que sólo en ocasiones aflora a nuestra mente. Fue así en aquella ocasión: sabía perfectamente qué más iba a encontrar sin habérmelo dicho a mí misma de manera expresa. Por eso, cuando al subir hacia la diana tropecé con algo que sobresalía de entre los arbustos, tal vez se apoderó de mí una sensación de náusea, pero no me sorprendí en absoluto. Al instante reconocí el obstáculo. Yo también había comprado a menudo en las tiendas de Banana Republic aquellas botas de color marrón oscuro de tipo militar.

¡Oh, querido! Puede que sienta una enorme necesidad de contarme esa historia, pero ya entonces me vi obligada a tejer una especie de vínculo entre el desastre, totalmente falto de sentido, ocurrido en aquel jardín y lo mejor del hombre con quien me había casado.

Con veinte minutos por delante hasta la hora en que debíais salir para la escuela, debiste dejar que los niños salieran al patio a jugar. De hecho, debió de animarte a hacerlo ver que, por una vez, estaban los dos armando bulla juntos, unidos. Debiste de entretenerte un poco más con el Times, aunque los jueves llevaba el suplemento de Hogar-Decoración, que no te interesaba demasiado. Por eso te pusiste a recoger los platos del desayuno. Entonces, probablemente, oíste un grito. Sin duda, saliste disparado por las puertas correderas. Desde la parte inferior de la colina fuiste por él. Eras un hombre fuerte, a pesar de tus cincuenta y tantos años, que aún dedicaba todos los días tres cuartos de hora a saltar a la comba. Tuvo que costarle mucho detener a un hombre como tú. Casi conseguiste llegar hasta donde estaba Kevin, y te quedaste a unos pocos metros de la diana mientras llovían las flechas sobre ti.

Ésta es mi teoría, pues: creo que hiciste una pequeña pausa. Fuera, en la terraza, al ver a nuestra hija clavada en una diana de tiro, con una flecha sobresaliendo de su pecho, mientras nuestro hijo giraba sobre sí en su montículo y apuntaba a su propio padre con el astil de la ballesta que había sido su regalo de Navidad, simplemente, no diste crédito a tus ojos. ¡La vida podía ser tan bella! Era posible ser un buen padre, gozar de los fines de semana, las meriendas en el campo, los cuentos a la hora de ponerse a dormir, y todo ello para educar a un hijo honrado y fuerte. Estabas en América. Y tú lo habías hecho todo bien. Por consiguiente, nada de aquello podía suceder realmente.

Fue así como, por culpa de un solo instante en el que ignoraste la realidad para imponerle aquella altanera convicción tuya —aquel ver lo que deseabas ver—, la realidad se impuso fatalmente por sí misma. Es posible que tu cerebro tratara aún de reconfigurar aquella imagen, de modificar su banda sonora: Celia, la pequeña, la Celia que se esfuerza en ver siempre el lado bueno de las cosas, la que trata de hacerlo todo lo mejor que puede, la que es inmune a su propia discapacidad, la que está quieta allí arriba mientras la brisa primaveral acaricia alegremente sus rubios cabellos, no está gritando, sino riéndose. Si chilla, es de alegría. La única razón para que la niña, el servicial Viernes femenino de Kevin, pueda haberse colocado delante del blanco, es para recoger fielmente las flechas lanzadas por su hermano. ¿No crees que lo habría hecho con gusto, Franklin? En cuanto a tu joven y apuesto hijo, lleva seis años practicando el tiro con arco. Ha sido meticulosamente instruido por profesionales bien pagados y es muy consciente de que la seguridad está por encima de todo. Jamás apuntaría una ballesta cargada a la cabeza de otra persona, y menos aún a la de su propio padre.

Obviamente, la luz del sol debía deslumbrarte y provocar alguna ilusión óptica. Simplemente, debía de agitar el brazo para saludarte. Debía de estar deseando excusarse —después de todo, era un adolescente— por haber dado rienda suelta en el desayuno a aquellas duras palabras contra todo cuanto su padre había hecho por él. Claro que está interesado en saber cómo funciona esa cámara Canon, y confía en que, en otro momento, le expliques todos los secretos del enfoque. En realidad, admira profundamente los logros de su padre en una profesión tan singular, que le ofrece amplio campo para la creatividad, así como independencia. Fue sólo una torpeza de adolescente: a esa edad todos se vuelven muy quisquillosos y pretenden medirse con sus padres. Pero el chico se siente mal ahora por haberse permitido aquel estallido. Su arranque de cólera no fue sincero. Recuerda con cariño todos esos viajes a los campos de batalla de la guerra de Secesión, aunque sólo sea porque la guerra es algo que únicamente pueden comprender los hombres de labios de otros hombres, y ha aprendido un montón de cosas en los museos. Algunas noches, en su habitación, mira esas hojas de otoño que tú recogiste el año pasado de la casa solariega de Theodore Roosevelt y conservaste entre las páginas de la Encyclopaedia Britannica. Ver cómo los colores de esas hojas comienzan a difuminarse le recuerda la mortalidad de todas las cosas, y en esencia la de su padre, y por eso llora. Llora. Tú nunca lo verás. Y él no te lo confesará nunca. Pero tiene que hacerlo. ¿Lo ves? ¿Ese movimiento de los brazos? Te está haciendo señas para que le lleves la cámara. Ha cambiado de idea y, como en apenas cinco minutos tiene que ir a tomar el autobús, quiere que le hagas unas fotografías para comenzar el montaje de las fotos del Braveheart de Palisades Drive y ponerlo en el vestíbulo.

Esta soberbia reconstrucción acaso no duró más de un par de segundos antes de que empezara a corromperse, igual que una diapositiva atascada se cubre de ampollas y acaba abrasándose por efecto del calor de la lámpara del proyector. Pero debió de durar lo suficiente para que Kevin pudiera lanzar su primera flecha asesina, quizá la que encontré clavada en tu garganta y con salida por la parte de atrás de tu cuello, a la altura de la nuca. Debió de seccionar una arteria, porque en el suelo, alrededor de tu cabeza, bajo la luz de los focos, la hierba estaba negra. Las otras tres flechas —clavada una en el hueco entre tus pectorales, donde me gustaba apoyar la cabeza, hundida otra profundamente en la musculosa fibra de una de tus pantorrillas de saltador de cuerda, y sepultada la tercera en el bajo vientre, donde hacía poco habíamos redescubierto los dos el placer—, eran meras medidas de seguridad, como unas pocas piquetas de más en los bordes de una tienda de campaña ya perfectamente montada.

Siempre me preguntaré qué pensaste durante los largos minutos en que estuviste debatiéndote entre la vida y la muerte en aquel terreno en pendiente, jadeando, ahogándote con tu propia sangre… No digo que no debieras preocuparte por ella, pero hubieras debido darte cuenta al primer golpe de vista de que ya era demasiado tarde para salvarla. El hecho de que hubieran cesado sus gritos era una mala señal. En cuanto a salvarte a ti mismo, tal vez no lo desearas. Revelada por el resplandor de los focos, acentuada por la sombra que proyectaba en tu cuello el astil de la flecha, la expresión de tu cara era la de un tremendo desengaño.

Eva