Querido Franklin,
Tengo que hacerte una confesión. Por más que me burlara de ti por ello en otros tiempos, resulta que me he vuelto vergonzosamente adicta a la tele. Y, puestos a confesarlo todo, te diré que una noche del mes pasado, en mitad de un episodio de Frasier, la pantalla se apagó de pronto, y tuve una verdadera crisis de ansiedad: me puse a zarandear el aparato, a enchufarlo y desenchufarlo, a tocar todos los botones. Hace mucho que he dejado de llorar a diario por lo ocurrido aquel jueves, pero me pongo histérica si no puedo ver cómo se toma Niles la noticia de que Daphne va a casarse con Donnie.
Bueno, el caso es que esta noche, después de mi habitual pechuga de pollo (una pizca demasiado hecha), estaba zapeando cuando, de pronto, apareció en la pantalla, en primer plano, la cara de nuestro hijo. Dirás que a estas alturas ya debería estar acostumbrada, pero no es así. Y en esta ocasión no se trataba de la fotografía de cuando iba al primer curso del instituto que difundieron todos los periódicos —en blanco y negro, anticuada ya, con su sonrisa agria—, sino de la de un Kevin de rasgos más recios, ya con diecisiete años. Enseguida reconocí la voz del entrevistador. Era el documental de Jack Marlin.
Marlin ha cambiado el título que pensaba darle al principio, «Actividades Extracurriculares», un tanto peliculero y falto de expresividad, por el más impactante de «Mal Bicho», que me recuerda una frase que solías emplear: Acabaré con ese mal bicho en un par de horas, refiriéndote a un trabajo sencillo de localización de exteriores. Aplicabas esa expresión a casi todo, excepto a nuestro hijo.
En cambio, Jack Marlin se la aplicó con evidente fruición. Kevin, compréndelo, era la estrella. Marlin debió de obtener el consentimiento de Claverack para intercalar en su documental, entre fragmentos de reportajes de los luctuosos días que siguieron a la matanza —los montones de flores en el exterior del gimnasio, la ceremonia fúnebre, las manifestaciones ciudadanas con las pancartas en las que se leía NUNCA MÁS—, una entrevista en exclusiva con el propio KK. Nerviosísima, estuve a punto de apagar el televisor. Pero, al cabo de un minuto o dos, estaba pendiente de la pantalla. De hecho, la actitud de Kevin era tan fascinante que, al principio, apenas podía escuchar lo que decía. El escenario de la entrevista era su celda, que, como su habitación en casa, mantenía rígidamente ordenada y limpia de adornos como carteles o chucherías. Estaba sentado de medio lado en una silla que había echado hacia atrás de modo que sólo se apoyaba sobre dos de sus patas, pasaba un brazo por su respaldo y daba la sensación de encontrarse en su elemento. Por otra parte, parecía más importante, más imbuido de su personalidad, que se diría que ya no cabía dentro de su estrecha sudadera; de hecho, jamás lo había visto tan animado y tan a gusto. Se regodeaba bajo el objetivo de la cámara igual que si estuviera bajo una lámpara de rayos UVA.
La voz de Marlin sonaba en off, y sus preguntas tenían un tono deferente, casi tierno, como si temiera ahuyentar a Kevin. Cuando sintonicé el canal, aquél le preguntaba delicadamente si seguía creyendo que formaba parte de ese pequeño porcentaje de pacientes tratados con Prozac que han experimentado una reacción radicalmente opuesta al efecto pretendido por la medicación. Kevin había aprendido desde que tenía seis años la importancia de que te atengas firmemente a lo que has dicho antes, así que le respondió:
—Bueno, lo cierto es que el Prozac hacía que me sintiera un poco raro.
—Pero, según afirman The New England Journal of Medicine y The Lancet, la existencia de una relación causal entre el Prozac y la psicosis homicida es una mera especulación. ¿Crees que más estudios…?
—¡Alto ahí! —lo interrumpió Kevin al tiempo que levantaba la palma de la mano—. No soy médico. Esa defensa fue idea de mi abogado, que estaba haciendo su trabajo. Lo que he dicho es que el Prozac hacía que me sintiera un poco raro. Pero no estoy tratando de buscar una excusa con eso. Tampoco le echo las culpas de lo ocurrido a un culto satánico, ni a una novia tiquismiquis, ni a un matón que me llamara marica. Una de las cosas que no puedo soportar de este país es su irresponsabilidad. Cada vez que a un estadounidense algo no le sale fabulosamente bien, tiene que echarle las culpas a alguien. Yo asumo lo que hice. Fue idea mía y de nadie más.
—¿Qué me dices de aquel caso de abuso sexual que salió a relucir? ¿Es posible que influyera en ti al herir tus sentimientos?
—¡Claro que influyó en mí! —le replicó Kevin al tiempo que esbozaba una sonrisa que pretendía expresar confidencialidad—. Pero aquello no fue nada comparado con lo que ocurre aquí, ¿sabes? Entonces cortaron la conversación para incluir una entrevista con Vicki Pagorski, cuyas negativas y protestas se reiteraban excesivamente. Por supuesto, demostrar una indignación demasiado débil hubiera sido igualmente incriminatorio para ella, así que tenía todas las de perder. Y, francamente, hubiera debido arreglarse un poco el pelo.
—¿Podemos hablar un poco acerca de tus padres, Kevin? —le preguntó Marlin al reanudar la conversación.
Kevin, que había cruzado las manos detrás de la cabeza, dijo:
—Adelante.
—¿Te llevabas bien con tu padre? ¿Os peleabais?
—¿Con el señor Plástic? —le respondió Kevin con una risotada—. Me habría sentido muy feliz si hubiéramos tenido alguna pelea. Pero no, él era todo alegría y diversión, perritos calientes y ganchitos de queso. Un completo gilipollas, ¿sabes? «¿Y si fuéramos a visitar el Museo de Historia Natural, Kev? ¡Tienen unas piedras de narices!». Vivía sumido en la fantasía de una liga infantil de béisbol, anclado en los años cincuenta. Me tenía harto de repetirme: «¡Te quieeeeeero, chaval!». Y yo me limitaba a preguntarle con la mirada: «¿A quién le estás hablando, amigo?». Porque ¿cómo se come eso de que tu padre te quiera y no tenga ni p… [pitido] idea de quién eres? ¿A quién quería mi padre, entonces? Sería a algún chico de alguna serie de la tele. No a mí.
—¿Qué puedes decirme de tu madre?
—¿Qué pasa con ella? —le espetó Kevin malhumorado, aunque hasta entonces se había mostrado afable y comunicativo.
—Bueno, hubo un proceso civil en el que fue acusada de negligencia contigo…
—Puro cuento —replicó Kevin, tajante—. Asqueroso oportunismo, francamente. Un caso más de esa cultura de la compensación. El siguiente paso será que los viejos chochos demandarán al gobierno por envejecer y que los críos se querellarán contra sus mamás por haberlos parido feos. Mi opinión es: ¿que la vida te jode…? ¡Pues has tenido mala pata! La verdad es que los abogados sabían que mami tenía los bolsillos bien llenos, y que la vaca esa de la Woolford no sabía encajar las malas noticias.
—Pero, aunque tu madre no fuera condenada por negligencia —prosiguió Marlin—, puede que no te prestara la suficiente atención, ¿no crees?
—¡Venga, deja en paz a mi madre! —El tono agudo y amenazador de su voz me resultó extraño, pero debía de serle útil allí dentro—. Los psiquiatras de aquí se pasan horas tratando de conseguir que la despelleje, pero, si quieres que te diga la verdad, empiezo a estar cansado de todo ese cuento.
Marlin cambió de táctica:
—¿Dirías, entonces, que la relación entre los dos era estrecha?
—Mi madre ha viajado por todo el mundo, ¿lo sabías? Te resultará difícil citarme un país del que no se haya traído una camiseta. Creó su propia empresa. Ve a cualquier librería y podrás ver la colección que creó. ¿No conoces la Guía AWAP de los estercoleros más malolientes del mundo? De cuando en cuando me daba una vuelta por la tienda de Barnes and Noble, en el centro comercial, sólo para echar un vistazo a esos libros. Muy buenos.
—¿No te parece, pues, que ella hubiera podido…?
—Mira, puede que yo, a veces, fuera un mal bicho, ¿vale? Y que ella lo fuera también de vez en cuando, así que estábamos empatados. Por lo demás, esto es un asunto privado entre ella y yo, ¿estamos? ¿Es que ya no existen en este país cosas privadas? ¿Tendré que decirte también de qué color son mis gayumbos? La siguiente pregunta.
—Supongo que ya sólo me queda una por hacerte, Kevin: la gran pregunta. ¿Por qué lo hiciste?
Era evidente que Kevin había estado preparándose para aquel momento. Hizo una dramática pausa, dejó caer de golpe en el suelo las patas delanteras de la silla de plástico y, apoyando los codos en las rodillas, desvió la mirada de Marlin para dirigirla directamente a la cámara.
—De acuerdo, la cosa va así. Te levantas, miras la tele, te metes en el coche y escuchas la radio. Vas a tu curro de mierda o a tu escuela de mierda, pero de eso no oirás hablar en el noticiario de las seis porque… ¿No lo adivinas? Porque, en realidad, eso no le importa a nadie. Lees el periódico o, si eres de esos, lees un libro, que es casi lo mismo que mirar la tele, sólo que más aburrido. Te pasas mirando la tele toda la noche, o quizá sales para ir a ver una peli, o quizá te llaman por teléfono y les puedes contar a tus amigos lo que has visto. La gente se pasa la mitad de la vida mirando la tele, o, cuando no la mira, yendo al cine, porque quiere ver algo. Dime, Marlin —dijo al tiempo que animaba al entrevistador a responderle con un movimiento de la cabeza—: ¿sabes qué es lo que la gente quiere ver?
Después de un embarazoso silencio, Marlin dijo:
—Dínoslo tú, Kevin.
—Quiere ver a gente como yo —le respondió Kevin, y apoyó el cuerpo en el respaldo de la silla y se cruzó de brazos.
Marlin debía de estar contento porque todo salía a pedir de boca, así que no parecía dispuesto a dejar que el espectáculo concluyera allí. Kevin estaba desempeñando un papel y daba la sensación de que aún podía dar mucho de sí.
—Pero a la gente no le gusta precisamente ver a asesinos, Kevin —lo espoleó Marlin.
—¡Y una mierda! —le replicó Kevin—, quiere ver algo que le interese de verdad. Lo tengo estudiado. En la definición de suceso es fundamental que lo que sucede sea malo. Tal como yo lo veo, el mundo se divide en los que miran y los que son mirados, y cada vez es más numeroso el público que mira y hay menos cosas que ver. La gente que hace realmente algo es una [pitido] especie en peligro de extinción.
—Yo diría que, por el contrario, Kevin —observó Marlin en tono apesadumbrado—, en los últimos tiempos abundan demasiado los jóvenes que, como tú, se dedican a matar a cuantos se les ponen por delante.
—¡Lo cual es una suerte para ti! ¡Nos necesitas! ¿Qué harías sin mí? ¿Un documental acerca de cómo se seca la pintura? ¿Y qué está haciendo toda esa gente ahora, sino mirarme? —preguntó al tiempo que hacía un movimiento envolvente con el brazo en dirección a la cámara—. ¿Acaso no habrían cambiado de canal si lo único que hubiera hecho en mi vida hubiera sido sacar sobresaliente en geometría? ¡Hipócritas! ¡Soy yo quien hace el trabajo sucio por ellos!
—Kevin, el único objeto de esta entrevista —dijo Marlin en tono conciliador— es que encontremos entre todos la manera de evitar que haya nuevas matanzas como la de Columbine…
Al oír pronunciar la palabra Columbine, el rostro de Kevin se avinagró:
—Quiero dejar constancia de que esos dos infelices eran unos simples aficionados. Utilizaron bombas de pega, y se pusieron a disparar a diestro y siniestro. Sin ningún método ni criterio. Mis víctimas, en cambio, fueron cuidadosamente elegidas. Los vídeos que dejaron esos cretinos son una vergüenza. Me copiaron, y es evidente que su operación sólo se proponía superar a la de Gladstone.
Marlin intentaba meter baza. Supongo que deseaba introducir alguna puntualización del tipo: «En realidad, la policía afirma que Klebold y Harris llevaban planeando aquel atentado desde hacía, por lo menos, un año». Pero Kevin no callaba:
—No hubo nada en aquel montaje, nada en absoluto, que saliera conforme a lo planeado. Fue un fracaso total de principio a fin. No es extraño que esos pobres imbéciles se suicidaran, lo cual me parece un acto de cobardía. Porque una parte importante del asunto es afrontar las consecuencias. Pero lo peor de todo es que estaban irremediablemente grillados. He leído fragmentos del quejica y lacrimoso diario del tal Klebold. ¿Sabes a qué grupo de personas incluía ese chiflado entre aquellos de los que quería vengarse? A la gente que cree que puede predecir el tiempo. ¡Pero si es que no tenían ni idea de lo que decían! Oh, y fíjate en esto: al final del Gran Día, aquellos dos negados planeaban inicialmente secuestrar un avión y estrellarlo contra el World Trade Center. ¡Para d… [pitido], vamos!
—Dijiste…, sí, dijiste que tus víctimas fueron «cuidadosamente elegidas» —dijo Marlin, que debía de preguntarse ¿A qué viene todo esto?—. ¿Por qué esos estudiantes en particular?
—Porque me sacaban especialmente de quicio. Quiero decir que, si estuvieras planeando una operación importante, como ésa, ¿no irías por los presuntuosos y los maricones, y por todos los gilipollas que te resultaran insoportables? Para mí, ésa es la principal compensación del castigo. Tú, y el cámara que te acompaña, os aprovecháis de lo que hice, y os pagan un buen sueldo, y vuestros nombres aparecerán en los créditos. Yo, en cambio, he de cumplir una condena. Alguna satisfacción he de tener.
—Una pregunta más, Kevin, aunque diría, por todo lo que has expuesto, que ya la has contestado —dijo Marlin en tono solemne—: ¿sientes remordimientos? Sabiendo lo que sabes ahora, si pudieras volver al 8 de abril de 1999, ¿matarías de nuevo a todas aquellas personas?
—Sólo hay una cosa que haría de otra forma, si pudiera. Le clavaría una flecha entre ceja y ceja a ese imbécil de Lukronsky, que desde el principio ha estado sacando un dineral de la terrible prueba por la que pasó. ¡He leído que va a actuar en esa peli de Miramax! Lo siento por el resto del reparto. Se dedicará a recitar fragmentos de Pulp Fiction y a hacer su horrible imitación de Harvey Keitel, aunque me parece que en Hollywood esa mierda pasa de moda muy pronto. Y ya que estamos en esto, quiero que me paguen, porque Miramax y todos los demás deberían estar abonándome algún tipo de derechos de autor. Me están robando mi argumento, una historia que me costó muchísimo trabajo. No creo que sea legal plagiarla sin pagarme ni un céntimo.
—Pero en este estado va contra la ley que los criminales se beneficien de…
Kevin se volvió de nuevo a la cámara y dijo:
—Mi historia es, prácticamente, lo único que tengo hoy a mi nombre, y ése es el motivo de que me sienta robado. Pero una historia es mucho más de lo que la mayoría de la gente llega a tener en su vida. Todos ustedes, los que me están viendo ahora, están atentos a lo que digo porque tengo algo que ustedes no tienen: un argumento que compré y pagué. Eso es lo que quieren todos ustedes y por lo que me están chupando la sangre. Quieren mi historia. Sé cómo se sienten porque, sí, yo también sentía antes lo mismo. La televisión, los videojuegos, las películas, las pantallas de ordenador… El 8 de abril de 1999 salté a la pantalla. Pasé a ser uno de los mirados. Y desde entonces conozco el sentido de mi vida. Soy una buena historia. Tal vez un poco sanguinaria pero, reconózcanlo, los encantó a todos. La devoraron. ¡Vaya que sí! A estas horas debería estar cobrando del gobierno una pasta. Sin gente como yo, todo el país saltaría de un puente, porque lo único que la tele puede ofrecer es un ama de casa embolsándose los 64 000 dólares de ¿Quiere ser millonario? por recordar el nombre del perro del presidente.
Apagué el televisor. No podía escuchar más. Presiento que no tardaré en tener una nueva entrevista con Thelma Corbitt que incluirá, como siempre, otra petición de ayuda en favor de las becas «Para los Jóvenes con Vocación», instituidas por ella en honor de Denny, a las cuales ya he contribuido con más de lo que puedo permitirme.
Obviamente, aquella llamativa tesis a propósito de la naturaleza del hombre de hoy como mero espectador pasivo de la vida no era más que un guiño al Kevin de dos años atrás. Dispone en Claverack de tiempo sobrado para elaborarla, y debe de haberse dedicado a ese tema del mismo modo que otros reclusos mayores que él se dedican a fabricar matrículas personalizadas para automóviles. Con todo, debo admitir a regañadientes que esta exégesis a posteriori tiene cierta parte de verdad. Si la NBC se dedicara a emitir una larga serie de documentales acerca de los hábitos de apareamiento de las nutrias marinas, sus índices de audiencia bajarían en picado. Al escuchar la diatriba de Kevin, me sorprendió, a mi pesar, que una considerable proporción de nuestra especie se nutra de la depravación de un puñado de asesinos, si no para ganarse la vida, al menos para entretenerse. Y no es cosa de los periodistas. Hay comisiones de reflexión que producen montañas de papel acerca de las aspiraciones a la independencia del pequeño Timor Oriental. Departamentos universitarios de estudios de conflictos que publican incontables tesis doctorales sobre los terroristas de ETA, que no son más de un centenar. Realizadores cinematográficos que ganan millones dramatizando los crímenes de asesinos en serie solitarios. Y no puedo menos que preguntarme: los tribunales, la policía, la guardia nacional… ¿qué proporción de las tareas gubernamentales está dedicada a mantener a raya la actividad de apenas un uno por ciento de criminales? Con la construcción de cárceles y reformatorios convertida en una de las industrias de mayor crecimiento en los Estados Unidos, una súbita conversión a la vida honrada de los recluidos en ellos podría desencadenar una recesión. Y, puesto que yo misma había ansiado pasar página, ¿es realmente una exageración eso que ha dicho KK de que lo necesitábamos? No obstante su máscara de indiferencia, diría, por su tono de voz, que Jack Marlin le estaba agradecido. Tampoco a él le interesan los hábitos de apareamiento de las nutrias marinas, y por eso le estaba agradecido.
Por lo demás, Franklin, mi reacción a esa entrevista es muy confusa. El horror habitual se mezcla con algo parecido al orgullo. Kevin se mostró lúcido, seguro de sí mismo, atrayente. Me conmovió ver aquella fotografía mía sobre su cama, y me llenó de satisfacción saber que, después de todo, no la había destruido (creo que siempre asumo lo peor). El hecho de que reconociera en su soliloquio algunas de las opiniones críticas que le expuse durante nuestra conversación en el restaurante no sólo no me mortificó, sino que hizo que me sintiera halagada. Y me dejó atónita enterarme que hubiera puesto los pies en una librería de Barnes and Noble sólo para ver mi producción editorial, que, a juzgar por su redacción «Les presento a mi madre», no le merecía demasiado respeto.
Pero se me cayó el alma a los pies al escuchar sus poco amables comentarios acerca de ti; espero que no te los tomes demasiado en serio. ¡Pusiste tanto empeño en ser un padre atento y cariñoso! Debes tener en cuenta, sin embargo, que los hijos tienen una excepcional capacidad para detectar cualquier artificio, así que cabe la posibilidad de que sea precisamente ese empeño lo que ridiculiza. Y tal vez eso te ayude a entender por qué se siente movido a presentarse a sí mismo como la víctima al referirse a su relación contigo, más que con cualquier otro.
Los abogados de Mary me acribillaron largamente a preguntas a propósito de las «señales de alarma» que, al parecer, hubiera debido captar con suficiente antelación para evitar la calamidad, pero creo que a la mayoría de las madres les hubiera resultado difícil detectar señales tangibles. Interrogué a Kevin a propósito de la utilidad de los cinco juegos de cadena y candado antirrobo «Kryptonite» cuando nos los entregó un repartidor de FedEx, ya que Kevin tenía un antirrobo para su bicicleta, que, por cierto, rara vez usaba. Pero su explicación me pareció creíble: había hecho un estupendo negocio por Internet, y tenía el propósito de vender en el instituto aquellos antirrobos, que en las tiendas costaban cien dólares cada uno, obteniendo un buen beneficio. Si bien es verdad que antes nunca había dado muestras de semejante espíritu empresarial, la mentira sólo resulta evidente ahora, cuando sabemos para qué sirvieron aquellos candados. No sé cómo consiguió hacerse con el papel de cartas del instituto, y no creo que lo averigüe. Y, aunque es cierto que hizo acopio de flechas para su arco durante varios meses, jamás compró más de media docena cada vez. Por otra parte, era habitual que las comprara, y la provisión que fue acumulando, que guardaba en el cobertizo de las herramientas, no atrajo mi atención.
La única cosa que me sorprendió durante el resto de diciembre y los primeros meses de 1999 fue que el rutinario Fabuloso, papá se amplió con un Fabuloso, mami. No sé cómo podías soportarlo. ¡Fabuloso! ¿Cenaremos esta noche alguno de esos exquisitos platos armenios? ¡Fabuloso! ¡Seguro que así aprenderé algo más acerca de mi herencia étnica! ¡Hay montones de chicos en la escuela que se hinchan de pan blanco, y están supercelosos de que yo pertenezca a una minoría perseguida verdaderamente en la vida real! Teniendo en cuenta que carecía de gustos culinarios y aborrecía la cocina armenia, aquellos aspavientos, evidentemente falsos, herían mis sentimientos. La actitud de Kevin hacia mí había estado hasta entonces tan falta de adornos como su habitación: severa, sin vida, a veces dura y abrasiva, pero (o eso me imaginaba, por lo menos) también exenta de simulación. Lo prefería así. Fue una sorpresa para mí descubrir que mi hijo todavía podía llegar más lejos.
Interpreté esa transformación como consecuencia de haber escuchado nuestra conversación en la cocina aquel día; y a la cual, por cierto, ni tú ni yo habíamos vuelto a aludir, ni siquiera en privado. Nuestro futuro divorcio era como un enorme y maloliente elefante que viviera en nuestra sala y bramara ocasionalmente o dejara tras de sí enormes montones de excrementos para que nosotros los pisáramos.
Y, sin embargo, por asombroso que parezca, nuestro matrimonio conoció una segunda luna de miel, ¿te acuerdas? Vivimos aquellas Navidades con un calor fuera de lo normal. Conseguiste para mí un ejemplar firmado de la obra Black Dog of Fate, de Peter Balakian, así como el Passage to Ararat, de Michael J. Arlen, dos clásicos armenios. A mi vez, te regalé un ejemplar de Alistair Cooke’s America, y una biografía de Ronald Reagan. Si nos pinchábamos por broma el uno al otro, la burla no estaba exenta de ternura. Le permitimos a Kevin llevar algunas prendas deportivas que le quedaban grotescamente pequeñas, en tanto que Celia, sintomáticamente, se quedaba ensimismada jugando más con el envoltorio de plástico de burbujas en el que le había llegado envuelta su muñeca antigua con ojos de cristal, que con la propia muñeca. Y, por otra parte, nos amábamos con mayor frecuencia de lo que lo habíamos hecho durante años, bajo la cobertura implícita de ser un homenaje a los buenos tiempos.
No estaba segura de si estarías reconsiderando el proyecto de divorciarnos al llegar el verano o si obrabas, simplemente, impulsado por el pesar y la culpa para sacar el máximo provecho de lo que había terminado de un modo irrevocable. En cualquier caso, hay algo relajante en el hecho de haber tocado fondo: si estábamos a punto de divorciarnos, no era posible que ocurriera nada peor.
O eso pensábamos, al menos.
Eva