Querido Franklin,
Bueno, otra noche de viernes en la que me preparo para ir mañana a Chatham. Las bombillas halógenas parpadean de nuevo, como si quisieran que titubeara mi estoica resolución de estar al pie del cañón y dedicar lo que me quede de vida a cumplir con un deber que no encuentro palabras para describir. Llevo sentada más de una hora preguntándome qué es lo que me impulsa a continuar y, más en concreto, qué es lo que necesito de ti. Supongo que ni decir tiene que desearía que volvieras; el volumen de esta correspondencia —aunque le faltan las respuestas, ¿verdad?— lo indica a las claras. Pero ¿qué más? ¿Necesito que me perdones? Y, si es así, ¿por qué, exactamente?
Después de todo, me incomoda la oleada de perdón no pedido que ha barrido los restos embarrancados de nuestra familia como consecuencia de aquel jueves. Además de cartas en que le prometen machacarle los sesos o en que se le ofrecen para ser la madre de sus hijos, Kevin recibe docenas más de personas que se muestran dispuestas a compartir su dolor, se disculpan porque la sociedad no hubiera sabido ver la necesidad espiritual que lo aquejaba y le aseguran el velo moral del olvido para todo aquello de lo que aún no se haya arrepentido. Esas cartas lo divierten, y, en nuestros encuentros en la sala de visitas, me lee en voz alta pasajes escogidos de ellas.
Sin duda, se subvierte el ejercicio del perdón cuando se aplica al que no se arrepiente, y hablo por mí, también. Recibí, asimismo, un torrente de correspondencia (mis direcciones postal y electrónica fueron publicadas, sin mi consentimiento, en las páginas web de varios movimientos integristas cristianos; por lo visto, en todo momento hay miles de estadounidenses que rezan por mi salvación), en gran parte de la cual se invocaba a un Dios en el que estaba menos dispuesta que nunca a creer, en tanto que, de paso, se me absolvía de mis fallos como madre. Sólo puedo pensar que esas personas bienintencionadas se sentían conmovidas por la prueba que me había tocado vivir. Pero me contrariaba que casi todos esos mensajes de absolución provinieran de desconocidos, lo que hacía que su perdón pareciera excesivamente fácil, y que se adivinara en ellos ese afán de clemencia conspicua que es como la versión religiosa del presumir de un automóvil despampanante. En contraposición, la terca negativa de mi hermano Giles a perdonarnos por la indeseada atención que había atraído nuestro descarriado hijo sobre su familia es una dura reacción que atesoro, aunque no sea más que por su sinceridad. Por eso me rondaba por la cabeza la idea de no abrir todos aquellos mensajes, sino escribir, simplemente, en los sobres DEVOLVER AL REMITENTE, como si se tratara de artículos de ferretería cuyo envío no hubiera solicitado. Durante los primeros meses, todavía angustiada por el dolor, prefería compartir el aire libre con los parias que encerrarme en la cargada atmósfera de la caridad cristiana. Por otra parte, el tono vengativo de las cartas de quienes me manifestaban su odio era sincero y destilaba sangre, mientras que el tono bondadoso de las cartas de quienes me expresaban su condolencia era de colores pastel y parecía excesivamente elaborado, como la comida preparada para bebés; después de haber leído unas cuantas páginas de aquellas cartas que me expresaban su compasión, me sentía como si saliera de nadar en un tanque de melaza. Me entraban ganas de agarrar a aquellas personas, sacudirlas y gritarles: «¡Perdonarnos! ¿Os dais cuenta de lo que hizo?».
Pero, al mirar ahora hacia atrás, puede que lo que más irrite sea que esa necia absolución total, tan en boga últimamente, se imparta de una forma tan selectiva. Las personas con debilidades mentales corrientes —fanáticos, sexistas, fetichistas de prendas íntimas femeninas— no tienen ninguna opción de recibirla. A KK, el asesino, le envían sacos enteros de correspondencia compasiva, en tanto que una pobre profesora de arte dramático, que lo único que deseaba desesperadamente era caerle bien a todo el mundo, se ve puesta en la lista negra para el resto de su vida. Supongo que ya te habrás dado cuenta de que la compasión del pueblo estadounidense me importa un pito, y de que la única que me interesa realmente es la tuya. Te esforzaste por comprender a asesinos como Luke Woodham, el de Pearl, y los pequeños Mitchell y Andrew, los de Jonesboro. ¿Por qué no te guardaste un resto de simpatía para Vicki Pagorski?
El primer semestre de 1998, el segundo año de Kevin en el instituto, estuvo dominado por aquel escándalo. Habían circulado rumores durante semanas, pero no habían llegado hasta nosotros, así que la primera noticia que tuvimos fue la circular que la administración del instituto envió a los alumnos de la clase de arte dramático de la señorita Pagorski. Me había sorprendido mucho que Kevin eligiera esa disciplina como materia opcional. Por aquel entonces tendía a mantenerse en segundo plano, para no ser objeto de una atención que pudiera hacer saltar por los aires su disfraz de muchacho del montón. Pero, por otra parte, como su propia habitación sugería, podía pasar por cualquiera, lo que tal vez revelara un largo y duradero gusto por la actuación.
—Deberías echarle un vistazo a esto, Franklin —te dije cierta noche de noviembre mientras leías el Times y rezongabas que «Clinton era un mentiroso de mierda». Y te tendí la circular—. No sé qué pensar.
Mientras te ponías tus gafas de lectura, me dio un vuelco el corazón al darme cuenta de que el tono de tus cabellos había pasado decididamente del rubio al gris.
—Bueno, diría que esa mujer tiene debilidad por la carne tierna —dijiste.
—Sí, es lo que parece deducirse —asentí—. Pero, si alguien ha planteado alguna acusación contra ella, esta carta no hace nada por defenderla: «Si su hijo/a le ha informado de algo irregular o inapropiado […] Le rogamos que hable con su hijo/a […]». ¡Es como si quisieran buscar más porquería!
—Tienen que guardarse las espaldas. ¡Kev! Ven aquí un segundo.
Kevin entró en la zona del comedor; vestía una minúscula sudadera de color gris cuyos elásticos, pensados para ir ceñidos a los tobillos, se le ajustaban a un dedo por debajo de las rodillas.
—Esto es algo embarazoso, Kev —le dijiste—, y ya sé que no has hecho nada malo. Nada en absoluto. Pero esa profesora tuya de arte dramático, la señorita Pagorski. ¿Te cae bien?
Kevin apoyó la espalda en el arco que comunicaba el comedor con el estudio.
—Sí, ya entiendo. Es un poco…
—Un poco… ¿qué?
Kevin miró ostensiblemente en todas direcciones.
—Un poco rarilla.
—¿En qué sentido? —le pregunté.
Bajó la vista y contempló los cordones sueltos de sus zapatillas deportivas; luego la alzó para mirarnos a través de las pestañas:
—Le gusta llevar ropas divertidas y cosas así. No parece una profesora. Téjanos muy apretados…, y a veces su blusa… —Dobló el cuerpo para rascarse un tobillo con el pie—. Como los botones de arriba… no los lleva… Bueno…, se excita mucho cuando está dirigiendo una escena, y entonces… Es algo embarazoso.
—¿No lleva sostén? —le preguntaste sin ambages.
Kevin desvió el rostro y reprimió una sonrisa.
—No siempre.
—Es decir, viste de manera informal y, a veces, un tanto provocativamente —resumí—. ¿Alguna cosa más?
—Bueno, no es que tenga importancia, pero a veces suelta muchas palabrotas, ¿sabéis? Por mí de coña, pero viniendo de una profesora y todo eso… Bueno, lo que os he dicho: es rarilla.
—¿Interjecciones como «¡Maldita sea!» y «¡Vete al diablo!»? —lo pinchaste—, ¿o algo peor aún?
Kevin levantó los hombros en gesto de impotencia:
—Sí, como…, perdona, mami…
—¡Venga, Kevin! —me impacienté; su turbación me parecía pasada de rosca—. ¡Ya soy mayorcita!
—Como «¡Joder!» —dijo, y me miró a los ojos—. Te suelta, por ejemplo: «Esa jodida interpretación ha sido realmente buena», o le dirá a algún chico: «Mírala como si realmente quisieras follarla, como si quisieras follarla hasta que chille como una cerda».
—Todo eso parece fuera de lugar, Eva —observaste al tiempo que fruncías el ceño.
—¿Qué aspecto tiene? —pregunté.
—Tiene grandes… bueno… —representó por señas unos grandes melones—, y una popa realmente inmensa —esta vez no pudo reprimir la sonrisa—, un gran culo, quiero decir. Y es vieja, además. Una especie de bruja, básicamente.
—¿Es buena profesora? —pregunté.
—Está empeñada en serlo, hasta cierto punto.
—¿Hasta qué punto? —le preguntaste.
—Bueno, siempre nos anima a que nos quedemos después de las clases y practiquemos con ella nuestras escenas. La mayoría de los profesores están deseando irse a casa, ¿sabéis? Pero no la Pagorski. Nunca tiene bastante.
—Algunos profesores se apasionan por su trabajo —dije secamente.
—Eso es exactamente lo que le ocurre —dijo Kevin—. Que es muy apasionada, de veras.
—Por lo que acabas de explicar, da la impresión de ser un poco bohemia —dijiste—, o un tanto ligera de cascos. Eso no tiene importancia. Pero hay cosas que tal vez sí la tengan. Y tendríamos que saberlas. Vamos a ver, Kevin… ¿Te ha tocado alguna vez? Como si flirteara, claro. O…, ¿por debajo de la cintura? ¿De una forma que te resultara desagradable?
Kevin se retorció de un modo extravagante y se rascó la parte descubierta de su vientre de un modo que sugería que su comezón era fingida.
—Depende de lo que entiendas por desagradable, supongo. Te noté alarmado.
—Mira, hijo, esto quedará entre nosotros. Pero la cosa es muy seria, ¿entiendes? Tenemos que saber si ha ocurrido algo… lo que sea.
—Verás —te respondió Kevin, vergonzoso—. No quisiera ofenderte, mami, pero, si no te importa, preferiría hablar con papá en privado.
Francamente, me importaba muchísimo. Si iban a pedirme que diera crédito a aquella historia, necesitaba oírla por mí misma. Pero no me quedaba otra elección que irme a consumirme de curiosidad a la cocina.
Un cuarto de hora después, entraste echando chispas en la cocina. Te serví un vaso de vino, pero ni siquiera pudiste sentarte.
—Te diré una cosa, Eva. Lo que ha hecho esa mujer pasa de castaño oscuro —murmuraste indignado, y me pusiste al corriente de la situación.
—¿Informarás a la dirección del instituto?
—¡Claro que sí! A esa mujer tienen que despedirla. Más aún: deberían detenerla. Kevin es menor.
—¿Quieres… quieres que vayamos juntos a hacerlo?
Había estado a punto de preguntarte: «¿Crees lo que te ha contado?». Pero ¿para qué?
Dejé que te ocuparas de presentar la queja. Por mi parte, tuve una de las habituales entrevistas padre-maestro con Dana Rocco, la profesora de inglés de Kevin.
Al cruzarse conmigo cuando salía de la clase de la señora Rocco a las cuatro de la tarde, Mary Woolford apenas me saludó con una inclinación de cabeza; su hija no era precisamente una lumbrera, y Mary me pareció un poco contrariada, aunque tal vez ése fuera su estado habitual. Entré, y, al punto, me di cuenta de que la señora Rocco tenía la expresión característica de quien acaba de pasar un mal rato y se ha llenado de aire los pulmones para hacer acopio de fuerzas. Pero se recuperó al instante, y su apretón de manos fue cálido.
—Llevaba tiempo esperando conocerla —me dijo con voz más firme que efusiva—. Su hijo es un enigma para mí, y confío en que pueda ayudarme a comprenderlo.
—La verdad es que siempre he esperado que sean sus profesores quienes me ayuden a descifrar el misterio —le dije con una sonrisa triste al tiempo que ocupaba la silla aún caliente que tenía delante de su escritorio.
—No creo que le hayan aclarado mucho las cosas.
—Kevin trae hechos sus deberes de casa. No hace novillos. Que se sepa, no lleva navaja cuando va al instituto. Eso es todo cuanto a sus profesores les ha interesado saber.
—Comprenda que la mayoría de esos profesores tienen casi cien alumnos…
—Lo siento. No lo decía en plan de crítica. Se espera de ustedes que hagan tantas cosas, que incluso me llama la atención que se haya aprendido su nombre.
—Bueno, me fijé en Kevin enseguida…
Parecía que iba a añadir algo más, pero se detuvo. Apoyó un lápiz con goma de borrar en su labio inferior. Era una mujer delgada, atractiva, de cuarenta y tantos años, rasgos decididos, que tendían a adoptar una expresión implacable, y finos labios.
Emanaba de ella, sin embargo, cierta reserva que daba la impresión de no ser natural, sino aprendida, tal vez a base del duro método de la prueba y el error.
No eran tiempos fáciles para ser profesor de instituto, si es que lo fueron alguna vez. Atrapados entre unas autoridades educativas que exigían niveles de calidad cada vez más elevados y unos padres que les pedían las mejores calificaciones para sus hijos, examinados con lupa para detectar en ellos cualquier falta de sensibilidad racial o una actitud sexual inadecuada, desgarrados entre las repetidas exigencias de la generalización de exámenes estandarizados y las reivindicaciones estudiantiles de primar la expresión creativa, a los profesores se les culpaba de cualquier cosa que funcionara mal con los muchachos y a la vez se recurría a ellos como si fueran los únicos capaces de salvarlos. Ese doble papel de chivo expiatorio y salvador era a todas luces mesiánico, con la única diferencia de que, probablemente, Jesús estaba mejor pagado.
—¿A qué juega? —me preguntó al cabo la señora Rocco, tras dejar caer el lápiz con goma sobre su escritorio.
—¿Cómo?
—¿Qué cree que se lleva entre manos su hijo? Trata de ocultarlo, pero es inteligente. Con un gran talento para la sátira social salvaje, además. ¿Ha escrito siempre trabajos irónicos del mismo tenor, o esas parodias inexpresivas son algo nuevo en él?
—Ha tenido un notorio sentido de lo absurdo desde que llevaba pañales.
—Esos ensayos suyos con palabras de sólo tres letras son auténticos tours de forcé. Dígame, ¿hay algo que no le parezca ridículo?
—El tiro con arco —fue lo único que se me ocurrió decirle—. No comprendo por qué no se ha cansado aún de él.
—¿Qué cree usted que le gusta de ese deporte?
Fruncí el entrecejo mientras lo pensaba.
—Creo que es algo que tiene que ver con la flecha…, con que ha de dar en el blanco…, con que tiene un objetivo o un sentido de la dirección. Quizá envidia esas cosas. Kevin sólo manifiesta ardor cuando practica el tiro con arco. En todo lo demás, da la impresión de ir a la deriva.
—Verá, señora Khatchadourian, no quisiera meterme donde no me llaman, pero ¿ha ocurrido algo en su familia que yo debiera saber? Esperaba que pudiera explicarme por qué su hijo parece tan enfadado.
—Es extraño. La mayoría de sus profesores han descrito a Kevin como un chico tranquilo, casi aletargado.
—Es una fachada —dijo la señora Rocco muy segura de sí.
—Yo lo encuentro un poco rebelde…
—Y se rebela haciendo todo lo que se supone que tiene que hacer. Muy astuto. Pero noto en sus ojos que está furioso. ¿Por qué?
—Bueno, no lo hizo demasiado feliz el nacimiento de su hermana… Pero de eso hace ya siete años, y tampoco es que fuera muy feliz antes de que ella naciera. —Empezaba a irritarme un poco tener que darle tantas explicaciones—. Nuestra posición es desahogada… Tenemos una gran casa, ¿sabe? —añadí con cierto embarazo—. Hemos procurado no malcriarlo, pero la verdad es que no le falta nada. Su padre lo idolatra…, tal vez demasiado. El pasado invierno su hermana sufrió un… accidente, en el que Kevin… se vio implicado, pero no creo que eso lo preocupara demasiado. No se preocupó como hubiera debido, en realidad. Por lo demás, no sabría decirle ningún trauma ni ninguna privación que haya sufrido. Nuestra vida, en conjunto, discurre sin problemas.
—Tal vez sea eso lo que lo enfurece.
—¿Por qué habría de irritarlo el hecho de tener de todo?
—Quizá porque crea que ya tiene todo lo que puede aspirar a tener. Una gran casa… Una buena escuela… Diría que, en cierto sentido, la vida es muy difícil para los chicos ahora. La misma prosperidad del país se ha convertido para ellos en una carga; en un callejón sin salida. Todo funciona, ¿no? Por lo menos, si eres de raza blanca y de clase media. Por eso hay muchos jóvenes a los que con frecuencia debe de parecerles que no son necesarios. Es, por así decirlo, como si ya no hubiera nada más que hacer.
—Salvo echarlo todo a rodar.
—Sí. Y la historia muestra que han existido ciclos así. No es sólo cosa de niños.
—He intentado hablarles a mis hijos de lo dura que es la vida en países como Bangladesh o Sierra Leona, ¿sabe? Pero ellos no tienen esas dificultades, y tampoco me queda la solución de obligarlos a dormir cada noche en una cama de clavos para que valoren el milagro de la comodidad.
—Ha dicho que su marido «idolatra» a Kevin. Y usted, ¿cómo se lleva con él?
—Es un adolescente —resumí al tiempo que me cruzaba de brazos.
La señora Rocco, prudentemente, cambió de tema.
—Su hijo es cualquier cosa menos un caso desesperado. Eso es, sobre todo, lo que deseaba decirle. Tiene un talento tan agudo como un estilete. Algunos de sus trabajos… ¿Ha leído el que escribió acerca del todoterreno? Es digno de Swift. Y he notado que me hace preguntas capciosas sólo para hacerme caer en la trampa, para humillarme delante de la clase. Porque ya sabe la respuesta. Así que le sigo el juego. Le hago leer un texto y él, por ejemplo, me pregunta qué significa «logomaquia». Confieso de buen grado que no lo sé, y, ¡bingo!, Kevin ya ha aprendido una nueva palabra, porque tuvo que buscarla en el diccionario para poder preguntármela. Es un juego en el que participamos los dos. Desdeña aprender a través de los canales establecidos. Pero, si le entras por la puerta de atrás, ese chico suyo tiene mucho talento.
Me sentí celosa.
—En general, cuando llamo a su puerta, la encuentro cerrada con llave.
—Sobre todo, no se desespere. Supongo que con usted, tal como hace en el instituto, se muestra inaccesible y sarcástico. Ya lo ha dicho usted: es un adolescente. Pero, por otra parte, absorbe información a un ritmo increíble, aunque sólo sea porque está decidido a que nadie le pase la mano por la cara.
Miré mi reloj de pulsera; habíamos pasado con creces de la hora concedida.
Mientras cogía mi bolso, le pregunté, como aquel que no quiere la cosa:
—Estos tiroteos en centros escolares… ¿No le preocupa que pueda ocurrir algo semejante aquí?
—¡Por supuesto que podría ocurrir! En un grupo suficientemente grande de personas de cualquier edad, siempre hay alguien que ha perdido un tornillo. Pero, con franqueza, el que yo denuncie a la dirección que tal o cual poema es violento sólo sirve para enfurecer a mis alumnos. Y debería enfurecerlos todavía más. Hacer que se subieran por las paredes. Hay tantos chicos que aceptan toda esa censura, todos esos registros de taquillas…
—Obviamente ilegales —apunté.
—Registros obviamente ilegales —asintió—. Bueno, son demasiados los que los aceptan como corderos. Les han dicho que son para «su protección», y la mayoría se lo tragan. Pero, cuando yo tenía su edad, habríamos organizado sentadas y desfilado con pancartas… —Se interrumpió de nuevo—. Pienso que es bueno para ellos expresar su hostilidad sobre el papel. Eso no hace daño y es una excelente válvula de escape. Pero somos una minoría los que pensamos así. Por suerte, esos horribles incidentes son muy raros aún. No perdería horas de sueño pensando en ellos.
—Ah… —dije al ponerme en pie—. ¿Cree que tienen algún fundamento esos rumores acerca de Vicki Pagorski?
Los ojos de la señora Rocco se ensombrecieron.
—No creo que se haya demostrado nada.
—Hablando en confianza, ¿le parecen creíbles? Suponiendo que la conozca bien, claro.
—Vicki es amiga mía, así que no podría ser imparcial. —Se llevó de nuevo el lápiz con goma al labio inferior—. Todo esto ha sido muy duro para ella.
No parecía dispuesta a decir nada más.
La señora Rocco me acompañó hasta la puerta.
—Quiero que le dé a Kevin un mensaje de mi parte —dijo sonriendo—. Dígale que estoy pendiente de él.
Yo también lo estaba, pero nunca lo habría dicho con un tono de voz tan animoso.
Deseoso de evitar cualquier acción legal, el Consejo Escolar de Nyack celebró a puerta cerrada un juicio disciplinario en el Instituto de Gladstone, al que sólo fueron invitados los padres de cuatro alumnos de Vicki Pagorski. A fin de que pareciera una reunión informal, lo celebraron en una de las aulas. Ello no impidió que el ambiente estuviera notablemente cargado, a causa de la sensación de que se trataba de algo excepcional, y que las otras tres madres se presentaran vestidas de tiros largos. (Por cierto, me di cuenta de que había hecho suposiciones terriblemente clasistas acerca de los padres de Lenny Pugh, a los que no conocíamos, pues entre los asistentes no había ningún individuo grueso y vulgar vestido con una chillona cazadora de poliéster y recién llegado de un aparcamiento para caravanas. Al cabo, identifiqué como su padre a un hombre con aspecto de banquero, vestido con un elegante terno de color gris marengo con finas rayas, al que acompañaba una llamativa pelirroja de rostro inteligente, vestida con sencillez, pero con ropas evidentemente de modisto, puesto que no se veía en ellas ni un botón. Es decir, que cada uno carga con su propia cruz). Los miembros del consejo escolar y el orondo director del instituto, Donald Bevons, habían ocupado unas sillas plegables dispuestas a lo largo de la pared delantera del aula, y su actitud rezumaba rectitud y honestidad, en tanto que los padres nos habíamos tenido que introducir a la fuerza en los pupitres de los alumnos, lo que nos daba cierto aire infantil. Habían dispuesto otras cuatro sillas plegables a un lado del escritorio del profesor, donde se sentaban, además de Kevin y Lenny Pugh, otros dos chicos de aspecto nervioso, que no paraban de inclinarse hacia nuestro hijo y susurrarle cosas al oído. Al otro lado del escritorio se sentaba una mujer, que supuse que sería Vicki Pagorski.
Y digo «supuse» porque debo hacer constar algo a propósito de la capacidad descriptiva de los adolescentes. A aquella mujer difícilmente se la podría describir como una vieja bruja: dudo de que hubiera cumplido aún los treinta. Jamás habría dicho que tenía los pechos como melones o que su culo fuera inmenso, porque tenía la figura agradable y firme de una mujer que desayuna todas las mañanas sus cereales. ¿Era atractiva? Es difícil decirlo. Su nariz respingona y sus pecas le daban ese aire inocente de niña perdida que gusta a algunos hombres. Se había puesto para la ocasión un traje sastre marrón oscuro; sin duda, siguiendo el consejo de su amiga Dana Rocco de prescindir de los téjanos ajustados y la camisa de acentuado escote. Pero, por desgracia, no había hecho nada con respecto a su pelo, que era espeso y rebelde, y cuyos crespos rizos brotaban de su cabeza en todas direcciones, lo que sugería una mente frívola y caprichosa. Las gafas que llevaba eran también poco adecuadas: la montura, excesivamente grande, con cristales redondos, acentuaba unos ojos saltones que le daban una expresión de desconcierto. Con las manos enlazadas sobre el regazo y las rodillas apretadas bajo la falda recta de lana, me recordaba a aquella chica que convinimos en llamar Alice en el baile del octavo curso, después que Kevin le hubiera susurrado al oído algo que aún prefiero ignorar.
Cuando el presidente del consejo escolar, Alan Strickland, reclamó silencio al pequeño grupo allí reunido, en el aula reinaba ya un silencio desagradable. Strickland anunció que esperaban aclarar aquellas acusaciones de una manera u otra, sin necesidad de llevar el asunto a los tribunales. Ponderó la seriedad con la que se tomaba el consejo aquel tipo de cosas, y soltó unos cuantos tópicos a propósito de la confianza que hay que tener en el personal docente. Luego subrayó que no quería que nada de cuanto se dijera aquella noche en el aula saliera de allí hasta que el consejo decidiera qué acción se debería tomar, si se decidía adoptar alguna; una taquígrafa tomaría notas de cuanto se dijera, pero sólo para uso interno. Explicó que la señorita Pagorski había declinado contar con la ayuda de un abogado, lo cual desmentía toda su retórica acerca de que aquélla era una simple charla informal. Y después le pidió a Kevin que tomara asiento en una silla dispuesta frente al escritorio del profesor y explicara con sus propias palabras lo que había ocurrido aquella tarde de octubre en la clase de la señorita Pagorski.
Kevin también había comprendido la importancia del atuendo, y, por una vez, llevaba pantalones normales y camisa con las puntas del cuello perfectamente abotonadas, todo de su talla.
Una vez se le hubo invitado a hablar, adoptó el aire nervioso y la sonrisa avergonzada que había estado ensayando en el estudio de casa.
—Se refiere a aquella vez que la señorita Pagorski me pidió que me quedara después de la clase, ¿verdad?
—¡Jamás le he pedido que se quedara después de la clase! —exclamó Pagorski. Le temblaba la voz, pero se expresó con sorprendente energía.
—Ya tendrá usted su oportunidad, señorita Pagorski —dijo Strickland—. Pero ahora vamos a oír la versión de las cosas según Kevin, ¿le importa?
Era evidente que deseaba que aquel juicio se desarrollara tranquila y civilizadamente. Y yo pensé: «¡Que tengas suerte!».
—No sé… —dijo Kevin, que agachó la cabeza como si tratara de escabullirse—. Fue algo muy íntimo, ¿comprende? No pensaba decirle nada a nadie, pero papá empezó a hacerme preguntas, y se lo conté.
—¿Qué le contaste? —le preguntó amablemente Strickland.
—Ya sabe…, lo que le dije antes al señor Bevons —dijo Kevin, que ocultó las manos entre los muslos y bajó los ojos.
—Mira, Kevin, me hago cargo de que es difícil para ti, pero necesitamos todos los detalles. Está en juego la carrera de tu profesora.
Kevin te miró.
—¿Tengo que hacerlo, papá?
—Claro que sí, Kev —le respondiste.
—Bueno, la señorita Pagorski siempre ha sido amable conmigo, señor Strickland, muy amable, de veras. Siempre me preguntaba si necesitaba ayuda para elegir una escena o si quería que leyera la otra parte del diálogo para aprenderme de memoria la mía… Yo no creía que lo hacía bien, pero ella me decía que era un gran actor y que le encantaban la «capacidad dramática» de mi rostro y mi porte, y que gracias a ellos tal vez podría dedicarme al cine. Yo no entiendo de esas cosas. Pero, en cualquier caso, no deseo crearle problemas.
—Deja eso a nuestro cargo, Kevin, y limítate a decirnos lo que sucedió.
—Verá, me había preguntado varias veces si podía quedarme después de la clase para que me enseñara a representar mi papel, pero siempre le había dicho que me era imposible. En realidad, sí podía la mayor parte de las veces. Quiero decir que no tenía nada especial que hacer, pero no quería, porque me sentía violento. No sé bien por qué, pero me sentía un tanto incómodo cuando hacía que me tumbara sobre su escritorio después de la clase y, por ejemplo, empezaba a quitarme de la camisa bolitas de pelusa que yo no había visto. O cuando me soltaba el extremo del cinturón y volvía a pasarlo por la hebilla.
—¿Tú has visto alguna vez que Kevin llevara cinturón? —te susurré. Pero me pediste que guardara silencio.
—Pero en esa ocasión se mostró insistente de veras, como si estuviera obligado a hacerlo por ser parte del trabajo de clase, o algo así. Yo no quería ir, ya se lo he dicho, aunque no sé exactamente por qué. No quería, pero me pareció que esa vez no tenía elección.
Las palabras de Kevin iban dirigidas al suelo, pero, de vez en cuando, lanzaba rápidas miradas en dirección a Strickland, quien asentía con la cabeza como animándolo a seguir.
—Así que esperé hasta las cuatro de la tarde, porque ella dijo que tenía otras cosas que hacer a la salida, y para entonces apenas quedaba ya nadie más en el instituto. Fui a su aula y me pareció bastante extraño que se hubiera cambiado de ropa después de nuestra hora de clase. Sólo la blusa, quiero decir, que ahora era una de esas camisetas ajustadas con el escote muy bajo y muy ceñidas al cuerpo, de modo que podía ver sus… Bueno, ya sabe.
—¿Sus qué?
—Sus… pezones —dijo Kevin—, así que le pregunté: «¿Quiere que recite mi monólogo?», y ella se levantó y cerró la puerta. Con llave. «Necesitamos un poco de intimidad, ¿no te parece?», dijo. Le respondí que prefería no sentirme encerrado. Después me pidió que comenzara por el principio, y me dijo: «Para empezar, tenemos que trabajar tu postura». Me explicó que tenía que aprender a hablar desde el diafragma, desde aquí, y colocó su mano sobre mi pecho y la dejó en él. Después me dijo que tenía que mantener el cuerpo bien recto, y puso su otra mano en la parte inferior de mi espalda, apretándola y como acariciándola. Por supuesto que yo ya estaba bien recto: recuerdo incluso que contenía la respiración, porque me sentía nervioso. Finalmente, empecé mi monólogo, tomado de Equus, aunque, en realidad, yo hubiera querido representar a Shakespeare, ¿sabe? Aquello de «ser o no ser», que me parecía muy bueno.
—Ya te llegará la oportunidad de hacerlo, chico. ¿Qué pasó?
—Creo que ella me cortó al cabo de dos o tres líneas. Me dijo: «Tienes que recordar que esta comedia aborda el tema del sexo. Cuando el protagonista ciega a esos caballos, es un acto erótico». Y después empezó a preguntarme si había visto alguna vez caballos de cerca, caballos grandes, no castrados, sino sementales, y si me había fijado alguna vez en lo grande que tienen su… Perdón, ¿tengo que repetir sus palabras exactas o debería resumir sólo…, ya sabe…, su sentido?
—Sería preferible que emplearas sus propias palabras, si puedes recordarlas.
—De acuerdo, como quieran —dijo Kevin, y respiró hondo—. Quería saber si había visto alguna vez la verga de un caballo, si me había fijado en lo grande que era. Durante todo ese rato me sentía un poco… extraño. Intranquilo, diría. Y ella me puso la mano en la…, en la bragueta. En la bragueta de mis pantalones Y yo estaba muy alterado, excitado, porque, con toda aquella charla, tuve…
—¿Quieres decir que tuviste una erección? —preguntó Strickland, severo.
—Por favor…, ¿tengo que seguir? —suplicó Kevin.
—Si puedes, sería mejor que concluyeras tu relato.
Kevin miró al techo, cruzó apretadamente las piernas, y se puso a golpear la punta de su zapatilla deportiva derecha, con ritmo irregular y agitado, contra la punta de la izquierda.
—Entonces le dije: «Verá, señorita Pagorski, tal vez deberíamos trabajar esta escena en otro momento, porque ahora tengo que irme». No estaba seguro de si debía decirle algo acerca de su mano, así que le repetí sólo que tal vez deberíamos parar, que yo quería parar, que debía irme ya. Porque aquello no me parecía bien y, ¿sabe?, la señorita Pagorski me cae bien, pero aquello no me gustaba. Podría ser mi madre, o algo así.
—Aclaremos bien este punto —dijo Strickland—. Legalmente, sólo tiene importancia por el hecho de que seas menor. Pero, dejando aparte que tienes quince años nada más, diría que se trató de proposiciones no deseadas, ¿verdad?
—Sí, claro. Es fea.
Vicki Pagorski acusó el golpe. Fue como la imperceptible sacudida que se produce en el cuerpecillo de un animalillo cuando disparas contra él un proyectil de grueso calibre y lo matas.
—¿Paró entonces? —preguntó Strickland.
—No, señor. Empezó a frotarme arriba y abajo por encima de mis pantalones. Decía «¡Joder!» sin parar… Y luego me dijo que… debo pedirle que me excuse, señor Strickland, pero usted me lo ha preguntado… Me dijo que cada vez que veía la verga de un caballo, sentía deseos de chupársela. Y fue entonces cuando yo…
—Eyaculaste.
Kevin dejó caer la cabeza y clavó los ojos en sus rodillas.
—Sí, fue muy desagradable. Me escapé corriendo. Después de eso me salté su clase un par de veces, pero luego volví y traté de comportarme como si no hubiera ocurrido nada, porque no quería que se resintiera el promedio de mis notas.
—¿Cómo? —murmuré—. ¿Consiguiendo otra B?
Me fulminaste con la mirada.
—Comprendo que esto no ha sido fácil para ti, Kevin, y queremos agradecerte que hayas sido tan sincero. Puedes ir a ocupar una silla ahora.
—¿Podría sentarme con mis padres? —suplicó.
—¿Por qué no te sientas con los otros chicos, de momento? Quizá necesitemos hacerte unas cuantas preguntas más. Estoy seguro de que tus padres están muy orgullosos de ti.
Kevin regresó a su puesto inicial; en su rostro había ahora un leve tono rosado de vergüenza; un toque maestro, realmente. Entretanto, en la clase reinaba un silencio absoluto, mientras los padres nos mirábamos los unos a los otros meneando la cabeza. Había sido una fantástica representación. No puedo negar que me impresionó.
Pero luego miré a Vicki Pagorski. Al principio de la declaración de Kevin había emitido aquella queja reprimida y después lo había escuchado boquiabierta. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, había ido perdiendo el sentido de la representación —ella, que era profesora de arte dramático—, y se había ido hundiendo en su silla plegable como si no tuviera huesos, hasta el punto de que temí que se cayera al suelo y los rizos de sus cabellos se desvanecieran en el aire como si su cabeza estuviera disolviéndose en él.
Strickland se volvió hacia la silla de la profesora de arte dramático procurando guardar las distancias:
—Díganos, señorita Pagorski. ¿Sigue manteniendo que ese encuentro no tuvo lugar?
—Así es… —Tuvo que carraspear para aclararse la voz—. Así es, en efecto.
—¿Se le ocurre por qué Kevin contaría semejante historia, si no fuera cierta?
—No, no consigo entenderlo. La clase de Kevin es un grupo dotado de un talento fuera de lo común. Pensaba que nos lo pasábamos bien. Le he prestado mucha atención individual…
—Es en esa atención individual donde parece radicar el problema.
—¡Siempre presto a mis alumnos mucha atención individual!
—¡Oh, señorita Pagorski! Esperemos que no sea así —dijo Strickland con fingido pesar, lo que provocó las risitas del reducido auditorio—. ¿Se reafirma entonces en que no invitó a Kevin a que se quedara después de las clases?
—No por separado. Dije a todos los del curso que, si querían emplear mi aula para ensayar sus escenas después de las clases, me ocuparía de que la tuvieran a su disposición.
—Entonces, si invitó a Kevin a que se quedara después de las clases. —Mientras Pagorski farfullaba su indignación, Strickland prosiguió—: ¿Ha expresado usted su admiración por la figura de Kevin?
—Puede que en alguna ocasión haya hecho algún comentario acerca de sus marcados rasgos, sí. Procuro infundir seguridad en sí mismos a mis alumnos.
—¿Y qué me dice de eso de «hablar desde el diafragma»? ¿Le dijo que lo hiciera?
—Sí, claro.
—¿Y apoyó la mano sobre su pecho para indicarle dónde está el diafragma?
—Tal vez, pero jamás lo toqué como…
—¿Y le tocó la parte inferior de la espalda, cuando trataba de «mejorar» su postura?
—Es posible. Tiene cierta tendencia a inclinarse, y eso estropea su…
—¿Qué me dice de la elección de ese pasaje de Equus? ¿Lo escogió Kevin?
—Se lo recomendé yo.
—¿Por qué no algo de Thornton Wilder, como Nuestra ciudad, o de Neil Simón? Algo menos subido de tono.
—Procuro buscar obras que puedan interesar a los estudiantes, sobre temas que sean importantes para ellos…
—Temas como el sexo.
—Sí, claro, entre otros.
Se estaba poniendo nerviosa.
—¿Calificaría de «erótico» el contenido de esa obra?
—Tal vez, probablemente sí. Pensé que ese drama, que aborda el tema de la sexualidad adolescente y sus confusiones, atraería naturalmente…
—¿Le interesa la sexualidad adolescente, señorita Pogorski?
—¡Sí, como a todo el mundo! —exclamó. Alguien debería haberle dado una pala a aquella pobre mujer, tan decidida a cavar su propia tumba—. Pero Equus no es erótica en un sentido explícito: todo es simbolismo…
—Un simbolismo que se moría de ganas de explicar. ¿Habló usted con Kevin a propósito de los caballos?
—Por supuesto. La obra…
—¿Le habló de los sementales, señorita Pagorski?
—Bueno, comentamos qué hacía de ellos un símbolo tan corriente de la virilidad…
—¿Y qué es, en su opinión, lo que los hace «viriles»?
—Bueno, son bellos, musculosos, fuertes, elegantes…
—Exactamente igual que los adolescentes… —observó Strickland en tono sardónico—, ¿ha atraído usted su atención sobre el pene de un semental? ¿Sobre su tamaño?
—Tal vez. Es un hecho evidente. Pero jamás he dicho…
—Por lo visto, para algunas personas es muy evidente, en efecto.
—¡No me entiende! Esos chicos se aburren con facilidad. Tengo que esforzarme para despertar su atención.
Strickland hizo una pausa para que aquellas palabras calaran en las mentes del auditorio.
—Sí, muy cierto —remarcó—. Y diría que lo consiguió.
Mortalmente pálida, Vicki Pagorski se volvió hacia nuestro hijo.
—Pero ¿qué te he hecho? —le preguntó.
—Eso es justamente lo que deseamos averiguar —intervino Strickland—. Pero aún tenemos más testimonios que escuchar, y tendrá usted la oportunidad de aclararlos. ¿Leonard Pugh?
Lenny le susurró algo a Kevin antes de ir a ocupar la silla del centro. Yo esperaba que, de un momento a otro, alguno de los chicos empezara a retorcerse en agónicas convulsiones a causa de los malos espíritus que la bruja Pagorski tenía por fuerza que estar enviando contra ellos para atormentarlos.
—Dinos, Leonard, ¿tú también te encontraste con tu profesora de arte dramático después de las clases?
—Sí. Por lo visto, tenía muchísimo interés en que mantuviéramos una charla —respondió sin abandonar su desagradable sonrisa.
Tenía de nuevo infectado el piercing que llevaba en la nariz, cuya aleta izquierda estaba roja e hinchada. Recientemente le había dado por un corte de pelo neonazi, con la letra ka afeitada en un lado. Cuando le pregunté qué significaba aquella ka, me explicó que quería decir «cualquier cosa», por lo que me vi obligada a explicarle que «cualquier» comenzaba por ce.
—¿Podrías decirnos qué ocurrió?
—Fue como lo ha contado Kevin. Pensé que íbamos a ensayar, y esa mierda. Pero, en cuanto entré en el aula, ella va y cierra la puerta. Llevaba puesta una falda supercorta, ¿sabe?, una que le deja el culo casi al aire —soltó Lenny haciendo una mueca.
—Y, entonces, ¿qué? ¿Ensayasteis tu texto para la clase? —preguntó Strickland, aunque era evidente que no hacía falta pinchar a Lenny para que diera toda clase de detalles.
—¡Y vaya ensayo, joder! —respondió Lenny—. Me dijo: «¿No has notado que, cuando me siento en mi mesa y te veo sentado en la última fila, me fijo siempre en ti? Algunas tardes me pongo tan cachonda, que tengo que hacerme una paja en plena clase».
Strickland parecía cada vez más nervioso.
—¿Hizo la señorita Pagorski algo que te pareciera incorrecto? —preguntó.
—Bueno, pues va y se sienta en el borde de su mesa. Así, con las piernas abiertas de par en par, y yo que me acerco al escritorio y me doy cuenta de que no lleva bragas. Está así, enseñando el chocho. Lo tiene rojo y peludo, y está, ¿sabe?, goteando…
—Ve directo a los hechos, Leonard.
Strickland se frotaba el ceño. Mientras tanto, el hombre del terno gris marengo a rayas se retorcía la corbata, y la pelirroja ocultaba el rostro entre las manos.
—Y va y me dice: «¿Quieres follar? Porque estoy viendo ese bulto tuyo en tus pantalones y no puedo dejar de acariciarme el coño…».
—¡Modera tu lenguaje, por favor! —dijo Strickland a la vez que hacía desesperadamente señas a la taquígrafa.
—«… Así que, si no me la metes, me meteré este borrador en el coño hasta que me corra».
—Ya es suficiente, Leonard…
—Las chicas de aquí son muy reprimidas, así que no iba a ser tan memo como para despreciar un coño que se me ofrecía gratis. O sea que me la tiré allí mismo, en el escritorio, y tendría que haber oído como me suplicaba que le dejara chupármela…
—¡Vuelve inmediatamente a tu silla, Leonard!
Bueno, todo aquello había sido muy embarazoso. Lenny volvió a su silla arrastrando los pies, y Strickland anunció que el consejo ya había oído lo suficiente por aquella noche, y nos agradeció a todos nuestra asistencia. Después repitió su advertencia de que no contribuyéramos a propagar rumores hasta que se hubiera tomado una decisión. Ya se nos notificaría cualquier acción que se adoptara con respecto al caso.
Una vez que los tres hubimos subido en silencio a tu 4x4, lo rompiste por fin para decirle a Kevin:
—Ese amigo tuyo te ha hecho quedar por mentiroso, ¿sabes?
—¡Es un imbécil! —gruñó Kevin—. No debería haberle dicho nunca lo que ocurrió con la Pagorski. Repite todo como un mono de imitación. Pero supongo que necesitaba contárselo a alguien.
—¿Por qué no me lo contaste a mí? —le preguntaste.
—¡Me daba vergüenza! —respondió mientras se retrepaba en el asiento trasero—. Todo aquello fue muy embarazoso. No debería habérselo contado a nadie. Y tú no deberías haberme obligado a decírtelo.
—Ni se te ocurra pensar eso —dijiste al tiempo que volvías la cabeza para mirarlo—. Verás, Kevin, si alguna vez tienes un profesor cuyo comportamiento va más allá de los límites establecidos, quiero saberlo, y quiero que en el instituto lo sepan. No tienes nada de que avergonzarte. Salvo, quizá, de la elección de tus amigos. Lenny es un fabulador. Sería bueno que te distanciaras de él, muchacho.
—Sí… —respondió Kevin—. Yéndome a China, por ejemplo.
Creo que no pronuncié una sola palabra durante el viaje de regreso a casa. Cuando llegamos, dejé incluso que fueras tú quien le diera las gracias a Robert por haber conseguido acostar a Celia sin sus habituales tres cuartos de hora de arrumacos con su madre. No tenía la menor intención de despegar los labios, por la misma razón que a nadie se le ocurriría hacer un agujero, por pequeño que fuera, en un globo hinchado.
—¿Unas galletitas, Kev? —le ofreciste una vez se hubo marchado Robert—. Son de las saladas, muchacho.
—No. Me voy a mi habitación. Saldré cuando pueda mostrar mi cara de nuevo. Dentro de unos cincuenta años, más o menos.
Se marchó de allí. A diferencia de la teatral melancolía de las semanas posteriores, en aquella ocasión tenía un aspecto realmente apesadumbrado. Parecía sufrir la prolongada sensación de injusticia que mostraría un tenista que hubiera disputado valientemente un partido de dobles, pero cuyo compañero hubiese fallado hasta el punto de hacer que acabaran perdiendo.
Te ocupaste entonces en meter en el lavavajillas los platos sueltos. Cada pieza de la cubertería parecía requerir una gran cantidad de ruido.
—¿Te apetece una copa de vino?
Dije que no con la cabeza. Me miraste extrañado. Siempre me bebía una copa o dos antes de irnos a la cama, y aquella velada había sido realmente agotadora. Pero se hubiera vuelto vinagre en mi boca. Y aún no podía abrir los labios. Ya nos habíamos encontrado antes en una situación semejante. Y acababa de darme cuenta de que nos era imposible volver a pasar por ella —o por ellas, más bien—; es decir, no podíamos ocupar indefinidamente universos paralelos de caracteres tan diametralmente opuestos sin que, con el tiempo, tuviéramos que habitar, en su sentido más literal, en lugares diferentes de la superficie de la Tierra.
Bastó que rechazara una copa de vino para que interpretaras mi actitud como hostil. Contradiciendo nuestros respectivos papeles —porque yo era la bebedora de la familia—, te serviste una cerveza.
—No me pareció oportuno —empezaste después de tomar un vengativo trago— pedirle excusas a esa tal Pagorski después del juicio. Eso podrá servirle para su defensa si la cosa acaba en los tribunales.
—No acabará en los tribunales —dije—. No presentaremos cargos.
—Bueno, personalmente, preferiría que Kevin no tuviera que pasar por ese mal trago. Pero si el consejo escolar permite que esa pervertida siga enseñando…
—¡Esto no puede continuar!
No sabía qué era, exactamente, lo que quería decir, pero aquellas palabras salieron de lo más íntimo de mi ser. Aguardaste a que te las aclarara.
—Las cosas han ido demasiado lejos —añadí.
—¿Qué es lo que ha ido demasiado lejos, Eva? Dilo claro.
Me humedecí los labios.
—Al principio sólo tenía que ver con nosotros: mi pared decorada con mapas… Después fueron cosas pequeñas, como lo del eccema… Pero ahora es mucho más grave: el ojo de Celia, la carrera de una profesora… No puedo seguir mirando a otro lado. Ni siquiera por ti.
—Si la carrera de esa mujer está en juego, sólo ella tiene la culpa.
—Creo que deberíamos considerar la posibilidad de enviarlo a un internado. A algún centro estricto, al estilo antiguo. Jamás pensé que llegaría a decir esto, pero incluso podríamos enviarlo a una academia militar.
—¡Vaya! ¿Nuestro hijo ha sido objeto de abusos sexuales, y tu respuesta es enviarlo a un campo de concentración? ¡Señor! ¡Si algún pervertido le hiciera algo a Celia, irías inmediatamente a la comisaría de policía a presentar una denuncia! ¡Telefonearías al New York Times y a diez grupos de apoyo a las víctimas, y nunca se te ocurriría enviarla a un internado, entre otras cosas, porque no le permitirías alejarse de tu regazo!
—En el caso de que Celia se quejara de que alguien le había hecho «cosas», la situación sería mucho más grave de lo que ella habría dado a entender. Lo más probable es que se dejara toquetear durante años por un viejo salaz por miedo a crearle problemas a aquel señor tan amable.
—Sé muy bien lo que hay detrás de esto: el típico doble rasero moral. Toquetean a una chica, y todo el mundo dice: «¡Oh, es horrible! ¡Que encierren a ese loco!». Pero una mujer magrea a un chico, y todos comentan: «¡Estupendo, es un muchacho afortunado! ¡Ha sido su primera experiencia sexual, seguro que se lo ha pasado en grande!». Pero el hecho de que un muchacho responda, por un mero reflejo físico, no significa que pueda ser degradado, humillado, violado.
—Puede que haya sido una mujer afortunada profesionalmente —dije al tiempo que apoyaba el índice derecho contra mi frente—, pero jamás me he considerado brillante. A Kevin debe de haberle venido de otro su inteligencia. ¿No se te ha ocurrido, por lo menos, considerar la posibilidad de que todo eso no haya sido más que una sádica maquinación?
—¿Sólo porque las cosas de que alardeó Lenny Pugh fueran evidentemente falsas?
—Lenny no alardeó; lo que pasó fue que no se aprendió bien su papel. Por lo visto, es un estudiante perezoso y un pésimo actor. Pero Kevin aleccionó bien a los otros chicos.
—¡Memeces!
—No tenía ninguna necesidad de llamarla «fea» —dije, y me estremecí al recordarlo—. Fue como retorcer el cuchillo en la herida.
—O sea, una ninfómana seduce a nuestro hijo, y la única persona que te preocupa es…
—Kevin cometió un error, ¿no lo notaste? Primero dijo que Vicki Pagorski cerró la puerta con llave. Y después que escapó corriendo una vez que ella hubo hecho lo que quiso con él. Pero esas puertas no pueden cerrarse desde dentro, ¿sabes? Lo he comprobado.
—Y si no cerró, literalmente, la puerta con llave, ¿qué? ¡Kevin se sintió encerrado en aquella aula! Pero, hablando en serio, ¿a santo de qué se inventaría Kevin una historia así?
—No sabría decírtelo —respondí, y me encogí de hombros—, pero lo cierto es que todo encaja.
—¿Con qué encaja?
—Con que es un chiquillo malo y peligroso.
Me observaste como si hubiera perdido la cabeza.
—La verdad es que no consigo entender si dices todo esto para hacernos daño, a mí o a él, o si se trata sólo de una extraña forma de auto-torturarte.
—El proceso por brujería de esta noche ya ha sido suficientemente terrible. Podemos excluir el afán de auto-torturarme.
—Las brujas no son más que un mito. Pero los pedófilos son reales. Basta echarle una mirada a esa loca para darse cuenta de que está mal de la azotea.
—Es un tipo clásico de mujer —dije—. Necesita que todos la quieran. Solicita su afecto transgrediendo las normas, como eligiendo obras atrevidas y empleando la palabra «joder» en las clases. Hasta puede que acaricie la idea de que la piropeen un poco, pero no a ese precio. Y no hay nada ilegal en ser patético.
—Kevin no dijo que ella se hubiera abierto de piernas y le suplicara que se la follara, como contó Lenny Pugh, ¿no es cierto? Sólo dijo que se dejó llevar y se pasó de la raya. ¡Si ni siquiera habló de que se quitara las bragas! Pude imaginarme la escena como si estuviera ocurriendo. Eso fue lo que me convenció. De no ser cierto, no se habría inventado ese detalle de las caricias por encima de los téjanos.
—Muy interesante —dije—. Eso fue, justamente, lo que me hizo ver que mentía.
—No te sigo.
—Lo de por encima de los téjanos. Fue un detalle de autenticidad perfectamente calculado. Su credibilidad estaba amañada.
—A ver si te entiendo. Dices que no crees su relato porque es demasiado creíble.
—En efecto —asentí tranquilamente—, Kevin puede ser un chico intrigante y malicioso, pero su profesora de lengua está en lo cierto: es agudo como un estilete.
—¿Te pareció que se moría de ganas de salir a declarar?
—¡Claro que no! Es un genio.
Y entonces ocurrió. Cuando te desplomaste en la butaca opuesta a la que yo ocupaba, no te rendiste, simplemente, porque me hubiera cerrado en banda y no pudieras desmontar mi convicción de que Kevin era un canalla maquiavélico, de la misma manera que me era imposible hacerte abandonar la tuya de que nuestro hijo era una criatura angelical incomprendida. No. Fue algo mucho peor que eso. Mucho más grave. Tu rostro se hundió, por así decirlo. Poco tiempo después advertiría ese mismo fenómeno en el de tu padre al verlo subir por la escalera del sótano. Era como si vuestros rasgos faciales hubieran estado sostenidos artificialmente mediante chinchetas que, de pronto, se hubieran caído. En aquel estado, tú y tu padre parecíais tener casi la misma edad.
En serio, Franklin, no había valorado nunca cuánta energía derrochabas para mantener la ficción de que formábamos una familia fundamentalmente feliz, cuyos menudos y transitorios problemas sólo hacían que la vida nos pareciera más interesante. Tal vez toda familia tenga un miembro dedicado a la tarea de fabricar ese atractivo envoltorio. En cualquier caso, acababas de renunciar bruscamente a ese papel. De una forma u otra, habíamos tenido aquella conversación innumerables veces, con la misma lealtad que lleva a otras parejas a pasar cada verano las vacaciones en la misma casa alquilada. Pero en algún momento esas parejas tienen que examinar esa casita que tan penosamente familiar les resulta y decirse el uno al otro: El año que viene tendremos que probar en otro lugar.
Hundiste las yemas de los dedos en las cuencas de tus ojos.
—Pensé que podríamos arreglárnoslas hasta que los chicos se fueran de casa —dijiste con voz neutra—. Incluso había pensado que, si conseguíamos llegar hasta entonces, quizá… Pero eso significa diez años a partir de ahora, y son demasiados días… Puedo asumir los años, Eva. Pero no los días.
Jamás había deseado tan plena y conscientemente no haber dado a luz a nuestro hijo. En aquel instante tal vez incluso hubiera renunciado a Celia, cuya falta quizá no hubiera sido tan dolorosa para una cincuentona sin hijos que no la hubiese conocido lo bastante para lamentarla. Desde que era joven sólo había deseado ardientemente dos cosas: marcharme de Racine, Wisconsin, y encontrar un hombre bueno que me amara y me fuera fiel. Todo lo demás era secundario, un regalo, como los kilómetros que regalan las compañías aéreas a los clientes que vuelan con frecuencia. Hubiera podido vivir sin hijos. Pero no podría vivir sin ti.
Y, sin embargo, iba a tener que hacerlo. Había creado mi propia Otra Mujer, que resultaba ser un hijo. Ya había visto en otras familias que un cónyuge le pusiera los cuernos al otro en su propia casa, y es curioso que no fuera capaz de verlo en la nuestra. Brian y Louise se habían separado hacía diez años (toda aquella historia de que una vida sana y feliz era lo que importaba se había ido al traste también para él; durante la fiesta del decimoquinto aniversario de su boda, se cayó al suelo un tarro de nueces en vinagre, y Louise lo pilló follándose a su amante en la despensa); ni que decir tiene que Brian sintió más separarse de sus dos muñecas rubias que de su mujer. No debería haber ningún problema en amar tanto a los hijos como a la mujer. Pero, por alguna razón que ignoro, hay hombres que eligen; como los buenos gestores de fondos de inversión, minimizan el riesgo a la vez que amplían su cartera de inversiones, retiran todo cuanto habían invertido en su esposa y lo invierten en sus hijos. ¿Qué ocurre entonces? ¿Se sienten más seguros porque ellos los necesitan? ¿Porque nunca pasarás a convertirte en su ex padre, a diferencia de mí, que sí puedo ser tu ex mujer? Nunca te fiaste por completo de mí, Franklin. Tomé demasiados aviones al principio, sin duda, pero me temo que nunca te diste cuenta de que siempre compraba un billete de ida y vuelta.
—¿Qué quieres hacer? —te pregunté. Me sentía un poco mareada.
—Aguantar hasta que acabe el curso escolar, si podemos. Y arreglar las cosas durante el verano. —Y añadiste con amargura—: Por lo menos, no discutiremos acerca de la custodia de los hijos. Y eso ya es mucho, ¿verdad?
Ni que decir tiene que en aquel momento no podíamos saber que te quedarías también con Celia.
—¿Estás…? —No quería que mis palabras sonaran lastimeras—. ¿Estás decidido?
—No hay nada que decidir, Eva —dijiste en tono cansino—. Ya ha sucedido.
De haberme imaginado aquella escena —y, ciertamente, no lo había hecho, porque imaginar semejantes cosas es invitar a que sucedan—, habría supuesto que permanecería despierta hasta el amanecer, vaciando una botella y tratando de averiguar qué era lo que había ido mal. Pero sentía que, aunque lo averiguara e hiciéramos las paces, pronto volveríamos a encontrarnos en la misma situación. Al igual que ocurre con las tostadoras y los coches pequeños, uno sólo trastea con la mecánica de un matrimonio cuando le interesa arreglarlo y que vuelva a funcionar cuanto antes; no tiene objeto apresurarse a hurgar y ver si hay cables desconectados cuando te has decidido a tirar aquel trasto. Y, lo que es más, aunque esperaba echarme a llorar, mis ojos permanecieron completamente secos; con la casa sobrecalentada, tenía las aletas de la nariz tensas e irritadas y los labios agrietados. Tenías razón: aquello había ocurrido ya, y de nada serviría que llorara por nuestro matrimonio durante una década. Ahora entendía cómo se sienten los cónyuges de ancianos seniles cuando, después de obstinadas y agotadoras visitas a un geriátrico, lo que está funcionalmente muerto pasa por fin a mejor vida. Un último estremecimiento de dolor; una punzada de culpable alivio. Por primera vez desde que podía recordarlo, me relajé. Mis hombros cayeron casi cinco centímetros. Seguía sentada en mi butaca. Y allí permanecí sentada. Tal vez nunca había estado tan completamente sentada. Todo lo que hacía era permanecer sentada.
Por eso me costó un esfuerzo supremo alzar la vista y volver la cabeza cuando el rumor de un levísimo movimiento en la entrada del vestíbulo me sacó de la absoluta quietud de nuestra naturaleza muerta. Kevin dio un paso deliberado para mostrarse a la luz. Una mirada me confirmó que nos había escuchado a escondidas. Parecía cambiado. Dejando aparte aquellas sórdidas tardes con la puerta del cuarto de baño abierta, era la primera vez en varios años que lo veía desnudo. Desde luego, aún llevaba las ropas de talla normal que se había puesto para el juicio. Pero había perdido su postura ladeada: ahora se mantenía perfectamente derecho. El rictus sarcástico de su boca había desaparecido; sus rasgos estaban serenos. Pensé que era realmente atractivo, como se suponía que había dicho de él su profesora de arte dramático. Parecía mayor. Pero lo que más me sorprendió en él fueron sus ojos. De ordinario brillaban con el brillo artificial de las manzanas sin lavar; su mirada plana y desenfocada, aburrida y beligerante, me excluía de su campo visual. Por supuesto, soltaban algún ocasional destello de malevolencia, igual las puertas metálicas de un horno al rojo vivo tienen a su alrededor un pequeño reborde rojizo que humea a veces por efecto de las llamas que las lamen como si quisieran escaparse de él. Pero entonces, cuando entró en la cocina, las puertas del horno se habían abierto de par en par y dejaban salir tremendas llamaradas.
—Quería un poco de agua —dijo con una voz muy rara, y se dirigió al fregadero.
—Kev… —dijiste—, no te tomes en serio lo que hayas podido oír. Es fácil interpretar mal lo que se oye fuera de contexto.
—¿Crees que no sé cuál es el contexto? —Se bebió de un trago el vaso de agua—. Yo soy el contexto.
Y, dicho esto, dejó el vaso en la encimera y se marchó.
Lo sé con certeza: fue en aquel momento, al pasar aquel mal trago, cuando lo decidió.
A la semana siguiente recibimos otra carta del consejo escolar. Relevada de sus clases desde el momento en que se hicieron las primeras acusaciones, Vicki Pagorski sería destinada de modo permanente a tareas administrativas, y no se le volvería a permitir que tuviera trato directo con los estudiantes. Pero, a falta de otras pruebas que las acusaciones de unos alumnos, no la despedirían. A los dos nos pareció una decisión cobarde, aunque por distintas razones. Yo opinaba que o era culpable o no lo era, y nada justificaba, si era inocente, privarla de un trabajo por el que sentía verdadera adoración. Tú manifestabas tu indignación porque no la hubieran despedido y porque ninguno de los otros padres pensara querellarse contra ella.
Tras pasar horas y horas vagando inútilmente por la casa como quien se dedica a un ejercicio que está ya completado en lo esencial, Kevin te confió que se sentía deprimido. Dijiste que lo comprendías. Anonadado por la injusticia de que la dirección del instituto hubiera despachado el tema con un palmetazo, Kevin se sentía humillado y ésa, naturalmente, era la causa de su depresión. Te inquietaba también que hubiera intuido la inminencia de un divorcio que los dos deseábamos no oficializar hasta que nos viéramos obligados a hacerlo.
Se empeñó en tomar Prozac. Por lo que yo podía saber de una estimación rápida de una muestra representativa de compañeros suyos elegidos al azar, la mitad de ellos tomaban un antidepresivo u otro, pero él quiso que fuera precisamente Prozac. Siempre me he mostrado reticente con respecto a esos reconstituyentes-euforizantes legales, y me preocupaba que la reputación atribuida a ese medicamento de limar las aristas de las cosas contribuyera a hacer que la visión de nuestro hijo se hiciera más indiferente aún a todo cuanto en la vida tenía que crearle perplejidad. Pero, puesto que por aquel entonces ya apenas salía de los Estados Unidos, me había ido haciendo a la idea de que vivía en un país más rico, más libre, que tenía casas más grandes, mejores escuelas, mejor atención sanitaria y mayores posibilidades que cualquier otra nación de la tierra, aunque una buena parte de su población perdiera la cordura mental ante la más pequeña contrariedad. Seguí, pues, la corriente, y el psiquiatra al que consultamos pareció tan feliz de recetarle montones de medicamentos como nuestro dentista de repartir gratuitamente caramelos sin azúcar.
A la mayoría de los niños los mortifica la perspectiva de un divorcio de sus padres, y no voy a negar que la conversación que sorprendió Kevin desde el pasillo pudo provocar su caída en barrena. Aun así, confieso que estoy desconcertada. Aquél muchacho llevaba quince años tratando de separarnos. ¿Por qué no estaba satisfecho? Y, si realmente me odiaba tanto, ¿por qué no se sentía feliz de librarse por fin de su terrible madre? Mirando hacia atrás, sólo puedo pensar que, por más desagradable que le resultara vivir con una mujer fría, suspicaz, resentida, criticona y distante, de repente, había surgido una posibilidad que debía de parecerle aún peor: la de vivir contigo, Franklin; la de verse atado a su papá.
La de verse atado al bobo de su papá.
Eva