Querido Franklin,
Dio la sensación de que la matanza perpetrada por el tal Andy Williams desencadenaba una cadena de crímenes calcados. Pero todos esos crímenes están calcados los unos de los otros, ¿no te parece?
Aquella primavera de 1998 hubo cuatro tiroteos más en escuelas. Recuerdo claramente el día en que llegó la noticia del primero de ellos, porque fue el mismo en que el doctor Sahatjian hizo los dibujos para la prótesis de Celia y sacó luego un molde de su órbita. Celia se embelesó cuando vio cómo el doctor pintaba laboriosamente a mano el iris de su ojo sano; incluso yo me sorprendí al ver que no lo escaneaba en el ordenador, sino que lo pintaba a la acuarela con finos pinceles. La pintura del iris es, por lo visto, todo un arte, ya que cada uno de ellos es tan único como una huella dactilar, e incluso los blancos de nuestros ojos tienen un aspecto distintivo, pues sus rojas venillas forman una red personalizada. Fue, ciertamente, el único elemento de aquel terrible proceso que tuvo cierto encanto.
En cuanto a la realización del molde, nos habían asegurado que no sería un proceso doloroso, aunque tal vez Celia experimentara durante él alguna «molestia», un término muy empleado por los profesionales de la medicina, sinónimo, se diría, de una agonía que no es la del propio médico. Aunque el rellenado de la cuenca ocular con masilla blanca tenía que ser desagradable a todas luces, Celia se limitó a gimotear un poquito, pero en ningún momento llegó a llorar. Su valor era incluso desproporcionado: había perdido un ojo, con el estoicismo de un valiente soldado, precisamente ella, que aún ponía el grito en el cielo cuando descubría un poco de moho en la cortina de la ducha.
Mientras el ayudante de Krikor Sahatjian volvía a poner el cerco en su sitio y aplicaba un nuevo parche encima, le pregunté al médico qué circunstancias lo indujeron a escoger aquella profesión. Me contó que, cuando tenía doce años, al intentar tomar un atajo a través del patio de un vecino, se encaramó a una verja erizada de puntas; resbaló, y la punta de aquellos barrotes de hierro en forma de flecha… Dejando piadosamente a mi imaginación el resto del relato, añadió:
—Me sentí tan fascinado por el proceso de realización de mi propia prótesis, que decidí que había encontrado mi vocación.
Incrédula, alcé la mirada y observé atentamente sus expresivos ojos castaños, que me recordaban los de Ornar Sharif.
—Parece usted sorprendida —me dijo amablemente.
—No lo había notado —admití.
—Como descubrirá usted, es algo muy común —dijo—. Una vez colocada la prótesis, mucha gente no se dará cuenta jamás de que Celia ve sólo por un ojo. Y, además, hay otros medios para disimularlo, como acostumbrarse a mover la cabeza en lugar de los ojos cuando se mira a la gente. Le enseñaré a hacerlo, una vez esté preparada.
Me sentí agradecida. Por primera vez su enucleación dejó de parecerme el fin del mundo, y hasta me pregunté si la distinción y la fuerza que aquella discapacidad podía conferir ayudarían a Celia en el desarrollo de su personalidad.
Cuando Celia y yo volvimos a casa del consultorio del Upper East Side, ya estabas allí, y te habías instalado con Kevin en el estudio, donde mirabais en la tele un episodio de una de esas viejas series que ahora se ha puesto de moda volver a emitir. Al veros, comenté desde el umbral:
—¡Vaya! Una vez más, hemos vuelto a la década de los cincuenta que nunca existió. Aún espero que alguien hable con franqueza de lo que significaron el Sputnik, el maccarthismo y la carrera de armamentos. —Y añadí, pesarosa—: Aunque ya veo que vosotros dos estáis enganchados a esas viejas series llenas de mentiras.
En aquellos tiempos, yo prodigaba una carga de ironía sobre las expresiones que estaban a la última moda, como si las manejara con pinzas. En este mismo orden de ideas, le había explicado a la profesora de inglés de Kevin que el mal uso de la palabra «literalmente» era una de mis manías; como al mismo tiempo le guiñé exageradamente un ojo, la pobre mujer debió de quedar desconcertada. Siempre había concebido la cultura estadounidense como un deporte-espectáculo, acerca del cual podía emitir toda clase de juicios desde las altas cumbres nevadas de mi cosmopolitismo. Pero hoy, cuando mis compañeros de trabajo en Viajes R Us exclaman al unísono: ¿De qué vas, tío?, los imito como si fuéramos un club de bebedores de cerveza: empleo el verbo «impactar» como si fuera transitivo y omito todos los remilgos de los signos de puntuación. Uno no se dedica a observar la auténtica cultura: la encarna. Yo vivo aquí. Y, como pronto iba a tener que comprobar a viva fuerza, no había escapatoria.
Nuestro hijo, en cambio, pudo leer todo eso y más en el desdén con que pronuncié el término «enganchados»:
—¿Existe alguna cosa o alguna persona respecto de la cual no te sientas superior? —me preguntó mirándome de hito en hito.
—Fui sincera contigo cuando te hablé de los problemas que tengo con este país —le respondí en un tono frío que dejaba entender a las claras que me arrepentía de mi candidez; era mi primera, y hasta ahora única, alusión a nuestra desastrosa cena en el Hudson House—, pero no sé de dónde has sacado la idea de que me siento superior.
—¿Te has fijado alguna vez en que no hablas de los estadounidenses como «nosotros»? —me preguntó—. Para ti son siempre «ellos», como si te refirieras a los chinos, o gente así.
—He pasado buena parte de mi edad adulta fuera del país, y, probablemente, es eso…
—Bla, bla, bla… —Kevin dejó de mirarme y volvió a fijar su mirada en la pantalla—. Sólo me gustaría saber qué crees que te hace tan especial.
—Acerca una butaca, Eva, y ven a divertirte con nosotros —dijiste—. Es el episodio en el que Richie se ve obligado a acudir a una cita ciega con la hija de su jefe, y entonces le pide a Potsie que…
—Eso quiere decir que lo has visto ya veinte veces, por lo menos… —te eché en cara bromeando afectuosamente, pues te estaba agradecida por haber venido a rescatarme—. ¿Cuántos episodios de esta serie habéis visto ahora de un tirón? ¿Tres o cuatro?
—¡Éste es el primero, y tengo cinco más para ver!
—Antes de que me olvide, Franklin… El doctor Sahatjian y yo nos hemos puesto de acuerdo en que sea de cristal.
Acariciaba con la mano los finos cabellos rubios de Celia, que tenía agarrada a mi pierna, y me abstuve de mencionar de qué objeto hablaba. Ya horas antes, después del almuerzo, había tenido que desengañar a nuestra hija de que su nuevo ojo sería capaz de ver.
—Eva… —objetaste débilmente, pues no estabas de humor para una pelea—. Dicen que los de polímeros son lo mejor que hay ahora.
—Y los de criolita alemana también.
—Menos infecciones, menos riesgo de rotura…
—Eso de «polímero» no es más que una forma sofisticada de referirse al plástico. ¡Aborrezco el plástico! —Y, para zanjar la discusión, añadí—: «Los materiales lo son todo».
—¡Mira eso! —exclamaste al tiempo que le señalabas la pantalla a Kevin—: Richie no acude a la cita, y resulta que la tía en cuestión está de coge pan y moja.
No quería aguaros la fiesta, pero la visita al médico de la que venía había sido bastante triste y no estaba de humor para tragarme toda aquella basura visual.
—Son casi las siete, Franklin. ¿Podemos ver las noticias, por favor?
—¡Menuda lata! —exclamaste.
—Últimamente, no lo son. —El asunto de Monica Levinsky seguía aún provocando comentarios picantes—. En realidad, deberían estar casi clasificadas con tres rombos, ¿no es así, Kevin? —Y añadí pidiéndole casi permiso a mi hijo—: ¿Te importaría que, cuando haya acabado este episodio, nos pasemos al noticiario?
Kevin estaba ya tumbado en la butaca con los ojos entrecerrados.
—Me da igual —dijo.
Te pusiste a canturrear con la música de la sintonía de la serie, y me arrodillé para quitarle a Celia un poquito de masilla blanca que aún tenía en la línea del nacimiento del pelo. Cuando llegó la hora, puse el noticiario. Estaba empezando. Por una vez, la bragueta de nuestro presidente no sería la noticia principal; le habían arrebatado ese privilegio dos desagradables muchachos de Arkansas, su estado natal, el mayor de los cuales contaba trece años, y el otro, sólo once.
Gemí y me dejé caer sobre el canapé:
—¡Otra matanza no, por Dios!
Mitchell Johnson y Andrew Golden, vestidos con ropa de camuflaje, se apostaron entre los arbustos, en el exterior de la Escuela Westside de Jonesboro, Arkansas, después de accionar la alarma contra incendios. A medida que los estudiantes y los profesores salían del edificio, dispararon contra ellos con un rifle Ruger del 44 y una escopeta de caza calibre 30.06; dieron muerte a cuatro chicas y un profesor, e hirieron a otros once estudiantes. Herido también, aunque, en su caso, sólo por un desengaño romántico, parece que el mayor de los dos asesinos le dijo el día anterior a un amigo, en plan de héroe de película: «Tengo que cargarme a unos cuantos tíos», en tanto que el pequeño Andrew Golden le había jurado a un compañero de su confianza «acabar con todas las chicas que habían roto con él». Sólo resultó herido un muchacho; las otras quince víctimas fueron chicas.
—¡Jodidos imbéciles! —gruñí.
—¡Por Dios, Eva…! —me intimaste—. Vigila lo que dices.
—¡Otros que se ahogan en su propia conmiseración sensiblera! —dije—. «¡Oh, no…¡Mi novia ya no me quiere…! ¡Me cargaré a cinco personas!».
—¿Y todas esas historias lacrimosas del cine armenio? —me preguntó Kevin al tiempo que clavaba en mí unos ojos duros como el pedernal—. Esas quejas de que «hace un millón de años los turcos fueron unos criminales rematados, pero eso, ahora, nadie se lo tiene en cuenta»… ¿No son autocompasión?
—No me parece que pueda compararse un genocidio con el hecho de dejar plantados a un par de descerebrados —le repliqué.
—Nai nai nai-nai-nai nai nai-nai nai-nai-nai-nai nai nai-nai-; nai-nai nai nai nai-nai nai nai-nai nai-nai-nai nai nai nai nai- nai-nai-nai-nai —se burló Kevin entre dientes—. ¡Cambia el rollo, carabollo!
—¿Y qué me dices de toda esa historia de querer matar a todas las chicas que habían roto con él? —insistí.
—¿Callarás de una maldita vez? —protestó Kevin.
—¡Kevin! —lo regañaste.
—Bueno, estoy intentando enterarme de las noticias, y ha sido precisamente ella la que ha dicho que quería oírlas…
Kevin hablaba a menudo de su madre como yo hablo de los estadounidenses: los dos preferíamos emplear la tercera persona.
—¡Pero si ese crío sólo tiene once años! —También me molestaba que alguien hablara mientras daban las noticias, pero en aquella ocasión no podía contenerme—. ¿Cuántas novietas puede haber tenido?
—¿Por término medio, quieres decir? —respondió nuestro experto en aquellos temas—. Veinte, más o menos.
—¿Y tú? —pregunté—. ¿Cuántas has tenido?
—Ni una. —Kevin estaba ahora tumbado casi completamente en la butaca, y su voz tenía ya el tono bronco y chirriante que pronto iba a ser el suyo habitual—. Follar y tirar, ya sabes.
—¡Menudo Casanova estás hecho! —dijiste—. Esto es lo que sucede cuando le descubres a un chiquillo de siete años los misterios de la vida…
—¿Quiénes son follar y tirar, mamá? ¿Dos niñas de la clase de Kevin? —me preguntó Celia.
—Celia, cariño… —le respondí a nuestra hija de seis años, cuya educación sexual no parecía demasiado urgente de momento—. ¿Por qué no vas a jugar a tu habitación? Vamos a ver las noticias de la tele, que no creo que te interesen.
—Veintisiete balas, dieciséis blancos… —calculó Kevin en tono de admiración—, ¡y blancos en movimiento, además! Es un buen porcentaje, para tratarse de unos críos…
—¡No, mamá! ¡Quiero quedarme contigo, mamá! ¡Me gusta estar contigo, mamá! —exclamó Celia.
—Pero es que me gustaría que me hicieras un dibujo. Hoy no me has hecho ninguno en todo el día…
—Oh, vale…
Se hizo la remolona y se puso a juguetear con su falda.
—Bueno, pero antes ven a darme un beso. —La atraje hacia mí, y me echó los brazos al cuello. Jamás habría pensado que una niña de seis años pudiera abrazar con tanta fuerza, y me dio pena tener que soltar los dedos con que se agarraba a mi ropa para no dejarme. Cuando se hubo marchado, sin embargo, no sin antes haberse detenido un momento bajo el dintel para decirnos adiós agitando la mano, te sorprendí levantando los ojos al cielo en un gesto de compadreo con Kevin. Mientras tanto, en la pantalla, un periodista interrogaba al abuelo de Andrew Golden, a quien los chicos le habían robado parte de su arsenal; concretamente, tres potentes rifles, cuatro pistolas y una buena cantidad de municiones.
—Es una tragedia terrible —decía el entrevistado con voz insegura—. Quiero decir que es una gran pérdida, que todos hemos salido perdiendo. Que las vidas de todos están destrozadas.
—¡Y no le falta razón! Porque ¿qué otra cosa podía pasar, como no fuera que los detuvieran, los encerraran y los quitaran de la circulación un montón de años? ¿En qué estaban pensando?
—No pensaban, seguro —dijiste.
—¿Bromeas? —preguntó Kevin—. Una cosa así hay que planearla. ¡Por supuesto que lo tenían pensado! Probablemente, jamás en sus miserables vidas habían pensado tanto como cuando lo planeaban.
Desde el primer caso del que tuvo noticia, Kevin se había interesado por esos incidentes, y, cada vez que salía a relucir el tema, adoptaba un aire de autoridad en la materia que me sacaba de quicio.
—No estaban pensando en lo que vendría después —dije—. Puede que planearan su estúpido ataque, pero ni se les ocurrió pensar qué ocurriría durante los cinco minutos siguientes, y no digamos durante los siguientes cincuenta años.
—No estaría tan seguro —objetó Kevin al tiempo que tomaba un puñado de ganchitos de queso, de esos que brillan en la oscuridad—. Tú no has estado escuchando, como de costumbre, porque tenías que darle a Celia su ración de arrumacos y mimos. Esos chavales son menores de catorce años. Según las leyes de Arkansas, Batman y Robin volverán a estar en su batimóvil a los dieciocho años.
—¡Qué escándalo!
—Y con sus antecedentes penales borrados, además. Te apuesto lo que quieras a que todo Jonesboro saldrá a la calle a recibirlos ese día.
—No puedes estar diciéndome en serio que se pasaron antes por la biblioteca de derecho para estudiar los textos legales.
—Hmm —replicó Kevin en tono de duda—. ¿Y tú qué sabes? Aunque tal vez sea una estupidez estar pensando tanto en el futuro. Deja siempre el presente para más tarde, y ya no habrá presente. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Tienen buenos motivos para rebajar las condenas de los delincuentes juveniles —interviniste—. Esos chicos no tenían ni idea de lo que estaban haciendo.
—¡No digas tonterías! —replicó Kevin en tono cáustico. Si lo ofendía que yo ridiculizara la ansiedad adolescente, todavía lo avergonzaba más tu compasión.
—Ningún chiquillo de once años tiene una auténtica comprensión de la muerte —dijiste—. No tiene ningún concepto real de los demás, de que sienten dolor, de que existen siquiera. Y tampoco es real para él su propio futuro adulto. Eso le hace mucho más fácil lanzarlo por la borda.
—Quizá su futuro sea una realidad para él —dijo Kevin—. Quizá sea ése el problema.
—Vamos, Kev… —replicaste—. Todos los chicos protagonistas de esos tiroteos son de clase media; no provienen de ninguna cloaca social. Tenían por delante una vida con una hipoteca, su coche, un buen trabajo y vacaciones anuales en Bali o en cualquier otro sitio.
—Sí, claro… —ronroneó Kevin—, lo que yo decía.
—¿Sabéis qué os digo? —intervine—. ¿A quién le importa eso? ¿A quién le importa si el matar a la gente es o no algo real para ellos? ¿Quién va a interesarse por sus dolorosas rupturas con chiquillas a las que ni siquiera les han salido aún las tetas? Eso carece de importancia. El verdadero problema son las armas de fuego. Las armas de fuego, Franklin. Si esas armas no corrieran por las casas de esas personas como si fueran simples mangos de escobas, ninguno de esos…
—¡Señor! ¡Ya empezamos con la monserga de siempre! —exclamaste.
—¿No le oíste decir al presentador del telediario que en Arkansas es legal que los menores tengan armas de fuego?
—Éstos las robaron…
—Porque estaban a la vista y podían hacerlo. Y los dos chicos tenían sus propios rifles. Es absurdo. Sin armas, esos dos cretinos sólo hubieran podido tirarle de la cola a un gato o, siguiendo tu idea de cómo se resuelven las diferencias, ir a sacudirles un puñetazo en la cara a sus ex novias. Una nariz sangrando, y todo el mundo a casa. Estos tiroteos son tan necios que, si se pudiera encontrar algo instructivo en ellos, aún sería de agradecer.
—De acuerdo. Puedo aceptar que se impongan algunas restricciones a las armas automáticas —dijiste al tiempo que adoptabas aquel tono tuyo sermoneador que era, para mí, la ruina de la paternidad—. Pero las armas de fuego no van a desaparecer. Forman parte de la vida de este país, una parte importante; el tiro al blanco, la caza, para no hablar de la necesidad de defensa propia…
Interrumpiste tu perorata porque, obviamente, había dejado de escucharte.
—La respuesta, si la hay, sólo es una: los padres —resumiste, dirigiéndote ahora a la sala de estar y alzando la voz para imponerla al sonido del televisor, en el que aparecía una vez más la cara redonda de una perdidamente enamorada Monica Lewinsky que prodigaba seductoras miradas—. Puedes apostar hasta tu último dólar a que esos chicos no tenían a nadie a quien recurrir. Nadie a quien abrirle su corazón, nadie en quien confiar. Cuando uno quiere a sus hijos y está pendiente de ellos, los lleva de excursión a museos y escenarios de antiguas batallas, y busca tiempo para dedicarles, ¿acaso no demuestra así su interés en lo que piensan y la confianza que les tiene? En estas condiciones no se producen episodios como ésos. Y, si no me crees, pregúntale a Kevin.
Por una vez, Kevin decidió disimular y tomárselo a guasa.
—Sí, papá. Para mí es muy importante poder contaros todo a ti y a mami, sobre todo cuando me veo bajo la presión de los otros chicos y de tanta basura. Vosotros siempre me estáis preguntando qué videojuegos me gustan y qué deberes me han puesto para casa. Y yo sé siempre que puedo recurrir a vosotros cuando os necesito.
—Sí, bueno… —gruñiste—. Y, si no pudieras hacerlo, seguro que ahora no te reirías de nosotros…
Celia, que acababa de reaparecer en la puerta del estudio, se había quedado allí como indecisa, y agitaba una hoja de papel a su espalda. Tuve que hacerle una señal para que entrara. Siempre me había parecido indefensa, pero la avergonzada timidez que mostraba en aquellos momentos era algo nuevo, por lo que esperé que se tratara de una simple fase pasajera. Tras ajustarle de nuevo los bordes de su parche Opticlude, la atraje a mi regazo para admirar su dibujo. Era descorazonador. La bata blanca del doctor Sahatjian era tan grande, que la cabeza del oftalmólogo se salía de la página; en cambio, el autorretrato de Celia sólo llegaba hasta la rodilla del médico. Aunque sus dibujos tenían, por lo general, mucha luz, y solían estar hechos con destreza y meticulosidad, en el lugar donde la niña hubiera debido representar su ojo izquierdo había hecho con el lápiz un garabato informe, que sobresalía del perfil de su mejilla.
Entretanto, le preguntabas a Kevin:
—En serio, Kev, ¿te parece que hay algún desequilibrado entre tus compañeros de clase? ¿Hay alguno que se pase el día hablando de armas, que practique juegos violentos o al que le gusten las películas violentas? ¿Crees que podría ocurrir en tu escuela algo parecido a eso? ¿No tenéis, por lo menos, tutores o psicólogos con los que puedan sincerarse los chicos cuando no se sienten felices?
En términos generales, puede que desearas una respuesta de Kevin a toda esa batería de preguntas, pero la intensidad de la preocupación paterna que ponías en ellas era como si te estuvieses respondiendo a ti mismo. Los niños tienen una especie de radar para detectar la diferencia que hay entre un adulto interesado de veras y otro que sólo busca a toda costa aparentar interés. Desde que Kevin tenía cinco años, cada vez que me agachaba delante de él a la salida del parvulario para preguntarle qué había hecho durante el día, se daba cuenta de que su respuesta me tenía absolutamente sin cuidado.
—Los chicos de mi escuela son todos unos desequilibrados, papá —respondió—. Su único entretenimiento son videojuegos violentos de ordenador y las películas que ven están cargadas de violencia. A la psicóloga sólo vas para saltarte una clase y todo lo que le cuentas son estupideces. ¿Quieres saber algo más?
—Lo siento, Franklin —intervine al tiempo que levantaba en brazos a Celia para sentarla a mi lado—, pero no veo cómo unas cuantas conversaciones sinceras van a poder frenar lo que está convirtiéndose claramente en una moda. Se está difundiendo casi tanto como los Teletubbies, sólo que, en lugar de tener una muñeca de goma con un televisor en su barriga, cada adolescente tiene que montar ahora un tiroteo en su escuela. Los regalos más «in» de este año son un teléfono móvil de la Guerra de las Galaxias y un Rey León semiautomático. Oh, y con el aditamento de una historia melodramática a propósito del chico utilizado o abandonado por alguna beldad infantil.
—Compadécete un poco —dijiste—. Son muchachos con problemas. Necesitan ayuda.
—Son monos de imitación, mejor dicho. ¿Crees que no han oído hablar de Moses Lake y de West Palm Beach? ¿Que no tienen ni idea de lo ocurrido en Bethel, en Peartl y en Paducah? Los chicos sacan todo eso de la televisión, oyen los comentarios de sus padres. Mira lo que te digo: cada arrebato de violencia armada que se produce no hace otra cosa que aumentar la probabilidad de que ocurran otros. Todo el país está perdido: todo el mundo copia a algún otro y todo el mundo quiere hacerse famoso con ello. A la larga, la única esperanza que cabe es que estos tiroteos se hagan tan corrientes que ya no se hable de ellos. Que resulten asesinados diez chicos en una escuela primaria de Des Moines, y la noticia del suceso sólo se publique en una gacetilla en la página seis del periódico. Al final, toda moda acaba por convertirse en algo obsoleto, y, gracias a Dios, llegará también un momento en el que a ningún muchacho de trece años le gustará que lo vean con un lanzagranadas. Hasta entonces, Kevin, te aconsejaría que te anduvieras ojo avizor por si alguno de tus compañeros se pone melancólico y comienza a pasearse con ropas de camuflaje…
Cuando reconstruyo ahora aquella parrafada mía, no puedo evitar darme cuenta del corolario que llevaba implícito: que si los tiroteos escolares iban a convertirse inevitablemente en algo manido, los adolescentes ambiciosos que aspiraban a salir en los titulares de los periódicos tenían que apresurarse a hacer sus apuestas mientras su oportunidad todavía era buena.
Justo al mes siguiente, en Edinboro, Pennsylvania, un muchacho de catorce años, Andrew Wurst, prometía un día hacer «memorable» el baile de su graduación en el octavo curso, y cumplía su palabra al día siguiente. A las diez de la noche, en el patio de Nick’s Place, en el que 240 alumnos de los últimos años de enseñanza primaria bailaban a los acordes de «My Heart Will Go On», de la película Titanic, Wurst hirió mortalmente en la cabeza a un profesor de cuarenta y ocho años con la pistola de calibre 25 de su padre. Ya en el interior del local, hizo varios disparos más, que hirieron de gravedad a dos muchachos y rozaron a una profesora. Cuando intentaba escapar por la parte de atrás, fue detenido por el propietario del Nick’s Place, que iba armado con un rifle y convenció al fugitivo de que se rindiera ante la superioridad de su armamento. Como se apresuraron a mencionar los periodistas en una nota no exenta de humor, el lema con el que se había organizado aquel baile era: «El día más hermoso de mi vida».
… Cada uno de estos incidentes fue glosado con todas las tristes lecciones que pudieron exprimirse de ellos. El apodo de Wurst era «Satán», cuyas resonancias apuntaban a la conmoción originada por el hecho de que a Luke Woodam, de Pearl, se le hubiera implicado en un culto satánico. Wurst era, además, fan del vocalista andrógino de un grupo de heavy-metal conocido como Marilyn Manson, un hombre que salía a escena con los ojos chapuceramente perfilados con sombra, de manera que el pobre cantante, que sólo buscaba aprovecharse del mal gusto de los adolescentes para ganarse honradamente unos pavos, se vio acusado por la prensa durante algún tiempo. Incluso yo me avergoncé de haberme mostrado tan poco comprensiva con las precauciones tomadas el año anterior para el baile de graduación del propio Kevin. En cuanto a los motivos del autor del tiroteo, sus explicaciones eran de lo más tontas: «Odiaba su vida», decía un amigo. «Odiaba al mundo. Aborrecía la escuela. Lo único que lo hacía feliz era que una chica que le gustara hablara con él», conversaciones que una se ve forzada a deducir que eran poco frecuentes.
Quizá los tiroteos escolares estuvieran ya pasando de moda, porque la historia de Jacob Davis, el muchacho de dieciocho años que protagonizó un suceso de éstos en Fayetteville, Tennesee, a mediados de mayo, se perdió en el olvido. Davis había obtenido una beca escolar y jamás se había visto metido en jaleos. Un amigo les diría a los periodistas después: «Apenas hablaba, pero supongo que son ésos los que te atacan…, los callados». Fuera de su instituto, tres días antes de que los dos se graduaran, Davis fue al encuentro de otro alumno del último curso que salía con su antigua novia, y le disparó tres balas con una carabina del 22. Por lo visto, la ruptura le había causado un gran daño.
Puede que me mostrara poco comprensiva con los melodramas de los enamorados que han sufrido un desengaño, pero, en cuanto asesino, hay que reconocer que Davis era todo un caballero. Dejó una nota en su coche, en la que aseguraba a sus padres y a su antigua novia que los quería mucho. Una vez cometido el crimen, dejó caer el arma, se sentó a su lado y se tapó la cabeza con las manos. Así se estuvo hasta que llegó la policía, momento en el cual, según informaron entonces los periódicos, «se rindió sin ofrecer resistencia». En esta ocasión, de manera anómala en mí, me sentí conmovida. Podía representarme la escena: David sabía que había cometido una estupidez, y sabía de antemano que se trataba de una estupidez. La concurrencia de ambos hechos tenía que presentársele a la fuerza como el gran enigma humano sobre el que meditar el resto de su vida encerrado entre cuatro paredes.
Mientras tanto, en Springfield, Oregon, el joven Kipland Kinkel había asimilado ya la lección de que matar a un solo compañero de clase no era ya una vía segura para acceder a la inmortalidad. Sólo tres días después de que Jacob Davis partiera los corazones de sus amados padres, ese enclenque muchacho de quince años, con cara de comadreja, superó la apuesta. Hacia las ocho de la mañana, mientras sus compañeros del Instituto Thurston acababan su desayuno, Kinkel entró tranquilamente en la cafetería de la escuela llevando bajo su gabardina una pistola del 22, un Glock de 9 milímetros y un fusil semiautomático también del 22. Empuñando primero su arma más eficaz, barrió la sala con una serie de ráfagas que destrozaron las ventanas y obligaron a los presentes a ponerse a cubierto. Diecinueve de las personas que estaban en la cafetería resultaron heridas por los proyectiles, pero sobrevivieron, mientras que otros cuatro estudiantes sufrieron contusiones por efecto del pánico que se declaró en el forcejeo para salir del edificio. Un estudiante falleció de inmediato, otro murió en el hospital, y un tercero hubiera muerto también si el fusil semiautomático de Kipland no se hubiera quedado sin munición: del arma, apuntada a la sien del muchacho, sólo salió un clic, clic, clic.
Mientras Kinkel se apresuraba a insertar un segundo cargador, Jake Ryker, un chico de dieciséis años —miembro del equipo de lucha de la escuela, que había sido herido en el pecho— se lanzó contra el asesino. Kinkel sacó una pistola de su gabardina, pero Ryker agarró el arma y la lanzó lejos, no sin antes recibir un balazo en la mano. El hermano menor de Ryker saltó sobre Kinkel y ayudó a derribarlo al suelo. Mientras otros estudiantes se amontonaban encima de él, Kinkel repetía gritando: «¡Matadme, matadme ahora!». Dadas las circunstancias, me sorprende bastante que no lo hicieran.
Ah, por cierto: una vez detenido, Kinkel aconsejó a la policía que fuera a registrar su casa —un precioso edificio de dos plantas en un barrio acomodado, con abundante vegetación de altos abetos y rododendros—, en cuyo interior descubrieron a un hombre de mediana edad y a una mujer muertos a tiros. Durante un par de días, la prensa se dedicó a hacer cabalas sobre la identidad exacta de aquellas personas, hasta que la abuela de Kinkel identificó los cadáveres. Me desconcertó bastante que la policía no imaginara desde un principio que se trataba de sus padres.
Por lo dicho, esta historia es rica en detalles, pero también de clara moraleja. El pequeño Kipland había manifestado una multitud de señales de alarma que no habían sido tomadas con suficiente seriedad. En la escuela primaria, sus compañeros lo habían elegido el «candidato con mayores posibilidades de desencadenar la Tercera Guerra Mundial». Recientemente había presentado en clase un trabajo acerca de cómo construir una bomba. En conjunto, pues, mostraba una gran propensión a airear sus inclinaciones a la violencia en sus trabajos escolares más inocentes. «Si el trabajo propuesto era escribir acerca de lo que uno podía hacer en el jardín», decía un estudiante, «Kipland escribía acerca de cómo exterminar con una segadora a los jardineros». Aunque, por una singular coincidencia, las iniciales de Kip Kinkel fueran también KK, sus compañeros de la escuela lo detestaban tanto, que, incluso después de su actuación en la cafetería, se negaban a mencionarlo con esa abreviatura a modo de apodo. Pero hay algo más sangrante todavía: la misma víspera del tiroteo, había sido arrestado por posesión de un arma de fuego robada y dejado en libertad bajo custodia de sus padres. Fue así como corrió la voz de que los estudiantes peligrosos se traicionan siempre. Pueden ser detectados, por lo que, consiguientemente, siempre es posible detenerlos.
El instituto de Kevin llevaba la mayor parte de aquel curso escolar actuando en consonancia con este supuesto, aunque las noticias de cada nuevo tiroteo aumentaban la paranoia un grado más. En el Instituto de Gladstone reinaba, pues, una atmósfera militar preventiva, pero por la presunción maccarthista de la existencia de un enemigo interior. Los profesores habían elaborado listas de actitudes anómalas que convenía tener controladas, y en las asambleas escolares se animaba a los estudiantes a que informaran a la administración de cualquier observación amenazadora, aun cuando les pareciera una «simple broma». Los trabajos de los alumnos eran pasados por un cedazo para detectar en ellos intereses morbosos por Hitler o por el nazismo, lo que hacía que las clases en que se abordaba la historia europea fueran un tanto peliagudas. Por la misma razón había una exagerada sensibilidad a propósito de todo lo satánico, hasta el punto de que a un alumno del último año llamado Robert Bellamy, conocido por el mote de «Robert Belcebú», lo obligaron a comparecer ante el director del centro para que explicara la razón de que lo llamaran así y cambiara su apodo. Reinaba una literalidad opresiva, de manera que cuando a una alumna un tanto excitable, también del último curso, se le ocurrió gritar «¡Te voy a matar!» porque una compañera de su equipo de voleibol había fallado con el balón, fue conducida de inmediato al despacho del consejero de educación, quien la envió a su casa, expulsada, durante el resto de la semana. Pero tampoco lo metafórico ofrecía alguna seguridad… Cuando en la misma clase de lengua inglesa de Kevin, un alumno de convicciones baptistas escribió en un poema: «Mi corazón es una bala, y Dios mi tirador», su profesora fue derecha al director y se negó a seguir dando su clase hasta que aquel muchacho fuera transferido a otra. Incluso en la misma escuela primaria de Celia se vivieron episodios de represión. A un niño de su curso, el primero, lo expulsaron del centro durante tres días porque había apuntado con un muslo de pollo a su maestra al tiempo que exclamaba: «¡Pam, pam, pam!».
Lo mismo ocurría por todo el país, a juzgar por las embarazosas gacetillas del New York Times. En Harrisburg, Pennsylvania, una chica de catorce años fue desnudada para registrarla —¡desnudada para registrarla, Franklin!— y suspendida cuando, en un debate en clase sobre los tiroteos en escuelas, dijo comprender por qué unos chicos que se habían visto humillados podían acabar explotando. En Ponchatoula, Luisiana, un chico de doce años permaneció encerrado durante dos semanas en un centro de detención juvenil porque su advertencia en la cola de la cafetería a sus compañeros de quinto curso diciéndoles literalmente que «se las pagarían si no le dejaban suficientes patatas fritas» fue interpretada como una «amenaza terrorista». En una web de doble página, Buffythevampireslayer.com, un estudiante de Indiana exponía una teoría que ha debido de pasar de cuando en cuando por las mentes de muchos alumnos de instituto, según la cual sus profesores eran adoradores del demonio. No contentos con expulsarlo del centro, los profesores en cuestión presentaron ante un tribunal federal una querella por difamación y daños morales contra el chico y su madre. Otro chico de trece años fue expulsado durante dos semanas porque, en una salida pedagógica al Museo Atómico de Albuquerque, le había susurrado a un compañero: «¿Tú crees que nos enseñarán cómo construir una bomba?», mientras que otro se ganó la regañina de un funcionario escolar por el simple hecho de llevar consigo su libro de química. A lo largo y ancho de la nación se expulsaba de los centros a muchachos por vestir gabardinas como la de Kipland Kinkel o, simplemente, por vestir de negro. Pero mi anécdota favorita era la del muchacho de diecinueve años expulsado por haber escrito en un trabajo escolar sobre la diversidad y la cultura asiáticas el siguiente aforismo premonitorio: «Tendréis una muerte honorable».
Aunque, en general, Kevin mantenía cerrada la boca acerca de cuanto ocurría en su instituto, abandonaba su costumbre para explicarnos chismes relacionados con aquella creciente histeria. El reportaje emitido por la televisión tuvo el efecto pretendido. Te asustaste más por él. Y me asusté más de él. Y él gozó con la sensación de parecer peligroso, aunque estaba claro que consideraba una farsa todas aquellas precauciones de la escuela. «Con esto mantienen vivo el tema», observó en cierta ocasión, y añadió una observación sumamente aguda: «Así sólo conseguirán dar ideas a los chicos».
Una noche, poco antes de la graduación —una salida del mundo de la infancia que, para los alumnos de los últimos cursos, tiene siempre cierto carácter de apocalipsis y la virtud de alterar la paz escolar, sin necesidad de la colaboración de un Kip Kinkel—, tras su cena habitual —un rápido atracón ante la puerta de la nevera abierta—, Kevin regresó a la sala para retreparse en la butaca del rincón que llamábamos el estudio, y desde allí nos relató el episodio más reciente de la histeria: la totalidad del alumnado se había visto sometida a un encierro forzoso en sus aulas durante cuatro clases, mientras la policía registraba las taquillas y recorría los pasillos con perros que olisqueaban todo.
—¿Qué buscaban? ¿Drogas? —le pregunté.
—O poesías, tal vez —me contestó Kevin, bromeando.
—Seguro que es por todos esos sucesos de Jonesboro y Springfield —dijiste—. Estarían buscando armas.
—Lo que más me jode —replicó Kevin tras estirar las piernas y escupiendo sus palabras como si hubieran sido el humo de un cigarrillo—, si me permitís que lo diga, es que previamente hayan enviado una nota a los profesores indicándoles cómo se procedería al registro. ¿Podéis creerlo? La Pagorski, esa boba que nos da clases de teatro, olvidó la nota sobre su mesa, y Lenny la leyó. Por cierto, eso me impresionó, porque no tenía ni idea de que supiera leer. El caso es que se corrió la voz. Todos estábamos al tanto de lo que iba a ocurrir. Cualquier chico que guardara un fusil en su taquilla tuvo tiempo de sobras para buscar un escondite mejor para ocultarlo.
—¿No protestó ninguno de tus compañeros, Kevin? —pregunté.
—Algunas chicas se quejaron al cabo de un rato —respondió él, divertido—. Nadie podía ir a mear, ¿comprendes? —Se le escapó una risita—. La burra de la Ulanov se mojó las bragas.
—¿Hubo algo que alarmara especialmente a la administración o la policía, o se trató sólo de una ocurrencia como «Vaya, hoy es miércoles, podríamos sacar a pasear un rato a los perros, a ver qué encuentran»?
—Es probable que hubiera algún soplo anónimo. Ahora han puesto una línea telefónica caliente para que uno pueda denunciar a sus propios amigos. Por los veinticinco centavos que cuesta la llamada, yo mismo podría escaparme un rato, cualquier día de la semana, de la clase de ciencias medioambientales.
—¿Un soplo anónimo? ¿De quién? —pregunté.
—Bueno, si dijera quién está al otro lado de la línea, ya no sería una llamada anónima, ¿verdad?
—Y, después de tantas molestias, ¿encontraron algo?
—Pues claro que sí —murmuró Kevin—. Un montón de libros no devueltos a la biblioteca. Unas patatas fritas ya rancias, que comenzaban a apestar. Un poema muy jugoso que los mantuvo intrigados, hasta que averiguaron que se trataba de la letra de una canción de Big Black:[14] «Soy Jordán, hago lo que me la gana». Ah, y una cosa más: una lista.
—Una lista ¿de qué?
—Una lista de favoritos. Pero no de «mis canciones favoritas», sino de otra clase. Una lista que llevaba el título TODOS LOS QUE MERECEN MORIR, garabateado con letras enormes.
—¡Jesús! —exclamaste al tiempo que te ponías en pie—. Eso, en estos tiempos, no tiene ninguna gracia.
—No, no lo encontraron divertido.
—Confío en que estén pensando darle a ese chico un buen repaso —dijiste.
—Bueno, ¿quién era? —le pregunté—, ¿Dónde lo encontraron?
—En su taquilla. Y, lo más divertido de todo, era de la última persona de quien se podía esperar: el superhispano de mierda.
—Ya sabes que no me gusta que emplees ese lenguaje, Kev —le dijiste en tono severo.
—Perdona. Quería decir el señor Espinoza. Supongo que debe de estar incubando hostilidad racial y resentimiento en nombre de todos los latinoamericanos…
—Espera… —dije—. ¿No obtuvo un importante premio académico el año pasado?
—No lo recuerdo —respondió Kevin despreocupadamente—, pero lo que sí sé es que estas tres semanas de expulsión van a suponer una mancha terrible en su expediente académico. ¿No te parece vergonzoso? ¡Caray! Uno cree conocer a la gente, y de pronto…
—Si todos sabíais que iba a tener lugar ese registro —dije—, ¿por qué ese muchacho, Espinoza, no sacó antes de su taquilla una lista que podía ser tan incriminatoria para él?
—Ni idea —respondió Kevin—, supongo que es un aficionadillo.
Tamborileé con los dedos en la mesita de centro.
—Esas taquillas… Las que yo conocí solían tener unas rendijas en la parte superior. Para ventilación. ¿Las tienen también las vuestras?
—¡Claro! —respondió mientras salía de la habitación—. Para que las patatas fritas se conserven mejor…
Habían expulsado al futuro representante de su promoción; habían hecho que a Greer Ulanov se le escapara el pis y mojara sus pantalones. Castigaban a los poetas, a las deportistas apasionadas, a los que tenían debilidad por ciertos colores en sus ropas. Cualquiera que tuviese un apodo llamativo, una imaginación extravagante o una vida social que destacara mínimamente y lo distinguiera de los demás estudiantes como alguien «diferente», resultaba sospechoso. Bien mirado, aquello era una guerra contra los originales.
Y yo me identificaba con ellos. En mi adolescencia tenía marcados y tormentosos rasgos armenios que hacían que nadie me considerara guapa. Tenía un rarísimo apellido. Mi hermano era un joven callado y adusto que, aunque me aventajaba en edad, no me había abierto ninguna puerta social. Tenía una madre encerrada en su propia casa, que jamás me llevaba a ninguna parte ni asistía a ninguna reunión escolar, y cuyo ingenio a fin de inventarse excusas para no hacerlo resultaba conmovedor. Y yo, por mi parte, era una soñadora que fantaseaba una y otra vez con la idea de escaparse, no ya de Racine, sino de los Estados Unidos. Pero los soñadores no nos guardamos las espaldas. De haber estudiado en 1998 en el Instituto de Gladstone, seguramente hubiera escrito también una redacción para la clase de inglés exponiendo el proyecto de liberar a mi triste familia de su miserable vida mediante el expediente de dinamitar el sarcófago en el que vivían en el 112 de Enderby Avenue para enviarla al otro barrio. O, si no hubiera hecho eso, habría analizado, en un ensayo sobre la «diversidad», los horribles detalles del genocidio armenio, lo que habría traicionado que sentía una malsana fascinación por la violencia. O habría podido manifestar una imprudente simpatía por el pobre Jacob Davis, sentado junto a su arma con la cabeza entre las manos, o, a lo mejor, hubiera tachado de «criminal» un examen de latín. De una manera u otra, seguro que me habrían expulsado.
Pero Kevin, no. Kevin no era raro. No aparentemente, al menos. Le había dado por la moda de las ropas pequeñas, pero no las llevaba todas de color negro, ni las escondía debajo de una gabardina; las «ropas de tallas exiguas» no figuraban en la relación oficial fotocopiada de las «señales de alarma». Sus calificaciones eran, prácticamente, una sucesión de B,[15] de lo que nadie más que yo parecía sorprenderse. Pensaba que Kevin era un muchacho brillante, y que, dada la tendencia general a poner notas altas a los alumnos, de vez en cuando tendría que aparecer, aunque fuera por casualidad, alguna A. Pero no: Kevin empleaba su inteligencia para no destacar, para mantener la cabeza bajo el parapeto. Y pienso incluso que «se pasaba» en esto; quiero decir que sus trabajos eran tan aburridos, faltos de vida y monótonos, que bordeaban lo anormal. Se hubiera podido pensar que sus frases, cortas y desgarbadas («Paul Revere montaba a caballo. Dijo que los ingleses venían. Dijo: “Los ingleses vienen. Los ingleses vienen”.»), no tenían otro propósito que irritar a su profesor. Pero sólo en una ocasión forzó su suerte en esto: cuando, en un trabajo para la clase de historia afroamericana, se las arregló para repetir hasta la saciedad palabras que aludían al término nigger (negro de mierda), como snigger (burlarse), niggardly (mezquino), y Nigeria, entre otras.
Desde el punto de vista social, Kevin se camuflaba bastante bien: tenía unos cuantos «amigos», los suficientes para no parecer un solitario alarmante. Todos ellos eran mediocridades —excepcionalmente mediocres, si vale la paradoja—, o perfectos cretinos, como Lenny Pugh. Mantenían todos la misma actitud minimalista con respecto a la educación, y procuraban no meterse en problemas. Tras la borra gris de su obediencia bovina tal vez hubiera una vida secreta, pero la única cosa que en el instituto no agitaba una señal roja de alarma era que un chico se mostrara sospechosamente gris. El disfraz era perfecto.
¿Se drogaba Kevin? Nunca lo he sabido con seguridad. Te atormentabas por la forma como abordar el tema con él: si siguiendo el camino riguroso de ver en todas las sustancias farmacéuticas una vía segura a la locura y la depravación, o bien el de jugar a hacerte el toxicómano arrepentido que se envanece de la larga serie de sustancias consumidas antes como caramelos hasta que aprendiste la dura realidad de que podían estropearte la dentadura. (La verdad: que aún no habíamos vaciado el botiquín, que los dos habíamos probado una serie de sustancias desinhibidoras, y no sólo por los años sesenta, sino hasta un año antes de nacer él; que el intento de vivir mejor mediante la química no nos había llevado a un psiquiátrico a ninguno de los dos, y ni siquiera a una sala de urgencias, y que pensar que todas aquellas disparatadas elucubraciones sobre lo que convenía y lo que no convenía hacer eran más fuente de nostalgia que de remordimiento, era, simplemente, inaceptable). Cada uno de aquellos caminos tenía sus riesgos. El primero te condenaba a aparecer como un carca que no tenía ni idea de qué estaba hablando; el segundo rezumaba hipocresía. Recuerdo que, al final, te decidiste por un camino intermedio y admitiste haber fumado droga y le dijiste, para ser coherente, que te parecía bien si quería probarla, pero que no se dejara pillar haciéndolo y que, por favor, por favor, no le dijera a nadie que no habías sido tajante en tu condena de cualquier tipo de narcóticos. Por mi parte, me mordí los labios. Estaba íntimamente convencida de que ingerir unas cuantas pastillas de éxtasis podría ser lo mejor que le ocurriera a nuestro hijo.
En cuanto al sexo, pienso que aquella jactancia suya del «Follar y tirar» hay que tomarla con reservas. Si he dicho que, de nosotros dos, soy quien mejor conozco a Kevin es sólo para expresar que soy consciente de su opacidad. Que me doy cuenta de que no lo conozco. Es posible que todavía sea virgen; sólo estoy segura de una cosa: de que si ha tenido alguna experiencia sexual, habrá sido deprimente: breve, jadeante; sin quitarse siquiera la camisa. (Para el caso, bien pudiera haberle servido sodomizar a Lenny Pugh. Me resulta sorprendentemente fácil imaginar la escena). De ahí que Kevin puede que haya seguido incluso tu severa advertencia de que, si alguna vez se sentía preparado para mantener relaciones sexuales, empleara siempre un preservativo, aunque tan sólo fuera para que el resbaladizo condón de caucho, abultado por su esperma lechoso, diera a sus vacuos encuentros una sordidez todavía más deseable. Soy de la opinión de que en la ceguera hacia la belleza no hay nada que implique necesariamente una ceguera hacia la fealdad, por la que Kevin ha desarrollado desde siempre una notable sensibilidad. Es muy posible que la existencia de tantos y tan diferentes matices entre lo sórdido y lo exquisito tenga por objeto que ni al espíritu más ruin se le niegue todo refinamiento.
Hubo una cosa más, al final del noveno curso de Kevin en la escuela, que no te dije nunca para no inquietarte, pero que mencionaré ahora de pasada para serte completamente sincera.
Recordarás, sin duda, que, a principios de junio, los ordenadores de AWAP se vieron contaminados por un virus informático. Nuestros técnicos le siguieron la pista hasta un mensaje de correo titulado, hábilmente: ADVERTENCIA: UN NUEVO VIRUS MUY PELIGROSO CIRCULA POR LA RED. Por lo visto, nadie se preocupaba ya de imprimir copias en papel o de conservar simples disquetes; así que, cuando el virus infectó también nuestra unidad central, los resultados fueron desastrosos. Archivo tras archivo, el sistema denegaba el acceso a él, o lo declaraba inexistente, o nos lo presentaba en pantalla como una simple sucesión de cuadraditos, signos ilegibles y tildes. Hubo que retrasar por lo menos seis meses la aparición de cuatro ediciones distintas, lo que animó a docenas de nuestras librerías más fieles, incluidas algunas grandes cadenas, a hacer cuantiosos pedidos de The Rough Guide y The Lonely Planet cuando AWAP no pudo satisfacer la notable demanda de actualizaciones al llegar el verano. (Tampoco nos ganó muchas amistades que el virus se autoenviara a todas las direcciones de correo electrónico existentes en nuestra lista de clientes). En realidad, jamás llegamos a recuperarnos del bajón de ventas que tuvimos en aquella campaña, y, por eso el hecho de que me viera obligada a vender la empresa en el 2000 por menos de la mitad del valor que tenía dos años antes es imputable también, en alguna medida, al contagio sufrido. En cuanto a mí, personalmente, contribuyó mucho a hacer que me sintiera acosada durante todo 1998.
No te he hablado del origen del virus porque me daba vergüenza hacerlo. Dirás que jamás debería haberme puesto a husmear. Que, por el contrario, debería haber respetado escrupulosamente todo cuanto se dice en cualquier manual para padres a propósito del respeto a la inviolabilidad del cuarto de un hijo. Que, por terribles que fueran las consecuencias de mi indiscreción, sólo podía culparme a mí. Pero ésa es la réplica más vieja del mundo, y la preferida para fustigar a todos los pérfidos habidos y por haber: cuando esas personas descubren algo censurable hurgando donde no deberían hacerlo, se les recrimina de inmediato su curiosidad, para distraer la atención de lo que han descubierto.
No estoy segura de qué fue lo que me llevó a entrar en su habitación. Aquel día no había ido a AWAP: me había quedado en casa porque tenía que llevar a Celia a otra visita con el oftalmólogo para comprobar si se le adaptaba bien la prótesis. Había muy pocas cosas en la habitación de Kevin que pudieran atraer mi curiosidad, pero puede que fuera precisamente eso, su misterioso vacío, lo que me indujo a curiosear. Apenas había abierto una rendija en la puerta cuando sentí con toda claridad que no debía estar allí. Kevin se hallaba en el instituto, tú localizando exteriores, y Celia ocupada en hacer sus deberes, que había comenzado hacía diez minutos y a los que aún tendría que dedicar un par de horas. Así que las probabilidades de que me sorprendieran fisgando eran escasas. Aun así, sentí acelerado mi pulso y entrecortada mi respiración. «No seas tonta», me dije. «Estoy en mi casa, y si, aunque es sumamente improbable, alguien me sorprende, siempre puedo decir que estoy buscando platos sucios».
Mala excusa en aquella habitación inmaculadamente limpia: te burlabas a veces de Kevin diciéndole que casi parecía una abuela por su manía de la limpieza. La cama estaba hecha con precisión propia de un campamento de reclutas. Le habíamos ofrecido una colcha con coches de carreras o motivos de la serie Dragones y Mazmorras; pero él se había mostrado firme en decir que la prefería lisa y de color beige. En las paredes no tenía adornos; ni carteles de Oasis o de las Spice Girls, ni fotos inquietantes de Marilyn Manson. Sus estantes se hallaban, en general, vacíos: unos pocos libros de texto, un ejemplar de Robin Hood: de los muchos libros que le habíamos regalado por Navidades o para su cumpleaños no había ni rastro. Tenía su propio televisor y su cadena de alta fidelidad, pero la única «música» que le había oído poner era un CD del tipo de los de Philip Glass, que disponen en secuencia frases generadas por computador conforme a una determinada ecuación matemática; carecían de modulación, sin picos ni valles, y eran de lo más parecido que pueda haber al ruido blanco que emitía su televisor cuando no lo tenía sintonizado en el canal de meteorología. Tampoco en este caso había el menor rastro de discos compactos que me hubiera podido dar algún indicio del tipo de música que le gustaba oír. Y, por más que resulte fácil conseguir unos preciosos salvapantallas con delfines saltando o naves espaciales acercándose a toda velocidad a nosotros, el que tenía Kevin en el acceso de su ordenador consistía meramente en puntos que aparecían al azar.
¿Sería esto lo que él veía dentro de su cabeza? ¿O tal vez fuera toda su habitación una especie de salvapantallas? Sólo faltaba un cuadro, una marina en la pared sobre la cabecera de la cama, para que tuviera la sensación de estar en una impersonal habitación vacía de una Quality Inn. Ni una foto en la mesilla de noche, ni un recuerdo sobre el escritorio. ¡Cuánto más hubiera preferido entrar en un antro espantoso en el que chirriara la música del heavy-metal y se agitaran lúbricas páginas centrales de Playboy, se respiraran turbios sudores y remara el olor de viejos emparedados de atún! Ésta última hubiera sido la clase de prohibida guarida adolescente que yo entendería, donde podría descubrir secretos seguros y accesibles como un viejo envoltorio de Durex bajo los calcetines o una bolsita de cannabis oculta en la puntera de una apestosa zapatilla de deporte. Pero, por el contrario, los secretos de aquella habitación giraban todos en torno a lo que yo nunca encontraría allí: huellas de mi hijo, por ejemplo. Mirando a mi alrededor, pensé intranquila: Podría ser la habitación de cualquier otro.
Pero lo que no estaba dispuesta a creer era que allí no hubiese nada que ocultar. Eso no me lo tragaba. Por consiguiente, cuando distinguí un montón de disquetes en un estante encima del ordenador, empecé a pasarlos. Sus títulos, rotulados a mano con caracteres de imprenta totalmente impersonales, eran oscuros: «Nostradamus», «Te quiero», «D4-X». Sintiéndome culpable, saqué uno de ellos del montón, dejé los demás exactamente igual que los había encontrado y salí de la habitación.
Ya en mi despacho, inserté el disquete en mi ordenador. Aunque no respondió bien, me di cuenta de que no contenía archivos normales de procesador de textos, y eso me decepcionó. Es posible que, en mi esperanza de encontrar unas notas o un diario privados, influyera más el deseo de asegurarme de que era capaz de pensar por sí mismo que el de conocer el contenido preciso de sus pensamientos más íntimos. Como no tenía intención de renunciar fácilmente, entré en el programa Explorer y cargué uno de aquellos archivos. Para mi perplejidad, apareció en la pantalla el Microsoft Outlook Express, justo en el instante en que llamó Celia desde la mesa del comedor diciéndome que necesitaba mi ayuda. Salí y estuve fuera por espacio de unos quince minutos.
Cuando volví, la pantalla del ordenador estaba apagada: se había cerrado por sí mismo, cosa que no hacía nunca sin que yo se lo ordenara. Desconcertada, lo conecté de nuevo, pero no conseguí de él más que mensajes de error, incluso después de haber sacado el disquete de la disquetera.
Lo que siguió lo sabes ya. Al día siguiente me llevé el ordenador al trabajo para que mis técnicos estudiaran lo que había ocurrido, pero me encontré el despacho patas arriba. No era exactamente un pandemónium, sino más bien la atmósfera de una fiesta en la que se hubieran acabado las bebidas. Sin nada que hacer, los empleados charlaban los unos con los otros. Nadie trabajaba, por la sencilla razón de que no podían: no había ni un solo terminal de la red que funcionara. Más tarde casi experimenté un gran alivio cuando George me informó de que el disco duro de mi ordenador estaba tan dañado, que haría bien en comprarme uno nuevo. Tal vez así, una vez destruido el objeto infectado, nadie sabría nunca que el virus había salido del ordenador portátil de la mismísima directora ejecutiva de AWAP.
Furiosa por el hecho de que Kevin guardara en casa el equivalente moderno de un escorpión de compañía, retuve varios días el disquete como prueba en vez de reintegrarlo discretamente a su estante. Pero, una vez se me pasó el enfado, tuve que reconocer que Kevin no había borrado personalmente los archivos de mi empresa y que el desastre era culpa mía. Así que, una tarde, llamé a su puerta y, una vez me hubo dejado entrar, cerré detrás de mí. Estaba sentado ante su escritorio. El salvapantallas de su ordenador parpadeaba burlona y aleatoriamente: un punto aquí, un punto allá.
—Quería preguntarte una cosa —le dije al tiempo que le mostraba el disquete—. ¿Qué es esto?
—Un virus —respondió sonriendo—. No lo habrás cargado, ¿verdad?
—¡Claro que no! —me apresuré a decir, con lo que descubrí que mentirle a un niño tiene casi los mismos efectos que mentirle a un padre: se me encendieron las mejillas del mismo modo que lo habían hecho cuando, a los diecisiete años, al día siguiente de haber perdido la virginidad, le expliqué a mi madre que había pasado la noche con una amiga de clase de la que ella jamás me había oído hablar. Pero las madres tienen olfato para esto. Y Kevin también—. Bueno… —rectifiqué pesarosamente—, sólo una vez.
—Actúa con sólo una vez que se cargue…
Sabíamos los dos que hubiera sido sumamente ridículo para mí haber entrado subrepticiamente en su cuarto para robarle un disquete, con el que, acto seguido, estropeé mi ordenador y paralicé mi oficina, sólo para presentarme ahora allí echando chispas y acusándolo de sabotaje industrial. Por eso la conversación prosiguió en tono tranquilo.
—¿Por qué tienes eso? —le pregunté respetuosamente.
—Hago colección.
—¿No te parece una cosa muy extraña para coleccionar?
—No me gustan los sellos de correos.
En aquel mismo instante tuve un presentimiento de lo que Kevin hubiera podido responderte en el caso de haber irrumpido tú en su cuarto decidido a averiguar por qué demonios tenía encima del escritorio un montón de virus informáticos: «Bueno…, es que, después de que vimos El silencio de los corderos, decidí que quería ser agente del FBI. ¿Sabías que cuentan con un verdadero ejército de agentes ocupados en seguirles la pista a esos piratas informáticos que difunden enormes cantidades de terribles virus? Así que he decidido estudiarlos y aprender todo lo que pueda acerca de ellos, porque he leído que es un gran problema para la nueva economía globalizada e incluso para la defensa de nuestro país». Que Kevin me ahorrara aquella actuación —coleccionaba virus informáticos, ¿y qué?— hizo que me sintiera singularmente halagada.
Así que me limité a preguntarle humildemente:
—¿Cuántos tienes?
—Veintitrés.
—¿Son difíciles de encontrar?
Me miró animosamente, con su habitual dosis de indecisión, pero como si a la vez sintiera el capricho de experimentar qué tal podía ser eso de conversar con su madre:
—Es difícil capturarlos vivos —respondió—. Se sueltan y te muerden. Has de saber cómo manejarlos. Como un médico, ¿sabes?, que estudia las enfermedades en un laboratorio, pero no desea contagiarse.
—¿Quieres decir que tienes que ir con cuidado de que no infecten tu propia máquina?
—Sí. «Ratón». Ferguson me está enseñando cómo se hace.
—Puesto que los coleccionas, tal vez puedas explicarme una cosa: ¿por qué los crea la gente? No lo entiendo. No consiguen nada con ellos. ¿Qué atractivo le ven?
—No comprendo qué es lo que no entiendes.
—Entiendo que se piratee a una empresa telefónica para conseguir llamadas gratis, o que se roben números secretos de tarjetas de crédito para comprar cosas. Pero esa clase de delito informático no veo que beneficie a nadie. ¿Qué interés tiene?
—Ésa es la cuestión.
—Sigo sin entenderlo —dije.
—Los virus tienen su propia belleza, ¿sabes? Una belleza casi pura. Por así decirlo, hacen obras de caridad. ¿No lo entiendes? Son desinteresados.
—Pues no me parecen tan diferentes del responsable del SIDA…
—Tal vez fue así como se creó —dijo Kevin en tono afable—. ¿Cómo, si no? Tecleas en tu ordenador, te vas a casa y la nevera se pone en marcha, y otro ordenador escupe el cheque de tu nómina, y mientras duermes no paran de entrar cosas en tu ordenador… Para el caso, podrías estar muerta.
—¿O sea qué es eso? Que se trata de saber que estás vivo. De demostrarles a los demás que no te controlan. De demostrarles que eres capaz de hacer algo, aunque eso pueda hacer que te detengan.
—Sí, eso es —respondió en tono de aprobación. Por la expresión de sus ojos, pude ver que me había superado a mí misma.
—¡Vaya! —dije al tiempo que le devolvía el disquete—. Gracias por explicármelo.
Cuando me disponía a salir, dijo:
—Tu ordenador se jodió, ¿verdad?
—Sí, está estropeado —asentí a mi pesar—. Creo que me lo merecí.
—¿Sabes una cosa? Si hay alguien que te cae mal, y tienes su dirección de correo electrónico, házmelo saber —se ofreció.
Me reí con ganas:
—De acuerdo. Te lo prometo. Aunque, algunos días, con la gente que me cae mal podría hacer una lista muy larga.
—Pues adviérteles que tienes amigos en los bajos fondos —me aconsejó.
¡O sea que esto son los lazos familiares!, pensé, maravillada. Y cerré la puerta.
Eva