8 DE MARZO DE 2001

Querido Franklin,

¡Dios mío, ha habido otra matanza! Hubiera debido darme cuenta el lunes por la tarde, cuando noté que, de pronto, mis compañeros de trabajo trataban de evitarme.

Lo consabido. En un barrio residencial de los alrededores de San Diego, en California, Charles «Andy». Williams —un chico de quince años, blanco, escuchimizado, de aspecto apocado, labios finos y cabellos enmarañados como el pelo de una vieja moqueta—, se presentó en el Instituto de Santana con un rifle del calibre 22 en la mochila. Se escondió en el aseo de los chicos, donde abatió a dos de sus condiscípulos, y luego se dirigió al vestíbulo; allí se puso a disparar a diestro y siniestro contra todo bicho viviente. Murieron dos estudiantes, y otros trece resultaron heridos. Luego volvió a ocultarse en los aseos, donde la policía lo encontró temblando de miedo y apuntando con el arma a su cabeza. Repetía lloriqueando, por más que no viniera a cuento: «He sido yo, sólo yo». No ofreció resistencia cuando lo detuvieron. Ni que decir tiene a estas alturas que acababa de romper con su novia, una cría de apenas doce años.

Curiosamente, en los informativos del lunes por la noche algunos de sus compañeros describieron al autor de la matanza como un «pobre desgraciado», menospreciado por la mayoría de sus condiscípulos, que lo consideraban «un bicho raro y patoso» y la habían tomado con él, mientras que otros afirmaron que tenía muchos amigos, que ni muchísimo menos podía decirse de él que fuera víctima de la malevolencia de sus condiscípulos o que éstos lo marginaran, y que, de hecho, todo el mundo lo apreciaba. Debió de temerse que estos últimos testimonios confundieran al público estadounidense, pues en el reportaje que dedicó el telenoticias de la noche a la matanza, el cual se proponía responder a todos los «porqués», se eliminaron las intervenciones que aseguraban que su autor «gozaba del aprecio general». Y es que, si «Andy». Williams no había sido víctima de los matones de su instituto, no cabía aducir, para explicar su crimen, la interpretación hoy en boga de que las matanzas como la que perpetró son una «venganza de los rechazados», interpretación que trata de convencernos de que la prevención de hechos similares no se basa en ejercer un control más riguroso de las armas de fuego, sino en tratar de entender, y paliar, los sufrimientos de los adolescentes marginados.

En consecuencia, aunque «Andy». Williams es hoy casi tan famoso como el cantante homónimo, dudo mucho que haya en este país ninguna persona que se considere bien informada capaz de decir el nombre de uno, siquiera, de los dos chavales a los que mató, dos adolescentes cuya única culpa fue tener que ir al lavabo una mañana en la que el resto de sus condiscípulos, más afortunados, no sintieron necesidades fisiológicas durante la clase de geometría. Se trata de Brian Zuckor y Randy Gordon. A fin de ejercitar lo que considero un deber cívico, me he aprendido sus nombres de memoria.

A lo largo de mi vida he conocido a padres que me han explicado horribles incidentes que afectaron profundamente a sus hijos: el bautismo por inmersión en agua hirviendo al caerles encima el contenido de una olla en la que se guisaba un estofado de pavo, o la recuperación de un gato extraviado a través de una ventana abierta en un tercer piso. Con anterioridad a 1998, daba por supuesto que sabía de qué hablaban, así como de qué evitaban hablar, pues a menudo hay un muro de silencio privado en torno a tales historias que sólo tienen derecho a franquear, como en las unidades de cuidados intensivos, los parientes más cercanos del paciente. Siempre había respetado esas defensas de la intimidad. Las desgracias personales de los demás, de la clase que sean, son excluyentes, y les estaba agradecida por colocar ese metafórico cartel de PROHIBIDO EL PASO que me permitía no implicarme demasiado en ellas y experimentar el alivio secreto y egoísta de pensar que a mis seres queridos no les había pasado nada. Aun así, imaginaba que sabía, más o menos, lo que ocurría al otro lado del cartel. Ya se trate de una hija o de un abuelo, el dolor es el dolor. Pues bien, pido perdón por mi presunción. No tenía ni idea.

Cuando se trata de un hijo, importa poco cómo sucedió el accidente, lo lejos o lo cerca que estuvieras en aquel momento y si tuviste o no la posibilidad de evitarlo: te sientes responsable de la desgracia que se ha abatido sobre él. Somos lo único que tienen nuestros hijos, y su convicción de que siempre los protegeremos es contagiosa. Por eso, Franklin, si piensas que el objetivo de lo que te estoy diciendo es proclamar una vez más mi inocencia, estás muy equivocado. En términos generales, sigo creyendo que fui responsable de lo sucedido, y, en cierto sentido, eso fue también lo que creí entonces.

Como mínimo, desearía haber mantenido al pie de la letra, en lo que a mí respectaba, las decisiones que tomamos acerca del cuidado de nuestros hijos. Habíamos contratado a Robert, un estudiante de sismología del Observatorio de Lamont-Doherty, para que fuera a buscar a Celia de la escuela, la trajera a casa y se quedara con ella hasta que llegara uno de nosotros, y ésas eran las reglas que hubieran debido mantenerse. Contra todo pronóstico, conseguimos que Robert no nos dejara plantados —había amenazado con hacerlo— asegurándole formalmente que Kevin era ya lo bastante mayor para cuidar de sí mismo, por lo que sólo tendría que ocuparse de Celia. Pero estabas empeñado en convertir a Kevin, que tenía ya catorce años, la edad media de los canguros de nuestro vecindario, en un muchacho responsable. Y, para conseguirlo, era fundamental que nos fiáramos de él. En teoría, no había nada que objetar a aquella idea. Así pues, le dijiste a Robert que podía marcharse cuando Kevin volviera del instituto, pues nuestro hijo cuidaría de su hermana hasta que tú o yo regresáramos a casa. Eso resolvía un problema cada vez más habitual: el de que si quedabas atrapado en un embotellamiento, o yo salía del trabajo más tarde de lo habitual, Robert no tuviera la molestia —por más que recibía generosas compensaciones por ello— de quedarse más tiempo de lo convenido en Palisades Drive; sobre todo, si en el Observatorio de Lamont-Doherty había trabajos de investigación que requerían su presencia.

Cuando trato de recordar aquel lunes, se me encoge el corazón igual que si quisiera esquivar el impacto de un bumerán. Pero el recuerdo persiste, y, al final, acaba propinándome en la cabeza un golpe tan fuerte como el que hubiera podido causarme recibir realmente el impacto de esa arma arrojadiza.

Una vez más, estaba haciendo «horas extra». Desde el nuevo acuerdo con Robert, no me sentía tan culpable si tenía que quedarme un rato más en el despacho. Por aquel entonces el predominio de AWAP en el sector de viajes de bajo presupuesto había comenzado a declinar. Teníamos mucha más competencia que cuando empecé a editar las guías. The Lonely Planety The Rough Guide habían experimentado un notable crecimiento. Además, como este país vivía entonces una época de gran prosperidad, la demanda de viajes baratos había menguado mucho, lo que también repercutió en la venta de nuestras guías. Por todo ello, cuando sonó el teléfono, estaba estudiando, aunque sin demasiada convicción, la propuesta de una nueva serie de guías AWAP destinadas a personas que rondaran la cincuentena, acostumbradas a hacer buenos negocios en la Bolsa a través de Internet, probablemente con algunos kilos de más, nostálgicas de aquel viaje a la aventura por Europa que hicieron en los años sesenta con una ajada guía AWAP en la mano, convencidas de ser aún estudiantes universitarios —si no de hecho, al menos espiritualmente—, acostumbrada a los vinos de treinta dólares la botella, pero que conservaban el espíritu aventurero, ansiosas de gozar de todas las comodidades, a condición de que no recibieran ese nombre, y, sobre todo, horrorizadas por la idea de usar las formales Guías Azules que tanto les gustaban a sus progenitores.

Me dijiste que condujera con prudencia. Me dijiste que estaba ya en el hospital y que no había nada que yo pudiera hacer. Me dijiste que su vida no corría peligro. Y me lo repetiste varias veces. Todo ello era cierto. Luego añadiste que se restablecería por completo, lo cual no era cierto, aunque, para la mayoría de mensajeros portadores de malas noticias, la tentación de dar esa falsa seguridad parece irresistible.

No tuve otra opción que la de conducir con prudencia, pues el tráfico en el puente George Washington estaba colapsado. Cuando finalmente pude ver la expresión abatida de tu rostro en la sala de espera del hospital, me di cuenta de que, en el fondo, también la querías, lo cual hizo que me reprochara haberlo dudado. Kevin, por suerte, no estaba contigo, porque hubiera sido capaz de sacarle los ojos con las uñas.

Tu abrazo rara vez me había ofrecido un consuelo tan escaso. Te estreché contra mí con todas mis fuerzas durante largo rato, como si intentara sacar algo más de ti, del mismo modo que se estruja un envase vacío de crema para las manos hasta que sólo salen de él unas burbujas de aire.

Me explicaste que Celia estaba aún en el quirófano. Mientras me dirigía al hospital, llevaste a Kevin de vuelta a casa, porque allí no podíais hacer nada más que esperar y no tenía objeto que él también pasara aquel mal trago. Pero no pude menos que preguntarme si no te lo habrías llevado de la sala de espera para protegerlo de mi posible reacción.

Nos sentamos en las mismas sillas metálicas de color verde mar donde aguardé con pavor la reacción de los médicos cuando Kevin les explicara que le había roto el brazo. Llegué a pensar incluso, con tristeza, si no habría estado ocho años esperando su oportunidad.

—No entiendo cómo ha podido ocurrir —dije en voz baja.

—Creo que te lo expliqué cuando te telefoneé —me respondiste.

—Sí, pero sigo sin entenderlo. —No quería discutir contigo; simplemente, estaba desconcertada—. ¿Qué estaría haciendo la niña con ese producto?

—Los niños…, ya sabes… —me respondiste mientras te encogías de hombros—. Jugar, supongo.

—Pero…, pero ella… —Mi mente se quedaba en blanco sin parar. Tenía que volver a pensar una y otra vez lo que quería decir y repetirme mentalmente nuestra conversación: qué me habías dicho, qué iba a contestarte… Estábamos hablando del baño, sí.

—Aunque va al baño sola —dije al cabo—, sigue siendo un lugar que la atemoriza. Igual que antes. Jamás se pondría a jugar allí.

Me di cuenta de que había un incipiente tono de irritación en mi voz, lo cual me pareció peligroso, pues hubiera podido ponernos al borde del precipicio. Celia estaba aún en el quirófano. No quería pelearme contigo, quería que siguieras estrechando mi mano entre las tuyas.

Me dio la sensación de que pasaron horas antes de que el médico saliera del quirófano y viniera a informarnos. En el ínterin, llamaste un par de veces a casa por el móvil procurando que no escuchara la conversación, como si trataras de protegerme de algo, y me trajiste un café de la máquina adosada a la pared; se había enfriado, y estaba cubierto por una fina capa de nata. Cuando una enfermera nos señaló al cirujano, comprendí de pronto por qué algunas personas adoran a sus médicos, y por qué hay médicos que tienden a considerarse casi divinos. Pero me bastó con mirar su cara para darme cuenta de que aquél no se consideraba divino, precisamente.

—Lo siento muchísimo —dijo—. Hemos hecho todo lo que hemos podido. Pero el ojo estaba demasiado dañado. No había ninguna posibilidad de salvarlo.

Nos instaron vivamente a que volviéramos a casa. Celia estaba sedada, y tardaría algún tiempo en despertarse. «Será demasiado corto», pensé. Abandonamos, pues, la sala de espera. Hiciste hincapié, con voz neutra, en que, por lo menos, según el médico, su otro ojo, probablemente, funcionaba bien. Pero esa misma mañana daba por descontado que nuestra hija tenía dos ojos que funcionaban a la perfección.

En el aparcamiento hacía frío. Con las prisas, había olvidado mi abrigo en el despacho. Teníamos que llevar dos coches a casa, y ello me hizo sentir aún más frío. Tenía la sensación de que estábamos en una especie de cruce de caminos, y temí que, si cada uno se marchaba de allí en su universo vehicular propio, tal vez acabaríamos confluyendo en el mismo lugar, pero sólo en sentido geográfico. Debiste de tener la misma sensación, porque, como hacían últimamente, cada vez con más frecuencia, mis compañeros de trabajo en el despacho, me dijiste que estábamos en el mismo barco, y me invitaste a subir a tu todoterreno para charlar y entrar en calor unos instantes.

Añoraba tu antigua camioneta azul celeste, que asociaba a nuestro noviazgo, cuando corríamos por la autopista con los cristales de las ventanillas bajados y la música a tope, igual que si fuéramos la encarnación de una canción de Bruce Springsteen. Y aquella camioneta casaba mejor con tu manera de ser, o, al menos, con tu manera de ser en aquella época: clásica, casera, sincera. Pura, incluso. Un artista como Edward Hopper jamás habría pintado el voluminoso todoterreno con el que la remplazaste: se alzaba de un modo poco natural sobre unas ruedas demasiado altas y de neumáticos excesivamente anchos, y su carrocería de contornos prominentes y redondeados evocaba una balsa de caucho hinchable. Sus amenazadores guardabarros y su pose de matón me recordaban a uno de esos pequeños lagartos cuya única arma es la apariencia feroz, y sus detalles de exagerada virilidad, más propia de unos dibujos animados que de la vida real, me indujeron a decirte, en tono jocoso (¡qué tiempos aquellos!): «Seguro que, si buscas debajo del chasis, le encontrarás la polla». Por lo menos, te reíste.

La calefacción funcionaba bien; demasiado bien, incluso, pues al cabo de unos minutos el ambiente en su interior se tornó asfixiante. Era más grande que tu antigua camioneta, pero ésta nunca me había parecido claustrofóbica cuando los dos estábamos dentro.

Finalmente, apoyaste tu nuca en el mullido reposacabezas y te quedaste mirando el techo.

—No puedo creer que te olvidaras de guardarlo —dijiste.

Asombrada, no respondí.

—Pensaba no decírtelo —seguiste—. Pero, si me lo callara ahora, pasaría semanas y semanas dándole vueltas al asunto, y eso sería todavía peor.

Me humedecí los labios, me había puesto a temblar.

—Seguro que lo guardé —dije.

Inclinaste la cabeza y suspiraste.

—No me gusta tener que decirte esto, Eva. El sábado empleaste el desatascador. Lo recuerdo porque dijiste que el desagüe del baño de los niños olía mal, y más tarde nos advertiste de que no tiráramos agua por él durante una hora, porque habías puesto el desatascador.

—Lo guardé —dije—. Volví a dejarlo en el armario alto y lo cerré con llave. Y Celia no puede llegar hasta él ni subiéndose a una silla.

—Pues, entonces, ¿cómo salió de allí?

—¡Buena pregunta! —exclamé secamente.

—Mira, ya sé que siempre eres muy cuidadosa con las sustancias cáusticas, y que tienes la costumbre de guardarlas inmediatamente después de usarlas. Pero las personas no somos máquinas…

—Recuerdo haberlo guardado, Franklin.

—¿Recuerdas haberte puesto los zapatos esta mañana? ¿Recuerdas haber cerrado la puerta tras de ti al salir de casa? ¿Cuántas veces estábamos ya dentro del coche y hemos vuelto a entrar en casa para asegurarnos de que habíamos apagado la estufa de gas? Cuando para nosotros la acción de cerrarla antes de salir de casa es algo casi automático…

—Pero la estufa nunca está encendida, ¿no? Es casi una regla general, una especie de aforismo práctico: la estufa nunca está encendida.

—Te diré cuándo está encendida, Eva: la única vez que no te has molestado en comprobarlo. Y es entonces cuando provoca un incendio y arde la jodida casa.

—¿Por qué tenemos esta absurda conversación con nuestra hija en el hospital?

—Quiero que lo reconozcas. No estoy diciendo que no vaya a perdonarte. Sé que tienes que sentirte muy mal, pero sólo podrás superar tu dolor si afrontas la realidad.

—Janis vino esta mañana. Quizá fue ella quien lo dejó fuera… —En realidad, no había pensado ni por un instante que Janis hubiera podido ser tan negligente, pero necesitaba desesperadamente mantener a raya la imagen que empezaba a presentarse en mi cabeza, y eso pasaba por proponer un sospechoso más verosímil.

—Janis no necesitaba el desatascador. Todos los desagües estaban limpios.

—De acuerdo —dije, y añadí, tras armarme de valor—: Pues, entonces, pregúntale a Kevin cómo salió del armario esa botella.

—¡Ya sabía adónde iríamos a parar! Primero, es un misterio; luego, debe de ser culpa de la asistenta. ¿Quién más queda? Y es en ese momento cuando Eva, que jamás comete ningún error, no tiene otro remedio que culpar a su propio hijo.

—Se suponía que tenía que ocuparse de Celia. Tú dijiste que ya tenía edad para hacerlo…

—Sí, ocurrió mientras Kevin se encargaba de vigilarla. Pero Celia estaba en el cuarto de baño. Kevin dice que ella cerró la puerta, y la verdad es que no hemos animado precisamente a nuestro hijo de catorce años a entrar en el baño cuando su hermana está sentada en el retrete.

—Todo eso resulta muy extraño, Franklin. Olvídate por un momento de cómo llegó a sus manos el desatascador, por favor. Dejemos eso de lado. ¿Por qué había de ponérselo en su propio ojo?

—Pues… No lo sé. Quizá porque a los niños les gusta experimentar, y, a causa de su inexperiencia, esos experimentos pueden resultar muy peligrosos. ¿Por qué, si no tuviéramos miedo de lo que podría pasarles, guardaríamos esa clase de productos en un armario que siempre procuramos tener bien cerrado? Lo importante es que Kevin hizo lo que debía. Dice que, cuando la oyó gritar, acudió corriendo y, en cuanto supo qué pasaba, le lavó la cara con agua y le aclaró el ojo lo mejor que pudo. Después llamó para pedir una ambulancia, antes incluso de llamarme al móvil. Es, justamente, lo que debía hacer, en el orden correcto. Ha actuado muy bien.

—A mí no me llamó —dije.

—Bueno… —me replicaste—. Él sabrá por qué.

—Las heridas… —Respiré hondo—. Las heridas tienen que haber sido muy graves. Mucho, ¿verdad? —Me había echado a llorar, pero me esforcé por dominar mis lágrimas porque tenía que expresar lo que llevaba dentro—. Si ha perdido el ojo, a pesar de lo mucho que ha avanzado la cirugía últimamente, es porque debía de tenerlo muy mal, terriblemente dañado. Y, para eso… Para eso hace falta tiempo. —Callé. Sólo se oía el siseo de la calefacción del coche. El aire era seco, y notaba pegajosa mi saliva—. Hace falta tiempo para que esa sustancia actúe.

Por eso dice la etiqueta que has de esperar hasta que haya hecho efecto su aplicación.

En un gesto compulsivo, me había llevado los dedos a los ojos y apretaba sus yemas contra los párpados; debajo de ellos notaba los suaves, casi imperceptibles, movimientos de los globos oculares.

—¿Qué pretendes dar a entender? ¿No te parece suficiente acusar a tu hijo de negligencia…?

—¡El médico dijo que cicatrizaría! ¡Que tenía quemado todo un lado de la cara! ¡Tiempo, eso tiene que haber requerido tiempo! Quizá sí le aclaró la cara…, pero… ¿cuándo? ¿Una vez que hubo terminado?

Me agarraste por los brazos y los levantaste y los apartaste a ambos lados de mi cabeza para poder mirarme de hito en hito:

—¿Terminado? ¿Qué? ¿Sus deberes? ¿Sus prácticas con el arco?

—Terminado de quemar a Celia —gemí.

—¡No vuelvas a decir eso nunca! A nadie. ¡Ni siquiera a mí!

—¡Piénsalo! —Me zafé de tus brazos retorciéndome—. ¿Que Celia se roció a sí misma con ácido? ¡Nuestra Celia, la que se asusta de todo! ¡Y que tiene seis años, no dos! Ya sé que la consideras un poco retrasada, pero no es verdad. Ha aprendido que no debe tocar la estufa, ni beber lejía. Kevin, en cambio, puede alcanzar ese armario, y abrir con los ojos cerrados cualquier cerradura de seguridad. ¡No es su salvador! ¡Lo ha hecho él, Franklin! ¡Ha sido él!

—Me siento avergonzado de ti, avergonzado… —dijiste a mis espaldas cuando me volvía para abrir la portezuela—. ¡Acusar así a nuestro hijo sólo porque no eres capaz de reconocer tu propia negligencia! ¡Es peor que una cobardía! ¡Es repugnante! Haces acusaciones monstruosas y, como de costumbre, no tienes ninguna prueba. ¿Ha dicho algo ese médico acerca de que el relato de Kevin no cuadrara con las heridas de su hermana? No, no lo ha hecho. Sólo su madre es capaz de detectar el encubrimiento de una acción infame porque ella sí es experta en medicina, y perfecta conocedora de los productos químicos corrosivos por el mero hecho de emplearlos de vez en cuando para limpiar la casa.

Como siempre, no fuiste capaz de seguir gritándome al ver que me echaba a llorar:

—Mira —me suplicaste—. No sabes lo que dices porque estás muy alterada. No eres tú misma. Es duro y va a seguir siéndolo todavía más porque vas a tener que enfrentarte a ello. Celia va a sufrir, y durante algún tiempo no será un espectáculo agradable. Lo único que podrá hacerlo más llevadero es que asumas tu parte de culpa en lo ocurrido. Celia, hasta la propia Celia, ha sido capaz de reconocer su fallo con la musaraña elefante: ¡dejó la jaula abierta! Y eso es parte de su dolor: el saber que no sólo hizo algo mal, sino que, si hubiera actuado de otra forma, aquello no habría ocurrido. ¡Asume su responsabilidad, y sólo tiene seis años! ¿Por qué no eres capaz de asumir la tuya?

—¡Ojalá pudiera asumir toda la responsabilidad! —susurré mientras mi aliento empañaba el cristal de la ventanilla—. ¡Tendría deseos de matarme por haber dejado ese desatascador a su alcance! ¿No comprendes que en ese caso todo sería más sencillo? ¿Por qué tendría que sentirme tan trastornada? Si hubiera sido culpa mía, sólo culpa mía… Entonces la cosa no sería tan terrible. Esto es muy serio, Franklin: ya no se trata de una niña pequeña rascándose su eccema. Ignoro cómo nuestro hijo ha llegado a convertirse en un monstruo, pero es así, Franklin, y odia a Celia.

—¡Basta, Eva! —Tu exclamación tuvo cierto tono litúrgico, profundo y resonante como el «amén» de una oración—. Sabes que no tengo por costumbre actuar de forma autoritaria. Pero Kevin ha pasado por una terrible experiencia traumática. Su hermana ya no será nunca la misma. Ha actuado con buen criterio en una crisis, y quiero que se sienta orgulloso de ello. Aun así, era él quien tenía que cuidar de su hermana y será inevitable que se culpe de lo ocurrido. Tienes que prometerme, pues, que harás todo cuanto esté a tu alcance para asegurarle que no tiene que culparse de nada.

Tiré del gancho de la portezuela y la abrí unos centímetros. Necesitaba marcharme de allí, escapar corriendo.

—¡No te vayas aún! —me ordenaste al tiempo que me agarrabas del brazo—. Necesito que me lo prometas.

—¿Que te prometa mantener la boca cerrada o dar crédito a esa inverosímil historia suya? Porque yo podría contar otra…

—No puedo obligarte a que creas lo que cuenta tu propio hijo. Y no será porque no lo haya intentado. En una cosa tenías razón: carecía de pruebas. Sólo contaba con la cara de Celia. Y había estado en lo cierto al temer que nunca fuera hermosa.

Bajé del todo-terreno y te miré a través de la abierta portezuela. Mientras el viento frío alborotaba mis cabellos, me puse en posición de «¡Firmes!»; me había venido a la memoria la imagen de las frágiles treguas pactadas entre generales desconfiados en medio de campos devastados por la guerra.

—Está bien —dije—. Lo llamaremos un accidente. Puedes incluso decirle: «Creo que tu madre olvidó guardar en el armario el desatascador después de usarlo el sábado». Al fin y al cabo, Kevin sabía que había desatascado aquel desagüe. Pero, a cambio, tienes que prometerme una cosa: que jamás volverás a dejar a Kevin solo con Celia. Ni siquiera cinco minutos.

—De acuerdo. De todas formas, te apuesto lo que quieras a que, por ahora, Kevin no tendrá ganas de volver a hacer de canguro.

Dije que nos veríamos en casa; una despedida educada que me costó un tremendo esfuerzo.

—¡Eva! —me llamaste cuando me iba, y di media vuelta—: Ya sabes que no tengo gran confianza en los psiquiatras. Pero tal vez deberías hablar con alguno. Creo que necesitas ayuda. No lo interpretes como una acusación. Es sólo que tienes razón en una cosa: esto se está convirtiendo en un problema serio. Temo que queda fuera de mi alcance.

Ciertamente, era así.

Durante las dos semanas siguientes, mientras Celia se recobraba en el hospital, reinó en casa una extraña tranquilidad. Hablábamos poco. Cuando te preguntaba qué querías para cenar, me respondías que te daba igual. En relación con Celia, nuestras conversaciones se referían más que nada a la logística, en particular, a cuándo iría cada uno de nosotros a visitarla. Aunque parecía sensato que fuéramos los dos por separado, para que tuviera compañía durante la mayor parte del día, la verdad es que ni tú ni yo deseábamos volver a compartir tu sobrecaldeado todo-terreno. De vuelta en casa, comentábamos los detalles de su estado, que, por más desoladores que fueran —una infección subsiguiente a la enucleación, un término técnico que hubiera deseado no conocer nunca, dañó aún más el nervio óptico y excluyó la posibilidad de un transplante—, daban materia a nuestras conversaciones. Cuando busqué un oftalmólogo para que la atendiera en su rehabilitación, di con un médico llamado Krikor Sahatjian que tenía su consulta en el Upper East Side. «Los armenios se ayudan los unos a los otros», te comenté; «seguro que nos prestará especial atención». «También lo haría el doctor Kevorkian», me respondiste con un gruñido, pues sabías que el llamado «Padre del Suicidio Asistido» era un armenio del que mi conservadora comunidad no se sentía precisamente orgullosa. Aún así, aquella conversación entre nosotros tuvo un tono desenfadado que agradecí mucho; sobre todo, porque eso era ya cada vez menos frecuente por aquel entonces.

Recuerdo haberme esforzado en mostrar la mejor de las actitudes posibles contigo: no levantarte nunca la voz, no quejarme cuando apenas probabas una comida que me había costado mucho trabajo preparar. En la cocina, procuraba hacer el menor ruido posible, y evitaba incluso el ruido metálico que hacen los cacharros al entrechocar. Con respecto al inexplicable buen ánimo mostrado por Celia en el hospital de Nyack, me guardé muchos comentarios admirativos por considerarlos indecorosos, como si su desconcertante buena disposición fuera una afrenta hacia aquellos mortales, mucho más comunes, que se quejan razonablemente del dolor y se vuelven irascibles durante la convalecencia. En nuestro hogar, mis elogios a nuestra hija siempre parecieron ser recibidos como una jactancia por mi parte. En resumidas cuentas, hice un esfuerzo deliberado para comportarme con normalidad, lo cual, al igual que mis proyectos de intentar mostrarme alegre y ser una buena madre, hemos de añadir a nuestra lista de planes condenados irremisiblemente al fracaso.

Tu observación acerca de mi «necesidad de ayuda» me inquietó. Había repasado tantas veces mis recuerdos de que había puesto a buen recaudo el frasco del desatascador, que tenía la cinta gastada y no podía ya fiarme por completo de mi memoria. Reconsideraba mis sospechas y, en ocasiones…, bueno, no me parecían del todo claras. ¿De verdad había guardado el frasco? ¿Eran realmente aquellas heridas demasiado graves para concordar con la historia tal como Kevin la contó? ¿Disponía de una sola prueba material que pudiera ser presentada ante un tribunal? No necesitaba «hablar con nadie del asunto», pero habría dado cualquier cosa por poder comentarlo contigo.

Sólo un par de días después del accidente, nos convocaste a una mesa redonda. Acabábamos de cenar, más o menos, porque Kevin se había servido la comida directamente de los fogones. A fin de seguirte la corriente, asumió su actitud más contrita, y casi se echó de bruces sobre la mesa del comedor. Por mi parte, convocada también a disgusto, me sentía tan incómoda como aquella vez, cuando tenía nueve años, en que le tuve que pedir excusas al señor Wintergreen por haber cogido unas cuantas nueces caídas del nogal que crecía en su jardín trasero. Tras dirigir a Kevin una mirada furtiva, mi mayor deseo hubiera sido decirle: «Borra de tu cara esa sonrisita. No se trata de una broma: tu hermana está en el hospital». O: «Ve a ponerte una camiseta que no sea cinco tallas menor que la tuya, porque el mero hecho de estar en la misma habitación contigo, teniendo tú esa facha, me crispa los nervios». Pero no podía. En la cultura de nuestra familia, semejantes advertencias paternas, tan corrientes, no eran admisibles; sobre todo, si era yo quien las hacía.

—Por si te preocupa, Kev —empezaste, por más que no daba la sensación de estar preocupado, ni mucho menos—, no se trata de acusarte de nada. Queremos, sobre todo, que sepas lo mucho que nos has impresionado con tu rápida forma de pensar y actuar. Si no hubieses llamado enseguida a urgencias, la cosa quizá habría sido todavía peor. —¿Peor?, pensé. Bueno, ciertamente, hubiera podido bañarse en aquel líquido…—. Tu madre tiene algo que decirte también.

—Quiero darte las gracias —empecé, sin mirarlo a los ojos— por haber hecho que llevaran a tu hermana al hospital.

—Dile lo que me dijiste —me apremiaste—. Recuerda: decías que te preocupaba que pudiera sentirse, bueno, ya sabes…

Esa parte era más sencilla. Lo miré a los ojos.

—Sí, que pudieras sentirte responsable de lo ocurrido.

Sin inmutarse, echó el cuerpo hacia atrás, y me vi contemplando mi frente amplia, mi mandíbula estrecha, mi ceño fruncido y mi tez morena. Era como mirarme en un espejo, aunque no tenía la menor idea de lo que pudiera estar pensando Kevin.

—¿Por qué? —me preguntó.

—¡Porque se suponía que tenías que cuidar de ella! —le respondí.

—Pero querías recordarle —interviniste— que no se nos había pasado por la cabeza que estuviera pendiente de ella cada minuto, que siempre pueden ocurrir accidentes y que, por eso, no fue culpa suya. Lo que me dijiste. Ya sabes. En el todo-terreno.

Fue exactamente igual que pedirle disculpas al señor Wintergreen. En aquel momento, hubiera querido decirle: ¡Pero si todas sus jodidas nueces están agusanadas o podridas, desgraciado de mierda! Y, sin embargo, lo que hice fue prometerle que recogería sus miserables nueces, las limpiaría y, cuando tuviera un saco lleno, se lo entregaría.

—No queremos que te culpes. —Mi tono remedaba el de Kevin cuando habló con los policías: señor agente esto, señor agente lo otro…— Yo soy la única culpable. No debí dejar el desatascador fuera del armario.

Kevin se encogió de hombros:

—Nunca he dicho que me reprochara nada. —Se puso en pie—. ¿Puedo irme?

—Una cosa más —dijiste—. Tu hermana va a necesitar tu ayuda.

—¿Por qué? —preguntó mientras se dirigía a la cocina—. Ha sido sólo un ojo, ¿no? No parece que vaya a necesitar un perro lazarillo o un bastón blanco.

—En eso tienes razón —dije—. Por suerte para ella.

—Pero necesitará tu apoyo —dijiste—. Va a tener que llevar un parche.

—Estupendo —dijo. Regresó trayendo consigo del frigorífico una bolsa de lichis. Era febrero; su época de sazón.

—Más adelante le pondrán un ojo de cristal —dijiste—, pero te agradeceríamos que estuvieras a su lado por si los chicos del vecindario se burlan de ella.

—¿Y qué les diré? —preguntó mientras retiraba cuidadosamente la corteza rugosa y de color salmón de la fruta para dejar al descubierto su carne blanca y rosada—. ¿Que Celia no es un bicho raro, por ejemplo?

Cuando hubo pelado por completo el pequeño globo incoloro y translúcido, se lo metió en la boca, lo chupó y volvió a sacarlo de ella.

—No, pero podrías…

—Lo que quiero decir, papá… —abrió metódicamente el lichi, y separó la resbaladiza carne de la lisa semilla parda—, es que tal vez no recuerdes cómo son los chicos… —Se metió la fruta en la boca—, Celia va a tener que aguantar muchas cosas.

Pude notar la sensación de orgullo que te invadió. Tu hijo adolescente haciendo gala de la típica dureza propia de su edad, tras la cual se escondían sus confusos y conflictivos sentimientos por el trágico accidente sufrido por su hermana. Pero era sólo una pose, Franklin: una dureza envuelta en una capa de caramelo elaborada para tu consumo particular. Kevin estaba lleno de sentimientos confusos y conflictivos, sin duda, pero, si te hubieras fijado en sus pupilas, las habrías visto opacas y viscosas como un pozo lleno de alquitrán. La angustia adolescente que lo embargaba no tenía nada de pose.

—Eh, señor Plástic, ¿le apetece uno? —te ofreció Kevin. Lo rechazaste.

—No sabía que te gustaran los lichis —dije, tensa, al ver que comenzaba a pelar otro.

—Sí, bueno… —respondió mientras acababa de limpiarlo y lo hacía rodar por la mesa empujándolo con su dedo índice. De pronto, pensé que parecía un globo ocular.

—Lo comprendo, son muy delicados —asentí, incómoda.

Partió el lichi con sus incisivos.

—Sí. Tienen… ¿Cómo te lo explicaría…? —Lo masticó ruidosamente—. Un sabor al que hay que acostumbrarse.

Era evidente que tenía el propósito de comerse todos los lichis que contenía la bolsa. Me apresuré a salir de la habitación, y se echó a reír.

Los días que me tocaba ir a visitar a Celia a primera hora de la tarde, me quedaba a trabajar en casa. El autobús escolar de Kevin lo dejaba de vuelta del instituto casi a la misma hora a la que yo regresaba del hospital. La primera vez que me crucé con él, iba caminando lánguidamente por Palisades Drive. Me detuve junto a él en mi Volkswagen Luna y me ofrecí a llevarlo para ahorrarle la pendiente hasta casa. Cualquiera diría que estar a solas con tu propio hijo dentro de un coche es de lo más normal, sobre todo, si se trata sólo de un par de minutos. Pero Kevin y yo rara vez estábamos en una proximidad tan sofocante, y recuerdo haberme pasado todo el camino hasta casa hablando sin parar.

En la calle había otros coches estacionados, a la espera de evitarles a otros hijos el tener que recorrer a pie, por sus propios medios, unas pocas decenas de metros. Me di cuenta entonces de que todos aquellos vehículos eran signos externos de riqueza. Y ya había comenzado a comentarlo en voz alta cuando recordé que a Kevin le disgustaba que designara así a los coches con tracción en las cuatro ruedas, a los que él llamaba, simplemente, 4 × 4, y que consideraba que, si yo los llamaba de aquella manera, era sólo para perpetuar el mito de que no me consideraba miembro de la misma clase social a la que pertenecían sus propietarios.

—Ya sabes que esos trastos son, para mí, una metáfora de la vida en este país —le dije. Era consciente de que esa clase de comentarios míos sacaban a nuestro hijo de sus casillas, pero tal vez fuera eso lo que buscaba, de la misma manera que me referiría más adelante, ya en Claverack, a Dylan Klebold y Eric Harris sólo para espolearlo—. Se destacan en la carretera como más altos y más poderosos que cualquier otro vehículo, y tienen más potencia de la que puede sacar de ellos su conductor. Incluso su diseño me recuerda siempre a esas personas obesas que se pasean por los centros comerciales en bermudas y enormes zapatillas deportivas, y se empapuzan de toda clase de comida basura.

—Ya. Oye, ¿has conducido alguna vez uno de ellos? —Reconocí que no—. Entonces, ¿cómo lo sabes?

—Sé, en todo caso, que ocupan mucho espacio en la carretera, tienen un consumo elevado de combustible y, a veces, vuelcan.

—¿Y qué te importa que vuelquen? Odias a esas personas.

—No es verdad. No las odio.

—¡Pues ahí te quedas con tu escarabajo!

Meneó la cabeza y cerró de golpe la portezuela del Volkswagen. La vez siguiente que me ofrecí a llevarlo colina arriba, me despidió con un ademán.

Había algo que resultaba extrañamente insoportable en el par de horas que Kevin y yo compartíamos a veces en casa antes de que tu 4×4 se metiera en el garaje. Se diría que tenía que ser bastante fácil evitarnos en aquella amplia extensión de madera de teca, pero, con independencia de dónde estuviera cada uno de nosotros, jamás conseguía librarme de la desagradable sensación de su presencia, y sospecho que a él le ocurría lo mismo con respecto a mí. Sin ti y sin Celia como amortiguadores, al hallarnos los dos en el mismo espacio nos sentíamos desnudos, por así decirlo. Es la primera palabra que me ha venido a la mente. Apenas hablábamos. Si él se encaminaba a su habitación, no me interesaba por sus deberes; si se presentaba en casa Lenny, no le preguntaba qué iban a hacer, y si Kevin salía de casa, no inquiría adónde iba. Decía para mí que una madre debía respetar la intimidad de sus hijos adolescentes, pero era plenamente consciente de que, si obraba así, era por pura cobardía.

Aquella sensación de desnudez se vio reforzada por una serie de hechos concretos. Sé muy bien que los chicos de catorce años rebosan de testosterona. Que la masturbación es algo normal e inofensivo, una válvula de escape que no debería ser condenada como un vicio horrendo. Pero también pensaba que, para los adolescentes —y, seamos serios, para cualquiera— no es una distracción que se practique abiertamente. Todos lo hacemos (yo también solía hacerlo, Franklin, de vez en cuando, ¿qué te creías?), y todos sabemos que todo el mundo lo hace, pero no es habitual decir: «Cariño, voy a hacerme una paja. ¿Te importaría vigilar la salsa de los espaguetis hasta que vuelva?».

Tuvo que ocurrir más de una vez para que me decidiera finalmente a comentártelo, porque, después de nuestra agarrada en el aparcamiento del hospital, me pasé varios meses evitando hablar contigo de temas conflictivos.

—Deja abierta la puerta del cuarto de baño —te informé a regañadientes una noche, en nuestro dormitorio, y, en cuanto oíste mis palabras, te pusiste a limpiar concienzudamente la suciedad acumulada en las cuchillas de tu máquina de afeitar eléctrica—. Y se puede ver el interior desde el vestíbulo.

—O sea, que se olvida de cerrar la puerta —resumiste.

—No se olvida. Espera a que vaya a la cocina, a prepararme una taza de café, para que pueda verlo cuando vuelvo a mi despacho. Es algo plenamente deliberado. Y, además, ruidoso.

—Yo, a su edad, probablemente, me la cascaba tres veces al día, por lo menos.

—¿Delante de tu madre?

—En la habitación de al lado, detrás de la puerta. Pensaba que lo hacía en secreto, pero seguro que se daba cuenta.

—Detrás de la puerta —te hice notar—. Es un detalle importante. —¡Diantre, parecía que tu máquina de afeitar estaba muy sucia aquella noche!—. Diría que, precisamente, lo excita saber que puedo verlo.

—En fin, por sana que sea la postura de uno ante esa materia, todos tenemos nuestras rarezas a la hora de…

—No, creo que no me entiendes. Ya sé que lo hace, y saberlo no me causa ningún problema. Pero preferiría no verme involucrada. Lo encuentro inapropiado.

La palabra «inapropiado» iba a ser muy utilizada en aquella época. Un mes antes se había destapado el escándalo de Monica Lewinsky y el presidente Clinton, quien correría después un inapropiadas.

—¿Por qué no le dices algo, entonces?

Supongo que te habías cansado ya de ser mi intermediario.

—¿Qué harías si Celia se masturbara delante de ti? ¿Hablarías con ella o preferirías que le hablara yo?

—¿Y qué quieres que le diga? —me preguntaste con aire cansino.

—Que hace que me sienta incómoda.

—¡Vaya, qué raro!

Me metí en la cama y cogí un libro, aunque sabría que no me pondría a leerlo.

—¡Dile sólo que cierre la maldita puerta!

No debería habértelo dicho. Sí, al día siguiente me informaste de que habías hecho lo que te pedí. Te imaginé asomando tu cabeza por la puerta de su habitación y gastándole alguna bromita jovial y con segundas acerca de que «le iban a salir callos en la palma de la mano», una vieja expresión relacionada con los trabajos manuales, que él probablemente no entendió, y apuesto a que luego le soltaste como por azar: «¿Recuerdas que ése es un deporte privado?», y le darías después las buenas noches. Pero, aunque hubieras mantenido con él una larga, seria y formal discusión sobre aquel tema, le habrías dado a entender que había conseguido ponerme nerviosa, lo cual, tratándose de Kevin, era siempre un error.

Por eso, aún me veo al día siguiente de vuestra «charla» camino de mi despacho, con una taza de café en la mano, cuando me llegó del extremo del vestíbulo un inequívoco jadeo. Recé porque hubiera captado el mensaje y se alzara, por lo menos, una delgada, pero tranquilizadora, barrera de madera entre mi persona y la imperiosa necesidad de desfogarse de mi hijo. Y me dije: aparte de las de los armarios, sólo tenemos cuatro…, cinco puertas en toda la casa, pero para algo debería servirnos el dinero gastado en ellas. Y, sin embargo, al avanzar uno o dos pasos más, el nivel sonoro desmintió la más mínima preocupación por lo «apropiado» o lo decente.

Presiono contra mi ceño la taza de café caliente para aliviar un principio de dolor de cabeza. Llevo casada diecinueve años y sé bien cómo funcionan los hombres y que no hay ninguna razón para tener miedo de una simple espita que se sale. Pero, bajo el efecto de los apremiantes gemidos que provienen del vestíbulo, vuelvo a sentirme una niña de diez años enviada por mi enclaustrada madre a hacerle recados por la ciudad, que tiene ahora que atajar por el parque y baja la vista mientras los chicos mayores se esconden entre los arbustos con las braguetas abiertas. Me siento acechada en mi propia casa, nerviosa, perseguida y burlada, y no me importa decirte que estoy harta de todo esto.

Por esa razón me atrevo a hacer lo que hacía siempre en los viejos tiempos, de camino a casa, cuando me esforzaba por no correr a fin de que no me persiguieran. Avanzo decidida por el vestíbulo, y mis tacones golpean rítmicamente el parqué: tris, tras, tris, tras. Llego al cuarto de baño de los niños, que tiene la puerta abierta de par en par, y allí está nuestro primogénito con la chorra tiesa y el trasero lleno de granos purulentos. Tiene las piernas separadas y la espalda arqueada, y gira sobre sí mismo para ponerse de lado, de manera que pueda observar bien su enhiesta polla —la tiene de un vivo color púrpura y está reluciente; al principio, pienso que se la ha untado con gel lubricante K-Y, pero luego un envoltorio plateado que veo en el suelo me sugiere que se trata más bien de mantequilla sin sal Land O’Lakes—, y en ese momento me entero de que a mí hijo le ha crecido un fino vello púbico, singularmente lacio. Aunque la mayoría de los hombres realizan esa actividad con los ojos cerrados, Kevin los mantiene muy abiertos para poder dirigirle a su madre por encima del hombro una mirada maliciosa, soñolienta. Como reacción a ella, miro directamente su verga, que es, sin duda, lo que hubiera debido hacer en el parque, en lugar de bajar la mirada, pues ese adminículo es tan poquita cosa cuando lo miras con decisión que, a veces, no puedes menos que preguntarte a qué viene tanto cuento. Alargo la mano, tiro de la puerta y la cierro con un fuerte golpe.

En el vestíbulo resuena una risa seca. Doy media vuelta y regreso a la cocina. He derramado café en mi falda.

Bien. Ya sé que te lo habrás preguntado más de una vez. ¿Por qué no me marché, sin más? Nada me impedía sacar a Celia del hospital mientras aún le quedaba un ojo sano y largarme con ella a Tribeca. Podía haberte dejado con tu horrible hijo y aquella horrible casa, que me parecían tal para cual. Después de todo, tenía dinero.

No sé si me creerás, pero jamás se me ocurrió abandonarte.

Tal vez había pasado el tiempo suficiente girando a tu alrededor para imbuirme de tu profunda convicción de que una familia feliz no puede ser meramente un mito o de que, aunque lo fuera, más vale morir intentando lo bello, aunque inasequible, que sumirse en la pasiva y cínica resignación de que el infierno sean las personas a las que estás unido. No aceptaba la perspectiva de una derrota; porque, si al dar a luz a Kevin había aceptado un reto personal, vivir ahora con él a diario suponía un reto mucho mayor y más difícil de superar. Puede que en mi tenacidad hubiera también un aspecto práctico: Kevin estaba a punto de cumplir quince años. Nunca había hablado de ir a la universidad; no lo había hecho, en realidad, de nada relativo a su futuro adulto. Ni había expresado nunca el menor interés por ningún oficio o carrera. Que yo supiera, se mantenía firme en su propósito, manifestado cuando tenía cinco años, de vivir a costa de la seguridad social. Pero, en teoría, era previsible que nuestro hijo se marchara de casa dentro de tres años. Por consiguiente, quedaríamos solos Celia, tú y yo, y tendríamos que hacer cuanto estuviera a nuestro alcance para formar esa familia feliz que ambicionabas. Esos tres años casi han pasado ya, y se me han hecho los más interminables de mi vida. Pero en aquel entonces no podía saberlo. Por último, aunque puede que esto sea para ti una sorpresa y una perogrullada, te amaba; te amaba, Franklin, y todavía te amo.

Lo que no era óbice para que me sintiera asediada. Mi hija había quedado medio ciega, mi marido dudaba de mi cordura y mi hijo se burlaba de mí exhibiendo ante mis narices su pene embadurnado de mantequilla. Y, para completar mi sensación de verme acosada por todos lados, Mary Woolford eligió aquel preciso momento para hacer su primera y furibunda visita a nuestra casa. La primera y la última, para ser exactos, porque la siguiente vez que nos encontraríamos sería delante de un juez.

Estaba delgadísima entonces, y tenía los cabellos morenos hasta las raíces, por lo que nunca se me habría ocurrido pensar que se los tiñera. La forma como los llevaba recogidos era un poco severa. A pesar de tratarse de una visita de vecindad, se había puesto de tiros largos con un traje de chaqueta Chanel, y llevaba en la solapa un discreto broche cuyos centelleos eran la expresión de la respetabilidad. ¡Quién hubiera podido pensar que escasamente tres años después la vería arrastrando los pies en un supermercado Grand Union de Nyack con un vestido a rayas que necesitaba un buen planchado y dedicada a destrozar la docena de huevos que otra mujer acababa de coger del estante y llevaba en el asiento infantil del carrito de la compra!

Se presentó a sí misma secamente y, a pesar del frío, declinó mi invitación a entrar en casa.

—Mi hija Laura, es una muchacha encantadora —dijo—. Cualquier madre pensaría lo mismo de su propia hija, pero creo que su atractivo lo ven también los demás. Con dos importantes excepciones: la propia Laura y su hijo.

Hubiera querido tranquilizar a aquella mujer diciéndole que, por lo general, mi hosco hijo era incapaz de ver el atractivo de nadie, pero intuí que aún estábamos en el preámbulo. Ya sé que esto suena muy poco amable, considerando que, al cabo de apenas un año, mi hijo asesinaría a la hija de aquella mujer, pero mucho me temo que le cogí una súbita antipatía a Mary Woolford. Sus movimientos eran entrecortados, sus ojos iban de un lado para otro como si los agitara un constante caos interior… Pero algunas personas miman sus aflicciones íntimas igual que otras malcrían a los perrillos con pedigrí alimentándolos con latas de páté. Mary me pareció enseguida una de esas personas a las que, en mi terminología privada, incluyo bajo la etiqueta de «Busca problemas», lo que, a mi entender, supone un enorme derroche de poderes de deducción, pues sé por experiencia que los problemas de verdad te caen encima, sin necesidad de buscarlos.

—Durante el último año, más o menos —prosiguió Mary—, Laura ha vivido con la falsa impresión de tener unos kilos de más. Estoy segura de que usted habrá leído artículos acerca de esa patología. Se salta las comidas, tira su desayuno a la basura y nos miente diciéndonos que ha comido en casa de una amiga. Abusa de los laxantes, de las píldoras para reducir el apetito… En fin, que todo eso es muy preocupante. El pasado septiembre estaba tan débil, que hubo de ser hospitalizada y alimentada por vía intravenosa, y tuvimos que vigilarla continuamente para que no se quitara el gota a gota. ¿Se va haciendo cargo de la situación?

Murmuré algunas palabras de simpatía poco convincentes. Normalmente, presto atención a esa clase de historias, sólo que en aquel momento no podía evitar recordar que mi hija estaba también en el hospital, y no —de eso estaba segura— porque hubiera hecho nada estúpido contra sí misma. Además, había oído demasiados cuentos sobre gravísimos episodios de anorexia en las reuniones de la asociación de padres de alumnos de Gladstone que, a menudo, eran una simple manera de envanecerse. Daba la impresión de que el diagnóstico de semejante trastorno era ambicionado no sólo por las estudiantes, sino también por sus madres, que rivalizaban por ver quién tenía una hija que comiera menos. No es extraño que las pobres chicas estuvieran hechas un buen lío.

—Habíamos hecho progresos —continuó Mary—, en los últimos meses había accedido a que se le sirvieran pequeñas cantidades de alimentos en las comidas familiares, en las que la obligábamos a participar. Finalmente, había vuelto a ganar un poco de peso, como su hijo Kevin se apresuró de buena gana a hacerle notar.

Dejé escapar un suspiro. En comparación con nuestra visitante, yo debía de parecer un alma en pena. El hecho de que no manifestara sorpresa y no fuese capaz de exclamar: «Pero ¿en qué diablos estaría pensando ese hijo mío?» pareció enardecerla.

—Anoche sorprendí a mi preciosa niña vomitando su cena. Y acabó confesándome que toda la semana pasada ha estado haciendo esfuerzos para devolverla. ¿Por qué? ¡Pues porque uno de los chicos de la escuela no para de decirle que está gorda!

¡Apenas pesa cuarenta y cinco kilos, y la tratan de vaca! No ha sido nada fácil sonsacarle el nombre del muchacho que la llama así y me ha rogado que no viniera a verlos. Pero creo firmemente que ya va siendo hora de que los padres comencemos a aceptar que tenemos responsabilidades por los comportamientos ofensivos de nuestros hijos. Mi marido y yo hacemos todo lo que podemos para evitar que Laura se haga daño a sí misma. ¿No podrían usted y su marido obligar a su hijo a que deje de hacérselo por su parte?

Mi cabeza osciló como la de esos perros que algunos automovilistas cuelgan de las ventanillas traseras de sus coches.

—Pero ¿cóoomo? —canturreé. Es posible que me creyera bebida.

—No me importa cómo lo hagan.

—¿Quiere usted que le llamemos la atención?

Tuve que tensar las comisuras de mi boca para evitar que se curvaran en una sonrisa de incredulidad demasiado parecida a la del propio Kevin.

—Eso diría yo que es lo que deberían hacer.

—¿Decirle que sea sensible a los sentimientos de los demás y recordarle la Regla de Oro? —Estaba apoyada en el quicio de la puerta, y en mis labios debía de haber algo muy parecido a una sonrisa de incredulidad, lo que alarmó a Mary y la hizo dar un paso atrás—, ¿o que le pida a mi marido que tenga una conversación de hombre a hombre con mi hijo, para decirle que un verdadero hombre no debe mostrarse cruel y agresivo, sino compasivo y amable?

Tuve que parar un instante para evitar que se me escapara la risa. De repente, te imaginé entrando en la cocina para informarme: Bueno, cariño, sólo ha sido un tremendo malentendido. Kevin dice que ese pobre saco de huesos y pellejo que es Laura Woolford, simplemente, no lo entendió. No le dijo que estuviera «gorda», sino que parecía «sorda». Y tampoco tuvo la ocurrencia de llamarla «vaca», sino que dijo que la veía más «guapa». Debió de aflorar una sonrisa a mis labios, por más que intentara evitarla, ya que el rostro de Mary se volvió de color grana, y estalló:

—¡Pues no le veo la gracia!

—¿Tiene hijos varones, señora Woolford?

—Laura es nuestra única hija —respondió en tono de reverente adoración.

—Entonces, tendré que remitirla a las antiguas cancioncillas de nuestra infancia, que hablaban de las diferencias entre niños y niñas. Me gustaría ayudarla, pero no veo la manera. Si Franklin o yo reprendemos a Kevin, todavía tratará peor a Laura. Tal vez sea preferible que le enseñe a Laura a… ¿Cómo lo dicen los chicos…? A espabilarse lo mejor que pueda.

Más adelante, pagaría muy cara esa muestra de sensato realismo, aunque difícilmente hubiera podido saber entonces que mi sincero consejo saldría a la luz durante la declaración de Mary en el juicio civil de hace dos años, corregida y aumentada para subrayar mi falta de colaboración.

—Bien, ¡gracias por nada, entonces!

Al ver cómo se alejaba Mary con aire ofendido por el camino enlosado que cruzaba el jardín delantero, reflexioné sobre el hecho de que tú, los profesores de Kevin y ahora aquella mujer, Mary Woolford, no parabais de darme la tabarra diciéndome que, como madre, tenía que asumir mis responsabilidades. Era muy justo. Pero, si tan responsable era a todos los efectos, ¿por qué seguía sintiéndome tan impotente?

Celia volvió a casa a principios de marzo. Kevin no fue a verla al hospital ni una sola vez; tampoco lo animé a hacerlo, por puro instinto de protección. Tú sí le proponías, como aquel que no quiere la cosa, que te acompañara en tus visitas, pero no insistías, en consideración, decías, al traumatismo que había sufrido. Y él, ya sabes, jamás preguntaba cómo le iba a Celia. Nadie que lo hubiera oído hablar habría imaginado que tuviera una hermana.

Yo apenas había hecho modestos progresos en mi aceptación del nuevo aspecto que tenía mi hija. Las quemaduras que se extendían por su mejilla y llegaban hasta su sien, aunque estaban empezando a sanar, tenían aún las costras de las cicatrices, y yo le supliqué que no intentara arrancárselas para evitar que las señales se marcaran todavía más. Me obedeció, y me hacía recordar a la pequeña Violetta. Como hasta entonces estaba completamente in albis de las modas monoculares, había esperado que el parche fuera negro, y mis recuerdos de Shirley Temple cantando su famosa «The Good Ship Lollipop» en el filme La niña de los ojos brillantes pudieron tal vez confortarme con visiones tranquilizadoras de mi pequeña pirata rubia; pero lo cierto es que creo que hubiera preferido también un parche negro, con lo que hubiera salido corriendo, a buscar para ella un sombrero de tres picos, en un patético intento de convertir aquella pesadilla macabra en un divertido disfraz para distraerla.

Pero, en su lugar, el color carne de aquellos parches adhesivos Opticlude de 3M anulaba por completo el lado izquierdo de su rostro. La hinchazón había hecho desaparecer todo el relieve característico, como el pómulo. Era como si su cara hubiese dejado de ser tridimensional para ser más bien una postal, con una fotografía en un lado y simple papel blanco en el otro. Veía durante un instante su perfil derecho y podía pensar que mi alegre pequeña estaba igual que antes, pero bastaba vislumbrar el lado izquierdo para que aquella ilusión se desvaneciera.

Esa condición «ahora me ves, ahora no me ves» de su semblante daba expresión a mi penosa y nueva conciencia de que los niños son un bien perecedero. Aunque no contaba con ello, en cuanto volvió a casa renuncié a cualquier esfuerzo que hubiese hecho antes por ocultar que sentía más cariño por mi hija que por mi hijo. Ella jamás se alejaba mucho rato de mí, y yo dejaba que me siguiera en silencio por la casa como una sombra y me acompañara a hacer recados. Estoy segura de que tenías razón cuando decías que no convenía que se retrasara en la escuela y que sería aconsejable que se acostumbrara cuanto antes a mostrar en público su discapacidad, pero me tomé algún tiempo más de excedencia de AWAP y me quedé en casa otras dos semanas. Entretanto, ella perdió algunas de las habilidades que había aprendido a dominar como, por ejemplo, la de atarse los cordones de sus zapatillas de deporte, que tuve que volver a atarle como antes, y en muchas otras cosas tuvo que volver a comenzar de cero.

Advertí que Celia daba vueltas alrededor de Kevin como un halcón. Reconozco que no se comportaba como si le tuviera miedo. Y él había vuelto a su costumbre de dictarle montones de órdenes a cuál más aburrida. Desde que Celia aprendió a caminar para ir a buscar algo y traérselo, Kevin la había tratado como a un animalillo capaz de ejecutar un número limitado de trucos. Pero incluso en respuesta a sencillas e inofensivas peticiones, como traerle una galleta o pasarle el mando a distancia del televisor, me parecía detectar ahora en su hermana un instante de vacilación, una breve duda, igual que cuando a uno le cuesta tragar. Y aunque ella le había suplicado ya antes que la dejara llevarle el carcaj de su arco y se sentía muy honrada de poder ayudarlo a arrancar sus flechas de la diana, la primera vez que él le sugirió, como el que no quiere la cosa, que reanudara estas funciones, no lo consentí: sabía que Kevin era cuidadoso, pero a Celia sólo le quedaba un ojo sano y no se acercaría al campo de tiro. Me esperaba una llantina por parte de Celia, que estaba siempre ansiosa de demostrarle a su hermano que podía serle útil y se sentía encantada al ver cómo Kevin se plantaba igual que un gran jefe indio y disparaba una tras otra aquellas flechas que iban a clavarse infaliblemente en el centro de la diana. Pero, en vez de llorar, me dirigió una mirada que me pareció de agradecimiento, y creí notar en el nacimiento de sus cabellos el brillo de un leve sudor.

Me sorprendí cuando Kevin le propuso a jugar a los discos voladores —era tan insólito que quisiera jugar con su hermana, que hasta me llamó la atención—, y le di mi consentimiento a condición de que se pusiera sus gafas protectoras: en mi relación con su ojo sano había ahora un evidente grado de histeria. Pero cuando, al cabo de unos minutos, me asomé a mirar por la ventana, vi que Kevin estaba jugando con Celia sólo en el sentido más material de la expresión: como uno juega con el propio disco. Celia tenía aún una percepción deficiente de la profundidad, por lo cual se quedaba quieta esperando a agarrar el plato en el momento en que lo tuviera a su alcance, pero fallaba en su intento y el plato la golpeaba en el pecho. Muy divertido.

Lo más duro de todo era, por supuesto, curar aquel agujero que tenía la cabeza de Celia, que necesitaba ser limpiado con frecuencia con champú infantil y mantenido húmedo con un algodoncillo. El doctor Sahatjian nos aseguraba que las supuraciones remitirían una vez colocada la prótesis y completada la curación, pero al principio la cavidad exudaba continuamente un pus amarillento, y en ocasiones, por la mañana, tenía que limpiar toda la zona con una toallita húmeda porque el párpado se le quedaba pegado durante el sueño y se hundía hacia el interior de la cuenca. El oftalmólogo hablaba de un sulcus o pliegue que, además, se inflamaba, en especial desde que, tras haber sido dañado por el ácido, los cirujanos lo habían reconstruido parcialmente con un pequeño injerto de piel tomado de la cara interior del muslo de la propia Celia. (Por lo visto, el aumento de los párpados se ha convertido en todo un arte en el Japón, a consecuencia de la gran demanda existente en ese país por la occidentalización de los rasgos, lo que en otros tiempos me habría parecido un testimonio horrendo del poder de la publicidad de Occidente). Pero la hinchazón y el leve amoratamiento le daban la apariencia de uno de esos niños maltratados cuyos rostros se reproducen en carteles destinados a hacer que acudas a la policía para denunciar a tus vecinos. Con un párpado hundido y el otro ojo abierto, daba la impresión de hacerte un guiño, como si compartiéramos un espantoso secreto.

Le dije a Sahatjian que no sabía si podría acostumbrarme a limpiar a diario aquel horrible agujero, y él me aseguró que sí. Tenía razón, pero me costó muchísimo; al principio sentía náuseas cuando tenía que levantarle el párpado con el pulgar. La experiencia no era tan terrible como temía, aunque, de un modo muy sutil, no dejaba de provocar una profunda turbación en lo más íntimo de mi ser. Pero no me volví loca. La vacía cavidad ocular de mi hija me recordaba aquellas figuras de ojos almendrados de Modigliani, cuya ausencia de pupilas les da una serenidad y una dulzura hipnóticas, aunque también doloridas, así como una pizca de estupidez. Su color variaba desde el rosa de los bordes hasta un piadoso negro hacia el fondo; pero cuando ponía a Celia bajo la luz, para administrarle sus gotas antibióticas, distinguía un artilugio incongruente: el cerco de plástico que impedía el hundimiento de su cavidad ocular. Tenía la sensación de mirar el interior de una muñeca.

Sé que te disgustaban mis atenciones con Celia, y que te sentías culpable por ello. Por eso, como compensación, no dudabas en demostrarle tu afecto haciendo que se sentara en tus rodillas para leerle sus cuentos. Por mi parte, me daba cuenta del esfuerzo que te costaba tratar deliberadamente de mostrarte un buen padre, pero dudo que a Kevin tus atenciones hacia Celia le parecieran algo distinto de lo que sugerían a primera vista. Estaba claro que aquella desgracia sólo había servido para que su hermanita recibiera aún más atenciones por parte de todos. Más «¿Necesitas que te ponga otra manta, cielo?». Más «¿Te apetece otra rebanada de tarta?». Más «¿Por qué no dejamos que Celia se quede un ratito viendo la tele, Franklin? Es un documental sobre animales». En cierta ocasión, al contemplar el cuadro que ofrecía nuestra sala de estar, con Celia dormida en tus brazos y Kevin mirando en la tele una comedia de situación titulada Mi novio dejó preñada a mi abuela, no pude menos que pensar: «Me temo que tu pequeña estratagema te está saliendo rana».

Por si te lo preguntas, te diré que no presioné indebidamente a Celia para que me diera detalles de lo ocurrido aquella tarde en el cuarto de baño. Tenía tan pocas ganas como yo de comentar el tema, porque ninguna de las dos deseábamos revivir aquel día. Pero, por un sentido de la obligación maternal, tampoco me parecía bien que Celia lo creyera un tema tabú, más que nada, por si en algún momento pudiera tener efectos terapéuticos para ella evocar el recuerdo. Por eso me limité a preguntarle una vez, como de pasada:

—Cuando te lastimaste, ¿qué ocurrió?

—Kevin… —Se tocó el párpado con el dorso de la mano; sentía picor, pero, para evitar que se desplazara de su sitio el cerco de plástico, había aprendido a frotarse siempre mediante pequeños movimientos en dirección hacia la nariz—. Se me había metido algo en el ojo. Kevin me ayudó a lavármelo.

Eso fue todo lo que dijo.

Eva