3 DE MARZO DE 2001

Querido Franklin,

Diste por sentado que me avergonzaba haber acusado falsamente a Kevin, y que ésa era la verdadera razón de que le propusiera que pasáramos un día juntos, los dos solos. La idea te desconcertó, y, cuando nos recomendaste cordialmente, a Kevin y a mí, que lo hiciéramos más a menudo, comprendí que no te hacía ninguna gracia… Sobre todo, cuando añadiste aquella pulla acerca de que sería mejor que evitáramos los pasos elevados para peatones, «porque tú, Kev, podrías sentir un incontrolable impulso de arrojar a la carretera hasta sillones de orejas».

La idea de proponérselo me ponía nerviosa, pero me armé de valor diciéndome que no era de recibo que me quejara de que mi hijo adolescente no hablaba nunca conmigo si no tomaba la iniciativa de hablar con él. Y me dije, asimismo, que nuestro viaje a Vietnam dos veranos antes había fracasado por ser demasiado ambicioso, porque tres semanas enteras de cerrado ambiente familiar eran excesivas si tenía en cuenta que, a los trece años, ningún niño soporta ser visto con sus padres, aunque sea por comunistas. Seguro que una salida de un solo día le sería más llevadera. Además, lo obligué a tragarse mi entusiasmo por aquel viaje en lugar de preguntarle qué quería hacer y esforzarme por complacer sus deseos, cualesquiera que fuesen.

Mis dudas acerca de cómo plantearle aquella salida hacían que me sintiera como una tímida colegiala que tratara de invitar a nuestro hijo a un concierto de rock. Cuando por fin lo acorralé —o me acorralé, más bien— en la cocina, salí del paso diciéndole:

—A propósito, Kevin, ¿te gustaría que saliéramos juntos un día?

Me miró receloso.

—¿Para qué?

—Para hacer algo juntos. Algo divertido.

—¿Qué?

Aquélla era la parte del asunto que me ponía más nerviosa. Pensar en hacer algo divertido con nuestro hijo era como planear un apasionante viaje con tu osito de peluche. Kevin aborrecía los deportes y sentía indiferencia por casi todas las películas, cualquier clase de comida le parecía paja, y, según él, la naturaleza era un incordio, causante del calor, el frío y las moscas. Así que respondí, al tiempo que me encogía de hombros:

—Tal vez podríamos ir a hacer algunas compras de Navidad. ¿Te invito a cenar? —Y, una vez dicho esto, saqué el as que me guardaba en la manga; fue una jugada magistral, porque encajaba perfectamente con la tendencia al absurdo de Kevin—: Y después iremos a jugar un par de partidas al minigolf.

Esbozó aquella sonrisilla amargada tan suya. Ya tenía acompañante para el sábado. Sólo debía preocuparme por la ropa que me pondría.

Como si se tratara de una nueva versión de El príncipe y el mendigo, pero con los papeles cambiados, yo representaría el de enérgico y comprensivo padre de Kevin, mientras que tú te convertirías por un día en el protector de Celia.

—¡Cielos! —comentaste en broma—. Ese día he de buscarme ocupaciones que no la aterroricen. Me temo que no podré pasar el aspirador…

Decir que quería, que deseaba de veras, pasarme toda una tarde en compañía de mi displicente hijo de catorce años habría sido, francamente, una exageración; pero sentía unas ganas tremendas de desearlo, aunque no sé si esto tiene demasiado sentido. Consciente de la cantidad de tiempo que era capaz de hacerte perder, había programado con todo detalle el día que pasaríamos los dos solos: jugaríamos al minigolf, iríamos de compras a la calle mayor de Nyack y, por último, te llevaría a cenar a un buen restaurante. El que lo tuvieran sin cuidado los regalos de Navidad o una buena cena no me parecía razón suficiente para eludir ese capítulo de las cosas que la gente hace normalmente. Y, en cuanto a nuestra escapada deportiva, el hecho de que a nadie pareciera interesarle el minigolf lo convertía para mí en la elección más adecuada.

Kevin se presentó en el recibidor a la hora convenida con cara de recelosa tristeza, igual que un reo al que llevaran a cumplir su condena (por más que, cuando esa circunstancia se dio realmente, apenas dos años después, su expresión era más bien tranquila y desafiante). Su jersey Izod, de una talla ridiculamente pequeña para él, era del vivo color naranja de los monos que llevan los presidiarios —un tono que, como después tendría numerosas ocasiones de comprobar, no lo favorecía, precisamente—, y eso, junto con la tirante camisa que llevaba debajo y lo obligaba a echar los hombros hacia atrás, hacía que pareciera ir esposado. Sus pantalones de color caqui, que databan de cuando tenía once años, estaban a la última moda: le llegaban a media pantorrilla, con lo que parecían presagiar el retorno de los pantalones piratas.

Subimos a mi Volkswagen Luna amarillo metalizado.

—¿Sabes una cosa? —le comenté—. En mis tiempos a estos coches los llamaban escarabajos, y estaban de moda. Eran, en general, ruidosos, solían estar muy tronados y los conducían tipos de largas melenas que fumaban porros y ponían música de rock a tope en sus radiocasetes. Creo que costaban entonces unos dos mil quinientos dólares, pero esta versión actual cuesta diez veces más. Sigue teniendo capacidad para sólo dos adultos y un gato, pero lo consideran un automóvil de lujo. No sabría decirte si eso hay que tomárselo como una broma o es, simplemente, irónico.

Silencio. Pero, al cabo, trabajosamente, me replicó:

—O sea, que te gastaste veinticinco de los grandes para engañarte pensando que aún tienes diecinueve años, y, encima, el maletero sigue siendo pequeño.

—Bueno, la verdad es que estoy cansada de la moda retro, de las nuevas versiones para el cine de La casa de la pradera y Los Picapiedra, y todo eso. Pero la primera vez que vi un escarabajo, reconozco que me enamoré de su diseño. Los Volkswagen Luna no son una copia del original, sólo se inspiran en él. El antiguo escarabajo era lento. El Luna tiene tendencia a temblar como un flan, en carretera, cuando coges velocidades altas, pero es un coche sorprendentemente hermoso.

—Sí —asintió Kevin—. Ya lo has dicho antes.

Me sonrojé. Era verdad. Ya lo había dicho antes.

Entramos en el aparcamiento del minigolf de la 9 Oeste de Sparkhill, y entonces me di cuenta de que Kevin no llevaba chaqueta. El día era frío y, además, estaba nublado.

—¿Por qué no te has puesto una chaqueta? —exploté—. Nunca te sientes lo suficientemente incómodo, ¿verdad?

—¿Sentirme incómodo yo? —me preguntó—. ¿Acompañando a mi madre?

Cerré de un portazo, pero, gracias a la calidad del diseño alemán, no conseguí más que un ruido apagado y sordo.

Sólo el cielo sabe en qué estaría pensando cuando elegí aquel lugar. Teniendo en cuenta que el minigolf es algo básicamente cómico, tal vez pensé que aportaría a nuestra salida un elemento caprichoso y divertido. O quizá había esperado, por el contrario, una especie de inversión emocional mediante la cual, dado que lo que me importaba no tenía ningún valor para Kevin, éste tal vez encontrara importante lo que me tenía sin cuidado. Bien, no le demos más vueltas: fue un error. Pagamos al encargado y nos dirigimos hacia el primer hoyo: una especie de bañera de la que brotaban hierbajos, junto a la cual montaba guardia una jirafa de yeso que parecía más bien un caballejo con el cuello torcido. De hecho, todos los elementos de decoración eran de pacotilla y habían sido realizados con torpeza, lo que daba a aquel lugar un ambiente increíblemente cutre, como diría el propio Kevin. El tráfico en la 9 Oeste era denso e incesante y, mientras jugábamos, a Kevin se le iba poniendo la carne de gallina en los antebrazos. Se estaba helando, y yo era la culpable, porque a mí se me había ocurrido la mala idea de que mi hijo y yo pasáramos unas horas juntos y nos divirtiéramos.

Naturalmente, cualquiera podía pasar una pelota de golf por entre las patas en forma de garra de aquella bañera, dado que casi un metro de distancia las separaba. Pero una vez se complicaba más el recorrido —bajo el misil, por encima del faro, por debajo del puente colgante, alrededor de las mantequeras o a través de las puertas de la maqueta del Cuartelillo de Bomberos de Sparkhill-Palisades—, Kevin dejó de lado la estudiada ineptitud que le impedía imprimir efecto lateral a un disco volador en el patio trasero de casa y manifestó la sorprendente coordinación entre mano y ojo que su profesor de tiro con arco había elogiado en más de una ocasión. Pero, en cierto sentido, el propio hecho de que fuera tan hábil con el arco y las flechas convertía su habilidad con los palos de golf en algo irrelevante, y no pude evitar acordarme de la primera vez que «jugamos», cuando él tenía dos años: hizo rodar la pelota por el suelo, entre él y yo, exactamente tres veces. Por mi parte, lo insulso de aquella supuesta práctica deportiva se hizo tan patente, que pronto me sumí en la más absoluta apatía, y fallé en todos los hoyos. Permanecíamos en silencio, y nos costó muy poco completar el recorrido; al menos, eso fue lo que indicó mi reloj, pues lo consulté continuamente. «Así debe de ser la vida de Kevin», me dije, «un insoportable transcurrir del tiempo, minuto tras minuto. Así debe de ser la vida de Kevin».

Al final, Kevin se apoyó en su palo igual que un elegante caballero se habría apoyado en su bastón; seguía silencioso, pero en su rostro había una expresión que parecía decirme: ¡Chúpate ésa! He hecho lo que querías, ¿no? Espero que estés satisfecha.

—Muy bien —dije con tristeza—. Has ganado.

Insistí en que volviéramos a casa para que se pusiera una chaqueta, por más que me resultaba algo embarazoso que nos vieras reaparecer tan pronto —de hecho, te asombraste—, aparte de que cruzar Nyack para ir a Gladstone y volver luego a Nyack para ir de tiendas complicaba aún más la salida. Sin embargo, ahora que Kevin había echado un jarro de agua fría sobre mi idea original de pasar una animada tarde juntos —de hecho, la había convertido en una farsa mecánica y glacial—, daba la impresión de estar más contento. Una vez conseguimos aparcar (tuvimos que dejar el coche bastante lejos del centro, porque el tráfico de mediados de diciembre formaba prácticamente un embotellamiento continuo; de hecho, podíamos considerarnos afortunados por haber encontrado un espacio libre), me sorprendió haciéndome una observación espontánea:

—No entiendo por qué celebráis las Navidades, si ni papá ni tú sois cristianos.

—Verás —le respondí—, es verdad que ni tu padre ni yo creemos que aquel joven que vivió hará sus buenos dos mil años y decía cosas tan bonitas fuera el Hijo de Dios. Pero es agradable tener unos cuantos días de vacaciones, ¿no? Y que una parte del año sea diferente de las demás es algo que se espera que llegue con ilusión. Cuando estudiaba antropología en Green Bay, aprendí que es importante observar los ritos culturales.

—A condición de que no estén completamente vacíos de sentido —dijo Kevin en tono jovial.

—O sea, que crees que somos hipócritas.

—Yo no he dicho eso.

En aquel momento pasábamos por delante de la cafetería Runcible Spoon, en la esquina de la calle mayor de Nyack, y varias adolescentes algo mayores que Kevin, paradas ante los escaparates de la tienda de música Long Island Drum Center, al otro lado de la calle, volvieron la cabeza y se quedaron mirándonos. Francamente, no creo que fuera la belleza un tanto etérea de los rasgos armenios de nuestro hijo lo que llamó su atención, sino la lánguida elegancia de sus movimientos, que contrastaba con su ridicula indumentaria. Más que andar, parecía deslizarse de un modo uniforme, como si se desplazara sobre unos patines de ruedas. Una elegancia de movimientos subrayada por sus finas caderas.

—Es decir —continuó al cabo de un rato, mientras sorteábamos a los peatones—, quieres conservar la costumbre de hacer regalos y preparar un ponche especial por Navidad, pero mandar a paseo los rezos y los aburridos oficios de Nochebuena. Quedarte con lo que te gusta y dejar de lado lo que no te interesa.

—Sí, más o menos —asentí cautamente—. En un sentido amplio, es lo que he hecho durante toda mi vida.

—Me parece estupendo, mientras puedas conseguirlo —me respondió—. No creo que te sea posible siempre.

Tras decirme estas palabras, un tanto crípticas, ya no volvió a tocar aquel tema. La conversación decayó de nuevo, así que, cuando un chico montado en un patinete estuvo a punto de llevárseme por delante, se me ocurrió decirle que podríamos comprarle a Celia uno de aquellos patinetes Razor de aluminio superligero que, de pronto, se habían puesto tan de moda.

—¿Sabes una cosa? —me respondió Kevin—. Si hace sólo dos años le hubieras regalado a un chico por Navidades un jodido chisme de ésos, habría puesto una cara larga hasta los pies.

Aproveché la oportunidad para sumarme a su postura:

—Tienes razón. Una de las cosas que no me gustan de este país es la tiranía de la moda. Es lo mismo que ocurrió con los patines en línea, ¿recuerdas? De la noche a la mañana, todo el mundo se moría de ganas de tenerlos. Pero, por otra parte… —hice una pausa al ver que se acercaba otro chico montado en uno de aquellos artilugios finos y plateados—, no querría que Celia se sintiera marginada.

—Sé realista, mami, Celia se moriría de miedo si tuviera que subirse en un trasto así. Tendrías que llevarla de la mano adonde fuera, o cargar con ella y, encima, con el patinete. ¿Estás dispuesta a hacerlo? Porque conmigo no cuentes.

De acuerdo. No compramos el patinete.

Bueno, no compramos nada. Kevin consiguió hacerme sentir tan avergonzada de mí misma, que cualquier idea que se me ocurría parecía avergonzarme aún más. Miraba las bufandas y los sombreros a través de sus ojos, y, de repente, me parecían ridículos o innecesarios. Teníamos bufandas. Teníamos sombreros. ¿Por qué molestarnos en comprar otros?

Aunque me disgustaba desperdiciar el aparcamiento que había encontrado, se me ocurrió que, por una vez en la vida, debía comportarme como una buena madre, y le dije a Kevin en un tono que no admitía réplica que volveríamos a casa para que se vistiera con ropas de talla normal y pudiéramos ir a cenar correctamente ataviados. Pero el hecho de que me respondiera, sin rechistar, «Lo que tú digas», me hizo ser más consciente de los límites de mi autoridad que de la fuerza que ésta pudiera tener para él. Al volver a pasar por delante de la cafetería Runcible Spoon, camino del coche, vimos a una mujer corpulenta, sentada sola a una mesa junto a uno de los ventanales, que daba buena cuenta de uno de esos generosos helados de nata con nueces cubiertos de chocolate caliente tan característicamente estadounidenses, que los europeos critican por una parte, pero envidian por otra.

—Siempre que me tropiezo con personas obesas, las veo comiendo —comenté, segura de que el cristal evitaba que la mujer oyera mis palabras—. Y que no me digan que es cosa de sus genes o sus glándulas, ni le echen la culpa a un metabolismo lento. Es la comida. Están gordas porque comen mal, comen demasiado y comen a todas horas.

Kevin, como de costumbre, no dijo nada. Ni un murmullo de asentimiento, ni una frase hecha, como «Es verdad». Al cabo de un rato, cuando caminábamos por la siguiente manzana, dijo:

—¿Sabes una cosa, mami? A veces puedes ser muy dura.

Aquella salida me sorprendió tanto, que me paré en seco.

—¡Y me lo dices tú! —exclamé.

—Sí. Yo. ¿No adivinas de quién he heredado esa faceta de mi carácter?

Mientras conducía hacia casa, cada vez que se me ocurría algo que decir —a propósito de los conductores de lujosos todo-terrenos (o, como prefería llamarlos en broma, conductores de signos externos de riqueza), o de las iluminaciones navideñas de Nyack—, notaba que estaba malhumorado, y me tragaba mi observación. Por lo visto, soy de esas personas que siguen al pie de la letra el adagio: «Si no puedes decir algo amable, cállate». Nuestros tensos silencios en el interior de mi Luna me prepararon para soportar los interminables momentos que pasaría después en Claverack durante los cuales sólo oiría el siseo del aire acondicionado.

Ya en casa, me encontré con que Celia y tú os habíais pasado la tarde adornando el árbol de Navidad y que la habías ayudado a trenzar hilos de papel de plata en sus cabellos. Estabas en la cocina, colocando en una bandeja tiras de pescado congelado, cuando salí del dormitorio y te pedí que me abrocharas el botón superior de mi vestido de seda rojo.

—¡Vaya! —dijiste—. La verdad es que no tienes un aspecto muy maternal.

—Me gustaría crear la sensación de que se trata de una ocasión muy especial —te expliqué—. Pensaba que te gustaba este vestido.

—Y me gusta —murmuraste mientras me abrochabas el bote—. Pero esa abertura en el muslo te llega demasiado arriba, ¿no crees? No tienes por qué hacer que se sienta incómodo.

—Es evidente que ya he hecho que alguien se sienta incómodo.

Te dejé para ir a buscar unos pendientes y ponerme unas gotas de Opium, y después, cuando volví a la cocina, me encontré con que Kevin no había seguido esta vez mis instrucciones al pie de la letra: esperaba encontrarlo vestido con un mono de trabajo de talla normal. Estaba de pie delante del fregadero, dándome la espalda; aun así, pude ver que sus lustrosos pantalones de rayón negro se ajustaban perfectamente a sus estrechas caderas y caían sobre las palas de sus zapatos de piel formando una suave curva. Llevaba una camisa blanca que yo no le había comprado; sus mangas, largas y anchas, y su elegante caída, recordaban la indumentaria de un esgrimidor.

Confieso que me conmovió. De verdad. Estaba a punto de elogiar su elegante aspecto, cuando no se ponía ropas diseñadas para un chiquillo de ocho años, cuando se volvió hacia mí. Tenía en las manos un pollo asado frío. Ya se había zampado las dos pechugas, y en aquel momento estaba devorando un muslo.

Supongo que palidecí.

—Iba a llevarte a cenar. ¿Cómo se te ocurre atracarte de pollo ahora?

Kevin se limpió con la mano un poco de grasa que tenía en la comisura de la boca y trató de reprimir una sonrisa:

—Tenía hambre —dijo. Una confesión tan insólita, por fuerza tenía que ser falsa—. Ya sabes lo que nos pasa a los chicos que estamos en edad de crecer.

—Deja eso inmediatamente y ponte la chaqueta.

Como era de prever, una vez sentados a una mesa del Hudson House, nuestro chico en edad de crecer ya había crecido lo suficiente por aquel día, y su excelente apetito había desaparecido por completo. Así que no compartí el pan con mi hijo más que en la estricta literalidad de esa expresión, ya que, tras negarse a pedir un entrante o, por lo menos, un aperitivo, prefirió dedicarse al cestillo del pan y a desmenuzar los bollos que contenía. Y, aunque los fue reduciendo a migajas cada vez más pequeñas, no creo que comiera ninguna.

Con aire desafiante, pedí como entrante ensalada mixta con pechugas de pichón, salmón como plato principal y una botella de Sauvignon blanco, que me sentía con ánimos de beberme yo sólita.

—Hay muchas cosas que me gustaría que me explicaras —le dije para empezar. Me avergonzaba picotear la ensalada bajo la ascética mirada de Kevin. Pero, por otra parte, estábamos en un restaurante, ¿no? ¿Acaso tenía que pedirle excusas por comer?—. Por ejemplo, ¿qué tal te va en el instituto?

—Voy tirando —me respondió—. Y no me preguntes más.

—¿Y si te pidiera que me dieras más detalles?

—¿Quieres saber mi horario de clases?

—No. —Lo que quería, por encima de todo, era no dejarme sacar de mis casillas—. Otras cosas. Cuál es tu asignatura favorita este semestre, por ejemplo.

Recordé demasiado tarde que, para Kevin, la palabra «favorito» se refería exclusivamente a las aficiones de otros, y que disfrutaba aguándoles la fiesta.

—¿Crees que hay alguna que me gusta?

—¡Hombre, alguna tiene que haber! —le respondí mientras trataba de atrapar con el tenedor una porción de rácula lo bastante pequeña para que, al llevármela a la boca, no dejara caer sobre mi barbilla ni una gota del aliño de mostaza dulce, con el consiguiente peligro de que resbalara y fuera a parar a mi vestido—. ¿Has pensado en apuntarte a alguno de los clubes para después de las clases?

Me miró con la misma cara de incredulidad que mostraría más tarde cuando, al visitarlo en Claverack, le pregunté por los menús de la cafetería. Pero quizá fue una suerte para mí que no se dignara responder a mi pregunta.

—¿Qué tal son tus profesores? ¿Te llevas especialmente bien con alguno?

—Y tú, ¿qué grupos de música escuchas ahora? —me preguntó a su vez imitando mi tono de voz—. Después podrías sonsacarme si en mi clase, en algún pupitre delante del mío, se sienta alguna putilla cuyo coño me produzca especial comezón. Luego podrías decirme que eso es cosa mía, por supuesto, pero que, antes de echar un polvo con ella en un pasillo, debería esperar a estar preparado. Y, a los postres, podrías sacar a colación el tema de las drooogas. Con cuidado, porque no querrías por nada del mundo asustarme hasta hacerme perder la cabeza, me contarías cómo experimentaste tú con ellas, pero añadiendo que eso no significa que yo haya de experimentar también. Y, finalmente, una vez te hayas bebido toda esa botella de vino, podrías ponerte sentimental y decirme qué maravilloso es compartir momentos como éstos, y hasta podrías mover un poco tu silla para pasarme el brazo por el hombro y darme un cariñoso achuchón.

—Está bien, señor Malaspulgas —dije. Levanté la vista de mi ensalada y lo miré—. ¿De qué quieres que hablemos?

—Ha sido idea tuya. Nunca he dicho que me apeteciera hablar de ningún jodido tema.

Hicimos una tregua mientras atacaba mi pechuga de pichón con salsa de grosellas y me iba llevando pedacitos a la boca. Kevin tenía la especialidad de transformar los placeres en un duro trabajo. En cuanto al giro que dio a la conversación al cabo de tres o cuatro minutos de completo silencio, sólo puedo concluir que debió de apiadarse de mí. Más adelante, en Claverack, jamás sería él el primero en ceder; pero, después de todo, aquella tarde en el Hudson House sólo tenía catorce años.

—Está bien: se me ha ocurrido un tema —anunció astutamente mientras jugueteaba con el lápiz rojo carmín de uno de esos vasitos de lápices de colores, regalo de la casa, que últimamente se ha puesto de moda colocar en las mesas de los restaurantes, y que son tan corrientes como los patinetes—. No paras de quejarte de este país, y siempre estás deseando marcharte a Malasia o a cualquier otra parte. ¿Qué problema tienes? ¿Culpas de veras al materialismo estadounidense?

De la misma manera que Kevin cuando le propuse aquella salida, ya hacía rato que esperaba que me tendiera una trampa... Pero me quedaban todavía un plato que comerme y dos tercios de una botella de vino que beberme, y no estaba dispuesta a malgastarlos en silencio o tamborileando con los dedos en el mantel desechable de la mesa.

—No, no creo que sea eso —respondí con sinceridad—. Después de todo, como diría tu abuelo…

—Los materiales lo son todo. ¿De qué te quejas, entonces?

Estoy segura de que esto te va a sorprender, pero en aquel momento no logré encontrar ni una sola pega que ponerles a los Estados Unidos. Me bloqueo de esa misma manera cuando algún desconocido, en un viaje en avión, al ver que he cerrado el libro que estaba leyendo, intenta entablar conversación y me pregunta qué otras novelas me han gustado: me quedo tan absolutamente en blanco que mi vecino de asiento podría deducir que el libro en rústica que acabo de dejar en la bolsa para revistas del respaldo del asiento delantero es la primera obra de ficción que he leído en mi vida. Mi recelosa visión de los Estados Unidos es sumamente valiosa para mí, aunque, gracias a ti, he aprendido a conceder a este país, aunque sea a regañadientes, el crédito de ser, al menos, un lugar rico en capacidad de improvisación y en energía, y donde, a pesar de cierto barniz de conformismo, hay gran abundancia de individuos rematadamente locos. Pero, incapaz de citar de repente un solo rasgo de este país que me sacara de mis casillas, sentí por un segundo que el suelo se hundía bajo mis pies, y me preocupó que, si mantenía cierto distanciamiento de los Estados Unidos, no fuera tanto por un sofisticado cosmopolitismo como por mezquinos e infundados prejuicios.

Aun así, en los aviones puede ocurrir que, de repente, admire El cielo protector, de Paul Bowles. Y que luego recuerde el recodo del río, de V. S. Naipaul, que, invariablemente, me trae a la memoria el delicioso Girls at Play, de Paul Theroux, con lo que enseguida recupero la condición de persona que ha leído mucho.

—Su fealdad —dije por decir algo.

—¡Cómo! ¿América la Bella? ¿El país de los ondulantes trigales ambarinos? —canturreó Kevin.

—La comida rápida. El omnipresente plástico. Y que el mal gusto se propague por el país como el gorgojo de la patata por los patatales.

—Una vez dijiste que te gustaba el Edificio Chrysler.

—Tiene ya sus años. La mayor parte de la arquitectura moderna estadounidense es horrorosa.

—Así que, para ti, este país es una mierda. Pero ¿por qué han de ser mejores los otros?

—Apenas has viajado, casi no has salido de aquí.

—Vietnam me pareció un nido de ratas. Aquel lago de Hanoi apestaba.

—Pero ¿no te pareció maravillosa aquella gente? Y su estado físico era estupendo.

—¿Me llevaste a Asia para que conociera coños orientales? Podría haberme montado yo mismo unas vacaciones por Internet.

—¿Y te habrías divertido? —le pregunté en tono seco.

—Me lo habría pasado mejor. —Hizo una bola de miga de pan y la disparó al cestillo—. Además, allí todos los chicos me parecían chicas.

—Pues yo pensé que sería agradable —insistí— pasar unos días, como hacen los vietnamitas, a orillas de aquel lago, aunque no huela demasiado bien. ¿Te fijaste en aquellos muchachos que iban de un lado para otro con básculas de baño? Pues resulta que los visitantes les pagan unas monedas para que los pesen, con la esperanza de haber ganado un poco de peso durante su estancia. Dicen que es un lugar biológicamente muy sano.

—Deja que esos amarillos de mierda pasen el tiempo suficiente en torno a una fuente inagotable de patatas fritas, y verás cómo aumentan más de cintura que de estatura, igual que las ratas de los centros comerciales de Nueva Jersey. ¿Crees que sólo son glotones los estadounidenses? No sé mucho de la historia europea, ni me interesa, pero creo que no es así.

Servido ya el salmón, que reconozco ahora que no me apetecía gran cosa, me puse a tamborilear con los dedos sobre la mesa. Sobre el fondo de aquella gran marina que ocupaba toda una pared del Hudson House, con su flamante camisa blanca de amplias mangas, que tenía el cuello levantado y abierto formando una gran uve sobre su pecho, Kevin parecía la viva imagen de Errol Flynn en El capitán Blood.

—El acento —añadí—. Lo encuentro abominable.

—También es tu acento —me replicó—. Aunque trates de imitar el británico.

—¿Lo encuentras pretencioso?

—¿Tú no?

Me reí un poco.

—De acuerdo. Es pretencioso —admití.

Algo se estaba relajando, y me dije que, a lo mejor, después de todo, aquella salida no habría sido una mala idea. Que quizá estuviéramos en camino de llegar a alguna parte. Así que empecé a entregarme decididamente a la conversación:

—Oye, ¿sabes cuál es una de las cosas que me resultan más insoportables de este país? Su incapacidad para asumir las propias responsabilidades. Todo cuanto falla en la vida de un estadounidense es culpa de los demás. Es la misma actitud que la de esos fumadores que reclaman a las compañías tabaqueras millones de dólares por daños y perjuicios, aun cuando desde hace cuarenta años eran conscientes del riesgo que corrían. ¿No son capaces de dejar el tabaco? Pues la culpa es de Philip Morris. Y ya se barrunta lo que vendrá a continuación: personas obesas demandando a las cadenas de comidas rápidas porque han comido demasiados bocadillos gigantes. —Hice una pausa para recobrar el aliento—, pero creo que todo esto ya te lo había dicho antes…

Kevin, por supuesto, estaba dándome cuerda, como a un juguete mecánico. Tenía la misma expresión intensa, maliciosa, que había visto recientemente en un muchacho que se dedicaba a lanzar su coche de carreras accionado por control remoto contra las piedras en Tallman Park.

—Un par de veces —asintió mientras trataba de reprimir una sonrisa.

—La moda de las largas marchas a pie, que practican incluso personas que no tienen el más mínimo entrenamiento —dije.

—¿Qué tienen de malo?

—Que me sacan de quicio. —Ni que decir tiene que aquello también se lo había dicho antes, pero hasta entonces no había estructurado tan bien los motivos de mi oposición a aquella moda—. Los estadounidenses no saben salir, simplemente, a dar un paseo: tienen que andar por algún motivo especial, como parte de algún programa que requiera un esfuerzo descomunal y del que luego puedan vanagloriarse. Y ésta es, probablemente, la razón de que no soporte esa moda. ¡Hay infinidad de cosas intangibles en la vida, cosas realmente buenas, que hacen que valga la pena vivirla, pero cuya naturaleza es indefinible! Los estadounidenses parecen creer que son capaces de alcanzarlas, simplemente, uniéndose a un grupo, firmando un boletín de suscripción, adoptando una dieta especial o siguiendo un curso de aromaterapia. No se trata sólo de esa idea tan estadounidense de que se puede comprar cualquier cosa: piensan que, si siguen las instrucciones del folleto o de la etiqueta, un producto tiene que funcionar. Por eso, cuando el producto no funciona y se sienten infelices a pesar del derecho a la felicidad que consagra la Constitución, arman la marimorena y pleitean unos contra otros.

—¿A qué te refieres al hablar de cosas intangibles?

—A la tira de cosas, como dirían tus amigos. El amor…, la alegría…, la intuición… —Por la cara que puso Kevin, hubiera podido estar refiriéndome a unos hombrecillos verdes que vivieran en la Luna—. Cosas que no puedes pedir por Internet, ni aprender en la escuela, por muy moderna que sea, ni buscar en un manual de autoayuda. No es tan fácil. O tal vez sí… A veces basta con probar, siguiendo las instrucciones, para que te pongas en camino… No sé.

Kevin se había puesto a garabatear furiosamente con el lápiz sobre el mantel.

—¿Algo más? —me preguntó.

—¡Por supuesto que hay algo más! —dije. Experimentaba la misma inercia que se apoderaba de mí durante aquellas conversaciones en el avión cuando, finalmente, entraba en la biblioteca que llevaba dentro de mi cabeza, y recordaba Madame Bovary, Jude el Oscuro y Pasaje a la India—. Los estadounidenses son malcriados, están gordos y hablan de modo incoherente. Son exigentes, mandones e ignorantes. Se sienten moralmente justos y superiores por su preciosa democracia, y se muestran condescendientes hacia las demás naciones porque piensan que ellos siempre tienen razón, por más que la mitad de su población adulta no vote. Son jactanciosos, además. Aunque no te lo creas, en Europa no se considera aceptable explicarle a una persona a la que acabas de conocer que estudiaste en Harvard, que eres propietario de una casa que vale un pastón y a qué celebridades sueles invitar a cenar. Y los estadounidenses tampoco acaban de entender que en algunos lugares se considere una grosería confiarle a otra persona en un cóctel, a los cinco minutos de que te la hayan presentado, tus preferencias por el sexo anal, como ocurre en este país, que ha perdido por completo la noción de intimidad. Pero eso es, consecuencia, sobre todo, de que los estadounidenses son confiados hasta extremos inconcebibles, tan inocentes, que casi parecen estúpidos. Y, lo peor de todo, es que no tienen ni idea de que el resto del mundo no puede tragarlos.

Su voz se había vuelto demasiado alta para las reducidas dimensiones del local, y los sentimientos que expresaba eran capaces de herir susceptibilidades y levantar ampollas, pero no me importaba. Sentía una alegría desconocida por mí hasta entonces: era la primera vez que hablaba francamente con mi hijo, y confiaba en que hubiéramos cruzado el Rubicón. Por fin era capaz de confiarle cosas en las que creía de veras, en lugar de, simplemente, aleccionarlo: «¿Cómo te he de decir que no cojas ninguna rosa del jardín de los Corley? ¡Han ganado varios premios!». Ciertamente, inicié la conversación de una manera infantil e inadecuada, preguntándole cómo le iba en el instituto, mientras que luego fue él quien dirigió la conversación entre nosotros como un adulto competente que guiara a su compañero. La consecuencia de todo eso era que me sentía orgullosa de él. Estaba a punto de dar forma a una observación al respecto cuando Kevin, que llevaba un buen rato garabateando con el lápiz en el mantel, concluyó lo que estuviera haciendo, alzó la vista y aprobó con un gesto lo que había escrito:

—¡Vaya! —exclamó—. ¡Cuántos adjetivos!

¡Qué problema de atención ni qué niño muerto! Kevin era un estudiante muy capaz cuando le importaba, y no había hecho garabatos en el mantel: había tomado notas.

—Veamos… —dijo, y procedió a ir tachando de la lista con su lápiz rojo cada uno de los sucesivos elementos—. Malcriados. Eres rica. Supongo que estás convencida de que prescindes de muchas cosas, pero estoy seguro de que podrías permitírtelas sin dificultades. Mandones. Una perfecta descripción del discurso que acabas de soltarme; yo, en tu lugar, no pediría postre, porque puedes estar segura de que al camarero se le caerá algún moco en tu salsa de frambuesa cuando te la traiga. Incoherentes. Déjame ver… —Buscó en sus garabatos—: No es tan fácil. O tal vez sí… No sé. No me tengo por un Shakespeare, pero… Por lo demás, me parece estar sentado delante de una mujer que suelta grandes parrafadas contra las comedias de situación de la tele, aunque no las ve nunca. Y eso, mami, por decirlo con una de tus palabras favoritas, es ignorancia. La siguiente palabreja: jactanciosos. ¿Sabes a qué suena eso de que los estadounidenses son tan inocentes, que casi parecen estúpidos? Pues a pura jactancia: como tú no eres inocente, no eres estúpida. Confiados, y no tienen ni idea de que el resto del mundo no puede tragarlos. —Subrayó bien esto, y después me miró de hito en hito, con patente desagrado—. Bueno, por lo que puedo entender, lo único que impide que tú y los demás estadounidenses seáis tan idénticos como dos gotas de agua es que tú no estás gorda. Y sólo por ser flaca te das humos, eres condescendiente y te comportas como si fueras superior a los demás. Quizá preferiría tener una madre gorda como una vaca, pero que, por lo menos, no se envaneciera creyéndose mejor que cualquier otro habitante de este jodido país.

Pagué la cuenta. No volveríamos a tener una conversación tan íntima hasta Claverack.

Desechada la idea de comprarle un patinete, decidí regalarle a Celia por Navidad una musaraña elefante de orejas pequeñas, que me costó muchísimo encontrar. Cuando visitamos una exposición de pequeños mamíferos en el Zoológico del Bronx, a Celia la encantó aquel extravagante animalillo, que parecía un híbrido de elefante, canguro y ratón y era el resultado de innumerables cruces realizados durante generaciones. Aquella musaraña procedía del sur de África, y su importación, probablemente, era ilegal. Aunque no estaba en peligro de extinción, en el cartel que la identificaba en el zoo se decía que era una especie «amenazada, a causa de la progresiva disminución de su hábitat». Estas circunstancias, unidas a lo mucho que me costaba encontrar el dichoso animalillo, hicieron que te enfadaras un poco conmigo. Al final, llegamos a un acuerdo: te harías el sueco mientras trataba de localizar por Internet una tienda de mascotas especializada en animales raros, y yo miraría hacia otro lado cuando le compraras la ballesta a Kevin.

No te dije entonces lo que costó el regalo de Celia, y no te lo voy a decir ahora. Te basta saber que, por una vez en la vida, me alegró tener mucho dinero. La musaraña elefante de orejas cortas —impropiamente denominada así, porque no es un elefante ni una musaraña, y porque sus orejas, anchas y ahuecadas, parecen enormes en relación con su cuerpo— fue, sin la menor duda, el regalo más bien recibido que he hecho en mi vida. Celia se habría quedado boquiabierta hasta con un paquete de caramelos, pero incluso nuestra hijita, tan fácil de contentar, mostraba diversos grados de alegría, y cuando desenvolvió la gran jaula de cristal los ojos casi se le salieron de las órbitas. Luego corrió a arrojarse en mis brazos con un torrente de gracias. Durante la cena de Navidad no paró de levantarse de la mesa para cerciorarse de que la jaula estuviera a la temperatura adecuada, e incluso llegó a darle de comer al animalillo una frambuesa cruda. Empecé a preocuparme. Los animales exóticos no siempre se adaptan bien a otros climas, y regalarle uno a aquella criatura tan sensible tal vez hubiera sido un error.

Además, puede que hubiera comprado a Morritos, como Celia lo bautizó, tanto para mí como para ella, aunque sólo fuera porque sus ojos expresaban la misma delicada vulnerabilidad que los de nuestra hija. Aquella bolita de carne de apenas ciento cincuenta gramos de peso, cuyo largo y aterciopelado pelaje me recordaba los finos cabellos de Celia, daba la impresión de que, si soplabas sobre ella con fuerza, se dispersaría en el aire igual que un diente de león. Cuando se erguía sobre sus finas patas, Morritos mantenía un precario equilibrio. La manera como su largo hocico prensil, en forma de pequeña trompa, que era lo que había movido a Celia a ponerle aquel nombre, husmeaba continuamente la tierra que cubría el suelo de su jaula era, a la vez, enternecedora y cómica. El animal, más que correr, saltaba, y sus saltitos en los confines de aquel cerrado universo parecían presagiar el optimismo animoso y resignado con el que Celia afrontaría pronto sus propias limitaciones.

Aunque las musarañas elefante no son estrictamente vegetarianas —se alimentan de gusanos e insectos—, sus grandes ojos de color castaño daban a Morritos un aspecto desconcertado y asustadizo, muy distante del de un cazador; en el fondo, Morritos, como Celia, era una presa.

Consciente de que su mascota no debía ser manoseada, Celia se limitaba a introducir un nervioso dedo a través de la puerta de la jaula para acariciar su fino pelaje leonado. Cuando venían amigos suyos a jugar a casa, mantenía cerrada la puerta de su habitación y les ofrecía juguetes más duraderos. «¡Ojalá esté aprendiendo a conocer a la gente!», me decía. (Celia era muy popular, en parte, porque no hacía distingos entre sus compañeros, ya que invitaba a casa a niños que otros despreciaban, como aquella criatura ruidosa y consentida llamada Tia, cuya madre tuvo la desvergüenza de pedirme sin tapujos que «arreglara las cosas para que Tia ganara siempre en todos los juegos». Celia debió de darse cuenta por sí sola de que esa actitud era la más prudente, sin necesidad de que le dijera nada, ya que en cierta ocasión, después que se hubo marchado su tiránica compañera de clase, se me acercó y me preguntó, pensativa: «¿Está mal hacer trampas para perder, mamá?»). Al observar cómo defendía a Morritos nuestra hija, buscaba siempre en su rostro una firmeza y una resolución que indicaran una incipiente capacidad de defenderse a sí misma.

Con todo, y a mi pesar, consideraba también la posibilidad de que, por encantadora y amable que me pareciera, Celia fuera evolucionando hasta adquirir un aspecto físico que la hiciera pasar inadvertida. Tenía sólo seis años, pero ya empezaba a darme cuenta de que jamás sería bonita y de que, a ese respecto, eran escasas sus posibilidades de destacar sobre las demás chicas. Tenía tu misma boca, demasiado grande para su cabecita, y tus mismos labios, finos y pálidos. Su aspecto tímido hacía que a su alrededor se creara un ambiente tan lleno de prudencia que acababa resultando cargante. Sus cabellos, sedosos y finos, estaban destinados a ser lacios cuando creciera. Y su color dorado, a convertirse en un rubio oscuro al llegar a la adolescencia. Además, siempre hay cierta dosis de misterio en la auténtica belleza. Pero Celia carecía de malicia para esconder nada. Tenía un rostro franco, de esos que no resultan interesantes cuando los ves porque sabes que te revelarán todo cuanto quieras saber. ¡Si hasta yo podía verlo! Sería una de esas adolescentes que se enamoran perdidamente del delegado de su clase en el consejo escolar, por más que él ni siquiera se haya dado cuenta de su existencia. Celia siempre entregaría gratis su afecto. Con el tiempo, sería capaz de irse a vivir —muy joven aún— con un hombre mayor que ella que abusaría de su generosidad y tal vez la dejaría por una mujer de exuberantes curvas que supiera vestirse para hacerlas valer. Pero, por lo menos, siempre vendría a casa por Navidad, y, si tenía hijos, sería mucho mejor madre que yo.

Kevin no quería saber nada de Morritos, cuyo nombre, según él, lo hacía indigno como mascota de un muchacho de su edad. Aun así, se prestaba gustoso a capturar para él arañas y saltamontes vivos, cuyos pedazos palpitantes arrojaba al interior de la jaula: una tarea de chico que, además, le cuadraba perfectamente, puesto que Celia era demasiado remilgada para encargarse de semejantes menesteres. Pero, a cambio de aquella ayuda, su hermano no vacilaba en hacerla blanco de bromas inmisericordes, de un humor negro inexpresivo, frío e implacable. Tal vez no hayas olvidado aquella ocasión en que serví codorniz, y logró convencerla de que el cuerpecillo asado que tenía en su plato era el de… Ya sabes de quién.

Sé que Morritos era sólo una mascota, aunque cara, y que resultaba inevitable que tuviera un triste final. Hubiera debido pensármelo dos veces antes de regalarle a Celia aquel animalillo, aunque evitar que surjan afectos por temor a la pérdida del objeto que los causa es, en cierto modo, evitar la vida. Había esperado, con todo, que viviera más, aunque eso no habría hecho menos doloroso el trance para Celia cuando le llegó su hora.

Esa tarde de febrero de 1998 es la única ocasión, que yo recuerde, en que vi fingir a Celia. Llevaba un rato dando vueltas por toda la casa, arrastrándose por el suelo, levantando la tapicería del sofá para mirar debajo… Pero cuando le pregunté qué buscaba, me respondió con su vocecita: «¡Nada!». Y siguió explorando y correteando a gatas hasta bien pasada ya la hora de ir a dormir; se negaba a explicarme a qué jugaba, pero me suplicaba que la dejara jugar más. Hasta que, finalmente, dije basta y la levanté del suelo para llevarla a su cama, a pesar de su resistencia. No era propio de ella mostrarse tan obstinada.

—¿Cómo está Morritos? —le pregunté, con objeto de distraerla, cuando encendí la luz.

Su cuerpo se puso tenso, y ni siquiera miró la jaula cuando la dejé sobre el colchón. Al cabo, susurró:

—Está bien.

—No lo veo —dije—. ¿Se ha escondido?

—Está escondido, sí —asintió con una voz todavía más tenue.

—¿Por qué no me enseñas dónde está?

—Está escondido —repitió, siempre sin mirar a la jaula.

La musaraña elefante dormía a veces en un rincón de la jaula o bajo una rama, pero, cuando me acerqué, no pude ver su cuerpecillo peludo.

—No habrás dejado que Kevin jugara con Morritos, ¿verdad? —le pregunté bruscamente, con el mismo tono de voz que hubiera podido emplear para preguntarle: No habrás metido a Morritos en la licuadora, ¿verdad,?

—¡Ha sido culpa mía! —exclamó con voz entrecortada, y empezó a sollozar—, pen… pensaba que ha… había cerrado bien la pu… puerta de la jaula, pero… su… su… supongo que… que no lo hice. Por… porque cuando volví, des… después de cenar, estaba abierta, y se… se… había ido.

—Chist, nena, tranquila, tranquila. Lo encontraremos —le susurré, pero no conseguí que se tranquilizara.

—¡Soy una estúpida! Kevin me lo dice siempre, y tiene razón. ¡Soy una estúpida! ¡Estúpida, estúpida, estúpida!

Se dio un golpe en la sien con el puño, tan fuerte, que tuve que agarrarla por la muñeca. Tenía la esperanza de que su llanto pasara pronto, pero el dolor de Celia tenía una duración asombrosa para tratarse de una niña, y la fuerza de los reproches que se hacía a sí misma me tentó a hacerle falsas promesas. Le aseguré, pues, que Morritos no podía haber ido muy lejos y que, con toda seguridad, a la mañana siguiente estaría de vuelta en el interior de su linda jaula. Atrapada en mi pérfida trampa, Celia se calmó y, finalmente, se quedó dormida.

Creo que no nos rendimos hasta casi las tres de la madrugada, Franklin, y te doy de nuevo las gracias por tu ayuda. Tenías para el día siguiente otro trabajo de localización de exteriores, y los dos echaríamos de menos las horas de sueño perdidas. No hubo rincón que no escudriñáramos: apartaste incluso la secadora, y revisé a conciencia la basura. Murmurando en tono amable, «¿Dónde te has metido, chico malo?», sacaste todos los libros de los estantes inferiores, mientras yo me armaba de valor y buscaba pelos en el triturador.

—No quisiera empeorar las cosas con un «ya te lo dije» —me comentaste cuando los dos nos dejamos caer en el sofá de la sala de estar con los cabellos llenos de polvo—. Y reconozco que era un animalillo simpático. Pero se trata también de una criatura delicada y rara, y nuestra hija es aún muy pequeña.

—¡Pero es tan cuidadosa! Jamás le ha faltado agua, siempre ha tenido la precaución de no empacharlo dándole demasiada comida… ¿Y, de pronto, deja abierta la puerta de la jaula?

—Celia es distraída, Eva.

—Es verdad. Supongo que podría encargar otro en la misma tienda de mascotas…

—Ni se te ocurra. Se pasaría la vida angustiada, temerosa de que el pobre animalillo se le muriera.

—¿Crees que se habrá escapado de casa?

—Si ha salido fuera, seguro que se habrá helado —me respondiste. No parecías demasiado afectado.

—¡Pues vaya consuelo!

—Siempre será mejor morir helado a que se te coman vivo los perros, ¿no?

Esta fue la historia que le conté a Celia al día siguiente: que Morritos se había ido a jugar fuera, donde sería mucho más feliz, tendría abundante aire fresco y haría muchos amigos entre los demás animales. ¿Por qué no iba a sacar el mejor partido posible de la situación? Celia creía cualquier cosa que se le dijera.

Contando con que todo siguiera igual, pues, me imaginaba que tendría que dedicar la siguiente semana a reavivar las cenizas de las esperanzas de mi hija, más que a las tareas ordinarias del hogar. Pero, dadas las circunstancias, tengo buenas razones para recordar que aquel fin de semana se atascó el desagüe del baño de los niños. Janis no vendría hasta el lunes, y yo jamás he desdeñado ocuparme de hacer la limpieza de cuando en cuando. Así que vertí en el sifón una buena dosis de desatascador líquido, añadí agua fría y dejé que la mezcla actuara un buen rato, según las instrucciones. Y mientras actuaba, volví a dejar el desatascador en su sitio. ¿Pensabas seriamente que, al cabo de tanto tiempo, te diría otra cosa? Lo volví a dejar en su sitio.

Eva