Querido Franklin,
Ricky, uno de mis compañeros de trabajo, me ha abordado al terminar nuestra jornada laboral, y me ha hecho una proposición; hasta ahora, nunca se había referido con tanta claridad, por más que lo haya hecho de manera indirecta, a lo que todo el mundo considera un tema tabú: me ha invitado a ingresar en su Iglesia. Me he sentido cohibida y le he dado las gracias, pero después he añadido, vagamente: «Lo veo difícil». No se ha dado por vencido, y me ha preguntado el motivo. ¿Qué hubiera debido contestarle: «Porque no creo en paparruchas»? Siempre me he sentido un poco condescendiente con las personas de profundas creencias religiosas, que, por otra parte, muestran la misma actitud hacia mí. De modo que le he dicho que ojalá; que ojalá pudiera creer, y que, a veces, lo intento con todas mis fuerzas, pero que no he encontrado nada en el curso de los últimos años que me sugiera la existencia de un ser bondadoso que vele por mí. La réplica de Ricky acerca de los caminos misteriosos no ha sonado convencida, y lo cierto es que no ha resultado convincente. «Misteriosos, sin duda», le he dicho. Ahora puedes decirlo tú.
A menudo he recordado la observación que me hiciste una tarde, mientras paseabamos, antes de ser padres: «Como mínimo, un hijo es una respuesta a la Gran Pregunta». Me turbó entonces que tu vida se planteara esa Gran Pregunta con semejante persistencia. La etapa sin hijos de nuestro matrimonio tuvo, sin duda, sus altibajos, pero recuerdo haberte dicho, en el curso de esa misma conversación, que tal vez fuéramos «demasiado felices», lo cual indica que no consideraba que nuestra vida en común implicara un terrible vacío existencial. Tal vez yo sea un tanto superficial, pero el hecho es que me bastaba contigo. Me encantaba buscar tu rostro entre los de la gente que esperaba a los viajeros al otro lado de la aduana cuando regresaba de aquellos largos viajes que, sin duda, eran mucho más duros para ti que para mí, y gozaba después cuando dormía hasta bien entrada la mañana siguiente con la cabeza acurrucada en el calor de tu pecho. Con eso me bastaba. Pero, a lo que parece, ser sólo mi pareja no era suficiente para ti. Y esa actitud, por más que te convirtiera, espiritualmente, en el más profundo de los dos, hería mis sentimientos.
Ahora bien, si no hay razón alguna para vivir sin hijos, ¿por qué habría de haberla para vivir con ellos? Responder a la angustia existencial que te plantea tu vida engendrando, simplemente, otra vida que la suceda significa, además de una cobardía, dejar para la generación que siga a la tuya la responsabilidad de encontrar la respuesta; hallarla en esas condiciones representa, pues, una tarea potencialmente infinita. Lo más probable es que la respuesta de tus hijos sea procrear a su vez, para endilgar a su descendencia el problema de no encontrarle sentido a su vida.
Si te planteo este tema, es porque creo que esperabas que Kevin fuese la respuesta a tu Gran Pregunta y que, desde su más tierna infancia, estuviera a la altura de las fantásticas expectativas que habías puesto en él. ¿Por qué lo creo? Pues por pequeños detalles. La agresiva efusividad de tu voz, por ejemplo, bajo la cual percibía yo una avergonzada desesperación. La ferocidad de tus abrazos, que tal vez le parecerían a él asfixiantes.
La resolución con que te preparabas cada fin de semana para poder estar a su disposición, porque sospecho que los niños quieren que sus padres estén ocupados, y que no sean ellos quienes hayan de llenar su tiempo con sus mezquinas necesidades. Los niños quieren estar seguros de que existen otras cosas que hacer, cosas importantes y, en ocasiones, mucho más importantes que ellos.
No es que abogue porque nos hubiéramos desentendido de él. Pero era sólo un niño, y lo suponías capaz de dar una respuesta a la Gran Pregunta que tenía perplejo a su padre, un adulto. ¡Qué carga tan pesada para confiársela a alguien que acababa de hacer su aparición en escena! Y lo que todavía es peor: los niños, como los adultos, varían drásticamente en lo que no se me ocurre llamar de otro modo que sus apetitos religiosos. Celia se parecía más a mí: un abrazo, un lápiz y una galleta eran todo lo que necesitaba para sentirse saciada. Y, en cambio, aunque diera la impresión de no necesitar prácticamente nada, ahora comprendo que Kevin padecía de una insaciable hambre espiritual.
Los dos, tú y yo, habíamos dejado la práctica religiosa. Era lógico, pues, que no educáramos a nuestros hijos ni como armenios ortodoxos ni como presbiterianos. Y, dado que no creo que la juventud actual estuviera mejor si leyera asiduamente el Antiguo Testamento, me tranquiliza saber que, gracias a nosotros, puede que Kevin no haya visto nunca una iglesia por dentro. El hecho de que tanto a ti como a mí nos enseñaran cuando éramos niños algo de lo que después nos fue posible distanciarnos tal vez haya sido una ventaja para nosotros, porque sabíamos cómo hubiéramos podido ser, y también que no quisimos serlo. Por eso, aunque a veces me pregunto si no habría sido mejor para Kevin que lo hubiéramos envuelto en nubes de incienso y le hubiéramos inculcado toda esa sarta de tonterías —me refiero a esas extravagantes historias de vírgenes que paren y de mandamientos dados en cumbres de montañas—, no puedo menos que responderme que lo más probable es que luego nos hubiera reprochado habérselas enseñado, porque, evidentemente, no hay muchacho actual que se las trague. Y, además, Franklin, dudo que hubiéramos podido fingir, por el supuesto bien de nuestros hijos, una fe que no sentíamos sin que ellos notaran que era puro cuento. Claro que, por otra parte, también le parecía tonto a Kevin que me dedicara a redactar guías de viajes o que tú localizaras exteriores para anuncios de Oldsmobile.
Los profesores de Kevin —con la excepción de Dana Rocco— nunca comprendieron que, en lo más íntimo de su ser, era un insatisfecho, y optaron por atribuir el escaso aprovechamiento escolar de nuestro hijo a un trastorno que ahora está de moda: la deficiencia de atención. Necesitaban encontrar algo mecánico que fuera mal en él, porque las máquinas averiadas pueden ser reparadas. Era más fácil tratar una incapacidad pasiva que abordar el problema, mucho más difícil, de una tremenda e incoercible falta de interés. Es evidente que la capacidad de atención de Kevin es muy grande: sólo hay que ver sus laboriosos preparativos para aquel jueves, o lo bien que conoce a los actuales integrantes del cuadro de honor de los asesinos en serie, incluyendo detalles como el número de peces que tenía Uyesugi. Si dejaba tareas sin terminar, no era porque no pudiera acabarlas, sino, precisamente, porque podía.
Esa voracidad suya tal vez explique, en parte, su crueldad, la cual, entre otras cosas, debió de haber sido un fallido intento de participación. Como nunca se interesaba por nada, no es de extrañar que se sintiera terriblemente excluido de todo. Las Spice Girls lo repateaban; las videoconsolas de Sony lo repateaban; Titanic lo repateaba; ir de tiendas lo repateaba. ¿Acaso podíamos llevarle la contraria cuando expresaba esas opiniones? Y, asimismo, ir contigo los domingos a tomar fotos del Museo de Arte Moderno de Nueva York, o bailar «Stairway to Heaven» a finales de los noventa, lo repateaban. A medida que Kevin se acercaba a los dieciséis años de edad, esas convicciones suyas debieron de tornarse cada vez más violentas.
Kevin no deseaba responder a tu Gran Pregunta, Franklin. Lo que deseaba, era que tú respondieras a la suya. Ese ir de un lado para otro sin un objetivo claro, que tanto se ensalza actualmente y que incluso pasa por ser una existencia fructífera, le parecía tan absurdo a Kevin desde la cuna, que es posible que fuera sincero cuando me dijo, el sábado pasado, que aquel jueves pensó que le hacía «un favor» a Laura Woolford.
Pero yo soy más superficial. Incluso aunque viajar hubiera llegado a perder su atractivo para mí, es probable que hubiera seguido comiendo aquellos platos exóticos y soportando aquellos climas extraños durante el resto de mi vida a condición de que me estrecharas en tus brazos al aterrizar en el aeropuerto Kennedy de vuelta a casa. Prácticamente, era todo lo que quería. Fue Kevin quien me hizo plantearme mi Gran Pregunta. Antes de que naciera, estaba demasiado ocupada atendiendo a un negocio floreciente y gozando de un matrimonio feliz para preocuparme por el sentido de la vida. Hasta que me vi obligada a vivir días interminables con una criatura displicente en una casa que me parecía horrible no empecé a preguntarme qué sentido tenía.
¿Y qué sentido tiene para mí desde aquel jueves? Ese día Kevin acabó con mis respuestas fáciles y mis falsos y manidos lugares comunes acerca de la Gran Pregunta.
Dejamos a Kevin cuando tenía catorce años, y ahora me siento cada vez más inquieta. Porque tal vez narré con tanto detenimiento sus primeros años de vida, simplemente, para soslayar el recuerdo de incidentes más próximos que nos enfrentaron dolorosamente a ti y a mí. Sin duda, los dos tememos recordar sucesos cuyo único rasgo positivo, que los redime en parte, es pertenecer al pasado. Pero no pertenecen al pasado. No para mí.
En 1997, durante el primer semestre del primer curso de instituto de Kevin, hubo dos tiroteos escolares más: en Pearl, Mississippi, y en Paducah, Kentucky, dos poblaciones pequeñas de las que no había oído hablar nunca, pero que ahora ocupan permanentemente un puesto en el vocabulario norteamericano como sinónimos de la violencia asesina adolescente. El hecho de que Luke Woodham no sólo disparara contra nueve de sus condiscípulos —dos de los cuales murieron— en Pearl, sino que matara también a su madre —a la que asestó siete cuchilladas tras partirle la mandíbula con su bate de béisbol de aluminio—, tal vez me puso la carne de gallina en mi fuero interno. (Por eso, cuando vimos las primeras noticias del suceso en la tele, te dije: «Fíjate, no paran de preguntarse una y otra vez por qué disparó contra esos chicos. Y añaden después que, incidentalmente, mató también a su madre. ¿Incidentalmente? ¡Pero si está clarísimo que todo lo que hizo tenía que ver con ella!». No sabía que llegaría el día en el que una observación similar por mi parte sería calificada legalmente de confesión de la interesada contraria a sus propios intereses). Con todo, no soy tan presuntuosa como para pretender haber tenido por aquel entonces la premonición de que cada una de las matanzas similares de las que informaba la tele era un eslabón más de la cadena de desgracias que acabaría conduciéndonos a la tragedia que se abatiría sobre nuestra familia. Nada de eso. Al igual que tantas otras noticias, las veía como si no tuvieran nada que ver conmigo. Pero, por otra parte, había dejado de ser la trotamundos inconformista de antes para transformarme en una madre más de raza blanca, de posición desahogada y residente en un barrio de clase media alta, que no podía evitar una sensación de desconcierto ante aquellos arrebatos de locura por parte de algunos jóvenes de mi propia clase social. Los ajustes de cuentas entre pandillas de Detroit o Los Angeles podían ser cosa de otro planeta, pero Pearl y Paducah pertenecían al mío.
Sentía una profunda aversión hacia aquellos muchachos incapaces de tolerar la menor infidelidad de una amiga, la puya de un compañero de clase o la falta de atención por parte de un padre o una madre que llegaban a casa cansados del trabajo, e incapaces también de perder su miserable tiempo en sus miserables escuelas públicas de la mejor manera posible, igual que habíamos hecho nosotros cuando teníamos su edad, sin hacer recaer sobre las vidas de otras familias sus insignificantes problemas. Los aquejaba la misma ridicula vanidad que llevaba a tantos de sus coetáneos, supuestamente más sensatos, a grabar sus nombres y apellidos en los monumentos nacionales. ¡Y cómo se compadecían de sí mismos! Luke Woodham, un adolescente tontorrón y corto de vista, le pasó, al parecer, una nota a uno de sus amigos antes de llevar a cabo aquella carnicería con el rifle que tenía su padre para cazar ciervos: «Me han ridiculizado durante toda mi vida. Me han golpeado, me han rechazado. ¿Puedes, oh sociedad, reprocharme lo que he hecho?». ¡Claro que sí, gilipollas! ¡Sin dudarlo ni un instante!, dije para mí.
Michael Carneal, de Paducah, era un tipo por el estilo: gordinflón, objeto de las burlas de todos, se revolcaba en sus pequeños sufrimientos como quien se baña en un charco de lodo. Pero jamás había tenido problemas de disciplina en el pasado; lo peor que le había ocurrido hasta entonces fue que lo sorprendieron mirando en la tele el canal de Playboy. Carneal se distinguió por abrir fuego nada menos que contra un grupo de oración. Se las arregló para matar a tres estudiantes y herir a otros cinco, pero, a juzgar por los sermones pronunciados durante los entierros y las pancartas pidiendo piedad para él colgadas en las ventanas de las aulas —en una de las cuales aparecían no sólo las fotos de sus víctimas, sino también la del propio Carneal, dentro un corazón—, aquellos buenos cristianos se vengaron de él perdonándolo.
La noche de octubre en que dieron la noticia de los asesinatos de Pearl, estallé mientras mirábamos las noticias en la tele:
—¡Señor! Un chico lo llama maricón, o lo empuja en el pasillo, y, de pronto, se pone a gritar: ¡Oh, oh! ¡Tengo que cargarme a toda la escuela! ¡Tengo que librarme de esta tensión si no quiero volverme loco! ¿Desde cuándo hacemos tan sensibles a los chicos americanos?
—Sí —asentiste—. Tienes razón. Parece que ya no saben solventar sus problemas en el patio, durante el recreo.
—A lo mejor se ensuciarían las manos… —dije, y añadí, dirigiéndome a nuestro hijo, que se escurría discretamente en dirección a la cocina tras escuchar nuestra conversación sin participar en ella, como tenía por costumbre—: Dime, Kevin, ¿en la escuela ya no arregláis vuestras desavenencias con una buena y anticuada pelea a puñetazos?
Kevin me miró de hito en hito; lo hacía siempre que le preguntaba algo, para sopesar si valía la pena responderme.
—Elegir bien las armas es tener la pelea medio ganada —dijo finalmente.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Woodham es débil, fofo, no tiene amigos. Sus posibilidades en una pelea a puñetazos eran muy escasas. En cambio, con una escopeta, incluso un gordinflón como él podía salirse con la suya. Fue una decisión acertada.
—¡No tan acertada! —le respondí apasionadamente—. Tiene dieciséis años. A esa edad en la mayoría de los estados ya lo juzgarán como si fuera adulto. Lo encerrarán en una celda y tirarán la llave.
(De hecho, Luke Woodham fue sentenciado a tres cadenas perpetuas, más otros ciento cuarenta años de penas accesorias).
—¿Y qué? —preguntó Kevin al tiempo que esbozaba una sonrisa—. La vida de ese chico era una mierda. Mientras duró, se lo pasó mejor de lo que nos lo pasaremos nosotros nunca. ¡Me alegro por él!
—Tranquilízate, Eva —me dijiste al ver que me subía por las paredes—. ¿No te das cuenta de que te está tomando el pelo?
Durante la mayor parte de su vida, los problemas de Kevin también pasaron bastante inadvertidos. Era inteligente, pero aborrecía la escuela; al parecer, tenía muy pocos amigos, y el único que nosotros conocíamos se dedicaba a adularlo; se habían sucedido una serie de incidentes ambiguos, desde el de la pequeña Violetta al de la chica a la que hemos convenido en llamar Alice, pero fui la única que se alarmó por ellos. No obstante, el carácter se manifiesta con notable uniformidad, ya se esté en el campo de batalla o en el supermercado. Para mí, todo lo relativo a Kevin era monolítico. Y si mis teorías acerca de su disposición existencial parecen demasiado ampulosas, reduzcámoslas al engrudo unificador de una sola palabra: malevolencia. Por consiguiente, cuando dos policías de Orangetown llamaron a nuestra puerta una noche de diciembre de 1997 trayendo a remolque a Kevin y Leonard Pugh, su desagradable compañero, te llevaste una sorpresa, pero yo me dije que aquella visita policial era algo cantado.
—¿Qué puedo hacer por ustedes, agentes? —te oí preguntarles.
—¿El señor Khadourian?
—Plaskett —los corregiste, y no por primera vez—. Pero soy el padre de Kevin, sí.
Estaba ayudando a Celia con sus deberes, pero la dejé y corrí, llena de expectante curiosidad, al recibidor, donde me coloqué detrás de ti.
—Recibimos por teléfono la queja de un conductor, y, al acudir a verificarla, resulta que encontramos a su hijo y a este amigo suyo en la pasarela para peatones que cruza por encima la carretera 9 Oeste. Han tratado de huir, por lo que parece evidente que son los chicos que tiraban cosas a la calzada desde allí.
—¿Cuándo pasaban coches? —preguntaste.
—No creo que resultara divertido si no pasaran coches… —gruñó el segundo agente.
—¡Sólo tirábamos globos llenos de agua, papá! —dijo Kevin desde detrás del policía. Le estaba cambiando la voz, pero cuando hablaba contigo, Franklin, su tono seguía siendo una octava más alto.
—El conductor que telefoneó no habló de globos llenos de agua, sino de cascotes —dijo el segundo policía, que era más fornido que el otro y parecía el más enfadado de los dos—. Y comprobamos que la carretera, a ambos lados del paso elevado, estaba llena de cascotes y fragmentos de ladrillos.
—¿Ha habido algún herido? —le pregunté al policía, llena de preocupación.
—Afortunadamente, no ha habido impactos directos —respondió el primer agente—. Lo cual es una grandísima suerte para estos muchachos, grandísima de verdad.
—Pues no me parece una suerte que te atrapen dos polis —gimoteó Lenny.
—Hay que tener mucha para salir bien parado de una situación como ésta, chico —le replicó el policía que parecía más enfadado—, mira, Ron, sigo pensando que deberíamos…
—Verá, señor Plástic —terció el primer agente, dirigiéndose a ti—, hemos visto en el ordenador que su hijo no tiene antecedentes. Por lo que veo, es un chico de buena familia. —Buena, en aquel contexto, significaba, evidentemente, rica—. Así que lo dejaremos en libertad con sólo una advertencia. Pero que conste que esta clase de cosas las tomamos muy en serio…
—¡Diablos! —lo interrumpió su compañero—. Hace unos años, un cretino arrojó una moneda de veinticinco centavos delante de un coche que iba a ciento cuarenta por hora. La moneda rompió el parabrisas y se le clavó en la cabeza a la mujer que lo conducía.
Ron dirigió a su compañero una mirada que contenía una clara invitación a salir cuanto antes en busca de la cafetería más próxima y dijo:
—Espero que le den a este chico un buen sermón…
—Por descontado —le respondí.
—Supongo que no se daba cuenta de que lo que hacía era peligroso —dijiste.
—Sí —observó amargamente el segundo policía—. En eso debe de consistir el aliciente de tirar ladrillos desde un paso elevado. ¡Parece un entretenimiento tan inofensivo…!
—Agradezco su comprensión, señor agente —recitó Kevin dirigiéndose al primer policía—. He aprendido la lección, señor agente. No volverá a ocurrir, señor agente.
Los policías deben de oír con frecuencia que se dirijan a ellos llamándolos «señor agente», porque no parecieron ablandarse.
—La comprensión no volverá a darse, muchacho —dijo el segundo policía—. De eso puedes estar seguro.
Kevin se volvió entonces hacia el policía que lo había amenazado y lo miró de hito en hito; había un extraño brillo en su mirada, y hubiera jurado que entre ambos se estableció una tácita comprensión. Aunque, que yo supiera, era la primera vez que tenía tratos con la policía, no se había arrugado en absoluto.
—Y les agradezco mucho que me hayan traído a casa. Siempre había tenido ganas de viajar en un coche de la policía, señor agente —añadió Kevin.
—Ha sido un placer, muchacho —replicó el policía en tono desenfadado, como si estuviera mascando chicle—. Pero algo me dice que no será éste tu último viaje en un coche de la policía, tío.
Tras unas cuantas protestas más de adulador agradecimiento a los dos agentes por nuestra parte, salieron de casa para seguir su ronda. En cuanto estuvieron a una distancia prudencial, oí murmurar a Lenny:
—Nos habéis cogido por los pelos, tíos, porque estáis muy bajos de forma…
Durante toda la conversación tuve la sensación de que estabas muy tranquilo, pues el tono de tu voz siempre fue amable y educado, por lo que, cuando le volviste la espalda a la puerta, me sorprendió ver que tenías la cara lívida y llena de ira. Agarraste a nuestro hijo por el brazo y le gritaste:
—¡Hubieras podido provocar un choque en cadena, una jodida catástrofe, maldita sea!
Embargada por una morbosa satisfacción, me retiré para dejar que actuaras. ¡Tú soltando tacos! Por supuesto, si uno de aquellos trozos de ladrillo hubiera ido a estrellarse contra el parabrisas de un coche, en vez de aquel mezquino júbilo me habría embargado aquella sensación de angustia que más adelante llegaría a conocer tan bien. Pero, puesto que no había ocurrido semejante desgracia, pude rememorar a mis anchas el sonsonete de la cancioncilla infantil: ¡La has cagado! Y es que estaba realmente exasperada contigo. Que Kevin se hubiera visto involucrado en una interminable sucesión de accidentes era pura casualidad, según tú. Pero, por fin, alguien —y nada más y nada menos que dos agentes de policía, una institución en la que un republicano votante de Reagan como tú tenía por fuerza que confiar— había pillado in fraganti a nuestro pobre inocente perseguido. Y yo iba a disfrutar de semejante novedad. Y, lo que era todavía más, me llenaba de satisfacción que tú también experimentaras, por una vez, al menos, la desconcertante sensación de saber que eras el padre todopoderoso y comprobar, al mismo tiempo, que no sabías cómo imponerle a tu hijo un castigo que tuviera el más mínimo efecto disuasorio. Deseaba que aprendieras por ti mismo que no se puede «encerrar en su cuarto» a un muchacho de catorce años al que no le gusta salir de casa, que es inútil prohibirle que vaya con sus amigos cuando no los tiene, y que, si infringía tu prohibición de practicar el tiro con arco, la única actividad que parecía gustarle, no te quedaría más remedio que recurrir a la agresión física si querías que te obedeciera. «¡Bienvenido a mi vida, Franklin!», pensé. «¡Diviértete!».
Celia no estaba acostumbrada a verte reñir a su hermano, y se echó a llorar. La saqué del recibidor, adonde me había seguido, y volví con ella a la mesa del comedor, donde solía hacer sus deberes; allí la tranquilicé diciéndole que los policías eran amigos nuestros, y que sólo querían asegurarse de que estábamos bien, mientras tú conducías a nuestro estoico hijo desde el recibidor a su cuarto.
Dada mi excitación, me costó concentrarme mientras pesuadía a Celia de que se fijara en los animales de granja de su primer libro de lectura. Tus gritos se apaciguaron, sorprendentemente, muy pronto; no te calmabas con tanta rapidez cuando te enfurecías conmigo. Lo más probable era que tu furia se hubiera convertido ya en esa triste decepción que impresiona a algunos niños mucho más que un arranque de cólera; y, aunque ya había adoptado hasta la saciedad con nuestro primogénito aquel tono grave y serio, y sabía que no daba ningún resultado, me alegró que experimentaras en tu propia carne semejante sensación de impotencia. Tuve que hacer un gran esfuerzo para resistir la tentación de cruzar la sala y ponerme a escuchar con la oreja pegada a la puerta.
Cuando por fin saliste, cerraste tras de ti la puerta de Kevin con ceremoniosa solemnidad, y tu expresión al llegar a la zona del comedor revelaba una gran paz. Supuse que el haber expulsado de tu organismo los malos humores había tenido sobre ti un efecto depurador, y por eso, cuando me hiciste señas de que fuéramos a la cocina, di por sentado que ibas a explicarme qué castigo le habías impuesto, para que obráramos de consuno. Esperaba que hubieras dado con algún castigo novedoso y fácilmente aplicable, que tocara a nuestro hijo en alguna fibra sensible que yo no hubiera sabido encontrar hasta entonces. No estaba muy convencida de que sintiera remordimientos por haber tirado aquellos cascotes, pero quizá hubieras logrado convencerlo de que la delincuencia juvenil era un error táctico.
—Escucha —me susurraste—. Esa travesura fue idea de Lenny, y Kevin le siguió la corriente porque, al principio, sólo se trataba de tirar globos llenos de agua. Pensó que los globos, simplemente, se reventarían y mojarían a la gente. Ya sabes lo divertidas que encuentran estas cosas los chicos. Le he explicado que incluso el estallido de un globo pequeño habría podido sobresaltar a un conductor y provocar un accidente, y ha dicho que se da cuenta de lo peligroso que era aquel juego.
—¿Y eso es todo? —te pregunté—. ¿Cómo explica lo de los cascotes?
—Bueno, resulta que se les acabaron los globos. Kevin dice que, antes de que se diera cuenta, Lenny ya había dejado caer una piedra, o un trozo de ladrillo, cuando se aproximaba un coche. Le dijo entonces que no tirara piedras, porque podía hacerle daño a alguien.
—Ya —dije con voz ronca—. Todo eso parece muy propio de Kevin.
—Supongo que Lenny tiró unos cuantos cascotes más antes de que Kevin lograra convencerlo de que no lo hiciera. Debió de ser entonces cuando alguien llamó a la policía desde un móvil. Por lo visto, seguían allí, ¿sabes?, contemplando cómo pasaban los coches, cuando llegaron los agentes. Fue una tremenda estupidez, como él mismo reconoce, pero a un chico que jamás ha tenido problemas con la ley esas luces azules centelleantes deben de haberle dado un buen susto, por lo que, sin pensárselo dos veces…
Te interrumpí.
—Kevin es un muchacho muy listo, en eso estoy de acuerdo contigo. —Me costaba hablar, y las palabras que salían de mi boca resultaban confusas—, y tengo la sensación de que piensa muchísimo todo lo que hace.
—¡Mamá! —me llamó entonces Celia.
—Vuelve a tus deberes, cariño. ¿Quieres? Papá le está contando a mamá una historia muy interesante, y mamá tiene mucha curiosidad por saber cómo acaba.
—Bueno —continuaste—, el caso es que echaron a correr. No llegaron muy lejos, porque Kevin se dio cuenta de que huir era una locura, así que agarró a Lenny por la chaqueta para que se detuviera. Y aquí viene lo malo. Por lo visto, nuestro amiguito Lenny Pugh tiene antecedentes por alguna vieja chiquillada, como echar azúcar en un depósito de gasolina, o cualquier otra tontería así. Y le dijeron que, como volvieran a pillarlo con las manos en la masa, presentarían cargos contra él. Kevin, en cambio, no está fichado, por lo que pensó que, seguramente, lo dejarían marcharse tras una simple amonestación. Por eso les dijo a los policías que fue el instigador del asunto y el único que tiró cascotes. Debo reconocer que, una vez he sabido la verdad, me he sentido un tanto avergonzado por haberle gritado de aquel modo.
Levanté la vista para mirarte; estaba estupefacta.
—¿Le has pedido perdón? —te pregunté.
—¡Pues claro! —me respondiste al tiempo que te encogías de hombros—. Todos los padres tienen que pedirlo cuando se dan cuenta de que han cometido un error.
Busqué a tientas una silla junto a la mesa de la cocina; tenía que sentarme. Rechacé tu ofrecimiento de servirme un vaso de zumo de manzana, y te llenaste uno (¿cómo no te diste cuenta de que lo que necesitaba entonces era una bebida fuerte?). Acercaste otra silla para ti, y te inclinaste hacia mí con aire de complicidad, como si pensaras que aquel malentendido serviría para hacer de nosotros una familia más unida, en la que el recuerdo del tonto episodio en la pasarela haría que colaboráramos más los unos con los otros.
—¿Sabes una cosa? —me dije tras beber un sorbo de zumo—: Kevin y yo acabamos de tener una apasionante conversación a propósito de lo compleja que puede resultar la lealtad; acerca de cuándo debemos apoyar incondicionalmente a un amigo y acerca de dónde hemos de trazar la línea cuando creemos que hace algo que va más allá de los límites tolerables, y también acerca de hasta qué punto debemos sacrificarnos personalmente por él. Porque le he hecho ver que podía haber calculado mal al asumir ese riesgo, y podían haberlo inculpado. Su gesto me ha causado admiración, pero he aprovechado la ocasión para decirle que no estaba demasiado seguro de que Lenny Pugh se lo mereciera.
—¡Bien dicho! —exclamé—. ¡Las cosas claras!
Levantaste bruscamente la cabeza y me miraste de hito en hito.
—¿Te choteas? —me preguntaste.
De acuerdo. Si no eras capaz de reaccionar ante una emergencia médica, tendría que servirme yo un vaso de vino. Fui a hacerlo, volví a sentarme y me bebí la mitad en dos sorbos.
—Ha sido un relato muy detallado. Así que espero que no te importe que me tome la libertad de hacer un par de puntualizaciones —dije al cabo.
—¡Venga! —exclamaste.
—Lenny… —empecé—, Lenny es una sabandija. Y completamente estúpido, además. Así que me ha llevado mucho tiempo averiguar qué atractivo podía tener…, para Kevin, quiero decir. Pero, al fin, di con ello. Comprendí qué es lo que gusta a Kevin de él. Precisamente, eso: que es una sabandija, una estúpida y servil sabandija que disfruta dejándose humillar.
—¡Para el carro! A mí tampoco me gusta gran cosa ese chico, pero ¿qué quieres decir con eso de que disfruta dejándose humillar?
—¿Te he contado que un día que los sorprendí juntos Lenny tenía los pantalones bajados?
—Eva, ya deberías saber cómo son los adolescentes. Puede que te resulte incómodo, pero, a veces, cuando se ponen a experimentar…
—Kevin no se había bajado los pantalones hasta los tobillos; estaba completamente vestido.
—Muy bien. ¿Y qué crees que significa eso?
—¡Que Lenny no es amigo de Kevin, Franklin! ¡Es su esclavo! ¡Hace todo lo que le manda nuestro hijo, y cuanto más degradante sea, más le gusta! Por eso, suponer que a ese miserable y burlón lameculos se le haya podido ocurrir la idea de hacer algo, y no digamos ya la de erigirse en «inspirador» de una acción grotesca y peligrosa, a la que arrastró a su pesar a nuestro pobre y virtuoso Kevin… Bueno, es algo que encuentro absolutamente ridículo.
—¿Quieres bajar la voz? Y no creo que necesites otro vaso de vino.
—Tienes toda la razón. Lo que necesito realmente es un buen trago de ginebra, pero me las arreglaré con el Merlot.
—Mira, puede que se dejara arrastrar con demasiada facilidad, y ya lo he prevenido acerca de eso. Pero se necesitan redaños para asumir toda la responsabilidad, y me siento sumamente orgulloso de que lo haya hecho…
—Ladrillos —te interrumpí—. Pesan. Son grandes. Los constructores no almacenan ladrillos en los pasos elevados. ¿Cómo llegaron hasta allí?
—¡Un trozo de ladrillo! ¡He dicho un trozo de ladrillo!
—Ya —dije, y noté que se me hundían los hombros—, y estoy segura, además, de que eso es lo que te dijo Kevin.
—Es nuestro hijo, Eva. Lo cuál significa que deberías confiar un poco en él.
—Pero los policías dijeron que…
Dejé la frase sin concluir, pues había perdido las ganas de seguir discutiendo contigo. Me sentía igual que un abogado agotado por el cansancio y consciente de que ya no cuenta con las simpatías del jurado, pero que, aun así, tiene que hacer su trabajo.
—La mayoría de los padres —dijiste— se esfuerzan por comprender a sus hijos y no ven en ellos toda clase de defectos.
—¡Pero si trato de comprenderlo! —La rabia debió de hacerme levantar la voz, porque, al otro lado del tabique, Celia comenzó a sollozar—. ¡Ojalá hicieras lo mismo!
—Eso, eso, corre a consolar a Celia —murmuraste al ver que me ponía en pie para salir de la cocina—. Vete a enjugar las lágrimas de Celia, a acariciar los dorados cabellos de Celia y a hacerle los deberes a Celia, no sea caso que se le ocurra aprender a hacer algo por sí misma. A nuestro hijo lo han detenido por un delito que no cometió, y se ha llevado un buen susto, pero te tiene sin cuidado, porque tienes que darle a Celia su leche con galletas.
—Tienes razón —repliqué—. Puesto que uno de nuestros hijos está aprendiendo a escribir los nombres de los animales de granja, mientras que el otro se dedica a tirar ladrillos a los faros que se aproximan, ya va siendo hora de que aprendas a ver en qué se diferencian.
Estaba realmente furiosa aquella noche, y dediqué gran parte del tiempo que pasé al día siguiente en AWAP a reprocharme haber sido capaz de casarme con un tonto de remate. Lo siento. Y soy consciente de que hice mal, pero nunca te conté lo que oí casualmente a primera hora de aquella tarde. No sé si me lo callé por vergüenza o por orgullo.
El caso es que, a causa de mi rabia y mi frustración, no conseguía concentrarme en el trabajo, por lo que hice uso de mis prerrogativas como presidenta del consejo de administración para acortar mi jornada laboral. Cuando volví a casa, le dije a Robert, el canguro de Celia, que podía marcharse. Al cabo de un rato, oí voces en el recibidor. Por lo visto, aquella estúpida y servil sabandija que disfrutaba dejándose humillar ni siquiera tenía la sensatez suficiente para mantenerse alejada de nuestra casa durante unos días tras presentarse allí con la policía, porque oí salir su voz, nasal y displicente, del cuarto increíblemente limpio de Kevin. Cosa rara, la puerta de ese cuarto estaba entreabierta, supongo que porque nadie esperaba que volviera a casa hasta dentro de un par de horas, por lo menos. Así que me encaminé al cuarto de baño; no con la intención de escuchar lo que decían, evidentemente, pero, si oía algo… La noche anterior me moría de ganas de escuchar lo que decían al otro lado de aquella puerta, y supongo que el deseo de hacerlo aún persistía en mí.
—¿Te fijaste en lo gordo que tenía el culo aquel policía, y en el bulto que le hacía en los pantalones? —recordaba jocosamente Lenny—. ¡Con aquella sonrisa de oreja a oreja parecía la viva estampa de un trabajador! ¡Seguro que, si se hubiera cagado mientras corría detrás de nosotros, la mierda le habría salido por encima de la cintura de los pantalones!
Kevin no parecía compartir la hilaridad de Lenny.
—Sí, ya —dijo—. Fue una suerte para ti que me quitara enseguida de encima al señor Plástic. ¡Pero ojalá hubieras visto aquella escena, Pugh! Parecía sacada de uno de esos jodidos melodramas de la tele. ¡Incluso estuve a punto de echarme a llorar!
—¡Me parece oírte! Igual que con aquellos polis, tío. ¡Estuviste cojonudo, tío! Pensé que aquel gordinflón iba a llevarte a algún cuartucho para zurrarte la badana, porque lo estabas poniendo a parir, tío. Verá, señor agente, permítame repetirle que fue el menda quien…
—¡Que fui yo quien, retrasado gramatical! Y ahora recuerda que me debes una.
—¡Pues claro, tío! ¡Cuenta con ello! Aguantaste el tipo como un superhéroe, tío, como… ¡Como el mismísimo Jesús!
—Hablo en serio, tío. Esto te va a costar caro, tío —dijo Kevin—. Porque tu actuación de doble barato podría perjudicar gravemente mi reputación. Yo tengo principios. Todo el mundo sabe que tengo principios. Esta vez te he salvado el culo, pero no esperes una secuela, como Salvaculos II. No me gusta verme asociado con esa clase de chorradas. ¡Tirar cascotes desde un paso elevado…! Eso es vulgar, tío. No tiene clase, tío. Es jodidamente vulgar, tío.
Eva