Querido Franklin,
Hoy Kevin tenía un cardenal en el pómulo izquierdo, el labio inferior hinchado y rasguños en los nudillos. Le pregunté si se encontraba bien, y me dijo que se había cortado al afeitarse. Tal vez la observación más insignificante se interprete como un rasgo de humor cuando uno está encerrado. Para él era, evidentemente, un placer negarme el acceso a sus problemas en Claverack; y ¿quién soy yo para entrometerme en sus, sin duda, escasos entretenimientos? No insistí, pues, en el tema. Hubiera podido quejarme más tarde a las autoridades del reformatorio de la poca protección que recibía nuestro hijo, pero, considerando lo que les hizo a sus compañeros de instituto, mis protestas por unos cuantos rasguños hubieran podido parecer fruto de una petulancia exagerada.
Prescindí de más preliminares. Cada vez me preocupa menos que se sienta o no a gusto durante mis visitas, puesto que veo que no busca más que provocar mi desasosiego.
—Hay una cosa que me desconcierta —dije, yendo directamente al grano—. Casi puedo entender que se apodere de uno un furor indiscriminado, que lo lleve a dar rienda suelta a sus frustraciones contra todos los que se crucen en su camino.
Como le ocurrió hará un par de años a aquel hombrecillo hawaiano apocado y silencioso, que perdió la chaveta…
—Bryan Uyesugi —asintió Kevin—. Coleccionaba peces de acuario.
—¿Mató a siete compañeros de trabajo, no?
Kevin hizo un ademán burlón de aplaudir.
—Tenía dos mil peces. Trabajaba en la Xerox. Reparaba fotocopiadoras. Utilizó una Glock de nueve milímetros.
—Me complace mucho ver que tu experiencia te ha convertido en una autoridad en la materia.
—Vivía en Easy Street. Un callejón sin salida. Y su vida también lo era, al parecer —siguió diciendo Kevin.
—Lo que quiero decir es que a ese tal Uyosugui…
—Uyesugi —me corrigió Kevin.
—Es evidente que no le importaba a qué compañeros de trabajo…
—Era miembro de la Sociedad Hawaiana para la Cría de Carpas. Quizá pensara que eso le daba derecho a quejarse.
Kevin estaba haciéndose el enterado. Aguardé hasta asegurarme de que su pequeño recital había concluido.
—Pero tú enviaste invitaciones personales a los asistentes a la fiesta que montaste en el gimnasio —le solté sin más rodeos.
—No todos mis colegas actúan de manera indiscriminada. Fíjate en Michael McDermott, el pasado diciembre. Trabajaba en Edgewater Technology, de Wakefield, Massachusetts. Una escopeta del calibre doce. Un fusil de asalto AK. Blancos sumamente concretos: contables. Cualquiera que tuviese algo que ver con los descuentos que le hacían del cheque de dos mil pavos de su nómina…
—No me apetece hablar de Michael McDermott, Kevin…
—Estaba gordo.
—… ni de Eric Harris y Dylan Klebold…
—Unos cretinos. La deshonra de los asesinos en serie.
Te lo dije, Franklin: Kevin está obsesionado con los chicos de Columbine, que eclipsaron su «hazaña» tan sólo doce días después con seis muertes más. Si mencioné sus nombres, fue sólo por irritarlo.
—Por lo menos, Harris y Klebold tuvieron la decencia de ahorrarles a los contribuyentes un buen puñado de dólares quitándose enseguida de en medio —observé con frialdad.
—Unos niñatos que sólo pretendían inflar la cifra de sus víctimas.
—¿Por qué no lo hiciste tú?
No me dio la sensación de que lo molestara mi pregunta.
—Para facilitarle las cosas a la gente, ¿verdad?
—Sí, a la gente como yo.
—A ti también, claro —asintió tranquilamente.
—Pero ¿por qué Dana Rocco y no cualquier otro profesor? ¿Por qué aquellos chicos en particular? ¿Qué los hacía tan especiales?
—¡Uf! ¡Eran unos capullos! —respondió Kevin—, no me caían bien.
—A ti nadie te cae bien —puntualicé—, ¿Qué? ¿Te ganaron jugando al kickball? ¿O, simplemente, odias los jueves?
En el contexto de la nueva especialización de Kevin, mi indirecta alusión a Brenda Spencer valía casi como una referencia a los clásicos. Brenda mató a dos adultos e hirió a nueve compañeros de su instituto de segunda enseñanza de San Carlos, en California, sólo porque, como recogerían después en un conocido single los Boomtown Rats, «Odio los lunes». El hecho de que esa atrocidad pionera, semilla de otras muchas, se remonte al año 1979 distingue a su autora, una muchacha de dieciséis años, y le da la condición de precursora. Mi referencia al pueril panteón del que formaba parte Kevin me valió el equivalente de lo que en otros chicos hubiera sido una sonrisa.
—Confeccionar la lista de los elegidos debió de darte mucho trabajo —dije.
—Muchísimo —asintió él con afabilidad—. Al principio tenía cincuenta o sesenta candidatos. Un plan ambicioso —afirmó, pero luego negó con la cabeza—, aunque impracticable.
—De acuerdo. Nos quedan aún cuarenta y cinco minutos —le dije—, ¿por qué Denny Corbitt?
—¡Uf! ¿El payaso? —comentó como quien repasa la lista de sus compras antes de pasar por caja.
—¿Recuerdas cómo se llamaba un mecánico de fotocopiadoras de Hawaii, pero no estás seguro de los nombres de las personas a las que mataste?
—Uyesugi hizo algo notable. Pero Corbitt, si no recuerdo mal, simplemente, se quedó sentado con los ojos muy abiertos y la espalda apoyada contra la pared, como esperando a que su director de escena gritara: «¡Corten!».
—Muy bien, Denny era un payaso. ¿Y qué?
—¿Viste a ese idiota cuando hizo el papel de Stanley en Un tranvía llamado deseo? Yo podría imitar el acento sureño mejor que él, incluso bajo el agua.
—¿Qué papel representas ahora? ¿El de tipo duro, el de fanfarrón? ¿A quién imitas? ¿A Brad Pitt? ¿Sabes una cosa? Diría que, últimamente, has cogido un poco de su acento sureño, pero te sale fatal.
Entre sus compañeros de reformatorio había numerosos negros, y su forma de expresarse había empezado a variar para acomodarse a la de ellos. Kevin siempre había hablado con una peculiar lentitud que sugería un gran esfuerzo, como si tuviera que sacarse las palabras de la boca con una pala, por lo que no tenía nada de extraño que se le hubiera contagiado esa jerga de los guetos urbanos que se caracteriza por la eliminación de determinadas consonantes y formas verbales. Aun así, me sentí satisfecha: parecía haberlo fastidiado.
—¡Yo no represento ningún papel; yo soy el papel! —exclamó con vehemencia—. ¡Brad Pitt tendrá que representar el mío!
(Está al corriente, pues, de los últimos rumores, según los cuales, los estudios Miramax ya preparan una película sobre aquel jueves).
—¡No seas ridículo! —le dije—. Brad Pitt ya es demasiado mayor para hacer el papel de un pipiolo del segundo curso de instituto. E incluso aunque tuviera la edad adecuada, nadie se tragaría que un muchacho tan espabilado fuera capaz de cometer semejante imbecilidad. He leído que tienen problemas de reparto…, ¿sabes? En Hollywood nadie quiere tocar ni con pinzas las páginas relativas a tu pequeño y deleznable papel.
—¡Mientras no se lo den a DiCaprio…! —gruñó Kevin—. ¡Qué capullo es!
—Volvamos a lo nuestro —insistí, y me recosté en el respaldo de la silla—. ¿Cuál era el problema con Ziggy Randolph? Difícilmente podrás acusarlo, como a Denny, de no estar a la altura de tus exigentes criterios artísticos. Dicen que tenía un gran futuro profesional en el ballet.
—Lo que tenía un gran futuro profesional era su ojete.
—Se ganó un gran aplauso cuando pronunció aquel discurso diciendo que era gay y se sentía orgulloso de proclamarlo en público. Supongo que no lo pudiste soportar, ¿verdad? Que todos sus compañeros se hicieran lenguas de lo valiente que era.
—¿A ti te parece bien que lo aplaudieran sólo por haberse dejado dar por el culo? —dijo Kevin, que parecía asombrado.
—Otra cosa que no consigo entender es por qué elegiste a Greer Ulanov —dije—. Ya sabes, aquella niña de pelo rizado, bajita y con los dientes un poco salientes.
—¡Joder si le salían! —me corrigió—. ¡Parecía un caballo!
—En general, te gustaba follar con chicas guapas.
—Sí, pero tenía que cerrarle el pico, para que no siguiera despotricando contra la «vasta conspiración de la derecha».
Esa frase citada por Kevin me abrió los ojos.
—¡Ah! ¿Fue idea suya lo de la petición?
(No sé si recordarás, Franklin, que, cuando se hablaba de procesar a Clinton por prevaricación, circuló por el Instituto de Segunda Enseñanza de Gladstone una indignada petición en favor del presidente dirigida a los diputados federales por Nueva York).
—Reconócelo, mami, chiflarse por el presidente es de lo más vulgar.
—Creo que lo que pasa es que te repatea que la gente sea capaz de chiflarse, por lo que sea —aventuré.
—¿Alguna teoría más? —replicó—. Pues yo creo que necesitas tener tu vida.
—La tenía. Tú me la arrebataste. —Nuestras miradas se separaron, y añadí—: Ahora tú eres mi vida. Todo lo que queda de ella.
—Eso es patético —observó Kevin.
—¿No era éste tu plan? ¿Quedarnos solos tú y yo, para que por fin pudiéramos conocernos mejor?
—¡Más teorías! Soy fascinante, ¿verdad?
—Soweto Washington. —La lista de nombres era larga, y no debía perder el tiempo—. He leído que volverá a andar. ¿Te decepciona saberlo?
—¿Crees que me importa?
—Pues algo tenía que importarte. Lo suficiente para que intentaras matarlo.
—Yo no intenté matarlo —protestó rotundamente Kevin.
—Ah, ya entiendo. Sólo le agujereaste los muslos, tal como te proponías. El cielo no podía permitir que al Perfecto Psicópata le fallara la puntería, ¿verdad?
Kevin levantó las manos en señal de rendición.
—¡Vale! ¡Vale! ¡Cometí algunos errores! Que salvara el pellejo aquel chiflado por el cine era lo último que pensaba.
—Joshua Lukronsky —dije, aunque mencionar su nombre alteraba el orden de mi programa—. ¿Sabías que tu amigo Joshua ha entrado a formar parte del equipo de rodaje de la película de Miramax, como asesor de ambientación? Quieren que todo resulte exacto desde el punto de vista histórico. Para un «chiflado por el cine», como tú lo llamas, eso tiene que ser la realización de su sueño.
Los párpados de Kevin se contrajeron. No le gusta que los personajes secundarios de la historia le roben parte de la fama que cree suya. Se mostró igualmente resentido cuando Leonard Pugh subió a la red su página web con el título el_mejor_amigo_de_KK.com, que ha recibido ya miles de visitantes y alardea de revelar los secretos mejor guardados de nuestro hijo a cambio de un doble clic. ¡Y una mierda, mi mejor amigo!, gruñó Kevin cuando apareció la página web. Lenny tenía más amistad con su hámster.
—Por si eso hace que te sientas mejor —añadí amargamente—, ya nadie apuesta por la carrera de Soweto como jugador de baloncesto.
—Sí, realmente, eso hace que me sienta mejor. Lo último que necesita el mundo es otro negrata que quiera hacerse rico jugando en la NBA. ¿No tienes noticias frescas?
—¿Noticias frescas? ¿Otra matanza en un instituto?
Kevin se puso a limpiarse las uñas.
—Prefiero pensar que se trata de una tradición.
—Los medios de comunicación dijeron que elegiste a Soweto por ser negro.
—¡Sí, claro! —se burló Kevin—. Había nueve estudiantes encerrados en aquel gimnasio. Sólo uno era negrata, pero ¡bingo!, la causa de todo fue el odio racial.
—Sí —dije sin alzar la voz—, fue un crimen odioso.
Kevin esbozó una sonrisa.
—¡Y que lo digas!
—Lo mismo dijeron a propósito de Miguel Espinoza: que fuiste por él porque era hispano.
—¿El sabelotodo hispano? ¡Si no me hubiera cargado a ningún miembro de las comunidades de color, habrían dicho que las discriminaba!
—Pero el auténtico motivo es que era un alumno muy brillante, ¿verdad? Le permitieron adelantar un curso gracias a las altísimas notas que sacó en las pruebas del coeficiente intelectual y en los exámenes preliminares de acceso a la universidad.
—Siempre que abría la boca, intentaba decir alguna frase en la que entrara la palabra échelon.
—Pero tú sabes perfectamente qué significa échelon. Conoces montones de palabras raras. Por eso se te ocurrió que sería muy divertido escribir redacciones enteras con palabras de sólo tres letras.
—Muy bien. Pero no estaba celoso de él. Que es, si he comprendido bien el objeto de este enojoso tercer grado al que me estás sometiendo, adonde quieres ir a parar.
Me tomé un descanso. Kevin parecía aburrirse realmente, ¿sabes? Los realizadores de documentales, como Jack Marlin; los criminólogos que publican apresuradamente best-sellers acerca de aquel jueves; los directores y los profesores de instituto —así como los representantes de todas las confesiones religiosas imaginables— entrevistados en los noticiarios; tus padres, Thelma Corbitt, Loretta Greenleaf… Todos están obsesionados por la misma pregunta: ¿Por qué hizo aquello KK? Con una sola y notable excepción: nuestro hijo. Qué lo indujo a obrar de aquel modo parece uno más de los muchos temas a los que no da la sensación de atribuir la menor importancia.
—El empleado de la cafetería no encaja en el cuadro —dije al cabo; siempre me avergüenza un poco no ser capaz de recordar su nombre—. No estaba en tu lista, ¿verdad?
—Digamos que fue un daño colateral —reconoció Kevin, y bostezó.
—Y también conozco tu secreto a propósito de Laura Woolford —añadí, decidida a sacar a Kevin de su sopor—. Era muy guapa, ¿verdad?
—Le hice un favor —respondió Kevin arrastrando las sílabas—, en cuanto hubiera notado una arruga en su cara, se habría suicidado.
—Era una chica francamente atractiva.
—Sí, pero debía de tener gastado el espejo de tanto mirarse en él.
—Y estabas loco por ella.
De haberme quedado alguna duda, la teatral carcajada de Kevin la habría disipado del todo. No me sucede con frecuencia, pero su reacción me dolió un poco. ¡Los adolescentes tienen tan poca picardía!
—¿Tan mal gusto piensas que tengo? —exclamó en tono burlón—. Esa muñeca Barbie no era más que pura fachada.
—Y te llevaba por la calle de la amargura, ¿verdad? —lo espoleé—. El rímel, la ropa interior de Calvin Klein, los peinados de estilista… Las medias de nilón y los zapatos de tonos nacarados… Aquello era todo lo contrario del estilo glacial y misantrópico de KK.
—No tenía un aspecto tan despampanante cuando acabé con ella.
—Es la historia más vieja del mundo —lo aguijoneé—: «Después de haber confiado, en tono sombrío, a sus amigos, “Si no es mía, no será de nadie…”, Charlie Schmoe abrió fuego…». ¿Es eso lo que trataba de ocultar aquella terrible carnicería? ¿Otro adolescente con acné, resentido porque la inasequible reina de su promoción no le hace ni puto caso?
—¡Estás soñando! —exclamó Kevin—, si quieres convertir lo que pasó en una novelita rosa, al estilo de las que publica la Editorial Harlequín, allá tú.
—Luke Woodham[13] estaba perdidamente enamorado, ¿lo recuerdas? Aquel chico de Pearl. Ya sabes, «El Quejica».
—¡Sólo salió tres veces con Christy Menefee, y hacía un año que habían roto!
—Laura te rechazó, ¿verdad?
—Jamás estuve a menos de un kilómetro de ese putón. Y, en cuanto al tontaina de Woodham, ¿sabías que su madre lo acompañaba siempre que salía con una chica? No me extraña que la destripara con un cuchillo de carnicero.
—¿Qué sucedió? ¿Te armaste de valor, al fin, para acorralarla contra las taquillas del vestuario durante el almuerzo? ¿Te abofeteó? ¿Se burló de ti?
—Si ésa es la historia que quieres contarte, adelante —dijo mientras se rascaba la parte del vientre que llevaba al aire—. No puedo impedírtelo.
—Y se la contaré también a otra gente. No hace mucho vino a verme un realizador de documentales. Estaba deseando oír mi «versión». Quizá debería pedirle que volviera. Podría explicarle que se trató, simplemente, de una historia de amor no correspondido. Que mi hijo estaba colado por aquella arrebatadora chiquilla, y ella no le daba ni la hora. ¿Acaso no resulta significativo cómo la mató? Aunque Kevin asesinó al resto del grupo de un modo bastante chapucero, ella murió de un certero disparo en el corazón de nuestro cupido del Instituto de Gladstone. La muerte de los demás infelices no fue más que un camuflaje, un… ¿Cómo lo llaman ahora…? Un daño colateral.
Kevin se inclinó hacia delante y, en voz baja, me preguntó, en tono confidencial:
—¿Te importaba mucho saber las chicas que me gustaban y las que no antes de que me cargara a unas cuantas? ¿Te importaba mucho saber lo que se me pasaba por la cabeza antes de que todo el mundo lo supiera?
Lo siento, pero entonces perdí un poco los estribos.
—¿Quieres que te compadezca? —le pregunté en un tono de voz demasiado alto, lo que hizo que el guardia de las verrugas nos mirara—. Pues primero me compadeceré de Thelma Corbitt y de Mary Woolford. Después de los Ferguson y los Randolph, y de los Ulanov y los Espinoza. Dejaré que se me parta el corazón por una profesora que se desvivía por comprenderte, por un jugador de baloncesto que ahora apenas puede caminar, e incluso por un empleado de la cafetería al que nunca llegué a conocer, y entonces, sólo entonces, veremos si me queda algo de compasión para ti. Puede que sí, pero sólo te corresponderán las migajas de mi mesa, y deberás sentirte afortunado si las recibes.
—¡Nai-nai nai nai-nai -nai nai, nai nai-nai nai-nai-nai! —me contestó.
Y, después, se echó a reír. ¡Oh, Franklin! Siempre que pierdo los estribos se pone contentísimo.
Lo reconozco: hoy intenté sacarlo de quicio. Estaba decidida a hacer que se sintiera insignificante, que no se viera a sí mismo como el profundo, misterioso e impenetrable Enigma de Nuestra Sociedad Contemporánea, sino como un desecho humano al que sólo ha hecho famoso su miseria moral. Y es que cada vez que oye que lo consideran la encarnación del Mal, se hincha un poco más. Cada calificativo que le aplican —nihilista, amoral, depravado, degenerado, envilecido— engorda su esquelético cuerpo mucho más que mis bocadillos de queso. No es de extrañar que le vaya pequeña la ropa. Se desayuna a diario con las apasionadas diatribas de todo el mundo. Pero yo no quiero que se sienta insondable, que se vea como una gran alegoría personificada de la incomprensión generacional; no quiero que esconda los sórdidos detalles de su vulgar, miserable, inútil e imitativa hazaña bajo el gran manto de la Desorientada Juventud Actual. Quiero que se dé cuenta de que es tonto de remate y miserable, de que carece de imaginación. Quiero que se sienta estúpido, infantil, insustancial. Y no quisiera por nada del mundo que se enterara del muchísimo tiempo que me paso cada día intentando adivinar por qué mi hijo es así.
Mi alfilerazo acerca de su atracción por Laura fue consecuencia de una mera conjetura. Pero, aunque sabía que lo ofendería que supusiera que la inconcebible atrocidad que cometió aquel jueves era el resultado de un desaire amoroso, debo reconocer, sinceramente, que no estaba nada segura de que la atracción que sentía Kevin por Laura Woolford tuviera algo que ver con lo sucedido. Lo único que sabía con certeza era que Kevin trataba de impresionarla.
Pero, por más que a Kevin no parezca interesarle examinarla por sí mismo, he dedicado mucho tiempo a estudiar la lista de sus víctimas. A primera vista, forman un grupo muy dispar, tan heterogéneo que da la impresión de que sus nombres hubieran sido sacados de un sombrero: un jugador de baloncesto, un hispano estudioso, un fan del cine, un guitarrista clásico, un actor emotivo, un pirata informático, un gay que estudiaba ballet, una activista política local, una vanidosa belleza adolescente, un empleado a tiempo parcial de la cafetería y una profesora de lengua inglesa entregada a la docencia. Un corte histológico de vida, por así decirlo; una arbitraria reunión de once personajes, elegidos al azar de entre la cincuentena, más o menos, que no le caían bien a nuestro hijo.
Pero que le cayeran mal no era el único rasgo que tenían en común sus víctimas. De acuerdo, eliminemos al empleado de la cafetería, cuya presencia allí se debía claramente a un error; Kevin tenía la cabeza bien organizada, y hubiera preferido un grupo exacto de víctimas: diez. Además, todas se caracterizaban por su pasión por algo. No importa que ésta fuera acompañada o no por un talento especial para desarrollarla: por mucho que digan sus padres, no creo que Soweto Washington hubiera llegado a convertirse nunca en jugador de la NBA; Denny (perdóname, Thelma) era un pésimo actor, y la petición de Greer Ulanov a los diputados federales por Nueva York, quienes necesariamente tenían que acabar votando a favor de Clinton, era, en todo caso, una pérdida de tiempo. Nadie estará dispuesto a reconocerlo ahora, pero lo cierto es que la obsesión por el cine de Joshua Lukronsky no era un fastidio sólo para nuestro hijo, sino también, por lo visto, para otros muchos estudiantes: no paraba de recitarles fragmentos de los diálogos de los films de Quentin Tarantino ni de organizar, a la hora del almuerzo, fastidiosos concursos a ver quién era capaz de citar por orden cronológico diez películas de Robert DeNiro mientras sus compañeros de mesa se dedicaban a intercambiar emparedados de rosbif por pedazos de tarta. Pero, en todo caso, Joshua tenía pasión por el cine, y que fuera un plasta no era óbice para que Kevin lo envidiara por ello. Al parecer, lo que envidiaba era la capacidad de apasionarse, no la pasión en sí. A Soweto Washington lo entusiasmaba el deporte, y acariciaba la ilusión de labrarse un futuro en el equipo de los Knicks de Nueva York; a Miguel Espinoza le gustaba estudiar, y estaba dispuesto a esforzarse por conseguir una beca para ir a Harvard; a Jeff Reeves lo extasiaba la música de Telemann; Denny Corbitt admiraba a Tennessee Williams; «Ratón». Ferguson vivía pendiente de su procesador Pentium III; a Ziggy Randolph le gustaba bailar West Side Story (además de los hombres, claro); Laura Woolford estaba enamorada de sí misma, y Dana Rocco —¡el colmo de lo imperdonable!— estaba chiflada por nuestro hijo.
Soy consciente de que Kevin no siente sus aversiones como envidia. Para él, sus diez víctimas eran soberanamente ridículas. Se morían por tonterías, y sus entusiasmos eran de lo más cómicos. Pero, como ocurrió con los mapas con los que empapelé las paredes de mi despacho, las pasiones que no comprende jamás han suscitado su risa: desde su más tierna infancia, lo han enfurecido.
Sin duda, a la mayoría de los niños les encanta destrozar las cosas. Hacerlas pedazos es más fácil que crearlas; por laboriosos que fueran sus preparativos para aquel jueves, siempre le habría costado más hacerse amigo de sus víctimas. Por eso cabe decir que la aniquilación es una especie de pereza. Pero, aun así, proporciona la satisfacción de ser su causante: «Destruyo, luego existo». Además, para muchos, la creación es una tarea compleja que requiere tensión y concentración, mientras que el vandalismo les resulta relajante; hay que ser todo un artista para dar una expresión positiva al abandono. Y, en cambio, destruir provoca una sensación de dominio, de intimidad. En cierto modo, lo que hizo Kevin con Denny Corbitt y Laura Woolford fue estrecharlos contra su pecho para transfundirse por completo sus corazones y sus pasiones. La destrucción puede deberse a algo tan simple como el afán de poseer, a una especie de torpe y desencaminada codicia.
Ya había observado que, durante la mayor parte de su vida, Kevin se había dedicado, con avieso placer, a aguarles la fiesta a los demás. Son incontables las ocasiones en que, durante alguna de mis broncas maternas, salió a colación la palabra favorito: las relucientes botas de agua rojas que aparecieron rellenas de restos de pastel de manzana en el parvulario eran el calzado favorito de Jason. Es fácil que Kevin me hubiera oído comentar que aquel caftán blanco que roció con el mosto de vino tinto con el que había cargado su pistola de agua era mi vestido largo favorito. Y, evidentemente, cada condiscípulo suyo que entró en el gimnasio del instituto para servirle de diana era el alumno favorito de algún profesor.
Me da la impresión de que Kevin disfruta, sobre todo, aguando unos placeres que, para mí, son de lo más inocentes. Por ejemplo, observaba a las personas que se disponían a tomar una foto, y, justo cuando oprimían el disparador, pasaba deliberadamente por delante de sus cámaras. La idea de que tantos pobres japoneses se encontrarían con sus fotos estropeadas hizo que empezaran a repatearme nuestras excursiones a lugares históricos. Estoy segura de que ha habido numerosísimas instantáneas, esparcidas por todo el mundo, en las que aparecía, borroso, el perfil del avieso KK.
Podría aducir incontables ejemplos más. Pero sólo expondré uno con cierto detalle.
Cuando Kevin acababa de cumplir los catorce años, durante una reunión de la asociación de padres de alumnos de su escuela, me pidieron que formara parte de las carabinas que supervisarían el baile de fin de curso de octavo de primaria. Recuerdo que me sorprendió un poco que Kevin deseara asistir a él, puesto que se saltaba la mayor parte de las actividades organizadas por la escuela. (Ahora, al mirar hacia atrás, pienso que el motivo de su cambio de actitud tal vez fuera Laura Woolford, quien llevó para la ocasión un deslumbrante y cortísimo vestido, que debió de costarle un ojo de la cara a Mary). El baile de fin de octavo era el acto más destacado del calendario social de la escuela, y la mayoría de los condiscípulos de Kevin debían de estar soñando desde sexto, cuando iniciaron el segundo ciclo de primaria, con el momento de participar en él, ya que estaba reservado exclusivamente para los de octavo. La idea consistía en ayudar a aquellos chicos a aprender a comportarse como verdaderos adolescentes y dejarles pavonearse durante unas horas igual que si fueran los reyes del mambo, pues al curso siguiente ingresarían en el vecino instituto, donde se verían degradados inmediatamente al último escalón de la jerarquía social.
El caso es que acepté, aunque no me gustaba la perspectiva de tener que confiscar litros y litros de whisky. Conservaba vivo el recuerdo de mis subrepticias y ansiosas escapadas para beber un sorbo de alguna petaca tras las cortinas del escenario del Instituto William Horlick de Racine. Nunca me ha atraído el papel de aguafiestas, y me preguntaba si no debería mirar tranquilamente hacia otro lado, siempre y cuando los chicos fueran discretos y no bebieran hasta caerse redondos.
Ni que decir tiene que mi ingenuidad era apabullante, y que el whisky era sólo la menor de las preocupaciones del profesorado del centro. En nuestra reunión preparatoria, una semana antes del baile, lo primero que se nos enseñó a las carabinas fue a identificar una ampolla de crack. Y había un peligro todavía más grave: el profesorado estaba muy preocupado a causa de un par de incidentes ocurridos al comienzo del año escolar, que habían tenido resonancia nacional. Puede que, en teoría, los chicos que concluían el octavo curso sólo tuvieran catorce años, pero Tronneal Mangum sólo tenía trece cuando aquel enero, en West Palm Beach, Florida, disparó contra un compañero de clase, delante de su escuela, porque el chico le debía cuarenta dólares. Apenas tres semanas después, en Bethel, Alaska (me resulta violento decírtelo, Franklin, pero, si me acuerdo de todos estos detalles, es porque, cuando la conversación languidece en Claverack, Kevin recurre a menudo a recitarme sus anécdotas favoritas), Evan Ramsey, con la escopeta del calibre doce de su padre, mató en su pupitre a un atleta de la escuela muy apreciado por todos, y se paseó después por el centro disparando a diestro y siniestro hasta dar con el director, al que también mató.
Por supuesto, en un país con cincuenta millones de jóvenes en edad escolar, esas muertes eran, estadísticamente, insignificantes, y recuerdo que, al volver a casa de la reunión, te comenté que encontraba desproporcionada la reacción del profesorado del centro. Se quejaban de que no hubiera presupuesto para adquirir detectores de metal a fin de evitar la entrada de armas, pero no tenían inconveniente en instruir a toda una plantilla de carabinas para cachear a los jóvenes asistentes antes de entrar en el lugar donde se celebraría el baile. Recuerdo que incluso me dejé llevar por uno de aquellos arrebatos de indignación liberal que siempre te repateaban:
—Resulta que, desde hace años, los estudiantes negros y los hispanos se han liado a tiros los unos con los otros en los miserables institutos de los guetos de Detroit —opiné esa noche durante una cena tardía—, y nadie le da la menor importancia. En cambio, que a unos cuantos chicos blancos y de clase media, superprotegidos, con línea telefónica privada y televisor en su habitación, que viven en urbanizaciones residenciales suburbanas, les dé de pronto por la balística, provoca un terrible problema de ámbito nacional. Además, Franklin, te hubieras hecho cruces de la credulidad de esos padres y esos profesores cuando se lo han explicado. —Como no paraba de hablar, mi pechuga de pollo rellena se enfriaba—. No creo que hayas visto nunca a nadie que se tomara una cosa más en serio. Se me ha ocurrido contar un chiste, y los ojos de todos se han vuelto hacia mí, como diciéndome: Eso no tiene gracia, igual que si hubieran sido guardias de seguridad de un aeropuerto y les hubiera dicho, bromeando, que había una bomba. Más que de pensar que iban a ser simples carabinas de un baile de octavo de primaria, parecían convencidos de que estarían en primera línea, haciendo algo «peligroso», por así decirlo, y esa idea los hacía sentirse orgullosísimos de sí mismos. ¡Válgame Dios! Al parecer, se les ha contagiado la actual oleada de histeria colectiva, y creen que van a hacerse célebres a lo largo y a lo ancho del país. Diría que, en lo más íntimo de su ser, tienen celos de Moses Lake, West Palm Beach y Bethel, porque han salido en primera página de los periódicos, mientras que Gladstone no. ¿Qué ocurre con Gladstone? ¿Por qué no podemos tener nuestra propia matanza escolar? Me temo que todos piensan que, mientras Júnior o Baby Jane no sufran ni un rasguño, sería estupendo que el baile de los del octavo curso se transformara en una batalla campal, porque así saldríamos en la tele antes de que pasen de moda los tiroteos en los colegios.
Me dirás que exagero, pero creo que te solté todas estas cosas, y que Kevin, probablemente, las escuchó. Pero dudo que haya un solo hogar en los Estados Unidos en el que no se haya hablado de esos tiroteos en mayor o menor medida. El caso es que, por más que yo la condenara, parece que aquella «oleada de histeria colectiva» causó una tremenda impresión en la mente de nuestro hijo.
Estoy segura de que ese baile ha vuelto ahora a mi memoria a causa del lugar donde se celebró. Al fin y al cabo, el hecho en sí carece de importancia: decepcionara o no a aquellos padres, el baile se desarrolló sin ningún incidente digno de mención, y, por lo que se refiere a la única estudiante que, probablemente, recuerda aún la velada como una calamidad, ni siquiera llegué a saber su nombre.
El gimnasio. Se celebró en el gimnasio.
Como la escuela y el instituto se alzaban en el mismo campus, compartían algunas instalaciones. Excelentes instalaciones, por cierto. En parte, fue el hecho de que estuviera cerca de una buena escuela lo que te llevó a comprar aquella casa. Pero, dado que, para tu desesperación, Kevin se negó en redondo a participar en cualquier actividad deportiva escolar, nunca tuvimos la oportunidad de asistir a las competiciones que se disputaban en el gimnasio, por lo que sólo estuve en él una vez, durante aquel baile en el que hice de carabina. Visto por fuera, era una construcción aislada, de bastante altura, dividida interiormente en varios pisos, de estilo funcional y para cuya construcción no se había reparado en gastos: creo que incluso se podía convertir en pista para hockey sobre hielo. (¡Qué lástima que la junta escolar de Nyack, según leí hace poco, haya decidido «derribarlo»! Por lo visto, los estudiantes se saltan las clases de educación física alegando que está maldito). Aquella noche su amplio espacio interior ofrecía una espléndida caja de resonancia para el disc-jockey. Todos los elementos deportivos habían sido retirados, y, aunque mi esperanza de encontrarlo lleno de globos y banderolas —que se debía, claramente, a la nostalgia de mi propio debut en un baile, con el twist, en 1961—, se frustró, habían colgado del techo una gran esfera con facetas de espejo.
Puede que haya sido una mala madre —no lo niegues, es la verdad—, pero no hasta el extremo de pegarme a la espalda de mi hijo de catorce años en el baile de octavo. Así que fui a situarme en el extremo opuesto del gimnasio, desde donde gozaba de una vista excelente de su cuerpo apoyado contra la pared de bloques de ceniza. Tenía curiosidad: rara vez lo había visto en el medio social en el que se desenvolvía habitualmente. El único condiscípulo que se hallaba a su lado era su inseparable Leonard Pugh, el del hocico de comadreja risueña; incluso a cien metros de distancia emanaba de Lenny una untuosa, aduladora y burlona obsequiosidad que siempre me daba la impresión de ir unida al leve olor a pescado rancio que lo caracterizaba. Lenny se había hecho recientemente un piercing en la nariz, y la zona alrededor del arete se había infectado, por lo que tenía aquella aleta de color escarlata y muy hinchada. La capa de crema antibiótica que se había aplicado reflejaba la luz. Había algo en aquel chico que, invariablemente, me hacía pensar en esas manchas parduscas que aparecen a veces en nuestra ropa interior.
Kevin había adoptado hacía poco la moda de llevar ropa de talla más pequeña que la que le correspondía, y Lenny (al igual que en muchas otras cosas) lo había imitado. Los téjanos negros de Kevin tal vez le hubieran sentado bien cuando tenía once años. Pero ahora las perneras le llegaban a la mitad de las pantorrillas y debajan al descubierto los negros pelos que brotaban de sus espinillas, y la bragueta, cuya cremallera no se podía cerrar del todo, estaba en consonancia con el resto de su indumentaria. Los parduscos pantalones de algodón de Lenny no hubieran parecido menos desastrados de haber sido de su talla. Los dos lucían camisetas blancas con el logotipo FRUIT OF THE LOOM que dejaban al aire los habituales siete u ocho centímetros de zona umbilical.
Tal vez fueran imaginaciones mías, pero me pareció que, cada vez que alguno de sus condiscípulos pasaba por delante de ellos, procuraba mantener una prudente distancia. Antes de ir al baile, temía que el resto del alumnado le hiciera el vacío a nuestro hijo, y así era, hasta cierto punto, aunque nadie se reía disimuladamente de él como si fuera un marginado social. Todo lo contrario: si los otros estudiantes se reían, al pasar por delante de ellos su risa se cortaba en seco. Es más: incluso dejaban de hablar entre sí, y no reanudaban su conversación hasta estar bien seguros de que se hallaban fuera del alcance de los oídos de Kevin y Lenny. Y las chicas, cuando pasaban por delante de ellos, erguían el cuerpo de forma poco natural, como si contuvieran la respiración. Incluso los tipos con aspecto de jugar al fútbol americano pasaban por delante de ellos mirando al frente, y no se atrevían a mirar de soslayo a Kevin y su «hámster» hasta que se hallaban lo bastante lejos para creerse a salvo. Por otra parte, aunque los alumnos de octavo salían de la pista de baile para descansar y se apoyaban en las paredes del gimnasio, a ambos lados de nuestro hijo y su adlátere siempre había un espacio libre de sus buenos tres metros. Ninguno de sus compañeros les hacía gestos con la cabeza, ni les sonreía, y mucho menos se aventuraba a decirles: «¡Hola, tíos!». Parecían deseosos de no arriesgarse. Pero ¿a qué?
Había supuesto que la música me haría sentirme vieja, que pondrían discos de grupos de los que nunca habría oído hablar, cuya fama resultaría incomprensible para vejestorios como yo. Pero, cuando el sistema de sonido se puso en marcha, me sorprendió reconocer, entre la abundante morralla de música intemporal, a algunos de los mismos «artistas», como pretenciosamente los llamábamos entonces, a los sones de cuya música habíamos bailado cuando teníamos veinte años: The Stones, Credence, The Who, Hendrix, Joplin, The Band… ¡Incluso Pink Floyd, Franklin! Como no tenía gran cosa que hacer, y el dulzón ponche rojo no me atraía (pedía a gritos una generosa dosis de vodka), me puse a reflexionar acerca de si el hecho de que los compañeros de Kevin se movieran aún al ritmo de Crosby, Stills, Nash & Young, The Grateful Dead y hasta The Beatles hacía que nuestra época fuera especialmente notable o la suya especialmente insustancial. Por eso, cuando tocaron la veteranísima «Stairway to Heaven», tuve que contener una carcajada.
Nunca esperé que Kevin quisiera bailar: en muchos aspectos nuestro hijo no había cambiado desde que tenía cuatro años, y el baile seguía pareciéndole una completa bobada. La resistencia del resto de sus condiscípulos a ser los primeros en salir a la pista podía darse por descontada; nosotros habíamos hecho lo mismo: no teníamos ningún interés en adelantarnos y ser el centro de una atención que sería excesiva e, inevitablemente, poco amable. En mis tiempos, habríamos estado animándonos los unos a los otros, tomando sorbitos de whisky entre bastidores, hasta decidir por fin dejar nuestra espera junto a las paredes, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, cuando hubiera en la pista diez parejas, por lo menos, número que ya nos daba cierta seguridad de pasar inadvertidos. Por eso me sorprendió ver que a la pista, donde tan sólo se movía el torbellino de reflejos lanzados por la esfera central, únicamente había salido una muchacha que, además, no había buscado un rincón más o menos discreto, sino que se había plantado en el mismísimo centro.
De tez pálida, translúcida, aquella chica no sólo tenía rubios los cabellos, sino también las pestañas y las cejas, por lo que los rasgos de su rostro parecían desdibujarse. Su barbilla era pequeña y lisa, lo cual la afeaba bastante (¡qué poco basta para desmerecernos!). Pero su peor problema era su vestimenta. La mayoría de las chicas habían apostado sobre seguro y llevaban téjanos, y los pocos vestidos que se veían eran de cuero negro o breves y relucientes prendas cubiertas de lentejuelas, como la que lucía Laura Woolford. En cambio, aquella catorceañera —a la que, por abreviar, llamaré Alice— llevaba un vestido que le llegaba casi hasta las rodillas e iba ceñido a la espalda con un lazo. Era de una tela escocesa de tonos tostados, con las mangas abullonadas. Llevaba una cinta en el cabello, y calzaba zapatos de charol. Estaba claro que la había vestido una madre aquejada de una deplorable y totalmente intemporal idea fija acerca de la ropa que debía llevar una jovencita en una fiesta estudiantil.
Hasta yo podía ver que Alice «desentonaba», un calificativo cuya constante transmisión de una generación a la siguiente demuestra la intemporalidad de ese concepto. Cambia lo que desentona, pero la idea en sí es inmutable. Ahora bien, cuando nosotros éramos jóvenes, el infeliz que desentonaba lograba hacérselo perdonar un poco si se mostraba apurado y arrepentido; por ejemplo, clavando la vista en las puntas de sus zapatos. Pero me temo que aquella pobre chiquilla sin mentón carecía de la suficiente inteligencia social para lamentarse de su vestido de fiesta de mangas abullonadas, tela escocesa de tonos tostados y lazo a la espalda. Lo más probable es que, cuando su madre se presentó con él en casa, le echara los brazos al cuello en una necia demostración de gratitud.
Fue la música de «Stairway to Heaven» lo que la tentó a pavonearse de su atuendo. Sin embargo, aunque puede que todos reservemos en nuestros corazones un lugar especial para esa vieja pieza de Led Zeppelin, es lentísima, y, personalmente, la recuerdo como una melodía no apta para ser bailada. Pero eso no fue obstáculo para Alice, que extendió los brazos y comenzó a moverse en círculos cada vez más amplios, con los párpados entornados. Estaba claramente embelesada, ajena por completo al hecho de que sus entusiastas evoluciones ponían al descubierto sus bragas. Pero cuando empezó a seguir el ritmo de la guitarra baja, sus movimientos perdieron cualquier parecido con los del rock’n roll para oscilar entre una especie de ballet y la danza de los derviches giróvagos.
Por si mi descripción te parece excesivamente mordaz, te diré que aquella chiquilla también me embelesó. ¡Nuestra pequeña Isadora Duncan mostraba una exuberancia que parecía tan natural…! Puede que incluso la envidiara un poco. Me vinieron a la memoria con nostalgia los días en que, embarazada de Kevin, bailaba al ritmo de los Talking Heads en nuestro loft de Tribeca, y me entristeció pensar que no había vuelto a hacerlo desde entonces. Y, aunque aquella muchacha era ocho años mayor que Celia, algo en la manera en que se movió me recordó a nuestra hija. Y de manera contraria a lo que haría una exhibicionista, parecía haberse apoderado del suelo simplemente porque era su canción preferida —esa palabra de nuevo— y también porque el espacio libre hacía más sencillo moverse aprisa sobre el suelo hasta el desmayo. Probablemente haya manifestado emoción en su propio cuarto por la misma canción y no haya visto razón alguna para no bailar de aquella manera ostentosa solamente porque 200 adolescentes maliciosos le miraran con lascivia al margen.
Por más que parezca interminable, «Stairway to Heaven» estaba a punto de acabar. Kevin hubiera podido esperar un par de minutos más. Pero no lo hizo. De pronto, sentí una de aquellas habituales punzadas de temor, al ver que nuestro hijo se separaba lánguidamente de la pared de ladrillos de ceniza y avanzaba por la pista siguiendo una trayectoria que, inevitablemente, lo haría encontrarse con Alice, igual que un misil Patriot cuando va a interceptar a un Scud. Se paró justo debajo de la esfera de espejos; debía de haber calculado —correctamente— que la siguiente pirueta de Alice haría que la oreja izquierda de ésta quedara alineada con su boca. Así fue. Contacto. Kevin tan sólo tuvo que inclinarse un poco para susurrarle algo al oído.
Jamás he pretendido, ni pretenderé, saber qué le dijo. Pero esa imagen ha tenido gran importancia en mis posteriores reconstrucciones mentales de aquel jueves. Alice se quedó helada. Su rostro reflejó toda la timidez de la que un momento antes se hallaba tan conspicuamente falto. Dirigió la vista a derecha e izquierda, sin lograr encontrar un solo lugar susceptible de ofrecerle la posibilidad de descansar y tomarse un respiro. De pronto, fue tremendamente consciente del público que la contemplaba, y pareció empezar a darse cuenta de la tontería que había hecho; la canción no había concluido aún, por lo que se sintió obligada a salvar las apariencias danzando unos compases más.
Como el disc-jockey tuvo la buena idea de pinchar a continuación «White Rabbit», de Jefferson Airplane, la muchacha se recogió la falda de tela escocesa tostada y la sujetó entre las piernas. Después, cabizbaja, fue a refugiarse en un rincón oscuro, con los codos apretados contra la cintura y las manos entrelazadas. Tuve la sensación de que, de un modo muy desagradable para ella, durante el último minuto había madurado mucho de repente. Ahora se daba cuenta de que su vestido era un desastre, y de que tenía el mentón poco marcado. Y de que su madre la había traicionado. Y de que no era guapa, ni lo sería nunca. Y, sobre todo, sabía que, durante el resto de su vida, jamás volvería a salir a una pista de baile vacía. Tal vez ni siquiera haya vuelto a salir a una pista de baile.
Aquel jueves no estuve en el gimnasio. Pero, dos años antes, en aquel mismo lugar, presencié lo que ahora me parece un presagio de lo que allí sucedería: el asesinato moral de una solitaria alumna de la escuela de Gladstone que acababa de terminar la primera enseñanza.
Eva