Querido Franklin,
¿Sabes una cosa? Estaba pensando que tal vez hubiera podido superarlo todo —aquel jueves, los juicios, incluso estar tan lejos de ti— si Celia hubiera permanecido a mi lado. Sin embargo (por sorprendente que te parezca), me gusta imaginarla contigo, imaginaros juntos. Y me alegraría que, finalmente, llegaseis a conoceros mejor el uno al otro. No fuiste un mal padre para ella —no te criticaré—, pero te preocupaba tanto que Kevin pudiera sentirse postergado, que quizá te excedías en tus demostraciones de que continuabas estando de su parte. A ella, en cambio, la mantenías más bien a cierta distancia. Y, además, a medida que crecía, se volvía cada vez más guapa, ¿recuerdas? Su belleza, un tanto etérea gracias a aquel espléndido cabello rubio que siempre tenía que retirarse de la cara porque se la tapaba a medias, no la envaneció, y nunca perdió su innata timidez. Creo que eso te disgustaba, por lo que pudiera sentir Kevin, al igual que el hecho de que la gente la encontrara encantadora, mientras que con él tendía a mostrarse cautelosa, así como a prodigarle excesivos y, evidentemente, falsos elogios; a algunas personas incluso se les escapaba un suspiro de alivio cuando íbamos de visita y comprobaban que Kevin no nos acompañaba. Pensabas que aquello no era justo. Y supongo que, en el fondo, tenías razón.
Quizá mi amor por Celia resultara demasiado fácil. Hasta es posible que, teniendo en cuenta mi manera de ser, Celia fuera para mí una especie de estafa, puesto que durante toda mi vida había luchado por superar las dificultades y vencer mis temores. Sencillamente, era imposible no encontrarla adorable. No puedo recordar a nadie que no admirara su dulzura, aunque no estoy demasiado segura de que causara una impresión viva y duradera en la gente. A muy pocos de nuestros vecinos, en cambio, les caía bien Kevin, por más que fueran demasiado educados para decirlo abiertamente, pero ninguno lo olvidó jamás. Y los miembros de nuestras familias tampoco lo podían tragar. A tu hermana Valerie la ponía sumamente nerviosa que Kevin vagabundeara sin vigilancia por las habitaciones de su recargada casa, y, sólo por no perderlo de vista, iba detrás de él ofreciéndole bocadillos que siempre rechazaba. Y, en cuanto Kevin cogía un plato de postre o jugueteaba con la borla de una cortina, Valerie corría a quitarle aquel objeto de las manos. Mucho antes de que los problemas de Kevin fueran noticia a escala nacional, cada vez que Giles preguntaba por nuestro hijo daba la sensación de lanzar una red para ver si podía pescar pequeñas anécdotas que confirmaran los prejuicios que tenía hacia él. No era fácil simpatizar con Kevin, y mucho menos aún quererlo, pero este aspecto de su personalidad hubiera debido ser un reto para una persona luchadora como su madre. Era difícil querer a Kevin del mismo modo que es difícil comer bien en Moscú, o encontrar un alojamiento barato en Londres o una lavandería automática en Bangkok. El problema radicaba en que, tras mi vuelta a los Estados Unidos, me había ablandado. Y, de la misma manera que, a veces, opto por lo expeditivo y llamo a la tienda de comidas preparadas para que me manden una bandeja de pollo al curry en lugar de pasarme horas y horas en la cocina guisando todos sus ingredientes a fuego lento, elegí el fácil consuelo de amar a una niña dócil y bien dispuesta en vez de entregarme a la difícil tarea de ablandar lentamente, sin sulfurarme, las correosas fibras de un niño problemático. Durante la mayor parte de mi vida había aceptado toda clase de retos. Pero por aquel entonces estaba cansada y me sentía floja; hubiera podido decirse que, en un sentido espiritual, no me encontraba en forma.
Y, por otra parte, es de lo más natural que el curso de las emociones siga el camino que ofrece menor resistencia. Para mi gran sorpresa, cuando ponía a Celia en su cuna, se dormía; supongo que realmente estábamos criando «un felpudo». Mientras que Kevin chillaba hasta desgañitarse no obstante tener cubiertas todas sus necesidades, Celia soportaba cualquier privación material sin apenas lloriquear ni quejarse, y era capaz de aguantar la incomodidad de unos pañales mojados durante horas si no me acordaba de cambiárselos. Jamás lloraba de hambre, pero siempre aceptaba el pecho, lo que me obligaba a darle de mamar a horas fijas. Debo de haber sido la primera madre de la historia desesperada porque le parecía que su bebé no lloraba lo suficiente.
Tras su infancia sin alegrías, Kevin adoptó una actitud de absoluta indiferencia por todo; Celia, en cambio, se entretenía con cualquier tontería. Igual entusiasmo mostraba por un pedazo de papel de color que por el caro móvil de nácar que colgaba sobre su cuna; manifestaba, pues, una fascinación indiscriminada por el universo táctil que habría vuelto locos de alegría a los creativos de las agencias de publicidad para las que trabajabas. Paradójicamente, tratándose de una niña tan fácil de complacer, resultaría cada vez más difícil comprarle regalos por el apego que tenía a sus juguetes. A medida que crecía, fue adquiriendo fidelidades tan apasionadas hacia sus peluches más manoseados, que el regalo de otros nuevos y flamantes parecía sumirla en una tremenda perplejidad, como si, al igual que te ocurría con tu segunda paternidad, temiera que la ampliación de su pequeña familia pusiera en peligro cariños anteriores y más primitivos. Los peluches recientes no tenían acceso a sus demostraciones de afecto a la hora de irse a dormir hasta pasar la prueba de perder una oreja, o tras probar su pertenencia al mundo falible y mortal gracias a la mancha bautismal de una papilla de brócoli. En cuanto supo hablar, me confió que ponía sumo cuidado en jugar cada día con todos y cada uno de los componentes de su zoo, para que ninguno de ellos se sintiera olvidado o celoso. Sus juguetes favoritos, los que defendía más fervorosamente, eran los que (por obra de Kevin) estaban rotos.
Es posible que fuera una niña demasiado femenina para ti, pues incluso yo encontraba extrañas su timidez y su delicadeza. Quizá hubieras preferido una niña un poco marimacho, alborotadora e impávida, capaz de llenarte de orgullo al encaramarse a lo más alto de las construcciones infantiles de los parques, desafiar a un pulso a los chicos y manifestar a nuestros visitantes que, de mayor, quería ser astronauta: un torbellino alocado que se paseara por casa con zahones de vaquero manchados con aceite de motor. Es posible que una hija así también me hubiera encantado, pero ése no era el temperamento de Celia.
Por el contrario, le gustaba ponerse vestidos vaporosos y pintarse los labios, cosa que yo casi nunca hacía. Pero su femineidad no se limitaba a la fascinación que sentía por las joyas de mi tocador, ni a sus intentos de caminar con mis zapatos de tacón alto. Se expresaba también por medio de una mayor debilidad, así como de una dependencia de los demás y una confianza en ellos más acentuada. Tenía muchísimas cualidades amables, pero carecía de redaños. La aterrorizaban infinidad de cosas: además de la oscuridad, la aspiradora, el sótano, los desagües… Deseosa de complacer, empezó a utilizar el orinal mucho antes de haber cumplido los dos años, pero en el parvulario, con casi seis años, aún le daba reparo aventurarse a ir sola al baño. En cierta ocasión me vio sacar del frigorífico un yogur sobre el que se había formado una capa de moho y tirarlo por el retrete.
Como consecuencia de ello, durante semanas no se acercó al frigorífico ni tocó ninguna sustancia que se pareciera remotamente al yogur, como el flan de vainilla o la cola blanca. Al igual que muchos niños, era muy sensible a las texturas: toleraba el barro, pero sentía aversión por lo que llamaba «el polvillo»: el finísimo barrillo que se forma sobre la tierra húmeda, el polvo que se deposita en el suelo, incluso la harina. La primera vez que le enseñé a pasar el rodillo sobre la masa de una empanada, se quedó paralizada de terror en medio de la cocina con los brazos muy separados del cuerpo mientras sus ojos contemplaban, atónitos, sus dedos extendidos, sucios de harina. Celia siempre manifestaba su horror por lo que fuera en silencio.
En cuanto a la comida, me costó algún tiempo descubrir sus aversiones, que resultaron ser fortísimas. Como no quería parecer exigente, se esforzaba por tragar cualquier cosa que le ofrecieran si yo no prestaba atención a la forma como se le hundían los hombros y reprimía las náuseas. La repugnaba todo lo que tuviera «grumos» (tapioca, pasteles con pasas), se pareciera a las «babas» (platos con gelatina, tomates, salsas espesadas con harina) o tuviera «piel» (la capa inferior, de consistencia gomosa, de muchos pasteles, la telilla que se forma en la superficie de un tazón de chocolate caliente al enfriarse, incluso un melocotón sin pelar). Aunque me encantaba tener una hija con gustos definidos —hubiera podido preparar las comidas de Kevin a base de ceras de distintos colores—, lo cierto es que, cada vez que veía aquella clase de alimentos, Celia palidecía y empezaba a sudar y a temblar, como si temiera que fueran a devorarla. Para ella, todo cuanto la rodeaba estaba animado: hasta el último grumo de tapioca tenía una pequeña alma, densa y nauseabunda.
Sé lo incordiante que era tener que dejar encendida la luz del pasillo cuando nos íbamos a dormir, o levantarse a media noche para acompañarla al lavabo. Más de una vez me acusaste de consentirla, porque ceder a un miedo sólo servía para alimentarlo. Pero ¿qué podía hacer si temía volver a encontrar a aquella niña de cuatro años en el pasillo a las tres de la madrugada, en camisón, temblando de frío y de miedo y abrazada a sus rodillas, sino pedirle que siempre, siempre, despertara a uno de nosotros si tenía necesidad de hacer pis? Por otra parte, tantas cosas atemorizaban a Celia se que es posible que, a su manera, fuera muy valiente. Porque ¿quién podría decir cuántas otras texturas horribles y rincones oscuros la aterraron, y tuvo que hacerles frente sola?
Con todo, te paré los pies cuando dijiste que Celia te sacaba de quicio porque era «pegajosa». Es éste un feo adjetivo, pues describe a quien quieres más que a las niñas de tus ojos como algo viscoso y molesto de lo que no puedes librarte. Y, cualquiera que sea el grado de pegajosidad que implique, no sólo es un calificativo muy mezquino para lo más precioso que hay en la tierra, sino que implica que el niño exige a cambio una atención, una aprobación y un cariño incesantes e inaceptables. Pero Celia no exigía nada. No venía a buscarnos para que fuéramos a ver lo que había hecho en la habitación de jugar, ni nos importunaba y tiraba de nosotros mientras intentábamos leer algo. Y cuando la abrazaba, por puro gusto de hacerlo, me devolvía el abrazo con un agradecimiento tan vivo que era como si creyera que no lo merecía en absoluto. Cuando volví a trabajar en AWAP, jamás se quejó de mis ausencias, aunque su carita se ponía triste de pena cuando la dejaba en la guardería, y se iluminaba como si estuviéramos en Navidad cuando yo regresaba a casa.
Celia no era pegajosa. Simplemente, era muy cariñosa. A veces se abrazaba a una de mis piernas mientras estábamos en la cocina, apoyaba su carita en mi rodilla y exclamaba con asombro: «¡Eres mi amiga, mamá!». Así que, por muchos que fueran los problemas que supuso para ti la llegada de una hija que no deseabas, nunca fuiste un hombre tan duro como para no encontrar conmovedoras esas demostraciones de cariño. Y, por otra parte, que le confirmáramos que éramos sus amigos parecía contentarla mucho más que las manifestaciones abstractas de amor paterno. Aunque considerabas a Kevin el más listo de los dos, lo cierto es que Kevin, desde que nació, vivió amargado porque no sabía por qué había llegado a este mundo ni qué tenía que hacer con él, mientras que Celia tuvo desde el principio una inconmovible certeza acerca de lo que quería y de lo que hacía que la vida valiera la pena: su alegría de vivir nunca la abandonó. Y eso, sin duda, es una forma de inteligencia.
De acuerdo, no destacó en la escuela. Pero fue porque era demasiado exhaustiva. Estaba tan deseosa de hacerlo todo bien, tan preocupada por el temor de fallarles a sus padres y a sus profesores, que siempre se andaba por las ramas y no se centraba en el estudio. Pero, por lo menos, jamás despreció nada de cuanto trataron de enseñarle.
Intenté inculcarle otra forma de estudiar: «Limítate a aprender de memoria que la capital de Florida es Tallahassee, y punto». Pero, en consonancia con la etimología de su nombre,[12] Celia creía en los misterios y no podía imaginar que las cosas fueran tan simples: todo debía tener algo de mágico. Por lo cual desconfiaba de sí misma, de modo que, cuando le preguntaban las capitales de los diferentes estados y, al llegar a Florida, le venía a la mente el nombre de Tallahassee, al punto desconfiaba de que fuera el correcto por la sencilla razón de que se le hubiera ocurrido por las buenas, sin ningún misterio. Kevin, en cambio, jamás había tenido problemas con el misterio: todo lo existente tenía para él la misma aterradora falta de interés, de manera que el problema no era si podría o no aprender algo, sino si se molestaría en hacerlo. Celia tenía absoluta confianza en los demás y muy poca en sí misma, por lo que estaba segura de que nadie querría enseñarle cosas inútiles. El cinismo de Kevin, en cambio, lo hacía desconfiar de la pedagogía, que consideraba sádica y maligna, y pensar que lo único que le ofrecía eran sandeces.
No pretendo decir que Celia no fuera también capaz de exasperarme. Al igual que ocurría con Kevin, era imposible castigarla, aunque rara vez daba motivos para hacerlo. Y, cuando creías que los daba, al final solías descubrir que no había sido ella la culpable. Además, se tomaba tan a pecho el más nimio reproche, que cualquier reprimenda que se le hiciera parecía tan desproporcionada como emplear un martillo pilón para matar a un mosquito. Ante la más mínima sugestión de que hubiera hecho algo mal, se mostraba inconsolable y comenzaba a pedir perdón antes incluso de saber qué era lo que deseábamos que no volviera a hacer. Una sola palabra áspera bastaba para deprimirla y desmoralizarla. Reconozco que me habría sentido mejor de haber podido gritarle de vez en cuando: «¡Te he dicho que pongas la mesa, Celia!» (aunque rara vez era desobediente, se ponía a mirar las musarañas con demasiada facilidad), pero, si lo hacía, Celia podía llorar de remordimiento por aquella falta insignificante durante horas.
El motivo por el que Celia me exasperaba, era muy diferente. Aplicado de manera juiciosa, el temor es útil para que uno se proteja a sí mismo. Era poco probable que el sumidero que tanto la atemorizaba saltara sobre ella para tragársela, pero Celia tenía suficientes reservas de miedo para reaccionar contra peligros más reales. Y había alguien en nuestra casa a quien hubiera debido temer con razón, pero lo adoraba.
No voy a discutir contigo ese extremo, y pienso aprovecharme al máximo de la ventaja de que éste sea mi relato y no tengas más remedio que verlo todo desde mi perspectiva. No pretendo saber toda la historia, porque no creo que ni tú ni yo podamos llegar a conocerla del todo. Conservo de mi infancia el vago recuerdo de que en Enderby Avenue, donde la alianza entre mi hermano y yo era mucho más débil que la que había entre Kevin y Celia, procurábamos pasar la mayor parte de nuestras vidas fuera del campo de visión materno. Es verdad que cualquiera de los dos podía recurrir a mamá para defender sus propios intereses (lo que provocaba el mudo reproche del otro por haber hecho trampa), pero la mayor parte de nuestros choques y batallas, así como de las torturas que nos infligíamos mutuamente, se desarrollaban de acuerdo con un código secreto, por lo que nuestra madre, aunque no anduviera lejos, no se enteraba de nada. Tan completa era mi inmersión en el mundo de otros niños, que en mis recuerdos de la etapa anterior a los doce años casi no hay adultos. Puede que fuera diferente en el caso de Valerie y tú, puesto que no os llevabais bien. Pero muchos hermanos, tal vez la mayoría, comparten, por así decirlo, un universo privado lleno de afectos, traiciones, venganzas, reconciliaciones y uso y abuso de la fuerza del que sus padres no saben prácticamente nada.
Por consiguiente, además de que no estaba ciega, sabía que, en buena parte, la supuesta ignorancia de los padres es a menudo consecuencia del mero desinterés. Si entraba en el cuarto de jugar y me encontraba a mi hija encogida y tumbada sobre un costado, con los tobillos sujetos con sus calcetines largos, las manos atadas a la espalda con su cinta del pelo y la boca tapada con cinta adhesiva, por más que allí no viera ni rastro de Kevin, podía deducir qué significaban sus balbucientes explicaciones de que habían estado «jugando a secuestros». Puede que no estuviera al tanto de las contraseñas masónicas de la secta secreta de mis hijos, pero conocía a Celia lo bastante para saber que, a pesar de lo que dijera, jamás habría puesto la cabeza de plástico de su caballito preferido sobre la llama del fogón. Y, por más que, llevada por sus ansias de complacerme, se esforzara por tragarse los alimentos que le ofrecía, aunque le repugnaran, tenía muy claro que no era masoquista. Por eso, el día que me la encontré en el comedor, atada a su trona y cubierta de vómitos, pude suponer razonablemente que el bol que tenía delante —una mezcla de mayonesa, jalea de fresa, pasta de curry tailandesa, crema de vaselina y grumos de miga de pan— no había sido preparado por ella.
Dirás, como es natural —ya lo hacías entonces—, que, desde que el mundo es mundo, los hermanos mayores han atormentado a los menores, y que las barrabasadas de las que Kevin hacía objeto a Celia eran algo intrascendente y perfectamente normal. Y también puedes objetar que, si ahora veo en aquellos incidentes rasgos típicos de una precoz crueldad infantil, es, simplemente, porque los considero a la luz de lo que hemos sabido después. Mientras tanto, millones de niños sobreviven en el seno de familias llenas de violencia y matonismo, lo cual, a menudo, resulta incluso provechoso para ellos, ya que los acostumbra al mundo darwiniano en el que tendrán que sobrevivir cuando sean adultos. Muchos de estos tiranos infantiles se convertirán en maridos atentos que recordarán los aniversarios, mientras que las que antaño fueron sus víctimas llegarán a ser jóvenes seguras de sí mismas, tendrán brillantes carreras y profesarán radicales ideas feministas. Aunque mi situación actual no me ofrece grandes ventajas, es muy cierto que tengo la de poder mirar hacia atrás y ver las cosas más claras, Franklin, aunque no sé si vale la pena tenerla.
Mientras conducía hacia Chatham el pasado fin de semana, pensaba que tal vez debería seguir el ejemplo de perdón cristiano que nos daba nuestra frágil y tímida hija. Pero la desconcertante incapacidad de Celia para guardar rencor parece sugerir que ser capaz de perdonar es una cualidad innata, que no puede aprenderse. Además, por lo que a mí respecta, no sé muy bien qué significa perdonar a Kevin. Seguro que no se trata, simplemente, de barrer, así, por las buenas, lo ocurrido aquel jueves para ocultarlo debajo de la alfombra, ni de dejar de considerarlo responsable de lo que hizo, cosa que, por otra parte, iría, probablemente, en contra de sus intereses morales, en sentido amplio. Tampoco puedo imaginar que se suponga que puedo pasar por encima de lo ocurrido, como quien salta una baja pared de piedra; porque si aquel jueves en cuestión levantó una barrera, era de alambre de espino de aceradas púas, y no la franqueé de un salto, sino que la atravesé con penas y fatigas dejando en el camino pedazos de mis carnes terriblemente laceradas, y, si llegué al otro lado, fue en un sentido tan sólo temporal. No puedo negar que lo hizo, ni que desearía que no lo hubiera hecho; y, si he renunciado al conveniente universo paralelo en el que mis camaradas blancas de la sala de espera de Claverack tienen tanta inclinación a refugiarse, si he renunciado a mis más íntimos «¡Ojalá no…!», ha sido más por falta de imaginación que por una sensata aceptación de que lo hecho, hecho está. Con franqueza, cuando Carol Reeves «perdonó» formalmente a Kevin en la CNN por haber dado muerte a su hijo Jeffrey, quien manifestaba tal talento para la guitarra clásica que en la Escuela de Música Juilliard se habían interesado por él, no entendí lo que quería decir. ¿Acaso había construido en su cabeza una especie de compartimiento estanco en el que tenía encerrado a Kevin, consciente de que éste sólo podía despertar en ella rabia y desesperación, y de ese modo había reducido a nuestro hijo a la condición de un lugar al que su espíritu se negaba a ir? Como mucho, me dije, tal vez hubiera conseguido despersonalizarlo y convertirlo en un lamentable fenómeno natural que se hubiera abatido sobre su familia, igual que un huracán o un terremoto, y hubiera abierto una brecha en la sala de estar de su casa, lo cual, seguramente, le habría hecho llegar a la conclusión de que no servía de nada quejarse del mal tiempo o de los movimientos de las placas tectónicas. Pero que, prácticamente en todas las circunstancias de la vida, sea inútil quejarse, no impide que casi todos lo hagamos.
Incluso Celia. No puedo imaginarme que encerrara en un compartimiento estanco o desechara como una simple broma pesada el día en que Kevin, con la habilidad de un precoz entomólogo, cogió un nido de larvas de procesionaria del roble blanco que crecía en nuestro jardín trasero y lo ocultó en la mochila de su hermana para que acabaran de desarrollarse allí. Posteriormente, la pequeña metió la mano en la mochila para sacar su cartilla de primer curso de primaria, que apareció cubierta de orugas rayadas —como las que Kevin convertía con gran algazara en papilla verdosa en nuestra terraza—, algunas de las cuales subían ya por su mano y por su rígido brazo. Por desgracia, Celia no tenía propensión a chillar, lo que hubiera hecho que acudieran a socorrerla inmediatamente. Me imagino que permaneció petrificada —jadeante, con las pupilas como platos por el terror— mientras la maestra escribía en la pizarra palabras que empezaban con ce para explicarles los dos sonidos de esa letra. Al cabo, las niñas que estaban en los pupitres más próximos se pusieron a chillar, y se armó un tremendo alboroto.
Y, sin embargo, aunque el episodio de las orugas tenía que estar fresco en su memoria, Celia no pareció recordarlo dos semanas después, ya que cuando Kevin se ofreció a «llevarla» mientras subía al roble blanco, se agarró a su cuello sin pensárselo dos veces. Sin duda, debió de sorprenderse cuando Kevin la instó a encaramarse, temblorosa, a una de las ramas más altas, después de lo cual bajó tranquilamente al suelo. De hecho, cuando, al cabo de un rato, empezó a gritar «¿Kevin? Kevin, quiero bajar…», Celia debía de estar convencida de que, no obstante haberla abandonado a seis metros de altura y meterse en casa en busca de un bocadillo, volvería para ayudarla a bajar del árbol. ¿Era eso perdonar? No obstante los animales de peluche que le destripó ni las construcciones que le derribó, Celia jamás perdió la convicción de que su hermano mayor era un buen muchacho.
Puedes llamarlo inocencia, o credulidad, pero Celia cometió el error más común entre las personas de buen corazón: dar por supuesto que todo el mundo era como ella. Las pruebas en sentido contrario nunca consiguieron encontrar el lugar donde les hubiera correspondido situarse, como no lo encontraría un libro sobre la teoría del caos en una biblioteca que careciera de sección de física. Y, como Celia no era chivata, y no había testigos, a menudo resultó imposible demostrar que las desgracias que le ocurrían eran obra de su hermano. Así que, desde el momento en que nació Celia, los crímenes, en sentido figurado, de Kevin Khatchadourian no recibieron el castigo que merecían.
Reconozco que, durante los primeros años de vida de Celia, sentía que Kevin se alejaba progresivamente de mí. Los niños pequeños son absorbentes, y él, mientras tanto, fue adquiriendo una independencia cada vez más militante. Por otra parte, te gustaba tanto llevarlo a acontecimientos deportivos y a museos en tus ratos libres, que, probablemente, me desentendí un poco de él. Todo ello hacía que me sintiera en deuda contigo, por lo que me resultaba muy embarazoso observar algo que precisamente a causa de la distancia que nos separaba, era aún más sorprendente.
Nuestro hijo, Franklin, desarrollaba una personalidad que se asemejaba a esas galletas que son mitad de vainilla y mitad de chocolate. Eso debió de empezar ya en el parvulario, si no antes, pero fue empeorando cada vez más. Por desgracia, nuestro conocimiento del carácter de quienes nos rodean se ve limitado por el hecho de que, casi siempre, lo adquirimos estando con ellos, lo cual provoca muchos engaños; por eso resultan tan preciosos los instantes casuales en que podemos observar sin ser vistos a un ser querido mientras camina por la calle. Créeme, pues —aunque ya sé que no lo harás—, si te digo que, cuando no estabas en casa, Kevin se mostraba de mal humor, reservado y sarcástico. No estoy hablando de un rato de cuando en cuando, ni de un mal día. Todos los días eran malos para él. El lado lacónico, despectivo y distante de su personalidad parecía auténtico. Tal vez no fuera lo único auténtico que había en él, pero no daba la sensación de haber sido inventado.
En cambio —y que conste que me da vergüenza decírtelo, Franklin, pues tengo la sensación de intentar quitarte algo que aprecias muchísimo—, cuando estabas presente, la actitud de Kevin cambiaba por completo. En cuanto llegabas a casa, su semblante se transformaba. Su ceño se suavizaba, levantaba la cabeza, sus labios se curvaban en una alegre sonrisa. En suma, sus rasgos adquirían la permanente expresión de regocijada sorpresa y extática felicidad que muestran las estrellas maduras que han pasado por muchas intervenciones de cirugía plástica. ¡Hola, papá! —exclamaba—. ¿Has tenido mucho trabajo hoy, papá? ¿Has fotografiado muchas cosas interesantes? ¿Más vacas, papá? ¿Más campos, más grandes edificios, más casas llenas de gente? Entonces te lanzabas a una entusiasta descripción de los fragmentos de carretera que habías filmado, y él compartía tu exaltación: ¡Es fabuloso, papá! ¡Otro anuncio de un coche! ¡Mañana les contaré a todos en la escuela que mi papá ha hecho los anuncios del nuevo Oldsmobile! Una noche trajiste a casa un ejemplar del nuevo Atlantic Monthly y nos enseñaste, orgulloso, un anuncio de Colgate para el que habías utilizado una fotografía de nuestro cuarto de baño principal, de mármol rosa. ¡Vaya, papá! —exclamó Kevin—. Ahora que nuestro cuarto de baño sale en el anuncio de una pasta de dientes, ¿seremos famosos? «Un poco famosos, nada más», reconociste, y te juro que recuerdo haber dicho por lo bajinis, en tono de broma: «Para ser realmente famoso en este país, tienes que haber matado a alguien».
Pero no eras, ni mucho menos, el único crédulo: Kevin engañó a sus maestros durante años. Conservo, gracias a ti, montones de sus trabajos escolares. Estudiante aficionado de la historia de nuestro país, eras el cronista de la familia, el fotógrafo, el que pegaba los recortes en el álbum, en tanto que yo tendía a considerar que la experiencia personal era el mejor recuerdo. Por eso no acabo de entender qué me indujo a conservar, al mudarme de casa, las carpetas que contenían las redacciones de Kevin mientras abandonaba montones de cosas, desde aparatos de gimnasia hasta artilugios para cortar los huevos duros.
¿Salvé esas carpetas, simplemente, porque estaban rotuladas por tu apretada y elegante cursiva: «Primer Curso»? Por una vez, me parece que no. He pasado por dos juicios, por lo menos, pues a veces pienso que los meses que los precedieron fueron el primero, y me he acostumbrado a pensar en términos de pruebas judiciales. Estoy tan habituada a ceder la propiedad de mi vida a otras personas —periodistas, jueces, redactores de páginas web, padres de niños asesinados y hasta el propio Kevin—, que incluso ahora me resisto a doblar las redacciones de mi hijo, romperlas y tirarlas o escribir comentarios en ellas, por miedo a que la justicia pueda perseguirme si cometo esas acciones.
Sea como fuere, hoy es domingo, y tengo toda la tarde por delante, así que me he obligado a leer unas cuantas. (¿Sabes que podría venderlas? Y no por un poco de calderilla, precisamente. Parece que esa clase de recuerdos, al igual que los bastante aceptables paisajes pintados por Adolf Hitler, alcanzan pujas de millares de dólares en las subastas de eBay). Su inocente aspecto físico resulta enternecedor: la letra, de imprenta, es gruesa e impersonal, el papel tiene aspecto frágil y amarillea. Al principio, pensé que aquello era muy prosaico, y que lo único que sacaría en claro al leerlas sería que, como un buen chico, hacía sus deberes escolares. Pero, a medida que iba leyendo, cada vez me sentía más interesada, hasta quedar atrapada por una nerviosa fascinación similar a la que nos lleva a toquetearnos un grano y a reventarlo, o a hurgar en un pelo que ha crecido por debajo de la piel hasta arrancárnoslo.
Mi conclusión es que Kevin no engañaba a sus maestros adoptando ante ellos aquel aire de chico bien educado de familia de serie televisiva con que te recibía en casa al volver del trabajo, sino manifestando una sobrecogedora falta de afecto. Las redacciones de Kevin siguen siempre excesivamente al pie de la letra la tarea encomendada: no añade nada, y, cuando le ponen una nota baja, suele deberse, normalmente, a que son demasiado cortas. No contienen errores graves. Desde el punto de vista factual, son correctas. Su ortografía es buena. En las raras ocasiones en que sus profesores incluyen vagas observaciones acerca de que podría «darle un enfoque más personal al tema», son incapaces de señalar de modo concreto qué les falta:
Abraham Lincoln fue presidente. Abraham Lincoln llevaba barba. Abraham Lincoln liberó a los esclavos afroamericanos. En la escuela estudiamos durante todo un mes a los personajes americanos afroamericanos. Hay muchos grandes personajes americanos afroamericanos. El año pasado estudiamos a los mismos personajes americanos afroamericanos durante el mes dedicado a la historia afroamericana. El año que viene estudiaremos a esos mismos personajes americanos afroamericanos durante el mes dedicado a la historia afroamericana. A Abraham Lincoln lo mataron a tiros.
Si no te importa que, por una vez, me ponga de parte de Kevin, te diré que tanto tú como sus profesores estabais convencidos, cuando estudiaba enseñanza primaria, de que necesitaba ayuda para mejorar sus dotes de organización, pero, según he podido ver, esas dotes eran extraordinarias. Desde el primer curso sus redacciones muestran una valoración intuitiva de lo arbitrario, de la fuerza embotadora de la repetición y de las posibilidades de absurdo que contiene lo ilógico. Es más: sus robóticas aseveraciones no señalan un fallo en el dominio de las sutilezas del estilo en prosa: son su estilo de prosa, tan acerado y meticuloso como el del famoso ensayista H. L. Mencken. Las preocupantes admoniciones que nos hacían sus profesores en las reuniones que manteníamos con ellos, en el sentido de que Kevin «no daba la impresión de poner interés en sus trabajos escolares», iban completamente desencaminadas. Kevin ponía en sus tareas todo su interés, su corazón y su espíritu. Fíjate, si no, en lo que escribió, cuando estaba en cuarto, en una redacción con el título «Les presento a mi madre»:
Mi madre siempre va a otro lugar. Mi madre duerme en otra habitación. Mi madre come comida diferente. Mi madre viene a casa. Mi madre duerme en casa. Mi madre come en casa.
Mi madre siempre les dice a otras personas que vayan a otra parte. Las otras personas duermen en otra cama. Las otras personas comen comida diferente. Las otras personas llegan a sus casas. Las otras personas duermen en sus casas. Las otras personas comen en sus casas. Mi madre es rica.
Sé lo que piensas, o lo que pensabas entonces: que lo falso era aquella actitud hosca y distante de Kevin conmigo, mientras que cuando estaba contigo podía relajarse y mostrar su verdadero ser, alegre y jovial. Y que el estilo directo, sin adornos, de sus redacciones no era más que la prueba de algo muy común: que había un abismo entre sus pensamientos y su capacidad para expresarlos. Estoy dispuesta a admitir que su condescendiente reserva hacia mí fuera un artificio, aun cuando el hecho de que hubiera adoptado aquella actitud, como desquite, desde el día en que destrocé su pistola de agua le daba, a mi juicio, visos de autenticidad. Pero tan falsa era su pose de niño alegre y jovial, un poco travieso, como la de escolar serio y aplicado. Kevin era un trilero, sólo que, en su caso, no había nada debajo de ninguno de los tres cubiletes.
Releo lo que he escrito hasta ahora, y me doy cuenta de que resumo terriblemente casi siete años de nuestra vida en común y, sobre todo, de que la mayor parte de ese resumen está dedicada a Celia. Lo cual me avergüenza, de verdad. Pero lo cierto es que, aunque puedo recordar cómo celebramos todos los aniversarios de Celia durante ese espacio de tiempo, mis recuerdos de Kevin entre los ocho y los catorce años son más bien borrosos.
Evidentemente, algo recuerdo; en especial, mi desastroso intento por contagiaros a ti y a Kevin el entusiasmo por mi vida profesional llevándoos a Vietnam poco después de que nuestro hijo cumpliera los trece años (Celia era aún demasiado pequeña, recuerda, y se quedó con mi madre). Elegí a propósito ese país porque es un lugar que para cualquier estadounidense, o, al menos, para los de mi generación, tiene una profunda significación, lo cual impide verlo como un destino turístico más, dejado de la mano de Dios, que es la sensación habitual de quien visita por primera vez un país extranjero; una sensación que haría, sin duda, fácil presa en Kevin. Pero, además, Vietnam acababa de abrirse al turismo, y no pude resistirme a la tentación de aprovecharme de aquella oportunidad de conocerlo. Reconozco, con todo, que este sentimiento de proximidad, de intimidad culpable con los campos de arroz y las ancianas campesinas de rostros surcados de arrugas y tocadas con sus sombreros cónicos de paja, era mucho más tuyo y mío de lo que hubiera podido comprenderlo Kevin. Me había manifestado contra la guerra en Washington cuando tenía veintitantos años, mientras tú intentabas —sin éxito— que la oficina de reclutamiento te aceptara como soldado a pesar de tener pies planos; todavía pasados tres años de la caída de Saigón seguíamos manteniendo tú y yo, cuando nos encontrábamos, apasionadas y largas discusiones acerca de la guerra. Kevin, naturalmente, no contaba con esta clase de referencias, así que, a pesar de mis buenos propósitos en sentido contrario, al final acabé llevándolo a rastras a un país como cualquier otro, dejado de la mano de Dios. Aun así, jamás olvidaré la punzante humillación que sentí cuando nuestro hijo —tras dar un rápido vistazo a la situación— se adentró en el mar de motocicletas que tenía delante en Hanoi sorteándolas y gritando a los «amarillos» que se apartaran de su camino.
Sin embargo, hay otro recuerdo que destaca nítidamente de esa confusión, y no es, Franklin, un ejemplo insignificante más, y calumnioso, de que nuestro hijo hubiera nacido sin entrañas.
Me refiero a las dos semanas que pasó enfermo cuando tenía diez años. Por un momento, el doctor Goldblatt temió que se tratara de meningitis, pero una dolorosísima punción de la médula espinal demostró lo contrario. A pesar de su inapetencia, Kevin era, en general, un niño sano, por lo que aquélla fue la única experiencia de verlo tanto tiempo en cama.
De hecho, lo primero que me hizo pensar que estaba enfermo fue advertir que ya no mostraba aquel desdén burlón con que solía rechazar mis comidas: simplemente, miraba el plato y parecía hundirse, abatido. De hecho, puesto que estaba acostumbrado —como su propia madre— a luchar contra sus impulsos como algo externo a él, se esforzó incluso en tragarse un plato de mi sarma de cordero, pero acabó rindiéndose. Ya no se ocultaba en los rincones oscuros ni recorría el pasillo con paso autoritario y marcial, sino que iba de un lado para otro apoyándose en los muebles. La expresión rígida de su rostro se suavizó y perdió aquella media sonrisa torcida habitual en él. Al final, me lo encontré acurrucado en la alfombra armenia manchada de tinta de mi despacho, sin poder valerse, y me llevé la sorpresa de ver que no oponía ninguna resistencia cuando lo levanté y lo llevé a su cama. Más aún, Franklin: ¡me rodeó el cuello con los brazos!
Ya en su dormitorio, dejó que le quitara la ropa y, cuando le pregunté qué pijama quería ponerse, en lugar de entornar los ojos y responder me da igual, reflexionó un momento y susurró en voz baja: «El de astronauta. Me gusta ese que lleva un mono dentro de un cohete espacial». Era la primera vez que le oía decir que le gustaba una prenda concreta de su armario. Y, cuando descubrí, con consternación, que se trataba precisamente del que tenía en el cesto de la ropa sucia y lo saqué enseguida de allí para correr a mostrárselo y prometerle que al día siguiente lo tendría limpio y planchado, me esperaba un «¡No te molestes!», pero en lugar de eso le oí decir, también por primera vez, una simple palabra: «Gracias». Después, al arroparlo, se acurrucó gustosamente con la manta hasta la barbilla y, cuando deslicé el termómetro entre sus labios rojos por la fiebre —todo su rostro presentaba síntomas evidentes de fiebre—, chupó el tubito de vidrio con suaves y rítmicas contracciones como si, finalmente, a los diez años, hubiera aprendido a mamar. Su temperatura era alta para un niño —casi 38 grados y medio—, y cuando le pasé por la frente un paño húmedo, lo oí ronronear.
No sabría decir si los rasgos característicos de nuestra personalidad disminuyen o aumentan cuando estamos enfermos. Pero debo reconocer que aquel notable periodo de dos semanas fue para mí una revelación. Cuando me sentaba en el borde de su cama, Kevin descansaba su coronilla en mi muslo hasta que, tras tentar a la suerte un par de veces, me convencí de que no sería rechazada y le levantaba la cabeza para apoyarla en mi regazo; entonces él se agarraba a mi jersey. En varias ocasiones tuvo ganas de vomitar sin tiempo para ir al baño; pero cuando limpié la vomitona y le dije que no se preocupara, no mostró ni rastro de aquella autocomplacencia suya de la vieja fase del cambio de pañales, sino que gimoteó diciendo que lo sentía muchísimo y pareció realmente avergonzado, a pesar de mis esfuerzos por quitarle importancia a la cosa. Ya sé que todos nos transformamos de una manera u otra cuando nos sentimos enfermos, pero Kevin no estaba meramente malhumorado o harto de guardar cama, sino que parecía una persona distinta del todo. Y fue así como comprendí cuánta energía y dedicación debía de costarle ser otro niño (u otros niños) el resto del tiempo. Hasta tú no habías podido menos que reconocer que Kevin se mostraba un poco «hostil» hacia su hermana, pero cuando ésta, que apenas tenía dos años, entró en su habitación caminando casi de puntillas, dejó que le aplicara en la frente unos paños húmedos. Y cuando le ofreció los dibujos que había hecho para desearle un pronto restablecimiento, no los rechazó por considerarlos bobadas ni aprovechó la oportunidad para decirle, como habría hecho en caso de encontrarse bien, que lo dejara en paz, sino que se esforzó para decirle, con voz débil: «Es un dibujo muy bonito, Celia. ¿Por qué no me haces otro?». Yo pensaba que el extravagante tono emocional que lo había caracterizado desde su nacimiento era algo inmutable, consecuencia de la cólera o el resentimiento, con meras variaciones de grado. Pero me asombró descubrir, por debajo de los diferentes niveles de su permanente mal humor, un fondo de desesperación. Kevin no estaba loco. Estaba triste.
La otra cosa que me sorprendió fue su curiosa aversión a estar contigo. Puede que no lo recuerdes, porque, tras haberte rechazado un par de veces —alegando, cuando aparecías, que tenía sueño, o dejando caer al suelo en silencio, con gesto de cansancio, la valiosa colección de tebeos que le regalaste—, te sentiste ofendido hasta el extremo de realizar sólo cortísimas visitas a su habitación. Tal vez se sentía incapaz de adoptar el tono de entusiasmo que utilizaba cuando te decía «¡Fenómeno, papá!» mientras jugabais con el disco volador los sábados por la tarde; pero, de ser así, ello indicaba que, si empleaba contigo aquel tono jovial, era porque lo consideraba una obligación. Te consolé diciéndote que todos los chicos prefieren a sus madres cuando están enfermos, pero, aun así, te sentiste un poco celoso. Kevin rompía las normas, alteraba el equilibrio. Celia era mía, y Kevin, tuyo. Tú y Kevin estabais muy unidos, él confiaría en ti y se apoyaría en ti en los momentos difíciles. Pero pienso que, precisamente, la razón de que rechazara tu compañía durante su enfermedad eran tus insistentes, abrumadoras, exigentes, cameladoras y exageradamente amistosas manifestaciones de paternidad. Eran demasiado para él. Y en aquellos momentos carecía de energías; pero no para darte la intimidad que deseabas, sino para resistirse a ella. Kevin se había inventado una personalidad para ti, y en lo más íntimo de aquella generosa invención debió de haber un profundo y acuciante deseo de complacerte. Pero ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez en la decepción que debió de sentir cuando te vio aceptar el señuelo como la realidad?
La segunda invención para cuya conservación le faltaron las energías entonces fue la de su apatía, por más que cabría pensar que ésta habría sido muy natural durante una enfermedad. Pero el caso es que, en aquel mar de indiferencia, comenzaron a emerger minúsculos islotes de tímido deseo, igual que emergen pequeñas extensiones de suelo seco calentado por el sol en la bajamar, cuando retroceden las frías aguas. En cuanto pudo retener la comida en el estómago, le pregunté qué le apetecía, y confesó que le gustaba mi guiso de almejas; llegó hasta el punto de reconocer que lo prefería con salsa de leche que de tomate. Me pidió incluso una loncha de ketah bien tostado, cuando hasta entonces había rechazado con desdén la comida armenia. Confesó que sentía debilidad por uno de los destrozados peluches de Celia (el gorila), que ésta le entregó solemnemente para que lo pusiera en su almohada, como si aquel humilde primate hubiera recibido un inmenso honor; y, bien mirado, así era. Cuando le pregunté qué quería que le leyera durante las interminables veladas —como es natural, no fui a trabajar a AWAP mientras duró su enfermedad—, noté que no sabía qué responder, pero pienso que fue sólo porque cuando alguno de nosotros había querido leerle antes algún cuento, se había negado a escucharlo. Así que, movida por un presentimiento —pues me parecía una historia atractiva para un chico—, elegí Robin Hood y sus alegres compañeros.
El libro lo entusiasmó. Me pidió que se lo leyera una y otra vez, e incluso se aprendió de memoria pasajes enteros. Aún ignoro si esa historia en concreto hizo mella en él porque se la leí en el momento químicamente perfecto —cuando se sentía lo bastante fuerte para prestar atención, pero demasiado débil todavía para crear a su alrededor un forzado campo de indiferencia— o porque había algo en la naturaleza del libro que captó su imaginación. Como muchos niños que han tenido que unirse a la marcha de la civilización cuando ésta se halla ya muy avanzada, puede que encontrara consuelo en aquellas historias que trataban de un mundo cuya manera de vivir y de sentir podía entender perfectamente: los carros tirados por caballos y los arcos y las flechas resultan comprensibles para un muchacho de diez años. Quizá le gustara aquello de robar a los ricos para ayudar a los pobres porque tuviera un aprecio instintivo por los antihéroes. (O, como apuntaste entonces en broma, tal vez fuera ya un político en ciernes del Partido Demócrata, deseoso de aumentar los impuestos para derrocharlos inmediatamente).
Si nunca olvidaré aquellas dos semanas, igualmente indeleble es para mí el recuerdo de la mañana en que se encontró lo bastante bien para levantarse de la cama, me informó de que quería vestirse por sí solo y me pidió que saliera de su habitación. Obedecí, tratando de ocultar mi decepción; pero, más tarde, cuando volví a preguntarle qué le gustaría comer para almorzar, por ejemplo, mi guiso de almejas otra vez, negó con la cabeza, irritado.
—Cualquier cosa —dijo, el lema, al parecer, de su generación.
—¿Un emparedado de queso gratinado, entonces?
—¡Me la suda lo que me des! —replicó, frase que, por mucho que digan que hoy los niños crecen muy deprisa, siempre me desconcierta cuando la oigo en boca de un chiquillo de diez años.
Me retiré, pues, aunque no sin advertir que su boca había recuperado aquel rictus torcido. Me dije que debería sentirme contenta: Kevin estaba mejor. ¿Mejor? Tal vez, pero no para mí.
Con todo, su fiebre no había sido lo suficientemente alta para agostar y reducir a cenizas la semilla de un pequeño y naciente interés. Lo sorprendí a la semana siguiente leyendo para sí Robin Hood. Después te ayudé a comprarle su primer arco y sus primeras flechas en la tienda de artículos deportivos del centro comercial y a montar la diana en el punto más alto de la pendiente de nuestro jardín trasero; mientras lo hacía, rezaba porque aquel brote de entusiasmo por parte de nuestro primogénito no fuera flor de un día, sino algo duradero. Estaba contentísima.
Eva