Querido Franklin,
No sé por qué, me imagino que te tranquilizará saber que sigo recibiendo el Times. Me da la impresión, sin embargo, de que he trastocado los criterios que me había impuesto para determinar qué secciones valía la pena leer. Las hambrunas y los divorcios de Hollywood me parecen ahora igualmente vitales e igualmente triviales. Por eso, de manera arbitraria, o devoro hasta la última brizna la sopa de papel o tiro el diario, tal como acaba de llegar, al montón que hay junto a la puerta. ¡Cuánta razón tenía en aquella época en la que pensaba que los Estados Unidos podían apañárselas perfectamente sin mí!
Durante las últimas dos semanas lo he tirado sin leer, porque, si no me falla la memoria, la alegre pompa que acompaña a las inauguraciones presidenciales me dejaba fría incluso cuando tenía aversiones y entusiasmos bien definidos. Pero esta mañana, por puro capricho, lo he leído de cabo a rabo, incluido un artículo acerca del exceso de horas extraordinarias que hacen los trabajadores estadounidenses, lo cual tal vez sea realmente interesante, aunque no estoy demasiado segura de que la Tierra de los Libres prefiera el trabajo a la ociosidad. Según he leído, un joven técnico de mantenimiento de líneas eléctricas que estaba a punto de casarse, llevado por su afán de ahorrar dinero para su futura familia, sólo había dormido cinco horas en dos días y medio. Se había pasado veinticuatro horas seguidas subiendo y bajando de postes del tendido eléctrico:
Tras hacer una pausa para desayunar el domingo por la mañana, recibió otra llamada.
A eso del mediodía, se encaramó a un poste de nueve metros de altura, sujeto por su arnés de seguridad, y alargó la mano para asir un cable de 7200 voltios sin haberse puesto previamente los guantes aislantes. Hubo un fogonazo, y el señor Churchill quedó colgando, inmóvil, de su arnés. Su padre, que llegó antes que el camión escalera, pensaba que su hijo aún estaba vivo, y permaneció más de una hora al pie del poste suplicando que alguien bajara el cuerpo del muchacho.
Reconozco que eso de hacer horas extraordinarias ni me va ni me viene; y no tengo amistad con ningún técnico de mantenimiento de líneas eléctricas. Sólo sé que esa imagen del padre suplicando a los mirones, tan impotentes como él, mientras su trabajador hijo era mecido por la brisa igual que un ahorcado hizo que se me saltaran las lágrimas. ¿Por los padres y los hijos? ¿Por la pena y la inútil diligencia? Sí, sin duda. Pero también lloré por el pobre padre de ese joven.
Compréndelo: me han explicado desde que tengo uso de razón que los turcos asesinaron a millón y medio de los míos; que mi propio padre murió en una guerra contra los peores de nosotros, y que en el mismo mes en que nací nos vimos obligados a usar lo peor que teníamos para derrotarlos. Puesto que aquel jueves fue el viscoso postre de ese festín de víboras, no sería nada sorprendente que me hubiera vuelto dura de corazón. Pero, en lugar de eso, me conmuevo con facilidad y soy sensiblera. Quizá, como las esperanzas que tengo puestas en la raza humana son tan bajas, el más mínimo detalle de bondad me abruma por ser, como aquel jueves, absolutamente innecesario. Los holocaustos no me asombran. Ni las violaciones y la esclavitud infantil. Y, aunque sé que te pasa lo contrario, Franklin, Kevin tampoco me asombra. Me asombra que se me caiga un guante en la calle y un adolescente corra dos manzanas detrás de mí para devolvérmelo. Y me asombra que la cajera de un supermercado me devuelva el cambio con una amplia sonrisa aunque la haya mirado con cara de palo. Me asombran las carteras perdidas remitidas por correo a sus propietarios, los extranjeros que te dan meticulosas indicaciones para guiarte cuando les preguntas por una dirección, los vecinos que riegan las plantas de la casa de al lado… Y Celia me asombró.
Tal como me ordenaste, no volví a plantearte aquel tema. Y no me causó ningún placer engañarte. Pero aquella sobrenatural certeza que cayó sobre mí, igual que un banco de niebla, en agosto ya no volvió a levantarse, y no me dejaste otra elección.
A Kevin le habían quitado el yeso dos semanas antes, pero fue el accidente de bicicleta de Trent Corley lo que hizo que dejara de sentirme culpable. Como lo oyes. No había ninguna equivalencia entre lo que había hecho y lo que pensaba hacer —que era totalmente irracional—, pero aun así me pareció haber dado con el antídoto o la penitencia perfectos. Me sometería a la prueba. Y eso que no estaba segura, ni mucho menos, de poder aguantar una segunda sesión.
No te pasó inadvertido que me había vuelto «una especie de bestia en celo», y pareció encantarte la recuperación de un deseo sexual que, aunque nunca lo reconocimos abiertamente, por desgracia había menguado mucho. Como era corriente que uno de los dos bostezara de modo teatral antes de irnos a la cama y dijera que estaba «un poco cansado», pasamos sin darnos cuenta de hacer el amor casi cada noche al término medio norteamericano de una vez por semana. Mi renacida pasión no era una artimaña. Hacía años que no te deseaba tanto, y cuanto más nos amábamos, más insaciable me sentía durante el día; incapaz de permanecer sentada quieta ante mi escritorio, tenía que acariciarme con un lápiz la cara interna de los muslos. También me alegraba comprobar que aún no habíamos caído irremediablemente en esa rutina mecánica de la hora de irse a la cama que lleva a tantos cónyuges a lanzarse en los brazos de desconocidos a la hora del almuerzo.
Porque, desde que teníamos a un niño durmiendo al otro lado del pasillo, bajabas tanto la voz en la cama, que a menudo tenía que interrumpirte: «¿Qué? ¿Cómo dices?». Decir procacidades por señas era un esfuerzo demasiado grande, y, al cabo, los dos nos retiramos a nuestros cines sexuales privados. Sin la gracia que les daban tus improvisaciones —y, ciertamente, tenías un talento para la depravación que es una vergüenza que se haya perdido—, mis fantasías sexuales habían llegado a aburrirme, por lo que las había sustituido por imágenes variables, rara vez eróticas en sentido estricto, pero en las que siempre predominaban unos tonos y unas texturas determinados. Con el tiempo, sin embargo, esas imágenes se habían vuelto corrosivas, como fotografías en primer plano de costras, o ilustraciones geológicas de magma solidificado. Otras noches, en cambio, me asaltaban fogonazos de pañales sucios de mierda o de duros testículos que aún no habían descendido; creo que todo esto te ayudará a comprender por qué también contribuí a que nuestra actividad amatoria se redujera a la media de una vez por semana. Pero tal vez lo peor de todo fuera que los vibrantes tonos rojos y azules que traspasaban mi cabeza cuando nos amábamos en los tiempos en que no teníamos hijo habían ido enturbiándose y perdiendo su brillo poco a poco, hasta el punto de que la membrana interior de mis párpados adquiría los mismos trazos furiosos y tonos sombríos de los dibujos pegados en la puerta de nuestro frigorífico.
Una vez hube comenzado a dejar mi diafragma en su estuche de color azul cielo, las visiones que se ofrecían a mi mente durante nuestras expansiones amorosas se fueron volviendo más alegres. Mientras que antes mi perímetro visual parecía cerrado, entonces podía divisar grandes distancias, como si estuviera oteando el paisaje desde el monte Ararat o cruzando el Pacífico en un planeador. Contemplaba largos pasillos cuyo piso de mármol, iluminado por la luz del sol, que entraba a raudales por los ventanales situados a ambos lados, rielaba sin cesar con un brillo cegador hasta perderse en el punto de fuga. Todo cuanto veía era resplandeciente: vestidos de novia, paisajes con blancas nubes, campos de edelweiss… No te rías de mí, por favor… Ya sé que todo eso suena a paisaje de fondo de anuncio. Pero era hermoso. Y, por fin, me sentía embelesada. Mi mente se abría, mientras que antes tenía la impresión de estar hundiéndome de cabeza en una sima cada vez más angosta, en un agujero cada vez más negro. Esas visiones, que parecían proyectarse en una enorme pantalla, no estaban difuminadas o desenfocadas, sino que eran tan detalladas y nítidas que podía recordarlas cuando estaba despierta. Dormía igual que un bebé. O, más bien, igual que algunos bebés, como no tardaría en descubrir.
Obviamente, no estaba en mi etapa más fértil, por lo que me costó casi un año conseguirlo. Pero, cuando por fin tuve una falta, al otoño siguiente, me puse a cantar. En esa ocasión no salió de mis labios música de películas, sino las canciones populares armenias que le había oído cantar a mi madre cuando nos acunaba a Giles y a mí y cuando nos metía en la cama por la noche, como «Soode soode». («¡Es mentira, es mentira, es mentira, todo es mentira; en este mundo todo es mentira!»). Al descubrir que había olvidado parte de la letra, le telefoneé y le pedí que me la escribiera. La encantó complacerme, pues, para ella, era aún la niña pequeña y obstinada que rechazaba sus clases de armenio como unos fastidiosos deberes extra para hacer en casa después de la escuela; así que me envió mis favoritas: «Kele kele», «Kujn ara» y «Gina gina», de Komitas Vardapet, que me escribió con pluma y en tinta verde en una de sus felicitaciones dibujadas a mano, en la que había escenas de una aldea montañesa y motivos tomados de alfombras armenias.
Kevin advirtió mi transformación y, del mismo modo que no parecía haber disfrutado al ver arrastrarse a su madre por toda la casa como un gusano, no pareció alegrarlo verla salir de su capullo convertida en mariposa. Unas veces se mostraba hosco y criticón: «Cantas desafinando», y otras atrabiliario y ordenancista, y entonces me repetía una frase oída en su escuela primaria multiétnica: «¿Por qué no hablas en inglés?». Le dije, como si fuera la cosa más natural del mundo, que los cantos populares armenios eran polifónicos, y, cuando fingió entenderlo, le pregunté si sabía el significado de esa palabra. «Quiere decir estúpidos», fue su respuesta. Me ofrecí entonces a enseñarle un par de canciones armenias; «Tú también eres armenio», le recordé, y me replicó: «¡Soy norteamericano!». Dijo esa obviedad con retintín, igual que si hubiera afirmado: «¡Soy una persona, no un oso hormiguero!».
Algo pasaba. Mami ya no se mostraba deprimida, ni arrastraba los pies, ni hablaba con voz lacrimosa; ni siquiera era la misma mami de antes del brazo roto: aquella mujer enérgica, más bien apegada a los formalismos, que caminaba por los senderos de la maternidad como un soldado desfilando. No, la nueva mami realizaba sus tareas como un arroyo burbujeante, y todas las piedras que arrojaban a sus remolinos caían al fondo haciendo un ruidito inofensivo. Enterada, por su hijo, de que éste pensaba que sus compañeros de segundo de primaria eran unos «subnormales» y de que «ya sabía» todo lo que estudiaban en la escuela, la nueva mami no le dijo en tono de reproche que pronto descubriría que no lo sabía todo, ni lo conminó a no volver a pronunciar jamás la palabra «subnormal». Se limitó, simplemente, a reírse.
Aunque alarmista por naturaleza, por aquel entonces ni siquiera me turbaba la escalada de amenazas que lanzaba el Departamento de Estado tras la invasión de Kuwait por Irak.
—Solías tomarte esas cosas a la tremenda —me comentaste en noviembre—, ¿no estás preocupada?
Pues no. No me preocupaba nada.
Después de mi tercera falta, Kevin comenzó a acusarme de estar engordando. Clavaba su dedo en mi vientre, y se burlaba:
—¡Te estás poniendo como una foca!
Y yo, antaño siempre preocupada por mi silueta, admitía alegremente:
—¡Es verdad! ¡Mami es una gran foca!
—Diría que has aumentado un poco de cintura, ¿sabes? —observaste por fin cierta noche de diciembre—. Quizá deberíamos comer menos féculas, ¿no crees? Tampoco me vendría mal perder un par de kilos.
—Mmmm —canturreé, y casi tuve que taparme la boca con el puño para que no se me escapara la risa—. No me preocupa ganar un poco de peso. Así resultaré más atractiva.
—¡Jesús! ¿Qué es esto? ¿La madurez? Normalmente, si te hubiera sugerido que habías engordado veinte gramos, te habrías puesto como una mona. —Acabaste de lavarte los dientes y viniste a reunirte conmigo en la cama. Tomaste tu novela de misterio, pero te limitaste a darle unos golpecitos en la tapa y deslizaste tu otra mano hacia uno de mis turgentes pechos—. Tal vez tengas razón —murmuraste—. Una Eva más gordita resulta muy sexy. —Después dejaste caer el libro al suelo, te volviste hacia mí y enarcaste una ceja al tiempo que me preguntabas—: ¿Te lo has puesto?
—Mmmm —canturreé de nuevo, en tono de afirmación.
—Tienes hinchados los pezones —observaste tras lamérmelos—. ¿Te ha de venir la regla? Diría que se te ha retrasado un poco…
De pronto, tu cabeza se inmovilizó entre mis pechos. Te incorporaste. Me miraste a los ojos con una expresión terriblemente seria. Y, al punto, palideciste.
El corazón me dio un vuelco. Parecía que iba a ser peor de lo que imaginaba.
—¿Cuándo pensabas decírmelo? —me preguntaste con severidad.
—Pronto. Quiero hacerlo desde hace semanas, de veras. Pero nunca encontraba el momento adecuado.
—No me extraña —asentiste—. ¿Confiabas en tener alguna excusa para soltármelo como un hecho accidental?
—No, no fue un accidente.
—Pensaba que ya lo habíamos hablado.
—Eso es, precisamente, lo que no hicimos: hablarlo. Me largaste una filípica. No quisiste escucharme.
—Y por eso tú seguiste adelante con un fait accompli…, como una especie de trágala. Como si no tuviera nada que ver conmigo.
—Tiene todo que ver contigo. Pero yo tenía razón y tú estabas equivocado —dije enfrentándome a ti abiertamente. No sé si se te ocurrió pensarlo, pero allí éramos dos contra uno.
—Es la cosa más presuntuosa… más arrogante…, que has hecho nunca.
—Sí, supongo que sí.
—Bien, ahora que ya no importa lo que yo piense, ¿vas a explicarme de qué va todo esto? Te escucho.
No parecías tener realmente intención de escucharme.
—Tengo que averiguar algo.
—¿Qué? ¿Hasta dónde puedes tensar la cuerda antes de que yo diga basta?
—Algo acerca de… —Decidí no excusarme por expresarlo así—. Acerca de mi alma.
—¿Cabe alguien más en tu universo?
Incliné la cabeza.
—Me gustaría que sí.
—¿Y qué hay de Kevin?
—¿Kevin? ¿Qué ocurre con Kevin?
—Va a ser muy duro para él.
—He leído en alguna parte que otros niños tienen hermanos y hermanas.
—No te pases de lista, Eva. Sabes que está acostumbrado a recibir toda nuestra atención.
—Lo que equivale a decir que es un consentido. O que podría llegar a serlo. Probablemente, tener un hermano será lo mejor para él.
—Un pajarito me dice que no le gustará.
Hice una pausa y pensé que, tras apenas cinco minutos de hablar acerca de mi nuevo embarazo, nuestro hijo volvía a ser el centro de todo.
—Quizá sea bueno también para ti. Para nosotros dos.
—Es una típica respuesta de consultorio sentimental. La mayor estupidez que puede hacerse para consolidar un matrimonio que se tambalea es tener un bebé.
—¡Ah! ¿Se tambalea nuestro matrimonio?
—Tú lo zarandeas —me replicaste furioso, y te apartaste de mí para dejarte caer en tu lado de la cama.
Apagué la luz y me hundí en la almohada. No nos tocábamos. Me puse a llorar. Sentir tus brazos a mi alrededor fue un alivio tan grande, que todavía lloré más.
—¡Venga! —me dijiste—. ¿De verdad pensabas…? ¿Has esperado tanto a decírmelo para que fuera demasiado tarde? ¿Pensabas realmente que te pediría una cosa así? ¿Tratándose de nuestro propio hijo?
—¡Pues claro que no! —resoplé.
Pero, cuando me calmé, te mostraste más severo.
—Mira… Pasaré por esto, pero sólo porque no tengo otro remedio. Ahora bien, Eva, tienes cuarenta y cinco años. Prométeme que te harás esa prueba.
La «prueba» en cuestión sólo tenía sentido si estábamos dispuestos a tomar medidas radicales en caso de que su resultado fuera negativo. Con nuestro propio hijo. No era extraño que hubiera retrasado todo lo posible el momento de decírtelo.
No me hice la prueba. Te dije que sí, claro, y mi nueva ginecóloga —una mujer encantadora— se ofreció a hacérmela; pero, al contrario que la doctora Rhinestein, no parecía considerar a las mujeres embarazadas una propiedad pública, y no me presionó al respecto. Me dijo, en cambio, que esperaba que estuviera preparada para amar y cuidar siempre a la persona que trajera al mundo; sin importarme cómo fuera, supongo que quiso decir. Le respondí que no tenía ideas románticas acerca de las compensaciones de educar a un hijo discapacitado. Pero que, probablemente, era demasiado estricta acerca de qué —y a quién— elegía amar. Por eso necesitaba confiar. Por una vez, dije. Necesitaba tener fe ciega en… —preferí no decir en la vida, o en el destino, o en Dios—, en mí.
Jamás hubo la menor duda de que nuestro segundo hijo era mío. En consecuencia, no mostraste, en absoluto, aquella actitud de propietario que tiranizó mi embarazo de Kevin. Cargaba con mis bolsas de la compra. No le hacía ascos al vino tinto, que continué bebiendo con sensatez, moderadamente. Incluso aumenté mi régimen de ejercicio físico, que incluía correr, gimnasia y algo de squash. Nuestro acuerdo no era menos claro por el hecho de ser tácito: lo que hiciera con mi bombo era cosa mía. Me parecía estupendo.
Kevin ya había notado que la perfidia revoloteaba en el ambiente. Se mostraba más retraído que nunca, me observaba a hurtadillas desde los rincones, sorbía el zumo de su vaso como si contuviera arsénico, olisqueaba cautelosamente todo lo que le ponía para comer, y, a menudo, disgregaba sus ingredientes y los extendía, equidistantes, por todo su plato, como si estuviera buscando en ellos trocitos de cristal. Se mostraba muy poco comunicativo con respecto a sus deberes escolares, que protegía de mi curiosidad como un prisionero político que incluyera en su correspondencia la relación en clave de las salvajes torturas que le infligían sus carceleros a fin de ponerlas en conocimiento de Amnistía Internacional.
Pero alguien tenía que decírselo, y pronto. Mi embarazo era cada vez más evidente. Así que te sugerí que aprovecháramos la oportunidad para explicarle algunas generalidades acerca de la sexualidad. Te mostraste reticente.
—Dile, simplemente, que esperas un niño —me sugeriste—. No tiene por qué saber cómo se mete ahí dentro. Sólo tiene siete años. ¿No deberíamos preservar su inocencia algún tiempo más?
Te objeté que era una torpe definición de inocencia la que identifica ignorancia sexual con estar libre de pecado. Y que subestimar los conocimientos de tus hijos en esa materia es uno de los errores más comunes.
Y no me equivocaba. Apenas introduje el tema, mientras preparaba la cena, Kevin me interrumpió, impaciente.
—¿Hablas de follar, no?
Ciertamente, los alumnos de segundo de primaria ya no son lo que eran.
—Es mejor que lo llames hacer el amor, Kevin. Esa palabra que has dicho podría ofender a algunas personas.
—¡Pero si todo el mundo la dice!
—¿Sabes qué significa?
Kevin puso los ojos en blanco y dijo, en tono cansino:
—Que el tío mete la polla en el coño de la tía.
Le expliqué entonces todas aquellas sandeces a propósito de «semillitas» y «huevos» que sólo habían servido para persuadirme, cuando era niña, de que hacer el amor era algo intermedio entre plantar patatas y criar pollos. Kevin no mostró el más mínimo interés.
—Todo eso ya lo sabía.
—¡Qué raro! —murmuré—. ¿Quieres preguntarme algo?
—No.
—¿Nada? Recuerda que siempre puedes preguntarnos, a mí o a papá, cualquier cosa que no entiendas acerca de los niños y las niñas, o de la sexualidad, o de tu cuerpo…
—Creí que ibas a contarme algo nuevo —dijo mientras fruncía el ceño, y salió de la cocina.
Por mi parte, me sentí extrañamente avergonzada. Le había hecho concebir unas esperanzas que inmediatamente había defraudado. Cuando me preguntaste cómo había ido la conversación, te dije que bien, creo; quisiste saber si se había mostrado asustado, incómodo o confuso, a lo que te respondí que, en realidad, me había parecido indiferente. Te reíste al oírme añadir, en tono de queja:
—Si eso no le interesa, ¿qué le interesará?
Sin embargo, la segunda entrega de nuestra charla sobre los Misterios de la Vida resultó ser la más difícil.
—Kevin, ¿recuerdas de qué hablamos anoche? —empecé a decirle la tarde siguiente—, ¿de hacer el amor? Bueno, pues papi y mami también lo hacen a veces.
—¿Para qué?
—En primer lugar, queríamos tenerte para que nos hicieras compañía. ¿No te gustaría tener a alguien que te hiciera compañía? ¿No has deseado nunca tener a alguien en casa con quien poder jugar siempre que quisieras?
—No.
Me acerqué a la mesita de centro donde Kevin rompía sistemáticamente, uno tras otro, sus lápices de colores de cera.
—Bueno, pues vas a tener compañía. Un hermanito o una hermanita. Verás cómo te gustará.
Me lanzó una larga y hosca mirada, pero no pareció demasiado sorprendido.
—¿Y si no me gusta?
—Con el tiempo, te acostumbrarás.
—Que te acostumbres a algo no significa que te guste —añadió mientras rompía el lápiz de color magenta—. Tú te has acostumbrado a mí.
—¡Sí! —asentí—. ¡Y en unos pocos meses todos nos habremos acostumbrado al nuevo niño!
Cuanto más cortos son los fragmentos de un lápiz de cera, más difícil resulta romperlos, y los dedos de Kevin luchaban entonces contra un trozo que se le resistía especialmente.
—Lo lamentarás —dijo.
Finalmente, consiguió partirlo en dos.
Intenté que eligiéramos juntos los posibles nombres de la criatura, pero te mostraste indiferente; había estallado ya la guerra del Golfo, y era imposible distraer tu atención de la CNN. Cuando Kevin se arrellanaba a tu lado en el estudio, observé que todo aquel rollo juvenil de generales y pilotos de combate no cautivaba más su atención que la cantilena del abecedario; en cambio, mostró un precoz interés por la naturaleza de las bombas atómicas. Impaciente por la lenta marcha de las acciones militares montadas como espectáculo televisivo, gruñía:
—No entiendo por qué Colin Powell no acaba con esa gentuza, papá. ¡Tiene que tirarles una bomba atómica! ¡Así aprenderán esos iraquíes de mierda quién manda!
Esas opiniones te parecían adorables.
Decidida a jugar limpio contigo, te recordé nuestro viejo pacto y, en consonancia, me ofrecí a que nuestro segundo hijo llevara tu apellido, Plaskett. Rechazaste esa posibilidad alegando que te parecía ridicula, pero sin apartar la vista de la pantalla, en la que aparecía la llegada a su blanco de un misil Patriot. ¿Dos niños con diferentes apellidos? La gente pensaría que uno de ellos era adoptado. En cuanto a los nombres propios, te mostraste también indiferente.
—El que tú quieras, Eva —dijiste al tiempo que hacías con la mano aquel gesto tuyo tan característico—. El que te parezca estará bien para mí.
De modo que, si era niño, escogí Frank. En el caso de que fuera niña, rechacé deliberadamente Karru o Sophia, que pertenecían al vencido clan de mi madre, y busqué un nombre bonito entre los vencidos de tu clan.
La muerte de tu tía Celia, la hermana pequeña y sin hijos de tu madre, fue un duro golpe para ti cuando tenías doce años. Tía Celia, que visitaba tu casa muy a menudo, era muy bromista, y le encantaba juguetear con las ciencias ocultas: te regaló una bola ocho mágica para adivinar el futuro, y organizaba contigo y tu hermana sesiones de espiritismo a oscuras que os hacían disfrutar muchísimo; sobre todo, porque vuestros padres las desaprobaban. Había visto fotos suyas, y me parecía que su boca, grande y de labios finos, era descorazonadoramente vulgar; en cambio, tenía unos ojos claros y penetrantes, en los que se apreciaba una mezcla de valentía y temor. De espíritu aventurero, como yo, pereció joven y soltera durante una ascensión al monte Washington en compañía de un apuesto escalador en quien tenía puestas grandes esperanzas; su grupo se vio sorprendido por una imprevista tormenta de nieve, y murió de hipotermia. Pero desdeñaste con irritación aquel tributo mío a su memoria, como si tratara de hechizarte con los recursos sobrenaturales de tu tía Celia.
Mi segundo embarazo no tuvo tantas cortapisas como el primero, y, con Kevin en segundo de primaria, pude dedicarme bastante a las guías AWAP. Además, como llevaba en mi seno a un nuevo hijo, me sentía acompañada, y, si hablaba en voz alta cuando tú buscabas exteriores y Kevin estaba en la escuela, no tenía la sensación de hablar sola.
Ni que decir tiene que la segunda vez todo resulta más fácil. Tuve el buen criterio de optar por la anestesia, aunque, cuando llegó el momento del parto, Celia resultó ser tan pequeñita que, probablemente, hubiera podido parirla sin que me la aplicaran. Por otra parte, sabía que no podía esperar que su nacimiento estableciera entre las dos una especie de cegadora fusión mental telepática. Un bebé es un bebé, un verdadero milagro, sin duda, pero pedirle que en el momento de venir al mundo provoque en su madre semejante transformación mental era imponer una carga excesiva tanto a aquel aturdido montoncito de carne como a una agotada madre de mediana edad. Así y todo, cuando insistió en presentarse el 14 de junio, con dos semanas de antelación a lo previsto, no pude menos que inferir ciertas ganas de nacer por su parte, de la misma manera que había interpretado como renuencia por parte de Kevin su retraso de una quincena.
¿Tienen sentimientos los bebés incluso en su primer instante de vida? A juzgar por mi modesto estudio de ambos casos, pienso que sí. Aún carecen de nombres para definirlos, y, al no tener etiquetas con las que distinguirlos unos de otros, tal vez vivan en una confusión de emociones en la que se mezclen las de signo contrario; soy proclive a angustiarme cuando siento emociones contrapuestas, pero es posible que un bebé no encuentre ningún problema en sentirse atemorizado y seguro al mismo tiempo. Además, en el preciso instante en que han nacido mis dos hijos he podido discernir en ellos un tono emocional dominante, al igual que es posible distinguir la nota más aguda de un acorde o el color que predomina en el fondo de un lienzo. En el caso de Kevin, la nota fue el sonido estridente de un silbato de los que usan las mujeres para denunciar que son víctimas de una agresión; el color, el rojo pulsante de la sangre arterial, y la emoción dominante, la ira. Y, puesto que le resultaba imposible soportar la intensidad y la persistencia de esa ira, a medida que se fue haciendo mayor aquella nota se transformó gradualmente en un sonido parecido al de la alarma de un coche que sonara sin cesar; el color del fondo se hizo cada vez más espeso, hasta coagularse en el violeta oscuro del hígado, y la emoción dominante pasó de la ira inicial a un resentimiento intenso y constante.
En cambio, cuando nació Celia, por más que su rostro sanguinolento recordara el color de la remolacha, su aura era de color azul celeste. Y volvió a envolverme aquella claridad azulada, de cielo sin nubes, que me arropaba cuando hacíamos el amor. No lloró al nacer y, si emitió algún sonido descriptible, diría que fue una suave melodía, como la que emitiría un solitario andarín que disfrutara dando un paseo muy lejos de su hogar y creyera que nadie lo escuchaba, la cual se elevaba y descendía siguiendo los accidentes del camino. Por otra parte, si tuviera que definir la emoción que emanaba de aquella criatura que aún tenía los ojos cerrados —sus manitas no intentaban agarrar el aire, sino que lo exploraban asombradas, y su boca, una vez guiada al pezón, se ponía a chupar de inmediato—, diría que era gratitud.
No estoy segura de que captases inmediatamente la diferencia, aunque, una vez que Celia estuvo alimentada, limpia y enfajada, te la tendieron, y te apresuraste a devolvérmela. Tal vez siguieras irritado por mi presunción, y quizá el hecho de que tu nueva hija fuera tan perfecta te irritara aún más, pues era la prueba viviente de que mi engaño estuvo plenamente justificado. En cualquier caso, los años venideros confirmarían mi intuición inicial: eras capaz de ver la diferencia, y esa diferencia te ponía furioso. Te imagino mostrando una resistencia similar si, después de vivir durante años en nuestra presuntuosa y horrible casa soñada, dieras de pronto con una mansión victoriana, con mecedora en el porche, montaplatos y balaustrada de caoba, y te enteraras de que estaba en venta. Seguro que desearías no haberla visto nunca y que sentirías un poco de odio hacia ella. Pero, al volver a nuestra vulgar catedral de teca, se te caerían las vendas de los ojos y la verías como lo que era en realidad: un pretencioso amasijo de horrores, y a partir de entonces tu extraordinaria capacidad para el redondeo quedaría mermada para siempre.
Ésa es la única explicación que se me ocurre de tu frialdad, puesto que la cogías en brazos lo menos posible e incluso evitabas dirigirle esas largas y enternecedoras miradas durante las cuales, según Brian, un padre se enamora. Pienso que Celia te inspiraba temor. Y que manifestar que te sentías atraído por ella te habría parecido una traición.
El parto fue tan sencillo que sólo estuve una noche en el hospital de Nyack, y al día siguiente viniste con Kevin para llevarnos a casa. Estaba nerviosa, pues comprendía lo irritante que debía de ser para un primogénito ver invadido su territorio por una cría que ni siquiera sabía hablar. Pero cuando Kevin entró detrás de ti en la habitación del hospital, no tuvo la reacción de lanzarse contra mi hijita con una almohada para asfixiarla mientras la amamantaba. Lucía una camiseta en la que se leía YO SOY EL HERMANO MAYOR, con una cara sonriente en cada una de las oes —los pliegues perfectamente marcados aún, y la etiqueta con el precio en el cuello, revelaban que era una compra de último minuto realizada por ti en la tienda de regalos del vestíbulo del hospital—; tras atravesar la habitación arrastrando los pies, pasó al otro lado de la cama, sacó una zinnia del ramo que me habías dejado junto a la cabecera y se dedicó a arrancarle los pétalos uno tras otro. Tal vez fuera lo mejor que Celia le pareciera, simplemente, una lata.
—Kevin —le dije—. ¿No quieres ver a tu hermanita?
—¿Para qué? —me respondió con un suspiro de cansancio—. Vendrá a casa con nosotros, ¿no? Así que la veré cada día.
—Ya. ¿No quieres saber cómo se llama, por lo menos? —Aparté suavemente al bebé de aquel pecho por el que Kevin había mostrado siempre tan escaso interés, aunque la pequeña acababa de empezar a mamar. En casos así, la mayoría de los bebés llorarían, pero desde el principio Celia se tomó siempre cualquier privación como algo natural, y aceptó, con los ojos muy abiertos por la sorpresa, las pequeñas contrariedades de la vida. Tiré de la sábana y sostuve en alto a la niña para que Kevin la viera—. Esta es Celia, Kevin. Sé que debes de encontrarla un poco aburrida, pero seguro que, cuando sea un poco mayor, será tu mejor amiga.
Me pregunté si sabría qué era tener amigos. Nunca había traído a casa a ningún compañero de colegio.
—Quieres decir que la tendré todo el día pegada a mí fastidiándome. Ya lo he visto. ¡Menuda lata!
Agarraste los hombros de Kevin por detrás y le diste un cordial meneo mientras su rostro se contraía en una mueca de repulsión.
—Bueno, ésa es una de las pegas de ser el hermano mayor —le dijiste—. Lo sé de sobras, porque también tengo una hermana pequeña. ¡Jamás te dejan solo! ¡Quieres jugar con tus coches, y no paran de incordiarte para que juegues con muñecas!
—¡Yo jugaba también con coches! —exclamé al tiempo que te fulminaba con la mirada; en cuanto llegáramos a casa, hablaríamos muy seriamente de tu retrógrada manera de entender los papeles sociales del hombre y la mujer. Era una lástima que, a pesar de llevaros tan poco tiempo, tú y tu hermana Valerie, una niña repipi convertida en mujer mandona, obsesionada por el corte de sus vestidos y que en nuestras breves visitas a Filadelfia se empeñaba en organizamos visitas a lugares históricos, nunca hubierais estado demasiado unidos—. No sabes con qué le gustará jugar a Celia, del mismo modo que no puedes estar seguro de que a Kevin no acabe gustándole jugar con muñecas.
—¡Eso nunca! —protestaste alegremente.
—¿Y qué son sus tortugas mutantes ninjas? ¿O su Spiderman? Simples muñecas.
—¡Vaya por Dios, Eva! —murmuraste—. ¿Qué pretendes? ¿Que el niño coja un complejo?
Entretanto, Kevin se acercó a la cama y metió la mano en el vaso de agua que había en la mesita de noche. Mirando con recelo a la pequeña, mantuvo su mano mojada sobre su cabeza y dejó caer sobre ella unas gotas de agua. Celia, desconcertada, hizo un gesto de extrañeza, pero aquel «bautismo» no pareció alterarla. Con el tiempo, llegué a comprender que el hecho de que mi hijita no se quejara o llorara no quería decir nada. Con una extraña expresión de curiosidad clínica en su rostro, Kevin mojó otra vez la mano en el vaso y roció la nariz y la boca de su hermana. Yo no sabía qué hacer. Aquel «bautizo» por parte de Kevin me trajo a la memoria esos cuentos de hadas en los que un pariente ofendido se presenta de pronto junto a la cuna de la princesita y le hace mal de ojo o la maldice. Pero Kevin no le causaba ningún daño, en realidad, y no quise estropear con una reprimenda el momento en que se conocían. Por eso, cuando lo vi sumergir por tercera vez la mano en el agua del vaso, me recosté en la almohada, sequé la carita de la niña con la sábana y la alejé discretamente de su alcance.
—Venga, Kev —dijiste frotándote las manos—. Tu madre tiene que vestirse. ¿Por qué no vamos a ver si encontramos algo realmente grasiento y realmente salado en esas máquinas que hay en el vestíbulo?
Cuando salíamos del hospital, me dijiste que debía de sentirme agotada después de haber pasado en danza toda la noche con la pequeña, y te ofreciste para hacer de canguro mientras yo dormía un rato.
—Te lo agradezco de veras —susurré—, pero no hace falta. Es muy extraño. Me he levantado un par de veces durante la noche para darle de mamar, pero he tenido que poner el despertador. La pequeña no llora, Franklin.
—Ya. Bueno, no esperes que eso dure.
—Nunca se sabe. ¡Los bebés son tan diferentes unos de otros!
—¡Los bebés tienen que llorar! —proclamaste enérgicamente—. ¡Si tienes un niño que no se despierta y se pasa el día entero durmiendo, vigila, no sea que estés criando un felpudo!
Cuando llegamos a casa, advertí que faltaba en la mesita del recibidor el retrato mío enmarcado que me hicieron cuando tenía veintitantos años y que siempre había estado allí. Te pregunté si lo habías cambiado de sitio. Y, como te encogiste de hombros y me respondiste que no, no insistí, pensando que ya aparecería. Pero no apareció. Me llevé un pequeño disgusto, porque ya no tengo, ni muchísimo menos, el aspecto de entonces, y el testimonio de que hubo un tiempo en que tenías un rostro terso y sin arrugas se convierte en algo muy valioso. La foto me la tomó en Amsterdam el capitán de una casa flotante con el que tuve una breve aventura sin complicaciones. La conservaba como un tesoro por la expresión que había captado la cámara en mi rostro: expansiva, relajada, cordial; reflejaba la sencilla satisfacción de poseer todo cuanto le pedía a la vida: el sol que doraba las aguas, un vaso de buen vino blanco y la compañía de un hombre apuesto. En aquel retrato no se advertía la severidad que caracterizaba a la mayoría de mis fotos, en las que el ceño marcado proyectaba sombras sobre mis ojos hundidos en sus cuencas. El capitán me envió la foto por correo, así que no tenía el negativo. ¡Lástima! A lo mejor, mientras estaba en el hospital, Kevin había cogido de la fotografía para clavarle alfileres.
En cualquier caso, no estaba entonces de humor para preocuparme por una chiquillada así. En realidad, y aunque mucho me temo que mi metáfora marcial pueda sonar provocativa, cuando crucé el umbral de nuestro hogar con Celia en brazos, tuve la embriagadora sensación de haber conseguido restablecer el equilibrio de nuestras fuerzas. Estaba lejos de sospechar que, como aliado, una niñita confiada es todavía menos que nada, un mero flanco abierto.
Eva