19 DE ENERO DE 2001

Querido Franklin,

Así que ya lo sabes.

Cuando corrí hacia él, tenía la esperanza de que no se hubiera hecho nada —no se apreciaba señal alguna en su cuerpo— hasta que lo hice rodar sobre sí mismo y pude ver el brazo sobre el que había caído. Su antebrazo debió de chocar con la mesa en que lo cambiaba cuando, como comentaste después bromeando, nuestro hijo realizó su primer intento de levantar el vuelo. Sangraba y lo tenía un poco torcido e hinchado en el centro, donde algo blanco sobresalía de él. Sentí que me mareaba. ¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento muchísimo!, murmuré. Pero, aunque me temblaban las piernas y me embargaba el remordimiento, todavía sentía la embriaguez de un momento que quizá desmienta esa presunta incapacidad mía para comprender lo que ocurrió aquel jueves que tan pagada me hace sentirme de mí misma. Ahora que había pasado, estaba asustada. Pero en el punto culminante de aquel momento experimenté una sensación de inefable felicidad. Al tirar a nuestro hijo igual que si hubiera sido un fardo, sin mirar dónde podía caer, deseosa tan sólo de arrojarlo lejos de mí, me dejé llever irresponsablemente, como Violetta, por el ansia de arrancarme con las uñas un torturante prurito crónico.

Antes de que condenes irremisiblemente mi proceder, te ruego que trates de comprender lo mucho que me había esforzado en ser una buena madre. Pero intentarlo no quiere decir serlo, del mismo modo que querer pasar un rato agradable no significa que lo pases. Desoyendo mis más íntimos impulsos, desde el mismo instante en que lo tuve sobre mi pecho seguí fielmente la tónica de abrazar a mi bebé tres veces al día, como promedio, de admirar dos veces, por lo menos, cualquier cosa que dijera o hiciera, y de salmodiar Te quiero, cariño o Papá y yo te queremos muchísimo con la predecible regularidad de las profesiones litúrgicas de fe. Pero el uso obsesivamente estricto de los sacramentos acaba convirtiéndolos en pura rutina. Y, además, durante seis largos años, del mismo modo que las emisoras de radio que emiten en directo las opiniones de sus oyentes esperan unos segundos antes de lanzarlas a las ondas, a fin de evitar que se cuele alguna expresión obscena, o comentarios calumniosos o contrarios a la política de la empresa, antes de ponerme a despotricar contaba hasta veinte. Tanto refrenarse tiene un coste: me convertí en una mujer distante, titubeante, torpe.

Cuando levanté el cuerpo de Kevin, impulsada por aquel subidón de adrenalina, tuve la sensación de haber recuperado la gracia de los movimientos y la seguridad en mí misma, porque por fin se daba una confluencia espontánea entre lo que sentía y lo que hacía. Ya sé que no está bien admitirlo, pero la violencia doméstica no es del todo inútil. No obstante su crudeza y su salvajismo, rasga el velo de civilización que se interpone entre nosotros y los demás al mismo tiempo que hace posible nuestra vida. Tal vez sea un pobre sucedáneo de la clase de pasión que nos gusta ensalzar, pero el amor real tiene más en común con el odio y la rabia que con la simpatía o la urbanidad. Durante dos segundos sentí a la vez que había recuperado mi verdadero yo y que me comportaba realmente como la madre de Kevin Khatchadourian. Me sentí muy próxima a él. Sentí que la vuelta de mi yo —de mi auténtico yo, sin censuras ni recortes— hacía que por fin nos comunicáramos.

Mientras le retiraba de la húmeda frente un mechón de cabellos, los músculos de su rostro se agitaban violentamente: apretaba los párpados y su boca se contraía en una mueca que parecía casi una sonrisa. Ni siquiera lloró cuando fui a buscar el New York Times de aquella mañana y se lo metí, doblado, debajo del brazo. Sosteniendo el periódico bajo su antebrazo —recuerdo aún el titular que se leía a la altura de su codo: «La mayor autonomía para los Estados bálticos causa recelo en Moscú»—, lo ayudé a ponerse de pie y le pregunté si le dolía algo más; negó con la cabeza. Intenté cogerlo en brazos, pero volvió a decirme que no con la cabeza; prefería andar. Fuimos juntos, poco a poco, hasta el teléfono. Es posible que se enjugara alguna lágrima mientras yo no miraba, porque era tan poco amigo de manifestar a las claras sus sufrimientos como de aprender a contar.

Nuestro pediatra local, el doctor Goldblatt, nos recibió en la pequeña y abrumadoramente íntima sala de urgencias del hospital de Nyack, donde tuve la sensación de que todo el mundo adivinaría lo que había hecho. El anuncio de la «Línea directa para víctimas con el sheriff de Nueva York», colgado junto a la ventanilla de recepción, parecía haber sido puesto allí expresamente para mi hijo. Hablé mucho y dije muy poco; le conté con detalle a la enfermera de admisión lo que había ocurrido, pero no cómo ocurrió. Mientras tanto, el singular autocontrol de Kevin se había transformado en una extraña pose: estaba de pie con la barbilla muy erguida y, cuando tenía que girar la cabeza, lo hacía bruscamente y en ángulo recto. Tras asumir la responsabilidad de mantener el periódico bajo su antebrazo, para inmovilizarlo, permitió que el doctor Goldblatt lo sujetara por el hombro mientras caminaban por el pasillo, pero rechazó mi mano. Al llegar a la puerta del consultorio de traumatología, se volvió hacia mí y me dijo secamente:

—Puedo ver al médico yo solo.

—¿No quieres que entre, por si te duele?

—¡Espera aquí! —me ordenó.

Los músculos que se marcaban en sus apretadas mandíbulas eran la única indicación de que ya le dolía.

—Tienes a todo un hombrecito, Eva —dijo el doctor Goldblatt—. Parece que ya ha tomado el mando.

Y, para mi desesperación, cerró la puerta.

Quería acompañar a Kevin, lo deseaba de veras. Necesitaba desesperadamente dejar en claro que era una madre digna de confianza, no un monstruo que lo había arrojado en medio de su cuarto sin más, como en una vengativa reedición de Poltergeist. Y temía, también, que Kevin le contara al doctor Benjamín Goldblatt lo que le había hecho. Esas cosas estaban penadas por la ley. Podían arrestarme; tal vez mi caso apareciera en el Rockland County Times recuadrado y con un titular atroz. Era posible, como había deseado en un arrebato de insensatez, que me quitaran realmente a Kevin. Y, en el mejor de los casos, tendría que someterme a mortificantes visitas mensuales de algún adusto trabajador social enviado para asegurarse de que mi hijo no tuviera hematomas. Sin embargo, por mucho que me mereciera el castigo, seguía prefiriendo el lento fuego del remordimiento privado al ardiente azote de la reprensión pública.

Y así, mientras contemplaba con una mirada apagada el tablón de anuncios tras cuyo cristal se exponían las efusivas cartas de agradecimiento al personal de enfermería escritas por pacientes satisfechos, busqué explicaciones razonables y que me dejaran en buen lugar. Vamos, doctor, ya sabe lo exagerados que son los niños. ¿Tirarlo yo? Kevin corría por el pasillo, y, al salir de mi dormitorio, tropecé con él casualmente. Kevin, entonces, se cayó y se dio un golpe contra… contra el pie de la lámpara, y… Me abrumaba la vergüenza, y las explicaciones que me inventaba me parecían a cuál más ridícula. Por otra parte, tuve mucho tiempo para reconcomerme sentada en una de las duras sillas metálicas de color verde marino de la sala de espera; al cabo de un rato, una enfermera vino a informarme de que nuestro hijo tenía que pasar por el quirófano para que le limpiaran «los extremos de los huesos», intervención que me sentí muy feliz de no presenciar.

Pero, cuando Kevin salió por fin del quirófano, tres horas después, con el brazo envuelto en un molde de blanquísimo yeso, el doctor Goldblatt se limitó a darle golpecitos en la espalda y a comentarme, admirado, que tenía un hijo muy valiente, mientras que el traumatólogo que lo había operado me explicó con voz impersonal la naturaleza de la fractura, los riesgos de infección, la importancia de mantener el yeso seco y la fecha en que Kevin debería volver a visitarse. Ambos médicos omitieron amablemente el detalle de que el personal del hospital tuvo que cambiarle los pañales; Kevin ya no apestaba. Asentí en silencio, con la cabeza, medio atontada, hasta que pude dirigirle una rápida mirada a Kevin, en cuyos ojos, al encontrarse con los míos, apareció una expresión centelleante y segura de sí misma que traslucía una absoluta complicidad.

Le debía una. Y él lo sabía. Y se la debería durante mucho tiempo.

Mientras conducía de regreso a casa, parloteé sin cesar (Lo que hizo mami estuvo mal, muy mal, y está muy triste, mucho… Pero el distanciador artificio de la tercera persona debió de arrojar sobre mis lamentaciones una luz ambigua, como si le estuviera echando las culpas del incidente a un amigo imaginario). Kevin no dijo nada. Con expresión distante, casi altiva, y los dedos de su brazo derecho enyesado metidos napoleónicamente en la camisa, se sentaba muy erguido en el asiento del acompañante y observaba por su ventanilla las luces del puente de Tappan Zee; daba la sensación de ser un triunfante general, herido noblemente en combate, que recibía orgulloso los vítores de la multitud enfervorizada.

Yo, en cambio, no estaba satisfecha, ni mucho menos. Por más que me hubiera librado de la policía y de los servicios sociales, aún tenía que afrontar otra prueba. Si el sentirme acorralada pudo ayudarme a inventar para el doctor Goldblatt el cuento chino de un topetazo con Kevin, no me imaginaba cerrando los ojos y soltando delante de ti una bobada de ese calibre.

—¡Hola! ¿Dónde os habíais metido? —preguntaste en voz alta cuando entramos en la cocina. Nos dabas la espalda, pues estabas muy ocupado untando una galleta con manteca de cacahuete.

El corazón me latía aceleradamente, y aún no se me había ocurrido qué decirte. Hasta entonces, jamás había hecho adrede nada que pusiera en peligro nuestro matrimonio —o nuestra familia—, pero estaba segura de que, si algo podía ponerlo al borde del precipicio, era aquello.

—¡Dios santo, Kev! —exclamaste; tenías los labios llenos de miguitas, y te apresuraste a tragar la galleta sin masticar—. ¿Qué demonios te ha pasado?

Te restregaste enseguida las manos y te pusiste de rodillas delante de Kevin. Sentí un hormigueo por toda mi piel, como si alguien hubiera conectado de pronto la corriente eléctrica y yo fuese una alambrada. Tenía el claro presentimiento de que faltaban sólo unos segundos para que todo se fuera al garete; era una sensación tan paralizante como la que te causaría ver venir a un coche en sentido contrario por tu mismo carril cuando ya es demasiado tarde para girar el volante.

Pero la colisión frontal se evitó en el último instante. Acostumbrado a fiarte más de tu hijo que de tu mujer, a la hora de averiguar lo ocurrido te dirigiste directamente a él. Pero en aquella ocasión te equivocaste. Si me lo hubieras preguntado, te prometo —o eso creo, por lo menos— que habría agachado la cabeza y te habría contado la verdad.

—Me he roto el brazo.

—Ya lo veo. ¿Cómo fue?

—Me caí.

—¿Dónde te caíste?

—Me había ensuciado en los pantalones. Mami fue a buscar más toallitas húmedas. Me caí de la mesa donde me cambia. Encima de…, encima de mi camión volquete Tonka. Mami me llevó enseguida al doctor Goldbutt.

Era bueno mintiendo. Muy bueno, muchísimo. Creo que nunca te diste cuenta de lo bien que mentía. La historia le salió con desenvoltura; sin duda, porque la tenía preparada. Todos los detalles eran concretos, sin añadiduras superfluas; no recurrió a las extravagantes fantasías con las que la mayoría de los niños de su edad habrían camuflado un vaso derramado o un espejo roto. Había aprendido algo que saben todos los buenos mentirosos: que una mentira, para que resulte creíble, debe contener el máximo posible de verdad. Una mentira bien construida se forma básicamente juntando bloques de hechos igual que se juntan los cubos de un rompecabezas alfabético, y con ellos tanto puede hacerse una pirámide como una plataforma. Se había ensuciado en los pantalones, en efecto. Recordaba correctamente que era la segunda vez que lo cambiaba aquella tarde, y que se me habían acabado las toallitas húmedas. Se había caído, más o menos, de la mesa donde lo cambiaba. En aquel momento, su camión volquete Tonka estaba en el suelo del cuarto, como pude comprobar más tarde. Y todavía me maravilló más que hubiera intuido que una simple caída al suelo desde un metro de altura no habría bastado, probablemente, para que se rompiera el brazo: tenía que haber aterrizado, por desgraciada casualidad, sobre algún objeto muy duro. Y, aunque breve, su relato se adornaba con toques elegantes: el uso de «mami», una forma de llamarme un tanto cursi que no empleaba desde hacía meses, prestaba a su historia un adorable tinte de afecto que ocultaba fantásticamente la verdad; la bromita escatológica de llamar Goldbutt al doctor Goldblatt[10] estaba destinada a tranquilizarte, a mostrarte que tu «sano y feliz hijo» había vuelto a la normalidad. Pero quizá lo más impresionante de todo fue que, como había hecho en la sala de espera de urgencias, no me dirigió ni una sola mirada, ya que hubiera podido dar al traste con todo su juego.

—¡Cielos! —exclamaste—. ¡Tuvo que dolerte!

—El traumatólogo dice que, para tratarse de una fractura abierta que perforó la piel, fue muy limpia y sanará sin complicaciones —te expliqué.

Entonces Kevin y yo nos miramos un instante, para sellar nuestro pacto. Había vendido mi alma a un niño de seis años.

—¿Me dejarás que firme en tu yeso? —preguntaste—. Es una tradición, ¿sabes? Tus amigos y tu familia te lo firman para desearte que te pongas bien pronto.

—¡Claro, papá! Pero primero tengo que ir al baño.

Se alejó danto saltitos y balanceando la mano libre.

—¿He oído bien? —preguntaste en voz baja.

—Yo diría que sí.

Tras permanecer tensa e inmóvil durante horas —el temor es un sentimiento paralizante—, me sentía agotada, y, por una vez en la vida, que nuestro hijo fuera al baño o no me importaba un comino.

Me pasaste el brazo por los hombros.

—Te llevaste un buen susto, ¿verdad?

—Fue culpa mía —dije avergonzada.

—Ninguna madre puede vigilar constantemente a su hijo.

Deseé que no hubieras sido tan comprensivo.

—Sí, pero debí…

—¡Chist! —Te llevaste a los labios el índice, y se oyó el susurro de un hilillo de agua procedente del cercano cuarto de baño: música celestial para los oídos paternos—, ¿qué crees que ha obrado el prodigio? ¿El susto, simplemente? —murmuraste—, ¿o el miedo a que vuelvas a tumbarlo en la mesa donde lo cambias?

Me encogí de hombros. A pesar de las apariencias, no podía creer que mi ataque de ira al encontrarme con otro pañal sucio hubiera aterrorizado a nuestro hijo hasta el punto de moverlo a emplear el retrete. Pero estaba claro que tenía mucho que ver con aquel incidente. Me estaba recompensando.

—Esto hay que celebrarlo. Ahora mismo voy a felicitar a ese chico.

Puse la mano en tu brazo para retenerte.

—No tientes a la suerte. Déjalo hacer tranquilamente y no le des demasiada importancia. Kevin prefiere que sus cambios de conducta se realicen en la intimidad.

No obstante, lo conocía demasiado bien para interpretar un pis en el retrete como la admisión de una derrota. Había salido triunfante de la batalla que importaba de veras; acceder a ir solo al baño no era más que una pequeña concesión que el magnánimo, pero condescendiente, vencedor podía permitirse arrojar a la cara de su vencido adversario. Nuestro hijo de seis años había conseguido inducirme a violar las reglas de nuestro combate. Cometí un crimen de guerra, y, de no ser por el clemente silencio de mi hijo, incluso mi marido me habría obligado a comparecer ante el Tribunal de La Haya para castigarme por ello.

Cuando Kevin volvió del cuarto de baño sujetándose los pantalones con una sola mano, propuse preparar para la cena un gran bol de palomitas de maíz, y añadí obsequiosamente: ¡con montones y montones de sal! Al sentirme envuelta de nuevo por la música de la vida normal, a la que sólo unos minutos antes pensaba que tendría que decirle adiós para siempre —el ruidoso entrechocar de las ollas cuando sacaste una del armario, el tintineo de nuestro bol de acero inoxidable, el alegre y continuo estallido de los granos de maíz al reventar—, tuve el presentimiento de que la sensación que me embargaba de estar escurriendo el bulto arrastrándome como un reptil podría durar indefinidamente, a condición de que Kevin mantuviera la boca cerrada.

¿Por qué no se fue de la lengua? Según todas las apariencias, protegía a su madre. De acuerdo. Lo admito. Sin embargo, también pudo haber una buena dosis de cálculo meditado en su actitud. Si un secreto tiene una fecha de expiración muy lejana, cuanto mejor haya sido guardado, más intereses habrá ganado; combinada con la mentira, la pregunta ¿Sabes cómo me rompí el brazo de verdad, papá? podría tener un impacto mucho más explosivo dentro de un mes, por ejemplo. Y, por otra parte, si Kevin conservaba en su totalidad el capital conseguido gracias a aquel incidente, podría ir pidiendo préstamos a cuenta de él, mientras que, si lo dilapidaba en un instante, todo su haber se reduciría de nuevo a los cinco dólares a la semana que recibía como paga.

Además, con todas aquellas santurronas cantilenas mías (¿Cómo te sentirías si…?), le había procurado la rara oportunidad de anexionarse el territorio de la elevación moral, cuyas alturas le permitían obtener algunas perspectivas novedosas aunque no fuera, a la larga, un territorio destinado a colmar sus apetencias en lo que a bienes inmuebles se refería. El Señor Divide y Vencerás pudo haber intuido también que los secretos unen y separan, en estricta concordancia con quién está en el ajo. Mi conversación contigo a propósito de que valía más que Kevin se bañara en lugar de ducharse, para que no se le mojara el yeso, fue artificialmente brillante y rebuscada; y cuando le pregunté si quería que pusiera queso parmesano sobre las palomitas de maíz, en mi pregunta había mucho de súplica, de miedo y de servil gratitud.

Y es que, en un aspecto, su actitud me conmovió, y sigue conmoviéndome: creo que el incidente hizo que Kevin se sintiera muy unido a mí, y no quería perder aquella íntima unión. Además de unirnos el encubrimiento de una mentira, cabe en lo posible que, durante el incidente que tratábamos de ocultar, Kevin hubiera adquirido plena conciencia de sí mismo y se hubiera sentido unido a la vida por la tremenda fuerza, similar a la de una maroma, del cordón umbilical. Por una vez en la vida, yo había sentido que era su madre. Y es posible que, mientras volaba desconcertado por aquella habitación, igual que Peter Pan, Kevin hubiera sentido que era mi hijo.

Lo que ocurrió durante el resto de aquel verano supera mi capacidad narrativa. Si hubiera sido guionista televisiva, habría podido escribir el guión de un telefilme acerca de una violenta arpía que se dejaba llevar por ciegos arrebatos de cólera en los que mostraba una fuerza sobrehumana, por lo que su pobre hijito caminaba de puntillas dirigiéndole forzadas y trémulas sonrisas y haciéndole gestos desesperados a fin de apaciguarla, y, en general, se encogía de miedo y temblaba y decía siempre: «Sí, bwana», deseoso de evitar que lo levantara del suelo y le hiciera recorrer volando las habitaciones de la casa.

Pero, como no era guionista televisiva, yo caminaba de puntillas, yo sonreía de una manera trémula y forzada y yo me encogía de miedo y temblaba igual que si estuviera a punto de hacer una prueba para conseguir un papel en un telefilme.

Llegados a este punto, no estará de más que hablemos un poco del poder. Por lo que respecta a la política doméstica, hay un mito que asegura que los padres tienen un poder desproporcionado. No estoy tan segura de que eso sea cierto. ¿Qué pueden hacernos nuestros hijos? Para empezar, partirnos el corazón. También, avergonzarnos y llevarnos a la ruina. Y, por mi experiencia personal, puedo dar fe de que son capaces de hacernos desear no haber nacido. ¿Y qué podemos hacerles nosotros? Prohibirles que vayan al cine, por ejemplo. Pero ¿cómo? ¿Con qué respaldamos nuestras prohibiciones, si el niño se encamina a la puerta en actitud beligerante? La cruda realidad es que los padres somos como los gobiernos: mantenemos nuestra autoridad mediante la amenaza, abierta o implícita, de recurrir a la fuerza física. Un niño hace lo que le decimos —no nos engañemos— porque podemos partirle el brazo.

Y, sin embargo, el brazo enyesado de Kevin no se convirtió en el flameante emblema de lo que podía hacerle, sino de lo que no le podía hacer. Al emplear el último recurso de que disponía, perdí cualquier posibilidad de volverlo a utilizar. Como no estaba segura de ser capaz de emplear la fuerza con moderación, me veía atada de pies y manos; tenía a mi disposición un inútil arsenal, pues, al igual que ocurre con las armas nucleares, no debía utilizar su mortífero poder. Kevin sabía muy bien que jamás volvería a ponerle la mano encima.

Así que, si te preocupa que en 1989 me volviera adepta de la brutalidad de los neanderthales, debo decirte que la sensación de plenitud, de seguridad en mí misma y de dominio de la situación que me embargó al emplear a Kevin como proyectil se desvaneció en un santiamén. Recuerdo haber sentido que mi estatura disminuía. Mis andares se volvieron vacilantes. Mi voz se tornó tenue. Al dirigirme a Kevin, formulaba cada petición como una sugerencia opcional: ¿Te gustaría entrar en el coche, cariño? ¿Te importaría que fuéramos de compras? Quizá sería mejor que no te comieras el relleno de crema de la tarta que mami acaba de sacar del horno. Y, como las lecciones que le daba le parecían tan insultantes, volví a emplear el método Montessori.

Al principio, Kevin me sometió a una larga serie de pruebas, como si estuviera intentando amaestrar a un oso. Me pedía para almorzar cosas que exigían muchísimo tiempo, como pizza casera, y, después de hacerme pasar la mañana preparando la masa y cociendo a fuego lento la salsa, sólo se comía dos trocitos de pimiento de su porción y arrugaba el resto hasta convertirlo en una bola pegajosa que lanzaba al fregadero igual que si jugara al béisbol. Pero se cansó de tomarle el pelo a su madre con la misma rapidez con la que se cansaba de todos los juegos, lo cual creo que fue una suerte para mí.

De hecho, la solicitud con que le ofrecía todos los saladísimos ganchitos de queso y chuches que quisiera, porquerías que previamente sólo le permitía comer con cuentagotas, no tardó en crisparle los nervios. Tenía tendencia a revolotear a su alrededor, y Kevin me lanzaba la clase de miradas asesinas que le lanzarías a un desconocido que se sentara a tu lado en un vagón de tren prácticamente vacío. Yo demostraba ser un adversario insignificante, y cualquier victoria ulterior obtenida sobre un guardián ya reducido a semejante condición sumisa y atemorizada tenía forzosamente que parecerle indigna de él.

Aunque le resultaba un tanto peliagudo con un brazo en cabestrillo, ahora se bañaba por su cuenta, y si entraba a envolverlo en una toalla limpia, daba un respingo y quería secarse solo. De hecho, poco después de haberse sometido dócilmente a que le cambiara los pañales y le limpiara los testículos, empezó a hacer gala de una gran pudibundez, y hacia el mes de agosto fui desterrada del baño. Se vestía en privado. Aparte de aquellas dos notables semanas en las que estuvo muy enfermo hacia los diez años, no me permitió volver a verlo desnudo hasta los catorce, momento en el que habría renunciado con gusto a semejante privilegio.

En cuanto a mis incontinentes manifestaciones de ternura, debo reconocer que estaban impregnadas del deseo de pedirle disculpas, actitud que no me agradecía en lo más mínimo. Si lo besaba en la frente, se pasaba inmediatamente la mano, como si quisiera limpiársela. Si trataba de peinarlo, me apartaba la mano con vehemencia y volvía a despeinarse. Si lo abrazaba, se quejaba fríamente de que le hacía daño en el brazo. Y si le decía: «Te quiero, hijo» —para lo cual ya no usaba el tono solemne del credo, sino más bien el de súplica febril y mecánica del avemaría—, adoptaba una expresión cáustica, origen de la permanente mueca que, andando el tiempo, llegó a tener en la comisura izquierda de la boca. Un buen día, tras decirle una vez más Te quiero, hijo, Kevin me replicó con su famoso ¡Nai-nai-nai, nai-nai!, y decidí no volver a dirigirle aquella expresión cariñosa durante una buena temporada.

Estaba claro que Kevin creía haberme calado. Me había observado a través de la rendija de la cortina, y, por más mimos que le prodigara o chuches que le dejara comer, no conseguiría borrar de su mente lo que había visto, una impresión tan indeleble, por lo menos, como la que deja la tan socorrida escena originaria.[11] Pero lo que más me sorprendía era hasta qué punto daba la impresión de complacerlo el descubrimiento de que los auténticos rasgos del carácter de su madre eran la brutalidad y la violencia. Estoy convencida de que el número que monté el día de su «accidente» lo intrigaba mucho más que los doses y los treses de los aburridos ejercicios aritméticos que practicábamos antes de que ocurriera, y de que por aquel entonces miraba de soslayo a su madre con un nuevo… No me atrevo a llamarlo respeto. Un nuevo interés. Sí.

En cuanto a nosotros dos, Franklin, hasta aquel verano me había acostumbrado a ocultarte cosas, aunque los delitos que me avergonzaban eran, sobre todo, mentales: mi atroz insensibilidad cuando nació Kevin, mi aversión a nuestra casa. En realidad, todos tratamos de proteger a quienes nos rodean de la cacofonía de horrores que hay en nuestras cabezas, aunque callarme esas cosas, por intangibles que fueran, me entristecía mucho. Sin embargo, no era lo mismo ocultarte que me invadía verdadero pánico cuando llegaba la hora de ir a buscar a nuestro hijo al parvulario, que callarme las circunstancias en las que le había roto el brazo. Pero los pensamientos, por malvados que fueran, no parecían ocupar ningún espacio en mi cuerpo, mientras que mantener un secreto tridimensional hacía que me sintiera como si me hubiera tragado una bala de cañón.

Tú parecías tan lejano… Cada noche, cuando te desnudabas, te miraba con una especie de espectral nostalgia, y casi esperaba que, al dirigirme al cuarto de baño para lavarme los dientes, atravesaras mi cuerpo con la misma facilidad con que habrías atravesado un rayo de luna. Cuando te veía en el patio trasero enseñando a Kevin a tomar la pelota con su mano buena, la derecha, embutida en un guante de béisbol —aunque lo cierto es que parecía más hábil con la pelota de pizza—, apretaba la palma de mi mano contra el cristal de la ventana, calentado por el sol, como si se tratara de una barrera espiritual, y me sentía transida por la misma sensación de exclusión, vertiginosa, dolorida y llena de buenos deseos, que me habría torturado de haber estado muerta. Incluso cuando apoyaba mi mano en tu pecho, me parecía que nunca podría llegar a tocar tu piel, como si, igual que en una muñeca rusa, cada vez que te quitaras la camisa hubiera otra debajo.

Mientras tanto, ya no íbamos nunca al cine, ni a tomar un bocado en el River Club de Nyack, ni, mucho menos, a la ciudad, a beber una copa en el Union Square Café. Es verdad que teníamos dificultades para encontrar canguros, pero te aviniste con bastante facilidad a pasar las veladas en casa, pues valoraste la posibilidad que te brindaban las largas tardes veraniegas de enseñarle a Kevin los secretos del béisbol. Tu incapacidad para darte cuenta de que no le gustaban los deportes, ni tenía talento para practicarlos, me molestaba un poco, pero lo que me repateaba de veras era que no desearas nunca compartir un espacio de tiempo similar con tu mujer.

No hay que darle más vueltas. Estaba celosa. Y me sentía sola.

Fue hacia finales de agosto cuando el vecino de al lado llamó al timbre de nuestra puerta con una insistencia que presagiaba quejas. Desde la cocina te oí ir a abrir.

—¡Dile a tu chico que eso no tiene gracia! —exclamó Roger Corley.

—¡Tranquilo, Rog, tranquilo! —respondiste—. Si quieres criticar el sentido del humor de alguien, primero tienes que explicar en qué ha consistido la broma.

A pesar de tu tono jocoso, no lo invitaste a entrar, y, cuando me asomé al recibidor, noté que apenas habías entreabierto la puerta.

—Trent bajaba en su bici desde esa colina que hay encima de Palisades Drive, perdió el control y aterrizó entre los arbustos. ¡Se ha pegado un trompazo tremendo!

Procuraba mantener buenas relaciones con los Corley, cuyo hijo era uno o dos años mayor que Kevin. Aunque el entusiasmo inicial de Moira Corley por concertar encuentros entre las dos familias se había desvanecido sin explicaciones, mostraba un amable interés por mi ascendencia armenia, y el día anterior, sin ir más lejos, había ido a verla para ofrecerle una hogaza de katah recién salido del horno —¿lo añoras, Franklin?—, ese pan cuya masa lleva azúcar, pasas y mantequilla que mi madre me enseñó a hacer. Estar en buena armonía con tus vecinos es uno de los pocos atractivos que tiene la vida suburbana, y temí que tu reticencia a abrir de par en par la puerta pareciera poco cordial.

—Roger —dije cuando estuve detrás de ti mientras me secaba las manos con un paño de cocina—, ¿por qué no entras y lo hablamos? Pareces alterado.

Cuando nos sentamos en la sala, advertí que el atuendo de Roger era un tanto ridículo: tenía demasiada barriga para llevar unos cortísimos pantalones de ciclista de lycra, y las zapatillas que calzaba, también de ciclista, hacían que caminara contoneándose como una paloma. Te retiraste tras una butaca, que mantuviste entre Roger y tú como si de una fortificación se tratara.

—Lamento que Trent haya tenido un accidente —dijiste—. Pero tal vez sea una buena oportunidad para que le enseñes las normas básicas de seguridad al ir en bicicleta.

—Ya sabe las normas básicas —dijo Roger—. Por ejemplo, que nunca se debe llevar floja la palomilla de sujeción de la rueda delantera a la horquilla.

—¿Es lo que crees que ha ocurrido? —pregunté.

—Trent dice que la rueda delantera comenzó a oscilar. Revisamos la bici, y la palomilla de sujeción no sólo estaba floja: le habían dado unas cuantas vueltas para que se soltara de la horquilla. ¡No hace falta ser un Sherlock Holmes para deducir que el culpable es Kevin!

—¡Aguarda un minuto! —saltaste—, ¡eso que dices es una condenada…!

—Ayer Trent fue en bici toda la mañana, sin ningún problema. Desde entonces nadie ha venido a casa, excepto tú, Eva, con tu hijo. Por cierto, gracias por el pan que nos enviaste —añadió al tiempo que bajaba el volumen de su voz—. Era realmente exquisito, y agradecemos tu amabilidad. Pero no nos hace ninguna gracia que Kevin estropeara la bicicleta de Trent. Si hubiera ido un poco más rápido, o hubiera habido más tráfico, podría haberse matado.

—Estás haciendo muchas suposiciones gratuitas —gruñiste—. Esa palomilla podría haberse soltado a causa, precisamente, del accidente.

—No hay la más mínima posibilidad. Soy aficionado al ciclismo, y he tenido mi buena ración de caídas. La palomilla de sujeción nunca se suelta del todo, y mucho menos da vueltas por sí sola hasta salirse del vástago.

—Pero, aunque lo hubiera hecho Kevin —objeté mientras me fulminabas con la mirada—, tal vez no sepa para qué sirve esa palomilla. Que dejarla suelta puede ser peligroso.

—Es una teoría —gruñó Roger—, que vuestro hijo sea bobo. Pero no es así como lo describe Trent.

—Mira… —dijiste—, tal vez Trent estuvo jugando con la palomilla y no quiera cargar con el mochuelo. Pero eso no significa que mi hijo tenga que cargar con él. Y ahora discúlpanos, por favor. Tenemos cosas que hacer en el jardín.

Roger se marchó, y yo tuve el desagradable presentimiento de que no cataría el pan irlandés con soda que Moira me había prometido.

—¡Señor…! A veces pienso que tienes razón —dijiste mientras recorrías la sala a zancadas—. Un chaval no puede hacerse un arañazo en la pierna sin que sea culpa de alguien. Este país ha perdido por completo el concepto de lo accidental. Cuando Kevin se rompió el brazo, ¿te fui con reconvenciones? ¿Le eché las culpas a alguien? No. Las desgracias vienen solas.

—¿Piensas hablarle a Kevin de la bici de Trent? —te pregunté—. ¿O prefieres que lo haga yo?

—¿Para qué? No creo que tenga nada que ver con eso.

—Nunca lo crees —dije en voz baja.

—¡Pero tú sí, siempre! —replicaste secamente.

Un diálogo habitual entre nosotros, ni siquiera demasiado agrio; en consecuencia, no acabo de comprender por qué se soltó algo dentro de mí, igual que la palomilla de sujeción había soltado la rueda delantera de la bicicleta de Trent Corley. Tal vez porque ahora era habitual, y antes no. Cerré los ojos y me arrellané en la butaca que te había servido de parapeto contra las descabelladas acusaciones de Roger Corley. Sinceramente, no tenía ni idea de lo que iba a decir hasta que lo dije:

—¿Sabes una cosa, Franklin? Quiero tener otro hijo.

Abrí los ojos y parpadeé. Incluso yo estaba sorprendida. Puede que fuera mi primera experiencia de espontaneidad en seis o siete años.

Te volviste, y tu respuesta también fue espontánea:

—¡No lo dirás en serio!

No creí que fuera la ocasión oportuna para recordarte que calificaste de mal deportista a John McEnroe porque, durante el torneo de Wimbledon de 1981, no paró de soltarles esa frase a los árbitros cada vez que le hacían alguna advertencia.

—Quiero que, a partir de ahora, intentemos que vuelva a quedarme embarazada.

Era de lo más curioso. Estaba completamente segura de mí. No me poseía la ardiente necesidad de agarrarme a un clavo ardiendo, que hubiera podido traicionar un loco capricho o el histérico recurso a una panacea destinada a salvar nuestro matrimonio. Estaba tranquila y me sentía dueña de mí. Se trataba, precisamente, de la resolución que había ansiado tener durante nuestro prolongado debate sobre la paternidad, y cuya ausencia nos había llevado por tortuosos y abstractos vericuetos, como la idea de «pasar página» o la de «contestar a la Gran Pregunta». Jamás en la vida había estado tan segura de algo, hasta el punto de que me desconcertaba que pensaras que pudiéramos hablar de cualquier otra cosa.

—Olvídalo, Eva. Tienes cuarenta y cuatro años. Podrías engendrar un monstruo de tres cabezas, o algo así.

—Hoy día hay muchas mujeres que tienen hijos a los cuarenta años.

—¡Sal de casa! ¡Ventílate! ¡Pensaba que, ahora que Kevin va a ir todo el día a la escuela, planeabas volver a ocuparte de las guías AWAP! ¿Qué ha sido de tus grandes proyectos de viajar a la Europa Oriental posterior al glasnost? ¿De ser la primera en llegar y pasarles la mano por la cara a los de The Lonely Planet?

—He pensado volver a mi trabajo en AWAP. Aún puedo hacerlo. Pero tengo todo lo que me quede de vida para trabajar. Como acabas de observar con tanta delicadeza, sólo hay una cosa que podré hacer durante un espacio de tiempo cada vez más limitado.

—¡No puedo creerlo! ¡Hablas en serio…! ¡Totalmente en serio!

—Frases como Me gustaría quedarme embarazada no se dicen a la ligera, Franklin. ¿No deseas que Kevin tuviera alguien con quien poder jugar?

Francamente, yo deseaba tener alguien con quien jugar.

—Para eso están los compañeros de clase. Los hermanos se tienen siempre manía los unos a los otros.

—Sólo cuando se llevan muy poco tiempo. Ella tendría, por lo menos, siete años menos que Kevin.

—¿Ella, has dicho?

El pronombre te irritó. Me encogí de hombros.

—Hipotéticamente, claro.

—¿Todo esto es porque quieres tener una niña? ¿Para vestirla como una muñeca? La verdad, Eva, no me parece propio de ti.

—No, querer vestir a una niña como una muñeca no es propio de mí. Así que no hay ningún motivo para que me salgas con eso. Mira, comprendo que tengas tus reservas, pero no entiendo por qué te pone tan furioso la perspectiva de que vuelva a quedarme embarazada.

—¿Acaso no es obvio?

—Pues no. Pensaba que te gustaba ser padre.

—¡Claro que me gusta! Pero ¿qué te hace pensar que si tuvieras esa hija soñada todo sería diferente, Eva?

—No te entiendo —respondí; no en vano había aprendido de mi propio hijo las ventajas de hacerse el tonto—. ¿Por qué habría de querer que todo fuera diferente?

—¿Qué otra razón puede moverte, tal como han ido las cosas, a querer probar de nuevo?

—¿Cómo han ido las cosas? —te pregunté sin alzar la voz.

Lanzaste una rápida mirada por la ventana para cerciorarte de que Kevin seguía bateando la pelota atada al poste. Hacía que se enrollara en espiral en una dirección y después en la contraria; le gustaba la monotonía.

—Nunca quieres que venga con nosotros, ¿o no? Tratas siempre de encontrar a alguien que cargue con él para que podamos salir solos, como en los viejos tiempos, que, obviamente, consideras mejores.

—No recuerdo haber dicho nunca eso —te respondí con frialdad.

—Ni falta que hace. Basta con ver la cara de disgusto que pones cada vez que sugiero que hagamos algo en compañía de Kevin.

—Ésa debe de ser la razón de que haya pasado tantas y tan largas veladas comiendo y bebiendo en caros restaurantes, mientras nuestro hijo languidece en compañía de desconocidos.

—¿Lo ves? Ahí es donde te duele. ¿Y qué me dices de este verano? Querías viajar al Perú. De acuerdo, me animé. Pero di por sentado que querrías que nos tomáramos unas vacaciones en familia. Así que empecé a calcular cuánto podría caminar en un día un niño de seis años. Tendrías que haber visto tu cara, Eva. Te sentó como un tiro. En cuanto viste que el viaje al Perú incluiría a Kevin, perdiste todo el interés por él. Bueno, lo siento por ti. Pero yo no soy de los que procuran siempre dejar a sus hijos en casa.

Tenía miedo de adonde podía llevarnos aquella conversación. Sabía que, algún día, saldría a la luz todo lo que nunca nos habíamos dicho, pero todavía no estaba preparada. Necesitaba lastre. Necesitaba pruebas en que apoyarme, y que tardaría en reunir un mínimo de nueve meses.

—Paso con él todo el santo día —dije—. Es normal que tenga más deseos que tú de tomarme un descanso…

—¿Te das cuenta de que no paras de decir que estás haciendo un terrible sacrificio?

—Lamento que eso signifique tan poco para ti.

—No importa lo que signifique para mí. Debería significar algo para él.

—No comprendo adonde quieres ir a parar, Franklin…

—Lo cual es muy propio de ti. Te quedas en casa por él para impresionarme. Él no cuenta nunca, ¿verdad?

—¿De dónde sacas todo eso? Sólo quería decirte que me gustaría tener otro hijo, para que te sintieras feliz o, por lo menos, empezaras a hacerte a la idea.

—La tienes tomada con él —seguiste diciendo, y echaste otra cautelosa mirada a la pelota de béisbol atada al poste, con aire de que sólo acababas de empezar—. Le echas en cara todo cuanto va mal en esta casa. ¡Y en su parvulario! Te has quejado de lo que hacía el pobre chiquillo en todas las etapas de su desarrollo. Primero lloraba demasiado; después era demasiado callado. Cuando trató de elaborar su propio lenguaje, lo encontraste molesto. Dices que no sabe jugar, lo que sólo quiere decir que no juega como jugabas tú. No trata los juguetes que le haces como si fueran piezas de museo. Ni te da una palmadita en la espalda cada vez que aprende una nueva palabra. Y, puesto que en este barrio no parece caerle bien a nadie, has decidido considerarlo un paria. Tuvo, ciertamente, un problema psicológico, serio, sin duda, derivado de su retraso a la hora de ir solo al retrete, lo cual es relativamente frecuente, Eva, y puede ser muy doloroso para el niño, y te empeñas en interpretarlo como una especie de malévola forma de enfrentarse personalmente contigo. Me alegra que parezca haberlo superado por fin, pero, dada tu actitud, no me extraña que durara tanto. Hago lo que puedo por compensar tu frialdad. Lo siento de veras si esa palabra hiere tus sentimientos, pero es que no encuentro otra para definir tu actitud. Pero nada puede sustituir el amor de una madre, y no pienso permitir que se lo niegues a otro hijo mío.

Me quedé atónita.

—Franklin… —balbucí.

—Se ha acabado la discusión. No me ha gustado tener que decirte todo esto, y aún espero que las cosas mejoren. Sé que crees que haces un gran esfuerzo… Bueno, tal vez hagas lo que piensas que es un gran esfuerzo, pero hasta ahora no ha sido suficiente. Sigamos intentándolo… ¡Eh, chaval! —Agarraste a Kevin cuando llegó del porche dando saltos, y lo aupaste por encima de tu cabeza como si posaras para un cartel del Día del Padre—. ¿Has acabado de darle a la pelota?

Cuando lo bajaste al suelo, respondió:

—He conseguido enrollarla ochocientas cuarenta y tres veces.

—¡Fabuloso! La próxima vez conseguirás enrollarla ochocientas cuarenta y cuatro.

Intentabas hacer una torpe transición tras una discusión que me había dejado igual que si acabara de ser atropellada por un camión, y eso que nunca me han gustado las tontas metáforas al estilo de Hollywood que se espera que hagan los padres modernos. En el rostro de Kevin se advertía una expresión entre divertida y asustada.

—Tendré que esforzarme de veras —dijo con cara de palo—. Es bueno fijarse una meta, ¿verdad?

—¡Kevin! —lo llamé, y se volvió a mirarme—. Tu amigo Trent ha tenido un accidente. No ha sido grave, y se pondrá bien pronto. Pero no estaría de más que le escribieras una postal deseándole una rápida recuperación, como la que te envió la abuela Sonya cuando te rompiste el brazo.

—Sí, de acuerdo —me respondió mientras se alejaba—. Se cree que sólo él sabe ir en bici.

El acondicionador de aire debía de estar demasiado fuerte, porque, al ponerme de pie, tuve que frotarme los brazos. No recordaba haber dicho nada acerca de una bicicleta.

Eva