Querido Franklin,
Siento haberte dejado en la incógnita, pero es que siempre me ha dado vergüenza explicar aquel incidente. De hecho, esta mañana, en el coche, camino del trabajo, me ha vuelto de pronto a la memoria otra imagen del juicio. Técnicamente, cometí perjurio. No me pareció que debiera confesarle a aquella juez de ojos pequeños, redondos y brillantes (un defecto congénito que nunca había visto antes, unas pupilas extremadamente pequeñas, daba a su rostro la expresión desconcertada e insensata de un personaje de dibujos animados al que acabaran de sacudirle en la cabeza con una sartén) lo que durante una década le había callado a mi propio marido.
—Dígame, señora Khatchadourian, ¿le pegaron, usted o su marido, alguna vez a su hijo? —me preguntó el abogado de Mary al tiempo que se inclinaba, amenazador, sobre el banquillo.
—La violencia sólo le enseña a un niño que la fuerza física es un método aceptable para salirte con la tuya —recité.
—El tribunal no puede menos que estar de acuerdo en eso, señora Khatchadourian, pero es muy importante que aclaremos ese punto para que conste en acta en términos inequívocos: ¿Maltrataron, física o psíquicamente, a Kevin, usted o su marido, mientras lo tuvieron a su cargo?
—No, nunca —respondí con firmeza, y después murmuré, por añadidura—: No, nunca.
Lamenté la repetición. Hay algo de marrullería en toda afirmación que te sientes obligado a hacer dos veces.
Cuando bajaba del banquillo, se me enganchó un zapato en un clavo del entarimado, que arrancó su tacón de goma negra. Mientras regresaba a mi asiento cojeando, pensé que más valía un tacón roto que una larga nariz de madera.
Pero guardar secretos es una disciplina. Nunca me consideré buena mentirosa, pero, tras haber adquirido cierta práctica, adopté el credo del prevaricador de que, más que inventarte mentiras, te casas con ellas. No está bien traer al mundo una buena mentira y abandonarla luego caprichosamente; al igual que toda relación que implica un compromiso, debe ser mantenida, y con mucha mayor devoción que la propia verdad, que tiene la cualidad de ser verdadera de por sí, sin necesidad de ayuda. Mi mentira, por el contrario, me necesitaba tanto como yo a ella, y por eso exigía la constancia del vínculo matrimonial: hasta que la muerte nos separe.
Sé que los pañales de Kevin te avergonzaban, por más que, desgraciadamente, a él no parecieran hacerlo. Tras usar la talla supergrande mucho más tiempo de lo normal, tuvimos que pedir por correo los pañales médicos utilizados por los adultos con incontinencia de orina. Por muchos tolerantes manuales para padres que hubieras leído, seguías mostrando una anticuada masculinidad que me resultaba sorprendentemente atractiva. No querías que nuestro hijo fuera afeminado, ni que se convirtiera en fácil blanco de las burlas de sus compañeros, ni que aprovechara el inconfundible bulto de los pañales bajo sus pantalones para aferrarse a un infantilismo que ya no le correspondía por la edad. «¡Ufi!», gruñías cuando Kevin ya se había acostado. «¿Por qué no se chupa, simplemente, el pulgar?».
Sin embargo, tú también tuviste una larga batalla infantil con tu melindrosa madre acerca de la descarga del agua de la cisterna, porque la taza del retrete se desbordó en cierta ocasión, y cada vez que tirabas de la cadena te aterraba la idea de que grumos de heces empezaran a derramarse sin parar por el borde de la taza y fueran llenando el suelo del cuarto de baño en una especie de versión escatológica de El aprendiz de brujo. Estaba de acuerdo contigo en que era muy triste que los niños pudieran llegar a tener terribles neuras a propósito del pis y la caca, con la innecesaria angustia que ello conllevaba, así que decidimos seguir la moderna teoría de permitir que los niños no utilicen el orinal y el retrete hasta que ellos lo decidan. No obstante, los dos estábamos cada vez más desesperados. Empezaste a acribillarme a preguntas acerca de si me había visto utilizar el retrete durante el día (no estábamos seguros de que fuera conveniente o no), o si le había dicho algo que le hiciera rechazar, por lo que fuera, aquel trono de la vida civilizada, en comparación con cuyo uso por su parte menudencias como decir Por favor y Gracias eran detalles de poca monta. Me acusabas, alternativamente, de darle excesiva, o poca, importancia a aquel tema.
Era imposible que le diera poca importancia, porque aquella etapa del desarrollo infantil que nuestro hijo parecía haberse saltado tiranizaba mi vida. Recordarás que se debió únicamente a la nueva actitud educativa de neutralidad patológica (nada es mejor ni peor, sólo diferente), así como al temor visceral a una demanda judicial (en virtud del cual los estadounidenses se muestran cada vez más reacios a practicarles el boca a boca a los ahogados, o a despedir a los caraduras o a los incompetentes de sus empleos), que admitieran a Kevin en aquel caro parvulario de Nyack a pesar de que…, bueno…, a pesar de que la mierda, literalmente, le salía por las orejas. Aun así, la maestra se negó a cambiarle los pañales a un chico de cinco años, alegando que, de hacerlo, se exponía a ser acusada de abusos sexuales. (De hecho, cuando informé a Carol Fabricant,[8] como si no tuviera la menor importancia, de la pequeña excentricidad de Kevin, me miró recelosa y me comentó, secamente, que aquella clase de comportamiento inadecuado tenía todos los visos de ser un grito de socorro. No dijo nada más, pero durante la semana siguiente viví con el temor de oír en cualquier momento que llamaban a la puerta y ver a través de nuestras ventanas los reflejos de las luces azules de la policía). Por consiguiente, cada día, tras dejarlo en el parvulario a las nueve de la mañana y regresar en coche a casa, a eso de las once y media me veía obligada a volver allí con mi ahora bastante ajada bolsa de pañales.
Si estaba seco, recurría al pretexto de pasarle el peine por el cabello y pedirle que me enseñara lo que estaba dibujando, aunque había suficientes «obras de arte» suyas colgadas de la puerta del frigorífico para que tuviera una idea bastante clara. (Mientras los otros chicos habían pasado ya a la representación de figuras consistentes en palotes con grandes cabezas planas y de paisajes con una pequeña franja azul en la parte superior, para indicar el cielo, Kevin seguía trazando garabatos informes y cuadrados irregulares con lápices de cera negros, marrones y morados). Así y todo, con demasiada frecuencia durante el descanso de mediodía sonaba nuevamente el teléfono: era la señorita Fabricant, para informarme de que Kevin se había ensuciado y los otros chicos se quejaban del mal olor. «¿Querría…?». ¿Cómo podía decirle que no? Teniendo en cuenta que iba a recogerlo a las dos de la tarde, cada día hacía cuatro viajes al parvulario. Se habían acabado mis sueños de tener la mar de tiempo para mí una vez que Kevin hubiera comenzado a ir a la escuela, así como los que había acariciado, por increíble que parezca, de poder volver a encargarme algún día de la dirección de las guías AWAP.
De haber sido Kevin un chiquillo dócil y bien dispuesto, que sólo hubiera tenido aquel desagradable problema, la señorita Fabricant podría haber sentido pena por él. Pero su relación con nuestro hijo no funcionó por otros motivos.
Puede que cometiéramos un error al enviarlo a un parvulario que seguía el método Montessori, cuya filosofía acerca de la naturaleza humana no puede menos que calificarse de optimista. Su sistema educativo, supervisado por la maestra, pero carente de estructuración —se procura que los niños encuentren un ambiente que los «estimule», para lo cual juegan con bloques de madera que representan las letras del alfabeto, utilizan abacos para aprender a contar y cultivan plantas (guisantes, en el parvulario de Kevin)—, parte de la base de que los niños son autodidactas natos. Pero, si he de hacer caso de mi experiencia, cuando dejas que la gente se las arregle por sí sola, aprenderá pocas cosas, y ninguna buena.
El informe inicial de los «progresos» de Kevin, aquel noviembre, mencionaba «cierta falta de socialización» y que «a veces es necesario ayudarlo para la iniciación de sus comportamientos motivacionales». A la señorita Fabricant no le gustaba criticar a sus alumnos, así que costó Dios y ayuda obligarla a traducir aquel galimatías y reconocer que Kevin se había pasado sus primeros dos meses en el parvulario sentado perezosamente en un taburete en medio de la clase y mirando con aire torvo a sus atareados condiscípulos. Yo conocía bien aquella mirada: apagada, precozmente envejecida, iluminada sólo por el esporádico centelleo de una despectiva incredulidad. Cuando lo instaban a jugar con los otros niños, replicaba invariablemente que lo que estaban haciendo en aquel momento, fuera lo que fuere, era «tonto», y lo expresaba con aquel forzado cansancio que, cuando empezó a ir al instituto, convenció a su profesora de historia de que estaba bebido. Nunca sabré cómo lo persuadió la señorita Fabricant, a pesar de todo, para que realizara aquellos dibujos incomprensibles y llenos de rabia.
Para mí era un constante desafío admirar sus desconcertantes dibujos hechos con lápices de cera. Pronto se me acababan los elogios (¡Esto tiene mucha energía, Kevin!) y las interpretaciones imaginativas (¿Es una tormenta, cariño? ¿Acaso es un dibujo de los pelos jabonosos que sacamos del desagüe de la bañera?). Obligada a seguir alabando con voz de falsete su excitante elección de colores, cuando empleaba exclusivamente el negro, el marrón y el morado, no podía evitar sugerirle tímidamente que, puesto que el expresionismo abstracto se había encontrado en un callejón sin salida en los años cincuenta, tal vez debería intentar algo parecido a la representación de un pájaro en un árbol. Pero, para la señorita Fabricant, las naturalezas muertas semejantes a desagües atascados de Kevin eran una prueba fehaciente de que el método Montessori podía obrar maravillas con un simple tope de puerta.
Sin embargo, incluso el propio Kevin, no obstante haber sido agraciado por la naturaleza con el don de la inactividad, de vez en cuando tenía que hacer algo que pusiera una nota de interés en su vida, como demostró de manera concluyente aquel jueves. Para cuando terminó el curso, la señorita Fabricant debía de sentir nostalgia de los días en que Kevin Khatchadourian no hacía absolutamente nada.
Quizá esté de más decir que los guisantes murieron, al igual que el aguacate recién brotado que los reemplazó; por aquel entonces eché en falta, sin darle importancia, una botella de lejía. Hubo algunos hechos misteriosos: a partir de un determinado día de enero, cada vez que Kevin entraba en la clase cogido de mi mano, una niñita con rizos a lo Shirley Temple se echaba a llorar, y sus lloros empeoraron hasta el punto de que a principios de febrero dejó de ir al parvulario. Otro niño, agresivo y alborotador en septiembre, uno de esos pendencieros siempre dispuestos a hacerles la zancadilla a sus compañeros y a derribarlos cuando jugaban en el cajón de arena, se volvió de pronto callado y reflexivo, a la vez que lo aquejaba un grave caso de asma y mostraba un terror inexplicable hacia el armario donde colgaban los abrigos, que lo hacía ponerse a jadear apenas se acercaba a él. ¿Tuvo Kevin algo que ver con aquellos hechos? No lo sé; tal vez no. También hubo algunos incidentes inofensivos, como el protagonizado por el pequeño Jason, que metió los pies en sus relucientes botas de agua de color rojo vivo y las encontró llenas de trocitos del pastel de manzana que les habían dado para almorzar. Juegos de niños, convinimos. ¡Ojalá estuviera segura de que lo eran realmente!
Lo que más disgustó a la señorita Fabricant fue, como es natural, que, uno tras otro, sus alumnos comenzaran a dar marcha atrás en el asunto de ir al retrete. Las dos habíamos confiado esperanzadas, al comienzo del curso, en que el ejemplo de sus compañeros al pedir permiso para ir al baño tal vez inspirara a Kevin a imitarlos; pero me temo que sucedió todo lo contrario, y que, hacia el final del curso, Kevin ya no era el único niño de seis años que necesitaba pañales, sino que había tres o cuatro.
Añadiré, de paso, que hubo un par de incidentes que me inquietaron muchísimo.
Un buen día, una encantadora chiquilla, apodada Muffet, se presentó en el parvulario con un juego de té para la clase de «enseñar y explicar» (en la que los niños enseñan a sus compañeros un objeto que han llevado y les explican para qué sirve). No era un juego de té corriente, pues estaba ricamente adornado y constaba de muchas piezas, que encajaban en los huecos dispuestos al efecto de una caja de caoba forrada interiormente de terciopelo. La madre de la pequeña protestaría luego de que se trataba de un recuerdo de familia, con el que a Muffet sólo se le permitía jugar en ocasiones especiales. Sin duda, no debió dejárselo llevar a un parvulario, pero la niña estaba orgullosa de la gran cantidad de piezas que encajaban en aquella caja, y había aprendido a manejarlas con cuidado. Y puso mucho, ciertamente, a la hora de colocar las tazas en los platitos y poner dentro de cada una de ellas una cucharita de porcelana ante una docena de sus compañeros de clase mientras éstos tomaban asiento en las mesas que les llegaban a la altura de las rodillas.
Después que les hubo servido a todos el «té» (el omnipresente zumo de piña), Kevin levantó su taza por la diminuta asa, en una especie de brindis …, y la estrelló contra el suelo.
En rápida sucesión, los once bebedores de «té» siguieron su ejemplo. Y, antes de que la señorita Fabricant pudiera dominar la situación, los platos y las cucharitas corrieron la misma suerte en rápida y tintineante sucesión; consecuencia de todo ello fue que, cuando la madre de Muffet fue a recoger a su llorosa hija, del preciado juego de té tan sólo quedaba la tetera.
Si alguna vez albergué la esperanza de que mi hijo mostrara cualidades de liderazgo, no era en aquello, precisamente, en lo que estaba pensando. Pero, cuando me permití hacerle esa observación a la señorita Fabricant, vi que no estaba para bromas. Noté que, en general, su euforia veinteañera de moldear a todos aquellos receptivos angelitos y transformarlos en vegetarianos partidarios de la multiculturalidad, preocupados por el medio ambiente y ansiosos por corregir las injusticias en el Tercer Mundo estaba empezando a debilitarse. Aquél era su primer año de tener que limpiarse las gotas de pintura al agua de las cejas, de irse a dormir por la noche con el sabor salado de la cola en las encías y de echar a tantos niños de la clase a la vez para que se «calmaran», ya que no le era posible realizar ninguna actividad de la que pudieran necesitar calmarse. Al fin y al cabo, en su presentación del curso, en septiembre, había afirmado que «simplemente, le encantaban los niños», una afirmación que siempre he puesto en cuarentena. En boca de mujeres jóvenes, como la señorita Fabricant, con una naricilla chata y respingona y anchas caderas, esa inverosímil afirmación parece poder descodificarse como «me muero de ganas de casarme». Por mi parte, tras haber tenido no un hijo, sino aquel hijo, no podía entender que alguien pudiera decir que le gustaban los niños, así, en general, de la misma manera que no me parecía posible que nadie pudiera decir con sinceridad que quería a todo el mundo en un sentido lo suficientemente amplio para incluir a los más terribles dictadores, los más conocidos artistas cinematográficos y el vecino del piso de arriba que salta dos mil veces a la comba a las tres de la madrugada.
Tras relatarme con un teatral susurro el terrible acontecimiento, comprendí que esperaba que me ofreciera inmediatamente a pagar el juego de té roto. Desde el punto de vista financiero, podía permitírmelo sin dificultad, cualquiera que fuese su valor, pero no podía aceptar la suposición implícita de una total responsabilidad por parte de Kevin. Reconócelo, Franklin, te hubiera dado un ataque. Eras muy sensible a la idea de que señalaran con el dedo a nuestro hijo, o, como habrías dicho tú, de que lo persiguieran. Técnicamente, él sólo había roto una pieza, por lo que cubrir una duodécima parte de la pérdida era toda la compensación que hubieras aceptado. Le aseguré también a la señorita Fabricant que hablaría con Kevin acerca de la importancia de «respetar las propiedades de los demás», pero esa seguridad no pareció entusiasmarla. Tal vez intuía que mis sermones habían empezado a adoptar la saltarina y burlona cadencia de las alegres canciones que canturrean las niñas cuando saltan a la comba.
—Eso no estuvo bien, Kevin —le dije ya en el coche—. Hablo de lo de romper la taza de té de Muffet.
No tengo idea de por qué los padres persistimos en creer que nuestros hijos ansían que pensemos que son buenos, si, cuando calificamos a nuestras amistades de muy buenas personas, queremos dar a entender, habitualmente, que son aburridas.
—Tiene un nombre estúpido.[9]
—Eso no quiere decir que merezca que…
—Me resbaló de los dedos —dijo en tono nada convincente.
—No es lo que me dijo la señorita Fabricant.
—¿Cómo puede saberlo? —dijo, y bostezó.
—¿Y cómo te sentirías tú si tuvieras algo que te gustara más que cualquier otra cosa, lo llevaras a tu clase para enseñárselo a tus compañeros y alguien te lo rompiera?
—¿Como qué? —preguntó con una inocencia teñida de autocomplacencia.
Busqué al azar en mi cabeza un ejemplo de algo que tuviera Kevin y le gustara especialmente, pero no lo encontré. Al realizar una búsqueda exhaustiva, sentí la misma creciente decepción que me causó en cierta ocasión palparme sucesivamente todos los bolsillos tras descubrir que aquel en el que llevaba siempre el monedero estaba vacío. Era asombroso. Durante mi infancia, escasamente provista de bienes, atesoraba con verdadero fetichismo las baratijas más insignificantes: desde un monito de cuerda al que le faltaba una pata, llamado Cloppity, hasta un descolorido paquete de cuatro frascos vacíos de colorantes alimentarios.
Y no es que a Kevin le faltaran cosas que atesorar, ya que lo colmabas de juguetes. Temía parecerte una aguafiestas si te comentaba que no hacía ningún caso de aquellas consolas Game Boy Júnior o aquellos camiones volquete Tonka que cubrían el parqué, y, además, aquella plétora de regalos parecía indicar que te dabas cuenta de que ninguno de los anteriores había tenido aceptación. Tal vez tu generosidad hiciera que el tiro te saliera por la culata y lo único que consiguieras fuera extender por su cuarto lo que debía de parecerle una capa de basura de plástico; y tal vez se dijera que nos era fácil hacerle regalos comerciales, pues éramos ricos, y, por consiguiente, que, por muy caros que fueran, en el fondo, no valían nada.
Por eso me pasé a veces semanas enteras haciendo juguetes manuales, personalizados, que, hipotéticamente, hubieran tenido que significar algo para él. Procuraba, asimismo, que lo viera, para que se diera cuenta de que el trabajo que me tomaba era fruto del amor. Pero a lo máximo que llegó su curiosidad fue a preguntarme un buen día, en tono irritado, por qué no le compraba, simplemente, un libro de cuentos. Por lo demás, una vez mi libro de cuentos con dibujos hechos a mano estuvo colocado entre dos cubiertas de cartón pintadas, perforado y atado con un brillante bramante, se limitó a mirar por la ventana con aire ausente mientras se lo leía en voz alta. Reconozco que el argumento giraba en torno al trillado tema de un niño al que se le extravía su querido perro, Snippy, siente muchísimo su pérdida y lo busca por todas partes, hasta que, finalmente, lo encuentra. Es probable que me inspirara en Lassie al escribirlo, porque nunca he presumido de tener especiales dotes para la narración. Reconozco también que los colores, acuarelas, se me corrieron en algunos dibujos. Pero me engañaba al pensar que era la intención lo que contaba por encima de todo. Por muchas alusiones que hubiera hecho en el relato a los cabellos morenos y a los ojos pardos del protagonista, en ningún momento conseguí que Kevin se identificara con aquel niño de mi historia que se apenaba por la pérdida de su cachorrillo. (¿Recuerdas cuando quisiste comprarle un perro a Kevin? Te pedí que no lo hicieras. Y me alegró que no me obligaras a explicarte mis motivos, porque jamás me los expliqué a mí misma. Sólo sé que cuando pensaba en nuestro alegre labrador negro o en nuestro fiel setter irlandés, me sentía horrorizada). Kevin no mostró interés por el libro hasta que me fui a preparar la cena y lo dejé a solas con él; al volver, me encontré con que había garabateado con rotulador todas las páginas, en una especie de precoz edición interactiva, por lo visto. Posteriormente ahogó a su osito de peluche, con sus dos ojos hechos con botones, en las aguas del lago del Oso, en una interpretación sumamente adecuada del topónimo, y tiró por el sumidero del camino para coches varias piezas blancas y negras de mi rompecabezas de madera que representaba a una cebra.
Eché mano, entonces, de una antigua historia.
—¿Te acuerdas de tu pistola de agua?
Kevin se encogió de hombros.
—¿Recuerdas cuando mami perdió la paciencia, pisoteó la pistola y la rompió? —Había cogido la mala costumbre de hablar de mí en tercera persona; puede que ya hubiera empezado a disociarme, y que mami fuera ahora mi álter ego virtuoso: un amable icono materno con las manos llenas de harina y un puchero calentándose en los fogones, que solventaba las disputas entre los traviesos niños del vecindario a base de narrarles fascinantes historias y repartir entre ellos galletas de chocolate recién sacadas del horno. Pero, al mismo tiempo, Kevin había dejado de llamarme mami, lo que relegaba ese diminutivo a ser el nombre que yo me daba en mis conversaciones con él, lo cual, sin duda, resultaba más bien tonto por mi parte. En el coche, me intranquilizó darme cuenta de que, desde hacía ya bastante tiempo, Kevin había dejado de llamarme, de la forma que fuera. Esto puede parecer imposible, ya que los hijos emplean, generalmente, el nombre de sus padres para llamarlos cuando necesitan algo, aunque sólo sea atención, pero es que Kevin aborrecía pedirme incluso que volviese la cabeza hacia él—. Aquello no te hizo ninguna gracia, ¿verdad?
—No me importó —respondió Kevin.
Mis manos resbalaron por el volante y pasaron de las diez y diez a unas desganadas siete y veinticinco. Kevin tenía buena memoria. Puesto que, según tú, cuando desfiguró mis mapas sólo había intentado ayudar, le compraste otra pistola de agua, que él arrojó enseguida al fondo de un baúl de juguetes y no volvió a tocar nunca más. La pistola de agua ya había sido útil para sus propósitos. Incluso tuve el terrible presentimiento, cuando acabé de pisotearla, de que, puesto que le había tenido tanto apego, estaba contento de verla desaparecer.
Cuando te conté el incidente del juego de té, estuviste a punto de desecharlo, como si no tuviera la menor importancia, pero te lancé una mirada de advertencia: habíamos hablado de la necesidad de presentar un frente unido.
—Bueno, Kev —le dijiste alegremente—. Ya sé que los juegos de té son cosa de chicas, y más bien repipis. Pero no los rompas, ¿de acuerdo? No está bien. Y ahora, ¿qué tal si jugamos un poco con el disco volador? Tenemos tiempo para perfeccionar tus tiros antes de la cena.
—¡Estupendo, papá!
Recuerdo haber visto, desconcertada, cómo Kevin se encaminaba al armario en busca del disco. Con los puños cerrados y los codos salientes, daba toda la impresión de ser un chiquillo corriente, bullicioso, encantado de jugar con su padre en el jardín. Sólo que su actitud semejaba demasiado la de un chiquillo corriente. Parecía estudiada. Incluso aquel: «¡Estupendo, papá!» daba la sensación de haber sido ensayado; recordaba tanto su nai-nai de una etapa anterior, que me daba mala espina. Tuve la misma desagradable sensación que me sobrevenía aquellos fines de semana en que Kevin te decía gritando —sí, gritando—. «¡Papá, papá, es sábado! ¿No podríamos ir a ver otro campo de batalla?». Y te mostrabas tan encantado, que no me atrevía a sugerirte la posibilidad de que estuviera tomándote el pelo. Por esa misma razón, os observé desde la ventana del comedor, y no me podía creer que, al cabo de tanto tiempo de practicar, Kevin siguiera siendo tan rematadamente malo al lanzar el disco: todavía lo lanzaba de lado, sujetando el borde con el dedo corazón, y su corto recorrido terminaba a unos diez metros de tus pies. Eras paciente con él, pero no pude menos que preguntarme si Kevin no querría poner a prueba tu paciencia.
Bueno, no recuerdo todos los incidentes de ese año, aparte del hecho de que fueron varios y de que los desechabas con un gesto de indiferencia:
—Todos los chicos tiran de unas cuantas coletas, Eva…
Te oculté varios de esos incidentes porque, para mí, contarte el mal comportamiento de nuestro hijo era como si me chivara, y acababa sintiéndome avergonzada de mí, no de él. Te los habría explicado sin reparos de haber sido su hermana, pero ¿puede ser chivata una madre? Bueno, parece que sí.
Sin embargo, lo que contemplé… creo que fue en marzo… No sé por qué me desazonó tanto, pero no me lo pude guardar. Fui a buscar a Kevin a la hora habitual, pero nadie parecía saber dónde estaba. La expresión de la señorita Fabricant era cada vez de más apuro, aunque, tal como estaban las cosas entonces, si Kevin hubiera sido raptado por alguno de los criminales pedófilos que se nos hacía creer que acechaban detrás de cada arbusto, habría sospechado que ella lo había contratado para secuestrarlo. Pasó un rato antes de que a una de las dos se le ocurriera mirar en los lavabos. Tratándose de nuestro hijo, parecía difícil que se ocultara allí.
—¡Aquí está! —gritó su profesora en la puerta del lavabo de las niñas, y al punto se le cortó la respiración.
Dudo que tu recuerdo de esas viejas anécdotas sea muy vivo, así que permíteme que te refresque la memoria. Iba al parvulario una niña pequeña, menuda, morenita, llamada Violetta, de la que ya debí de hablarte al comienzo de aquel curso escolar, puesto que me conmovió profundamente. Era callada, muy tímida; solía esconderse detrás de las faldas de la señorita Fabricant, y me costó muchísimo persuadirla de que me dijera su nombre. Era muy guapa, en realidad, pero tenías que fijarte cuidadosamente en ella para poder verlo, cosa que la mayoría de la gente no hacía. Sólo veía su eccema.
Era algo horrible. Tenía todo el cuerpo cubierto de grandes manchas escamosas de color rojo, que se desprendían igual que la caspa y, en ocasiones, formaban costras que se agrietaban. Aquellas manchas le bajaban por los brazos y las delgadas piernas, y, lo peor de todo, cubrían su cara y le daban un aspecto reptiliano. Había oído decir que las enfermedades de la piel se asocian con trastornos emocionales; es posible que me dejara llevar por las suposiciones más peregrinas, pero no paraba de preguntarme si Violetta sufriría malos tratos, o si sus padres estarían pasando por un penoso trance de divorcio. En cualquier caso, cada vez que la miraba algo se rompía dentro de mí, y tenía que reprimir el impulso de estrecharla entre mis brazos. Nunca hubiera deseado una dolencia así para nuestro hijo, pero era justamente la clase de conmovedora enfermedad que me habría gustado que le diagnosticara el doctor Foulke: un trastorno temporal que sanara pronto y que, entretanto, suscitara en mí, cuando lo viera en mi propio hijo, el mismo lago insondable de conmiseración que parecía a punto de rebosar cada vez que veía a la vergonzosa Violetta, una niña que no era mía.
Yo sólo había tenido eccema una vez, en la espinilla, pero bastó para que supiera el terrible escozor que produce. Había oído a la madre de Violetta aconsejarle en voz baja que no se rascara, y suponía que el tubo de pomada que la niña llevaba siempre en el bolsillo de su vestido, y al que se agarraba con aire avergonzado, era un ungüento contra el escozor, puesto que, de tratarse de un medicamento, su valor curativo parecía nulo, ya que aquel eccema daba la sensación de empeorar progresivamente. Pero esas pomadas antipruriginosas son muy eficaces, y Violetta tenía un impresionante control de sí misma: si sentía el impulso de pasarse levemente una uña por uno de los brazos, al instante sujetaba la mano agresora con la otra, como aprisionándola.
El caso es que, cuando oí el grito ahogado de la señorita Fabricant, corrí a reunirme con ella en el umbral de la puerta del lavabo de las niñas: allí estaba Kevin, dándonos la espalda, hablando en susurros. Cuando empujé la puerta un poco más, interrumpió lo que estaba haciendo y dio un paso atrás. Delante de nosotros, frente a los lavabos, se hallaba Violetta. Iluminaba su rostro lo que sólo puedo definir como una expresión de felicidad. Tenía los ojos cerrados, los brazos fúnebremente cruzados, con cada mano apoyada en el hombro opuesto, y el cuerpo inclinado, como si estuviera a punto de sufrir una especie de desmayo. Creo que no nos hubiéramos atrevido a turbar el extático arrobo que tanto merecía aquella pequeña de no haber estado cubierta de sangre.
No quiero ser melodramática. Pronto se aclaró todo cuando, tras dejar escapar un grito, la señorita Fabricant apartó a un lado a Kevin, cogió unas toallas de papel y pudo verse que las abrasiones de Violetta no eran tan graves como parecían. Le sujeté las manos para evitar que se rascara la parte superior de los brazos, mientras su maestra le aplicaba en los miembros y en la cara toallas húmedas, en un desesperado intento de adecentarla un poco antes de que llegara su madre. Después intenté sacudir de su vestido azul marino las partículas blancas, semejantes a caspa, que se le habían adherido, pero se agarraban a la franela como si fuera velero. No tuvimos tiempo para limpiar las salpicaduras de sangre del borde del vestido y los fruncidos de sus mangas abollonadas. La mayoría de las heridas eran superficiales, pero las tenía por todo el cuerpo, y en cuanto la señorita Fabricant aplicaba una toalla húmeda sobre una zona del eccema —que había perdido su feo tono morado para adquirir un incandescente magenta—, ésta se perlaba de sangre que al punto comenzaba a correr.
Mira, Franklin: no pretendo que volvamos a discutir sobre eso. Sé muy bien que es posible que Kevin ni siquiera llegara a tocarla. Por lo que vi, pudo rascarse ella hasta sangrar, sin necesidad de ayuda. Sentiría picor y tal vez cediera al impulso de rascarse, y hasta me atrevería a decir que arrancarse con las uñas aquellas horrendas costras rojas debió de parecerle una gozada. Creí notar, incluso, cierta nota de venganza infantil en la extensión del daño, o tal vez una errónea idea curativa de que le bastaría una intervención «quirúrgica» a fondo para librarse por completo, de una vez por todas, de aquella pesadilla escamosa.
Nunca olvidaré la expresión de su cara cuando la encontramos, porque no sólo mostraba placer, sino una liberación salvaje, primitiva, casi pagana. Sabía que le dolería después; sabía que sólo conseguiría empeorar el estado de su piel, y sabía que su madre pondría el grito en el cielo; y era precisamente esa certeza lo que traslucía su expresión y hacía que pareciera, pese a tratarse de una niña de cinco años, un tanto aviesa. Se sacrificaba a sí misma en aquel glorioso hartazgo de rascarse, y al diablo las consecuencias. Y, lo que es más, aquellas consecuencias —la sangre, el escozor, la regañina al volver a casa, las antiestéticas costras negras durante las próximas semanas—, por lo grotescas que eran, parecían latir en el fondo de su placer.
Aquella noche te enfureciste.
—O sea, que esa pequeña se rascó. ¿Qué tiene que ver mi hijo con ello?
—¡Que estaba allí! ¡Que la pobre niña se desollaba viva y él no hizo nada!
—¡No es su niñera, Eva, es uno más de los niños del parvulario!
—Podía haber llamado a alguien, ¿no? Antes de que la cosa llegara hasta aquel extremo.
—Tal vez, pero no cumplirá seis años hasta el mes que viene. No puedes esperar de él que sea tan decidido, ni que sepa qué es ir demasiado lejos, cuando todo lo que hacía ella era rascarse. ¡Y nada de todo eso explica, ni remotamente, que hayas dejado que Kevin se paseara por casa toda la tarde con la cara embadurnada de mierda!
Ése fue un raro error por tu parte, Franklin. Olvidaste decir caca.
—Es culpa de Kevin que sus pañales huelan mal, porque, para empezar, es culpa suya que aún tenga que llevarlos. —Bañado ya por su ofendido padre, Kevin estaba ahora en su cuarto, pero hablaba en voz alta, para que mis palabras llegaran hasta él—. ¡Estoy desesperada, Franklin! Le he comprado montones de libros que explican las ventajas de ir al retrete, pero le parecen estúpidos, porque están pensados para niños de dos años. Se supone que debemos esperar hasta que tenga interés por hacer sus necesidades él solito, pero no lo tiene. ¿Por qué habría de tenerlo, si mamá se encarga siempre de limpiarlo? ¿Hasta cuándo vamos a dejar que siga esto? ¿Hasta que vaya a la universidad?
—De acuerdo, reconozco que estamos ante lo que los psicólogos llaman un bucle de reforzamiento positivo. Le sirve para llamar la atención…
—No estamos ante ningún bucle, Franklin, estamos en guerra… Y nuestras fuerzas están diezmadas. Nos faltan municiones. Y han desbordado nuestros flancos.
—¿Por qué no aclaramos las cosas? ¿Tu nueva teoría de cómo enseñar a los niños a ir al retrete consiste en dejar que se revuelquen en su propia mierda e incluso embadurnen con ella nuestro sofá blanco? ¿Eso es instructivo? ¿O sólo se trata de un castigo? Porque me da en la nariz que esta nueva terapia tuya tiene mucho que ver con tu lunática indignación porque una de sus compañeras de clase tenga eccema.
—Él la incitó.
—¡Por el amor de Dios, Eva…!
—Violetta se portaba siempre bien, muy bien, y dejaba tranquilo a su eccema. De pronto, la encontramos en el lavabo con su nuevo amiguito, que está inclinado sobre ella, animándola… ¡Dios mío, Franklin! ¡Ojalá la hubieras visto! Me recordó esa vieja historia de miedo que circuló por los años sesenta acerca de un colgado que se arrancó la piel de los brazos porque pensaba que los tenía infestados de bichos.
—¿No se te ha ocurrido que, si la escena era tan terrible, Kevin también podía sentirse un poco traumatizado? ¿Que tal vez también necesitara consuelo y seguridad, y alguien con quien hablar al respecto, en lugar de verse desterrado a su propia cloaca? ¡Diantre! Por menos de eso les quitan los hijos a sus padres.
—¡Qué bien! —murmuré.
—¡Eva!
—¡Bromeaba!
—¿Por qué lo castigaste? —me preguntaste, desesperado.
—Porque no estaba «traumatizado», sino muy satisfecho. Porque, mientras veníamos a casa en el coche, los ojos le centelleaban. No lo había visto tan pagado de sí mismo desde el día en que destripó su tarta de cumpleaños.
Te dejaste caer en un extremo de nuestro poco práctico sofá blanco y ocultaste la cabeza en las manos. No podía acercarme a ti, porque el otro asiento aún tenía manchones de color pardo oscuro.
—Yo también estoy desesperado, Eva. —Te frotaste las sienes—, pero no por culpa de Kevin.
—¿Es una amenaza…?
—No es una amenaza…
—¿A qué te refieres, entonces…?
—Tranquilízate, Eva, por favor. No voy a romper nunca nuestra familia.
Hubo un tiempo en el que no habrías dicho eso, sino Nunca te dejaré. Aquella solemne afirmación estaba cargada de solidez, mientras que las promesas de amor eterno de un amante muchas veces resultan ser frágiles, y acaba llevándoselas el viento. Y, sin embargo, no sé por qué, me entristeció tu firme compromiso con nuestra familia.
—Me ocupo de vestirlo —dije—, y de alimentarlo, si me deja. Lo llevo a todas partes. Le preparo los bocadillos para el parvulario. Me tiene a su disposición de la mañana a la noche. Le cambio los pañales seis veces al día. Pero lo único que importa es que una tarde en la que me ha causado una terrible preocupación, en la que incluso me ha asustado, no he podido soportar la idea de acercarme a él. No trataba de castigarlo, exactamente. Es que en aquel lavabo parecía tan… —Deseché tres o cuatro adjetivos, por lo fuertes que eran, y, finalmente, renuncié a seguir buscando—. Cambiarlo me pareció un acto demasiado íntimo.
—Tú sabrás lo que quieres decir. Porque no tengo ni idea de qué niño hablas. Tenemos un hijo sano y feliz. Y estoy empezando a pensar que también de una inteligencia fuera de lo común. —Estuve a punto de exclamar: ¡Eso, precisamente, es lo que me asusta!, pero me contuve—. Si a veces guarda algo para sí, es porque es un chico serio, reflexivo. Por lo demás, juega conmigo, me abraza cuando me da las buenas noches, le leo cuentos. Y, cuando estamos él y yo solos, me lo explica todo…
—¿Qué es lo que te explica?
Levantaste las palmas de las manos al cielo.
—Lo que ha dibujado, lo que ha comido para almorzar…
—¿Y tú crees que eso es explicártelo todo?
—¿Estás loca? ¡Tiene tan sólo cinco años, Eva! ¿Qué más puede explicarme?
—Por ejemplo, para empezar, lo que ocurrió el año pasado con aquel grupo teatral formado por niños que todavía no iban al parvulario. Todas las madres, una tras otra, se llevaron de él a sus chicos. Oh, por supuesto, con la correspondiente excusa: que si Jordán no paraba de resfriarse, que si Tiffany se sentía incómoda por ser la más pequeña… Hasta que quedaron sólo Kevin y los chicos de Lorna, y entonces ella va y me dice que, como ya no formamos un grupo, será mejor dejarlo. Semanas después me presento en su casa sin avisar, para darle un regalo de Navidad… ¿y qué crees que me encuentro? A todos los miembros del antiguo grupo teatral reunidos en su sala de estar. Lorna estaba avergonzada, y no hablamos de aquel tema, pero, puesto que Kevin te lo explica todo, ¿por qué no le pides que te diga qué indujo a aquellas madres a escabullirse para volver a reunirse después en secreto, sólo para evitar a nuestro «feliz y sano» hijo?
—No se lo preguntaré, porque se trata de una historia desagradable, y podría herir sus sentimientos. Y porque, por mi parte, no le veo el misterio: capillitas, envidias y chismorreos propios de un pueblo pequeño. Algo muy típico de esas madres que se quedan en casa y tienen todo el tiempo del mundo para sí.
—Yo soy una de esas madres que se quedan en casa, y te recuerdo que a costa de un importante sacrificio, además. ¡Y lo último que nos sobra es tiempo!
—¡Entonces, es que le hicieron el vacío! ¿Por qué no te sientes furiosa con ellas por eso? ¿Por qué das por sentado que nuestro hijo les hizo algo a los otros chicos, y ni se te ocurre que pudiera ser víctima de la maledicencia de alguna madre neurótica que le cogió ojeriza?
—Pues porque soy consciente de que Kevin no me lo explica todo. De paso, podrías preguntarle también por qué no hay ni una canguro dispuesta a volver a esta casa.
—No necesito preguntárselo. A la mayoría de los adolescentes de este barrio sus padres les dan cien dólares para pasar la semana. Sólo doce dólares por hora por cuidar a un niño no es muy tentador.
—De acuerdo. Pero podrías pedirle, como mínimo, a tu dulce y confiado niñito que te explicara qué fue, exactamente, lo que le dijo a Violetta.
No es que nos pasáramos la vida peleándonos de ese modo. Muy al contrario; y, sin embargo, son las peleas lo que mejor conserva mi memoria; resulta curioso que el recuerdo de los días normales sea el que primero se desvanece. No soy de esas personas que disfrutan con las peleas; aunque, tal como han ido las cosas, tal vez sea una lástima. A pesar de ello, es posible que disfrutara rascando la seca superficie de nuestra paz cotidiana del mismo modo que Violetta se arrancó con las uñas la agrietada costra que cubría sus miembros, pues las dos ansiábamos que algo brillante y líquido fluyera de nuevo, que manara y corriera viscoso entre nuestros dedos. Y, no obstante, temía lo que pudiera encontrar debajo. Temía que, en el fondo, odiara mi vida y aborreciera ser madre, y que incluso, en algunos momentos, odiara ser tu mujer, pues eras el responsable de que mis días se hubieran convertido en un torrente interminable de orines y mierda, y de galletas que ni siquiera le gustaban a Kevin.
Pero, por mucho que nos gritáramos mutuamente, la crisis de los pañales seguía sin resolverse. Invirtiendo de un modo extraño nuestros respectivos papeles, tendías a considerar que aquel problema tenía grandes complicaciones internas, mientras que yo pensaba que era muy sencillo. Queríamos que Kevin fuera al retrete, y, por eso, no le daba la gana hacerlo. Como no estábamos dispuestos a cejar en nuestra insistencia para que lo utilizara, yo no le veía la solución.
Te pareció ridículo, sin duda, que utilizara la palabra guerra. Pero cuando acorralaba a Kevin en la mesa para cambiarlo —demasiado pequeña ya para aquella tarea, por lo que las piernas le colgaban por el borde—, pensaba a menudo en esas desorganizadas guerras de guerrillas en las que tropas rebeldes mal equipadas y harapientas se las componen sorprendentemente bien para infligir graves pérdidas a poderosos ejércitos estatales. Carentes del amplio, pero difícil de manejar, arsenal del poder, los rebeldes tienen que recurrir a la astucia. Sus ataques, aunque, en general, poco decisivos, son frecuentes, y su constante labor de zapa puede ser más desmoralizadora con el tiempo que unas pocas operaciones espectaculares que causen gran número de bajas. Dada su gran desventaja por lo que respecta al armamento, las guerrillas recurren a lo que tienen a mano y, a veces, encuentran en los materiales más corrientes una devastadora capacidad de destrucción. Tengo entendido que es posible, por ejemplo, fabricar bombas aprovechando el metano producido en los estercoleros. Kevin, por su parte, también llevaba a cabo una operación militar sacando partido de lo que tenía más a mano, y también había aprendido a convertir la mierda en un arma.
Lo cierto es que se dejaba cambiar los pañales sin demasiadas dificultades. Parecía disfrutar con aquel ritual, y creo que el hecho de que lo realizara cada vez más deprisa también le resultaba agradable, pues debía de darse cuenta del creciente embarazo que me causaba limpiar los pequeños y duros testículos de un crío que ya tenía casi seis años.
Si Kevin disfrutaba cuando lo cambiaba, yo no. Nadie ha podido persuadirme nunca de que los productos de desecho de un bebé huelan precisamente a rosas, y las heces de un párvulo ya no gozan de semejante reputación. Las de Kevin eran cada vez más firmes y pegajosas, y en el cuarto donde lo cambiaba reinaba ahora el acre y viciado hedor de los túneles del metro colonizados por los sin hogar. Me avergonzaban las montañas de pañales no biodegradables que tirábamos al vertedero local. Y lo peor de todo era que algunos días Kevin parecía retener deliberadamente parte del contenido de sus intestinos a fin de realizar una segunda evacuación. No era un Leonardo con los lápices de cera, pero mostraba un notable virtuosismo en el control de su esfínter.
Recuerda que sólo expongo las circunstancias que condujeron a aquella tarde de julio; no trato de rehuir mi responsabilidad. Y comprenderé que te sientas horrorizado. Ni siquiera te pido perdón; ya es tarde para eso. Pero necesito desesperadamente que me comprendas.
Kevin acabó el parvulario en junio, y nos tocó estar juntos todo el verano. (Entiéndeme, yo le crispaba los nervios tanto como él a mí). A pesar de los modestos éxitos de la señorita Fabricant al conseguir que Kevin realizara aquellos dibujos que recordaban los pelos jabonosos sacados del desagüe de la bañera, el método Montessori no obraba maravillas en nuestro hogar. Kevin aún no había aprendido a jugar. Si lo dejabas que se entretuviera solo, permanecía sentado en el suelo como un fardo y mostraba un malhumorado aire de indiferencia que acababa volviendo opresiva la atmósfera de toda la casa. Por eso trataba de implicarlo en proyectos como el de hacer títeres con calcetines, para lo cual llevaba al cuarto de jugar hilo, botones, cola y retales de tela de brillantes colores. Me sentaba junto a él en la moqueta y pasaba un rato realmente estupendo, sólo que, al final, yo tenía un conejito con una boca de fieltro rojo, grandes y colgantes orejas azules y patillas hechas con pajitas de sorber refrescos, y él tenía el brazo lleno de cola hasta el codo. No esperaba que nuestro hijo fuera, necesariamente, un genio de la artesanía, pero hubiera podido, por lo menos, hacer un esfuerzo.
Como en septiembre empezaría el primer curso de primaria, traté también de darle un empujoncito enseñándole lo más básico.
—¿Trabajamos un poco con los números? —le propuse.
—¿Para qué?
—Pues para que cuando vayas a la escuela sepas más de aritmética que cualquiera de tus compañeros.
—¿Para qué sirve la aritmética?
—¿Recuerdas que ayer mami pagó unas facturas? Para hacerlo, tienes que saber sumar y restar, y así sabrás también qué dinero te queda.
—Tú usaste una calculadora.
—Sí, pero tienes que saber aritmética para asegurarte de que la calculadora funciona bien.
—¿Por qué la usas, si no funciona siempre?
—Siempre funciona —protesté.
—Pues entonces no necesitas la aritmética.
—Para manejar la calculadora tienes que saber cómo es la figura de un cinco, ¿no? —le contesté, aturullada—. Contemos un rato ahora. ¿Qué número sigue al tres?
—El siete —respondió Kevin.
Seguimos así hasta que, tras una respuesta más al buen tuntún («¿Qué número va antes del nueve?». «El cincuenta y tres.»), se quedó mirándome de hito en hito con los ojos apagados y se puso a recitar en tono cansino, sin parar:
—Unodostrescuatro cincoseissieteocho nuevediezoncedoce… —De vez en cuando, hacía una pausa para respirar, pero, por lo demás, continuó sin ningún fallo hasta llegar a cien—. ¿Y ahora, podemos dejarlo?
Me había tomado el pelo, evidentemente.
Tampoco desperté en Kevin el menor entusiasmo por la lectura.
—Y no me preguntes —lo atajé inmediatamente después de sugerirle que dedicara un rato a leer—. «¿Para qué sirve?», o «¿Qué conseguiré leyendo?». Pero te lo explicaré. A veces te aburrirás, o no tendrás nada que hacer, y entonces lo mejor es leer un libro. Puedes hacerlo incluso si vas en un tren o esperas en una parada de autobús.
—¿Y si el libro es aburrido?
—Pues lees otro. Hay más libros en el mundo que tiempo para leerlos, así que nunca los acabarás.
—¿Y si todos son aburridos?
—Eso no puede ser, Kevin —le respondí tajantemente.
—Pues yo pienso que sí —me objetó.
—Además, cuando seas mayor, necesitarás trabajar, y tendrás que leer y escribir realmente bien, o nadie te contratará.
Dije para mí, no obstante, que, de ser eso cierto, la mayoría de la población del país estaría sin trabajo.
—Papá no escribe. Va por ahí con el coche y hace fotos.
—Hay otros trabajos…
—¿Y si no quiero trabajar?
—Entonces, tendrás que recurrir a la asistencia social. El gobierno te dará un poco de dinero, para que no te mueras de hambre, pero no lo suficiente para hacer cosas divertidas.
—¿Y si no quiero hacer nada?
—¡Claro que querrás! Si ganas dinero, podrás ir a cines y a restaurantes, y hasta viajar a otros países, como hacía mamá.
Al decir hacía, se me escapó un suspiro.
—Creo que recurriré a la asistencia social.
Era una de esas afirmaciones infantiles que les había oído repetir risueñamente a otros padres cuando cenábamos juntos, y me esforcé por encontrarla adorable.
No sé cómo se las arreglan esas familias que educan a sus hijos en casa. Kevin parecía no prestarme jamás atención, como si escucharme fuera una indignidad. Sin embargo, de un modo u otro, a mis espaldas, aprendía lo que necesitaba saber. Y lo hacía de la misma manera que comía: de un modo furtivo y astuto, acumulaba la información igual que estiraba la mano para coger un bocadillo de queso cuando creía que nadie lo observaba. Aborrecía reconocer que ignoraba algo, por lo que su hábito de hacerse el tonto era una especie de manta destinada a tapar las numerosas lagunas de su educación. Para Kevin fingir ignorancia no era vergonzoso, y nunca fui capaz de distinguir si su estupidez era fingida o real. Por ejemplo, si cuando estábamos cenando se me ocurría criticar el papel de Robin Williams en El club de los poetas muertos calificándolo de trillado, y me sentía obligada a explicarle a Kevin que esa palabra significaba «que algo no es original, que muchos otros lo han hecho o dicho ya», respondía a mi definición con un precoz «Ya lo sé». ¿Acaso había aprendido el significado de trillado a los tres años, cuando fingía que no sabía hablar? ¿Tú qué opinas?
En todo caso, después de semanas enteras de destrozar chapuceramente el alfabeto («¿Qué letra viene después de la erre?». «Eleemeeneo.»), cortó una de mis invectivas («¿Cómo puedes quedarte sentado esperando a que el conocimiento se te meta voluntariamente por el oído?») recitándomelo con impecable corrección de principio a fin, aunque desentonando de un modo tan evidente, que hasta a la persona con menos oído musical le habría sonado a falso, y en una clave en tono menor que hacía que la cantilena que emitía tan campante nuestro hijo recordara el kaddish. Aquello no parecía de cosecha propia, así que debieron de enseñárselo en el parvulario. Cuando acabó, dijo burlonamente:
—Ahora que ya te he dicho el abecedario, dime qué piensas de mí.
A lo que repliqué, furiosa:
—¡Pienso que eres un niño muy malo, que disfruta haciéndole perder el tiempo a su madre!
Me sonrió de un modo extravagante, con ambas comisuras de los labios.
Kevin no era precisamente desobediente; eso es un detalle inexacto, por más que haya aparecido con frecuencia en los artículos de la prensa dominical. De hecho, era capaz de realizar con escalofriante precisión las tareas que le asignaba. Tras el obligatorio periodo de imitación inepta, con pes tullidas y sin cerrar del todo, encogidas bajo el renglón como si las hubiera abatido de un tiro, adquirió soltura y comenzó a escribir perfectamente entre las líneas de su cuaderno de ejercicios: «Mira, Sally, mira. Ir. Ir. Ir. Correr. Correr. Correr. Corre, Sally, corre». Aquello, no sé por qué, me resultaba desagradable; sólo se me ocurre, para explicar mi desagrado, que Kevin ponía al descubierto el insidioso nihilismo de la cartilla del primer curso de primaria. Hasta la manera como formaba aquellas letras me producía desasosiego: carecían por completo de carácter. Quiero decir que no intentaba realmente desarrollar la escritura de puño y letra tal como la entendemos, la que confiere un sello personal a la grafía estandarizada. Desde el instante en que admitió que sabía escribir, su letra de imprenta se convirtió en una réplica exacta de la de los ejemplos de su libro de texto, sin rabillos ni adornos: a sus tes no les faltó jamás el trazo horizontal, ni a sus les el punto; nunca cegó el espacio interior de sus bes y sus oes, y sus des contuvieron siempre mucho espacio vacío.
Lo que trato de decir es que, aunque técnicamente factible, enseñarle era exasperante. Tú advertías, al volver a casa, sus notables progresos, pero jamás me hizo gozar de uno de esos momentos en que exclamas ¡Eureka! porque el súbito descubrimiento que acaba de hacer el niño compensa al adulto que le enseña de las horas de paciente persuasión y de las repeticiones que acaban atontándolo. Tan poco satisfactorio resulta enseñar a un niño que se niega en redondo a aprender como alimentarlo dejándole, simplemente, un plato de comida en la cocina. Kevin me negaba a propósito esa satisfacción. Estaba decidido a demostrarme que era una inútil y que no me necesitaba. Y, aunque tal vez no estuviera tan convencida como tú de que nuestro hijo era un genio, era muy brillante; bueno, supongo que lo sigue siendo, si es que se puede decir eso de un muchacho capaz de cometer un acto tan terriblemente estúpido. Pero mi experiencia cotidiana como tutora suya fue la de educar a un niño excepcional sólo de acuerdo con esa tradición eufemística que, con el paso de los años, parece buscar sinónimos cada vez más deshonestos de cretino. Me pasé horas y horas preguntándole una y otra vez «¿Cuánto hacen dos y tres?», hasta que, al fin, viendo la malicia con que se negaba terca y reiteradamente a responder «Cinco», lo obligué a sentarse y escribí:
12 387
6945
138 964
3 987 234
Tracé una línea por debajo, y le dije:
—¡Ahí tienes! ¡Suma esos números! ¡Y, ya puestos, multiplica el resultado por veinticinco, si te crees tan listo!
Te echaba de menos durante todo el día, y echaba de menos mi antigua vida cuando estaba demasiado atareada para echarte de menos. Yo, que había llegado a conocer la historia de Portugal hasta el punto de decir los nombres de sus reyes por orden cronológico y saber cuántos judíos fueron ajusticiados en tiempos de la Inquisición, me veía reducida a recitar el alfabeto. Pero no el cirílico ni el hebreo, el alfabeto. Aunque Kevin hubiera sido un alumno aplicadísimo, yo siempre habría visto en aquel cambio una de esas humillaciones que, por lo común, sólo se dan en sueños. De pronto, estoy sentada en el fondo de la clase respondiendo a las preguntas de un examen con un lápiz roto, y, encima, no llevo bragas. Pese a todo, hubiera podido soportar aquel degradante papel de no haber sido por la humillación adicional de llevar ya seis años hartándome de limpiar mierda.
De acuerdo… ¡Vayamos al grano!
Un buen día de julio, por la tarde, siguiendo la tradición, Kevin se ensució y fue limpiado y cambiado de la manera habitual: pañales limpios, crema y polvos de talco, pero tan sólo veinte minutos más tarde completó la evacuación de sus intestinos. Eso supuse, al menos. Sin embargo, en aquella ocasión se excedió. Aquella misma tarde le había instado a que se olvidara de las estereotipadas frases acerca de Sally, que repetía por inercia, y escribiera algo acerca de su vida que le pareciera importante, lo que lo indujo a garabatear en su cuaderno de ejercicios: «En el parvulario todo el mundo dice que mi madre parece una vieja arrugada». Me puse colorada como un tomate. Y entonces percibí una nueva, y terrible, vaharada de mierda. ¡Acababa de cambiarlo dos veces! Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, así que lo agarré por la cintura para ponerlo en pie y tiré de los pantalones y los pañales para cerciorarme. Perdí los nervios.
—¿Cómo lo haces? —le grité—. ¡Apenas comes! ¿De dónde sale todo esto?
Una oleada de calor se extendió por mi cuerpo y casi ni noté que había levantado a Kevin, que ahora colgaba de mis manos con los pies por encima de la alfombra. Daba la impresión de no pesar nada, como si aquel cuerpecillo suyo que parecía albergar inagotables reservas de mierda estuviera hecho de bolitas de poliuretano. No se me ocurre una forma mejor de describirlo. Lo lancé en mitad de su cuarto, con tan mala fortuna, que fue a dar contra el borde de acero inoxidable de la mesa en que lo cambiaba. Se deslizó hacia el suelo con un movimiento que dio la impresión de estar filmado a cámara lenta. Tenía la cabeza ladeada, y en su rostro apareció una expresión de perplejidad, como si por fin hubiera encontrado algo que lo interesara.
Eva