Querido Franklin,
Sí, es el segundo sábado del mes, y de nuevo te escribo en el Bagel Café. Aún tengo en mi retina la imagen de uno de los guardias del reformatorio; tiene la cara llena de verrugas, y me ha mirado con su habitual mezcla de compasión y asco. Los mismos sentimientos que me inspira su cara. Algunas de esas verrugas, grandes y abultadas, son de color pardusco y parecen garrapatas que le estuvieran chupando la sangre, mientras que otras, blancas y de aspecto gelatinoso, crecen a partir de un pedúnculo, a veces bastante largo, por lo que cuelgan. Me pregunto si se siente obsesionado por estas lesiones cutáneas y hace horas extra en Claverack a fin de ahorrar para pagarse su extirpación, o si, por el contrario, le causa una malsana satisfacción tenerlas. Porque la gente parece capaz de acostumbrarse a todo, y es muy corta la distancia que separa la resignación del apego.
De hecho, he leído hace poco que se ha introducido en neurocirugía una nueva técnica, capaz, virtualmente, de curar a algunos enfermos de Parkinson. Tanto éxito tiene esa operación, que ha inducido al suicidio a más de uno de sus beneficiarios. Sí, lo has leído bien: al suicidio. Se acabaron los temblores, se acabaron los movimientos espasmódicos de los brazos que hacen caer las copas de vino en los restaurantes. Pero se acabó también la apenada conmiseración de los desconocidos que miran de soslayo conteniendo una lágrima, y se acabaron también los espontáneos arranques de ternura por parte de cónyuges que tienen una necesidad psicótica de perdonarlo todo. Los enfermos recuperados se sienten deprimidos, tienden a recluirse. No son capaces de soportar ser, simplemente, como todo el mundo.
Entre nosotros, ha empezado también a preocuparme que, de una manera tortuosa y ambigua, haya podido cogerle apego a la desfiguración de mi propia vida. Hoy día la notoriedad es lo único que me permite entender quién soy y cuál es mi papel en los dramas de los demás. Soy la madre de «uno de esos chicos de Columbine» (por cierto, Kevin está muy enfadado porque Littleton,[5] y no Gladstone, se haya convertido en sinónimo de Matanza en el Colegio). Nada de lo que haga o diga hará olvidar nunca ese hecho, y resulta tentador dejar de luchar y aceptarlo. Ésta puede ser la razón de que algunas madres que se encuentran en la misma situación que yo hayan abandonado cualquier intento de recuperar las vidas que llevaban antes, como directoras comerciales o arquitectas, y se dediquen a dar conferencias o a promocionar la Marcha del Millón de Madres.[6] Tal vez Siobhan se refiriera a eso al hablar de «vocación».
Lo cierto es que ha ido creciendo dentro de mí un sano respeto por el hecho en sí, por su tremenda importancia, de la que ningún esfuerzo por narrarlo podrá dar cuenta cabal. Ninguna interpretación de lo ocurrido que intente ofrecerte en estas cartas tiene la más mínima posibilidad de superar la diáfana realidad de aquel jueves, y tal vez fuera el milagro del hecho en sí lo que Kevin descubrió aquella tarde. Puedo comentarlo hasta la saciedad, pero lo que sucedió está ahí, simplemente, de un modo palmario, y se impone del mismo modo que lo tridimensional prevalece sobre lo bidimensional. Por más pintura que arrojaran aquellos vándalos sobre los cristales de nuestras ventanas, la casa siguió siendo una casa, y aquel jueves tiene para mí esa misma consistencia inmutable, como si fuera un objeto que puedo pintar, pero cuya colosal estructura física persistirá con independencia del color que le dé.
¿Sabes una cosa, Franklin? Hoy, en la sala de espera para los visitantes de Claverack, he tenido la tentación de abandonar. Debo advertirte de que no tengo la más mínima queja de las instalaciones del reformatorio. Construido recientemente para prestar servicio a un sector del mercado en rápida expansión, no está aún lleno a rebosar. No hay goteras en sus tejados, y los lavabos funcionan. Una hipotética guía AWAP de los reformatorios estadounidenses le daría una calificación estupenda. Incluso es posible que las aulas de Claverack proporcionen a sus alumnos una formación más sólida que la que ofrecen los modernos institutos de segunda enseñanza a los jóvenes suburbanos, con sus cursos de literatura esquimal o de concienciación del acoso sexual. Pero, dejando aparte los incongruentes colores primarios, de guardería, de la zona de visitas, la estética de Claverack es austera, y pone en evidencia lo aterradoramente poco que queda de la vida cuando le quitas los perifollos que la adornan. La sala de espera para los visitantes, con sus paredes de ladrillos de ceniza pintados de un blanco intenso y su liso linóleo de color verde guisante, carece cruelmente de cualquier elemento que pudiera hacerte agradable la estancia —un inocente cartel turístico de Belice, por ejemplo, o un ejemplar de Glamour—, como si tratara deliberadamente de recordarte por qué estás allí. Es una habitación que no quiere ser confundida con algo tan anodino como la oficina de venta de billetes de una línea aérea o la sala de espera del consultorio de un dentista. El único cartel que hay —de una campaña para la prevención del SIDA— no puede considerarse un adorno, sino más bien una acusación.
Hoy se sentaba detrás de mí una delgada mujer de raza negra y aire tranquilo, una generación más joven que yo, pero, sin duda, también madre. No paraba de dirigir miradas fascinadas a su pelo, trenzado en una complicada espiral que se perdía en el infinito en la parte superior de su cabeza, aunque mi admiración era contrarrestada por un remilgado prejuicio de clase media que me hacía preguntarme cuánto tiempo llevarían sin lavar aquellas trenzas. La serena resignación que mostraba es una característica del comportamiento de los familiares de reclusos de raza negra que frecuentan esa sala. Me he dedicado a estudiarlo.
Las madres de los delincuentes de raza blanca, que son menos, estadísticamente hablando, tienden a mostrar nerviosismo o, si permanecen serenas, a guardar silencio, rígidas como una vara, con las mandíbulas apretadas y las cabezas inmóviles, igual que si les estuvieran haciendo una tomografía axial computadorizada. Si el número de visitantes lo permite, las madres de raza blanca siempre buscan para sentarse los asientos de plástico que tengan, por lo menos, otros dos vacíos a cada lado. A menudo traen periódicos. Rehúyen entablar conversación. El significado de todo eso es muy claro: algo ha alterado el continuo espacio-temporal. No deberían estar allí. A menudo detecto en algunas de ellas el mismo aire ofendido que muestra Mary Woolford: pasean los malhumorados ojos por la estancia como si buscaran a alguien a quien demandar. En los rostros de otras, en cambio, puedo leer una evidente sensación de «esto no me puede pasar a mí»; se trata de una incredulidad tan beligerante que es capaz de provocar en la sala de espera la presencia holográfica de un universo paralelo en el que Johnny, o Billy, volvió a casa de la escuela a su hora habitual, y, como cada tarde, se tomó una pasta y un vaso de leche antes de ponerse a hacer los deberes. Nosotros, los blancos, estamos tan convencidos de nuestros derechos, que, cuando las cosas van mal, no podemos librarnos de la imagen especular, torturadoramente risueña y neciamente optimista, de un mundo que nos merecemos, en el que todo marcha viento en popa.
Las madres negras, por el contrario, se sientan juntas aun cuando la sala esté prácticamente vacía. No siempre hablan, pero en su proximidad hay una asunción de compañerismo, un esprit de corps que recuerda el de un club del libro cuyos miembros, en su totalidad, se pasaran horas y horas intentando arduamente desentrañar un largo texto clásico. Jamás parecen enfadadas, ni resentidas, ni sorprendidas por encontrarse allí. Se sientan en el mismo universo que han habitado siempre. Y las personas de raza negra dan la impresión de tener una comprensión mucho más sutil de la naturaleza de los acontecimientos en el tiempo. Los universos paralelos son ciencia ficción, y lo cierto es que Johnny —o Jamille— no regresó a casa esa tarde. Y punto.
Así y todo, hay un tácito acuerdo entre todas las madres que formamos parte de ese círculo de que no debes pedir detalles acerca de la transgresión que condujo al reformatorio al chico de la mujer sentada a tu lado. Y por ello, aunque la transgresión en cuestión constituya en muchos casos la proyección pública más importante de la familia, en aquella habitación coincidimos en considerar que lo que apareció en la sección local del Times o en la primera página del Postes un asunto privado. Desde luego, de cuando en cuando alguna madre se inclina hacia la cabeza de su vecina para decirle al oído que Tyrone no robó aquel Discman o que el kilo de droga era de un amigo, y él sólo se lo guardaba, pero enseguida las otras madres cruzarán entre sí miradas de soslayo e irónicas sonrisitas, y la pobre señora Vamos a Apelar contra tamaña Injusticia cerrará el pico. (Según Kevin, allí no hay nadie que alegue inocencia, sino todo lo contrario: se inventan crímenes espeluznantes por los que no los han atrapado. «Si la mitad de esos capullos dijeran la verdad», me confesó con un suspiro de cansancio el mes pasado, «en este país quedaría muy poca gente viva». De hecho, Kevin ha alardeado más de una vez de aquel jueves, y los recién llegados no le han hecho ni caso: «Pues yo soy Sydney Poitier, tío». Por lo visto, en una ocasión arrastró a la biblioteca a uno de esos escépticos tirándole de los cabellos, para confirmarle sus credenciales con un viejo ejemplar de Newsweek).
Decía, pues, que me sorprendió la serenidad de aquella joven negra. En lugar de limpiarse las uñas o repasar viejos recibos de la compra olvidados en su monedero, permanecía sentada con el cuerpo muy recto y las manos en el regazo. Miraba de hito en hito la pared que tenía delante, como si leyera por centésima vez el cartel para la prevención del sida. Espero que esto no suene racista —en los tiempos que corren nunca se sabe qué puede resultar ofensivo—, pero encuentro que las personas de raza negra tienen una maravillosa capacidad de esperar, como si hubieran heredado el gen de la paciencia junto con el de la anemia de células falciformes. Lo mismo he observado en África: docenas de africanos permanecen sentados o de pie en la cuneta de la carretera esperando la llegada del autobús o, lo que todavía es más extraordinario, sin esperar nada en particular, sin mostrarse jamás inquietos ni enfadados. No arrancan hierbas para mordisquear las partes tiernas de los tallos con sus incisivos, ni se dedican a trazar maquinalmente dibujos en la seca arcilla roja con los talones de sus sandalias de plástico. Se limitan a permanecer inmóviles, a estar presentes. Es una capacidad existencial —la capacidad de estar, simplemente— de una intensidad que ya quisieran para sí muchas personas que han recibido una esmerada educación.
En determinado momento la vi cruzar la habitación para ir hasta la máquina expendedora de golosinas que hay en un rincón. Debía de tener encendida la luz de «Introducir el importe exacto» o la de «No devuelve cambio», porque se dirigió hacia mí y me preguntó si tenía cambio de un dólar. Tuve que buscar en todos los bolsillos de mi chaqueta y en las profundidades de mi bolso, de manera que, para cuando conseguí reunir las monedas, ella debía de estar ya deseando no habérmelas pedido. Ahora trato tan poco con desconocidos —sigo prefiriendo reservar los vuelos en la oficina trasera de Viajes R Us— que situaciones como ésa me dan pánico. No obstante, tal vez estuviera ansiosa de causar un efecto positivo en la vida de otra persona, aunque sólo fuera ofreciéndole la posibilidad de sacar unas chocolatinas de una máquina. El caso es que aquel incidente un tanto embarazoso rompió el hielo, y, para compensarme del esfuerzo que había hecho para encontrar las monedas, al volver a su asiento decidió darme conversación.
—Debiera haberle traído fruta, supongo —dijo, como disculpándose por el paquete de chocolatinas, que había depositado en su regazo—. Pero bien sabe Dios que no se la comería.
Intercambiamos una mirada de simpatía, maravilladas las dos de que unos muchachos capaces de cometer crímenes de adultos tuvieran paladares tan infantiles y golosos.
—Mi hijo dice que la comida de Claverack es «bazofia para cerdos» —le comenté.
—Oh, mi Marión también se queja de ella constantemente. Dice que no es «apta para el consumo humano». ¿Ya le ha contado su hijo que ponen bromuro en la masa de los panecillos?
(Ese viejo rumor de campamento de verano procede, casi con toda seguridad, de la vanidad de los adolescentes, que presumen de que sus impulsos libidinosos son tan intensos, que para calmarlos hay que recurrir a métodos radicales).
—No; todo cuanto he logrado sacarle es que es «bazofia para cerdos» —respondí—. Pero a Kevin jamás le ha interesado la comida. Cuando era pequeño, temía que se muriera de hambre hasta que me di cuenta de que sólo comía cuando yo no miraba. No le gustaba que los demás vieran que necesitaba comer, como si tener hambre fuera una señal de debilidad. Así que le dejaba un bocadillo donde estaba segura de que lo vería, y me iba de allí. Era igual que alimentar a un perro. Después, por el rabillo del ojo, veía cómo lo agarraba a escondidas y lo devoraba en dos o tres bocados mientras miraba a su alrededor para asegurarse de que nadie lo veía. En una ocasión descubrió que lo espiaba, y escupió lo que tenía en la boca. A continuación, cogió el pan y el queso mordisqueados e hizo con ellos una pasta que aplastó contra el cristal de la puerta de la calle. Allí se quedó pegada. No sé por qué, tardé muchísimo tiempo en quitarla.
Los ojos de mi compañera, antes brillantes, se habían empañado. No había ningún motivo para que le interesaran los gustos alimentarios de mi hijo, y ahora parecía lamentar haber iniciado la conversación. Lo siento, Franklin, pero me paso días enteros sin hablar, y, cuando lo hago, las palabras me salen a borbotones, como si las vomitara.
—En todo caso —proseguí, ahora con más cautela—, ya le he avisado de que, cuando lo transfieran a un centro para adultos, la comida será bastante peor.
La mujer entrecerró los ojos.
—¿No lo dejarán en libertad cuando cumpla los dieciocho años? ¿No es una vergüenza?
Lo que en realidad quería decir, pero no podía, a causa del tácito tabú que imperaba en la sala, era: «Sin duda, debe de haber hecho algo gordo».
—El estado de Nueva York es bastante tolerante con los delincuentes juveniles que todavía no han cumplido dieciséis años —le dije—, pero incluso en él los muchachos convictos de asesinato tienen que pasar en prisión un mínimo de cinco años…, en especial, si han matado a siete compañeros de instituto y a un profesor de inglés. —Hice una pausa y, cuando vi que la expresión de su rostro cambiaba, añadí—: ¡Ah…! Y a un empleado de la cafetería. Tal vez Kevin tenga sentimientos mucho más violentos acerca de la comida de lo que yo creía.
—KK —murmuró mi compañera.
Me parecía oír cómo se rebobinaban sus engranajes cerebrales, igual que rollos de película, mientras buscaba frenéticamente algo que yo hubiera dicho y que ella sólo hubiera escuchado a medias. Ahora tenía motivos para interesarse por la extraña forma de manifestarse del apetito de mi hijo, y por su gusto «musical» por las cacofonías nada melódicas generadas al azar mediante ordenador, y por el ingenioso jueguecito al que solía dedicarse consistente en escribir sus trabajos escolares sólo con palabras de tres letras. Lo que yo acababa de hacer era una especie de truco, de esos que se hacen en las fiestas de sociedad. De pronto, mi compañera se había quedado sin habla, pero no porque yo la aburriera, sino porque ahora sentía cierta timidez. Si le era posible reunir apresuradamente un montón de magullados y pasados detalles de la fruta que se me fuera cayendo a lo largo de mi conversación, podría ofrecérsela a su hermana al día siguiente por teléfono como si fuera una cesta navideña.
—El mismo que viste y calza —le respondí—. ¡Y pensar que hubo un tiempo en que «KK» significaba, simplemente, «Krispy Kreme»![7]
—Eso debe de ser… —balbució. Su actitud me trajo a la memoria que, en un viaje en avión, me pasaron a primera clase, donde me senté junto a Sean Connery. En mi azoramiento, sólo se me ocurrió decirle: «Usted es Sean Connery», lo que supongo que sabía de sobras.
—… debe de ser una cruz muy difícil de sobrellevar —concluyó tartamudeando.
—Sí —asentí. Ya no tenía deseos de captar su atención: estaba pendiente de mis palabras. Y podía controlar la vomitona verbal que me había turbado minutos antes. Ahora me sentía cómoda; incluso encontraba confortable, por extraño que parezca, la silla de plástico de color naranja y diseño anatómico que ocupaba. Cualquier obligación por mi parte de expresar interés por la suerte del hijo de aquella mujer pareció desvanecerse. Ahora era yo la más serena de las dos, y la que merecía atención. Me sentí casi como una reina.
—Su chico… —logró decir—, ¿lo lleva bien?
—Oh, sí. A Kevin le encanta estar aquí.
—¿Cómo es posible? Marión no hace más que maldecir este sitio por una cosa o por otra.
—Hay pocas cosas que interesen a Kevin —dije; concedí a mi hijo el beneficio de la duda, por si, a lo mejor, había alguna—. Nunca ha sabido qué hacer con su tiempo libre. Las horas después que salía del colegio y los fines de semana se le hacían interminables, le pesaban como si fueran los anchos pliegues de un abrigo que le fuera demasiado grande. En cambio, aquí tiene sus días agradablemente reglamentados desde el desayuno hasta la hora de irse a dormir. Y vive en un ambiente en el que es la mar de normal estar cabreado todo el día. Es posible, incluso, que tenga la sensación, hasta cierto punto, de formar parte de una comunidad —admití—. Tal vez no con los demás internos, pero sí con los estados de ánimo que prevalecen en ellos: el asco, la hostilidad, el sarcasmo, que son como viejos amigos para él.
Era evidente que otras visitantes seguían nuestra conversación, pues dirigían miradas de soslayo hacia las sillas que ocupábamos con los movimientos rápidos y voraces de la lengua de un lagarto. Hubiera podido bajar la voz, pero haber conseguido aquella audiencia me causaba un gran placer.
—Seguro que piensa en lo que ocurrió. Tiene que sentir algún…, bueno, ya sabe…
—¿Remordimiento? —sugerí secamente—. ¿Qué podría lamentar?, dígame. Ahora es alguien, ¿no? Y se ha encontrado a sí mismo, como se decía en mis tiempos. No tiene que inquietarse por si es un bicho raro o un chalado por la informática, un empollón, un atleta o un ganso. Tampoco tiene que preocuparse por si es gay: es un asesino. Lo cual resulta maravillosamente ambiguo. Y, lo mejor de todo —respiré hondo—: se ha librado de mí.
—Que está en la gloria, vamos. —Mi interlocutora permanecía algo más distanciada de mí de lo que suelen estarlo las mujeres que mantienen una animada conversación, y me observaba desde un ángulo que se apartaba unos treinta grados de la línea recta. Estos sutiles cambios casi parecían científicos: para ella, yo era un animal de laboratorio—, y usted se ha librado de él.
—No del todo —dije, e hice un gesto de impotencia mientras con el índice derecho hacía como que recorría la sala de espera.
Tras consultar su reloj de pulsera, dio muestras de darse cada vez más cuenta de que tenía la oportunidad, que muy bien podía no volver a repetirse en su vida, de preguntarle a la madre de KK, antes de que fuera demasiado tarde, algo que siempre había querido saber. Cuando escuché sus palabras, ya me imaginaba lo que me iba a decir:
—¿Sabe…, sabe por qué lo hizo?
Es la pregunta que todos parecen morirse de ganas de hacerme: mi hermano, tus padres, mis compañeros de trabajo, los que hacen documentales, el psiquiatra de Kevin, los diseñadores de la página web matanza_gladstone.com… Aunque, es curioso, mi madre no. La tarde en que, a la semana siguiente del funeral de su hijo, después de armarme de valor y aceptar su amable invitación, fui a casa de Thelma Corbitt a tomar café (aunque no me la hizo en voz alta, y se pasó casi todo el rato leyéndome sus poemas y enseñándome lo que me parecieron cientos de fotografías de Denny actuando en representaciones escolares), esa pregunta pareció emanar de ella mediante una serie de pulsaciones e impregnar hasta la ropa que yo llevaba; era evidente que su ansia de comprensión rayaba en la histeria. Como a todos los padres afectados, la torturaba la sensación de que aquel sangriento episodio, cuyos pegajosos restos recogeríamos durante el resto de nuestras vidas, fue innecesario. Completamente innecesario. Que aquel jueves fue una materia electiva, como el grabado o el español. Pero esa continua insistencia, esa muletilla del ¿Por qué?, ¿Por qué?, ¿Por qué?, es tremendamente injusta. ¿Por qué, después de todo lo que he sufrido, me consideran responsable del drama que ha destrozado sus vidas? ¿No basta que sufra el castigo de los hechos para que, encima, tenga que cargar también con la irracional responsabilidad de lo que significan? Aquella joven madre de Claverack no quería herirme, de eso estoy segura; pero sus preguntas, por lo familiares que me resultaban, no hicieron más que amargarme aún más.
—Supongo que fue culpa mía —dije, desafiante—. No fui una buena madre…, fui fría, rigurosa, egoísta. Aunque no puede decirse que no lo haya pagado con creces.
—Muy bien —dijo lentamente al tiempo que acercaba su cuerpo al mío y giraba la cara para mirarme a los ojos—. Y usted puede echarle las culpas de todo a su madre, y ésta, a la suya. Pero, al final, el responsable siempre será alguien que ya está muerto.
Terca en mi sentimiento de culpabilidad, aferrada a él como una niña a su conejo de peluche, no supe qué contestarle.
—¿Greenleaf? —llamó el guardia que vigilaba la sala. Mi compañera metió en el monedero el paquete de chocolatinas y se levantó. Pude notar que calculaba que tenía el tiempo justo para hacerme una pregunta más y aguardar mi respuesta o para confiarme sus pensamientos más íntimos antes de despedirse de mí. Con Sean Connery siempre es éste el dilema: sacarle información o facilitársela. Reconozco que me impresionó que eligiera la segunda posibilidad.
—Siempre es culpa de la madre, ¿no? —dijo en voz baja al tiempo que recogía su abrigo—. El muchacho fue por el mal camino porque su madre era borracha, o drogadicta. O porque nunca estaba en casa cuando volvía de la escuela. Nadie acusará a su padre de borracho, o de no estar en casa cuando su hijo volvía de la escuela. Y nadie dice, jamás, que algunos chicos, sencillamente, son malos por naturaleza. No se crea esas bobadas. No permita que le carguen todas esas muertes.
—¿Loretta Greenleaf?
—Es difícil ser madre —continuó—. No hay ninguna ley que diga que, antes de quedarte embarazada, debes ser perfecta. Estoy segura de que lo hizo usted lo mejor que pudo. ¿Y no está aquí, en esta pocilga, en una preciosa tarde de domingo? Eso indica que sigue intentándolo. Cuídese mucho, querida. Y no se le ocurra seguir diciendo esas bobadas.
Loretta Greenleaf cogió mi mano y me la estrechó. Noté que afloraban a mis ojos lágrimas ardientes. Le devolví el apretón de manos con tanta fuerza y durante tanto rato, que debió de temer que no la soltara nunca.
¡Vaya por Dios! Se me ha enfriado el café.
Eva
De vuelta a mi dúplex, me siento avergonzada de mi actitud. No tenía por qué identificarme como la madre de Kevin. Loretta Greenleaf y yo hubiéramos podido hablar, simplemente, de la comida que servían en Claverack: ¿Quién dice que el bromuro suprime el deseo sexual? O, incluso, hubiéramos podido preguntarnos: ¿Qué es el bromuro?
A punto he estado de escribir: «No sé qué me pasó». Pero lo sé muy bien, Franklin. Estaba hambrienta de compañía, y, cuando noté que a la joven negra empezaba a aburrirla su conversación con aquella charlatana mujer blanca que tenía al lado, pensé que podía despertar de nuevo su interés, y lo hice.
Por supuesto, durante los días inmediatos a aquel jueves no deseaba otra cosa que tirarme a una alcantarilla y correr la tapa. Añoraba la discreción, como mi hermano, o el olvido, sinónimos, sin duda, de que hubiera deseado estar muerta. La última mosca que me picaba era lo que consideraba que me distinguía desde un punto de vista social. Pero la capacidad de adaptación del espíritu es terrible. Como te he dicho, a veces tengo hambre, y no de pollo, precisamente. ¡Qué no daría por volver a los tiempos en que me relacionaba con desconocidos y les causaba una impresión memorable porque había fundado una empresa que tenía éxito o porque había recorrido Laos de cabo a rabo! Siento nostalgia de aquellos tiempos en que Siobhan me miraba entusiasmada y exclamaba, llena de admiración, que había utilizado las guías AWAP en sus viajes por la Europa continental. Éste es el prestigio que quiero para mí. Pero todos nos espabilamos para utilizar los recursos que tenemos a mano. Tras perder mi empresa, mi dinero y mi apuesto marido, sólo me queda un camino seguro para ser alguien.
Ahora soy la madre del miserable Kevin Khatchadourian, una identidad que, bien mirado, es una más de las pequeñas victorias conseguidas por él. AWAP y nuestro matrimonio han quedado reducidos a simples notas a pie de página, interesantes sólo en la medida en que ilustran mi papel como madre del chico al que todo el mundo desearía ver muerto. Creo que, en lo más íntimo de mi ser, lo que más me duele es que mi hijo me haya robado todo aquello que, en otro tiempo, yo significaba para mí. Durante la primera mitad de mi vida fui creación mía. No obstante partir de una niñez en la que viví aislada, con muy pocas posibilidades de relacionarme con los demás, me convertí en una persona adulta vibrante, expansiva, que chapurreaba una docena de lenguas y podía explorar calles desconocidas de cualquier ciudad extranjera. Esa idea de ser tu propia obra de arte es muy americana, como te habrías apresurado a señalar. Pero ahora mi perspectiva es europea: soy una gavilla de historias de otras personas, el fruto de unas determinadas circunstancias. Es Kevin quien ha asumido la agresiva y optimista tarea yanqui de hacerse a sí mismo.
Por más acosada que me sienta por esa pregunta que todos parecen deseosos de hacerme, «¿Por qué?», no estoy segura de que de verdad haya intentado contestarla. No sé si me gustaría llegar a entender realmente a Kevin, pues temo encontrar dentro de mí un pozo de negrísimas aguas de cuyas profundidades surja algo que dé cierto sentido a lo que hizo. Y, sin embargo, poco a poco, a mi pesar, a regañadientes, voy comprendiendo la racionalidad de aquel jueves. Mark David Chapman, el asesino de John Lennon, recibe ahora cartas de sus admiradores, mientras que éste no puede; Richard Ramirez, el «Predador Nocturno», destruyó las esperanzas matrimoniales de una docena de mujeres que buscaban la felicidad conyugal, pero, a pesar de estar en la cárcel, recibe numerosas proposiciones de matrimonio. En un país que no distingue entre fama e infamia, ésta parece mucho más asequible. De ahí que no me asombren tanto los frecuentes actos violentos cometidos con armas automáticas cargadas como el hecho de que aún haya ciudadanos estadounidenses con ansias de celebridad que no se aposten en el tejado de un centro comercial armados hasta los dientes y provistos de abundante munición. Entre lo que hizo Kevin aquel jueves y lo que he hecho hoy en la sala de espera de visitantes de Claverack hay sólo una diferencia de escala. Como deseaba desesperadamente sentirme especial, decidí captar la atención de alguien, aunque para ello tuviera que utilizar el asesinato de nueve personas.
No me extraña, ni mucho menos, que Kevin se sienta a gusto en Claverack. El instituto le causaba un permanente descontento porque tenía demasiados competidores: había docenas de alumnos como él que le disputaban el papel de huraño gamberro medio tumbado en la última fila de mesas de la clase. Ahora ha conseguido crearse su lugar en el mundo.
Y tiene colegas en Littleton, en Jonesboro, en Springfield. Como ocurre en la mayoría de las disciplinas, la rivalidad entre ellos no impide que compartan el sentimiento de estar unidos por un propósito común. Como muchas figuras destacadas en su especialidad, Kevin es severo con sus coetáneos y les exige que se atengan a unas normas rigurosas. Desdeña a los blandengues, como Michael Carneal, de Paducah, que reniegan de lo que han hecho y mancillan la pureza de su gesto con un cobarde arrepentimiento. Admira, en cambio, la originalidad; por ejemplo, la de Evan Ramsey cuando, al apuntar a sus compañeros de clase de matemáticas en Bethyl, Alaska, exclamó: «¡Esto no puede compararse con el álgebra!, ¿verdad?». Aprecia la capacidad de organización: Carneal, por ejemplo, se puso tapones en los oídos antes de disparar su Luger calibre 22, y Barry Loukaitis, de Moses Lake, visitó con su madre siete tiendas hasta encontrar un abrigo negro lo suficientemente largo para ocultar dentro de él su fusil de caza del calibre 30. Kevin tiene también un fino sentido de la ironía, y valora en lo que vale el hecho de que el profesor al que Loukaitis disparó hubiera escrito hacía poco en la libreta de notas de aquel excelente estudiante: «Es un placer tenerlo en mi clase». Como cualquier profesional, Kevin desprecia la burda incompetencia demostrada por John Sirola, el muchacho de catorce años de Redlands, California, que en 1995 le pegó un tiro en la cara al director de su centro y, cuando huía, tropezó y el arma se le disparó y lo mató. Y, al igual que la mayoría de los expertos, Kevin desconfía de los advenedizos que tratan de abrirse paso a codazos en su especialidad por más que carezcan de las más mínimas calificaciones para destacar en ella, como lo demuestra su inquina contra ese destripador de trece años. Es difícil impresionarlo.
De la misma manera que John Updike menosprecia a Tom Wolfe y lo llama «plumífero», Kevin siente particular desdén por Luke Woodham, el «racista destripaterrones sureño» de Pearl, Mississippi. Aprueba el enfoque ideológico, pero abomina del pomposo afán moralizador, así como de cualquier aspirante a realizar una Matanza en la Escuela que no sea capaz de mantener en secreto sus intenciones. Al parecer, antes de poner fuera de la circulación a la chavala con la que había salido con un rifle del calibre 30-30, Woodham no pudo evitar la tentación de pasarle una nota a un compañero de clase que decía (me gustaría que escucharas a tu hijo recitándola en tono lacrimoso): «He matado porque a las personas como yo nos maltratan todos los días. Lo hice para demostrarle a la sociedad que, si nos empuja, le devolvemos el empujón». Kevin desaprueba también los lloriqueos de Woodham, al que le caían las lágrimas sobre su chándal de color naranja durante la entrevista que le hicieron en la tele en horario de máxima audiencia, y los califica de absolutamente vergonzosos: «¡Tengo mi propia personalidad! ¡No soy un tirano! ¡No soy un malvado! ¡Tengo corazón y tengo sentimientos!». Woodham reconoció haberse «calentado» golpeando a su perro, Sparky, al que metió después en una bolsa de plástico que roció con alcohol de quemar y a la que prendió fuego; así como haber escuchado sus gemidos durante un rato antes de arrojarlo a un estanque. Tras reflexionar seriamente sobre todo eso, Kevin ha llegado a la conclusión de que lo de torturar a un animal es un puro cliché. Por último, condena de modo especial que aquella lloriqueante criatura intentara eludir con toda desvergüenza su responsabilidad echándole las culpas a un culto satánico. La historia, en sí, no carecía de alicientes, pero Kevin opina que la negativa a cargar con la responsabilidad de los propios actos no sólo es una indignidad, sino también una traición a la tribu.
Te conozco, querido, y sé que estás impaciente. No te han gustado nunca los preliminares, y ansias que te cuente cómo fue mi visita, de qué humor lo encontré, qué aspecto tiene, qué me dijo. De acuerdo, pues. Pero que conste que lo anterior era ya, en cierto sentido, una respuesta a esas preguntas.
Tiene buen aspecto. Aunque su tez muestra todavía un tono demasiado bilioso, han surgido en sus sienes unas finas venas que parecen augurar que se humanizará un poco. Se ha hecho cortar el cabello en mechones desiguales, y deduzco, esperanzada, que es a causa de una sana preocupación por su apariencia. Aquella sempiterna media sonrisa en el ángulo derecho de su boca ha empezado a fijársele en la mejilla como un hoyuelo único y permanente, que se mantiene incluso cuando esa sonrisa se transforma en una mueca desdeñosa. Ese hoyuelo no existe en su otra mejilla, lo que da a su rostro una desconcertante falta de simetría.
Los reclusos de Claverack ya no llevan aquellos llamativos monos de color naranja. Así que Kevin es libre ahora de seguir vistiéndose de acuerdo con el desconcertante estilo que adoptó a los catorce años, es de presumir que como reacción contra la moda de las ropas excesivamente amplias que, al igual que la de imitar la jerga de los matones de Harlem y la de sortear el tráfico dando saltos, prevalecía entonces: los calzoncillos sobresalían por encima de unos téjanos —tan anchos, que de ellos hubiera podido sacarse lona suficiente para confeccionar el velamen de una pequeña embarcación— cuyo cinturón se deslizaba hacia las rodillas. Pero, por más personal que sea el alternativo estilo de vestir de Kevin, las conjeturas que se me ocurren acerca de lo que pueda significar carecen de la más mínima base.
Cuando por primera vez se vistió de esa guisa, en octavo, supuse que aquellas camisetas ajustadas a las axilas y con arrugas en el pecho le gustaban tanto, que se mostraba reacio a abandonarlas aunque se le hubieran quedado pequeñas, así que me dediqué a buscar en las tiendas modelos idénticos de tallas mayores. Pero ni siquiera las tocó. Ahora entiendo que aquellos monos cuyas cremalleras no cerraban del todo habían sido cuidadosamente elegidos, al igual que las cazadoras de mangas que no le llegaban a las muñecas, las corbatas que le quedaban diez centímetros por encima del cinturón, que le hacíamos ponerse cuando queríamos que estuviera «elegante», y aquellas camisas que se le abrían entre los botones abrochados como si estuviera a punto de reventarlas.
Diría que la manía de las ropas pequeñas quería dar a entender un montón de cosas. A primera vista, lo hacía parecer un pobretón, y más de una vez tuve que reprimir —porque los adolescentes buscan siempre señales de que a sus padres los consume la preocupación por su posición social— el deseo de comentarle que «la gente pensaría que no ganábamos lo suficiente» para comprarle a nuestro hijo los téjanos que necesitaba al crecer. Por otra parte, un examen más detenido revelaba que aquella indumentaria corta y estrecha llevaba etiquetas de marcas de diseño, lo que demostraba con un guiño paródico la falsedad de la impresión inicial de que las cosas nos iban mal. El aspecto que tenía aquella ropa de haber sido lavada por error a una temperatura tremendamente alta sugería una cómica impericia, y el hecho de embutir los hombros en una chaqueta de talla infantil en ocasiones lo obligaba a arquear los brazos a los costados como un babuino. (Esas son las únicas payasadas de tipo convencional que le he visto hacer en su vida; nadie con quien he hablado acerca de él me ha comentado nunca que lo encontrara gracioso). Que el dobladillo de los pantalones le quedara siempre un poco por encima del borde de los calcetines le daba cierto aire de palurdo, muy en consonancia con su afición a hacerse el tonto. Había en su estilo bastante más que una mera alusión a Peter Pan, es decir, a la negativa a crecer, aunque no entendía por qué se apegaba tanto a su infancia si, mientras duró, parecía tan perdido en ella como yo en nuestra enorme casa.
Gracias a la política experimental adoptada en Claverack de permitir a los reclusos vestir ropa de calle, Kevin sigue fiel allí a su estilo habitual. Por ello, mientras que los muchachos que ves de lejos en las esquinas de Nueva York, a causa de las holgadísimas ropas que llevan, parecen más niños, la estrecha y corta indumentaria de Kevin obra el efecto contrario: parece mayor, adulto, corpulento. Uno de los psicólogos del equipo que lo trata me acusó de no impedirle que vistiera de aquel modo porque me acobardaba la agresiva sexualidad que emanaba de aquella indumentaria: la ceñida entrepierna de Kevin revela, en efecto, la forma de sus testículos, y sus estrechas camisetas le marcan las tetillas. Quizá tuviera razón. Ciertamente, los ajustados bordes de sus mangas, los cuellos apretados y los cinturones a punto de reventar parecen atar su cuerpo igual que cuerdas y me sugieren imágenes de bondage.
Parece sentirse incómodo, y, en ese sentido, su vestimenta es la adecuada. Kevin se siente incómodo, y la ropa apretada que lleva es una réplica de la opresión que siente en su propia piel. Interpretar su sofocante atuendo como el equivalente de un cilicio puede parecer una exageración, pero los cinturones aprietan, y los cuellos irritan la piel. La incomodidad propia provoca la incomodidad ajena, sin duda, y eso debe de formar también parte del plan. A menudo he notado que, cuando estoy con él, tiro de mis ropas, deshago discretamente un pliegue que se ha formado entre mis nalgas o me desabrocho un botón más de la blusa.
Al mirar de reojo las lacónicas entrevistas que se desarrollan en las mesas contiguas, he advertido que algunos de los compañeros de Kevin han empezado a imitar su excéntrico estilo de vestir. Al parecer, las camisetas de tallas sumamente pequeñas se han convertido en posesiones muy apreciadas, y el propio Kevin me ha comentado con aire de suficiencia que a algunos mequetrefes les han robado sus ropas. Por más que ridiculice a sus imitadores, da la impresión de sentirse satisfecho por haber iniciado esa manía. Si hace dos años hubiera estado interesado en la misma medida por la originalidad, los siete estudiantes a los que utilizó para sus prácticas de tiro estarían ahora preparando sus solicitudes de ingreso en las universidades de su elección.
Pero a lo que íbamos. ¿Qué tal han ido las cosas hoy? Ha entrado indolentemente en la sala de visitas luciendo lo que debían de ser los pantalones de un chándal de alguno de aquellos mequetrefes de los que me había hablado, puesto que no los reconocí como una prenda que yo hubiera comprado. La menguada chaquetilla, de cuadros escoceses, se cerraba con una hilera de botones, pero sólo podía abrocharse los dos del centro, lo que le dejaba el estómago al aire. Ahora hasta las zapatillas deportivas que lleva son demasiado pequeñas, por lo que tiene que hundir la parte de los talones para meter los pies en ellas. Aunque no le gusta que lo diga, no carece de atractivo. Hay cierta elegancia en sus lánguidos movimientos y en su igualmente lánguida forma de hablar. Y conserva aquella tendencia suya a caminar de lado, como los cangrejos. El hecho de avanzar adelantando primero la cadera izquierda da a sus andares una gracia sutil que recuerda la de las supermodelos en la pasarela. Si le dijera que noto en él rasgos afeminados, no creo que se sintiera ofendido. Aprecia mucho la ambigüedad; le encanta dejar que tu mente intente atar los cabos sueltos.
—¡Qué sorpresa! —exclamó en voz baja al tiempo que apartaba la silla; las patas de ésta habían perdido sus remates de plástico, por lo que el aluminio, al rascar el piso de cemento, emitió un chirrido, semejante al que haría una uña al deslizarse sobre una pizarra, que Kevin trató de prolongar todo lo que pudo. Puso el codo encima de la mesa, descansó la sien sobre el puño y todo su cuerpo adoptó aquella actitud sardónica tan suya. Traté de evitarlo, pero, como siempre que se sienta frente a mí, me eché atrás.
Me irrita que tenga que ser siempre yo quien busque un tema del que hablar. Kevin es ya lo bastante mayor para sostener una conversación. Y, puesto que me ha aprisionado en mi vida tanto como él pueda estarlo en la suya, los dos tenemos idéntica escasez de temas que abordar. A menudo nos atenemos al mismo guión: «¿Cómo estás?», le pregunto con brutal sencillez. «¿Quieres que te responda que estoy bien?». «Quiero que me respondas algo», le replico. «Tú eres quien ha venido a verme», me recuerda. Y es muy capaz de permanecer sentado, sin más, toda la hora. En cuanto a cuál de los dos tiene mayor capacidad para perder el tiempo, no cabe comparación: solía pasarse sábados enteros contemplando teatralmente el canal del tiempo.
Por eso hoy prescindí incluso de un rutinario «¿Qué tal?», de acuerdo con la teoría de que las personas que rehúyen la charla intrascendente siguen dependiendo de sus modulaciones, que facilitan la conversación, pero han aprendido, simplemente, a hacer que sean sus interlocutores los que se encarguen de esa tarea. Todavía me sentía agitada por mi conversación con Loretta Greenleaf. Tal vez el hecho de ser responsable de que su madre hubiera caído en la tentación de jactarse de su relación con aquella monstruosa atrocidad le proporcionara a Kevin alguna satisfacción. Pero, al parecer, considera que mi mesiánico impulso de hacer recaer sobre mí la responsabilidad de aquel jueves es un latrocinio.
—Muy bien —le dije yendo directamente al grano—. Quiero saberlo. ¿Me culpas de lo sucedido? Puedes decirlo claramente, si es lo que piensas. ¿Es eso lo que les dices a tus psicólogos, o lo que te dicen ellos? ¿Que todo es culpa de tu madre?
—¿Por qué tendrías que llevarte tú todo el mérito? —me respondió con brusquedad.
La conversación, que había esperado que durara toda la hora de que disponíamos, había concluido en noventa segundos. Permanecimos sentados.
—¿Te acuerdas bien de los primeros años de tu infancia, Kevin?
Había leído en alguna parte que las personas con infancias difíciles a menudo las dejan en blanco.
—¿Qué hay que recordar?
—Que llevaste pañales hasta los seis años, por ejemplo.
—¿Y eso qué importa?
Si pensaba que aquel detalle hacía que se sintiera incómodo, estaba en un error.
—Debe de haber sido molesto.
—Para ti.
—Y para ti, también.
—¿Por qué? —preguntó con cierta sorpresa—. Estaba calentito.
—Pero no por mucho tiempo.
—No le des más vueltas. Fuiste una buena mami.
—¿No se burlaban de ti los otros chicos en el parvulario? Eso me tenía muy preocupada entonces.
—¡Vaya! ¡No me dirás que no podías dormir!
—Me preocupaba —repetí tercamente.
Se encogió de hombros. Bueno sólo encogió uno de ellos.
—¿Por qué habían de reírse? Yo llevaba pañales, y ellos no.
—Sólo me pregunto si ahora se te ocurre alguna razón para explicar aquel retraso. Tu padre te enseñó una y otra vez lo que tenías que hacer.
—«¡Keeevin. Keeevin!» —remedó poniendo voz de falsete—. «¡Mira, hijito! ¡Fíjate en papaíto! ¿Ves cómo el pipí cae al retrete? ¿No te gustaría hacer lo mismo, Kevin? A que sería divertido ser como papá y hacer un río en el retrete con la pilila, ¿verdad?». Sólo quería fastidiarte.
Me llamó la atención ver que se permitiera mostrar su agudeza verbal; por lo general, procura no traslucir que tiene cerebro.
—De acuerdo —le dije—. No querías ir solo al retrete, y, si entraba contigo, no querías hacer pis para fastidiarme. Pero ¿por qué no lo hacías cuando te lo pedía tu padre?
—«¡Ahora ya eres un chico mayor!» —dijo Kevin con tono de afectación—. «¡Eres mi chico mayor! ¡Eres mi hombrecito!». ¡Joder! ¡Qué tío más gilipollas!
Me puse en pie de un salto:
—¡No digas nunca eso! ¡No digas nunca, nunca, eso! ¡Que no te lo vuelva a oír decir nunca más!
—¿O qué? —dijo en voz baja mientras la risa le bailaba en los ojos.
Volví a sentarme. No debí exaltarme de aquel modo. Normalmente, no lo hago. Pero si te insulta…
Tal vez debería considerarme afortunada, sin embargo, porque no utiliza ese recurso más a menudo. Aunque, en cierto sentido, últimamente siempre lo hace. Lo que quiero decir es que, durante la mayor parte de su infancia, sus rasgos finos, angulosos, se han burlado de mí con mi propio reflejo. Pero en este último año su rostro ha comenzado a rellenarse y ensancharse, y empiezo a ver en él tus amplios huesos. Y, si antes buscaba ansiosamente en la cara de Kevin el parecido con su padre, ahora tengo que combatir la desatinada impresión de que lo hace adrede, para hacerme sufrir. Porque no quiero ver que se parece a ti. No quiero descubrir en él tus mismos gestos, como aquel ademán que hacías volviendo la palma de la mano hacia abajo para desdeñar algo por insignificante; por ejemplo, el nimio detalle de que un vecino tras otro se negara a dejar que sus hijos jugaran con el tuyo. Ver tu fuerte mentón proyectado en un gesto belicoso, o tu amplia y sincera sonrisa transformada en una especie de mueca artera, me da la sensación de que veo a mi marido poseído por el Diablo.
—Muy bien —dije al cabo—. ¿Qué habrías hecho tú con un chiquillo que insistía en ensuciarse en los pantalones hasta que tuvo la edad de empezar la primaria?
Kevin se inclinó más sobre su codo, y el bíceps quedó plano sobre la mesa.
—Sabes lo que hacen con los gatos, ¿no? Si se cagan dentro de casa, les restriegan los morros en su propia mierda. Eso no les gusta nada. Así usan su caja de arena.
Dicho esto, se apoyó en el respaldo, satisfecho.
—No es muy diferente de lo que hice, ¿verdad? —le dije con tristeza—, ¿no te acuerdas? ¿No recuerdas lo que me obligaste a hacerte? ¿Cómo conseguí, por fin, que fueras al retrete?
Siguió con el dedo la marca blanca de una cicatriz que tenía en el antebrazo, cerca del codo, con un aire de obsesiva ternura, como si acariciara un gusano conservado como mascota.
—¡Claro que lo recuerdo!
Esta afirmación tenía un tono diferente; tuve la sensación de que aquello lo recordaba realmente, mientras que otros «recuerdos» suyos procedían de conversaciones o comentarios posteriores a la época en que ocurrió el hecho supuestamente recordado.
—Estaba orgulloso de ti —susurró.
—Estabas orgulloso de ti, como de costumbre —le repliqué.
—¡Qué va! —dijo mientras inclinaba el cuerpo hacia delante—. Es lo más sincero que has hecho en tu vida.
Me moví y me puse a recoger mi bolso. Puede que alguna vez hubiera deseado su admiración, pero nunca por algo así.
—Espera —dijo—. Te he contestado. Ahora soy yo quien pregunta. Aquello era una novedad.
—Venga —le dije—. ¿De qué se trata?
—Aquellos mapas…
—¿Sí?
—¿Por qué los dejaste en las paredes?
Es decir, si Kevin recordaba aquel incidente, era sólo porque durante años me negué a arrancar de las paredes aquellos mapas emborronados o a dejarte que los taparas con una mano de pintura, como hubieras querido hacer. Kevin, como no parabas de decirme por aquel entonces, era un niño muy infantil.
—Los conservé por mi propia salud mental —dije—. Necesitaba ver algo que me hubieras hecho, extender la mano y tocarlo. Para cerciorarme de que tu malicia no era cosa de mi imaginación.
—Ya —dijo mientras acariciaba de nuevo la cicatriz de su antebrazo—, entiendo lo que quieres decir.
Prometo explicártelo, Franklin, pero ahora no puedo.
Eva