Querido Franklin,
El Colegio Electoral acaba de certificar el triunfo del candidato republicano a la presidencia, así que estarás contento. Pero, a pesar de tus actitudes machistas y de tu trasnochado patriotismo, en lo tocante a la paternidad has sido siempre un buen liberal, tan firme en tu rechazo de los castigos corporales y los juegos y los juguetes que fomentaran los sentimientos violentos como lo exigían los tiempos. Que conste que no me burlo de ti, sino que me pregunto, simplemente, si también recuerdas todas las precauciones que tomamos y tratas de comprender en qué nos equivocamos.
Para mi revisión de la manera como habíamos educado a Kevin conté con la ayuda de expertos de sólida formación legal.
—Señora Khatchadourian —me preguntó Harvey cuando me senté en el banquillo—, ¿tenían prohibidas sus hijos las armas de juguete?
—Sí, aunque para lo que sirvió…
—¿Y vigilaban los programas de televisión y los vídeos que veía Kevin?
—Procurábamos evitar que viera todo lo que fuera demasiado violento o sexualmente explícito, sobre todo, cuando era pequeño. Por desgracia, eso significaba que mi marido no podía ver la mayoría de sus programas favoritos. Pero tuvimos que hacer una excepción.
—¿Qué excepción?
De nuevo un gesto de enojo; aquello no figuraba en el guión.
—El Canal de Historia.
Risitas ahogadas; yo actuaba para el gallinero.
—La cuestión —prosiguió Harvey tratando de contener la risa— es que hicieron todos los esfuerzos posibles para procurar que su hijo estuviera a salvo de cualquier influencia nefasta, ¿verdad?
—En casa, sí —dije—. Aunque sólo son unos cientos de metros cuadrados en medio de un planeta. Pero, incluso allí, yo no estaba a salvo de la posible influencia nefasta que Kevin pudiera ejercer sobre mí.
Harvey hizo una pausa para respirar. Se me ocurrió que algún experto en medicina alternativa debía de haberle enseñado aquella técnica.
—En otras palabras, usted no tenía forma de controlar con qué jugaba Kevin, o qué veía, cuando estaba en las casas de sus amigos, ¿verdad?
—Francamente, los otros chicos raramente invitaban a Kevin a su casa más de una vez.
Intervino la juez:
—Señora Khatchadourian, limítese, por favor, a contestar a la pregunta.
—Bueno…, sí…, supongo que sí —respondí en tono cansino. Empezaba a aburrirme.
—¿Y qué me dice de Internet? —siguió Harvey—, ¿permitían que su hijo viera las páginas que deseara, incluso las violentas y las pornográficas?
—Verá, instalamos todo el sistema de controles posible, pero Kevin sólo tardó un día en desactivarlo. —Chasqueé los dedos en el aire, con gesto de desaliento. Harvey me había prevenido contra la tentación de mostrar el más mínimo indicio de que no me tomaba el proceso en serio, y aquel juicio hacía que aflorara mi vena más perversa. Pero mi principal problema era que me aburría soberanamente lo que ocurría en la sala. En cuanto volvía a sentarme a la mesa de la defensa, los párpados se me cerraban y la cabeza me caía sobre el pecho. Así que, más que nada para mantenerme despierta, añadía por mi cuenta aquella clase de comentarios, que la juez (una mujer mojigata y severa, que me recordaba a la doctora Rhinestein) ya me había pedido que evitara—. Para cuando cumplió los once o doce años —añadí—, ya era demasiado tarde. Me refiero a la prohibición de las armas de juguete y a los controles del ordenador. Los niños viven en el mismo mundo que nosotros. Que nos engañemos suponiendo que podemos protegerlos de él, además de ingenuo, es pura vanidad. Necesitamos decirnos que somos unos padres excelentes, que lo estamos haciendo lo mejor que sabemos. Si pudiera volver atrás, dejaría que Kevin jugara con lo que quisiera; en cualquier caso, le gustaba muy poco jugar. Y mandaría a paseo las normas sobre la televisión y los vídeos aptos para todos los públicos: sólo servían para que pareciéramos tontos. Subrayaban nuestra impotencia, y provocaban el desprecio de Kevin.
Aunque el soliloquio está permitido en términos judiciales, y en mi mente había material para seguir, lo abrevié. Pero como ya no estoy sujeta a los constreñimientos de la impaciencia jurisprudencial, me permito ahora dar rienda suelta a mis ideas.
Lo que provocaba el desprecio de Kevin no era, como parecí dar a entender, nuestra patente incapacidad para protegerlo del Mundo Grande y Malo que lo rodeaba. No, Kevin no se burlaba de la inutilidad de nuestros tabúes, sino de la propia sustancia de éstos. ¿Y qué hay de su actitud hacia el sexo? Se puso a realizar prácticas sexuales a la vista cuando descubrió que me alarmaban, o que me alarmaba que lo hiciera, pero, por lo demás, no creo que le interesara demasiado. El sexo es una lata. No te ofendas, soy consciente de que tú y yo nos proporcionábamos un gran placer mutuo, pero el sexo es una lata. Es como las piezas de aquella caja de herramientas de juguete que Kevin desdeñaba de niño: la clavija redonda encaja en el agujero redondo. El secreto es que no hay ningún secreto. En realidad, follar era algo tan normal en su instituto, que no creo que le causara una gran excitación. Cada nuevo agujero redondo proporciona una novedad pasajera, y supongo que no tardó mucho en darse cuenta de su carácter ilusorio.
Y, en cuanto a la violencia, todavía hay menos secreto, si cabe.
¿Recuerdas aquella ocasión en que decidimos renunciar al sistema de clasificación por edades y alquilar unas cuantas películas decentes, y vimos el vídeo de Braveheart como…, no sé si atreverme a decirlo…, como una familia? En la escena final de la tortura, cuando Mel Gibson está tendido en el potro y sus miembros atados señalan en dirección de los cuatro puntos cardinales, cada vez que sus captores ingleses tensaban las sogas, sus fibras gemían, y yo también. Y cuando el verdugo hundió su cuchillo de doble sierra en las entrañas de Mel y las desgarró empujando hacia arriba, me apreté las sienes con las manos y gemí. Pero entonces vi a Kevin a través del hueco que formaba mi codo, y me di cuenta de que lo que ocurría en la pantalla parecía aburrirlo. La dura mueca de desprecio que mostraba su rostro era su expresión habitual en estado de reposo. No estaba, precisamente, resolviendo el crucigrama del Times, pero, con aire ausente, emborronaba con un rotulador negro todas las casillas blancas.
Sólo nos impresionan vivamente los descuartizamientos cinematográficos si, en lo más íntimo de nuestro ser, creemos que somos víctimas de las mismas torturas. En realidad, resulta irónico que esos espectáculos tengan tan pésima reputación entre los lectores empedernidos de la Biblia, puesto que los efectos especiales truculentos basan su impacto en la tendencia, indudablemente cristiana, del público a identificarse con su vecino. Pero Kevin había descubierto el secreto: no sólo aquello no era real, sino que, además, no tenía ninguna relación con él. En el curso de los años le he visto asistir, sin pestañear, a decapitaciones, destripamientos, descuartizamientos, desolladuras, empalamientos, arrancamientos de ojos y crucifixiones. Porque había aprendido el truco. Si te niegas a identificarte con la víctima de tales horrores, ver cómo hacen picadillo a alguien no es más terrible que ver cómo tu madre prepara una hamburguesa. Así pues, ¿de qué, exactamente, teníamos que protegerlo? Los temas prácticos de la violencia se reducen a una geometría rudimentaria; y sus leyes, a las de la gramática; parafraseando una definición de la preposición propia de la escuela primaria, la violencia es cualquier cosa que un aeroplano pueda hacerle a una nube. Nuestro hijo tenía un dominio de la geometría y la gramática bastante superior a la media. Había pocas cosas en Braveheart —o en Reservoir Dogs, o en Chucky II— que Kevin no hubiera sido capaz de inventar.
A1 final, eso es lo que Kevin jamás nos perdonó. Puede que no nos reproche que tratáramos de interponer una cortina entre él y el mundo de los terrores adultos que acechaba tras ella. Pero lo reconcome que lo lleváramos por un sendero de rosas…, que lo engañáramos con la perspectiva de lo exótico. (¿No había acariciado yo la fantasía de que, algún día, aterrizaría en un país que fuera otro lugar?). Cuando le ocultábamos a Kevin nuestros misterios adultos porque era un niño, ¿acaso no le estábamos prometiendo implícitamente que llegaría un día en el que se descorrería la cortina para revelarle… qué? Kevin debía de tener una idea tan ambigua de lo que habíamos estado escondiéndole como yo del universo emocional que suponía que me aguardaba al otro lado del parto. Pero lo único que no se había imaginado nunca Kevin era que no estuviéramos escondiéndole nada. Es decir, que al otro lado de nuestras estúpidas reglas no hubiera nada, absolutamente nada.
Lo cierto es que la vanidad de los padres protectores a la que aludí ante el tribunal va más allá de vernos como guardianes verdaderamente responsables. Nuestras prohibiciones también protegen nuestra importancia. Refuerzan la idea de que todos los adultos somos unos iniciados. De que, como por arte de magia, nos hemos ganado el acceso a un Talmud no escrito cuyo terrible contenido hemos jurado ocultar a los «inocentes» por su propio bien. Al propalar ese mito de la inocencia, reforzamos nuestra propia leyenda. Se supone que hemos visto el horror cara a cara, como quien mira el sol con los ojos, sin protección, y nos hemos convertido en turbulentas y corruptas criaturas, enigmáticas hasta para nosotros. Que, henchidos de revelaciones, haríamos retroceder el tiempo si pudiéramos, pero que no hay, que se sepa, ninguna forma de dar marcha atrás a ese horrible canon, ningún retorno al bendito, aunque insípido, mundo de la infancia, ninguna elección que no sea la de respaldar esa triste sagacidad cuyo objetivo más noble es el de impedir que nuestros alocados pequeños puedan tener un atisbo del abismo. Un sacrificio halagadoramente trágico.
Lo último que estamos dispuestos a reconocer es que el fruto prohibido que venimos mordiendo desde que llegamos a la mágica edad de los veintiún años es una apetitosa manzana igual que las que metíamos en nuestras mochilas escolares para tomar a la hora del almuerzo. Lo último que admitiremos es que las peleas del patio de la escuela son el perfecto ensayo de las maquinaciones de las salas de juntas, que nuestras jerarquías sociales son meramente una extensión del sistema de elección de los jugadores del equipo de fútbol sala del colegio, y que los adultos también se dividen en bravucones, gordos y quejicas. ¿Qué es lo que acabará descubriendo un niño? Tal vez pensemos que somos superiores a ellos por tener la capacidad exclusiva de realizar actividades sexuales, pero esa pretensión se desvanece tan deprisa al confrontarla con los hechos, que sólo puede ser debida a una conspiratoria amnesia colectiva. Algunos de mis recuerdos sexuales más intensos se remontan a la época en que aún no tenía diez años, como te confesé bajo las sábanas en tiempos mejores. No, ellos también tienen actividad sexual. En realidad, somos, simplemente, versiones cada vez más grandes y más codiciosas del mismo individuo que come, caga y folla, y nos tomamos infinitas molestias para disimular delante de todo el mundo, incluso de un niño de tres años, que casi todo lo que hacemos se reduce a comer, cagar y follar. El secreto es que no hay ningún secreto. Eso es lo que realmente deseamos ocultar a nuestros hijos, y esa ocultación es la verdadera conspiración de los adultos, el pacto que mantenemos, el Talmud que tratamos de proteger.
Es verdad que para cuando nuestro hijo cumplió los catorce años ya habíamos renunciado a controlar los vídeos que veía, sus horarios, lo poco que leía. Pero al ver aquellas estúpidas películas, al entrar en aquellas estúpidas páginas web, al beber aquellos estúpidos brebajes, al lamer aquellos estúpidos culos y al follar con aquellas estúpidas compañeras de instituto, Kevin debió de sentirse terriblemente estafado. ¿Y aquel jueves? Apuesto que siguió sintiéndose estafado.
Pero volvamos al juicio. Por la expresión paciente de Harvey, hubiera dicho que consideraba mi minidisertación como un mero arranque de autojustificación destructiva. Nuestro juicio —su juicio, en realidad— estaba estructurado en torno a la idea de que había sido una madre normal, con sentimientos maternales normales, que había adoptado las precauciones normales para asegurarme de educar a un niño normal. Que no era cosa de dilucidar si habíamos sido víctimas de la mala suerte, de unos genes defectuosos o de los perniciosos efectos de una cultura errónea, porque eso era asunto de chamanes, biólogos o antropólogos, no de los tribunales. Harvey estaba decidido a evocar el temor latente en todo padre de que era posible que lo hiciera todo, absolutamente todo, bien y, sin embargo, la paternidad acabara resultándole una pesadilla de la que no hubiera forma de despertar. Mirando hacia atrás, ahora que ya ha pasado casi un año, veo que era un enfoque muy sólido, y me siento avergonzada por haberme mostrado entonces tan negativa.
Aun así, al igual que con aquel despersonalizador sello de goma de la depresión posparto, nuestra defensa basada en la inescrutabilidad de la Voluntad Divina me descolocó. Me sentía impulsada a diferenciarme de todas aquellas mamaítas normales-normales, aunque sólo fuera por ser excepcionalmente deleznable y por más que pudiera reportarme la pérdida de seis millones y medio de dólares (los demandantes habían averiguado el valor de A Wing and A Prayer). Yo ya lo había perdido todo, Franklin, salvo la empresa, es decir, salvo la posesión de algo que, dadas las circunstancias, me pesaba como una losa. Es verdad que, desde entonces, he sentido alguna vez cierta nostalgia de la empresa a la que traje al mundo, educada ahora por extraños, pero en aquel entonces no me importaba. No me importaba perder el juicio, a condición de que en el proceso me mantuviera, por lo menos, despierta; no me importaba perder todo lo que tenía, y rezaba para verme obligada a vender nuestra horrenda casa. No me importaba nada. Porque hay una libertad en la apatía; una salvaje y mareante liberación casi capaz de emborracharte. Puedes hacer entonces cualquier cosa. Pregúntaselo a Kevin, si no.
Como de costumbre, yo había realizado mi propio contrainterrogatorio en favor de la parte demandante (sus abogados estaban encantados conmigo, y, de haber podido, me habrían llamado a declarar como testigo para que defendiera sus intereses), por lo que fui invitada a abandonar el banquillo. Cuando estaba a punto de bajar de él, me detuve.
—Lo siento, señoría —dije—. Pero acabo de recordar algo.
—¿Desea usted corregir su testimonio, para que conste en acta?
—Le regalamos a Kevin un arma. —Harvey suspiró—. Una pistola de agua, cuando tenía cuatro años. A mi marido lo encantaban de niño las pistolas de agua, así que hicimos una excepción.
Fue una excepción de una regla que, para empezar, consideré siempre de lo más inútil. Por más que los apartes de las imitaciones, los críos te apuntarán con un palo. Personalmente, no veo ninguna diferencia, por lo que respecta al desarrollo de la personalidad, entre que te apunten con un pedazo de plástico moldeado por extrusión que, gracias a una pila, hace ta-ta-ta-ta-tá cuando aprietan el gatillo o con un trozo de madera mientras gritan «¡Bang, bang, bang!». Por lo menos, a Kevin le gustó su pistola de agua desde que descubrió que podía molestar a los demás con ella.
Durante nuestra mudanza desde Tribeca se dedicó a disparar contra las braguetas de los transportistas, para acusarlos después de haberse «meado en los pantalones». Me parecía muy cómica aquella acusación por parte de un niño que, dos años después de que la mayoría de los chicos ya hubieran aprendido a hacer sus necesidades solitos y a tirar de la cadena después, todavía se negaba a aceptar nuestras tímidas insinuaciones de que tenía que aprender a «ir al retrete, como mamá y papá». Llevaba puesta la máscara de madera que le había traído de Kenya, con una pelambrera artificial de fibras de sisal tan erizadas que parecían electrificadas, unos ojos minúsculos rodeados de grandes cuencas blancas y unos dientes de casi diez centímetros de largo y aspecto amenazador hechos de huesos de pájaros. Aquella máscara, enorme para su escuálido cuerpo, le daba la apariencia de una muñeca de vudú con pañales. No sé en qué estaría pensando cuando se la compré. Aquel niño no necesitaba una máscara, ni mucho menos: su rostro al descubierto ya era de por sí impenetrable; y, por otra parte, la expresión de implacable odio vengativo de aquel regalo me ponía la carne de gallina.
Acarrear cajas de un lado para otro con la bragueta mojada y la piel tal vez irritada no debió de ser, precisamente, divertido. Los empleados de la casa de mudanzas eran gente amable y cuidadosa, y no se quejaban, así que en cuanto noté que empezaban a fruncir el ceño le dije a Kevin que dejara de incordiar. Bastó que se lo dijera para que girara su máscara hacia mí, a fin de asegurarse de que lo observaba, y al punto lanzara un buen chorro de agua a las posaderas de uno de los empleados, un negro delgado y nervudo.
—Te he dicho que pares, Kevin. Que no mojes a estos señores que han venido a ayudarnos. Te lo digo muy en serio.
Con lo que, obviamente, sólo conseguí darle a entender que la primera vez no se lo había dicho en serio. Un chico inteligente desarrolla hasta el límite esa idea de que «esta vez te lo digo muy en serio, así que la vez anterior no te lo dije en serio», y concluye que todas las advertencias de su madre son pura comedia.
Así pues, repetimos la escena varias veces. Chorro, chorro, chorro. Para ahora mismo, Kevin. Chorro, chorro, chorro. No voy a repetírtelo más. Y tras el nuevo chorro, chorro, chorro, el inevitable Si vuelves a salpicar a alguien, te quitaré esa pistola de agua, lo que me valió el consabido:
—¿Nai-nai? Nai nai nai-nai-nai nai NAY nai-nai-nai-nai- ¿NAY? Nai nai-nai-nai- nai.
¿De qué te servían todos aquellos libros que leías acerca de la paternidad, Franklin? Porque lo que ocurrió a continuación fue que te agachaste junto a nuestro hijo y le pediste que te dejara su maldito juguete. Oí una risita apagada y algo acerca de Mami, y me lanzaste un buen chorro de agua.
—Eso no tiene gracia, Franklin. Le dije que parara. No me ayudas.
—¿NAI-nai? Nai -nai-nai-nai nai-nai nai- nai nú-nai-nú nai- nai.
Por increíble que parezca, este último nai-nai procedía de ti, después de lo cual me disparaste un chorro de agua entre los ojos. Kevin graznó (como sabes, aún no ha aprendido a reírse). Cuando le devolviste la pistola, inundó mi cara con una cascada de agua.
Le quité el maldito artilugio.
—¡Ay, Eva! —exclamaste—. ¡Mudarse es como tener un grano en el trasero! (El trasero, así lo llamamos ahora). ¿No podemos divertirnos un poco?
Yo tenía la pistola de agua, así que una salida fácil para mí habría sido darle la vuelta a la situación: dispararte alegremente un chorro de agua a la nariz, de forma que pudiéramos montar una tumultuosa riña familiar en la que tú, al forcejear para hacerte con la pistola de agua, rociaras inesperadamente a Kevin… Y nos hubiéramos reído y caído los unos encima de los otros, e incluso años más tarde recordaríamos aquella legendaria lucha con la pistola de agua del día en que nos mudamos a Gladstone. Y entonces uno de los dos le habría devuelto a Kevin la pistola de agua, y él habría rociado de nuevo a los de la mudanza, y yo habría llevado todas las de perder si me hubiera atrevido a decirle que no lo hiciera, puesto que os habría mojado. Claro que, por el contrario, podía hacer de aguafiestas, que es lo que hice, y guardar la pistola de agua en mi bolso, que es lo que hice.
—Los de la mudanza se han meado en los pantalones —le dijiste a Kevin—, pero mamá se ha cagado en medio de la fiesta.
Por supuesto, había oído hablar a otros padres de la injusta división entre ambos progenitores, estilo poli bueno-poli malo, y de cómo el poli bueno era siempre el favorito de los chicos, mientras que el malo cargaba con todo lo desagradable. Así que pensé: «¿Será posible que me haya correspondido ese condenado papel? ¡Pero si ni siquiera me ha interesado nunca esa clase de películas!».
El álter ego vuduista de Kevin tomó nota de que había guardado la pistola de agua en mi bolso. La mayoría de los chicos se habrían puesto a berrear. Pero Kevin, en cambio, sin decir palabra, volvió de nuevo hacia su madre su máscara africana con la mueca estereotipada con huesos de pájaro. Desde el parvulario era un conspirador nato; sabía esperar que se presentara su oportunidad.
Puesto que los sentimientos de un niño son fáciles de herir, escasos sus privilegios y exiguas sus pertenencias, aunque sus padres sean personas acomodadas, siempre había pensado que castigar a tu propio hijo tenía que ser terriblemente doloroso. Pero la verdad es que al apoderarme de la pistola de agua de Kevin sentí un arrebato de salvaje alegría. Mientras nos dirigíamos a Gladstone tras el camión de mudanzas, la continua posesión de su juguete preferido me proporcionó un placer tal, que incluso lo saqué de mi bolso y apoyé el índice en el gatillo, como si fuera a disparar. Atado en su sillita entre nosotros dos, en el asiento delantero, Kevin levantó la vista desde mi regazo al salpicadero, con un gesto teatral de despreocupación. Su expresión era taciturna; tenía el cuerpo relajado, pero la máscara lo delataba: estaba rabioso por dentro. Me odiaba con todo su ser, y yo me sentía inmensamente feliz.
Creo que notó mi satisfacción, y decidió privarme de ella en el futuro. Empezaba ya a intuir que mostrar afecto, aunque sólo fuera por una pistola de agua, lo hacía vulnerable. Y, puesto que, deseara lo que deseara, yo se lo podía negar, la ausencia de cualquier deseo sería para él una especie de garantía de que no podría imponerle mi autoridad. Como si quisiera manifestar que acababa de tener aquella fantástica revelación, tiró la máscara al suelo de la camioneta y se puso a pisotearla con sus zapatillas deportivas, sin abandonar su aire ausente, hasta que consiguió romperle unos cuantos dientes. No creo que fuera tan precoz —tan monstruosamente precoz— como para ser capaz de dominar todos sus apetitos terrenales a la edad de cuatro años y medio. Todavía quería que le devolviera su pistola de agua. Pero, al final, la indiferencia demostraría ser un arma devastadora.
Cuando nos acercábamos a la casa, me pareció todavía más horrorosa de lo que la recordaba, y me pregunté cómo me las arreglaría para pasar las noches allí sin echarme a llorar. Salté de la camioneta. Kevin podía desatarse ya por sí solo, y rechazaba que lo ayudara. Se quedó de pie en el estribo, de manera que me resultara imposible cerrar la puerta.
—Devuélveme mi pistola ya.
No era un intento infantil de ablandar a mamá, sino un ultimátum. No se me daría una segunda oportunidad.
—Te has portado mal, Kevin —dije tranquilamente mientras lo levantaba por las axilas para dejarlo en el suelo—. No hay juguetes para los niños que se portan mal.
A lo mejor, hasta acabo disfrutando haciendo de madre, pensé. La cosa tenía su gracia.
La pistola perdía agua, por lo que decidí no guardarla en mi bolso. Mientras los de las mudanzas comenzaban a descargar, Kevin me siguió a la cocina. Allí me apoyé en la encimera y, empujándola con las yemas de los dedos, dejé la pistola sobre el techo de uno de los armarios.
Después estuve ocupada indicando dónde debía ir cada cosa, y puede que pasaran veinte minutos antes de que volviera a la cocina.
—¡Quieto ahí! —exclamé—. ¡Alto!
Kevin había empujado una caja hasta juntarla con otras dos que estaban apiladas, de modo que había formado una especie de escalera hasta la encimera de la cocina, donde los de las mudanzas habían dejado una caja con platos, que venía a ser un escalón más. Pero había esperado a oír el ruido de mis pasos para iniciar la escalada de los estantes del armario. (Según las normas de Kevin, la desobediencia sin testigos es una pérdida de tiempo). Para cuando llegué a la encimera, sus zapatillas deportivas estaban ya en el tercer estante del armario. Con la mano izquierda se agarraba a la puerta, que oscilaba de un lado para otro, y estaba a punto de agarrar su pistola de agua con la derecha. No tenía por qué haberle gritado «¡Alto!»: posaba como si esperara que le hicieran una foto.
—¡Franklin! —te llamé a gritos—. ¡Ven, por favor! ¡Corre!
No era lo bastante alta para agarrarlo y dejarlo en el suelo. Mientras permanecía allí, lista para atraparlo si resbalaba, nuestras miradas se cruzaron. Le brillaban los ojos de un modo que tanto podía manifestar orgullo como júbilo o desdén. «¡Dios mío!», pensé. «¡Tiene tan sólo cuatro años, y ya es él quien gana!».
—¡Eh, mozo! ¿Qué estás haciendo ahí? —Te entró la risa y te apresuraste a levantar los brazos, esos fuertes brazos tuyos, Franklin, para bajarlo del armario, no sin que antes cogiera la pistola—, ¡eres demasiado pequeño para aprender a volar…!
—Kevin se ha portado mal, muy mal —farfullé—. Ahora vamos a tener que quitarle esa pistola, y guardarla donde no pueda jugar con ella durante mucho, mucho tiempo.
—¡Venga, Eva, se la ha ganado! ¿No crees, chico? Hace falta tener redaños para trepar así. Eres un monito, ¿verdad?
Una sombra cruzó su rostro. Puede que pensara que estabas tratándolo en tono condescendiente, pero aquello se acomodaba a sus propósitos.
—Soy un monito —dijo en tono inexpresivo, y salió de la habitación con la pistola metida en el cinturón y una actitud de displicente arrogancia que yo asociaba con los secuestradores de aviones.
—¡Me has humillado!
—Mira, Eva, si a los adultos la mudanza nos resulta molesta, para un niño tiene que ser traumática. No seas dura con él. Por cierto, tengo que darte una mala noticia acerca de tu mecedora…
Para la cena de inauguración de nuestra nueva casa, a la noche siguiente, compramos unos filetes y me puse mi caftán favorito de brocado blanco sobre blanco, comprado en Tel Aviv. Esa misma noche Kevin aprendió a llenar su pistola de agua con mosto de vino tinto. Te pareció muy divertido.
En todos los aspectos la casa mostró por mí el mismo rechazo que yo sentía por ella. Allí no encajaba nada. Había tan pocos ángulos rectos, que una simple cómoda que colocaras en un rincón dejaba siempre en él un irregular triángulo vacío. Mis muebles, además, estaban tronados, aunque en el loft de Tribeca el desvencijado arcón para juguetes hecho a mano, el desafinado piano de media cola y el cómodo sofá, cuyos almohadones perdían plumón de pollo, ponían la nota justa de desenfado. De repente, en cambio, en nuestro nuevo y repulido hogar, lo viejo se transformó en basura. Lo sentí por todos aquellos objetos, de la misma manera que hubiera sentido lástima por mis sencillos, pero amables, compañeros de instituto de Racine si los hubiera visto alternar en una fiesta con mordaces neoyorquinos a la última moda como Eileen y Belmont.
Lo mismo ocurrió con la vajilla y los utensilios de cocina. Junto a las encimeras de brillante mármol verde, mi batidora de los años cuarenta pasó de objeto pintoresco a pura porquería. Un tiempo después, te presentaste en casa con un robot de cocina en forma de bala, y me vi obligada a llevar mi viejo túrmix al Ejército de Salvación a punta de pistola, por así decirlo. Cuando desembalé mis abollados cazos y sartenes, de grueso aluminio lleno de incrustaciones y vacilantes mangos a punto de soltarse y fijados con cinta aislante, pareció como si algún vagabundo se hubiera instalado en una casa cuyos propietarios se encontraran de viaje en Río. Las sartenes también pasaron a mejor vida: encontraste en Macy’s un juego esmaltado en color rojo más a la moda. Hasta entonces no había notado lo maltrechos que estaban mis viejos utensilios de cocina, y hubiese preferido no notarlo.
Puede que estuviera en el umbral de la riqueza, pero, bien mirado, jamás había poseído gran cosa: aparte de unas colgaduras de seda del Sureste Asiático, unas pocas esculturas de África Occidental y las alfombras armenias de mi tío, prescindimos con extraordinaria rapidez de la mayoría de los detritos de mi antigua vida en Tribeca. Y, por lo que respecta a los objetos internacionales, adquirieron un aura de inautenticidad, como si los hubiera adquirido en la sección de importaciones de una tienda especializada. Puesto que nuestra reinvención estética coincidió con mi año sabático en la AWAP, tuve la sensación de estar «evaporándome».
Eso explica que fuera tan importante para mí el proyecto de montarme un estudio en casa. Sé que, para ti, ese incidente ejemplifica mi intolerancia, mi rigidez y mi negativa a ser indulgente con los niños. Pero yo no lo veo así.
Para mi estudio elegí la única habitación de la casa en la que no crecía ningún árbol, que contaba con una sola claraboya y que era casi rectangular: había sido diseñada, sin duda, en la última etapa, cuando al matrimonio que ideó aquella Casa Soñada se le estaban agotando, afortunadamente, las ideas brillantes. A la mayoría de las personas les parecerá una abominación empapelar paredes de fina madera, pero estábamos rodeados de teca por todas partes, y tenía la impresión de que el empapelado haría que, por lo menos en una habitación, me sintiera más en casa. Pensaba cubrir de mapas las paredes del estudio. Tenía cajas y cajas llenas de ellos: planos de Oporto o de Barcelona, con todos los hostales y pensiones que pensaba incluir en las guías de la Península Ibérica señalados con un círculo rojo; mapas del Valle del Ródano realizados por el Servicio Cartográfico, con las serpenteantes curvas de mi lento viaje en tren marcadas con rotulador amarillo; continentes enteros cubiertos de rayas irregulares, trazadas con regla y bolígrafo, que indicaban los ambiciosos itinerarios de las líneas aéreas.
Como sabes, siempre he tenido pasión por los mapas. A veces he pensado que, ante la amenaza inminente de un ataque nuclear o de una invasión militar, las personas mejor preparadas para hacerles frente no serían ni los convencidos de la supremacía de la raza blanca con sus armas de fuego ni los mormones con sus reservas de sardinas en lata, sino los cartográficamente bien informados, que saben qué carretera lleva a las montañas. De ahí que lo primero que hago en cuanto llego a un lugar nuevo es buscar un mapa, aunque sólo si no he podido hacerme con un atlas Rand McNally en alguna tienda del centro antes de tomar el avión. Sin mapas, me siento como un náufrago abandonado en el mar. En cuanto consigo un plano, en cambio, pronto puedo moverme por la ciudad que sea con más facilidad que buena parte de sus habitantes, muchos de los cuales se encuentran completamente perdidos si los sacas del restringido marco de la panadería, la charcutería y la casa de Luisa. Me siento muy orgullosa de mi capacidad de orientación, porque me cuesta mucho menos que a la mayoría de la gente trasladar al espacio tridimensional las dos dimensiones del mapa, y he aprendido a utilizar para orientarme los ríos, las líneas férreas y el sol. (Lamento mi jactancia, pero ¿de qué otra cosa puedo presumir ahora? Estoy haciéndome mayor, y se me nota. Trabajo para una agencia de viajes, y mi hijo es un asesino).
Así pues, asociaba los mapas con la libertad de movimientos y la capacidad de decisión, e incluso esperaba vagamente que, gracias al sentido de la orientación que me habían proporcionado siempre, me guiaran, por así decirlo, en la nueva vida que estaba a punto de iniciar como madre suburbana a tiempo completo. Deseaba también conservar algún emblema físico de mi anterior manera de vivir, aunque fuera tan sólo para recordarme que había dejado aquella vida por voluntad propia y que podría volver a ella cuando quisiera. Acariciaba difusas esperanzas de que a Kevin, cuando fuera mayor, se le despertara la curiosidad, señalara con el dedo el mapa de Mallorca que tenía en un rincón y me preguntara cómo era aquello. Me sentía orgullosa de mi vida, y me decía que tal vez mis logros harían que, al valorarme más como madre, Kevin también se valorara más a sí mismo. Probablemente, mi objetivo era que Kevin se sintiera orgulloso de mí. Aún no tenía idea de lo difícil que eso podía resultar para cualquier padre.
En la práctica, mi proyecto era complicado. Los mapas tenían diferentes tamaños, así que tuve que diseñar una disposición que no fuera simétrica ni sistemática y, no obstante, resultara agradable a la vista, para lo cual hube de armonizar coloridos y combinar juiciosamente planos urbanos con mapas de continentes. Tuve que aprender a trabajar con la cola de empapelar, que lo pringaba todo, y había que planchar los mapas más viejos y sobados, cuyo papel se oscurecía con facilidad al aplicarles excesivo calor. Como tenía tantas cosas de las que ocuparme en la nueva casa, a lo que había que añadir las constantes consultas telefónicas con Louis Role, mi nuevo director editorial en AWAP, pasé varios meses ocupada en empapelar mi estudio.
Como he dicho, Kevin sabía esperar su oportunidad. Siguió de cerca el empapelado del estudio y se dio cuenta del mucho trabajo que suponía; y ayudó personalmente a complicarlo aún más pisando la cola y dejando sus huellas por toda la casa. No podía comprender el significado de aquellos mapas de diferentes países, pero comprendía que significaban mucho para mí.
Cuando hube encolado en el último rectángulo libre junto a la ventana un mapa topográfico de Noruega con la costa surcada de fiordos, me bajé de la escalera y torcí el cuello para observar el resultado. ¡Era espléndido! Lleno de dinamismo, original, rebosante de nostalgia. En los huecos que quedaban entre los mapas había pegado resguardos de entradas, planos de plantas de museos y facturas de hotel, que daban a aquel collage un ulterior toque personal. Había obligado a un espacio de aquella inexpresiva y estúpida casa a tener un significado. Puse el Big World de Joe Jackson, tapé el bote de cola, quité la lona que cubría mi buró de metro ochenta de ancho con cierre de persiana, lo abrí y vacié la última de mis cajas, de la que saqué y fui colocando mi expositor de estilográficas antiguas, los dos tinteros, uno de tinta roja y el otro de tinta negra, la cinta adhesiva, la grapadora y los cachivaches con los que jugueteo a veces: el cencerro suizo en miniatura, el penitente encapirotado de terracota que me traje de España.
Entretanto, le iba diciendo a Kevin algo muy a lo Virginia Woolf:
—Todos necesitamos una habitación propia. Tú tienes tu cuarto, ¿verdad? Bueno, pues éste es el de mami. Y a todos nos gusta que nuestro cuarto sea muy especial. Mami ha visitado montones de países. Todos estos mapas me recuerdan los viajes que he hecho. Tú también querrás algún día que tu cuarto sea muy especial, y yo te ayudaré, si quieres…
—¿Qué quieres decir con eso de que sea muy especial? —me preguntó mientras se agarraba el codo derecho con la mano izquierda. En la diestra tenía su pistola de agua, que cada vez perdía más. Aunque era menudo para su edad, nunca he conocido a nadie que ocupara mayor espacio metafísico. Su malhumorada seriedad no te permitía nunca olvidar que lo tenías delante, y, aunque hablaba poco, lo escudriñaba todo sin parar.
—Quiero decir que exprese tu personalidad.
—¿Qué es la personalidad?
Estaba segura de haberle explicado con anterioridad el significado de esa palabra. Me esforzaba en aumentar su vocabulario y en explicarle cosas como quién fue Shakespeare; la charla educativa ocupaba el vacío. Pero siempre tenía la sensación de que él hubiera preferido que callara. La información que no necesitaba en absoluto daba la impresión de ser ilimitada.
—Tu manera de ser. Esa pistola de agua, por ejemplo, forma parte de tu personalidad. —Me mordí la lengua para no decirle que la manera como estropeó mi caftán favorito formaba también parte de su personalidad. Así como el hecho de que, a punto de cumplir los cinco años, siguiera llevando pañales—. En todo caso, Kevin, eres muy testarudo. Supongo que entiendes lo que quiero decir.
—Que yo también tendré que pegar porquerías en las paredes —dijo en tono de víctima.
—A menos que no te guste.
—Pues no me gusta.
—¡Mira qué bien! Hemos encontrado otra cosa que no te gusta —le dije—. No te gusta ir al parque, no te gusta oír música, no te gusta comer y no te gusta jugar con el Lego. Seguro que no se te ocurre ninguna otra cosa que no te guste, por mucho que lo intentes.
—Todos esos cuadrados de papel con rayas —dijo sin titubear—. Son una porquería.
La frase No me gusta era su expresión favorita, seguida de cerca por la palabra porquería.
—Eso es lo que tiene de bueno tu cuarto propio, Kevin. Que a nadie más le importa. Me tiene sin cuidado que pienses que mis mapas son una porquería. Me gustan. —Recuerdo que el tono de desafío que adopté me hizo el mismo efecto que si hubiera abierto un paraguas protector. No volvería a aguarme la fiesta. Mi estudio me había quedado estupendo, y era sólo asunto mío. Me sentaría ante mi buró y jugaría a comportarme como una persona adulta. Además, esperaba ansiosamente que atornillaran el toque final: una cerradura en la puerta. Porque había llamado a un carpintero, sí, y le había hecho poner una puerta.
Pero Kevin no estaba dispuesto a dejar las cosas así. Tenía que decirme algo más:
—No lo entiendo. Todo estaba pegajoso. Has trabajado muchísimo. Y ahora está hecho una porquería. ¿Qué diferencia hay? ¿Por qué te has molestado? —Dio una patada en el suelo—. ¡Es una porquería!
Kevin se había saltado la fase del «¿Por qué?», que suele presentarse en torno a los tres años, ya que por entonces apenas hablaba. Aunque la fase del «¿Por qué?» puede parecer un deseo insaciable de comprender causas y efectos, había escuchado suficientes conversaciones entre madres e hijos en las zonas de juegos infantiles de los parques (¡Es hora de ir a preparar la comida, tesoro!, ¿por qué? ¡Porque los cuerpos nos dicen que hay que comer!, ¿por qué?) para conocerlo mejor. Los niños de tres años no están interesados en la química de la digestión; solamente usan la palabra mágica que siempre trae consigo una respuesta. Pero Kevin tuvo una verdadera fase del «¿por qué?». Pensó que mi papel tapiz era una incomprensible pérdida de tiempo, tal y como todos los adultos le parecían absurdos. No sólo le sorprendió sino le enfureció, y hasta ahora su fase del «¿Por qué?» ha probado no ser pasajera, sino una condición permanente.
Me arrodillé. Mire su tempestuoso y cansino rostro y coloqué una mano sobre su hombro.
—Porque me gusta mi nuevo estudio. Me gustan los mapas, los adoro.
Podía haber estado hablando Urdu.
—Son una porquería —dijo fríamente. Me levanté y dejé caer la mano, el teléfono estaba sonando.
La línea separada para mi estudio aún no había sido instalada, así que había tenido que dejar el teléfono en la cocina. Era Luisa, con una crisis en cuanto a JAPWAP, cuya solución tomaba algo de tiempo. Llamé a Kevin para que se colocase en un sitio donde lo pudiese ver, más de una vez. Pero aún tenía un negocio que atender, y ¿tienes alguna idea de lo fatigoso que es observar cada momento de cada día a un niño? Soy tremendamente comprensiva con el tipo de madre diligente que gira su espalda para parpadear un momento —que deja a una niña en el baño para abrir la puerta y firmar algún paquete, regresa y se da cuenta de que su pequeña se ha golpeado la cabeza con el grifo y se ha ahogado en dos pulgadas de agua—. Dos pulgadas. ¿Alguna vez se le agradece a la mujer por las veinticuatro-horas-y-tres-minutos al día que vigila a su hijo como si fuese un halcón? ¿Por los meses, por el valor anualmente enseñado de «No pongas eso en tu boca, cariño», de «¡Whoops! casi nos caemos»? Oh, no. Procesamos a estas personas, lo llamamos «negligencia parental» y los llevamos a la corte a través de las lágrimas saladas de su propia pena. Porque tres minutos son importantes, tres miserables minutos son suficientes.
Descolgué el teléfono. Abajo del pasillo, Kevin había descubierto los placeres de una habitación con una puerta: el estudio estaba cerrado.
—Oye, niño —dije, mientras le daba la vuelta a la perilla—. Cuando estás tan tranquilo me haces sentir nerviosa.
Mi papel tapiz estaba lleno de tinta roja y negra. Los papeles más absorbentes habían comenzado a mancharse. El techo, también, ya que lo había empapelado; al estirar el cuello sobre mi espalda estaba el asesinato. Goteos de lo alto manchaban una de las alfombras armenias más valiosas de mi tío, nuestro regalo de boda. La habitación estaba tan húmeda que parecía como si una alarma contra incendios se hubiese ido y provocado a su vez un sistema de pizca, sólo que los inyectores no habían arrojado agua, sino aceite de motor y el sorbete de mora.
De las jeringas de transición de unos enfermos púrpura, más tarde concluí que él había consumido la botella de tinta china negra primero, antes de que seguir adelante con el carmesí, pero Kevin no dejó nada a mi deducción: él todavía agotaba lo que quedaba de la tinta roja en el barril de su pistola. Había posado en el proceso de recuperar el arma de la cima del gabinete en la cocina, reservaba para el momento de mi llegada el toque final. Estaba de pie sobre la silla de mi estudio, con la cabeza inclinada en actitud de concentración. Ni siquiera levantó la mirada. El orificio de llenado del depósito era angosto, y, aunque intentaba verter la tinta en él con sumo cuidado, el barniz de mi buró estaba lleno de salpicaduras. Tenía las manos embadurnadas de tinta.
—Ahora sí que es especial —anunció en voz baja.
Le arrebaté la pistola, la tiré al suelo y la pisoteé hasta hacerla pedazos. Llevaba unas preciosas zapatillas amarillas italianas. La tinta me las desgració.
Eva