Querido Franklin,
Llámalo un propósito de Año Nuevo, ya que durante mucho tiempo, muchísimo, me morí de ganas de decírtelo: odiaba aquella casa. La odié en cuanto la vi. Y no pude sobreponerme a aquel odio. Cada mañana, al despertarme, cuando veía sus lisas superficies, las ingeniosas características de su diseño, sus elegantes contornos horizontales, la odiaba aún más.
Reconozco que la zona de Nyack, boscosa y a orillas del Hudson, fue una buena elección. Optaste, amablemente, por el condado de Rockland, en Nueva York, en vez de hacerlo por algún lugar en Nueva Jersey, un estado en el que hay, sin duda, muchos sitios encantadores donde vivir, pero que tiene unas connotaciones que habrían acabado conmigo. La población de Nyack estaba integrada racialmente y, a primera vista, parecía, al igual que Chatham, una ciudad de clase media baja y un tanto desaliñada, aunque, al contrario que en esta última, aquel aspecto poco pretencioso y desgalichado era pura ilusión, pues la mayoría de las personas que se habían instalado allí en las últimas décadas estaban podridas de dinero. No obstante el permanente atasco que provocan en su calle Mayor los Audi y los BMW, sus vinotecas y sus restaurantes donde sirven fajita, llenos a rebosar a pesar de sus precios astronómicos, y las casitas bajas de chilla de dos dormitorios de las urbanizaciones periféricas, que no comprarás por menos de setecientos mil dólares, la única pretensión de Nyack es carecer de pretensiones. Contrasta de un modo notable, pues, con Gladstone, que no es más que una ciudad dormitorio relativamente nueva situada más al norte, cuyo pequeño centro urbano —con falsas farolas de gas en las calles, cercas de troncos sin desbastar y comercios con rótulos como La Antigua Sandwichería— es el paradigma de la cursilería.
De hecho, ya se me cayó el alma a los pies cuando enfilaste por primera vez con la camioneta la larga y pomposa Palisades Drive. No habías querido decirme nada acerca de la finca, para que mi «sorpresa» fuera mayor. Y, desde luego, fue mayúscula. Me encontré ante un amplio edificio de cristal y ladrillo color arena, de un solo piso y con el techo plano, que, a primera vista, parecía la sede de alguna organización no gubernamental dedicada a la resolución de conflictos, una de esas entidades con más dinero que proyectos en que invertirlo, y que se dedican a conceder «premios de la Paz» a Mary Robinson y Nelson Mandela.
¿Acaso no habíamos hablado nunca de mis deseos? Por fuerza tenías que conocer mis preferencias. La casa de mis sueños debía ser antigua, victoriana. Y grande, sin duda, pero no a lo ancho, sino a lo alto: tres plantas y buhardilla; y debía estar llena de rincones y de grietas; y contar con estructuras cuya finalidad originaria hubiera quedado obsoleta: chozas para los esclavos y cobertizos para los aperos, sótanos para guardar las patatas y otros tubérculos, cuarto de ahumar, montaplatos y atalayas. Una casa que se cayera a pedazos, que rezumara historia y de la que se desprendieran los tejamaniles; que exigiera improvisadas reparaciones sabatinas de su desvencijada balaustrada mientras por las escaleras subía el apetitoso olor de las empanadas que se enfriaban en las encimeras de la cocina. La amueblaría con sofás de segunda mano de descolorida y raída tapicería estampada con motivos florales, cortinas, también de segunda mano, con alzapaños de pasamanería, aparadores de caoba tallada con espejos de cristal moteado. Junto al columpio del porche crecerían geranios plantados en un viejo cubo de ordeñar de estaño. Nadie enmarcaría nuestros edredones ni pediría por ellos miles de dólares en una subasta por ser tempranos y raros ejemplos del arte textil norteamericano, ya que los echaríamos sobre nuestras camas y los usaríamos hasta desgastarlos. Y, al igual que la lana cría pelusilla, la casa entera tendería a acumular trastos viejos: una bicicleta con las zapatas de los frenos gastadas y una cámara desinflada, sillas cuyos respaldos habían de ser encolados de nuevo, una vieja rinconera de excelente madera, pero pintada de un chillón azul vivo, acerca de la cual diría siempre que quería devolverle su color original, pero sin poner nunca manos a la obra.
No seguiré, porque sabes exactamente de qué estoy hablando. Ya sé que esas casas son difíciles de calentar. Sé que tienen muchas corrientes de aire. Que en su fosa séptica a menudo hay fugas y que su consumo de electricidad puede ser elevado. Sé que te preocuparía el viejo pozo del patio trasero, porque podría atraer peligrosamente a los chiquillos del vecindario. Puedo ver mentalmente esa casa con tal detalle, que sería capaz de cruzar con los ojos cerrados la hierba demasiado crecida de ese patio, con el consiguiente peligro de caerme al pozo.
Al bajarme de la camioneta allí donde el camino para coches terminaba delante de nuestro nuevo hogar, en aquel semicírculo de cemento destinado a facilitar a los vehículos la maniobra de dar media vuelta, pensé que hogar no era la palabra adecuada. Mi casa ideal era acogedora y quedaba aislada del mundo exterior; en cambio, aquellos amplios ventanales que miraban al Hudson (debo reconocer que la vista era espectacular) anunciaban una casa que estaría permanentemente abierta. Los senderos cubiertos de grandes losas, cuyas junturas habían sido rellenadas con gravilla de color rosa, parecían abrirse como un amplio felpudo de bienvenida. La fachada y el camino de acceso central estaban flanqueados por arbustos enanos. No había allí nogales de hojas oscuras, ni una enredada maraña formada por el desordenado crecimiento del musgo y el plumero amarillo: sólo arbustos enanos. ¿Y qué crecía a su alrededor? Pues césped. Pero no ese césped corto y suave cuyas tiernas hojitas te invitan a tumbarte sobre él con una limonada mientras las abejas revolotean zumbando sobre ti, sino el punzante y elástico que recuerda los verdes estropajos abrasivos usados para fregar platos.
Abriste de par en par la puerta principal. El recibidor conducía a una sala de estar del tamaño de una pista de baloncesto; una vez allí, subías unos planos escalones y te encontrabas en el «comedor», separado parcialmente de la cocina por una pared baja por encima de la cual podían pasar los platos de un lado a otro; alguna receta con tomates secados al sol, sin duda. Aún no había visto ni una puerta. Aquí no hay donde esconderse, pensé, llena de pánico.
—Espectacular, ¿verdad? —dijiste.
—Estoy estupefacta —te respondí sinceramente.
Siempre había pensado que un niño pequeño al que dejaran suelto en un amplio espacio sin muebles, con el suelo cubierto de reluciente parqué y bañado por una luz intensa, aunque insípida, se quitaría los zapatos y empezaría a deslizarse sobre los calcetines, riéndose tontamente y gesticulando de un modo grotesco, sin sentirse cohibido por aquel aséptico desierto —desierto, Franklin— al que lo habían arrojado. Pero, por el contrario, Kevin se agarró a tu mano como una lapa y hubo que animarlo a que fuera a «explorar». Avanzó hasta el centro de la sala de estar, se sentó en el suelo y allí se quedó. Bien sabe Dios que hasta entonces habían sido muchos los momentos en los que me había sentido distanciada de mi hijo, pero al verlo allí, inmóvil, con unos ojos de huérfano abandonado apagados como si fueran de cera y los miembros desmadejados sobre el suelo, semejantes a peces invendibles desechados en un muelle, me sentí tremendamente unida a él.
—Tienes que ver la habitación de matrimonio —dijiste al tiempo que me cogías de la mano—. Las claraboyas son impresionantes.
—¿Claraboyas? —exclamé desconcertada.
No había ni una pared en nuestro despampanante dormitorio que formaba ángulo recto con la adyacente, y el techo estaba inclinado. El discordante efecto que todo ello causaba, unido a la notoria ausencia de las habituales paralelas y perpendiculares y al evidente desprecio que mostraba aquel edificio por el tradicional concepto de habitaciones, hacía que me sintiera mareada.
—¿Verdad que es algo fuera de lo común?
—¡Completamente fuera de lo común!
En algún momento, difícil de determinar, de los años noventa los grandes espacios decorados con madera de teca pasaron de moda. Aún no habíamos llegado a eso, pero tuve la premonición de que ocurriría.
Me enseñaste entonces el cesto de teca para la ropa sucia; estaba empotrado en la pared y, gracias a lo ingenioso de su diseño, servía también como banco; su tapa tenía atados con cintas cojines amarillos en los que había estampados rostros sonrientes. Abriste las puertas del armario, que se deslizaron sobre unas silenciosas ruedecillas. Todas las partes móviles de la casa se desplazaban en el más absoluto silencio, y en sus superficies no había la más mínima aspereza. Las puertas de los armarios carecían de pomos. El mobiliario carecía de tiradores o cerraduras. Los cajones tenían, simplemente, unas ranuras para facilitar su apertura. Los armarios de la cocina se abrían y se cerraban mediante la simple presión de un dedo. Toda la casa, Franklin, parecía seguir un tratamiento intensivo contra la depresión y la ansiedad.
Me llevaste entonces a la terraza a través de unas puertas de cristal deslizantes. «Bueno, tengo una terraza», pensé. No gritaré nunca: «¡Estoy en el porche!», sino: «¡Estoy en la terraza!». Sólo es una palabra, dije para mí. Pero aquel espacio elevado parecía pedir a gritos barbacoas compartidas con unos vecinos que no sabía si serían de mi agrado. Los filetes de pez espada pasarían de estar crudos a excesivamente hechos en un minuto, y yo tendría que vigilarlos.
Sí, querido, ya sé que parezco una ingrata. Buscaste sin parar, y te tomaste la tarea de encontrar un hogar para nosotros con la misma seriedad con la que te entregabas a buscar exteriores para un anuncio de Gillette. Ahora soy más consciente de la falta de casas que valgan realmente la pena en esta zona, así que no dudo de que cualquiera de las que desechaste tenía que ser verdaderamente horrible y hecha con materiales de mala calidad. Lo que no era el caso de la nuestra. Sus constructores no repararon en gastos. (¡Ay de aquellos que no reparan en gastos! Lo sé mejor que nadie, porque las personas de esa clase son las que desdeñan las guías AWAP a la hora de irse a hacer turismo al «extranjero», y, después de pasar unas vacaciones la mar de confortables, afirman que estuvieron en peligro de muerte). Las maderas eran preciosas, en más de un sentido, y los grifos estaban chapados en oro. Los anteriores propietarios lo encargaron todo a medida y de acuerdo con sus exigentes especificaciones. Lo único malo era que habías comprado para nosotros la casa de los sueños de otra familia.
Yo lo vi así. Nuestra laboriosa pareja se va abriendo camino y asciende de vulgares apartamentos de alquiler a dúplex más bien anodinos hasta que, finalmente, llega una herencia, un boom de la Bolsa, un ascenso. Y entonces puede permitirse construir de nueva planta la casa con la que siempre ha soñado. La pareja pasará horas estudiando planos, sopesando dónde esconder cada armario, cómo realizar una elegante transición entre la sala de estar y el estudio («¡Poned una puerta!», quisiera gritarles, no me pueden oír). Todas esas innovadoras ideas parecen dinámicas sobre el papel. Incluso los arbustos tienen un aspecto adorable cuando los ves representados en el plano con medio centímetro de altura.
Pero tengo una teoría a propósito de las Casas de los Sueños, sean de quien sean. No es casual que la palabra «capricho» signifique tanto idea arbitraria o insensata como obra de arte en que el ingenio o la fantasía rompen la observancia de las reglas. Porque lo cierto es que jamás he visto una Casa de los Sueños de nadie que «funcione». Algunas, como la nuestra, casi lo logran, pero son mucho más comunes los desastres totales. Parte del problema radica en que, con independencia del dinero que se derroche en rodapiés de roble, una casa sin historia, invariablemente, resultará vulgar en otra dimensión. Dicho de otro modo, los problemas parecen estar enraizados en la propia naturaleza de lo bello, una cualidad sorprendentemente escurridiza y que rara vez se puede comprar sin más, por las buenas. Desaparece cuando se pone demasiado esfuerzo en conseguirla. Premia la sencillez, y, sobre todo, le agrada presentarse por capricho, por accidente. A causa de mis viajes, me he convertido en una fan del art trouvé: un pie de lámpara en las ruinas de una vieja fábrica de armas de la Primera Guerra Mundial, una valla publicitaria abandonada cuyas diferentes capas forman un cautivador collage que deja traslucir carteles de Coca-Cola, Chevrolet y Jabón de Afeitar Burma, deslucidos cojines de pensiones baratas que casaban a la perfección, sin pretenderlo, con las ondulantes cortinas descoloridas por el sol.
Odiosamente, pues, viga tras viga, aquella mansión de Gladstone, que pretendía ser paradisíaca, había ido tomando forma hasta convertirse en algo tan decepcionante, que se te caía el alma a los pies al verla. ¿Habían achaflanado las esquinas los constructores por iniciativa propia? ¿Se había tomado algún arrogante arquitecto excesivas libertades con aquellos planos trazados con tanta minuciosidad? No, no. Hasta en los torturantemente lisos armarios de cocina los previsores planos habían sido seguidos al pie de la letra. Aquel mausoleo de Palisades Drive era exactamente como lo habían planeado sus creadores, y por eso resultaba tan deprimente.
Para ser justos, hay que recordar que hay una brecha, ancha como el océano Atlántico, entre la capacidad de la mayoría de los mortales para conjurar la belleza a partir de un boceto y la de reconocerla, simplemente, cuando la ven. Así pues, por más pruebas que haya de lo contrario, es posible que los propietarios originales de nuestra casa tuvieran buen gusto; claro que, en ese caso, lo que hicieron resulta todavía más lamentable. Ciertamente, el hecho de que construyeran algo tan horrendo no contradice mi teoría de que se dieran perfecta cuenta, cuando estuvo acabada, de lo horrible que era aquella casa. Estoy convencida, además, de que ni el marido ni la mujer se confesaron mutuamente que aquel edificio era una atrocidad, sino que ambos mantuvieron la pretensión de que era la casa de sus sueños aunque, desde el mismo día en que se mudaron a ella, los dos comenzaron a planear, por separado, cómo marcharse de allí.
Me dijiste que la casa sólo tenía tres años. ¿Tres años nada más? ¡Si era, más o menos, el tiempo que debieron de tardar en construirla! ¿A quién se le ocurriría meterse en semejante berenjenal sólo para cambiar de casa a los cuatro días? Tal vez al señor Propietario lo trasladaron, por ejemplo, a Cincinnati, y aceptó el nuevo trabajo encantado. ¿Qué habría podido inducirlo a cruzar aquella maciza puerta de entrada para no volver, excepto el rechazo que le causaba su propia creación? ¿Quién podría vivir día tras día entre los errores de su imaginación, materializados en algo tan sólido como el ladrillo?
—¿Cómo es que quienes encargaron esta casa la vendieron tan pronto? —te pregunté mientras me conducías al estilizado patio trasero—. Después de levantar un edificio tan evidentemente… ambicioso.
—Tengo la impresión de que tomaron caminos distintos, por así decirlo.
—O sea, que se divorciaron.
—Bueno, en cualquier caso, eso no hace que la casa esté maldita, ni nada así.
Te miré con curiosidad.
—No he dicho que lo estuviera.
—Si las casas pudieran contagiarte una cosa así —estallaste—, no habría en todo el país ni un simple cobertizo donde un matrimonio tuviera la seguridad de llevar una vida feliz.
¿Maldita? Evidentemente, intuías que, por razonable que pareciera a primera vista la idea de irnos a vivir a una urbanización suburbana —grandes parques, aire limpio, excelentes escuelas—, nos habíamos desviado alarmantemente de nuestro propósito. Pero lo que me sorprende ahora no es que tuvieras esa premonición, sino tu capacidad para ignorarla.
En cuanto a mí, no tenía premoniciones. Estaba, simplemente, asombrada de que, después de haber pasado por Letonia y Guinea Ecuatorial, hubiera acabado aterrizando en Gladstone, Nueva York. Me sentía como si, de pie en una tabla de surf en el culo del mundo durante una marejada de aguas residuales, apenas lograra mantener el equilibrio mientras nuestra nueva adquisición lanzaba oleada tras oleada de pura fealdad física. ¿Por qué no eras capaz de verlo con tus propios ojos?
Tal vez porque siempre has sido proclive al redondeo. En los restaurantes, cuando la cuenta, con el quince por ciento de propina, subía a diecisiete dólares, tenías tendencia a pagar con un billete de veinte y a decirle a la camarera que se quedara el cambio. Si habíamos pasado una insoportable velada con unos nuevos amigos a los que prefería no volver a ver, te mostrabas partidario de darles una segunda oportunidad. Cuando aquella chica italiana, Marina, a la que apenas conocía, se presentó de improviso en nuestro loft, la invitamos a quedarse un par de noches y tu reloj desapareció, me sulfuró que te mostraras convencidísimo de que debías de habértelo dejado en el gimnasio. ¿Almorzar con Brian y Louise tenía que resultar siempre divertidísimo? ¡Pues claro que sí! Daba la sensación de que, sólo con entrecerrar los ojos, eras capaz de borrar todo lo que pudiera resultar desagradable. Mientras me guiabas por nuestra nueva propiedad, tu actitud de agente inmobiliario que no quería perderse aquella venta contrastaba con la mirada emocionada que me dirigían tus ojos, con la que parecías suplicarme que te siguiera el juego. Hablabas sin parar, igual que si te hubieran dado cuerda, y cierto tono de histeria en tu voz delataba inequívocamente que también sospechabas que el número 12 de Palisades Drive no era, ni muchísimo menos, un hito arquitectónico, sino un ostentoso bodrio. A pesar de ello, por medio de una compleja combinación de optimismo, anhelo vehemente y bravuconada, redondearías la cosa. Si bien es cierto que a eso puede llamársele, pura y simplemente, mentir, también cabría argüir que esa clase de engaño es una variante de la generosidad. Después de todo, comenzaste a practicar el redondeo con Kevin desde el mismo día en que nació.
Yo, en cambio, soy detallista. Prefiero que mis fotografías estén bien enfocadas. Aun a riesgo de incurrir en tautología, sólo me cae bien la gente en la medida en que me cae bien. Llevo una vida emocional tan aritméticamente precisa, con dos o tres decimales después de la coma, que incluso estoy dispuesta a reconocer que, a veces, mi propio hijo puede mostrarse agradable. En otras palabras, Franklin: yo dejo los diecisiete dólares justos.
Espero que te persuadí de que encontraba encantadora la casa. Era la primera decisión que tomabas en nombre de los dos por tu cuenta y riesgo, y no estaba dispuesta a echarlo todo al garete sólo porque la perspectiva de vivir allí me inspirara deseos de cortarme las venas. Concluí para mí que la explicación de que viéramos la casa de distinta manera no era que tus ideas estéticas fueran diferentes de las mías, ni que carecieras de ellas, sino que eras sumamente sugestionable. Yo no estaba allí para murmurarte al oído lo del montaplatos. Y, en mi ausencia, habías vuelto al gusto de tus padres.
O a una versión actualizada de éste. La casa de Palisades Drive recordaba, de un modo extraordinario, la que tus padres se construyeron en Gloucester, Massachusetts, por más que ésta tuviera dos pisos delante y uno detrás, con tejado a dos vertientes, de acuerdo con uno de los estilos tradicionales de Nueva Inglaterra. Pero en ambas resultaban inconfundibles el afán de alcanzar la perfección, sin reparar en gastos, y una inocente fe en la Exquisitez.
Aunque me divirtiera burlándome del lema de tu padre, «Los materiales lo son todo», no me burlaba exclusivamente de él cuando lo hacía. Hasta cierto punto, veía lo valiosa que es la gente que hace cosas y que, al hacerlas, trata de alcanzar los más altos niveles de perfección: Herb y Gladys construyeron su propia casa, ahumaban su propio salmón y elaboraban su propia cerveza. Pero nunca he conocido a dos personas que existieran tan exclusivamente en tres dimensiones. Sólo he visto entusiasmarse a tu padre ante una repisa de chimenea de madera de arce de onduladas vetas o una cerveza negra de cremosa espuma, y creo que lo que lo exaltaba, en ambas ocasiones, era la estática perfección física de ambas cosas; sentarse ante el fuego, o beberse la cerveza, eran meros aditamentos. Tu madre cocinaba con la precisión de un químico, y comíamos realmente bien cuando íbamos a verlos. Pero, por más que hubiera recortado la receta de su tarta de frambuesas recubierta de merengue de alguna revista, también en este caso tengo la profunda convicción de que su meta era la tarta en cuanto objeto, y que veía el hecho de comerla, que destruía su creación, como una especie de acto vandálico. (Resulta significativo que tu cadavéricamente delgada madre sea una cocinera maravillosa, pero no tenga apetito). Sus platos parecían tan mecánicos como cualquier producto salido de una cadena de montaje. Siempre experimenté alivio al marcharme de casa de tus padres, porque como eran tan amables conmigo, aunque sólo fuera desde el punto de vista material, me hacían sentir desagradecida.
Además, el hecho de que todo en su casa estuviera tan pulido, y mostrara un brillo uniforme en el que podías verte reflejado, desviaba la atención y ocultaba que debajo no había nada. Tus padres no leían; tenían unos pocos libros, entre ellos una enciclopedia (cuyos lomos de color burdeos hacían acogedor el estudio), pero los únicos volúmenes que mostraban en sus páginas señales de haber sido consultados a menudo eran manuales de instrucciones, libros de «hágalo usted mismo», recetarios de cocina y una macilenta colección incompleta (sólo los dos primeros tomos) de Cómo funcionan las cosas. No entendían que alguien pudiera seguir una película que acabara mal o comprar un cuadro que no fuera bonito. Tenían en el estante más alto de la librería del comedor un aparato de estéreo cuyos altavoces valían mil dólares cada uno, pero sólo un puñado de discos compactos, todos de música facilona y recopilaciones, como Fragmentos inolvidables de ópera o Grandes éxitos de la música clásica. Ya sé que podría deberse, simplemente, a pereza, pero pienso que era consecuencia de una incapacidad aún mayor: ignoraban para qué servía la música.
Y lo mismo se podría decir de tu familia a propósito de cualquier otro aspecto de la vida: ignoran para qué sirve. Destacan por su conocimiento de la mecánica de la vida; saben cómo hacer que los piñones de sus ruedas engranen unos con otros, pero suponen que, al hacerlo, están creando un objeto que funciona por sí mismo, semejante a esos adornos que se colocan en las mesitas de centro consistentes en una serie de bolas de acero inoxidable pendientes de varillas que, al golpearlas, van chocando inútilmente las unas con las otras hasta que la fricción acaba deteniendo su movimiento. Tu padre se sintió profundamente insatisfecho el día en que su casa estuvo acabada; pero no porque hubiera algún defecto en ella, sino porque no lo había. Su ducha con difusor de alta presión y mampara de cristal hermética estaba instalada a la perfección, pero cuando iba de compras adquiría los discos compactos más anodinos para escucharlos en su carísimo estéreo. No me costaba nada imaginármelo saliendo al jardín y revolcándose en la tierra a fin de proporcionarle a aquella ducha una razón para funcionar cada día. Claro que, si a eso vamos, su casa está tan limpia, reluciente y flamante, tan llena de aparatitos para amasar y para cortar verduras en juliana, para descongelar y para rebanar el pan, que da la impresión de no necesitar para nada a sus ocupantes. De hecho, sus habitantes —esas personas que vomitan, cagan y vierten el café al removerlo— son las únicas manchas de suciedad en una, por lo demás, inmaculada y autosostenible biosfera.
Ni que decir tiene que todo esto lo comentábamos los dos en nuestras visitas, y exhaustivamente, porque, ahítos y a cuarenta minutos de distancia del cine más próximo, solíamos recurrir a despellejar a tus padres para entretenernos. La cuestión es que, cuando Kevin…, aquel jueves…, bueno, no estaban preparados. Que no habían comprado la máquina adecuada —como su despepitador de frambuesas alemán—, capaz de procesar un acontecimiento de aquella índole y darle algún sentido. Lo que hizo Kevin no fue racional. No sirvió para que un motor funcionara con mayor suavidad o resultara más eficiente una polea; no se trató de elaborar cerveza o ahumar salmón. Fue algo no computable: algo físicamente absurdo.
Lo más irónico es que, aunque tus padres siempre han deplorado su falta de laboriosidad protestante, son, de las personas que conozco, las que más tienen en común con Kevin. No saben para qué es la vida, ni qué hacer con ella, y él tampoco; me parece significativo que tanto tus padres como tu primogénito detesten el tiempo libre. Tu hijo nunca ha ocultado esa antipatía, lo que implica, si lo piensas bien, cierta dosis de valentía: jamás fue de los que se engañan a sí mismos pensando que, con sólo llenarlo, le están dando a su tiempo un valor productivo.
Oh, no…, ¿recuerdas cómo, durante las tardes de los sábados, se pasaba horas y horas reconcomiéndose y lanzando miradas furiosas a diestro y siniestro, sin hacer otra cosa que maldecir interiormente cada segundo de cada minuto que pasaba?
A tus padres, evidentemente, la perspectiva de no tener nada que hacer los asusta. A diferencia de Kevin, no tienen carácter para afrontar el vacío. Tu padre siempre iba de un lado para otro engrasando la maquinaria de su vida cotidiana, aunque la comodidad adicional que obtenía de ello al concluir no hacía sino proporcionarle más odioso tiempo libre. Y, lo que es más, cuando instalaba un descalcificador de agua o un sistema de riego en el jardín, no tenía ni idea de lo que trataba de mejorar. El agua con exceso de cal siempre le había ofrecido la feliz perspectiva de regulares y laboriosas limpiezas del escurridero que formaba parte del fregadero de la cocina, y prefería regar el jardín a mano. La diferencia entre Kevin y tu padre es que éste instalaría mañosamente el descalcificador sin razón alguna para hacerlo, mientras que aquél no lo haría nunca. La inutilidad de algo jamás ha preocupado a tu padre. Para él la vida es una colección de células e impulsos eléctricos: es material y, por eso, los materiales lo son todo. Y esta visión prosaica lo satisface…, o lo satisfacía. Ahí radica el contraste entre ellos: Kevin también piensa que los materiales lo son todo. Sólo que a él no le importan en absoluto.
Jamás olvidaré la primera vez que fui a ver a tus padres después de aquel jueves. Reconozco que lo había ido posponiendo y se me doblaban las rodillas. Sé que habría sido tremendamente difícil incluso si hubieras podido acompañarme, pero, por supuesto, nuestra irremediable separación lo impidió. Al presentarme allí sola, sin el cartílago de su hijo, se me hizo patente la cruda realidad de que ya no estábamos orgánicamente unidos, y creo que ellos sintieron la misma falta de conexión conmigo. Cuando tu madre abrió la puerta, se le puso la cara lívida, pero me invitó a pasar con la misma cortesía que habría utilizado para decirle que entrara a un vendedor de aspiradoras a domicilio.
Sería injusto calificar a tu madre de estirada, pero tiene gran respeto por las convenciones sociales. Le gusta saber qué hay que hacer ahora y qué vendrá después. Por eso concede tanta importancia a las comidas bien preparadas. Encuentra sosiego en los menús fijos, en que la sopa se sirva antes que el pescado, y acepta sin rechistar —cosa que yo no haría— las monótonas tareas de preparar la comida, servirla y limpiar la mesa tres veces al día que jalonan la vida de una cocinera de la mañana a la noche. A diferencia de mí, no se enfrenta a los convencionalismos por considerarlos una limitación: es una persona vagamente bienintencionada, pero falta de imaginación, y agradece las normas. Pero, por desgracia, no parece haber todavía reglas de etiqueta para ofrecer el té de las cinco a tu ex nuera después que tu nieto ha cometido un asesinato en serie.
Me acomodó en la formal sala de estar en vez de hacerlo en el estudio, lo cual fue un error; la rigidez de los altos respaldos de los sillones orejeros sólo sirvió para acentuar que, por contraste, las normas habían entrado en caída libre. Los colores del velvetón, verde mar y rosa viejo, contrastaban tanto con el lívido brillo resplandor que subyacía en mi visita, que parecían mustios o levemente nauseabundos; eran los colores del moho. Tu madre corrió a la cocina. Estaba a punto de gritarle que no se molestara, que me era realmente imposible comer nada, pero me di cuenta de que habría sido cruel negarle que retrasara enfrentarse a la parte más dura de nuestra conversación entregándose a la única ocupación que la haría sentirse feliz. Después, vencí las náuseas que sentía y me comí uno de sus lazos de Gruyere.
Gladys es una mujer tan tensa y nerviosa —y no quiero decir con ello que no sea capaz de mostrarse afectuosa o amable—, que esa misma tensión, la tensión que emana de todo su frágil cuerpo, contribuye a que parezca que para ella no pasan los años. Es cierto que ahora las arrugas de su frente están más marcadas y le dan cierto aire de permanente perplejidad, que sus ojos lanzan miradas como dardos en todas direcciones con un frenesí que no había visto antes en ella y que, sobre todo cuando no se daba cuenta de que la observaba, aparecía en su rostro una expresión de desconcierto que me hizo imaginar qué aspecto tenía cuando era niña. El efecto de conjunto daba a entender que aquella mujer estaba profundamente apenada, pero los elementos que contribuían a crearlo eran tan sutiles, que ninguna cámara hubiera sido capaz de fijarlos en una película.
Cuando subió tu padre del sótano (al oír sus pasos en las escaleras, sentí un escalofrío de temor: no obstante sus setenta y cinco años, siempre había sido un hombre vigoroso, pero aquellos pasos sonaban ahora demasiado pesados y lentos), el cambio que advertí en él no tenía nada de sutil. Las ropas de algodón que solía ponerse para trabajar colgaban ahora de su cuerpo formando grandes bolsas. Habían pasado sólo seis semanas, y me asombró que en ese período se pudiera perder tanto peso. Toda la carne de su curtido rostro parecía haberse desplomado, los párpados inferiores le colgaban y dejaban ver un borde rojo, y tenía las mejillas fláccidas como las de un sabueso. Me sentí culpable, igual que si se me hubiera contagiado la convicción que reconcome a Mary Woolford de que tiene que haber algún responsable de lo ocurrido. Idea que tu padre comparte. No es vengativo, pero, en cuanto fabricante jubilado de máquinas herramientas para la industria electrónica (resulta el colmo de la perfección que hiciera máquinas que hacían máquinas), se toma todo lo relacionado con la responsabilidad empresarial y las buenas prácticas comerciales con una seriedad absoluta. Kevin ha salido defectuoso, y yo soy quien lo fabricó.
Mi ondulada taza de té repiqueteó al posarse en su dorado platillo, y me sentí torpe. Pregunté a tu padre cómo estaba su huerto, y me miró confuso, igual que si hubiera olvidado que lo tenía.
—Los arándanos —recordó en tono pesaroso— están comenzando a brotar.
La palabra brotar quedó colgando en el aire. De los arándanos, tal vez, pero, lo que es de tu padre, ya no brota nada.
—¿Y los guisantes? Siempre has cultivado unos guisantes tan dulces y tiernos…
Pestañeó. El reloj dio las cuatro. No respondió a mi comentario acerca de sus guisantes, y nos envolvió un silencio que parecía tener una especie de horrible desnudez. Resultaba evidente que se lo había preguntado sólo por decir algo, que ni en aquella ocasión ni en ninguna de las anteriores en las que me había interesado por ellos me habían importado un pito sus guisantes, y que a él también le importaba un pito que me interesaran o no, y que, si me lo había explicado, había sido por pura cortesía.
Bajé la vista. Me excusé por haber tardado tanto en ir a visitarlos. No me interrumpieron con ningún sonido que pudiera interpretarse como: «Claro, lo comprendemos». No me interrumpieron con ningún sonido, como decir algo, así que seguí hablando.
Les dije que había querido ir a todos los funerales, siempre y cuando mi presencia fuera bien recibida. A tus padres no los desconcertó semejante incongruencia; de hecho, habíamos estado hablando de aquel jueves desde el momento mismo en que tu madre me abrió la puerta. Les dije que no había querido parecer insensible, por lo que telefoneé previamente a los padres de las víctimas. Un par de ellos me colgaron el teléfono sin más. Otros me suplicaron que no fuera. Y Mary Woolford dijo que sería una indecencia que asistiera.
Entonces les hablé de Thelma Corbitt —¿recuerdas a su hijo Denny, aquel larguirucho muchacho pelirrojo que prometía tanto como actor?—, quien fue tan amable conmigo que me sentí avergonzada. Le comenté a tu madre que la tragedia parece sacar a la luz toda clase de cualidades inesperadas en las personas. Le dije que algunas (pensaba en Mary) parecían encerrarse en bolsas de plástico selladas al vacío, como las de comida preparada para llevar en la mochila cuando vas de excursión, y se limitaban a abrasarse dentro de ellas en su particular infierno. Otras, en cambio, daban la impresión de tener justamente el problema opuesto, como si el desastre las hubiera rociado con un ácido que les hubiera arrancado la capa exterior de la piel, que hasta entonces las protegía de las piedras y las flechas lanzadas contra ellas por las terribles desgracias sufridas por otras personas, y ahora las sintieran en carne viva. Para estas últimas, el mero hecho de salir a la calle después de ocurrirle alguna desgracia a otra persona era una agonía, un dolor agobiante que las hacía sentir como suyos el reciente divorcio de aquel hombre o el cáncer de garganta terminal de aquella mujer. Vivían también en un infierno, pero era en el de todos, en un mar inmenso, turbulento y lleno de desechos tóxicos, en el que no había ninguna costa a la vista.
Dudo que fuera capaz de describirlo tan imaginativamente, pero les dije que Thelma Corbitt era de esas mujeres cuyos sufrimientos personales les ayudan a comprender los de los demás. Y, aunque no les referí con detalle nuestra conversación telefónica, todas las cosas de las que hablamos acudían en tropel a mi mente. Thelma me dijo, nada más oír mi voz, que admiraba mi «valor» al decidirme a llamarla por teléfono, y me invitó al funeral de Denny, pero sólo si no me resultaba demasiado penoso ir. Le confesé que tal vez me ayudara expresarle mi pesar por la muerte de su hijo, y entonces me di cuenta de que, por una vez, no estaba, simplemente, cumpliendo una obligación y diciendo lo que se suponía que debía decir. Aunque no venía demasiado a cuento, Thelma me explicó que le habían puesto Denny a su hijo porque el restaurante en el que ella y su marido tuvieron su primera cita pertenecía a una cadena que llevaba ese nombre. Casi estuve a punto de pedirle que no siguiera, porque me parecía más fácil para mí saber lo menos posible acerca de su chico, pero era evidente que estaba firmemente convencida de que sería mejor para las dos que supieran cómo era aquella persona a la que mi hijo había matado. Denny ensayaba la obra de teatro que los alumnos del instituto pensaban representar aquella primavera, No te bebas el agua, de Woody Allen, y ella le ayudaba a aprenderse su parte del diálogo. «Nos hacía morir de risa», dijo. Aproveche la ocasión para decirle que lo había visto en Un tranvía llamado deseo el año anterior y (exagerando un poco) me había parecido magnífico. Tuve la sensación de que esas palabras la complacieron mucho, aunque sólo fuera por saber que su hijo no era para mí un simple número en una estadística, un nombre en el periódico o una tortura. Luego me dijo que yo tal vez lo pasara peor que cualquiera de los otros padres. Rechacé esa idea. «No sería justo», le dije. «Después de todo, aún tengo a mi hijo». Y entonces dijo algo que me impresionó profundamente: «¿De verdad? ¿De verdad lo tienes?». No le contesté, pero le agradecí su amabilidad, y después nos perdimos las dos en tantas demostraciones de gratitud mutua —una gratitud casi impersonal porque no todo el mundo es, lisa y llanamente, malvado—, que nos echamos a llorar.
Así que, como les conté a tus padres, acudí al funeral de Denny. Me senté atrás, vestida de negro, aunque hoy día eso ya no se lleva. Después me uní a la fila para presentar mis condolencias y, cuando me llegó el turno, le ofrecí mi mano a Thelma y le dije: «Lamento mucho mi pérdida». Sí, es lo que le dije; una equivocación, una metedura de pata; pero pensé que aún sería peor corregir mi error: «tu pérdida, quiero decir». Por la cara de perplejidad que pusieron tus padres, pensé que suponían que estaba mal de la cabeza.
Finalmente, busqué refugio en la logística. El sistema legal es, en sí mismo, una máquina, y podía describir su funcionamiento con la precisión con la que tu padre me había descrito en cierta ocasión, con poética lucidez, el de un convertidor catalítico. Les expliqué que Kevin debía comparecer ante un tribunal y que, entretanto, estaba en prisión preventiva sin posibilidad de libertad bajo fianza. Esperaba que esa terminología, a la que nos tiene tan familiarizados la televisión, los animara; pero no fue así. (¡Cuán importante es la interfaz de duro vidrio de la pantalla! Los espectadores no desean que los espectáculos de esa clase entren sin más ni más en sus hogares, de la misma manera que no desean que las aguas residuales de sus vecinos se desborden e inunden sus retretes). Les dije que había contratado al mejor abogado que pude encontrar, dando a entender, naturalmente, que se trataba del más caro. Pensaba que tu padre lo aprobaría, puesto que siempre compraba lo mejor de lo mejor. Pero estaba equivocada.
—¿Servirá para algo? —dijo secamente.
Desde que lo conocía, nunca le había oído hacer esa pregunta; siempre sabía para qué servía todo. Me asombró aquel repentino cambio. Tú y yo siempre nos burlábamos de tus padres, a sus espaldas, por ser más bien áridos espiritualmente.
—No lo sé, pero parece que era lo que se esperaba de mí… Para que Kevin salga lo mejor parado posible, supongo —dije, pensativa.
—¿Es eso lo que quieres? —me preguntó tu madre.
—No… Quisiera, que el reloj corriera hacia atrás. Quisiera no haber nacido, para que no hubiera ocurrido aquello. Pero es imposible.
—Pero ¿no te gustaría que lo castigaran por lo que hizo? —dijo tu padre. Entiéndeme bien, en su voz no había ni rastro de ira; no tenía energía para eso.
La verdad es que dejé escapar una risita. Sólo un ¡ja!, fruto de mi abatimiento. Aun así, estaba fuera de lugar.
—Lo siento —me disculpé. Y añadí—: Pero le deseo mucha suerte a quien lo intente. Traté de castigar a Kevin durante buena parte de los últimos dieciséis años. Y, para empezar, ninguno de los castigos que le impuse le importó en lo más mínimo. ¿Qué puede hacerle el sistema de justicia juvenil del estado de Nueva York? ¿Enviarlo a su cuarto? Ya lo intenté. Y le daba igual, porque nada de lo que había fuera de su cuarto, ni dentro de él, si a eso vamos, le interesaba en lo más mínimo. ¿Habría ahora alguna diferencia? Y difícilmente conseguirán que se avergüence de lo que hizo. Eso sólo se puede lograr de personas que tienen conciencia. Sólo es posible castigar a quienes tienen esperanzas que se puedan frustrar o vínculos afectivos que se puedan cortar, a personas que se preocupen por la opinión que tengan de ellas los demás. Sólo se puede castigar a quienes aún conservan algún resto de bondad.
—Pero, por lo menos, pueden impedir que haga más daño —sugirió tu padre.
Un producto defectuoso es devuelto, y se retira del mercado.
—Bueno —dije en tono desafiante—, hay una campaña para que lo juzguen como a un adulto y le apliquen la pena de muerte…
—¿Cómo te sientes al oír eso? —me preguntó tu madre.
¡Diantre! Tus padres me habían preguntado si las guías A Wing and A Prayer se cotizarían en Bolsa, y si creía que las planchas de vapor hacían tan bien la raya de los pantalones como las planchas tradicionales. Pero nunca me habían preguntado cómo me sentía.
—Kevin no es un adulto. Pero ¿cambiará cuando lo sea? —Puede que, técnicamente, sean delitos diferentes, pero Matanza en el Centro de Trabajo me parece sinónimo de Tiroteo en la Escuela con algunos años más—. Sinceramente, hay días… —Desvié la mirada, llena de tristeza, y clavé los ojos en algún punto situado más allá del amplio mirador de casa de tus padres—. Hay días en que deseo que lo condenen a muerte. Que esta situación acabe de una vez. Pero quizá lo único que quiero es que me dejen en paz.
—No te culpes por lo ocurrido, querida —dijo tu madre, aunque con evidente nerviosismo; si lo hacía, no quería enterarse.
—Nunca me ha gustado demasiado cómo es Kevin, Gladys. —Aguanté su mirada sin bajar los ojos, de madre a madre—. Ya sé que es corriente que los padres les digan a sus hijos, en tono severo: «Te quiero, pero no siempre me gusta cómo eres». Pero ¿qué clase de amor es ése? Para mí, equivale a decir: «No me tienes sin cuidado, es decir, sé que aún puedes herir mis sentimientos, pero no soporto tenerte cerca». ¿Quién desea ser querido de esta forma? Si me dieran a elegir, tal vez preferiría olvidar el profundo lazo de la sangre y, simplemente, gustar. Me pregunto si no me habría emocionado más que mi madre me hubiera estrechado entre sus brazos y me hubiera dicho: «Me gusta cómo eres», en vez de: «Te quiero». Y me pregunto si lo más importante de la vida no será, sencillamente, disfrutar de la compañía de tus hijos.
Había conseguido crear una situación embarazosa para ellos. Y, además, había hecho justamente lo que Harvey me había advertido que no hiciera. Más tarde los llamarían a declarar, y fragmentos de aquel discursito que le hice, tan poco beneficioso para mí, serían citados al pie de la letra. No creo que tus padres estuvieran resentidos conmigo, pero son honestos nativos de Nueva Inglaterra, y no les había dado ninguna razón para que me protegieran. Creo que no quería que lo hicieran.
Cuando inicié los preparativos para despedirme y apuré mi taza de té, ya completamente frío, noté en los ojos de los dos una mirada de alivio, pero también de desesperación. Debieron de comprender que muy pocas veces volveríamos a tener una agradable conversación alrededor de unas tazas de té, y tal vez pensaron que más tarde, por la noche, cuando no pudieran conciliar el sueño, se les ocurrirían otras preguntas que les gustaría hacerme. Se mostraron cordiales, por supuesto, y me invitaron a visitarlos siempre que quisiera. Tu madre me aseguró que, a pesar de todo, seguían considerándome parte de la familia. Seis semanas antes, que me aseguraran eso me habría resultado mucho más agradable. En el momento en el que lo hicieron, la idea de formar parte de cualquier familia tenía para mí el mismo atractivo que el de quedar atrapada en un ascensor entre dos pisos.
—Una cosa —me dijo tu padre, ya en la puerta, al tiempo que me tocaba el brazo; tras una pausa, volvió a hacerme una pregunta inaudita en él—: ¿Tú lo entiendes?
Temo que mi contestación sólo sirviera para quitarle las ganas de hacer esa clase de preguntas. Y es que las respuestas que se les dan suelen ser muy poco satisfactorias.
Eva