27 DE DICIEMBRE DE 2000

Querido Franklin,

Tras preguntarme amablemente con anterioridad si me gustaría, anoche mi madre celebró en su casa una pequeña reunión de mujeres, aunque me parece que lamentó el momento que había escogido para hacerlo. Resulta que ayer, en Wakefield, Massachusetts, un hombre muy alto, muy gordo y muy amargado —un técnico de software llamado Michael McDermott, de quien todo el país sabe ahora que es un fanático de la ciencia ficción, al igual que la mayoría de la gente de la calle está familiarizada con la afición que tiene nuestro hijo a llevar ropa de una talla inferior a la que le corresponde— se presentó en la sede de Edgewater Technology con una escopeta, un rifle automático y una pistola, y mató a tiros a siete de sus compañeros de trabajo. Resulta que el señor McDermott estaba muy alterado —por si no te lo imaginas, te diré que conozco con todo detalle su vida financiera, hasta el extremo de saber que estaban a punto de embargarle su viejo coche, de seis años de antigüedad, por impago de letras— porque la empresa en la que trabajaba le había descontado parte del sueldo para liquidar sus impuestos atrasados.

No pude evitar pensar en tus padres, ya que viven relativamente cerca de Wakefield. A tu padre siempre le ha preocupado que sus electrodomésticos de gama alta estuvieran elegantemente proporcionados, preocupación que, es de suponer, se extiende también a las pautas de comportamiento, como luchar contra la injusticia. Tus padres deben de imaginarse que el mundo de lo físicamente mediocre, que no respeta los materiales, estrecha su cerco contra ellos.

Puesto que hace ya mucho tiempo que renunciaron a la absurda formalidad de invitar a Sonya Khatchadourian a que les devolviera la visita y asistiera a las reuniones que celebraban en sus respectivas casas, así como a tener que escuchar sus ingeniosas excusas, similares a las que me daba para no acudir a las representaciones teatrales escolares en las que yo intervenía, aquellas viejas cotorras habían probado el lahrnajoon y los ziloogs cubiertos de sésamo de mi madre en numerosas ocasiones con anterioridad, y se sentían poco inclinadas a pasarse la velada hablando de recetas de cocina. En cambio, aunque con cierto retraimiento, dada mi presencia como invitada de honor, se morían todas de ganas de sacar a relucir el tema de Michael McDermott. Una de las matronas, viuda, comentó pesarosa que comprendía que un joven al que le habían puesto de mote «Mucko»[4] se sintiera rechazado. Mi malhumorada tía Aleen murmuró que su larga lucha con Hacienda —los diecisiete dólares de diferencia de la declaración de 1991 que le reclamaron, y que se negó a pagar por considerar que era un error, con el paso de los años, a causa de los intereses de demora y los recargos, se han convertido en más de mil trescientos— muy bien podría inducirla a recurrir a las armas. Pero todas ellas coincidieron en insinuarme sutilmente que, en mi calidad de experta residente, expusiera mis conocimientos de lo que ocurría en el interior de las mentes criminales.

Finalmente, me vi forzada a recordarles con toda firmeza que aquel hombre solitario, obeso y sin amigos y yo ni siquiera nos conocíamos. Fue como decirles de sopetón que ya no quedaba en este país nadie especializado en el crimen a la vieja usanza, de la misma manera que tampoco hay nadie que se dedique a estudiar, simplemente, Derecho. Hay expertos en Matanzas en el Lugar de Trabajo o en Muertes a Tiros en la Escuela, especialidades completamente distintas. Entonces percibí que se extendía por la habitación una especie de azoramiento colectivo, como si aquellas mujeres hubieran llamado al Departamento de Ventas cuando, en realidad, tenían que telefonear al de Atención al Cliente. Dado que sigue siendo peligroso sacar a colación el tema de «Florida» en una reunión si no estás seguro del color político de los asistentes, alguien, prudentemente, cambió de tema, y volvimos al labmajoon.

Por cierto, ¿quién dijo que delinquir no sale a cuenta? Me temo que Hacienda no va a ver ahora ni un centavo del dinero de «Mucko», y que juzgar y encarcelar a ese defraudador de cuarenta y dos años va a costarle al Tío Sam mucho más de lo que hubiera conseguido exprimirle Hacienda de su nómina.

Si veo así las cosas ahora, evidentemente, es porque el precio de la justicia ya no es para mí un tema abstracto, sino algo muy concreto que me ha costado una buena cantidad de dólares y centavos. A menudo me vienen a la memoria detalles del juicio…, del civil. Porque del criminal ya casi no me acuerdo.

—Señora Khatchadourian —dice la voz estentórea de Harvey al inicio del segundo interrogatorio al que me sometió—: El fiscal ha puesto mucho énfasis en que usted dirigía una empresa en Manhattan, lo que la obligaba a dejar a su hijo al cuidado de extraños, y en que cuando cumplió cuatro años usted estaba en África.

—Por aquel entonces no imaginaba que trabajar fuera de casa pudiera ser ilegal.

—Pero ¿no es cierto que, cuando regresó de su viaje, contrató a una persona para que llevara su negocio, a fin de dedicarle más tiempo a su hijo?

—Sí.

—¿Asumió entonces la tarea de ser la principal responsable de cuidarlo? De hecho, aparte de ocasionales canguros, ¿no es cierto que renunció a buscar ayuda externa?

—Francamente, renunciamos a contratar niñeras porque no podíamos encontrar ninguna capaz de soportar a Kevin más de unas pocas semanas.

Harvey hizo una mueca de disgusto. Su clienta parecía empeñada en desmontar su defensa. Imaginaba que esa actitud hacía de mí alguien especial, pero la expresión cansada del rostro de mi abogado sugería que era de lo más corriente.

—Pero usted era consciente de que su hijo necesitaba a alguien fijo, y por eso puso fin a aquella sucesión de jóvenes niñeras. Dejó de ir a trabajar a la oficina de nueve a cinco, ¿no es así?

—Sí.

—Señora Khatchadourian, le encantaba su trabajo, ¿no es cierto? Le proporcionaba una gran satisfacción personal. Por lo tanto, ¿no supuso esa decisión suya un considerable sacrificio, asumido exclusivamente en interés de su hijo?

—Un sacrificio enorme —respondí—. Pero que no sirvió de nada.

—No haré más preguntas, señoría.

Habíamos ensayado que concluiría con la palabra enorme. Así que me lanzó una mirada furibunda.

¿Estaba planeando ya entonces, en 1987, la que sería años más tarde mi defensa? Aunque mi excedencia indefinida de AWAP parecía compensada con creces por la noble empresa a la que iba a dedicarme, era pura cosmética. Pensé que quedaba bien. Nunca he sido de esas personas que se obsesionan por la opinión que tienen de ellas los demás, pero quienes ocultan culpables secretos ansían guardar las apariencias.

Por eso, cuando vinisteis a mi encuentro tras desembarcar en el aeropuerto Kennedy, me adelanté para abrazar primero a Kevin. Como estaba aún en aquella desconcertante fase de «flojedad», de muñeco de peluche, no me devolvió el abrazo; pero la fuerza y la duración del que le di estuvieron en consonancia con la «conversión» que había experimentado en Harare.

—¡Cuánto te he echado de menos! —le dije—. Mamá tiene dos sorpresas para ti, cariño. Te he traído un regalo, pero, además, te prometo que nunca volveré a hacer un viaje tan largo.

Kevin pareció «aflojarse» aún más. Me incorporé, un tanto avergonzada, y comencé a arreglar los rebeldes mechones de su cabello. Me atenía al papel que había decidido representar, pero, por la extraña lasitud de mi hijo, cualquiera que nos estuviera observando habría podido pensar que, habitualmente, lo tenía esposado al calentador de agua del sótano.

Te besé. Pensaba que a los niños les gustaba ver que sus padres se manifestaban mutuamente su afecto, pero Kevin se puso a gruñir y a dar patadas de impaciencia al tiempo que tiraba de tu mano. Tal vez estuviera equivocada: nunca vi a mi madre besar a mi padre. Ojalá lo hubiera visto.

Abreviaste el beso y murmuraste:

—Puede que cueste un poco, Eva. Para los niños de su edad tres meses son toda una vida. Se desquician. Piensan que su madre no volverá.

Estuve a punto de replicarte que lo que parecía desquiciar a Kevin era, más bien, el hecho de que hubiera vuelto, pero me contuve; uno de los primeros sacrificios que hay que hacer en aras de la vida familiar es no tomarse nada a la tremenda.

—¿Qué significa ese grrrr, grrrr? —te pregunté mientras Kevin seguía tirando de ti y gruñendo sin parar.

—¡Ganchitos de queso fosforescentes! —me respondiste la mar de contento—. Son la chuchería de moda. ¡De acuerdo, muchacho! Vamos a buscar una bolsa de esas engañifas petroquímicas que brillan en la oscuridad, chico.

Tiraba de ti como un remolcador de un barco cuando echasteis a andar por la terminal y me dejasteis abandonada, por lo que me vi obligada a empujar sola el carrito con mi equipaje.

Ya en la camioneta, tuve que retirar del asiento del acompañante unos cuantos ganchitos viscosos en diversos estados de disolución. El entusiasmo dietético de Kevin no llegaba al extremo de comerse aquellas porquerías: las chupaba hasta quitarles la capa fluorescente y entonces les aplicaba la saliva suficiente para que comenzaran a disolverse.

—A la mayoría de los niños les gusta el azúcar —me explicaste entusiasmado—. Pero a nuestro hijo le encanta la sal.

Por lo visto, su obsesión por lo salado le hacía despreciar todo lo dulce.

—Los japoneses piensan que son contrarios —dije mientras arrojaba aquella pegajosa colección de porquerías medio disueltas por la ventanilla. Aunque la camioneta tenía asiento trasero, la sillita de Kevin estaba anclada entre tú y yo, de forma que eché de menos no poder apoyar mi mano en tu muslo, como solía.

—Mami se ha tirado un pedo —dijo Kevin, que parecía haber decidido por su cuenta cómo llamarme. (Era un nombre precioso. Precioso por narices.)—. Huele mal.

—Esas cosas no se dicen en voz alta, Kevin —le reprendí severamente. Aún me repetía el plato de puré de judías con guarnición de banana que me habían servido en el Norfolk de Nairobi antes de tomar el avión.

—¿Qué tal si vamos al Junior’s? —propusiste—. Nos pilla de camino y admiten niños.

No era propio de ti pasar por alto que el vuelo desde Nairobi había durado quince horas, ni que pudiera sentirme cansada o tener las piernas hinchadas por haber permanecido tanto tiempo sentada, ni que tal vez estuviera harta de las galletas danesas y el queso Cheddar que te daban en el avión, ni que pudiera no tener ganas de ir a un restaurante de medio pelo, ruidoso, vulgar, excesivamente iluminado y cuyo único plato aceptable era la tarta de queso. Esperaba que buscaras una canguro y vinieras a recibirme al aeropuerto solo, y que me llevaras.

—De acuerdo —accedí en voz baja, y añadí—: Kevin, o te comes esas porquerías de queso, o tiraré la bolsa por la ventanilla. No sigas desmenuzándolas y esparciéndolas por la camioneta.

—¡Los críos son guarros, Eva! —dijiste alegremente—. ¡No seas tan severa!

Kevin me dirigió una maliciosa sonrisa teñida de color naranja, y lanzó un ganchito de queso a mi regazo.

En el restaurante, Kevin rechazó la trona desdeñosamente, como si fuera sólo para bebés. Como es archisabido, la maternidad te convierte de la noche a la mañana en una pedante insoportable, así que me apresuré a aleccionarlo:

—De acuerdo, Kevin, pero recuerda que sólo te sentarás como un adulto si te comportas como un adulto.

—Nai-nai-nai, nai nai, nai nai-nai-nai nai nai-nai nai nai- nai-nai nai-nai-nai-nai nai nai nai-nai-nai nai-nai-nai nai-nai.

Con un ritmo burlón, reproducía admirablemente la cadencia severa de mis palabras y mi tono de sermoneo; lo hacía con tan perfecta entonación, que pensé que teníamos ante nosotros a un futuro actor de doblaje o imitador de cantantes.

—¡Para, Kevin! —exclamé tratando de no sulfurarme.

—¡Nai-nai, nai-nai!

Me volví hacia ti.

—¿Cuánto tiempo hace que dura esto?

—¿Nai-nai nai-nai nai-nai nai nai-nai nai-nai?

—Un mes, quizá. Es una fase. Ya se le pasará.

—Nai-nai, nai-nai.

—No sé si podré esperar —dije, cada vez más reacia a hablar, pues temía que mis palabras me fueran devueltas por aquella cotorra traducidas al lenguaje del nai-nai.

Querías pedir para Kevin aros de cebolla, y objeté que debía de haberse pasado la tarde hinchándose de cosas saladas.

—Mira —me replicaste—, igual que tú, doy gracias a Dios cuando come algo. Quizá esté falto de algún elemento, como el yodo. Hay que confiar en la naturaleza, digo yo.

—Traducción: También te gustan los ganchitos de queso fosforescentes y toda esa clase de porquerías, y has estado empapuzándote de comida basura. Pide para él una hamburguesa. Necesita proteínas.

Cuando la camarera tomó nota de nuestro pedido, Kevin se lo tradujo de cabo a rabo al nai-nai. Por lo visto, «Nai-nai- nai-nai nai-nai nai-nainai-nai nai nai nai-nai» significa «Ensalada verde, con aliño de la casa».

—¡Qué chico tan listo! —dijo la camarera al tiempo que miraba con desesperación el reloj colgado de la pared.

Cuando le trajeron su hamburguesa, Kevin agarró el alto salero de cristal tallado, que tenía grandes agujeros, y la cubrió de sal hasta darle el aspecto del Kilimanjaro tras una buena nevada. Disgustada, cogí un cuchillo y alargué la mano con la intención de rascar la sal de la superficie de la hamburguesa, pero me agarraste por el brazo para impedírmelo.

—¿Por qué no dejas que juegue y se divierta un poco? —me reñiste en voz baja—. Lo de la sal no es más que una etapa, y pronto la superará. Cuando sea mayor, se lo explicaremos, y le diremos que de pequeño ya tenía mucha personalidad y, a veces, se esforzaba para ser un poco puñetero. Así es la vida. Así es la vida normal.

—Dudo que Kevin tenga que esforzarse en lo más mínimo para ser puñetero. —Aunque el ansia de cumplir mi misión como madre que se había apoderado de mí durante las últimas dos semanas iba ya muy de capa caída, me había hecho una promesa, y, nada más llegar, se lo había insinuado a Kevin e, implícitamente, también a ti. Respiré hondo y añadí—: Tengo que darte una noticia, Franklin. Mientras estaba fuera, he tomado una decisión muy importante.

Como suele ocurrir cuando llega el momento trascendental si cenas fuera de casa, en aquel preciso instante apareció la camarera con mi ensalada y tu tarta de queso. Sus pies rechinaron sobre el linóleo. Kevin había vaciado el salero en el suelo.

—Esa señora tiene caca en la cara —dijo Kevin en voz alta al tiempo que señalaba una marca de nacimiento, de cinco o seis centímetros de ancho y que recordaba por su forma el mapa de Angola, que la camarera tenía en la mejilla izquierda. Se había aplicado una capa de maquillaje corrector beige sobre la gran mancha oscura para intentar disimularla, pero había perdido ya buena parte de ella. Como suele ocurrir, el remedio al que había recurrido para ocultarlo era peor que el defecto en sí. Una lección que aún tenía que aprender en mi propia carne. Y, antes de que pudiera hacerlo callar, Kevin le preguntó directamente—: ¿Por qué no se limpia la cara? Tiene caca.

Le pedí toda clase de disculpas a la chica, que no tendría más de dieciocho años y debía de haber sufrido un calvario durante toda su vida a causa de aquella imperfección de su rostro. Se las arregló para sonreír forzadamente y dijo que enseguida traería el aliño de mi ensalada.

Después me dirigí, furiosa, a nuestro hijo.

—Sabías que esa mancha no era de caca, ¿verdad?

—Nai-nai-nai nai-nai-nai, ¿nai-nai?

Kevin se puso en cuclillas. Tenía los ojos entornados y centelleantes, y, aunque apoyaba los dedos en la mesa y la nariz contra el borde, estaba segura, a causa de aquella reveladora mirada, de que sus labios, ocultos por el tablero, se abrían de una manera extrañamente forzada y formaban una amplia sonrisa.

—Sabías que eso heriría sus sentimientos, ¿verdad? ¿Te gustaría que te dijera que tienes caca en la cara?

—Eva, los niños no pueden comprender que los adultos sean tan susceptibles con respecto a su aspecto físico.

—¿Estás seguro de que no lo entienden? ¿Lo has leído en alguna parte?

—¿No podemos tener la fiesta en paz ni la primera tarde en que volvemos a estar juntos? —me imploraste—. ¿Por qué tienes siempre que pensar lo peor de él?

—¿A qué viene eso ahora? —te pregunté fingiendo una inocente perplejidad—. Suena como si tú pensaras siempre lo peor acerca de mí.

La perplejidad inocente continuaría siendo mi táctica durante los tres años siguientes. Pero el ambiente ya no era el más adecuado para que te diera solemnemente la noticia, así que te la solté aprisa y corriendo, con el mínimo ceremonial posible. Me temo que incluso te expuse mis intenciones de un modo que más bien parecía un desafío, que vine a decirte: chúpate ésa, si piensas que soy un desastre de madre.

—¡Vaya! —dijiste—. ¿Estás segura? Es una gran decisión.

—Recordé lo que me comentaste acerca de la tardanza de Kevin en empezar a hablar: que tal vez esperara tanto porque quisiera hacerlo bien. Bueno, como sabes, también soy perfeccionista. Y ahora no hago bien mi trabajo en AWAP ni cumplo con mis obligaciones como madre. En la editorial me tomo continuamente días libres sin avisar, y las guías se retrasan. Y, entretanto, Kevin se despierta y no tiene ni idea de si ese día se ocupará de él su madre o alguna infeliz niñera que se largará escopeteada al final de la semana. Cuidaré de él hasta que vaya a la escuela. Incluso es posible que eso sea bueno para la editorial. Que aporte nuevas perspectivas, ideas frescas… Quizá nuestras guías estén demasiado dominadas por mí.

—¿Por ti? —exclamaste con fingido horror—, ¿tú dominante?

—¿Nai-nai? ¿Nai nai-nai-nai-nai?

—¡Basta ya, Kevin! ¡Deja que hablen papá y mamá!

—¡Nai-nai-nai, nai-nai! ¡Nai-nai nai nai-nai nai-nai nai nai-nai!

—Hablo en serio, Kevin: deja de una vez ese nai-nai, o nos vamos.

—Nai-nai nai nai-nai, nai-nai, nai-nai nai-nai nai nai nai- nai nai nai nai-nai.

No sé por qué lo había amenazado con irnos careciendo, como carecía, de pruebas de que quisiera quedarse. Fue la primera vez que me enfrenté a lo que se convertiría en un problema crónico: cómo castigar a un niño que muestra una indiferencia casi budista con respecto a cualquier cosa que le puedas negar.

—Estás empeorando las cosas. Eva…

—¿Qué propones tú para conseguir que se calle?

—¿Nai nai-nai-nai nai nai-nai nai-nai-nai nai nai-nai?

Le di una bofetada. Nada fuerte. Pareció la mar de contento.

—¿Cómo se te ha ocurrido hacerle una cosa así? —me preguntaste indignado. Desde luego, había sido una sorpresa para él, pues, por primera vez desde que empezó la comida, no tradujo esa frase tuya al nai-nai.

—Gritaba cada vez más fuerte, Franklin. La gente empezaba a mirarnos.

Entonces Kevin soltó el trapo. Sus lágrimas eran tardías, en mi opinión. No me conmovieron. Lo dejé llorar.

—Nos miran porque han visto que le pegabas —dijiste en voz baja. El llanto de Kevin se había convertido en un tremendo berrinche, así que lo cogiste en brazos y te lo sentaste en las piernas—. Eso ya no se hace, Eva. No aquí. Creo que han promulgado una ley, o algo así. O que van a hacerlo. Se considera agresión.

—¿Quieres decir que, si le doy un cachete a mi propio hijo, me podrían arrestar?

—Todo el mundo está de acuerdo en que la violencia no es la manera de imponer un punto de vista. Es evidente que así no se llega a ninguna parte. No quiero que vuelvas a hacerlo, Eva. Nunca.

En resumidas cuentas: si le daba un cachete a Kevin, tú me lo darías a mí. Entendido.

—¿Nos vamos de aquí, por favor? —propuse fríamente.

El berrinche de Kevin había amainado, y ahora soltaba intermitentes sollozos, pero su decrescendo podía prolongarse muy bien diez minutos o más. De repente, tuve la sensación de que aquella escena estaba preparada. ¡Qué genial era nuestro pequeño actor!

Hiciste señas para que nos trajeran la cuenta.

—La verdad es que no era éste el ambiente en el que esperaba darte mi noticia… —dijiste mientras sonabas a Kevin con una servilleta—. Porque también tengo que darte una noticia: he comprado una casa para nosotros.

Tardé un poco en asimilar lo que acababas de decirme.

—Has comprado una casa para nosotros. No has encontrado una y quieres que la vea. Es cosa hecha.

—Si no aprovechaba la oportunidad, otro se la hubiera quedado. Además, tú no estabas interesada en comprar una casa. Pensé que te alegrarías al encontrártelo todo hecho.

—Bueno, así que tengo que alegrarme por encontrarme hecho algo que, para empezar, no era idea mía.

—Así que es eso, ¿verdad? Sólo te interesa lo que sea idea tuya. Si no te ocupas personalmente de redactar la guía AWAP de las urbanizaciones residenciales suburbanas, te parecerá que está mal hecha. No sé hasta qué punto podrás delegar en otros tu trabajo. No va con tu manera de ser.

Dejaste una generosa propina. Deduje que los tres dólares de más eran para compensar aquellas insultantes observaciones acerca de la cara con caca. Tus movimientos eran maquinales. Resultaba evidente que te sentías herido. Habías ido de la Ceca a La Meca buscando la casa de tus sueños, habías esperado impaciente el momento de darme la gran noticia, y debías de estar realmente entusiasmado con ella, porque, de lo contrario, no la habrías comprado.

—Lo siento —te susurré mientras salíamos y los demás clientes nos miraban de reojo—. Pero es que me muero de cansancio. Me alegra muchísimo que la hayas comprado. Y estoy impaciente por verla.

—Nai-nai-nai. Nai-nai-nai-nai-nai-nai. Nai-nai nai-nai-nai nai-nai.

Pensé: Todos, en el restaurante, se alegran de que nos vayamos. Y luego: Me he convertido en una de esas personas que antes me daban lástima. Y, finalmente: Y, a pesar de todo, sigo sintiendo lástima por ellas.

Más que nunca.

Eva