Querido Franklin,
Acepté pasar las Navidades con mi madre, y por eso te escribo desde Racine. En el último minuto —cuando se enteró de que iría— Giles decidió que su familia pasara las fiestas con sus suegros. Podía haber optado por sentirme desairada, pero lo cierto es que echo de menos a mi hermano, aunque sólo sea como compañero para tomarle el pelo a mi madre; pero ella ahora, con sus setenta y ocho años, se está volviendo tan frágil que nuestras burlas condescendientes a su costa parecen injustas. Por otra parte, lo entiendo. En presencia de Giles y sus hijos, jamás menciono a Kevin ni el pleito que me ha puesto Mary; ni, con cierta sensación de culpa, a ti. Pero, aunque sólo haga algo tan pacífico como hablar de la nieve, o comentar si es mejor poner o no piñones en una sarma, sigo personificando algo horrible que, desafiando las puertas cerradas con llave y las ventanas bien ajustadas por mi madre, se nos ha colado dentro de casa.
Giles está resentido por el hecho de que me haya apropiado el papel de personaje trágico de la familia. Se fue a vivir a Milwaukee, apenas a veinte kilómetros de Racine, y el hijo que está más cerca del hogar paterno es el que suele tener que bregar con todos los problemas, mientras que yo llevo décadas ganándome la vida lo más lejos posible de mi ciudad natal. Como De Beers cuando restringe el suministro de diamantes, me vendo cara, lo que, a juicio de Giles, es una miserable estratagema para multiplicar el precioso valor de mi presencia. Y ahora he caído aún más bajo a sus ojos, pues gracias a mi hijo me he ganado la conmiseración general. Ha trabajado siempre en Budweiser, y nunca ha destacado por nada, y ello hace que sienta una sensación de temeroso agravio, no exento de gruñona envidia, ante cualquiera que haya salido en los periódicos. Siempre intento hacerle comprender que se trata de una fama deleznable que el padre más irrelevante del mundo podría conquistar en los sesenta segundos que cuesta echarse a la cara un rifle de asalto automático y disparar un centenar de balas. No me siento especial, ni mucho menos.
Como sabes, Franklin, esta casa tiene un olor peculiar; yo pensaba que era a rancio. ¿Recuerdas cuántas veces te he comentado que en ella hay una atmósfera enrarecida? Mi madre no suele abrir las puertas, y mucho menos ventilar la casa; por eso estaba convencida de que el dolor de cabeza que solía asaltarme apenas entraba en ella era el principio de un envenenamiento por dióxido de carbono. Pero ahora el olor a cerrado, unido a la agobiante mezcla de grasa de cordero rancia, polvo y humedad, y acentuado por los efluvios medicinales de sus tintas de color, por raro que parezca, me resulta reconfortante.
Durante años dejé de lado a mi madre porque consideraba que era incapaz de entender mi vida, pero desde aquel jueves he ido viendo cada vez con más claridad que yo tampoco hice el más mínimo esfuerzo por comprender la suya. Hemos vivido distanciadas durante décadas no porque ella sufriera agorafobia, sino porque siempre permanecí distante y me mostré implacable en mis críticas. Ahora que necesito que la gente sea buena conmigo, me he vuelto, a mi vez, más bondadosa, y nos llevamos sorprendentemente bien. Durante mi época viajera debió de parecerle que me daba aires de superioridad, y mi nueva y desesperada necesidad de seguridad me ha devuelto a mi condición de buena hija. Por mi parte, he llegado a reconocer —puesto que, por definición, cualquier mundo está cerrado sobre sí mismo y, para sus habitantes, es todo lo que hay— que la geografía es relativa. Que, para mi intrépida madre, la sala de estar bien pudiera ser la Europa Oriental, y mi antiguo dormitorio, el Camerún.
Internet, claro, es lo mejor y lo peor que le ha ocurrido en la vida; ahora le sirve para encargar cualquier cosa por la red: desde un gancho para colgar la manguera hasta hojas de vid. Por consiguiente, ya no necesita que le haga una infinidad de recados, como cuando vivía en casa, y me siento un poco inútil. Supongo que es bueno que la tecnología le haya dado independencia…, por llamarla así.
Mi madre, por cierto, no evita, en absoluto, hablar de Kevin. Esta mañana, mientras abríamos los pocos regalos colocados junto al esmirriado árbol de Navidad (adquirido a través de Internet, naturalmente), ha comentado que Kevin rara vez se portaba mal en el sentido tradicional de la expresión, y que eso siempre le daba mala espina. «Todos los niños se portan mal», ha dicho. «Y más vale que lo hagan delante de ti. Así no te enfadas tanto». Y ha recordado nuestra visita cuando Kevin tenía diez años, edad más que suficiente para tener un poco de sensatez, según ella. Había terminado un pedido de veinticinco tarjetas de Navidad, todas diferentes, que le había hecho cierto acaudalado ejecutivo de Johnson Wax. Mientras estábamos en la cocina, preparando khurabia con azúcar en polvo, Kevin se dedicó sistemáticamente a recortar las tarjetas y convertirlas en toscos «copos de nieve». (Tú dijiste —lo decías tanto, que parecía un mantra— que «sólo intentaba ayudar»). A ese chico le faltaba algo, ha sentenciado mi madre ahora; así, en pasado, como si estuviera muerto. Intentaba que me sintiera mejor, pero me ha angustiado pensar que lo que le faltaba tal vez fuera una madre como la mía.
De hecho, atribuyo la renovación actual de mi gracia filial a una entrecortada llamada telefónica la noche de aquel jueves. ¿A quién mejor que a mi madre podía recurrir? Se trata de un vínculo tan esencial, que por sí solo ya te calma. Pero no puedo recordar ni una sola vez que Kevin acudiera a mí por haberse arañado una rodilla o haber reñido con un compañero.
Por el rutinario saludo con que me respondió, Hola, soy Sonya Khatchadourian, dígame, comprendí que aún no había visto el telediario de la noche.
—¿Madre? —fue todo cuanto pude decir, con voz quejumbrosa, de colegiala. El profundo sollozo que siguió debió de darle la impresión de que le telefoneaba un chiflado. De repente, me sentí protectora. Si la mera idea de ir al supermercado le daba un miedo mortal, ¿cómo podría enfrentarse al terror, mucho más tangible, de tener un nieto asesino? «¡Por el amor de Dios!», pensé. «Tiene setenta y seis años, y todo su contacto con la vida se reduce a un buzón. Después de esto, no volverá a sacar la cabeza de las sábanas».
Pero los armenios tenemos un talento innato para la tristeza. ¿Querrás creer que ni siquiera se sorprendió? Se mostró pesarosa, aunque permaneció completamente dueña de sí misma, y, por una vez en la vida, no obstante su avanzada edad, se comportó y habló como una auténtica madre. Me aseguró que podía contar con ella, afirmación que, hasta aquel preciso instante, me habría parecido una burla. Intuí que, en buena medida, tenía la sensación de que sus temores se habían cumplido, de que su actitud de mantener cerradas todas las escotillas había demostrado, a la postre, estar justificada. Después de todo, ya había pasado antes por la situación de que la tragedia que afectaba al resto del mundo llamara a su puerta. Puede que apenas salga de casa, pero es, de todos nuestros parientes, el que más cuenta se da de que la tremenda inconsciencia en que viven sumidos la mayor parte de los que nos rodean amenaza las vidas de quienes más queremos. Buena parte de los miembros de su amplia familia sucumbieron en una matanza, y su marido murió a manos de los japoneses; el arrebato destructor de Kevin encajaba perfectamente en ese marco. La verdad es que aquella situación pareció liberar algo en ella: no sólo amor, sino también valentía; aunque es muy posible que, en muchos aspectos, ambas cosas sean una sola. Consciente de que la policía desearía tenerme a mano, decliné su invitación de ir a Racine. Y, entonces, mi agorafóbica madre se ofreció a coger un avión para acudir a mi lado.
Al poco tiempo de haber abandonado el barco Siobhan (no volvió a casa, y tuve que enviarle su último sueldo a las oficinas de American Express en Ámsterdam), acabaron los berrinches de Kevin. Cesaron de golpe. Tal vez se debiera a que, una vez despachada su niñera, consideró cumplida su misión. O quizá, finalmente, llegó a la conclusión de que sus proezas decibélicas no evitaban que su vida reducida a una sola habitación siguiera su implacable curso, por lo que no valía la pena semejante gasto de energía. O tal vez estuviera ideando alguna nueva treta, ahora que mamá parecía haberse inmunizado contra sus rabietas y no le hacía caso, como suele ocurrir cuando llevas mucho rato oyendo sonar una alarma de coche que su dueño no acude a parar.
Aunque, evidentemente, no estaba quejosa, debo reconocer que el silencio de Kevin resultaba un tanto opresivo. Para empezar, era un verdadero silencio: absoluto, pues mantenía la boca siempre cerrada, carente de los susurros y exclamaciones que la mayoría de los niños sueltan cuando exploran el infinitamente fascinante metro cuadrado escaso de su parque de malla de nilón. En segundo lugar, permanecía inmóvil. Aunque ya podía andar —habilidad que, como todas las que vendrían después, aprendió en privado—, no daba la impresión de que hubiera ningún lugar al que tuviera intención de dirigirse. Así que permanecía sentado en el suelo del parque durante horas, sin que en sus ojos apagados se apreciara otra cosa que una especie de vaga irritación contra todo y contra todos. No podía comprender que ni siquiera arrancara un poco de pelusilla de nuestras alfombras armenias, por más que se negara a introducir las anillas de colores en su espiga de plástico o a aporrear las teclas de su órgano electrónico en miniatura. Por más que lo rodeara de sus juguetes (raro era el día que no le trajeras uno nuevo), se limitaba a mirarlos o a apartar alguno de un golpe. No jugaba con ellos.
Puede que recuerdes ese período de nuestra vida en común como la época en que discutíamos sin parar acerca de si debíamos mudarnos de casa y de si debía hacer o no aquel largo viaje por África. Pero yo lo recuerdo como una serie de monótonas jornadas encerrada en el loft después que volvimos a quedarnos sin niñera, las cuales, por alguna misteriosa razón, se me hacían más largas aún que cuando Kevin las amenizaba con sus berridos.
Antes de ser madre, imaginaba que tener un bebé sería parecido a gozar de la compañía de un perrillo inteligente y sociable, pero la presencia de nuestro hijo era mucho más intensa que la de cualquier mascota. Ni por un instante podía olvidarme de que estaba allí. Aunque su nueva actitud flemática hacía más fácil la vida cotidiana en casa, me sentía observada, y mi desazón no paraba de crecer. Le lanzaba pelotas a los pies, y, un buen día, me devolvió una rodando. Ridículamente excitada por ello, volví a enviársela, y me la devolvió de nuevo. Pero, a la tercera vez, la pelota pasó entre sus piernas, y ahí acabó todo. Con una mirada apática, dejó que permaneciera inmóvil junto a su rodilla. Entonces, Franklin, empecé a pensar que, en realidad, era un chico listo: en sesenta segundos había entendido la esencia de aquel juego. Si hubiéramos seguido, la pelota habría ido y venido del uno al otro con idéntica trayectoria, lo que habría tenido como consecuencia un ejercicio fútil y carente de sentido. No conseguí que volviéramos a jugar de aquel modo.
Su impenetrable apatía, combinada con una tardanza en hablar que iba mucho más allá de lo que preveía cualquiera de tus manuales a propósito de los primeros balbuceos, me impulsó a acudir a nuestro pediatra. El doctor Foulke se mostró tranquilizador y me soltó en tono paternal el convencional discursito de que el desarrollo «normal» del niño incluye una gran variedad de paradas y saltos idiosincrásicos antes de someter a nuestro hijo a una serie de sencillas pruebas. Le había dicho que me preocupaba que la falta de respuesta de Kevin pudiera deberse a algún defecto auditivo: cada vez que decía su nombre, se volvía con una cara tan inexpresiva, que no sabía si me había oído o no. Sin embargo, aunque no tenía que estar necesariamente interesado por lo que yo le dijera, sus oídos funcionaban muy bien, y mi teoría de que quizá el desaforado volumen de sus infantiles berridos hubiera dañado sus cuerdas vocales era rechazada por la ciencia médica. Expresé incluso la preocupación de que su retraimiento pudiera ser síntoma de un incipiente autismo, pero era evidente que no presentaba el revelador balanceo y el comportamiento repetitivo que caracterizan a esos infortunados atrapados en su mundo interior; si Kevin estaba atrapado en un mundo, lo estaba en el mismo que tú y que yo. En realidad, lo más interesante que dijo el doctor Foulke fue la reflexión en voz baja de que Kevin «es un crío algo flojucho, ¿no?», provocada por su clara tendencia al mínimo esfuerzo físico. El doctor levantaba el brazo de nuestro hijo, luego lo soltaba, y él lo dejaba caer como un fideo cocido.
Tanta insistencia mostré a fin de que Foulke detectara alguna discapacidad en nuestro hijo y estampara en su frente la versión americana del nombre de algún síndrome, que el pediatra debió de tomarme por una de esas madres neuróticas que ansían que su hijo se distinga por algo y que, dada la degeneración de la civilización característica de los tiempos que corren, sólo pueden concebir lo excepcional en términos de deficiencia o de dolencia. Y, francamente, deseaba que descubriera algo malo en Kevin. Ansiaba que nuestro hijo tuviera algún leve defecto o desventaja que suscitara mi simpatía. No soy de piedra, y cuando en la sala de espera veía a algún pequeño con una marca de nacimiento en la mejilla o dedos palmados esperando pacientemente para entrar en el consultorio, no podía evitar entristecerme, y se me ponía la carne de gallina al pensar en lo que tendría que sufrir durante la hora del patio. Deseaba, por lo menos, sentir pena por Kevin, ya que parecía un punto de partida. ¿Ansiaba realmente que nuestro hijo hubiera tenido los dedos palmados? Pues sí, Franklin. Si eso hubiera podido conseguir que lo quisiera.
El peso de Kevin era más bajo de lo normal y, por lo tanto, nunca tuvo esos rasgos suaves y redondeados del pequeño gordinflón que hacen que incluso el más vulgar de los niños de dos a tres años te resulte encantador cuando ves su retrato expuesto en el escaparate de un estudio fotográfico. Por el contrario, su rostro ha sido aguileño desde su más tierna infancia y ha mostrado siempre una expresión astuta. Me gustaría poder mirar viejas fotos de un chiquillo regordete, que robaba los corazones, y preguntarme qué fue lo que se torció. En cambio, todas las instantáneas que tengo (las tomabas a montones) muestran una actitud seria y recelosa, así como un inquietante dominio de sí mismo. Su rostro enjuto y cetrino resulta instantáneamente familiar: ojos hundidos, nariz muy recta y algo ganchuda, con ancho caballete, labios finos que revelan una extraña determinación. En esas fotografías no sólo es evidente la semejanza de su rostro con el que aparece en la fotografía de su clase del instituto que publicaron los periódicos, sino también con el mío.
Pero yo deseaba que se pareciera a ti, Franklin. Toda su geometría se basa en el triángulo, a diferencia de la tuya, que se basa en el cuadrado, y los ángulos agudos tienen algo de artero e insinuante, mientras que lo perpendicular indica estabilidad e inspira confianza. No esperaba que correteara por casa un pequeño clon de Franklin Plaskett, pero deseaba que, al contemplar el perfil de mi hijo, advirtiera con regocijada sorpresa que había heredado tu amplia frente; pero no fue así, y la suya se proyecta de modo muy pronunciado sobre unos ojos que desde un principio parecían sorprendentemente hundidos, característica destinada a agudizarse con la edad. (Hubiera debido imaginármelo). Me alegraba que su aspecto fuera notoriamente armenio, pero había confiado en que tu robusto optimismo anglosajón avivara la indolente y quisquillosa sangre de mi herencia otomana, encendiera su oscura tez con arreboles de partidos de fútbol en otoño e iluminara su deslucido cabello negro con destellos de los fuegos de artificio del Cuatro de Julio. Además, el carácter furtivo de su mirada y el secretismo de su silencio parecían confrontarme con una versión en miniatura de mi propio fingimiento. Kevin me observaba, y yo también lo hacía; y sometida a ese doble escrutinio me sentía doblemente cohibida y falsa. Si el rostro de nuestro hijo me parecía tremendamente astuto y lleno de doblez, la misma máscara furtiva y opaca me miraba desde el espejo cada vez que me cepillaba los dientes.
No me gustaba que Kevin viera la televisión. Aborrecía la programación infantil; los dibujos animados eran hiperactivos, y los espacios educativos me parecían poco metódicos, faltos de sinceridad y demasiado condescendientes con el público al que iban destinados. Pero daba la sensación de estar tan necesitado de estímulos… Por eso una tarde, después de desgañitarme repitiéndole ¡Es hora de que te tomes tu zumo!, puse un programa de dibujos animados.
—No me gusta eso.
Me aparté de las judías verdes que estaba cortando para la cena, segura, por el tono monótono con que había sido proferida, de que aquella frase no había salido de los labios de ningún personaje del Equipo A. Corrí al televisor para bajar el volumen y me agaché hacia nuestro hijo.
—¿Qué has dicho?
Repitió, con el mismo tono sin inflexiones:
—No me gusta eso.
Con un interés que nunca hubiera pensado que pudiera despertar en mí la poco estrecha relación que hasta entonces había entre nosotros, lo agarré por los hombros y le pregunté:
—¡Kevin!, ¿qué te gusta?
Era ésta, empero, una pregunta que no estaba preparado para responder en aquel momento, y que incluso hoy, cumplidos ya los diecisiete años, sigue siendo incapaz de contestar a su entera satisfacción, y mucho menos a la mía. Así que volví a lo que no le gustaba, un tema que muy pronto resultaría inagotable.
—Di, cariño, ¿qué no te gusta?
Señaló con la mano la pantalla del televisor.
—No me gusta eso. Apágalo.
Me incorporé, maravillada. Naturalmente, apagué los dibujos animados mientras decía para mí: ¡Vaya, mi hijo tiene buen gusto! La verdad es que, como si fuera yo la criatura, sentía un deseo incontenible de probar mi fascinante nuevo juguete, de tocar sus botones y ver qué se encendía.
—¿Quieres una galleta, Kevin?
—No me gustan las galletas.
—¿Le hablarás a papá cuando venga a casa?
—No si no tengo ganas.
—¿Sabes decir mami, Kevin?
No había decidido todavía cómo quería que me llamara nuestro hijo. Mami sonaba demasiado infantil. Mama, un tanto vulgar. Mamaíta, servil. Mamá era lo que decían las muñecas que hablaban. Mamuchi sonaba artificioso, pese a su toque ingenuo. Madre era demasiado formal para 1986. Mirando hacia atrás, me pregunto si mi reticencia a ser llamada con cualquiera de las formas populares de designar a una madre no obedecería a que no me gustaba…, bueno, a que aún no me había hecho a la idea de ser madre. Poco importaba, en realidad, porque la respuesta de Kevin, como era de prever, fue: «No».
Cuando llegaste a casa, Kevin se negó a repetir su exhibición de locuacidad, pero te la reproduje palabra por palabra. Te mostraste extasiado:
—¡Dice frases enteras de buenas a primeras! Según he leído, los niños que empiezan a hablar tarde pueden ser increíblemente brillantes. Son perfeccionistas. No quieren hablar con nadie hasta estar seguros de que pueden hacerlo correctamente.
Yo tenía, en cambio, una teoría distinta: la de que, poseedor en secreto del don de la palabra desde hacía años, se lo pasaba en grande escuchando a los pobres incautos que lo ignoraban; es decir, que era un espía. Por eso no me fijaba tanto en su gramática como en lo que decía. Sé que esta clase de afirmaciones mías te revientan, pero a veces me parecía que me interesaba más por Kevin que tú. (Te imagino al borde de un ataque de apoplejía al leer esto). Hablo de interesarse por el Kevin real, no por el que denominabas pomposamente Mi Hijo, por el Kevin que tenía que enfrentarse continuamente con tu fantasiosa imagen mental que lo veía como un dechado de virtudes sin parangón, una imagen contra la cual luchaba con más ferocidad incluso que contra Celia, y eso que sus peleas eran terribles. Recuerdo, por ejemplo, cierta noche en la que se me ocurrió comentarte:
—Llevo años intentando averiguar qué hay detrás de esos ojillos penetrantes.
Te encogiste de hombros y me respondiste:
—Tonterías, como en la cabeza de todos los niños. ¿Lo ves? Kevin era (y sigue siéndolo) un misterio para mí. Tú, en cambio, dabas por sentado, despreocupadamente, que pasaba por una etapa por la que tú ya habías pasado, y que no tenía nada de particular. Es probable que tú y yo difiriéramos, a un nivel muy profundo, acerca de la naturaleza del carácter humano. Tú veías a un niño como una criatura parcial, una forma de vida más sencilla, que evolucionaba hacia la complejidad de la edad adulta a la vista de todos. Pero, desde el mismo instante en que lo dejaron sobre mi pecho, percibí a Kevin Khatchadourian como una criatura preexistente, dotada de una amplia y fluctuante vida interior cuya sutileza y cuya intensidad, si experimentaban algún cambio, sería el de disminuir con los años. Y, lo más importante de todo, lo percibí como alguien misterioso e impenetrable, mientras que, según tu experiencia, era abierto, de fácil acceso.
En cualquier caso, durante varias semanas habló conmigo durante el día y guardó silencio cuando llegabas a casa. En cuanto oía el ruido del ascensor, me dirigía una mirada de complicidad, como diciéndome: Vamos a gastarle una broma a papá. No niego que encontrara cierto placer culpable en la exclusividad de las confidencias de mi hijo, gracias a las cuales me enteré de que no le gustaba el pudín de arroz, con canela o sin ella, de que no le gustaban los libros del doctor Seuss y de que no le gustaban los discos de canciones infantiles que pedía prestados en la biblioteca pública. Kevin tenía ya un vocabulario especializado: las palabras que comenzaban por ene se le daban de maravilla.
Sólo recuerdo una manifestación de alegría infantil normal durante esa etapa; ocurrió en la fiesta que le dimos por su tercer cumpleaños, en la que estuve muy atareada vertiendo en su taza de tapadera con pitorro zumo de arándanos, que sorbía inmediatamente, mientras te dedicabas a atar con cintas de colores paquetes que tendrías que abrir ante él unos minutos más tarde. Habías traído a casa una preciosa tarta de tres pisos comprada en Vinierro’s, en la Primera Avenida, cubierta con vetas de chocolate blanco y negro que le daban un aspecto marmóreo y adornada con un tema de béisbol de mantequilla escogido para la ocasión, y la habías colocado orgullosamente en la mesa delante de su trona. Durante los dos minutos escasos en que le dimos la espalda, Kevin repitió la prueba de habilidad que había dado sólo unos días antes, aquella misma semana, al extraer metódicamente, por un agujerito, todo el relleno del que hasta entonces pensábamos que era su conejo de peluche favorito. Hizo que me volviera hacia él un gorjeo seco, que sólo podría describir como una incipiente risita. Las manos de Kevin parecían las de un yesero, y su rostro mostraba una expresión extática.
Como era tan pequeño, y había celebrado tan pocos, no era de extrañar que no acabara de comprender el significado de cumpleaños, y tampoco había ningún motivo para que supiera qué quería decir repartir en porciones una cosa. Te reíste, y, al pensar en el entusiasmo con el que preparaste la fiesta, me alegré de que te tomaras a broma aquel desastre. Pero, mientras le limpiaba las manos con un paño húmedo, se me cortó la risa en seco. La técnica empleada por Kevin —tras hundir ambas manos en medio de la tarta, la había dividido limpiamente en dos mitades con un solo movimiento, igual que si hubiera utilizado un bisturí— me recordó de modo escalofriante esas escenas de las series televisivas de tema hospitalario en las que el paciente está tendido en la mesa de operaciones abierto en canal y uno de los médicos grita: «¡Cortémoslas!». La afición por la truculencia y las escenas de casquería de muchos programas de los años finales del milenio deja poco espacio a la imaginación. Abren la caja torácica con una sierra eléctrica, hacen a un lado las costillas y el apuesto cirujano del servicio de urgencias hunde las manos en un mar rojo. Kevin no se limitó, simplemente, a jugar con la tarta: le arrancó el corazón.
Al final, por supuesto, llegamos al inevitable compromiso: accedí a que nos buscaras una casa al otro lado del Hudson, y aceptaste que hiciera mi viaje de exploración por África. El trato era bastante injusto para mí, pero ya se sabe que las personas desesperadas optan a menudo por un alivio a corto plazo aunque represente grandes pérdidas a la larga. Así que vendí mi derecho de primogenitura por un plato de lentejas.
No es que lamente aquella estancia en África, aunque, por las circunstancias que la rodearon, no hubiera podido escoger peor momento para llevarla a cabo. La maternidad me había ido arrastrando hasta el fondo de un abismo en el que sólo me preocupaban dos cosas, que, en general, son las que consideramos más viles: la comida y la mierda. Y eso es, en resumidas cuentas, la esencia de África. Puede que lo sea también de cualquier otro país del mundo, pero siempre he apreciado los esfuerzos hechos para disimular esa realidad, y me he sentido más a gusto al viajar a naciones con más sentido de lo decorativo, donde los cuartos de baño tienen nacaradas pastillas de jabón y las comidas se sirven, por lo menos, con una guarnición de radicchio. Brian me había ensalzado a los niños como un maravilloso antídoto contra el tedio; decía que, si contemplabas el mundo a través de sus ojos llenos de reverente sorpresa, volvías a contemplarlo de un modo nuevo, y que todo aquello de lo que te habías cansado te parecía de repente vibrante y renovado. El caso es que me imaginé que aquella sensacional panacea resultaría maravillosa, mucho mejor que un lifting facial o una receta de Valium. Pero me descorazona tener que informar de que cuando contemplaba el mundo a través de los ojos de Kevin, me parecía terriblemente deprimente. Contemplado a través de los ojos de Kevin, el mundo entero parecía África: estaba lleno de gente que se arremolinaba, robaba, se ponía en cuclillas para cagar y se tendía en el suelo para morir.
Y, no obstante, en medio de tanta miseria, no conseguí encontrar ni una empresa de safaris que mereciera el calificativo de económica: la mayoría cobraban cientos de dólares por día. Por otra parte, los hospedajes se dividían en dos categorías diametralmente opuestas de un modo que excluía a nuestros clientes potenciales: o muy lujosos y caros, o mugrientos y de precio incluso demasiado barato. Los numerosos restaurantes italianos e indios tenían precios muy aceptables, pero las auténticas casas de comidas africanas servían, sobre todo, carne de cabra sin sazonar. El transporte era horroroso: los trenes se detenían de repente; los aviones eran decrépitos, y sus pilotos daban la sensación de acabar de salir de una escuela de vuelo de alguna república bananera; los conductores de automóvil parecían kamikazes, y los autobuses rebosaban de ruidosos pasajeros, hasta lo que parecía el triple de su capacidad, y de pollos que batían las alas.
Sé que parezco tiquismiquis. Ya había estado en África una vez, a los veintitantos años, y me sentí cautivada. Me pareció, realmente, otro mundo. Pero en el ínterin la fauna salvaje había menguado de un modo terrible y el crecimiento de la población humana había sido extraordinario, por lo que la miseria había aumentado de forma exponencial. En esta ocasión valoré el territorio desde un punto de vista profesional, y deseché la inclusión en la guía de varios países por considerarlos imposibles. En Uganda aún sacaban de las fauces de los cocodrilos los cadáveres de quienes habían sido arrojados a ellos por Amin y Obote; Liberia estaba gobernada por Samuel Doe, un retrasado mental de impulsos asesinos; hutus y tutsis se exterminaban a machetazos en Burundi. Zaire estaba en las garras de Mobutu Sese Seko, en tanto que Mengistu saqueaba Etiopía y la guerrilla del Renamo hacía estragos en Mozambique. Si incluía a Sudáfrica, corría el riesgo de ver boicoteadas mis guías en los Estados Unidos. Y, en cuanto al resto… Tal vez me acuses de ser sobreprotectora, pero no quería asumir la responsabilidad de atraer a tan peligrosos lugares a un tropel de inexpertos jóvenes occidentales armados sólo con el distintivo azul celeste de una guía de A Wing and A Prayer. Cuando leí que en Tsavo tres turistas fueron asesinados y enterrados en una zanja para robarles dos mil chelines, una cámara de fotos y una guía, no pude menos que sentirme responsable. Como Kevin ilustraría posteriormente, atraigo a las responsabilidades, reales o imaginarias.
En consecuencia, llegué a la conclusión de que los tipos del departamento de marketing pensaban con el trasero. Habían estudiado la demanda, pero no la oferta. Me parecía imposible que nuestro intrépido ejército de estudiantes universitarios y mi concienzudo equipo de colaboradores fueran capaces de preparar una guía que pudiera evitar que sus usuarios cometieran las peores equivocaciones, las cuales podían resultarles terriblemente caras y hacer que una visita a aquel continente tan lleno de gangas acabara pareciéndoles excesivamente cara. Por primera vez tenía sentimientos maternales con respecto a clientes como Siobhan, y lo último que deseaba era que aquella muchacha de piel fina y delicada, tan deseosa de hacer el bien, acabara sus días a manos de gentes despiadadas en un abrasador barrio de chabolas de Nairobi. AFRIWAP había muerto antes de nacer.
Pero mi mayor decepción la encontré dentro de mí. Aunque abandonar la idea de AFRIWAP me daba libertad para recorrer el continente sin la obligación de tomar notas, me había ido volviendo cada vez más dependiente de los trabajos de investigación, porque le daban un sentido a mi recorrido. Sin la sujeción a un itinerario dictado por la conveniente distribución en capítulos, me sentí perdida. África es el peor lugar de la tierra para que te preguntes incesantemente qué estás haciendo allí, pero hay algo en sus ciudades, descuidadas, fétidas y llenas de desesperación, que hace acuciante esa pregunta.
No podía apartaros, a ti y a Kevin, de mi mente. Que te añorara era un doloroso recordatorio de que, en realidad, no había dejado de hacerlo desde que nació Kevin. Lejos de casa no me sentía emancipada, sino negligente; me avergonzaba pensar que, a menos que hubieras encontrado una nueva niñera, habrías tenido que montar a Kevin en la camioneta y llevarlo contigo a localizar exteriores. Fuera adonde fuese, me sentía muerta de cansancio, y mientras caminaba por las calles llenas de baches de Lagos me parecía llevar una pesa de tres kilos en cada pierna; había empezado algo en Nueva York, no lo había terminado, ni muchísimo menos, todavía, caminaba a la ventura, eludiendo mis responsabilidades, y, para acabarlo de arreglar, lo que había emprendido iba de mal en peor. Eso era todo lo que tenía ante mí; a eso me había conducido mi deseo de independizarme. Al fin y al cabo, de lo único que no te puedes escapar en África es de los niños.
En las últimas etapas de aquel periplo de tres meses —que, como recordarás, abrevié— tomé una serie de resoluciones. Aquel viaje al extranjero fuera de tiempo y de sazón —que no había iniciado guiada por un espíritu de exploración, sino, simplemente, para hacer hincapié en que carecía de ataduras, para demostrar que mi vida no había cambiado, que seguía siendo joven, que seguía teniendo curiosidad, que seguía sintiéndome libre— sólo había demostrado más allá de toda duda que lo cierto era que mi vida había cambiado, que a mis cuarenta y un años distaba mucho de ser joven, que la curiosidad, más bien superficial, que despertaba en mí el extranjero acabó por agotarse y que había cierta clase de libertad de la que ya no volvería a gozar nunca sin perder la única y diminuta isla de estabilidad emocional, significado perdurable y amor sincero que había conseguido anexionarme en el inmenso y arbitrario océano de la indiferencia internacional.
Mientras acampaba sobre el áspero linóleo en la sala de espera del aeropuerto de Harare, porque allí no había asientos y el avión, un 737, llevaba ocho horas de retraso como consecuencia de que se lo había apropiado la esposa de algún miembro del gobierno para ir de tiendas a París, me di cuenta de que, inexplicablemente, había perdido mi antigua serena certeza de que la incomodidad (si no el completo desastre) era el trampolín para gozar de casi todas las aventuras en el extranjero que valieran realmente la pena. Ya no me convencía una máxima que figuraba en la introducción de todas las guías AWAP, según la cual lo peor que podía suceder en un viaje era que todo fuera como una seda. Por el contrario, al igual que cualquier turista occidental normal, estaba furiosa porque el aire acondicionado no funcionaba y el único refresco disponible era Fanta de naranja, que no me gusta. Además, como el sistema de refrigeración de la máquina expendedora también estaba estropeado, la naranjada parecía caldo.
Aquella sudorosa y prolongada espera me permitió reflexionar y llegar a la conclusión de que hasta entonces mi entrega a la maternidad había sido tan poco decidida como la del bañista que se acerca a la orilla del mar y se limita a meter el dedo gordo del pie en el agua. Por extraño que parezca, resolví que debía tomar una nueva decisión, tan ardua como la que tomé en 1982, y zambullirme de cabeza en las responsabilidades de la maternidad. Que debía sentirme otra vez plenamente embarazada de Kevin. Al igual que la de dar a luz, la experiencia de criar a nuestro hijo podía ser algo arrebatador, pero sólo a condición de dejar de luchar contra ella. Como traté esforzadamente de enseñarle a Kevin (con muy poco éxito) durante los años que siguieron, rara vez el objeto de nuestras atenciones es de por sí feo o cautivador. Nada te interesa si tú no te interesas por ello. En vano había esperado que Kevin diera el primer paso, que me demostrara, mientras permanecía plantada delante de él con los brazos cruzados, que era merecedor de mi cariño. Era francamente excesivo pedirle eso a un niño, ya que sólo lo querría en la medida en que quisiera quererlo. Había llegado la hora de que diera un paso adelante y tratara de encontrarme con Kevin a medio camino, por lo menos.
Mientras nos disponíamos a aterrizar en el aeropuerto Kennedy, rebosaba de determinación, optimismo y buena voluntad. Pero, al mirar hacia atrás, no puedo menos que reconocer que cuando más intenso era el amor que despertaba en mí nuestro hijo, era cuando no lo tenía delante.
Feliz Navidad,
Eva