21 DE DICIEMBRE DE 2000

Querido Franklin,

Estoy un poco nerviosa, porque acaba de sonar el teléfono y no tengo ni idea de cómo ese tal Jack Marlin ha podido conseguir mi número, a pesar de que no figura en el listín. Dijo ser un realizador de documentales para la NBC. El curioso título provisional de su proyecto, «Actividades extracurriculares», suena a auténtico, y, además, ha tratado de distanciarse en todo lo posible de aquel «Horas de angustia en el Instituto de Gladstone» que emitió apresuradamente la Fox y que, según me explicó Giles, era poco más que una serie de lloros delante de la cámara y de fragmentos de funerales. Aun así, le pregunté a Marlin por qué pensaba que querría participar en un reportaje sensacionalista más que le hiciera la autopsia al día en que mi vida, tal como la concebía hasta entonces, se truncó, y me respondió que porque tal vez querría explicar «mi versión de la historia».

—¿Qué versión tendría que ser?

Yo ostentaba el récord de haber estado contra Kevin. Ya lo hacía cuando apenas tenía siete semanas.

—Por ejemplo, ¿fue su hijo víctima de abusos sexuales? —dijo, siguiendo las reglas, Marlin.

—¿Víctima…? ¿Él? ¿Seguro que estamos hablando del mismo chico?

—¿Y qué hay del asunto ese del Prozac? —Las frases de simpatía muy bien podían haber sido puro teatro—. Ésa fue su defensa en el juicio, y estuvo bien argumentada.

—Fue idea de su abogado —respondí con voz débil.

—En líneas generales, ¿piensa que Kevin fue un incomprendido?

Lo siento, Franklin. Sé que hubiera debido colgar, pero hablo con tan poca gente fuera de la oficina… ¿Qué le dije? Pues algo así:

—Me temo que comprendo a mi hijo demasiado bien. —Y añadí—: A ese respecto, Kevin debe de ser uno de los jóvenes mejor comprendidos del país. Los hechos hablan con más fuerza que las palabras, ¿no cree? Me parece que Kevin ha sido capaz de dar a conocer su particular visión del mundo mucho mejor que la mayoría de las personas. Me parece que usted debería entrevistar a chicos que no tengan tanta capacidad como él para expresarse a sí mismos.

—¿Qué cree que estaba intentando decir? —preguntó Marlin, excitado por haber pescado un auténtico ejemplar vivo de la que se ha convertido en una rarísima especie de padres, cuyos miembros se caracterizan por mostrarse extrañamente reacios a poner por las nubes a sus hijos durante los quince minutos que les concede la tele.

Estoy segura de que estaban grabando la conversación, y hubiera debido vigilar lo que decía. Pero, en vez de hacerlo, le espeté:

—Cualquiera que fuese su mensaje, señor Marlin, era claramente desagradable. ¿Por qué diablos desea proporcionarle un nuevo foro para exponerlo?

Cuando mi interlocutor comenzó a decir bobadas acerca de la vital importancia que tenía conocer lo que pasaba por la mente de esos muchachos conflictivos, para «ser capaces de ver venir aquello» la próxima vez, lo corté en seco.

—Yo estuve dieciséis años viéndolo venir, señor Marlin —le repliqué—. Y para lo que sirvió…

Y colgué.

Ya sé que hacía su trabajo, pero es un trabajo que no me gusta. Estoy harta de esos cazadores de noticias que se ponen a resollar ante mi puerta igual que perros que olfatearan que allí hay carne. Estoy cansada de que hagan de mí comida para perros.

Me sentí mejor cuando la doctora Rhinestein, tras decirme que era algo muy poco corriente, se vio obligada a reconocer que había contraído, ciertamente, una mastitis en ambos pechos. Los cinco días que pasé internada en el Hospital Beth Israel recibiendo antibióticos por un gotero fueron dolorosos, pero el dolor físico casi llegó a resultarme agradable, pues era una forma de sufrimiento comprensible, muy distinta de la desconcertante desesperación que me causaba mi recién estrenada maternidad. El alivio que me proporcionó un hecho tan simple como no oír berridos fue inmenso.

Todavía bajo los efectos de tu sentimiento de orgullo por ser en aquellos momentos el sostén de la familia, y quizá —reconócelo— porque no tenías ningún deseo de comprobar personalmente si nuestro hijo era un «pedazo de pan», como afirmabas, aprovechaste la oportunidad para contratar a una niñera. Bueno, en realidad, tendría que decir a «dos niñeras», porque, para cuando volví a casa, la primera ya se había despedido.

Y no es que me facilitaras espontáneamente esa información. Cuando me llevabas a casa en la camioneta, te pusiste a hablarme con admiración de la maravillosa Siobhan hasta que no pude más y corté tu chorro de elogios:

—¿No me dijiste que se llama Carlotta?

—¡Oh, ésa! Bueno, ¿sabes?, muchas de esas chicas son inmigrantes que sólo piensan en desaparecer en cuanto caduca su visado. En realidad, no les interesan en absoluto los niños.

Cada vez que la camioneta se metía en un bache, mis pechos ardían. No me hacía ninguna gracia la perspectiva de pasar por el penoso proceso de exprimirles la leche cuando llegáramos, cosa que, según se me había indicado, debía hacer religiosamente cada cuatro horas en atención a la mastitis, aunque después tendría que tirar la leche por el sumidero.

—O sea que Carlotta no funcionó.

—Le dije desde el primer momento que se trataba de un bebé. De un bebé que hace caca, que se tira pedos, que eructa…

—… que llora como un desesperado…

—Pero, por lo visto, esperaba encontrarse con un horno autolimpiable, o algo así.

—Y la despediste.

—No fue exactamente así. Pero Siobhan es una santa. ¡De Irlanda del Norte, nada menos! Tal vez las gentes acostumbradas a las bombas y a pasarlas canutas no se asusten tan fácilmente por un poco de llanto.

—O sea que Carlotta se largó. Al cabo de unos días. Porque Kevin le resultaba un poco… A ver si doy con la palabra exacta. Cargante.

—¡Al cabo de un solo día, por increíble que parezca! Y, cuando telefoneé a la hora del almuerzo para asegurarme de que todo iba bien, tuvo la jeta de insistir para que dejara mi trabajo y fuera a librarla de mi hijo. Tentado estuve de no pagarle ni un centavo, pero no quiero que su agencia nos ponga en la lista negra. (En eso resultaste profético: su agencia nos puso en la lista negra dos años después).

Siobhan era una santa. Un tanto vulgar a primera vista, de rebeldes cabellos negros ensortijados y con esa típica tez irlandesa de cadavérica palidez, tenía uno de esos cuerpos aniñados, de muñeca, en los que las articulaciones no están claramente marcadas; por esa razón, aunque era más bien delgada, sus miembros uniformes como columnas y su torso sin apenas talle la hacían parecer algo gruesa. Con el tiempo, sin embargo, la fui encontrando cada vez más agraciada, a causa, sobre todo, de su buen corazón. No niego que sentí cierta aprensión cuando, la primera vez que hablamos, mencionó que era miembro de la Iglesia Cristiana de la Vía Alfa. Tenía a sus adeptos por una pandilla de necios fanáticos, y temía que me expusiera a diario su fe con fines proselitistas. Pero Siobhan no justificó con su actitud ese prejuicio, y, lo que es más, rara vez volvió a mencionar aquel tema. Quizá su adopción de un credo religioso poco convencional fuera consecuencia de una opción deliberada, a fin de desentenderse de las luchas entre católicos y protestantes tan frecuentes en su condado natal de Antrim, del que, por otra parte, nunca hablaba y del que había procurado alejarse todo lo posible poniendo el Atlántico por medio.

Te burlabas de que me cayera simpática Siobhan, sobre todo, porque era una fan de A Wing and A Prayer y empleaba nuestras guías cuando viajaba por el Continente. Decía que, mientras Dios no la «llamara» para encomendarle claramente una misión, no podía imaginar ocupación más maravillosa que la de trotamundos profesional, lo que aumentaba mi nostalgia de una vida que ya empezaba a parecerme lejana. Siobhan despertaba en mí un orgullo que empecé a esperar que despertara también Kevin cuando fuera lo suficientemente mayor para darse cuenta de las gestas que habían llevado a cabo sus padres. Mi imaginación ya acariciaba una insólita fantasía en la que veía a mi retoño inclinado sobre mis viejas fotografías y preguntándome, boquiabierto: ¿Dónde está esto? ¿Qué es? ¿Tú has estado en África? ¡Oooh! la admiración de Siobhan había hecho nacer en mí unas ilusiones que resultaron ser cruelmente erróneas. Kevin se inclinó una vez, sí, sobre la caja donde estaban mis viejas fotos, pero para rociarlas con gasolina y prenderles fuego.

Tras una segunda tanda de antibióticos, la mastitis cedió. Me resigné a que Kevin se alimentara a base de biberones, dejé que los pechos se me congestionaran y después se secaran y, con Siobhan a cargo de la situación, defendiendo el fuerte, por así decirlo, al llegar el otoño pude, por fin, reintegrarme a mi trabajo en AWAP. ¡Qué gran alivio fue volver a vestirme bien, moverme con energía, hablar en tonos graves, de persona adulta, indicarle a la gente lo que tenía que hacer y vigilar que lo hiciera! Y, mientras disfrutaba con una satisfacción que me resultaba nueva de mi trabajo, que antaño me había parecido cada vez más prosaico, me reprendía por haber acusado a aquel diablillo llorón de intenciones tan aviesas como la de querer meter una cuña entre tú y yo. No me había encontrado bien. Adaptarme a mi nueva vida había sido más difícil de lo que esperaba. En aquella época, al recobrar parte de mi antigua energía y descubrir complacida que estaba recuperando mi buen tipo, supuse que lo peor ya había pasado y tomé nota mentalmente de que, la próxima vez que una de mis amigas tuviera su primer hijo, volcaría sobre ella toda mi simpatía.

A menudo invitaba a Siobhan, cuando volvía a casa, a quedarse un rato y tomar un café conmigo. Y lo bien que me lo pasaba conversando con una mujer que apenas tenía la mitad de mi edad tal vez no se debiera tanto al placer de dar un salto generacional como al hecho, mucho más común, de charlar con alguien. Me confiaba a Siobhan porque no lo hacía con mi marido.

—Debes haber deseado ardientemente tener a Kevin —me dijo Siobhan en una de esas ocasiones—. Ver tantas cosas notables, conocer a gente tan asombrosa…, y que te paguen por ese gustazo, además. ¡Me parece fantástico! No puedo imaginar que renunciaras a ello.

—No he renunciado —repliqué—. En un año volveré al negocio, como de costumbre.

Siobhan agitó el café con la cucharita.

—¿Y Franklin estará de acuerdo? —preguntó.

—Supongo que sí.

—Pues habla como si… —no le gustaban los chismorreos— eso de que te ausentes durante meses se hubiera acabado.

—Yo también lo pensé, porque estaba bastante quemada. Siempre se me acababan las mudas limpias, y los ferroviarios franceses no paraban de hacer huelgas… Es posible que le diera una impresión equivocada.

—Ya —dijo Siobhan, pesarosa. Dudo que quisiera crearme problemas, aunque, sin duda, los veía venir—. Debe de haberte añorado mucho cuando estabas fuera. Y, si volvieras a viajar, tendría que cuidar él solo de Kevin cuando yo no estuviera. Claro que, en América, hay papas que se quedan en casa y sus mujeres van a trabajar, ¿verdad?

—Bueno, hay americanos y americanos. Franklin no es de esos.

—Pero eres dueña de una empresa importante. Seguro que podrías permitirte…

—Sólo en términos financieros. Ya es bastante difícil cuando la revista Fortune dedica reportajes a la esposa de un hombre y él es sólo el tipo que se ocupa de localizar exteriores para la publicidad incluida en la página de al lado.

—Franklin dice que solías pasarte fuera cinco meses al año…

—Tendré que viajar menos, claro —dije con tristeza.

—Kevin tiene un carácter un poco difícil, ¿sabes? Es…, es un niño inestable. A veces cambian al hacerse mayores. —Y añadió, lisa y llanamente—: Y a veces no.

Pensabas que Siobhan sentía devoción por nuestro hijo, pero yo opinaba que, fundamentalmente, sentía lealtad hacia tú y yo. Rara vez hablaba de Kevin en términos que no fueran logísticos: que si acababa de esterilizar un nuevo juego de biberones, que si se estaban agotando nuestras reservas de pañales desechables… Esa visión meramente mecánica de las cosas parecía impropia de una joven apasionada como ella. (Aunque, en cierta ocasión, observó: «Tiene unos ojos como perlas». Luego se rió con cierto nerviosismo y matizó: «Quiero decir de un brillo intenso». «Sí, de esos que te ponen nerviosa, ¿verdad?», asentí tratando de mostrarme lo más neutral que pude). Pero lo cierto es que nos adoraba. Sentía admiración por la libertad que nos daba nuestro doble empleo por cuenta propia, y, a pesar de su idealización evangélica de los «valores familiares», estaba claro que la desconcertaba que quisiéramos limitar voluntariamente nuestra embriagadora libertad con la bola y la cadena de un niño. Y tal vez le inspiráramos algunas ideas que le proporcionaran una esperanzadora visión del futuro. Éramos de mediana edad, pero nos gustaba la música de The Cars y de Joe Jackson; y, aunque no le gustaban las palabrotas, quizá no la escandalizara demasiado que una excéntrica casi cuarentona dijera que un mediocre manual de puericultura era una mierda. Por nuestra parte, le pagábamos bien y nos acomodábamos a sus obligaciones religiosas. Le hice varios regalos, entre ellos un chal de seda que había traído de Tailandia, y mostró tal agradecimiento que hizo que me sintiera cohibida. Te encontraba irresistiblemente guapo, y admiraba la firmeza de tu rostro y tu encantador flequillo rubio. Me pregunto si no estaría un poco enamorada de ti…

Por más que tuviera todos los motivos para pensar que Siobhan estaba satisfecha de trabajar para nosotros, me extrañó notar que, a medida que pasaban los meses, parecía cada vez más ojerosa. Ya se sabe que los irlandeses no envejecen bien pero, aun teniendo en cuenta lo delicado de su piel, era demasiado joven para que se le marcaran en la frente aquellas pronunciadas arrugas de preocupación. En ocasiones, cuando volvía a casa de la oficina, me recibía con una expresión enfurruñada, e incluso contestaba desabridamente a comentarios de lo más trivial. Por ejemplo, si le decía: «¡Qué deprisa se acaba la leche del bebé!», podía contestarme: «Sí, pero no toda va a parar a su boca, ¿sabes?». Se disculpaba inmediatamente, y, por un momento, parecía incluso que se le fueran a saltar las lágrimas, pero no me explicaba la razón de su mal humor. Me resultaba más difícil cada día tentarla con una taza de café para que se quedara a charlar un rato, como si estuviera impaciente por marcharse de nuestro loft, y me dejó perpleja su reacción cuando le propuse que se viniera a vivir con nosotros. Recuerda que le ofrecí incluso convertir en una habitación para ella aquel rincón que utilizábamos más que nada como trastero e instalarle un cuarto de aseo propio. En realidad, mi idea le habría proporcionado un alojamiento bastante más amplio que el cuchitril que compartía en el East Village con una camarera descreída, amiga de la bebida y de costumbres bastante libres y con la que, encima, no se llevaba demasiado bien. Y no le rebajaríamos el sueldo, por lo que podría ahorrar lo que pagaba de alquiler. Aun así, la perspectiva de convertirse en niñera interna no la convenció. Adujo para rechazar mi propuesta que no podía romper el contrato de alquiler de aquel apartamento de la Avenida C, excusa que, francamente, me sonó a cuento chino.

Y después comenzaron las llamadas para avisar de que no podía venir porque estaba enferma. Una o dos veces al mes al principio, pero después telefoneaba como mínimo una vez por semana para decir que le dolía la garganta o el estómago… Y la verdad es que su aspecto era bastante malo; no debía de alimentarse bien, porque aquellas curvas suyas de muñeca habían desaparecido; estaba más delgada cada día, y tenía ese aspecto de desenterrado característico de los irlandeses cuando su piel palidece. Por eso no me atrevía a acusarla de fingir sus dolencias. Le pregunté si tenía problemas con su novio, si le pasaba algo a su familia en Carickfergus o si añoraba su Irlanda del Norte.

—¡Añorar mi Irlanda del Norte! —repitió con ironía—, ¿te choteas?

Esa irónica salida me hizo darme cuenta de que, últimamente, casi nunca bromeaba.

Sus ausencias imprevistas me creaban grandes inconvenientes, pues, de acuerdo con la ya admitida lógica de la inseguridad de tu trabajo de localizador de exteriores por cuenta propia en comparación con mi tan cacareada seguridad como dueña y señora de AWAP, era yo quien tenía que quedarse en casa. No sólo me veía obligada a cancelar reuniones o a llevarlas de modo nada satisfactorio por teléfono; además, todo un día dedicado a cuidar de nuestro precioso chiquillo destrozaba mi precario equilibrio psíquico; al caer la noche de aquellos días en que tenía que soportar el incesante horror que mostraba Kevin por el hecho de vivir, estaba desquiciada, como habría dicho nuestra niñera. Gracias a la adición de ese insufrible día extra cada semana, Siobhan y yo llegamos, al principio de un modo tácito, a comprendernos mutuamente.

Está claro que se supone que los hijos de Dios gozarán de Sus gloriosos dones sin petulancia, porque el sobrenatural dominio de sí misma que tenía Siobhan sólo podía proceder del catecismo. No había manera de sonsacarle qué era lo que la hacía guardar cama cada viernes. Así que, más que nada para autorizar, tácitamente, sus ausencias, decidí demostrarle que también tenía motivos para quejarme.

—No me arrepiento de los viajes que hice —me puse a explicarle una tarde, cuando se preparaba para irse—, pero es una lástima que tardara tanto en conocer a Franklin. ¡Cuatro años de vivir solos los dos no han sido suficientes para que me cansara de él! Creo que debe ser estupendo conocer a tu pareja cuando tienes veintitantos años, y podéis vivir una buena temporada los dos solos, sin hijos, lo suficiente…, no sé cómo decirlo…, lo suficiente incluso para llegar a aburriros un poco el uno del otro. Entonces, cuando ya tienes treinta y tantos años, necesitas un cambio, y la llegada de un bebé es bien recibida.

Siobhan me miró de hito en hito, y, aunque esperaba ver en su mirada una expresión de censura, lo que vi fue que, de pronto, se había puesto en guardia.

—No estarás diciéndome que Kevin fue mal recibido…

Sabía que la ocasión requería asegurarle apresuradamente que no, claro que no, pero no podía hacerlo. Eso volvería a ocurrirme, esporádicamente, en los años siguientes: hacía y decía lo que se suponía que tenía que hacer y decir, semana tras semana, sin desfallecer, hasta que, de pronto, me estrellaba contra un muro. Abría la boca y, simplemente, me era imposible proferir frases como: Es un dibujo realmente precioso, Kevin, o: Si arrancamos las flores del suelo, se morirán, y tú no quieres que se mueran, ¿verdad?, o: Sí, estamos tremendamente orgullosos de nuestro hijo, señor Cartland.

—La verdad, Siobhan —dije con desgana—, es que me he llevado una pequeña decepción.

—Ya sé que, últimamente, Eva…

—No, no lo digo por ti. —Tuve la sensación de que me había entendido la mar de bien y lo disimulaba adrede. No hubiera debido abrumar con mis secretos a una jovencita como ella, pero, sin saber por qué, me sentía impulsada a hacerlo—. Esos berrinches, y esos montones de juguetes de plástico tan feos… No tengo muy claro qué esperaba, pero no era esto.

—A lo mejor, aún tienes un poco de crisis posparto…

—Llámalo como quieras. Pero lo cierto es que no me siento feliz. Y que Kevin tampoco parece sentirse feliz.

—¡Es sólo un bebé!

—Tiene casi diecinueve meses. Ya sabes lo que dice siempre la gente como si te arrullara: ¡Qué niño tan feliz! Lo cual significa que también hay niños desgraciados. Y nada de lo que hago parece cambiar las cosas.

La joven seguía entretenida con su mochila, en la que iba guardando, con exagerada concentración, las últimas de sus escasas pertenencias. Siempre se traía un libro para leer mientras Kevin dormía la siesta, y entonces me di cuenta de que durante meses había guardado el mismo volumen en aquella mochila. Lo habría entendido de haberse tratado de la Biblia, pero era sólo un libro de meditación —delgado, con las tapas muy manchadas ahora de tanto manosearlo—, y eso que, en cierta ocasión, se había calificado a sí misma de ávida lectora.

—Soy una negada con los críos, Siobhan —le confesé—. Nunca tuve demasiado contacto con niños pequeños, pero esperaba que… Bueno, que la maternidad sacara a la luz un nuevo aspecto de mí. —Nuestras miradas se cruzaron. Me escrutaba como si tratara de atravesarme—, pero no ha sido así.

Me preguntó, con evidente pudor:

—¿Le has hablado a Franklin de tus sentimientos?

Solté una risita.

—Si lo hiciera, tendríamos que hacer algo al respecto. ¿Se te ocurre qué?

—¿No crees que el primer par de años son los más difíciles, y que luego todo resulta más fácil?

Me humedecí los labios con la lengua.

—Me doy cuenta de que lo que voy a decir no está bien, pero aún espero mi compensación emocional.

—Sólo si das puedes esperar recibir.

Aquello me hizo sentir vergüenza, pero, al punto, reflexioné y le repliqué:

—Le doy todos mis fines de semana, todas mis noches. Incluso le he dado a mi marido; últimamente, sólo me habla de nuestro hijo, y ya no hacemos nada juntos, aparte de empujar un cochecito arriba y abajo por el paseo de Battery Park. A cambio, Kevin parece mirarme con malos ojos y no soporta que lo coja en brazos. Si te he de ser sincera, casi no puedo aguantar ya todo eso.

Aquella conversación ponía nerviosa a Siobhan; era una herejía doméstica. Sin embargo, mis palabras debían de haber hecho mella en ella, porque ya no fue capaz de mantener su actitud animosa. En lugar de pronosticarme las satisfacciones que me aguardaban en cuanto Kevin se convirtiera en una personita de pleno derecho, exclamó tristemente:

—Sé lo que quieres decir.

—Dime, ¿responde Kevin a lo que tú le haces?

—¿Que si responde? —Su tono sardónico era nuevo—. Bueno…, podría decirse que sí.

—Cuando estás con él durante el día, ¿se ríe? ¿Gorjea satisfecho? ¿Duerme?

Me di cuenta de que durante aquellos meses había rechazado voluntariamente hacerle aquellas preguntas y que, al obrar de ese modo, me había aprovechado de su carácter generoso.

—Me tira del pelo —respondió en voz baja.

—Pero eso lo hacen todos los bebés…, no saben que…

—Me tira fuerte, muy fuerte. Ahora ya es bastante mayor, y creo que es consciente de que me hace daño. Y, Eva…, aquel precioso chal de Bangkok que me regalaste…, lo ha hecho trizas.

¡Pum! ¡Cataplum! Kevin se había despertado. Golpeaba con el sonajero aquel xilofón de metal que tuviste la mala ocurrencia de comprarle, y no daba muestras de ser una promesa de la música.

—Cuando está a solas conmigo —dije alzando la voz para que fuera audible por encima del estrépito—, Franklin llama a eso malhumor…

—Tira todos sus juguetes fuera del parque, y después se pone a chillar sin parar hasta que lo meto todo dentro de nuevo. Pero, en cuanto acabo, vuelve a tirarlos fuera. Y los tira con una fuerza tremenda.

¡Plum! ¡Cataplum! ¡Zas! ¡Zis, zas! ¡Cataplum! Se oyó un estridente ruido metálico, por lo que deduje que Kevin había arrojado el instrumento a través de los barrotes de su cuna.

—¡Es exasperante! —exclamó Siobhan—. Hace lo mismo, cuando está en su trona, con los cereales, con la papilla, con las galletas rellenas… ¡No consigo entender de dónde saca tanta energía si tira toda su comida al suelo!

—Querrás decir —dije al tiempo que le cogía la mano— que no sabes de dónde sacas tanta energía para resistirlo…

¡Buá! ¡Buá! ¡Buá! ¡Buá!

Se había puesto a chillar como un cortacésped. Siobhan y yo nos miramos a los ojos.

¡Buá! ¡Ñiií! ¡Ñiií! ¡Ñiií! ¡Buá! ¡Ñiií!

Ninguna de las dos se levantó de la silla.

—Por supuesto —dijo Siobhan con una nota de esperanza en la voz—, todo debe ser muy diferente cuando se trata de tu bebé.

—Sí —asentí—. Ni punto de comparación.

¡Buá! ¡Ñiií! ¡Ñiií! ¡Ñiií! ¡Buá! ¡Ñiií! ¡Buá! ¡Ñiiíl!

—Siempre había deseado tener una familia numerosa —dijo Siobhan volviendo la cara—. Pero ya no estoy tan segura.

—Yo, en tu caso, me lo pensaría dos veces —le aconsejé.

Kevin llenó el silencio que se hizo entre nosotras mientras me esforzaba por superar mi creciente pánico. Tenía que decir algo que contrarrestara lo que, sin duda, vendría a continuación, pero no podía pensar nada que no justificara aún más lo que deseaba fervientemente impedir.

—Eva… —dijo titubeante—. Estoy destrozada. No creo que le caiga bien a Kevin. He rezado hasta el agotamiento… pidiendo a Dios paciencia, amor, presencia de ánimo. Pensé incluso que Dios me ponía a prueba…

—Cuando Jesús dijo aquello de «Dejad que los niños se acerquen a mí» —dije secamente—, no creo que estuviera pensando en el trabajo de las niñeras…

—¡Odio pensar que le he fallado al Señor! ¡O a ti, Eva! Aun así…, ¿crees que habría alguna posibilidad…?, ¿que podrías darme un empleo en A Wing and A Prayer? Dijiste que muchas de esas guías han sido hechas en colaboración con estudiantes universitarios y gente así… ¡Por favor…, por favor…!, ¿tendrías la bondad de enviarme a Europa, o a Asia? ¡Te prometo que realizaré un trabajo brillante!

Sentí que se me caía el alma a los pies.

—¿Estás diciéndome que quieres dejar este trabajo?

—Tú y Franklin os habéis portado muy bien conmigo. Debes de creerme terriblemente ingrata. Pero, en todo caso, cuando os vayáis a vivir a las afueras, tendréis que buscaros otra niñera, ¿no? Porque vine aquí con el firme propósito de vivir en Nueva York.

—¡Y yo también! ¿Quién dice que nos vamos a ir a vivir a las afueras?

—Franklin, naturalmente.

—Pues no nos mudaremos a ningún suburbio —dije con firmeza.

Siobhan se encogió de hombros. Se sentía ya tan alejada de nuestra pequeña familia, que consideraba que aquella falta de comunicación no era cosa suya.

—¿Quieres un aumento de sueldo? —le ofrecí patéticamente; mi residencia a tiempo completo en este país comenzaba a dar sus frutos.

—El sueldo está muy bien, Eva. Es que no puedo más. Cada mañana, cuando me despierto…

Sabía muy bien cómo se sentía al despertarse. Y no podía obligarla a seguir sintiéndose así. Creo que soy una mala madre, y tú también lo has creído siempre. Pero en lo más hondo de mi ser queda un vestigio de sentimientos maternales. Siobhan estaba al límite de sus fuerzas. Aunque aquello fuera terriblemente contrario a nuestros intereses, su salvación terrena entraba dentro de lo que estaba en mi mano conceder.

—Vamos a poner al día nuestra guía de los Países Bajos —dije lentamente; tenía la espantosa premonición de que la renuncia de Siobhan iba a ser efectiva inmediatamente—, ¿te gustaría eso? ¿Calificar los hoteles de Ámsterdam? Los rijstajfelsson deliciosos…

Siobhan perdió todos los respetos humanos y me abrazó efusivamente.

—¿Quieres que me quede un rato más, a ver si puedo calmarlo? —me ofreció—. Tal vez los pañales…

—Dudo que sea eso; sería demasiado racional. No, ya has cumplido tu jornada aquí. Y tómate libre el resto de la semana. Estás hecha polvo.

Se me había ocurrido que, si le doraba la píldora, a lo mejor se quedaría hasta que encontráramos una nueva niñera. Vana ilusión.

—Una última cosa —dijo Siobhan mientras guardaba en su mochila la nota que le había dado con el nombre del responsable de la edición de la guía de los Países Bajos—: Los niños varían mucho en eso, ¿sabes? Pero me parece que, a estas alturas, Kevin ya debería hablar. O decir algunas palabras, por lo menos. Tal vez deberías consultarlo con el pediatra. O hablarle más.

Se lo prometí, y la acompañé hasta el ascensor; mientras lo hacía, dirigí una apesadumbrada mirada a la cuna al tiempo que decía para mí: «Sí, no hay ni punto de comparación cuando es tuyo. No te puedes ir a casa, ¿sabes?». A lo largo de los años, mis anhelos de irme a casa se habían ido volviendo cada vez más frecuentes y más fuertes, pero en los últimos tiempos alcanzaban una intensidad tremenda, precisamente, cuando estaba en ella.

Intercambiamos lánguidas sonrisas de despedida, y me dijo adiós con la mano a través de la rejilla del ascensor. La seguí con la mirada desde la ventana de la fachada, y vi cómo corría Hudson Street abajo a toda la velocidad que podían desarrollar sus nada esbeltas piernas a fin de alejarse de nuestro loft y del pequeño Kevin.

Volví a la maratón de nuestro hijo, y bajé la vista para contemplar cómo se retorcía de cólera. No pensaba cogerlo en brazos. No había allí nadie que pudiera obligarme, y yo no quería hacerlo. Y no pensaba, a pesar de lo que había sugerido Siobhan, cambiarle los pañales, ni calentarle un biberón. Dejaría que se desgañitara llorando. Apoyé los codos en la barandilla de la cuna y metí la barbilla entre mis dedos entrelazados. Kevin estaba en cuclillas, una de las posiciones que la Nueva Escuela recomienda para parir: ayuda a hacer fuerza. La mayoría de los críos lloran con los ojos cerrados, pero él los tenía entreabiertos. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí que por fin nos comunicábamos. Todavía tenía las pupilas casi completamente negras, y, por su mirada, comprendí que intuía que, por extraño que le pareciera, mamá no tenía la más mínima intención de perder los nervios ocurriera lo que ocurriera.

—Siobhan cree que debería hablarte —le dije imponiéndome a sus berridos—. ¿Quién va a hacerlo, ahora que has conseguido echarla? Sí, sí, con tus berridos has hecho que se largue. ¿Cuál es tu problema, pequeño gruñón? ¿Estás orgulloso de haberle destrozado la vida a tu madre? —Cuando le hablaba, utilizaba el insulso falsete que recomiendan los expertos—. A papá se la puedes dar con queso, pero a mamá, no. Porque no eres más que un pequeño gruñón, ¿verdad?

Kevin se aupó hasta ponerse de pie sin dejar por ello de berrear. Agarrando los barrotes de la cuna con las manos, se colocó a sólo unos centímetros de mi cara, y sus gritos hacían que me dolieran los oídos. Hacía tanta fuerza, que su cara parecía la de un anciano y tenía la expresión de aviesa obsesión del preso que, diciéndose «Ahora voy por ti», ha empezado a excavar un túnel en la pared de su celda con una lima de uñas. Desde el punto de vista de un simple cuidador de zoológico, mi proximidad a él era arriesgada; Siobhan no bromeaba cuando se quejaba de la fuerza con la que le tiraba del cabello.

—Mamá era feliz antes de que el salvaje Kevin viniera al mundo; pero ya lo sabes, ¿verdad? Y ahora mamá se despierta cada día deseando estar en Francia. ¿Sabías que ahora la vida de mamá es una mierda? ¿Sabías que hay días en que mamá preferiría estar muerta? ¿Sabías que hay días en que mamá se tiraría de buena gana por el puente de Brooklyn sólo por no tener que oír tus berridos un minuto más…?

Me volví, y palidecí. Nunca había visto antes una expresión tan dura en tu cara.

—Entienden lo que se les dice mucho antes de aprender a hablar —dijiste al tiempo que me echabas a un lado y te apresurabas a cogerlo en brazos—. No entiendo cómo puedes estarte aquí tan tranquila oyéndolo llorar.

—¡Tranquilízate, Franklin, sólo bromeaba! —Fulminé a Kevin con la mirada. Sus chillidos me habían impedido oír que se abría la puerta del ascensor—. Estaba desfogándome un poco, ¿entiendes? Siobhan se ha despedido. ¿Me oyes? Siobhan se ha despedido.

—Sí, te he oído. ¡Lástima! Ya encontraremos a alguien.

—Por lo visto, durante todos estos meses ha considerado este trabajo una reedición moderna del Libro de Job… Dámelo, voy a cambiarlo.

Lo apartaste de mí.

—No podrás ir en la dirección correcta hasta que hayas aclarado tus ideas. O hayas saltado por el puente. Lo que más te importe.

Te seguí.

—Dime, ¿qué es eso de que vamos a mudarnos a las afueras? ¿Desde cuándo?

—Desde que el pequeño gruñón, como tú lo has llamado, está empezando a caminar. El ascensor puede ser una trampa mortal.

—¡Podemos inutilizarlo!

—Necesita un jardín. —Echaste el pañal sucio en el cubo de la basura con mucha prosopopeya—. Un jardín donde podamos jugar al béisbol y llenar una piscina.

En ese momento tuve la terrible revelación de que estábamos volviendo a tu infancia, a una idealización de tu infancia que muy bien podría acarrearnos, como tus fantasías sobre los Estados Unidos, tremendos desengaños. No hay causa más perdida que una batalla con lo imaginario.

—¡Pero me encanta Nueva York!

Mi frase debió de sonar como una de esas pegatinas que la gente pone en sus coches.

—Es una ciudad sucia, llena de microbios, y el sistema inmunitario de los niños no se desarrolla por completo hasta después de cumplir los siete años. Y, además, estamos en condiciones de mudarnos adonde haya buenas escuelas.

—Nueva York tiene las mejores escuelas privadas del país.

—Las escuelas privadas de Nueva York son terriblemente elitistas y despiadadas. Los chicos de esta ciudad empiezan a preocuparse por si podrán ir a Harvard a los seis años.

—¿Y qué tienes que decir del pequeño inconveniente de que tu mujer no tiene ningún deseo de irse a vivir a las afueras?

—Que te has pasado veinte años haciendo lo que querías. Y yo también. Además, ¿no decías que deseabas invertir nuestro dinero en algo que realmente valiera la pena? Ahora se nos presenta la oportunidad. Deberíamos comprar una casa. Con mucho terreno y un columpio en el jardín.

—Mi madre no tomó nunca una decisión importante basándose sólo en lo que parecía bueno para mí.

—Tu madre se ha encerrado en un armario durante cuarenta años. Tu madre está mal de la cabeza. Difícilmente puede ser tomada como modelo…

—Quiero decir que, cuando era niña, los padres llevaban la voz cantante. Y, ahora que soy madre, parece que la lleven los críos. Y que tengamos que bailar a su aire. No puedo creerlo —dije al tiempo que me dejaba caer en el sofá—. Yo quiero ir a África, y tú quieres ir a Nueva Jersey.

—¿Qué es eso de ir a África? ¿Por qué lo sacas a relucir ahora?

—Hemos decidido seguir adelante con la guía AWAP de África. The Lonely Planet y The Rough Guide comienzan a hacernos una competencia terrible en Europa.

—¿Y qué tiene que ver contigo esa nueva edición?

—Es un gran continente. Alguien tiene que hacer un estudio preliminar de los países.

—Pues que se ocupe de hacerlo alguien que no seas tú. Aún no lo comprendes, ¿verdad? Tal vez hayas cometido el error de concebir la maternidad como «un país más». Pero no se trata de unas vacaciones en ultramar. Es mucho más serio…

—¡Estamos hablando de vidas humanas, Jim!

La alusión cinematográfica ni siquiera te hizo sonreír.

—¿Cómo te sentirías si metiera una mano por la rejilla y el ascensor se la arrancara?, ¿si tuviera asma a causa de la contaminación atmosférica? ¿O si un secuestrador se lo llevara de tu carrito de la compra?

—Di la verdad: quieres comprar una casa —contraataqué—. Quieres tener un jardín. Tienes una estúpida visión romántica del Reino de Papá, y quieres entrenar a un equipo de béisbol de la liga infantil.

—Escúchame bien —me replicaste al tiempo que te erguías, victorioso, de la mesa donde acababas de cambiar a Kevin; como ya llevaba los pañales limpios, lo apoyaste en tu cadera—: Nosotros somos dos, y tú sólo una.

Era una desventaja a la que estaba condenada a enfrentarme repetidamente.

Eva