18 DE DICIEMBRE DE 2000

Querido Franklin,

Anoche tuvimos la fiesta de Navidad los de la oficina, una celebración complicada cuando intervienen en ella seis personas que hasta hace poco se despellejaban mutuamente. No tenemos mucho en común, pero, en general, disfruto con su compañía, más que por las confidencias que nos hacemos mientras nos comemos el bocadillo, por las informaciones que nos pasamos a diario acerca de ofertas de viajes a las Bahamas. (A veces me siento tan agradecida por esa charla de reservas de vuelos, que incluso me entran ganas de llorar). Y, por otra parte, la mera yuxtaposición de cuerpos calientes proporciona el más profundo de los consuelos animales.

La directora fue muy amable al emplearme. Como a causa de aquel jueves resultaron heridas tantas personas de este barrio, Wanda temía al principio que la gente no entrara en su agencia por puro miedo a recordarlo. Pero, para ser justa con nuestros vecinos, cuando un cliente me reconoce, lo que suele dedicarme son cálidas palabras de agradecimiento por el servicio que le he prestado. Son mis compañeros los que se sienten decepcionados por mi compañía. Debían de pensar que el trato con una celebridad —por así decirlo— les conferiría cierta distinción y les proporcionaría sorprendentes y turbadoras historias con las que animar sus conversaciones. Pero nuestra relación es demasiado superficial, y dudo que pudieran impresionar con ella a sus amistades. La mayoría de las historias que les explico son de lo más vulgar. Sólo hay una que deseen oír realmente, y ya la conocen, por activa y por pasiva, desde antes que me incorporara a la empresa.

Supongo que Wanda, una divorciada de anchas caderas y con una risa que parece un rebuzno, debía de esperar que no tardaríamos en hacernos amigas. Para cuando acabamos nuestro primer almuerzo juntas, ya me había contado que su ex marido tenía erecciones cuando la veía mear, que acababan de operarla de almorranas y que hasta los treinta y seis años, cuando casi la pilla un guardia de seguridad de Saks, no podía resistirse al impulso de robar algo siempre que entraba en unos grandes almacenes. Le pagué sus confidencias con la revelación de que, tras seis meses de vivir en mi diminuto dúplex, me había decidido a comprar unas cortinas. Noté que se sentía un tanto estafada. No es extraño, ¿verdad?

Resulta que esta noche Wanda me ha arrinconado junto al fax. No quería entrometerse, pero ¿he buscado «ayuda»? Comprendí lo que quería decir, por supuesto. El instituto de Gladstone ofrece atención psicológica gratuita a todo el alumnado del centro, e incluso algunos de los matriculados este curso, que, evidentemente, no estaban allí en 1999, aseguran sentirse traumatizados y necesitar tumbarse en el diván del psiquiatra. No quería que mi actitud le pareciera hostil, y por eso opté por decirle, con toda sinceridad, que no podía concebir que el mero hecho de contarle mis problemas a un desconocido me los aliviara un ápice, y que, seguramente, recurrir al psiquiatra era el refugio lógico de aquellos cuyos problemas eran meras imaginaciones efímeras y no hechos realmente ocurridos. Alegué también que mis experiencias con los profesionales de la salud mental habían sido más bien amargas, y preferí callar que los fallos que habían tenido al tratar a mi hijo habían merecido titulares en los periódicos de costa a costa del país. Te diré más, ni tan sólo me pareció prudente confiarle que, hasta ahora, la única «ayuda» que he encontrado ha sido escribirte, Franklin. Porque algo me dice que estas cartas no figuran en la lista de las terapias prescritas, ya que formas parte del mismísimo núcleo central de las cosas que necesito «dejar atrás» para poder vivir la experiencia del «pase». ¡Qué horrible perspectiva!

Incluso si me remonto a 1983, ya me asombraba que se diera por sentado que una etiqueta psiquiátrica como depresión posparto había de tener efectos consoladores. Nuestros compatriotas parecen dar gran importancia al hecho de etiquetar sus dolencias. Presumiblemente, una dolencia lo bastante común para merecer un nombre implica que no la padeces tú solo, y te ofrece opciones como chatear por Internet o el apoyo de grupos de ayuda para entonar rapsódicas lamentaciones colectivas. Esa compulsión a unirse al coro de las lamentaciones se ha infiltrado incluso en la jerga coloquial norteamericana. No recuerdo cuándo fue la última vez que alguien me dijo que «le costaba mucho despertarse». Ahora, cualquiera que se encuentre en esa situación te dirá que no es un tipo diurno. A todos esos compañeros de fatigas que necesitan atiborrarse de grandes tazas de café al levantarse, seguramente les resultará consolador saber que no tengo la más mínima inclinación a saltar de la cama para irme a correr quince kilómetros.

Es posible que hubiera podido modificar mis inclinaciones innatas para incluir en ellas la esperanza, nada irracional por otra parte, de que, cuando me quedara embarazada, sentiría algo; algo agradable, incluso. Pero hubiera tenido que cambiar demasiado. Nunca me ha gustado ni pizca ser como los demás. Y, aunque la doctora Rhinestein me brindó lo de la depresión posparto como si se tratara de un regalo, convencida, al parecer, de que el mero hecho de que te digan que eres una desgraciada ha de animarte, yo no pago a los profesionales para que me vengan con obviedades, con simples descripciones. Aquello, más que un diagnóstico, era una mera tautología: me sentía deprimida después de nacer Kevin porque su nacimiento me había deprimido. ¡Gracias por tan brillante explicación!

Pero también me advirtió de que el desinterés de Kevin por mi pecho, si persistía, podría provocarme sentimientos de rechazo hacia él. Aquello hizo que me sonrojara. Encontraba embarazoso que pensara que pudieran afectarme tanto las confusas predilecciones de un recién nacido.

Pero ni que decir tiene que tenía razón. Al principio, pensé que hacía algo mal; por ejemplo, que no guiaba bien su boca. Pero no: le ponía el pezón entre los labios —¿dónde, si no?—, y él chupaba una o dos veces y luego apartaba la cabeza mientras un hilillo azulado de leche resbalaba por su mejilla. Tosía y, aunque tal vez fueran imaginaciones mías, parecía sentir náuseas. Fui corriendo a ver a la doctora Rhinestein, y me dijo, lisa y llanamente, que era algo que «sucedía a veces». ¡Dios mío, Franklin, la de cosas que descubres que suceden a veces cuando te conviertes en madre! Me sentía angustiada. En su despacho tenía montones de folletos acerca de cómo actuar para que el sistema inmunitario del bebé fuera formándose poco a poco. Lo intenté todo. Dejé de beber. Eliminé de mi dieta los productos lácteos. Con un tremendo sacrificio, renuncié a las cebollas, el ajo y los chiles. Suprimí carnes y pescados. Empecé a hacer un régimen libre de gluten, lo que me dejó con poco más que un bol de arroz y una ensalada sin aliñar.

El resultado fue que me moría de hambre mientras Kevin seguía alimentándose con biberones calentados en el microondas, que sólo tomaba si se los dabas tú. Ni siquiera aceptaba mi leche en biberón: apartaba la cabeza sin darle ni una chupada. La olía. Y olía a mí. Sin embargo, las pruebas demostraron que no padecía ninguna alergia, al menos en el sentido médico del término. Entretanto, mis pechos, antes tan bien formados, estaban ahora hinchados y doloridos, y perdían leche. La doctora se oponía tajantemente a medicarme para que se me retirara la leche, pues decía que, a veces, aquella aversión —es la palabra que empleaba, Franklin, aversión— cesaba espontáneamente. Era un procedimiento tan incómodo y doloroso, que nunca le cogí el tranquillo al sacaleche, aunque fue muy amable por tu parte comprarme uno como los que usan en los hospitales. Por otra parte, llegué a aborrecerlo, pues no era más que un frío sucedáneo de plástico de los cálidos labios de un niño. Suspiraba por darle la leche de la más pura bondad humana, y él no la quería; o, por lo menos, no la quería de mí.

No debí tomármelo como una cuestión personal, pero no pude evitarlo. Más que rechazar la leche de su madre, rechazaba a ésta. De hecho, llegué a convencerme de que la niñita de nuestros ojos me había visto el plumero. Los niños pequeños son muy intuitivos; en realidad, todo lo que tienen son intuiciones. Estaba convencida de que Kevin detectaba cierta rigidez en mis brazos cuando lo cogían, de que notaba un tono de exasperación en mi voz cuando le hablaba y le susurraba, de que se daba cuenta de que mi voz y mis susurros no eran naturales, de que su precoz oído descubría un compulsivo e insidioso sarcasmo en el torrente de bobadas con que intentaba aplacarlo. Más aún, puesto que había leído —perdona, fuiste tú quien lo leyó— que era importante sonreír a los niños para provocar de ellos la sonrisa como respuesta, le sonreía sin parar, le sonreía hasta que me dolía la cara; pero estaba segura de que, cuando tenía la cara dolorida, él también lo notaba. Y de que, cada vez que me forzaba a sonreírle, intuía que no lo hacía espontáneamente, y por eso nunca me devolvía la sonrisa. Aunque no hubiera visto muchas sonrisas en su vida, conocía las tuyas, y, por comparación, sabía que las de su madre no eran sinceras. Mis labios se curvaban falsamente, y su curvatura desaparecía con reveladora rapidez en cuanto daba media vuelta y me alejaba de su cuna. ¿Fue entonces cuando Kevin aprendió a sonreír tal como lo hace ahora? En el reformatorio me dedica sonrisas de títere, como si tiraran con hilos de sus labios.

Sé que no me creerás, pero te aseguro que intenté con todas mis fuerzas crear una intensa relación afectiva con mi hijo. Pero mis sentimientos —hacia ti, por ejemplo— nunca habían sido para mí un ejercicio que estuviera obligada a ensayar una y otra vez igual que las escalas de un piano. Cuanto más esforzadamente lo intentaba, más convencida estaba que tanto esfuerzo era una abominación. Sin duda, toda aquella ternura, que, en último extremo, imitaba simplemente como una mona, hubiera debido llamar a la puerta sin que nadie la invitara. De ahí que, además de deprimirme Kevin, y el hecho de que tu afecto se alejara cada vez más de mí, también me deprimiera lo que consideraba mis fallos. Era culpable de malversación emocional.

Pero Kevin me deprimía, y mucho. Observa que digo Kevin, y no el bebé. Desde el principio, ese niño fue un individuo singular para mí. Mientras que tú solías preguntarme ¿Cómo está el pequeño?, o ¿Cómo está mi niño?, o ¿Dónde está el bebé?, para mí nunca fue «el bebé». Era un individuo singular, y notablemente astuto, por cierto, que había venido para quedarse con nosotros y tenía la característica de ser muy pequeño. Para ti era «nuestro hijo» o —una vez empezaste a dejarme por imposible— «mi hijo». Había un persistente carácter genérico en tu adoración, y estoy segura de que él lo notaba.

Antes de que te enfades conmigo, añadiré que no te lo digo como crítica. Debía de tratarse sólo de una exagerada devoción por algo que, de hecho, no es más que una abstracción —los propios hijos, sin importar cómo se comporten—, la cual puede ser mucho más intensa que la que te inspiran en cuanto personas concretas, difíciles, y, en consecuencia, es capaz de mantener tu devoción por ellos aunque te decepcionen como individuos. En cambio, es posible que yo fuera incapaz de desarrollar esa especial devoción por los niños como teoría, y, por lo tanto, no pude recurrir a ella cuando, finalmente, Kevin puso a prueba mis lazos maternales, llevándolos hasta su límite matemático, aquel jueves. Nunca votaba a partidos, sino a candidatos. Mis opiniones eran tan ecuménicas como mi despensa, atestada entonces de salsa verde de Ciudad de México, anchoas de la Costa Brava, hojas de lima de Bangkok. Aceptaba el aborto, pero me horrorizaba la pena capital, lo que significaba, supongo, que para mí sólo era sagrada la vida de los adultos. Mis hábitos medioambientales eran caprichosos: metí un ladrillo en la cisterna de nuestro inodoro para ahorrar agua en las descargas, pero, después de recibir docenas de duchas miserables —que parecían poco más que un escupitajo lanzado al aire— a causa de la ridícula presión que parece caracterizar a la fontanería europea, disfrutaba durante media hora bajo un diluvio de agua casi hirviendo. Mi armario rebosaba de saris indios, faldas estampadas de Ghana y au dais vietnamitas. Mi vocabulario estaba salpicado de extranjerismos: gemütlich, scusa, hugge, mzungu. Mezclaba todas las cosas imaginables, y a todas les daba idéntica importancia, por lo que a veces me decías, inquieto, que no era capaz de comprometerme con nada ni con ningún lugar, aunque en eso estabas equivocado; lo que pasaba era algo muy sencillo: que mis compromisos eran al mismo tiempo muy amplios y vulgarmente concretos.

Por esa misma razón no podía querer a cualquier niño; tendría que ser uno determinado. Me conectaban al mundo multitud de bramantes, y a ti, en cambio, unas pocas cuerdas, pero muy gruesas. Y lo mismo ocurría con el patriotismo: la idea de los Estados Unidos te entusiasmaba mucho más que el país en sí, y gracias a tu adhesión al sueño americano podías pasar por alto el hecho de que muchos padres tan americanos como tú estuvieran dispuestos a hacer cola toda la noche en el exterior de unos grandes almacenes de juguetes de la Séptima Avenida con termos de sopa caliente para poder adquirir una remesa limitada de consolas Nintendo. Porque en lo particular reside lo vulgar.

Y en lo conceptual, lo grandioso, lo trascendente, lo perenne. Los países de la tierra y los chiquillos malos pueden irse al infierno, pero los países y los hijos idealizados triunfarán eternamente. Aunque ni tú ni yo íbamos nunca a la iglesia, llegué a la conclusión de que eras una persona religiosa por naturaleza.

Al final, una mastitis puso fin a mi desesperada búsqueda del alimento que tal vez alejara a Kevin de mi leche. Es posible que una nutrición deficiente hubiera contribuido a que la contrajera. Eso y el pasarme horas pugnando para conseguir que aceptara mi pecho, lo cual pudo lacerarme los pezones lo suficiente para que su boca me trasmitiera una infección. Porque, aunque desdeñara el alimento que podía ofrecerle, era capaz de infectarme, como si ya en los inicios de su existencia fuera el más avieso de los dos.

Puesto que la primera manifestación de la mastitis es la fatiga, no es de extrañar que sus más tempranos síntomas me pasaran inadvertidos. Kevin llevaba semanas agotándome. Apuesto a que aún no me crees cuando te hablo de sus accesos de malhumor, aunque un berrinche que dura siete u ocho horas más parece un estado habitual que un simple acceso. Los momentos de tranquilidad que tú presenciabas eran las excepciones que confirman la regla. Nuestro hijo tenía accesos de tranquilidad. Sé que esto puede sonar a disparate, pero la persistencia con la que berreaba con precoz fuerza de voluntad mientras estábamos los dos solos, y la brusquedad con la que se calmaba —tenía la sensación de que habían apagado una radio en la que sonaba música heavy metal, toda pastilla— apenas llegabas a casa…, bueno, parecía algo deliberado. Y mientras el silencio resonaba aún en mis oídos, te inclinabas sobre nuestro dormido angelito, que acababa de empezar a reponerse de sus olímpicos esfuerzos del día, desconocidos para ti. Aunque nunca deseé que sufrieras unos lacerantes dolores de cabeza, como yo, me resultaba insoportable la sutil desconfianza que empezaba a establecerse entre nosotros a causa de que tus experiencias con nuestro hijo no coincidían con las mías. A veces he acariciado la falsa ilusión retrospectiva de que, desde la cuna, Kevin aprendió a dividir y conquistar, y nos manipulaba mostrándonos unos temperamentos tan opuestos a fin de enfrentarnos. Los rasgos de Kevin manifestaban una agudeza inusual en un bebé, en tanto que los míos aún mostraban la crédula redondez de los de una muñeca, como si en el útero hubiera chupado, igual que una sanguijuela, toda mi astucia.

Cuando no tenía hijos, percibía muy pocos matices en el llanto de los bebés. Era fuerte; no era tan fuerte. Pero la maternidad desarrolló mi oído. Hay, para empezar, el vagido de una necesidad inarticulada, que es, de hecho, el primer tanteo del niño en pos del lenguaje, en busca de sonidos que significan mojado, o teta, o imperdible. Hay el llanto de terror, de miedo a que no haya nadie allí y lo dejen solo para siempre. Hay el lánguido uá, uá, que recuerda la llamada del almuédano a la oración en el Oriente Medio o un canto improvisado; se trata de un llanto creativo, divertido, propio de bebés que no se sienten especialmente infelices, pero que no se han dado cuenta de que preferimos que el lloro quede reservado para las situaciones aflictivas. Quizás el más triste de todos sea el llanto reprimido, el habitual lloriqueo de un bebé que puede que no se sienta completamente desgraciado, pero que, a causa del abandono, o por pura premonición, no espera que las cosas cambien, y se ha hecho ya a la idea de que vivir es sufrir.

Bueno, me imagino que hay tantas razones para que lloren los recién nacidos como para que lo hagan los niños más crecidos; pero Kevin no practicaba ninguna de las modalidades lacrimosas estándar. Sin duda, después que llegabas a casa, en ocasiones armaba cierto alboroto, igual que un bebé normal que quisiera que lo alimentaran o lo cambiaran; tú, entonces, te ocupabas de hacerlo, y se calmaba. Luego me mirabas, como diciéndome: ¿Lo ves? ¡Con qué gusto te habría atizado un sopapo!

Pero en cuanto te marchabas y volvíamos a quedarnos solos, ya no había forma de que se dejara comprar por algo tan trivial y transitorio como un poco de leche o unos pañales secos. Si era el temor a que lo abandonaran lo que contribuía a elevar los decibelios de su lloro hasta un nivel que rivalizaba con el de una sierra industrial, su sensación de haber sido abandonado revelaba una pureza existencial pasmosa; no era algo que pudiera aplacar la presencia de aquella vaca ojerosa que tenía una secreción blanca de olor nauseabundo. No discernía en su llanto la queja del que pide ayuda, ni el grito agudo de la desesperación, ni siquiera el gorjeo de un temor innominado. Kevin iba alzando su voz igual que si empuñara un arma, y sus berridos azotaban las paredes de nuestro loft con la misma fuerza con la que los golpes de un bate de béisbol habrían abollado la marquesina de una parada de autobús. De manera concertada con su llanto, sus puños trataban de golpear el móvil que colgaba encima de su cuna mientras sus pies pateaban la mantita que lo cubría; a veces, después de acariciarlo, darle unas palmaditas y cambiarlo, daba un paso atrás y me quedaba contemplándolo, maravillada ante aquella exhibición atlética. Y una cosa era evidente: lo que hacía funcionar aquel motor de combustión interna tan fuera de lo común era el combustible destilado e infinitamente renovable de la cólera.

Pero ¿cuál era su causa? Buena pregunta.

Estaba seco, había comido, había dormido. Había probado alternativamente a ponerle la mantita y a quitársela, pero no tenía ni frío ni calor. Había dejado escapar su pequeño eructo reglamentario, y yo tenía la instintiva convicción de que no le dolía la tripa. Kevin no lloraba de dolor, sino de ira. Tenía juguetes danzando sobre su cabeza y blandos cubos de caucho dentro de la cuna. Su madre había decidido dejar de trabajar durante seis meses para poder estar todo el día a su lado, y le dolían los brazos de tanto cogerlo; nadie podía decir que no lo cuidaran. Como dieciséis años más adelante se complacerían en repetir los periódicos, Kevin lo tenía todo.

Tengo la teoría de que es posible ordenar a la mayoría de las personas en una escala de acuerdo con un parámetro fundamental: su grado de satisfacción por encontrarse aquí, por el mero hecho de estar vivas, y que su posición en esa escala se correlaciona con todos sus restantes atributos. Creo que Kevin odiaba estar vivo. Creo que ni siquiera cabía en esa escala de tanto como aborrecía encontrarse aquí. Puede, incluso, que conservara algún resto de memoria espiritual anterior a su concepción, y que añorara mucho más aquel glorioso estado de inexistencia que el paso por mi vientre. Kevin parecía indignado porque nadie le preguntó si le apetecía encontrarse de repente en una cuna, en la que no había nada en absoluto que lo interesara, mientras el tiempo pasaba y pasaba. Era uno de los bebés menos curiosos que he visto en mi vida, y el recuerdo de cómo eran los otros que han compartido con él esa cualidad negativa me da escalofríos.

Una tarde empecé a sentirme más agotada de lo normal, y, de vez en cuando, sentía leves mareos. Desde hacía días me aquejaba una extraña sensación de frío; estábamos a finales de mayo, y en la calle los neoyorquinos iban ya con pantalones cortos. Kevin había dado un recital de virtuosismo. Tumbada en el sofá y envuelta en una manta, reflexioné, llena de irritación, sobre el hecho de que habías aceptado más trabajo que nunca. No podía menos que reconocer, no obstante, que trabajabas por tu cuenta y no te convenía que tus clientes se buscaran otro localizador de exteriores, mientras que mi empresa podía ser dejada en manos de mis subordinados sin que se hundiera por ello. Pero, en resumidas cuentas, eso significaba que yo tenía que bregar todo el día con una situación infernal en un piso que se me caía encima mientras tú te marchabas tranquilamente con tu camioneta azul celeste a descubrir campos con vacas del color adecuado. Sospechaba que, de haber sido la contraria nuestra situación —es decir, que tú hubieras sido el dueño de una empresa en rápida expansión y yo una localizadora de exteriores que trabajara por su cuenta—, se habría esperado de Eva que se deshiciera inmediatamente de aquel trabajo igual que si hubiera sido una patata caliente.

Cuando oí los crujidos y chasquidos del ascensor, acababa de notar que una pequeña zona de mi pecho derecho tenía un color rojo brillante y estaba suave y extrañamente tensa, a juego con otra zona más amplia aún en mi pecho izquierdo. Abriste la puerta de rejilla del ascensor y te fuiste derecho a la cuna. Me alegraba que te mostraras tan atento como padre, pero, de los otros dos moradores de nuestro loft, tu mujer era la única capaz de valorar el significado de la palabra ¡Hola!

—No lo despiertes, por favor —te susurré—. Acaba de quedarse rendido hace veinte minutos, y hoy ha berreado como nunca. Dudo incluso de que se haya dormido. Para mí que está, simplemente, agotado.

—Muy bien, ¿ha comido?

Sin hacer caso de mis súplicas, ya te lo habías subido al hombro y le estabas haciendo carantoñas. El rostro de Kevin parecía dormido y traslucía una engañosa sensación de contento. Tal vez soñaba con volver a la nada.

—Sí, Franklin —respondí mientras hacía un tremendo esfuerzo para controlarme—. Después de pasarme cuatro o cinco horas escuchando cómo atronaba la casa, pensé también en eso… Pero ¿por qué enciendes el horno?

—El microondas destruye los nutrientes.

A la hora del almuerzo, en algún McDonald’s, te dedicabas a leer libros de puericultura.

—No es tan fácil imaginar lo que necesita y no puede pedir. La mayoría de las veces, ni siquiera él sabe lo que quiere. —Capté tu mirada. Habías puesto los ojos en blanco, como diciendo «¡Oh, no, otra vez no!»—. Crees que exagero.

—No he dicho eso.

—Piensas que, simplemente, se queja. Que refunfuña a veces porque tiene hambre…

—Escucha, Eva. Sin duda, a veces tiene un poco de mal genio…

—¿Lo ves? ¡Un poco de mal genio! —Me dirigí a la cocina envuelta en la manta—. ¡No me crees!

Había comenzado a sentir un sudor frío, y no sabía si mi rostro estaba congestionado o muy pálido. Me dolían las plantas de los pies al andar, y cada paso que daba iba acompañado de una punzada de dolor que me subía como un escalofrío hasta el brazo izquierdo.

—Me parece correcta tu percepción de lo difícil que es criar a un hijo. Pero ¿qué esperabas? ¿Que fuera tan sencillo como dar un paseo por el parque?

—No pensaba que fuera un paseo apacible, pero esto es como si te asaltaran y te apalearan en el parque.

—Bueno, también es hijo mío. Y lo veo, como tú, cada día. A veces llora un poco. ¿Y qué? Me preocuparía más que no lo hiciera.

Por lo visto, mi testimonio era tendencioso. Tendría que aportar otros testigos.

—¿Sabías que John, el del piso de abajo, se está planteando mudarse?

—John es marica, y a ésos no les gustan los críos. Empiezo a pensar que todo el país está en contra de los niños. —Semejante severidad no era propia de ti, aunque, por una vez, estabas hablando del país real, no de aquella especie de Valhalla tachonado de estrellas que llevabas dentro de la cabeza—. ¿Lo ves? —Kevin se había incorporado sobre tu hombro y se había amorrado apaciblemente al biberón sin abrir los ojos siquiera—. Siento llevarte la contraria, Eva, pero me parece que es un trozo de pan la mayor parte del tiempo.

—¡Ahora no es un trozo de pan, está agotado! Y yo también. Me encuentro débil, no estoy nada bien. Siento mareos. Y escalofríos. Creo que tengo fiebre.

—Bueno, es una lástima —comentaste por pura cortesía—. Descansa un rato, entonces. Yo haré la cena.

Te miré fijamente. ¡Aquella frialdad era impropia de ti! Se suponía que yo minimizaría mis dolencias, y que tú les darías importancia. Para forzarte a recuperar tu antigua solicitud, te quité el biberón de la mano y la llevé a mi frente.

—Sí, la tienes caliente —dijiste, y la retiraste inmediatamente.

Ya no pude resistir más. Me dolía la piel donde la rozaba la manta. Así que volví al sofá y me tendí de nuevo en él, un tanto aturdida por la revelación que acababa de tener: estabas enfadado conmigo. La paternidad no te había decepcionado, pero yo sí. Pensabas que te habías casado con una mujer fuerte, y, en realidad, era una quejica, de la misma malhumorada calaña que aquellas a las que yo tildaba de pertenecer a la América sobrealimentada y descontentadiza, para quienes un trabajo tan leve como ir a recoger un paquete a la agencia, por no haber estado en casa las tres veces que el mensajero se lo fue a entregar, constituye un estrés intolerable, para recuperarse del cual necesitan caras terapias y costosos medicamentos. Incluso me creías vagamente responsable de que Kevin rechazara mi pecho. Te había negado el tradicional cuadro maternal, esa reconfortante escena matutina dominical que el marido contempla incorporado a medias entre las sábanas mientras sostiene una tostada con mantequilla: su hijo mama, y de los ubérrimos pechos de su radiante esposa mana a raudales la blanca leche, que gotea sobre la almohada; al cabo, el feliz padre no puede menos que saltar de la cama para ir en busca de la cámara fotográfica.

Pienso ahora que hasta entonces había disfrazado con brillantez mis verdaderos sentimientos acerca de la maternidad, y que ello me había llevado incluso a olvidarme de mí; muchas de las mentiras matrimoniales consisten, simplemente, en no decir nada. Me había abstenido de presentarme en la mesa de la cocina a la hora del desayuno blandiendo el obvio diagnóstico de depresión posparto como si se tratara de un trofeo que hubiera conquistado, y había guardado para mí esa acreditación formal. Mientras tanto, me había llevado a casa montones de trabajo de mi editorial, aunque apenas había conseguido revisar unas pocas páginas; comía mal, dormía mal y me duchaba, como mucho, cada tres días; no veía a nadie, y rara vez salía de casa, porque los berrinches de Kevin, en público, no eran un espectáculo social-mente aceptable; y a diario me enfrentaba a purpúreos accesos de insaciable furia cada vez que ensayaba mi papel llena de embotada incomprensión: Se supone que debo sentirme contenta.

—Si no puedes con todo, recuerda que no nos falta dinero —me dijiste. Te habías inclinado sobre el sofá en el que estaba tumbada con tu hijo en brazos, y me recordaste a aquellos altos y fuertes campesinos, ejemplo de dedicación a la familia y a la maternidad, que a menudo aparecen en los murales soviéticos—. Podríamos contratar a una chica.

—Oh, ahora que me acuerdo —murmuré—. Me han llamado de la oficina. Vamos a estudiar si hacemos una edición africana. AFRIWAP. Hay bastante demanda. Parece una buena idea.

—No he querido decir —me interrumpiste con tu voz profunda y cálida, que resonó en mi oreja— que otra mujer podría encargarse de criar a nuestro hijo mientras tú estás cazando pitones en el Congo Belga.

—Zaire —te corregí.

—Estamos los dos juntos en esto, Eva.

—Entonces, ¿por qué parece que eres siempre de su opinión?

—¡Sólo tiene siete semanas! ¡Aún no es lo bastante mayor para tener opiniones!

Me levanté haciendo un esfuerzo. Me lagrimeaban los ojos, aunque tal vez pensaras que lloraba como una quejica. Me dirigí al baño dando traspiés, más que porque necesitara el termómetro, para subrayar que no te habías ofrecido a ir a buscármelo. Y, cuando volví con el tubito de vidrio asomando en mi boca, ¿fueron imaginaciones mías, o habías vuelto a poner los ojos en blanco?

Traté de leer el termómetro a la luz de una lámpara.

—Toma, léelo tú. Lo veo todo borroso.

Con aire ausente, acercaste el termómetro a la luz.

—¿Qué has hecho, Eva? Debes de haberlo acercado a la bombilla, o algo así.

Sacudiste el termómetro para bajarlo, me lo metiste de nuevo en la boca y te fuiste a cambiarle los pañales a Kevin.

Al rato, me deslicé hasta la mesa donde lo cambiabas y te entregué el termómetro para que lo leyeras. Lo hiciste, y me atravesaste con una mirada asesina.

—No tiene ninguna gracia, Eva.

—¿Qué quieres decir?

Esta vez lloraba de veras.

—Que has calentado el termómetro. Es una broma tonta.

—No lo he calentado. Lo he tenido, simplemente, bajo la lengua…

—¡Diablos, Eva! ¡Marca casi cuarenta!

—¡Oh!

Nos miraste, a mí y a Kevin, indeciso por una vez entre dos lealtades. Te apresuraste a levantarlo de la mesa, y lo metiste en la cuna con tan pocos miramientos, que olvidó su estricta programación teatral y volvió a lanzar aquellos agudos aullidos diurnos con los que parecía querer manifestar su odio al mundo entero. Con aquella virilidad que siempre adoré en ti, lo ignoraste.

—¡Cuánto lo siento! —Bruscamente, me cogiste en brazos y me depositaste de nuevo en el sofá—. Estás enferma de verdad. Tenemos que llamar a la doctora Rhinestein y llevarte al hospital enseguida.

Me sentía adormilada, sin fuerzas. Pero recuerdo haber pensado que la cosa había durado demasiado. Y que me pregunté si, de haber marcado el termómetro treinta y ocho y medio, tendría un trapo empapado en agua fría en la frente, un vaso de agua y tres aspirinas a mi lado, y a la doctora Rhinestein al teléfono.

Eva