13 DE DICIEMBRE DE 2000

Querido Franklin,

Esta mañana, al llegar a la oficina, no pude menos que intuir, a causa del evidente mal humor de los demócratas, que el «caso Florida» había acabado. El aire de derrota en ambos campos me recuerda la depresión posparto.

Pero, por muy desolados que estén mis compañeros de trabajo, sin importar su color político, por la conclusión de un rifirrafe tan estimulante, yo lo estoy aún más, pues ni siquiera puedo compartir la sensación de pérdida que los une. Corregida y aumentada, esta soledad mía debe de asemejarse a la que experimentó mi madre al final de la guerra, porque mi cumpleaños, el 15 de agosto, coincide con el Día de la Victoria contra el Japón, cuando Hirohíto difundió por la radio su mensaje de rendición. Por lo visto, las enfermeras estaban tan eufóricas, que ni siquiera se molestaron en comprobar la frecuencia de sus contracciones. Y, al escuchar el estampido de las botellas de champán que descorchaban, debió de sentir también la tristeza de la exclusión. Los maridos de muchas de aquellas enfermeras regresarían a casa, pero mi padre no volvió. Aunque el resto del país hubiera ganado la guerra, los Khatchadourian de Racine, Wisconsin, la habían perdido.

Más tarde, debió de sentirse igualmente ajena a los sentimientos que pretendía transmitir la empresa de tarjetas comerciales de felicitación en la que entró a trabajar (nada menos que Johnson Wax). Tiene que resultar extraño ensobrar felicitaciones para los aniversarios de los demás y no necesitar deslizar una en tu bolso cuando se acerca la fecha en tu propio hogar. No sé si debo alegrarme de que aquel trabajo le diera la idea de montar su propio negocio de tarjetas de felicitación hechas a mano, que le permitió retirarse para siempre a la Enderby Avenue. Pero sí diré que la tarjeta con la frase «En el nacimiento de tu primer hijo» que hizo ex profeso para mí —con capas de papel de seda en tonos degradados azules y verdes— era francamente preciosa.

De hecho, cuando se me despejó la cabeza en el Hospital Beth Israel, me acordé de mi madre y me sentí una ingrata. Mi padre no había podido apretar su mano como habías hecho conmigo. Y yo, a pesar de haber sentido el contacto de un marido vivo, reaccioné estrujándotela con todas mis fuerzas a fin de hacerte daño.

Aunque es bien sabido que las parturientas suelen mostrarse agresivas e insultantes, debo reconocer que me pasé de la raya al llegar la hora de la verdad, y lo lamento. Pero al punto me avergoncé y te besé. Eso ocurrió antes de que los médicos colocaran inmediatamente al recién nacido, aún cubierto de sangre, sobre el pecho de su madre, por lo que dispusimos de unos minutos mientras le ataban el cordón umbilical y lo lavaban. Estaba nerviosa, y no paraba de acariciar y apretar tu brazo y de apoyar mi frente en el suave hueco de tu codo. Aún no había tenido en brazos a nuestro hijo.

Pero no me libraría del anzuelo con tanta facilidad.

Hasta el 11 de abril de 1983 me había envanecido de ser una persona excepcional. Pero desde el nacimiento de Kevin estoy cada vez más convencida de que todos estamos cortados, más o menos, por un mismo patrón. (Por lo tanto, pensar que uno es algo fuera de lo común debe de ser más la regla que la excepción). Tenemos una idea clara de la actitud que se espera de nosotros en determinadas situaciones, así como de que, a veces, incluso se confía en que iremos más allá de lo que cabría esperar. Son verdaderas exigencias. Algunas resultan nimias: si nos dan una fiesta por sorpresa, nos mostraremos gratamente sorprendidos. Pero otras son importantes: si muere uno de nuestros padres, tendremos que sentir un gran pesar. Sin embargo, al mismo tiempo, puede embargarnos el íntimo temor de no estar a la altura de esas expectativas cuando llegue el momento decisivo. De que recibamos, por ejemplo, la fatal llamada telefónica que nos anuncia la muerte de nuestra madre y no sintamos nada. Me pregunto si ese silencioso e inexpresable temor no será más agudo aún que el miedo a que nos den una mala noticia, si lo que tememos de veras no será descubrir que somos unos monstruos. Puede que te parezca sorprendente, pero mientras duró nuestro matrimonio había una cosa que me daba un miedo terrible: que te sucediera algo irremediable y quedara destrozada. Pero ese miedo iba siempre acompañado por una extraña duda, por un temor subyacente, por así decirlo: ¿y si no era así?, ¿y si esa misma tarde cambiaba bruscamente de humor y me iba a jugar un partido de squash?

El hecho de que ese temor subyacente rara vez llegue a dominarnos por completo es consecuencia de una ciega confianza. Debemos tener fe en que, si lo impensable llega a suceder-nos, nuestra desesperación surgirá incontenible por sí misma, y en que el dolor no es una experiencia que necesitemos invocar ni un talento que debamos cultivar; lo mismo ocurre con esa alegría que se supone que debemos sentir en determinadas ocasiones.

Así pues, hasta la tragedia puede ir acompañada de una pizca de alivio. El descubrimiento de que el dolor que nos parte el corazón es realmente desgarrador trae consigo el consuelo de que pone de manifiesto nuestra humanidad (aunque, considerando cómo reacciona la gente, ésta es una palabra que casa mal con la compasión, o incluso con la capacidad emotiva). Por poner un ejemplo, Franklin, mira lo que me sucedió ayer: iba en coche al trabajo por la carretera 9W cuando un Fiesta giró a la derecha y le cerró el paso a una bicicleta que venía por el arcén. La portezuela del acompañante convirtió en un ocho la rueda delantera de la bici, y el ciclista saltó por encima del coche y aterrizó en una postura forzada, como si lo hubiera dibujado un estudiante de arte muy mediocre. Ya había pasado de largo, pero vi por el retrovisor que tres coches se detenían en el arcén a ayudar.

Parece perverso suponer que alguien pueda encontrar consuelo en semejante desgracia. Y no es probable que ninguno de los conductores que se bajaron de su vehículo para llamar al servicio de urgencias conociera personalmente al ciclista o tuviera un interés especial por su suerte. Aun así, se preocuparon lo bastante para arrostrar las posibles molestias de tener que comparecer como testigos ante un tribunal. En cuanto a mí, el drama me dejó físicamente deshecha: me temblaban las manos de tal modo que casi no podía dominar el volante, y era incapaz de cerrar la boca, por lo que se me secó. Pero, en lo más íntimo de mi ser, me sentí consolada. Todavía palidezco cuando veo sufrir a un desconocido.

Y, no obstante, sé muy bien qué es salirse del guión. ¿Una fiesta por sorpresa? Tiene gracia que se me haya ocurrido mencionar eso. La semana en que iba a cumplir diez años, noté que se preparaba algo. Había murmullos, me ordenaron no abrir determinado armario. Y, por si todo eso no fuera bastante insinuante, Giles canturreaba por lo bajinis: «¡Vas a llevarte una sorpresa!». Sabía muy bien qué día señalado caía a mediados de agosto, y cuanto más próximo estaba, más impaciente me sentía.

A primera hora de la tarde del día de mi cumpleaños, me dijeron que saliera al patio trasero.

«¡Sorpresa!». Y, cuando me invitaron a entrar, descubrí que, mientras intentaba atisbar a través de las cortinas corridas de la cocina, se habían introducido en la casa a escondidas cinco de mis amigas, que ahora estaban en la engalanada sala de estar en torno a una mesita de centro cubierta con un mantel de encaje de papel, sobre el cual estaban dispuestos platos de cartón de colores; junto a cada uno de ellos mi madre colocó una felicitación del mismo color que llevaba escrito el nombre de una invitada con su fluida caligrafía profesional. Había asimismo regalitos para todas, comprados en una tienda de chucherías: sombrillas de bambú en miniatura, matasuegras que se desenroscaban con un agudo silbido. La tarta de cumpleaños procedía de una pastelería, y mi madre había tirado un colorante rojo en la limonada, para darle un aspecto más festivo.

Sin duda, mi madre advirtió la expresión de desilusión de mi cara. ¡A los niños les cuesta tanto disimularla! Durante la fiesta me mostré desganada, lacónica. Abrí y cerré mi sombrilla y enseguida me cansé de ella, lo cual me extrañó incluso a mí: solía sentir muchísima envidia de las niñas que habían ido a fiestas a las que no me habían invitado y se presentaban en la escuela con aquellas minúsculas sombrillas de color rosa y azul, pero, no sé por qué, tuve una decepción al enterarme de que las vendían en paquetes de diez envueltas en plástico y estaban al alcance de cualquiera, incluso de nosotros; saberlo hizo perder todo el valor que hubieran podido tener aquellos regalitos. Además, dos de las invitadas no me caían demasiado bien; los padres no se enteran nunca de quiénes son tus verdaderos amigos. La tarta estaba cubierta de una capa de azúcar glasé que le daba el aspecto de uno de esos discos de plástico que se usan para jugar al hockey sobre hielo, y tenía un insulso sabor dulzón; los pasteles que hacía mi madre eran mucho mejores. Hubo más regalos de lo habitual, pero sólo recuerdo que todos me decepcionaron por completo. Y que tuve una premonitoria experiencia de la edad adulta, una clara sensación de «No hay salida» que no es habitual que tengan los niños: estábamos sentados en una habitación sin saber qué decir ni qué hacer. Lo cierto es que, en cuanto acabó la fiesta, con el suelo cubierto aún de migas y papeles de envolver, me eché a llorar.

Debe de parecer que era una niña consentida, pero no es así. Con anterioridad al décimo, mis cumpleaños se habían celebrado con sencillez. Al recordarlo, me siento, francamente, despreciable. Mi madre se había tomado un gran trabajo. Su negocio exigía mucho tiempo y le rendía muy poco. Dibujar una tarjeta le costaba más de una hora, y después la vendía por veinticinco centavos, un precio que a sus clientes a veces incluso les parecía excesivo. Dados los modestos medios de nuestra familia, el gasto había sido considerable. Debió de sentirse desconcertada por mi actitud, y, si hubiera sido de otra pasta, le habría propinado una buena azotaina a mi ingrato trasero. ¿Qué esperanzas acariciaba acerca de mi fiesta por sorpresa para que me hubiera defraudado tanto?

Ninguna. O, mejor dicho, ninguna en particular, ninguna que pudiera concretar. Ése era el problema. Había estado esperando algo grande y amorfo, algo tan maravilloso que ni siquiera podía imaginarlo. La fiesta que me dieron resultó absolutamente previsible. Pero, en realidad, aunque hubiera incluido un conjunto musical e ilusionistas, me habría dejado igualmente alicaída. Nada, por extravagante que hubiera sido, habría colmado mis expectativas, porque siempre habría sido algo finito y limitado, una cosa y no otra: habría sido sólo lo que era.

La cuestión es que no sé qué era exactamente lo que esperaba que ocurriera cuando tomara a Kevin por primera vez en brazos y lo estrechara contra mi pecho. No había previsto nada en concreto. Necesitaba lo que ni siquiera era capaz de imaginar. Ansiaba sentirme transformada; quería verme transportada. Que se abriera delante de mí una puerta y me mostrara un paisaje completamente nuevo cuya existencia hubiera desconocido hasta entonces. Necesitaba nada menos que una revelación, lo cual, como su propio nombre indica, es algo inesperado, porque promete una cosa que aún desconocemos. Pero si alguna lección saqué de la fiesta de mi décimo cumpleaños, es la de que las expectativas son peligrosas cuando son, a la vez, grandes e imprecisas.

Puede que haya dado aquí una falsa visión de mí. Por supuesto que la maternidad me inspiraba recelos. Pero las esperanzas que había puesto en ella eran grandes, pues de lo contrario no hubiera accedido a pasar por ese trance. Había seguido con avidez las explicaciones de mis amigas: No tienes idea de lo que es hasta que das a luz a tu propio hijo. Siempre que me atrevía a confesar que los bebés y los niños pequeños no me atraían especialmente, me decían: ¡A mí me ocurría lo mismo! ¡No aguantaba a los chicos de las demás! Pero es distinto…, totalmente distinto…, cuando se trata de tus propios hijos. Me encantaba esa perspectiva de otro mundo, de una tierra extraña en la que unas criaturas insolentes y traviesas se transformaran milagrosamente, como solías decir, en una respuesta a la «Gran Pregunta». Ahora que lo pienso, tal vez haya expresado mal mis sentimientos acerca de los países extranjeros. Estaba cansada de tanto viajar, sin duda, y también es cierto que tengo un temor hereditario a subirme a un avión. Pero pisar por primera vez Namibia, u Hong Kong, o incluso Luxemburgo, bastaba para que me sintiera elevarme por encima de las nubes como una cometa.

Nunca se me hubiera ocurrido pensar, me confió Brian, que uno pudiera enamorarse de sus propios hijos. No es que los quieras, es que te enamoras de ellos. Y el momento en que los ves por primera vez es indescriptible. ¡Ojalá lo hubiera descrito, sin embargo! ¡Ojalá lo hubiera intentado!

La doctora Rhinestein suspendió a la criatura encima de mi pecho y después la depositó sobre él con —me alegró que por fin demostrara tenerla— concienzuda delicadeza. Kevin estaba húmedo, y había sangre en las arrugas de su cuello y de sus articulaciones. Lo rodeé, insegura, con las manos. La expresión de su rostro contorsionado era de disgusto. Tenía el cuerpo inerte, y, no sé por qué, pensé que aquella lasitud manifestaba falta de entusiasmo. Chupar es uno de nuestros pocos instintos innatos, pero cuando coloqué su boca en uno de mis hinchados pezones morenos, apartó la cabeza con desagrado.

Volví a intentarlo, y apartó la cabeza de nuevo; con el otro pezón ocurrió lo mismo. Yo esperaba conteniendo la respiración. Y seguí esperando. Pero si todo el mundo dice…, pensé. Y entonces tuve una idea reveladora: No te fíes de lo que «dice todo el mundo».

Me sentía… ausente, Franklin. No paraba de escudriñar los más íntimos recovecos de mi ser para ver si encontraba aquella emoción nueva e indescriptible, igual que si revolviera el cajón de los cubiertos buscando el pelador de patatas; pero, por más a conciencia que lo hiciera, por más que moviera de un lado para otro los cubiertos, no estaba allí. Sin embargo, el pelador de patatas siempre está en el cajón. Puede que debajo de la paleta, o escondido entre las hojas de la garantía del robot de cocina…

—¡Es precioso! —murmuré; todo lo que se me había ocurrido era una manida expresión televisiva.

—¿Puedo…? —me preguntaste tímidamente.

Levanté el bebé para ofrecértelo. Y el recién nacido Kevin, que hasta entonces había estado inquieto y retorciéndose sin parar para rechazar mi pecho, te pasó el brazo por el cuello, como si fuera consciente de haber encontrado a su verdadero protector. Y cuando me fijé en tu cara y vi que tenías los ojos cerrados y apretabas la mejilla contra tu pequeño, me dije, aunque parezca un tanto frívolo: «Franklin ha encontrado el pelador de patatas». ¡Lo encontraba tan injusto! Era evidente la emoción que te embargaba: se te había hecho un nudo en la garganta y mostrabas un embeleso imposible de describir. Era como verte lamer un cucurucho de helado que te hubieras negado a compartir conmigo.

Me incorporé y me lo devolviste a regañadientes, momento que aprovechó para ponerse a berrear. Mientras lo sostenía en brazos, siempre negándose a mamar, reviví aquella sensación de no saber qué hacer de la fiesta de mi décimo cumpleaños. Estábamos los tres en la habitación, y no parecía que tuviéramos nada que decir ni que hacer. Pasaban los minutos. Kevin, o bien berreaba hasta agotarse, o bien se quedaba inmóvil, o bien se contorsionaba lleno de irritación; y yo sentía las primeras punzadas de lo que, por horrible que suene, sólo puedo llamar aburrimiento.

¡Oh, no, por favor! Ya sé lo que me dirías. Que estaba agotada. Que el parto había durado treinta y siete horas. Que era absurdo suponer que pudiera sentirme de otro modo que no fuera cansada y aturdida. Que habría sido igual de absurdo mostrar una exagerada excitación: un bebé no es más que un bebé. Y, tal vez, se te ocurriría recordarme la tonta anécdota que te conté a propósito de mi primer viaje a ultramar, cuando estaba en el penúltimo curso de la Universidad de Green Bay: al bajar del avión en Madrid, se me cayó el alma a los pies al ver que en España también había árboles. ¡Pues claro que en España hay árboles!, me respondiste burlón. Y me sentí avergonzada porque, aunque ya suponía que en España tenía que haber árboles, aquel cielo, y aquella tierra, y la gente que veía a mi alrededor, eran completamente distintos de lo que imaginaba. Años después aún recurrías a esa anécdota para subrayar que mis expectativas eran siempre ridículamente desmesuradas y que mi voraz afición por lo exótico era autodestructiva, ya que, si me sentía cómoda en lo que pertenecía a otro mundo, lo incorporaba al mío, y dejaba de tener importancia para mí.

Y, además, tratarías de engatusarme diciéndome que la idea de la paternidad no es algo que adquieras de golpe y porrazo. Que el hecho de tener un hijo —cuando hacía sólo unos instantes no tenías ninguno— era tan desconcertante que, probablemente, aún no lo había asumido por completo. Que estaba aturdida. Muy cierto. Eso era lo que pasaba. No había, por mi parte, falta de cariño ni dureza de corazón. Además, a veces, cuando escrutas tus sentimientos con un exceso de obsesiva atención, llega un momento en que se te escapan. Yo era tímida, y me esforzaba demasiado. Me había hundido en una especie de parálisis emocional. ¿Acaso no me daba cuenta de que aquellos arrebatos de apasionamiento eran cosa de fe? Mis esperanzas se habían debilitado porque permití que el temor que sentía en lo más íntimo de mi ser se apoderara temporalmente de la parte más noble de mí. Sólo necesitaba relajarme y dejar que la naturaleza siguiera su curso. Y, ¡por el amor de Dios!, descansar un poco. Sé que es lo que me habrías dicho, porque era lo que no paraba de decirme. Pero me era imposible creérmelo, pues, desde un principio, estaba convencida de que todo iba a salir mal, de que no seguía el programa previsto, de que os había fallado a ti y a nuestro hijo recién nacido, y también a mí. De que era, en realidad, un bicho raro.

Mientras me daban unos puntos de sutura, te ofreciste a tomar de nuevo en brazos a Kevin. Sabía que debía protestar, pero no lo hice. El alivio que me causaba que te lo llevaras, y lo agradecida que te estaba por ello, me reconcomían. A decir verdad, estaba furiosa conmigo. No sólo me sentía asustada y avergonzada, sino también estafada. Hubiera querido que me dieran una fiesta por sorpresa. Si una mujer —me decía— no puede confiar en mostrarse a la altura de las circunstancias en una ocasión como ésta, no puede confiar en sí misma para nada; y, a partir de ese momento, el mundo ya no le quitará los ojos de encima. Postrada en la mesa de operaciones, con las piernas abiertas, me hice la promesa de que, por más que hubiera tenido que resignarme a mostrar a la vista de todo el mundo mis partes verendas, nunca revelaría a nadie que parir a mi hijo no me había conmovido en lo más mínimo. Tú ya tenías tu idea de lo incalificable: «No me digas nunca que lamentas haber tenido a nuestro hijo». Y yo acababa de tener la mía. Al recordar más tarde aquellos momentos en agradable compañía, los calificaría de indescriptibles. Brian era un padre excelente. Tomaría prestada de mi buen amigo su ternura mientras la necesitara.

Eva