12 DE DICIEMBRE DE 2000

Querido Franklin,

Bueno, hoy no tenía ganas de quedarme más rato en la agencia. El personal ha pasado del intercambio de pullas divertidas y bienintencionadas a la guerra total. Observar las agarradas en nuestra pequeña oficina sin tomar partido por ninguno de los bandos presta a esas escenas la cualidad levemente cómica y superficial de la televisión con el sonido apagado.

Me desconcierta un poco que «Florida» se haya convertido en una cuestión racial, aunque ya sé que, más pronto o más tarde, todo en este país acaba convirtiéndose en una cuestión racial; más pronto, en general. Por eso, los otros tres demócratas que hay aquí han estado arrojando improperios como el de racistas a los dos atribulados republicanos, que se reúnen en la habitación trasera y hablan en voz baja; los demás piensan que es un murmullo conspirador de intolerancia compartida. Tiene gracia que antes de las elecciones ninguno de ellos demostraba el menor interés por la que en todas partes se decía que iba a ser una votación sin color.

En todo caso, hoy se esperaba una decisión del Tribunal Supremo, y la radio ha estado puesta durante todo día. Las recriminaciones que intercambiaba el personal han sido tantas y tan furiosas, que más de un cliente, cansado de esperar ante el mostrador, ha dado media vuelta y se ha ido. Al final, he hecho lo mismo. Mientras que los dos conservadores tienden a apoyar abiertamente a los de su partido, los liberales están siempre argumentando en favor de la verdad, la justicia o la humanidad. Aunque fui una firme partidaria de los demócratas, hace mucho que he renunciado a defender a la humanidad. La mayoría de los días está fuera de mi alcance defenderme, simplemente, a mí.

El caso es que, si por un lado espero que esta correspondencia no haya degenerado en una vocinglera auto-justificación, me preocupa igualmente que pueda parecer que estoy preparando el terreno para alegar que todo cuanto Kevin ha hecho es culpa mía. A veces me refocilo pensándolo, y me bebo golosamente un buen trago de culpa. Pero fíjate en que he dicho que me refocilo pensándolo. En esos atracones de mea culpa hay cierta vanidad, un deseo de darme autobombo. La culpa confiere un poder formidable. Y tiene el valor de la simplificación, no sólo para los espectadores y las víctimas, sino también, y sobre todo, para los propios culpables. Restablece el orden trastornado. La culpa da lecciones claras con las que los otros pueden consolarse: ¡si no lo hubiera hecho…!, e, implícitamente, hace de la tragedia algo que pudo ser evitado. Incluso es posible encontrar una frágil paz en la asunción de la responsabilidad plena, que es la calma que en ocasiones advierto en Kevin. Es un aspecto que quienes lo tienen a su cargo interpretan falsamente como falta de remordimiento.

Pero para mí esa avidez de culpa no funciona. Nunca soy capaz de integrar en mí toda la historia. Me rebasa. Ha hecho daño a demasiadas personas, tías, primos y buenos amigos a los que nunca conoceré y a los que no reconocería si nos cruzáramos. No puedo contener a la vez el sufrimiento de tantas comidas en familia con una silla vacía. No me he angustiado por el hecho de que la foto que hay encima del piano esté marcada para siempre porque es la misma que reprodujeron los periódicos, ni porque los retratos semejantes que tiene a cada lado sigan señalando ocasiones de mayor madurez —graduaciones, bodas—, en tanto que la foto estática del anuario del instituto va perdiendo color por el sol. No tengo conocimiento del deterioro mes a mes de matrimonios que antaño fueron sólidos; no he olfateado el nauseabundo olor dulzón de la ginebra en el aliento de un —antes— trabajador agente inmobiliario en horas cada vez más tempranas de la tarde. No he cargado con el peso de todas esas cajas de cartón introducidas en una furgoneta después de que un vecindario poblado de espléndidos robles, arrullado por el murmullo de tranquilos arroyos y lleno de vida gracias a las risas de los niños sanos de otros, se haya vuelto intolerable de la noche a la mañana. Parece que, para que me sienta culpable de un modo que realmente me implique, debería comprender todas esas pérdidas dando vueltas, por así decirlo, en mi cabeza. Pero, como en esos juegos de niños en que, para distraerlos en los viajes en coche, se les anima a recitar uno tras otro siguiendo las letras del alfabeto: Vamos de excursión, pararemos para recoger un abeto alto, un bebé bobito…, una colegiala coqueta…, una dama discreta…, siempre fallo una o dos veces antes de completar todas las letras. Empiezo a hacer juegos malabares con la guapísima hija de Mary, con el gafitas de los Ferguson, un genio de la informática, con la gangosa pelirroja de los Corbitt, que siempre exageraba en las funciones de teatro escolares, con la simpatiquísima profesora de inglés Dana Rocco, y se me caen las bolas al suelo.

Por supuesto que el hecho de que no sea capaz de tragarme toda mi parte de culpa no significa, en absoluto, que otros no me la tiren por encima a paletadas. Me habría gustado ofrecerles un buen receptáculo si pensara que tirármela pudiera servirles de algo. Me viene siempre a la cabeza el caso de Mary Woolford, a quien la sensación de injusticia ha llevado hasta ahora a un callejón sin salida especialmente incómodo. Supongo que podría llamarla malcriada: armó demasiado alboroto cuando a Laura no la seleccionaron para el equipo de atletismo, aunque su hija, por muy linda que fuera, era bastante apática y no tenía un tipo atlético. Pero tal vez no sea justo considerar un defecto de carácter el hecho de que la vida de alguien haya discurrido siempre con un mínimo de dificultades. Además, Mary era una mujer inquieta y, al igual que mis compañeros de trabajo demócratas, inclinada por naturaleza a indignarse. Con anterioridad a aquel jueves, solía disipar aquella indignación almacenada —que, de no haberlo hecho así, sospecho que hubiera alcanzado niveles de combustión espontánea— en campañas para conseguir que el ayuntamiento pusiera un paso de peatones en un cruce o prohibiera a los sin techo quedarse en Gladstone y dormir en las calles; consiguientemente, la denegación de fondos para construir dicho paso de peatones, o la llegada de algún tipo sucio y desgreñado a los suburbios de la ciudad, habían sido hasta entonces su idea de una catástrofe. No sé cómo personas así pueden arreglárselas para levantar cabeza ante un verdadero desastre, tras haber utilizado reiteradamente toda su capacidad de consternación por sencillos problemas de tráfico.

Puedo entender que una mujer que ha pasado mucho tiempo insomne por notar un guisante bajo su colchón tenga alguna dificultad para acostarse ahora encima de un yunque. Aún así, me parece una lástima que no pueda permanecer en el silencioso y sereno pozo de la total incomprensión. Oh, sí, naturalmente, uno no puede permanecer eternamente pasmado —la necesidad de entenderlo o, como mínimo, de fingir que lo entiende, es demasiado grande—, pero incluso yo he encontrado amplio campo en mi mente para disfrazar las cosas y mantenerlas allí en un bendito silencio. Y me temo que el agravio alternativo de Mary, su fiebre evangélica por pedir cuentas a los culpables, no es más que una vocinglera escena con la que hacerse la ilusión de que ha emprendido un viaje, de que se propone alcanzar un objetivo, una ilusión que sólo conservará mientras ese objetivo esté fuera de su alcance. Sinceramente, durante el juicio civil tuve que reprimir el impulso de hacer un aparte con ella y reprocharle amablemente: «Ni se te ha pasado por la imaginación que te sentirías mejor si ganaras el juicio, ¿verdad?». En realidad, llegué a la convicción de que le resultó mucho más consolador perder el juicio en lo que acabó siendo un caso sorprendentemente leve de negligencia paterna, porque así será capaz de seguir alimentando su universo teórico alternativo, en el que habría descargado con éxito su rabia sobre una madre indiferente y encallecida, merecedora de cualquier condena. De alguna manera, Mary me parecía confundida en su visión del problema, que no era el de saber quién debía ser castigado por lo ocurrido, sino el de que su hija estuviera muerta. Nadie la comprendía mejor que yo, y por eso sabía que aquello no se podía descargar en otra persona.

Además, puede que estuviera mejor dispuesta a aceptar esa idea ultramundana de que cuando ocurre algo malo tiene que haber algún responsable, si no fuera porque una pequeña aureola de inocencia parece rodear a esas personas que se sienten acorraladas por todas partes por los agentes del mal. Son, se diría, las mismas personas que se muestran propensas a demandar a los constructores por no haberlas protegido perfectamente de los destrozos de un terremoto, y que serán las primeras en decir que su hijo suspendió su examen de «mates» porque tiene un síndrome de falta de atención, y no porque se pasó la noche anterior ante una consola de vídeo en lugar de dedicarse a estudiar las fracciones complejas. Además, si por debajo de esta susceptible relación con el cataclismo —característica de la clase media norteamericana— hubiera una firme convicción de que las cosas malas, simplemente, no deberían suceder, y punto, semejante ingenuidad me parecería tal vez conmovedora. Pero la convicción fundamental de esa clase de personas —que se detienen encantadas a contemplar los choques en serie en las autopistas federales— parece más bien la de que las desgracias no deberían sucederles a ellas. Finalmente, aunque ya sabes que nunca he sido demasiado religiosa, a causa de todas esas mandangas ortodoxas con que me empapuzaron de niña (aunque, por fortuna, para cuando cumplí los once años mi madre ya no pudo arrostrar las cuatro manzanas de distancia que separaban nuestra casa de la iglesia, y decidió que celebraríamos una especie de «misas» descafeinadas en casa), todavía me sorprende ver una raza que ha llegado a ser tan antropocéntrica, que considera que cualquier hecho, desde los volcanes hasta el calentamiento global, es responsabilidad de sus miembros individuales. En cambio, la especie en sí es, no se me ocurre nada mejor para explicarlo, un caso de fuerza mayor. Personalmente, argüiría que los nacimientos de niños extraordinariamente peligrosos también son casos de fuerza mayor, pero precisamente en ello radicó nuestra defensa ante los tribunales.

Harvey pensó desde el principio que debía tranquilizarme. Te acuerdas de Harvey Landsdown, supongo. Pensabas que era un engreído. Lo es, pero cuenta unas anécdotas muy divertidas. Ahora las anécdotas que cuenta en las cenas tratan de mí.

Harvey me ponía un poco nerviosa, porque es un hombre que va derecho al grano. En su despacho, me atrancaba y comenzaba a divagar; y él se ponía a revolver papeles, para darme a entender que estaba haciéndole perder su tiempo o tirando mi dinero, lo que venía a ser lo mismo. Estábamos en desacuerdo sobre nuestras respectivas ideas de lo que es la verdad. Él quería lo esencial. Yo, por mi parte, pienso que sólo llegas a lo esencial a base de juntar todas esas pequeñas anécdotas triviales que dejarías caer en una conversación de sobremesa y que parecen irrelevantes hasta que las reúnes en un montón. Tal vez sea eso lo que intento hacer ahora, Franklin, porque aunque buscaba responder directamente a sus preguntas, cuando daba sencillas respuestas exculpatorias, del tipo «¡Por supuesto que quiero a mi hijo!», sentía que estaba mintiendo y que cualquier juez o jurado sería capaz de verlo.

Eso a Harvey no le importaba. Es uno de esos abogados que conciben la ley como un juego, no como algo de lo que tenga que desprenderse una moraleja. Me han asegurado que es la clase de abogado que necesito. A Harvey le gusta decir que el mero hecho de tener la razón nunca ha servido para ganar un caso, e incluso me deja con la vaga sensación de que tener la justicia de tu parte es una pequeña desventaja.

Por supuesto, no estaba completamente segura de que la justicia estuviera de mi parte. Y a Harvey le parecían tediosos mis gestos de preocupación. Me ordenó que dejara de inquietarme por la impresión que causaba en los demás y aceptara la reputación de ser una mala madre. Evidentemente, le importaba un pito que lo fuera o no. (Y lo fui, Franklin, eso es lo más terrible del caso. Me pregunto si alguna vez podrás perdonármelo). Su razonamiento era, sencillamente, económico, y me da la impresión de que es así como se resuelven muchos pleitos. Dijo que, probablemente, si nos poníamos de acuerdo con la demandante sin llegar a los tribunales, pagaríamos menos que si un jurado sentimental fijaba una indemnización. Pero lo verdaderamente importante era que, aunque ganáramos, no había ninguna seguridad de que no tuviéramos que pagar las costas judiciales. ¿Significa eso, deduje lentamente, que en este país en el que «uno es inocente hasta que se demuestra su culpabilidad» cualquiera puede acusarme de lo que desee, y que eso puede costarme cientos de miles de dólares aun cuando resulte que la acusación no tiene fundamento? «¡Bienvenida a los Estados Unidos de América!», me respondió en tono jovial. «Se lo digo para prevenirla». Harvey no deseaba exasperarme. Todas esas ironías legales le parecían divertidas porque no era su empresa la que había arrancado a partir del único pasaje de avión con descuento que quedaba en la línea.

Mirando hacia atrás, Harvey tenía toda la razón…, en lo del dinero, quiero decir. Y he reflexionado desde entonces sobre qué fue lo que me llevó a dejar que Mary presentara su demanda contra mí ante los tribunales desoyendo un sensato asesoramiento legal. Debía de estar furiosa. Si había hecho algo malo, me parecía haber tenido ya suficiente castigo. Ningún tribunal podría haberme sentenciado a nada peor que a llevar esta vida estéril en mi diminuto dúplex, con mi pechuga de pollo y mi col, con mis trémulas bombillas halógenas, con mis rutinarias visitas a Chatham cada dos semanas…, o, lo que tal vez fuera peor aún, a casi dieciséis años de vivir con un hijo que, como él mismo decía, no me necesitaba como madre y que casi a diario me daba buenos motivos para que no lo necesitara como hijo. Aún así, hubiera debido calcular, por mi propio interés, que, si el veredicto de culpabilidad de un jurado no aliviaría nunca el dolor de Mary, un veredicto más clemente tampoco habría aliviado mi sensación de complicidad. Me entristece decir que debió de motivarme, en buena parte, un desesperado deseo de verme exonerada en público.

Pero, por desgracia, lo que ansiaba realmente, y lo que me hace pasar en vela noche tras noche intentando recordar cada detalle incriminatorio, no era la exoneración pública. Miren este triste ejemplo de ser humano: una mujer madura, felizmente casada, de treinta y siete años, casi se desmaya de horror al saber que está embarazada por primera vez, reacción que oculta a su dichoso marido poniéndose un gracioso vestidito veraniego. Bendecida con el milagro de una nueva vida, sólo piensa en que deberá dejar el vino y en las venas de sus piernas. Se lanza a bailotear por la sala al son de una estridente música ramplona, sin pensar en el hijo que aún no ha nacido. En el momento en que debería esforzarse para comprender el verdadero significado de la palabra nuestro, prefiere convencerse de que ese hijo es suyo. E incluso dejado ya muy atrás el punto en que debía tener más que aprendida la lección, sigue hablando sin cesar de una película en la que el nacimiento de un ser humano se confunde con la expulsión de un enorme gusano. Y es una hipócrita a la que resulta imposible contentar: después de haber reconocido que el recorrer de un lado para otro el globo terráqueo no es el misterioso viaje lleno de magia que en otro tiempo pretendió que era, y que esa superficial vida peripatética se había convertido para ella en algo agotador y monótono, precisamente cuando ese ir de la Ceca a La Meca se ve amenazado por las necesidades de otra persona, comienza a lamentarse por la vida idílica que llevaba antaño cuando tomaba nota de si los albergues juveniles del Yorkshire contaban o no con instalaciones de cocina. Y, lo peor de todo, que, antes de que su desvalido hijo se las hubiese arreglado para sobrevivir en el clima inhóspito de su cerrado y reacio vientre, cometió lo que tú mismo, Franklin, considerabas oficialmente incalificable: cambió caprichosamente de idea, como si los hijos fueran pequeñas prendas que uno puede probarse al llegar a casa y que —después de contemplarlas con ojo crítico delante del espejo y concluir: «No, gracias, lo lamento…, es una lástima, pero realmente no me sientan bien»— devuelve a la tienda.

Reconozco que el retrato que estoy pintando aquí no es atractivo, y, ahora que viene a cuento, no soy capaz de recordar la última vez que me sentí atractiva, para mí o para algún otro. De hecho, años antes de quedarme embarazada me encontré en el White Horse del Village con una mujer joven, con la que había ido a la universidad en Green Bay. Aunque no habíamos hablado desde entonces, sabía que había tenido recientemente su primer hijo, y nada más saludarla comenzó a dar rienda suelta a su desesperación. De cuerpo prieto y bien formado, hombros excepcionalmente anchos y cabellos morenos, espesos y rizados, Rita era, físicamente, una mujer muy atractiva. Sin que se lo tuviera que preguntar, me explicó con detalle su intachable estado físico antes de quedar embarazada. Por lo visto, había estado realizando a diario sesiones de musculación con aparatos siguiendo el método Nautilus, y su definición muscular jamás había sido tan marcada, su relación grasa-músculo era fantástica, y las tablas de ejercicios que realizaba rozaban los máximos. Llegó entonces el embarazo y… bueno, ¡fue horroroso! El Nautilus ya no le sentaba bien, y había tenido que dejarlo. Ahora…, bueno, ahora estaba hecha un asco: apenas podía ya hacer flexiones abdominales, y mucho menos tres series de flexiones de piernas como Dios manda. ¡Prácticamente casi había tenido que volver a empezar de cero! La mujer echaba chispas, Franklin. Despotricaba acerca de sus abdominales mientras caminaba por la calle. Y, sin embargo, en ningún momento mencionó el nombre de su hijo, ni su sexo, ni el tiempo que tenía, ni a su padre… Recuerdo que me escabullí con una excusa para volver al bar, sin despedirme siquiera de Rita. Lo que más me había mortificado, lo que me había obligado a salir corriendo, no era que se mostrara insensible y narcisista, sino que se comportara igual que yo.

Ahora ya no estoy segura de si lamenté o no haberme quedado embarazada antes de que naciera nuestro hijo. Me resulta difícil reconstruir ese periodo sin contaminar los recuerdos con la exageración del pesar sentido años después, un pesar que desborda los límites del tiempo y se cuela en una etapa en la que aún no tenía motivos para desear que Kevin no existiera. Pero la última cosa que querría es atenuar la parte que tuve en esa horrible historia. Dicho esto, estoy decidida a aceptar toda mi responsabilidad por cualquier pensamiento desviado, cualquier petulancia, cualquier impulso egoísta, no ya para cargar sobre mí todas las culpas, sino para admitir caso por caso que fui responsable directa de esto, y que eso ocurrió por mi culpa, pero que allí, precisamente allí, puedo trazar una línea y decir que de lo que queda al otro lado de ella, Franklin, no fui, en absoluto, responsable.

Aunque mucho me temo que, para trazar esa línea, debo avanzar hasta su mismísimo borde.

Al entrar en el último mes, el embarazo fue casi divertido. Estaba tan torpona que mi estado tenía una novedad tontorrona: para una mujer que siempre había puesto tanto empeño en mantener una figura estilizada, era casi un alivio encontrar que se estaba convirtiendo en una vaca. Como lo son la otra mitad de las personas, si lo prefieres…, o más de la mitad, porque tengo entendido que 1998 fue el primer año en el que las personas obesas superaron oficialmente a las delgadas en los Estados Unidos.

Kevin llegó con dos semanas de retraso. Al recordarlo, tengo el supersticioso convencimiento de que se hizo el remolón en mi vientre, de que se estuvo escondiendo. Tal vez para que no pensara que era la única que tenía plaza reservada en el experimento.

¿Por qué nunca te torturaban a ti nuestros presentimientos? Tuve que decirte que no compraras tantos conejitos de peluche, cochecitos, mantitas, antes de que naciera. ¿Y si, te advertí, algo iba mal? ¿No podía caerme, por ejemplo? Desdeñabas mi actitud, y decías que prever un desastre era una forma de atraerlo. (De ahí que, al encontrarme con la versión contraria del chico maravillosamente sano y feliz con el que contabas, me sintiera como si lo hubieras cambiado por otro al nacer). Era una futura madre de más de treinta y cinco años, y quería hacerme la prueba del síndrome de Down, a lo cual te opusiste férreamente. «Todo lo que pueden darte», argüías, «es un porcentaje de probabilidades… ¿Vas a decirme que si el riesgo es de una posibilidad entre quinientos millones seguirás adelante, pero que si es sólo de una entre cincuenta valdrá más dejarlo y comenzar de nuevo?». «Por supuesto que no», protesté. «¿De uno entre diez, entonces? ¿De uno entre tres…? ¿Qué límite ponemos? ¿Por qué te fuerzas a plantearte una elección así?».

Tus argumentos eran convincentes, aunque me pregunto si no se ocultaría tras ellos la novelesca y anticuada idea de que el hijo discapacitado pudiera ser uno de esos torpes pero bondadosos enviados de Dios que enseñan a los padres que en la vida hay cosas mucho más importantes que la inteligencia, un alma Cándida a la que se colma de las mismas afectuosas caricias que se prodigan al gato o al perrito faldero de la familia. Ansioso de apurar cualquier caprichoso cóctel genético que nos depararan nuestros ADN, debiste de acariciar la perspectiva de conseguir montones de bonos de descuento por abnegación. La paciencia que muestras durante los seis meses de clases diarias que te cuesta enseñarle a atarse los zapatos a nuestro querido zoquete resulta casi sobrehumana. Pródiga y ferozmente protector, descubres en ti un, por lo visto, insondable pozo de generosidad del que tu esposa —siempre a punto de marcharse mañana mismo a Guyana— carece, y, finalmente, abandonas el trabajo de localizar exteriores para dedicar todo tu tiempo a nuestro crío de un metro cincuenta y pico de estatura y tres años de edad. Todos los vecinos te ensalzan por tu resignación al jugar lo mejor posible las cartas que te ha repartido la Vida, por la madurez conseguida a fuerza de puñetazos con que te enfrentas a golpes que dejarían anonadados a otros de nuestra misma raza y clase social. Deseabas desesperadamente lanzarte al asunto ese de la paternidad, ¿verdad? Como tirarte al mar desde un acantilado o arrojarte a una pira. ¿Tan insoportable, tan vacía, te resultaba nuestra vida en común?

Nunca te lo dije, pero fui a hacerme la prueba a tus espaldas. El optimismo de los resultados (el riesgo de que nuestro hijo pudiera tener el síndrome de Down no llegaba a una probabilidad entre ciento) me permitió eludir una vez más la enormidad de las diferencias que había entre tú y yo. Yo era maniática. Mi enfoque de la maternidad era condicional, y las condiciones, muy estrictas. No quería ser madre de un imbécil o un parapléjico; cuando me tropezaba con fatigadas mujeres que acudían al hospital de Nyack empujando las sillas de ruedas de sus retoños enfermos de distrofia muscular para que les aplicaran una terapia termal, mi corazón no se ablandaba, sino que me caía a los pies. Si he de decirlo con toda sinceridad, una lista completa de lo que no quería cultivar, que iba desde la variedad de tarado enano hasta la de gigantón imbécil, ocuparía, como poco, un par de páginas. Sin embargo, mirándolo bien ahora, mi error no fue mantener en secreto el resultado de la prueba, sino el que lo tomara como un motivo para tranquilizarme. La prueba de la doctora Rhinestein no detectaba la malicia, ni la indiferencia despectiva, ni la mezquindad congénita. De haber podido determinarlas, me pregunto a cuántos peces inmaduros hubiéramos podido devolver al mar.

En cuanto al parto en sí, siempre había adoptado una actitud desdeñosa hacia el dolor que, meramente, denotaba no haber padecido nunca una enfermedad que me debilitara, no haberme roto nunca un hueso o emergido de entre la chatarra de un choque entre cuatro automóviles. Sinceramente, Franklin, no sé de dónde saqué la idea de que era una mujer dura. Yo era la Mary Woolford del mundo físico. Mi noción de dolor derivaba de pisotones, codos despellejados y espasmos menstruales. Sabía lo que era sentirme un poco dolorida tras el primer día de la temporada de squash. Pero no tenía la más remota idea de lo que pudiera ser perder una mano en una máquina industrial o una pierna amputada por el metro de Nueva York en la línea de la Séptima Avenida. Sin embargo, ¡con qué facilidad aceptamos los mitos de otros, por exagerados que sean! Tú aceptabas mi reacción indiferente en las ocasiones que me hice un corte en un dedo en la cocina —en un claro intento de demostrar tu admiración, querido— como prueba de que sería capaz de forzar, con igual estoicismo, el paso de lo que tendría el tamaño de un costillar asado a través de un orificio por el que jamás había pasado nada mayor que una gruesa salchicha. Se daba por entendido que no necesitaría anestesia.

¡Que me maten si sé qué era lo que pretendíamos demostrar! Por tu parte, tal vez vieras en mí a la superheroína con la que deseabas haberte casado. Por la mía, tal vez ya me sintiera participante en esa pequeña competencia que se libra entre mujeres a la hora de referirse a sus partos. Hasta la recatada mujer de Brian, Louise, proclamaba que se las había arreglado para aguantar el parto de Kiley, que duró más de veintiséis horas, sin más calmante que un «té de hojas de frambueso», una anécdota familiar atesorada, que la oí repetir en tres ocasiones diferentes. Eran historias de esa clase las que contaban las asistentes al curso de parto natural al que acudí en la Nueva Escuela, aunque apuesto a que muchas de aquellas estudiantes que se mostraban «deseosas de saber lo que se siente» abandonaron y a la primera contracción suplicaron una anestesia epidural.

Yo no. No era valiente, sino testaruda y orgullosa. Pero la extrema testarudez es mucho más duradera que el valor, aunque no tan bonita.

Así que la primera vez que sentí que se me retorcían las entrañas como se retuerce una sábana mojada, se me desencajaron levemente los ojos y los párpados se abrieron por efecto de la sorpresa; y después apreté los labios. Mi calma te impresionó, como pretendía. Estábamos almorzando en el Beach House, como solíamos, y opté por no acabar mi plato de chile. En una exhibición de vuelta a la ecuanimidad, te zampaste un pedazo de pan de maíz antes de retirarte al baño en busca de un enorme paquete —de casi treinta centímetros— de toallas de papel aún precintadas; había roto aguas, litros y litros de agua —o así me lo parecía, al menos—, y había mojado el asiento. Pagaste la cuenta e incluso te acordaste de dejar una propina antes de agarrarme por la mano para conducirme de vuelta a nuestro loft, mientras consultabas de cuando en cuando el reloj. No íbamos a pasar por la vergüenza de presentarnos en el Beth Israel horas antes de que hubiera empezado a dilatárseme el cuello del útero.

Después, esa misma tarde, mientras me llevabas por Canal Street en tu camioneta azul celeste, murmurabas sin parar que todo saldría bien, aunque no tenías forma de saberlo. Ya en admisiones, me sorprendió la banalidad de mi estado: la enfermera bostezaba, lo cual reforzó mi resolución de portarme como una paciente ejemplar. Asombraría a la doctora Rhinestein con mi sentido práctico y realista. Sabía que se trataba de un proceso natural, y no haría ninguna escena. Por eso, cuando una nueva contracción me obligó a doblarme como si acabaran de atizarme un gancho de derecha que me hubiese pillado desprevenida, me limité a dejar escapar un leve gemido.

Fue, en total, una actuación ridícula y perfectamente inútil. No tenía ningún motivo para intentar asombrar a la doctora Rhinestein, que no me caía especialmente bien. Si lo que quería era que te sintieras orgulloso, ya era bastante lo que ibas a sacar tú del asunto para que toleraras a cambio unos cuantos grititos y ordinarieces. Incluso pudiera haber sido bueno para ti darte cuenta de que la mujer con la que te casaste era una mortal corriente, que adoraba la comodidad y aborrecía el sufrimiento, y que por eso optaría, sensatamente, por la anestesia. Pero, en lugar de eso, conté algunos chistes malos mientras me conducían en camilla por el pasillo y apreté tu mano. Esa mano que, como me dijiste luego, estuve casi a punto de romperte.

Oh, Franklin, ya no tiene objeto fingir. Fue espantoso. Puede que sea capaz de resistir ciertas clases de dolor, pero, si es así, mi resistencia está en mis pantorrillas o mis antebrazos, no entre mis piernas. No era ésa una parte de mi cuerpo que hubiera asociado nunca con la capacidad de aguante, ni con algo tan odioso como el ejercicio. Y, a medida que pasaban las horas, empecé a sospechar que era ya demasiado mayor para aquello; que, con mis casi cuarenta años, carecía de elasticidad para adaptarme a aquella nueva clase de vida. La doctora Rhinestein decía, con algunos remilgos, que era menuda, como si eso indicara cierta inadecuación, y al cabo de quince horas, repetía francamente desesperada: ¡Mira, Eva! ¡Tienes que hacer un esfuerzo! Era lo que merecía por intentar asombrarla.

Hubo momentos, pasadas ya casi veinticuatro horas, cuando me resbalaron por las sienes las lágrimas, y me apresuré a enjugarlas porque no quería que las vieras. Más de una vez me ofrecieron una inyección epidural, y mi determinación de prescindir de semejante liberación adquirió un carácter de locura. Me agarré a esa negativa como si lo importante fuera superar aquella prueba, en vez de dar a luz a un hijo. En tanto rechazara la aguja, me sentía vencedora.

Fue la amenaza de una cesárea lo que finalmente lo consiguió: la doctora Rhinestein me dijo sin tapujos que tenía otras pacientes esperando en su consultorio, y que estaba disgustada por mi mediocre eficiencia a la hora de parir. Sentía un horror anormal a que me abrieran. No quería una cicatriz. Me avergüenza reconocer que, al igual que Rita, temía por los músculos de mi estómago y que esa operación me recordaba los films de horror.

Así, pues, hice un esfuerzo, y entonces me di cuenta de que había estado resistiéndome al parto. Fuera cual fuese la enorme masa que se aproximaba al pequeño canal, había estado reteniéndola, absorbiéndola para mí. Porque me dolía. Me dolía mucho. En aquel curso de la Nueva Escuela te repetían una y otra vez que el dolor era bueno; se suponía que debías dejarte ir con él, empujar con él. Sólo entonces, tumbada sobre mi espalda, pensé en lo descabellado que era aquel consejo. ¿Que el dolor era bueno? ¡Qué solemne estupidez! Nunca te lo dije, Franklin, pero la emoción que movía a empujar más allá de un umbral crítico era odiosa. Aborrecía verme allí abierta de piernas, como un animal de granja, mientras unos extraños se agachaban para mirar entre mis rodillas dobladas. Me parecía odiosa la cara menuda y de ratita fisgona de la doctora Rhinestein, con su actitud censora. Me odiaba por haber consentido aceptar aquel humillante papel cuando antes estaba perfectamente bien y en aquel preciso instante hubiera podido estar en Francia. Renegaba de todas mis amigas, que antaño solían compartir conmigo sus reservas acerca del género que se ofrecía en las rebajas o, por lo menos, me preguntaban sin demasiado interés por mi último viaje al extranjero, pero que hogaño, durante meses, sólo me habían hablado de estrías en la piel y de remedios contra el estreñimiento, o comentado como si tal cosa horribles historias a propósito de preclampsias terminales e hijos autistas que no harían más que pasarse las horas sin hacer nada, meciéndose y mordiéndose las manos sin parar. Tu expresión siempre esperanzada y animosa me daba náuseas. Era sumamente sencillo para ti, que deseabas ser papá, abastecerte de todas esas sandeces confitadas mientras yo era la que tenía que resoplar como una cerda. Yo era la que tenía que convertirse en una perfecta abstemia que sólo trasegaba vitaminas, la que tenía que ver cómo sus pechos se ponían hinchados, tumefactos y doloridos, cuando antes los tenía tan firmes y bien formados, la que, en fin, iba a ser desgarrada a viva fuerza en el intento de hacer pasar una sandía por un orificio que tenía el diámetro de una manguera de jardín. Y, sí, en efecto, te odié y odié tus arrumacos y susurros, deseé que dejaras de darme golpecitos en la frente con aquella toallita húmeda como si sirviera de algo. Creo que estaba deseando hacerte daño en la mano. Y, sí, incluso odiaba al bebé, que hasta entonces no me había aportado ninguna esperanza en el futuro, nada nuevo que contar, ni «una vuelta de página» en mi vida, sino pesadez, torpeza y un temblor subterráneo que sacudía el mismísimo fondo del océano en el que me parecía estar.

Pero, cruzado aquel umbral, me encontré en mitad de una atmósfera roja y ardiente de agonía, que ya ni me dejó la posibilidad de emplear ni una parte de mí en aborrecerla. Grité, sin reprimirme lo más mínimo. En aquel instante hubiera hecho cualquier cosa para detener aquello: traicionar a quien tuviera al lado, vender al niño como esclavo, entregar mi alma al Diablo…

—Por favor… —jadeé—. ¡Denme esa epidural…!

La doctora Rhinestein me reprendió:

—Ya es demasiado tarde para eso, Eva. Si no podías aguantarlo, debías haberlo dicho antes. El bebé ha llegado al coronamiento. ¡Por el amor de Dios, no te rindas ahora!

Y, de pronto, todo acabó. Después bromearíamos acerca de lo mucho que había aguantado y de cómo había suplicado alivio cuando ya no podía recibirlo, pero mientras ocurrió no fue divertido. En el mismísimo instante de su nacimiento asocié a Kevin con mis propias limitaciones: no sólo con el sufrimiento, sino también con la derrota.

Eva