Querido Franklin,
Ya sé que te escribí ayer, pero necesito contarte lo ocurrido en Chatham. Kevin estuvo de un humor particularmente combativo. De buenas a primeras, me espetó: «Tú nunca quisiste tenerme, ¿verdad?».
Antes de que lo encerraran como a un cachorrillo que muerde, Kevin no era dado a hacerme preguntas acerca de mí, así que ésa la interpreté como algo prometedor. Sí, se le ha ocurrido en un momento de intranquilidad y depresión, mientras caminaba de un lado para otro como si midiera su jaula, pero algo bueno debe de haber en eso de sentirse mortalmente aburrido. Ya debía de haberse dado cuenta con anterioridad de que yo tenía vida propia, pues, si no, no se habría dedicado a destrozarla con tanta deliberación. Y ahora debe de haber comprendido, además, que tengo voluntad propia: que escogí tener un hijo y que tenía otras aspiraciones que su llegada tal vez truncó. Esa intuición suya estaba tan en desacuerdo con la «deficiencia de empatía» que le habían diagnosticado, que consideré que merecía una respuesta sincera por mi parte.
—Creo que sí —dije—. Y tu padre también quería tenerte, y desesperadamente.
Desvié la vista, la expresión de soñoliento sarcasmo de Kevin fue inmediata. Tal vez no hubiera debido hablarle de tu desesperación. Pero es que me encantaba que la sintieras: me había aprovechado personalmente de tu insaciable soledad. Pero los niños deben encontrar inquietante un deseo tan profundo, y Kevin siempre traducía su inquietud en desprecio.
—Crees que sí —observó—. Es decir, que cambiaste de idea.
—Pensé que necesitaba un cambio —repliqué—. Pero nadie necesita un cambio para empeorar.
Kevin parecía sentirse victorioso. Durante años me ha tentado a mostrarme desagradable. Pero me mostré, simplemente, realista. Presentar las emociones como hechos —que es lo que son— permite una frágil defensa.
—La maternidad resultó más difícil de lo que me esperaba —expliqué—. Me había acostumbrado a los aeropuertos, a los paisajes marinos, a los museos… De pronto, me encontré confinada con Lego en unas pocas habitaciones.
—Pero yo también me aparté de mi rutina —dijo con una sonrisa tan forzada, que dio la sensación de estar prendida con ganchos de su boca— para mantenerte entretenida.
—Contaba con pasarme el día fregando vomitonas. Con hacer galletas para Navidad. Pero lo que jamás hubiera esperado… —Kevin me miró retador—. Lo que jamás hubiera esperado es que el simple hecho de encariñarme contigo —lo expresé lo más diplomáticamente que pude— me resultaría tan difícil. Pensaba… —Dejé escapar un suspiro—. Pensaba que esa parte del asunto resultaría fácil.
—¡Fácil! —se burló—. Despertar cada mañana no es fácil.
—Ya no —convine con pesar. La experiencia de Kevin de lo que es la vida diaria y la mía han acabado convergiendo. El tiempo cuelga de mí como una piel que estuviera mudando.
—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez —preguntó con sorna— que quizá yo no quería tenerte?
—No te hubiera gustado más cualquier otra pareja. Hicieran lo que hicieran para ganarse la vida, te habría parecido una estupidez.
—¿Guías de viaje para personas tacañas? ¿Descubrir una nueva curva a orillas de un río para un anuncio del Jeep Cherokee? Debes reconocer que eso es especialmente estúpido.
—¿Ves? —exploté—. Francamente, Kevin… ¿Te querrías tú a ti? ¡Si hay justicia en este mundo, algún día te despertarás contigo en una cuna al lado de tu cama!
En vez de arrugarse, o de contraatacar ferozmente, se desinfló. El aspecto que adquirió es más corriente en los ancianos que en los niños: los ojos se le pusieron vidriosos, no podía levantar la vista, y todos sus músculos se aflojaron. Su apatía era tan absoluta que parecía un hoyo en el que podrías caerte.
Tal vez pienses que fui dura con él y que por eso se desinfló. Yo no lo veo así. Pienso que necesita que sea dura con él, de la misma manera que algunas personas se pellizcan para cerciorarse de que están despiertas, y que si se desinfló, fue porque se sintió frustrado porque, al final, le hice unas cuantas observaciones injuriosas y no sintió nada. Además, espero que lo que lo desinflara fuera esa imagen que le sugerí de acabar despertándose cada mañana solo consigo, porque eso es precisamente lo que le ocurre y la razón de que cada mañana se le haga tan cuesta arriba. Jamás he conocido a nadie —y puedes estar seguro de que una acaba conociendo a sus propios hijos, Franklin— a quien su existencia le resulte una carga o una indignidad mayores. Si se te pasa por la imaginación la idea de que mis críticas abusivas han sido la causa de la baja autoestima de nuestro hijo, estás equivocado. Vi en sus ojos esa misma expresión de resentimiento cuando tenía apenas un año. Si acaso, tiene un extraordinario concepto de sí, en especial desde que se ha convertido en una especie de celebridad. Hay una diferencia enorme entre que no te gustes y, simplemente, no querer estar donde estás.
Al separarnos, le lancé un hueso para que se entretuviera con él:
—Tuve que luchar mucho para darte mi apellido.
—Sí, bueno…, superaste la dificultad. ¿El jodido K-h-a? —pronunció arrastrando las letras—. Gracias a mí, hoy todos saben en este país cómo hay que pronunciarlo.
¿Sabías que los estadounidenses se quedan mirando con cara de asombro a las mujeres embarazadas? En este Primer Mundo de baja natalidad, la gestación constituye una novedad, y en estos tiempos de tetas y culos en todos los quioscos el embarazo es la verdadera pornografía, pues evoca impertinentes versiones —piernas despatarradas, incontinencia, ese ondulante cordón que parece una anguila— que tocan fibras muy íntimas. Paseando la vista por la Quinta Avenida mientras mi barriga iba aumentando, me decía con incredulidad: todas y cada una de estas personas salieron del coño de una mujer. Empleaba mentalmente para decirlo la palabra más vulgar posible, a fin de subrayar la idea. Al igual que la finalidad de los pechos, es una de las realidades más palmarias que tendemos a suprimir.
Acostumbrada a que se volvieran a mirarme cuando pasaba con una falda corta, las miradas de soslayo de los desconocidos en las tiendas comenzaban a ponerme nerviosa. Porque, junto con la fascinación y el embeleso que advertía en ellas, veía también incidentalmente el escalofrío de la repulsión.
¿Te parece una palabra demasiado fuerte? A mí, no. ¿Te has fijado en cuántas películas presentan el embarazo como una plaga, una colonización furtiva? La semilla del diablo fue sólo el comienzo. En Alien un repugnante extraterrestre se abre paso con sus garras para salir del vientre de John Hurt. En Mimic una mujer da a luz a un gusano de más de medio metro. Después, los episodios de Expediente X transformaron en un tema habitual a los extraterrestres de ojos saltones que surgían cubiertos de sangre de restos humanos. En los films de horror y ciencia ficción el huésped es consumido o desgarrado, o reducido a una cáscara o residuo para que alguna criatura de pesadilla Pueda emplearlo como envoltura.
Lo siento, pero lo que ocurre en esas películas no es invención mía, y cualquier mujer que haya visto cómo se le han estropeado los dientes durante el embarazo, cómo se han debilitado sus huesos y cómo se le ha estirado la piel sabe cuál es el humillante precio de haber cargado durante nueve meses con el peso de un gorrón. Esos documentales de la naturaleza en los que aparecen hembras de salmón esforzándose en nadar contra corriente para desovar y descomponerse después —tienen los ojos empañados, van perdiendo las escamas— me sacaban de quicio. Todo el tiempo que estuve embarazada de Kevin, luché contra la idea de Kevin, la idea de que había sido rebajada por él de conductora a vehículo, de dueña de una casa a simple casa.
Físicamente, la experiencia fue más sencilla de lo que esperaba. La mayor afrenta de los tres primeros meses fue un edema, que pasó fácilmente, al igual que una debilidad por las barritas de chocolate Mars. El rostro se me rellenó, lo que redondeó mis rasgos angulosos andróginos para darles el relieve más suave de una mujer. Mi cara era joven aún, pero la encontraba más bobalicona.
No sé por qué tardé tanto tiempo en notar que, simplemente, dabas por sentado que nuestro hijo llevaría tu apellido, cuando ni siquiera nos habíamos puesto de acuerdo en su nombre de pila. Tú proponías Leonard o Peter. Y cuando contraataqué proponiendo Engin o Garabet —o Selim, como mi abuelo paterno—, adoptaste la misma expresión tolerante que ponía yo cuando las niñas de Brian me enseñaban sus muñecas repollo. Finalmente, dijiste:
—Supongo que no me estarás proponiendo que llame a mi hijo Garabet Plaskett…
—¡Noooo! —dije—. Garabet Khatchadourian. Es más sonoro.
—Suena a un crío que no tiene nada que ver conmigo.
—¡Qué curioso! Así es exactamente como me suena Peter Plaskett.
Estábamos los dos en el Beach House, aquel encantador bareto que había en la esquina de Beach Street, y que me temo no existe ya, y desperdiciaba mi zumo de naranja bebiéndolo solo aunque te servían con él una ración pequeña de chile.
Tú tamborileabas con los dedos en la mesa, «¿Podemos, al menos, rechazar Plaskett-Khatchadourian?». Porque, cuando empezaran a casarse las personas con apellidos unidos con un guión, y quisieran conservarlos, sus hijos ocuparán guías enteras de teléfonos. Y, puesto que alguien debe perder su apellido, lo más sencillo sería seguir la tradición…
—De acuerdo con la tradición, en algunos estados, las mujeres no podían tener propiedades hasta la década de los setenta. Tradicionalmente, en Oriente Medio vamos por ahí envueltas en una especie de saco negro, y según la tradición, en África nos cortan el clítoris como quien quita un pedacito de cartílago inútil…
Me metiste en la boca un pedazo de pan de maíz:
—Ya está bien de discursos, pequeña… No estamos hablando de la circuncisión femenina, sino del apellido que le pondremos a nuestro hijo.
—Los hombres siempre les han dado su apellido a sus hijos, y nunca han ayudado cuando había trabajo. —El pan de maíz se desmenuzaba en mi boca, y afloraban migajas a mis labios—. Ya es hora de cambiar las tornas.
—Pero ¿por qué quieres cambiarlas a mi costa? ¡Pero siempre dices que los americanos somos unos calzonazos, joder! ¡Si no paras de quejarte de que somos unos maricones que comemos pizza y vamos a talleres donde nos enseñan a llorar!
Crucé los brazos y saqué mi artillería pesada:
—Mi padre nació en el campo de concentración de Dierez Zor. Los campos estaban asolados por las enfermedades, y los armenios apenas recibían alimentos y agua. Es sorprendente que el bebé sobreviviera, porque sus tres hermanos murieron allí. A Selim, su padre, lo mataron a tiros. Dos terceras partes de la numerosa familia de mi madre, los Serafian, fueron exterminadas hasta el punto de que ni siquiera han sobrevivido sus historias. Siento mucho hacer valer mi condición. Pero difícilmente puede decirse de los anglosajones que seáis una especie en peligro. Mis antepasados fueron exterminados sistemáticamente, y nadie habla de ello, Franklin.
—¡Millón y medio de personas! —asentiste, gesticulando—, ¿te das cuenta de que lo que les hicieron los Jóvenes Turcos a los armenios en 1915 fue lo que le dio a Hitler la idea para el Holocausto?
Te miré con cara de asombro.
—Tu hermano tiene dos chicos, Eva. Sólo en los Estados Unidos hay un millón de armenios ahora. Nadie corre el peligro de desaparecer.
—Pero te preocupas por tu apellido porque es el tuyo. Yo me preocupo del mío porque…, bueno, porque me parece más importante.
—¡Y a mis padres que les den morcilla! Pensarían que me avergüenzo de ellos. O que me tienes completamente dominado. Pensarían que soy un gilipollas.
—¿Y voy a correr el riesgo de tener varices por un Plaskett? ¡Un apellido tan grosero…!
Aquello pareció picarte:
—Jamás dijiste que te desagradara mi apellido…
—¡Esa larga «a» de la primera sílaba! La encuentro estridente, zafia…
—¡Zafia!
—¡Es tan terriblemente americana! Me hace pensar en unas gordas turistas en Niza cuyos críos les pedían helados a coro, y a los que no paraban de repetirles con su voz nasal: No querréis seguir un curso Pld-a-Askett[3], ¿verdad?, cuando es un apellido francés, y se pronuncia realmente plaasquei.
—¡Nada de plaasquei, y no me salgas ahora con ésas, mojigata antiamericana…! Es Plaskett, una modesta, pero respetable familia escocesa, y un apellido que me enorgullecería trasmitir a mis hijos. Ahora veo por qué no quisiste adoptarlo cuando nos casamos. ¡Aborrecías mi apellido!
—Siento que pienses así. Es evidente que, en cierto modo, me gusta tu apellido, aunque sólo sea porque es el tuyo…
—Te diré lo que haremos —propusiste, porque en este país ser la parte ofendida ofrece una gran ventaja—: si es un chico, se apellidará Plaskett. Si es niña, puedes conservar para ella tu Khatchadourian.
Aparté el cestillo del pan y te clavé un dedo en el pecho.
—Es decir, si es niña, ya no te importa. Si fueras iraní, no la enviarías a la escuela. Si fueras indio, se la darías a un desconocido a cambio de una vaca. Y, si fueras chino, dejarías que se muriera de hambre y la enterrarías en el patio trasero de casa…
Te rendiste levantando las manos…
—Vale, vale, ¡que se apellide también Plaskett si es niña! Pero con una condición: que me prometas que, si es chico, no se te ocurrirá llamarlo Garanosequé, sino que le pondrás un nombre de pila americano. ¿Trato hecho?
Lo acordamos así. Y ahora, mirando atrás, pienso que fue una decisión acertada. En 1996 un muchacho de catorce años, Barry Loukaitis, mató a un profesor y dos alumnos mientras tenía como rehén a toda una clase en Moses Lake, Washington. Al año siguiente otro chico, Tronneal Magnum, mató en la escuela a un compañero que le debía cuarenta dólares. Un mes más tarde, en Bethel, Alaska, un estudiante de dieciséis años llamado Evan Ramsey dio muerte a otro estudiante y al director de su centro, e hirió a dos estudiantes más. En el otoño, Luke Woodham, que contaba también dieciséis años, asesinó a su madre y a dos estudiantes, e hirió a otros siete en Pearl, Mississippi. Dos meses después el muchacho de catorce años Michael Carneal mató a tiros a tres estudiantes e hirió a otros cinco en Paducah, Kentucky. En la primavera siguiente, en 1998, Mitchell Johnson, de trece años, y Andrew Golden, de once, se liaron a disparar en su instituto de Jonesboro, Arkansas, con el resultado de un profesor y cuatro estudiantes muertos, y diez heridos. Un mes más tarde, Andrew Wurst, de catorce años, dio muerte a un profesor y a tres estudiantes en Edinboro, Pennsylvania. Y al mes siguiente, en Springfield, Oregón, Kip Kinkel, que contaba quince años, tras matar a sus padres, causó la muerte de dos estudiantes e hirió a otras veinticinco personas. Ya en 1999, apenas diez días después de lo ocurrido cierto jueves, en Littleton, Colorado, Eric Harris y Dylan Klebold, de dieciocho y diecisiete años, respectivamente, después de colocar bombas en su instituto, montaron una verdadera cacería en la que dieron muerte a un profesor y doce estudiantes, e hirieron a veintitrés personas antes de darse muerte a sí mismos. De lo que se desprende que el joven Kevin —que fue el nombre que escogiste para él— salió tan americano como una Smith & Wesson.
Y en cuanto al apellido Khatchadourian, hay que decir que él lo ha hecho más famoso que cualquier otro miembro de mi familia.
Como tantos de nuestros vecinos que se han aprovechado de una tragedia para destacar de entre la multitud —la esclavitud, el incesto, el suicidio—, había exagerado mi ascendencia étnica para acentuar el efecto. Desde entonces he aprendido que no se deben atesorar las tragedias. Que sólo los no tocados por ellas, los bien alimentados y los satisfechos pueden codiciar el sufrimiento como si fuera una prenda de diseñador. Estoy dispuesta a donar mi historia al Ejército de Salvación para que se la lleve cualquier otra mujer desaliñada necesitada de poner algo de color en su vida.
¿Lo del apellido? Pienso que sólo quería dejar claro que el niño era mío. No podía sacudirme la sensación de que se habían apropiado de mí. Incluso cuando me hicieron la ecografía y la doctora Rhinestein me indicó en el monitor, trazando un círculo con el dedo, una masa que se movía, pensé: ¿Quién es ése? Porque, aunque la tuviera inmediatamente debajo de mi piel, nadando en otro mundo, aquella forma me parecía muy lejana. Y me pregunté: ¿tendrá sentimientos un feto? Entonces no podía saber que seguiría haciéndome esa pregunta acerca de Kevin cuando tuviera quince años.
Reconozco que, cuando la doctora Rhinestein me indicó en la pantalla una cosita entre las piernas del feto, se me cayó el alma a los pies. Aunque, de acuerdo con nuestro «trato», yo llevara ahora, en mi seno, un Khatchadourian, el mero hecho de poner mi nombre en los títulos de crédito no iba a unir más al pequeño a su madre. Y, si bien es cierto que siempre había disfrutado con la compañía de los hombres —me gustaba su carácter realista, tendía a tomar su agresividad por sinceridad, y desdeñaba las pamplinas—, no estaba muy segura de que me cayeran bien los chicos.
Cuando tenía ocho o nueve años, mi madre me envió, como de costumbre, a un recado complicado y más propio de una persona mayor, y me asaltó un grupo de niños que tendrían más o menos mi edad, Oh, no, no me violaron: me subieron el vestido, me bajaron las bragas, me tiraron encima unos cuantos puñados de tierra y escaparon corriendo. Aún así, me espanté. Ya mayor, he seguido evitando siempre a esos chavales de diez o doce años que frecuentan los parques, que se apostan entre los arbustos con las braguetas abiertas, que te miran por encima del hombro y se ríen… Incluso antes de tener uno, me asustaban realmente los chicos. Y ahora…, bueno…, supongo que me asusta todo el mundo.
A pesar de todo cuanto se ha hecho por borrar las diferencias entre los dos sexos y convertirlos en un mero duplicado, son pocos los corazones femeninos que se aceleran al paso de un grupo de colegialas risueñas. Pero cualquier mujer que pasa por delante de un puñado de gamberros borrachos de testosterona sin apretar el paso, sin evitar cualquier contacto visual que pueda ser tomado por un reto o una invitación, y sin dejar escapar interiormente un suspiro de alivio al alcanzar la siguiente manzana, está loca de atar. Un chico es un animal peligroso.
¿Es diferente para los hombres? Nunca me lo he preguntado. Tal vez tú, Franklin, puedas comprender su secreta preocupación cuando se interrogan si es normal tener un pene curvado, o la forma transparente que tienen de pavonearse los unos delante de los otros (aunque eso es precisamente lo que me asusta de ellos). La verdad es que la noticia de que estabas a punto de albergar en casa a uno de esos terroríficos seres te encantaba tanto, que tenías que moderar tu entusiasmo. Y es que el sexo de nuestro hijo hacía que sintieras todavía más la sensación de que el bebé era tuyo, tuyo, tuyo.
Sinceramente, Franklin, aquella actitud tuya de propietario me crispaba. Si cruzaba una calle antes de llegar al semáforo para atajar, no te preocupaba mi seguridad personal, sino que te irritaba mi irresponsabilidad. Esos «riesgos» que asumía —y que consideraba parte de mi vida normal— manifestaban, en tu opinión, una actitud displicente hacia algo que era propiedad personal tuya. Cada vez que salía por la puerta, juro que casi me fulminabas con la mirada, como si estuviera llevándome una de tus posesiones más apreciadas sin pedirte permiso.
¡Ni siquiera estabas dispuesto a dejarme bailar, Franklin! Recuerdo una tarde en que mi sutil, pero constante, ansiedad se había aliviado piadosamente. Puse el álbum Speaking in Tongues del grupo Talking Heads, y empecé a dar unos optimistas y espasmódicos pasos de baile por entre los escasos muebles que teníamos entonces en nuestro loft. Aún estaba sonando la primera canción del disco, «Burning Down the House» y apenas me habían brotado unas gotas de sudor, cuando oí el ruido del ascensor y entraste en el piso. Te acercaste enseguida al tocadiscos y levantaste el cabezal con un gesto tan brusco que la aguja dejó marcado un surco, de forma que, en adelante, la canción se cortaría siempre al llegar a aquel punto y se pondría a repetir incesantemente ¿Qué esperabas, niña?, y no llegaba nunca a Voy a prender fuego a todo si no le dabas una ayudita con el dedo.
—¡Eh! —protesté—. ¿A qué viene eso?
—¿Qué demonios estás haciendo?
—Pasármelo bien por una vez. ¿No tengo derecho?
Me agarraste por el brazo.
—¿Quieres tener un aborto? ¿O sólo pretendes tentar a la suerte?
Pugné para liberarme.
—La última vez que leí algo sobre el embarazo, no decía que fuera una sentencia de cárcel.
—¡Y no se te ocurre nada mejor que ponerte a saltar, con peligro de tropezar y darte un trompazo contra cualquier mueble!
—¡Oh, vamos, Franklin! No hace mucho las mujeres trabajaban en los campos hasta el momento de dar a luz, y parían poniéndose en cuclillas entre los surcos de hortalizas. En los viejos tiempos, los niños nacían realmente en un campo de coles…
—Pero en los viejos tiempos la mortalidad de los recién nacidos y de las parturientas era también altísima.
—¿No me irás a decir ahora que te preocupa la mortalidad de las madres? Si sacaran de mi cuerpo sin vida un crío al que le latiera el corazón, te sentirías más contento que unas pascuas.
—¡Qué cosas tan desagradables dices!
—Pues sí. Me apetece decir cosas desagradables —dije fúnebremente, al tiempo que me dejaba caer en el sofá—. Antes de que papaíto llegara casa, estaba de excelente humor.
—Dos meses más. ¿Te parece demasiado pedir que aceptes ese sacrificio en interés y el bienestar de otra persona?
En fin, ya estaba harta de tener que preocuparme constantemente por el bienestar de otra persona…
—Por lo visto, mi propio bienestar no importa un pimiento…
—No hay ninguna razón para que no puedas escuchar música…, mientras lo hagas a un volumen normal, que no le haga temer a John que se le va a caer encima el techo. —Volviste a poner la aguja en el comienzo de la cara A, aunque bajaste tanto el volumen que la voz de David Byrne sonaba como la de la ratita Minnie—, pero, como cualquier embarazada normal, quédate sentada ahí y lleva el ritmo con el pie…
—No sé qué decirte —repliqué—. Todas estas vibraciones… podrían viajar hasta nuestro pequeño Lord Fauntleroy y turbar su hermoso sueño. Y… ¿acaso no tendríamos que poner música de Mozart? Tal vez la de los Talking Heads no figure en los libros. Y a lo mejor poniendo esa canción suya titulada «Psycho Killer» le estamos inspirando malos pensamientos… Mira a ver qué dicen al respecto.
Eras tú quien se dedicaba a leer todos aquellos manuales para padres acerca de la respiración, la dentición y el destete del bebé, mientras yo leía una historia de Portugal.
—Deja ya de compadecerte de ti, Eva. Pensaba que todo esto de convertirnos en padres era para hacer de nosotros dos adultos…
—Si hubiera sabido que eso significaba para ti adoptar una falsa actitud de adulto aguafiestas, me lo habría pensado dos veces.
—No vuelvas a decir eso nunca más —protestaste con la cara roja como la grana—. Ya no es hora de volverse atrás. No vuelvas a decirme jamás que lamentas haber tenido a nuestro hijo.
Fue entonces cuando me eché a llorar. Había compartido contigo hasta mis fantasías sexuales más sórdidas, las cuales violaban de un modo indecible todas las normas heterosexuales, algo que la vergüenza me impediría recordar si no fuera porque habías correspondido confesándome tus fantasías más abyectas, y no creía que hubiera cosas que alguno de los dos no pudiera decir nunca, jamás. ¿Qué esperabas, niña…? ¿Qué esperabas…?
El disco estaba rayado.
Eva