8 DE DICIEMBRE DE 2000

Querido Franklin,

Soy la única de Viajes R Us que se queda voluntariamente hasta tarde y a cerrar la oficina, pero la mayoría de los vuelos de Navidad están ya contratados y en la empresa nos han dicho que saliéramos antes de la hora, como premio, por ser viernes. Bien es verdad que iniciar otra desoladora maratón en este dúplex apenas a las cinco de la tarde es algo que casi me pone histérica.

Mientras estoy sentada ante el televisor, picando pollo y rellenando las fáciles respuestas del crucigrama del Times, tengo a menudo la fastidiosa sensación de estar esperando algo. No me refiero a ese tema clásico de esperar a que tu vida se ponga en marcha, como un bobo que se quedara en la línea de salida sin haber oído el pistoletazo. No. Me refiero a esperar algo en particular, como una llamada a la puerta, y a notar que esa sensación aumenta y se hace insistente. Hoy he vuelto a sentirla con toda su fuerza. Me paso la noche entera, todas las noches, con el oído atento, porque algo dentro de mí está esperando que vuelvas a casa.

Lo cual, inevitablemente, me lleva a pensar en aquella tarde trascendental de mayo de 1982, cuando mi esperanza de que en cualquier momento entrarías en la cocina era bastante más razonable que ahora. Habías ido a localizar exteriores en las estériles tierras del sur de Nueva Jersey para un anuncio de Ford, y tenías que volver a casa hacia las siete de la tarde. Yo, por mi parte, hacía poco que había regresado de un viaje de un mes para poner al día la nueva edición de Greece on A Wing and A Prayer, y cuando vi que eran ya las ocho y no habías vuelto a casa, tuve que recordarme que mi último vuelo se había retrasado seis horas, con lo que habría echado por tierra tus planes de ir a recogerme al aeropuerto JFK para llevarme al Café de Union Square.

Para las nueve ya estaba muy nerviosa, y no digamos hambrienta. Mascaba distraídamente un trocito de halvah de pistacho que me había traído de Atenas. En plan étnico, había preparado una fuente de moussaka, con la que confiaba conseguir que, presentadas sobre una base de carnero y rociadas con abundante canela en polvo, acabaran gustándote las berenjenas.

Hacia las nueve y media la crema que cubría la fuente había empezado a tostarse y a formar una costra en los bordes, aunque había tenido la precaución de reducir la temperatura del horno a 250°. Decidí, pues, sacar la fuente. Medio enfadada medio preocupada, me permití un arranque de despecho y cerré de golpe el cajón cuando fui en busca del papel de aluminio como protesta por haber chamuscado casi todas aquellas rodajas de berenjena, que ahora se estaban convirtiendo en una gran masa seca y casi carbonizada. Saqué del frigorífico mi ensalada griega y deshuesé furiosamente las aceitunas negras, y luego dejé la fuente sobre el mármol para que se escurriera con tanta torpeza que se volcó. Ya no podía desesperarme más. Me quedé de piedra. Fui a comprobar que los dos teléfonos estuvieran bien colgados. Confirmé que el ascensor de la casa funcionaba, aunque, en todo caso, habrías podido subir por la escalera. Diez minutos después volví a comprobar los teléfonos.

«Este es el motivo de que la gente fume», pensé.

Cuando sonó el teléfono, a eso de las diez y veinte, di un salto. Al oír la voz de mi madre, mi corazón se vino abajo. Le dije brevemente que llevaba más de tres horas esperándote y que no quería tener ocupada la línea. Se mostró comprensiva, un sentimiento que no mostraba a menudo, pues por aquel entonces tendía a concebir mi vida como una prolongada acusación contra ella, como si la única razón de mis viajes fuera restregarle por la nariz que, un día más, no había abandonado el porche de su casa. Yo debería haber recordado, también, que mi madre había pasado por la misma experiencia a sus veintitrés años, y no por unas horas, sino durante semanas, hasta que, finalmente, alguien metió por el buzón de su puerta un fino sobre del Departamento de la Guerra. Pero, en lugar de eso, me mostré cruelmente ruda, y colgué.

Las diez cuarenta. La zona sur de Nueva Jersey no se puede considerar peligrosa; a diferencia de Newark, allí no hay más que granjas y aserraderos. Pero hay coches que corren como cohetes, y conductores de una estupidez asesina. ¿Por qué no llamabas?

Esto ocurría antes de que se generalizaran los teléfonos móviles; no te estoy reprochando nada. Y me doy cuenta de que esta experiencia es tan común como la suciedad. Tu marido, tu esposa, tu hijo, se retrasan, se retrasan terriblemente, pero al fin llegan a casa, después de todo, y su retraso tiene una explicación. En su mayor parte, esas visiones de un universo paralelo en el que no volverán nunca a casa —para lo cual existe una explicación, pero una explicación que dividirá tu vida entera en un antes y un después— desaparecen sin dejar rastro. Las horas que se alargaron hasta convertirse en vidas se cierran de repente igual que un abanico. Con todo, aunque el terror que se pegaba a mis encías tenía un acre sabor familiar, no podía recordar ni una sola ocasión anterior en que hubiera recorrido a zancadas nuestro loft con toda clase de cataclismos bullendo en mi cabeza: un aneurisma, un cartero agraviado que se hubiera presentado en un Burger King blandiendo una pistola automática…

Para las once ya estaba haciendo promesas.

Vacié de un trago una copa de sauvignon blanco; me supo a vinagre de pepinillos. Era vino sin ti. La moussaka era una masa seca y sin vida. Era comida sin ti. Nuestro loft, con su rico botín internacional de cestas y tallas artesanas, adoptó el aspecto hortera y atestado de un bazar de importación. Era nuestro hogar sin ti. Los objetos que contenía jamás me habían parecido tan inertes, tan agresivamente incapaces de compensar tu ausencia. Tus vestigios se burlaban de mí: la cuerda de saltar colgada del gancho; los calcetines sucios, rígidos, caricaturesca versión desgarbada de tus pies del número 45.

¡Oh, Franklin…! Por supuesto que ya sabía que un niño no puede sustituir a un marido, porque había visto a mi hermano abrumado por la presión de ser el «hombrecito de la casa»; había visto cómo lo torturaba que mamá estuviera siempre estudiando su rostro en busca de parecidos con la foto intemporal de la repisa de la chimenea. No era justo. Giles ni siquiera podía recordar a mi padre, que murió cuando él tenía tres años y que desde hacía muchísimo tiempo se había transformado, del papá de carne y hueso que se manchaba de sopa la corbata, en un icono alargado y sombrío que nos miraba desde la pared con su flamante uniforme del ejército del aire, como un inmaculado modelo de todo lo que el niño, ciertamente, no era. Giles aún sigue llevando la carga de su inseguridad. Cuando, en la primavera de 1999, venía a visitarme haciendo un esfuerzo, y no había nada que decir ni que hacer, se sonrojaba con silencioso resentimiento porque yo reavivaba en él aquel sentimiento de ineptitud que lo había acompañado durante toda su infancia. Y todavía lo irritaba más la atención pública de la que era objeto a través de nuestro hijo. Kevin y aquel jueves lo sacaron de su madriguera, y está furioso conmigo por haberlo expuesto así a la curiosidad de la gente. Su única ambición es la oscuridad, porque Giles asocia cualquier escrutinio al temor de ser hallado en falta.

Además, me reprochaba que habíamos hecho el amor la noche anterior y, como de costumbre, me había puesto el diafragma. ¿Qué haría con tu cuerda de saltar y tus calcetines sucios? ¿Serían tan sólo el respetable recordatorio de que valía la pena tener un hombre, de esos que te dibujan tarjetas el día de San Valentín y aprenden a deletrear Mississippi? Ningún hijo podría reemplazarte. Pero, si alguna vez tenía que echarte de menos, echarte de menos para siempre, necesitaba tener a mi lado a alguien para echarte de menos con él: alguien que te recordara como un punto culminante en su vida, tal como lo habías sido en la mía.

Cuando sonó el teléfono de nuevo, casi a medianoche, aguardé un instante. Era lo suficientemente tarde para tratarse del reticente mensaje de un hospital, de la policía. Dejé que diera un segundo timbrazo, con la mano en el receptor, acariciando el plástico como si se tratara de una lámpara mágica capaz de conceder un último deseo. Mi madre explica que en 1945 dejó el sobre en la mesa durante horas, mientras se preparaba taza tras taza de té oscuro y ácido, y dejaba enfriar su contenido. Embarazada de mí desde su último permiso, tuvo que hacer frecuentes viajes al lavabo; una vez dentro, cerraba la puerta y apagaba la luz, como si se escondiera. Con la voz entrecortada me había descrito una tarde casi épica: enfrentada a un adversario más fuerte y más feroz que ella, y consciente de que acabaría sucumbiendo ante él.

Hablabas como exhausto, con una voz tan débil que, durante un horrible momento, la confundí con la de mi madre. Te disculpaste por la inquietud que me habías causado. Tu camioneta se había averiado en un lugar deshabitado. Habías tenido que caminar veinte kilómetros para encontrar un teléfono.

No tenía objeto ponernos a hablar largamente, pero se me hizo muy duro que concluyera la llamada. Cuando nos despedimos, tenía los ojos hinchados de vergüenza por todas las veces que te había dicho: «¡Te quiero!» con ese espíritu de arrumacos ante la puerta que es el sucedáneo de una verdadera pasión.

Pero me lo perdoné. En la hora que tardaste en tomar un taxi y llegar a Manhattan, me permití el lujo de sumergirme en mi antiguo mundo de preocupación por los guisos, de afán por interesarte por las berenjenas y de acuciarte a hacer la colada. Era el mismo mundo en el que podía aplazar para otra noche la posibilidad de tener un hijo, porque teníamos algunas reservas y porque habría muchas noches más.

Pero me negué a relajarme por completo, a caer en la despreocupada inconsciencia que hace posible la vida diaria, y sin la cual todos acabaríamos atrincherados eternamente como mi madre en nuestras salas de estar. De hecho, durante unas pocas horas, había tenido la experiencia de lo que ha sido la vida de mi madre después de la guerra, puesto que, más que valor, tal vez lo que le falta sea una imprescindible capacidad de engañarse a sí misma. Su gente fue asesinada por los turcos, su esposo derribado del cielo por un pueblo de raza amarilla, taimado y canijo: no es de extrañar que mi madre vea el caos que carcome el umbral de su puerta, mientras que el resto de nosotros vivimos en un decorado artificial cuya benevolencia es tan sólo un engaño colectivo. En 1999, cuando entré finalmente en el universo de mi madre —un lugar donde todo podía ocurrir y a menudo ocurría—, en lo que tanto Giles como yo habíamos considerado siempre su neurosis, me volví mucho más amable.

Volverías a casa enseguida…, esa vez. Pero, cuando colgué el teléfono, su clic me dijo, con una especie de susurro: algún día tal vez no vuelva.

Por eso, en lugar de volverse relajado e infinito, el tiempo siguió siendo para mí frenéticamente corto. Cuando entraste, estabas tan cansado que apenas podías hablar. Dejé que te saltaras la cena, pero no quería dejarte dormir. He experimentado mi parte de ardiente deseo sexual, y te puedo asegurar que lo que tuve entonces era una urgencia de otra clase. Necesitaba disponer de un respaldo, para ti y para nosotros, como el que te da deslizar una hoja de papel carbón en la máquina de escribir. Quería estar segura de que, si algo nos sucedía a cualquiera de los dos, el otro se quedaría con algo más que los calcetines. Esa noche precisamente quería que hubiera un bebé dentro de cada rendija mía, depositado como monedas dentro de una hucha, como botellas de vodka escondidas por alcohólicos de débil fuerza de voluntad.

—No me he puesto el diafragma —murmuré cuando estábamos en ello.

Te agitaste.

—¿Es peligroso?

—Es muy peligroso —dije. Porque podía dar lugar a que se presentara un extraño nueve meses más tarde. Porque era lo mismo que si nos hubiéramos dejado abierta la puerta de la casa.

A la mañana siguiente, mientras nos vestíamos, me dijiste:

—Anoche no te olvidaste, ¿verdad? —Yo sacudí la cabeza, contenta de mí misma—, ¿estás segura?

—Nunca vamos a estar seguros, Franklin. No tenemos ni idea de lo que es tener un hijo. Pero sólo hay una forma de averiguarlo.

Me agarraste por las axilas y me alzaste por encima de tu cabeza; reconocí entonces la expresión radiante de tu rostro, la misma que tenía cuando jugabas al avión con las hijas de Brian.

—¡Fantástico!

Mi voz había sonado con un acento de gran confianza, pero, cuando volviste a dejarme en el suelo, comencé a sentir pánico. La confianza en uno mismo se las arregla para restaurarse a su propio ritmo, y ya había dejado de preocuparme si vivirías toda la semana. ¿Cómo se me había ocurrido hacer eso? Cuando más adelante, a finales de mes, me vino la regla, te conté que me sentía decepcionada. Fue mi primera mentira, y muy gorda, por cierto.

Durante las seis semanas siguientes te dedicaste a mí por las noches. Te gustaba tener un trabajo entre manos, y hacías el amor conmigo con la misma actitud de «si tienes que hacer algo, hazlo bien» —con la que habías construido nuestras estanterías—. No acababa de estar contenta de aquella manera tan caballerosa de hacer el amor. Siempre había considerado el acto sexual como algo frívolo, y me gustaba que fuera vicioso y guarro. El hecho de que la Iglesia Ortodoxa Armenia considerase ahora aquella manera de hacer el amor con cordial aprobación contribuyó a hacerme cambiar de parecer.

Mientras tanto empecé a ver mi cuerpo desde una nueva luz. Por primera vez concebía los montecillos de mi pecho como tetas para que los pequeños chuparan, y su semejanza física con las ubres de las vacas o las colgantes distensiones de piel a las que se asían los cachorrillos lactantes pronto resultó algo inevitable. Es curioso ver que hasta las mujeres olvidan para qué son los pechos.

También se transformó la raja entre mis piernas. Perdió parte de su carácter vergonzoso, de su obscenidad, o adquirió una obscenidad de otra clase. Sus labios no se abrían ya a un angosto y oscuro callejón, sino a una especie de profundo abismo. El propio pasadizo pasó a ser un camino hacia algún otro lugar, un lugar real, y no meramente un lugar sombrío en mi mente. El colgante de carne de su frente asumió un aspecto equívoco, y empezó a parecerme un tentador anzuelo, una píldora para endulzar la pesada carga de la especie, como las piruletas que me daban de niña en el dentista.

En suma, que todo cuanto me hacía bella era algo intrínseco a la maternidad, y hasta mi deseo de que los hombres me encontraran atractiva era la estratagema de un cuerpo diseñado para expulsar a su propio recambio. No voy a presumir de ser la primera mujer que descubrió que los niños no vienen de París. Pero todo aquello era nuevo para mí. Y, francamente, no estaba muy segura al respecto. Me sentía prescindible, desechable tragada por un gran proyecto biológico que no había iniciado ni elegido, que me daba presencia pública, pero que también me marcaba y me escupía. Me sentía utilizada.

Seguro que recuerdas aquellas discusiones nuestras acerca de la bebida. Según tú, no debía beber ni una gota. Me mostraba reacia a hacerte caso. En cuanto descubriera que estaba embarazada —era yo la que estaba esperando; jamás incurrí en la necedad de decir que esperábamos un hijo— me volvería completamente abstemia. Pero buscar un hijo podía durar años, durante los cuales no estaba dispuesta a aguar todas mis veladas con vasos de leche. Múltiples generaciones de mujeres han pimplado alegremente durante sus embarazos, y no por ello han tenido hijos retrasados.

Tú, entonces, te ponías de mal humor. Callabas si me servía una segunda copa de vino, pero tus miradas de desaprobación me quitaban todo el placer (que era lo que pretendían). Gruñías, malhumorado, que, en mi lugar, tú dejarías de beber; y lo harías, sí, durante años si fuera necesario: de eso no tenía la menor duda. Yo pensaba que la paternidad debía influir en nuestro comportamiento, pero tú opinabas que debía dictarlo. Si eso te suena a sutil distinción, estás en lo cierto.

Me vi privada de esa clásica secuencia cinematográfica de vomitar en el inodoro. Al parecer, no tiene interés para los cineastas admitir que algunas mujeres no sufren náuseas por la mañana. Aunque te ofreciste a acompañarme para mi análisis de orina, te disuadí: «No es como si fueran a hacerme una prueba para saber si tengo cáncer o algo así». Recuerdo esa frase. Lo que la gente dice que no tiene importancia es, a menudo, tan significativo como lo que dice cuando bromea.

Ya en la ginecóloga, devolví mi plato de alcachofas en adobo con una brusquedad que ocultó mi innata repugnancia a soltar olorosos fluidos corporales delante de desconocidos, y aguardé en el consultorio. La doctora Rhinestein —una mujer fría y joven para su profesión, con un temperamento clínico y distante que le hubiera servido mejor para experimentos farmacéuticos con ratas— entró diez minutos más tarde y se inclinó sobre su escritorio para dictaminar: «Es positivo», dijo resueltamente.

Cuando alzó de nuevo la cabeza, pareció sorprendida por mi aspecto.

—¿Te encuentras bien? —preguntó—. Te has puesto blanca.

Yo sentía una extraña sensación de frío.

—Eva, pensaba que querías quedarte embarazada. Esto debería ser una buena noticia…

Lo dijo en tono severo, de reproche, y tuve la impresión de que, si no daba muestras de gozo, me quitaría a mi bebé y se lo daría a alguien que supiera responder correctamente…, a alguien que diera saltos de alborozo como la concursante de un programa de televisión que ha ganado el coche.

—Baja la cabeza y métela entre las piernas.

Por lo visto, había empezado a tambalearme.

Una vez me forcé a incorporarme, más que nada porque tenía la impresión de aburrirla, la doctora Rhinestein empezó a recitar una larga lista de las cosas que no podía hacer, y de lo que no podía comer ni beber, hasta que volviera —sin que importaran para nada mis planes de actualizar la «WEEWAP», que era como designaban entonces en la oficina nuestra edición para Europa Occidental, gracias a ti— para la siguiente visita. Ésta fue mi introducción al modo en que, al cruzar el umbral de la maternidad, una se transforma de pronto en una propiedad social, en el equivalente animado de un parque público. La remilgada frasecita «ahora tienes que comer para dos, querida» es la forma de decirte que tu comida ya no es una cosa privada; y es más, puesto que la tierra de la libertad se ha tornado cada vez más coercitiva, parece inferirse de la frasecita que «ahora comes para nosotros», esto es, para unos doscientos millones de entrometidos, cualquiera de los cuales tiene la prerrogativa de objetar si alguna vez te apetece comer un donut relleno en lugar de una abundante comida con cereales integrales y verduras frescas que incluyan los cinco principales grupos de alimentos. El derecho a incordiar a las mujeres embarazadas con que te encuentras a cada paso acabará, sin duda, recogido en la Constitución.

La doctora Rhinestein fue indicándome una por una las marcas de vitaminas y me aleccionó acerca de los peligros de seguir jugando al squash.

Tuve toda la tarde para imbuirme del brillante papel de futura madre. Instintivamente, elegí un sencillo vestido veraniego de algodón más gracioso que atrevido, y después reuní los ingredientes para una comida que fuera agresivamente nutritiva (la trucha asalmonada la serviría sin empanar, en la ensalada incluiría brotes…). Mientras tanto, ensayé distintas actitudes para representar una escena de lo más manido: remilgada y tratando de retrasar la noticia; estupefacta y fingidamente espontánea; efusiva… ¡Oh, querido! Pero ninguna de ellas me convencía. Mientras daba vueltas por el apartamento y ponía velas nuevas en los candelabros, hice un valiente intento de canturrear, pero sólo podía pensar en las melodías de los musicales de gran presupuesto, como ¡Hello, Dolly!

Y odio los musicales.

De ordinario, el toque final de una ocasión festiva era la elección del vino. Examiné pesarosa nuestro amplio botellero, destinado a llenarse de polvo. Algo para una celebración…

Cuando el ascensor se detuvo ruidosamente en nuestro piso, me mantuve de espaldas a la puerta y compuse mi rostro. Con una sola mirada a la colección de conflictivos visajes que adoptamos cuando «componemos» nuestros semblantes, me ahorraste el anuncio:

—Estás embarazada.

Me encogí de hombros.

—Eso parece.

Me besaste. Un beso casto, sin morreo.

—¿Y cómo te sentiste al saberlo?

—Casi me desmayo, la verdad…

Acariciaste mis cabellos delicadamente.

—¡Bienvenida a tu nueva vida!

Dado que mí madre le tenía tanto miedo al alcohol como a salir a la calle, una copa de vino jamás había dejado de tener para mí la tentadora condición de lo ilícito. Y, aunque no creía que tuviera un problema, un trago de buen tintorro al final del día había sido siempre para mí algo propio de una edad adulta que se jacta de poseer ese Santo Grial americano que es Libertad. Pero estaba empezando a intuir que la plena madurez no era tan diferente de la infancia. Ambos estados acababan reduciéndose a seguir las reglas.

Por eso llené para mí una copa de zumo de arándanos y brindé alegremente:

—La chaiml.

Es curioso cómo te entierras en un hoyo a causa de nimiedades: el menor de los compromisos, los pequeños redondeos con que se pule una emoción, o esas pequeñas modificaciones que paulatinamente convierten una emoción en otra que nos resulte más agradable o halagadora. A mí no me importaba gran cosa el hecho mismo de verme privada de un vaso de vino. Pero, como ese viaje legendario que se inicia con un solo paso, ya me había embarcado en mi primer resentimiento.

Un resentimiento mezquino, como suelen ser la mayoría. Y cuya misma mezquindad hacía que me sintiera obligada a reprimirlo. Por ese motivo, y ésa es la característica del resentimiento, no podemos expresar nuestra objeción. Es el silencio, más que la propia queja, lo que hace que la emoción sea tan tóxica, como venenos que el cuerpo no evacúa. De ahí que, por mucho que tratara de mostrarme adulta con respecto a mi zumo de arándanos, elegido cuidadosamente por su parecido con un Beaujolais en lo más profundo de mi ser me comportaba como una chiquilla consentida. Cuando me proponías nombres (de niño), mi mente se aterrorizaba al pensar en lo que me esperaba: los pañales, las noches sin dormir, los viajes en coche para llevarlo a los entrenamientos de fútbol.

Deseoso de participar, te habías brindado espontáneamente a renunciar a la bebida durante mi embarazo, aunque nuestro bebé no tendría mayor vitalidad porque renunciaras a tu pequeño aperitivo de antes de las comidas. Así que empezaste a entrechocar festivamente conmigo las copas de zumo de arándanos para dar ejemplo. Parecías disfrutar con la oportunidad de demostrarme lo poco que significaba para ti la bebida. Lo que me sacaba de quicio.

Bien es verdad que siempre te encantó la idea de sacrificarte. Por muy admirable que fuera, tu disposición a dar tu vida por otra persona puede haberse debido, en cierta medida, al hecho de que cuando tu vida estaba completamente en tus manos, no sabías qué hacer con ella. Sacrificarse es una manera fácil de escapar. Sé que esto suena injusto. Pero creo que esa desesperación tuya —ese afán de librarte de ti mismo, si no es una manera demasiado abstracta de expresarlo—, pesó enormemente sobre nuestro hijo.

¿Recuerdas aquella noche? Debiéramos haber tenido muchas cosas que comentar, pero estuvimos los dos torpes, vacilantes. Ya no éramos Eva y Franklin, sino mamá y papá: fue nuestra primera comida en familia, una expresión y un concepto que siempre me han hecho sentir incómoda. Y tuve poca paciencia, pues descarté todos los nombres que propusiste, Steve, y George, y Mark, como «demasiado vulgares», lo que hizo que te sintieras herido.

Yo no podía hablarte. Me sentía frustrada, embotada. Hubiera querido decirte: «Mira, Franklin, no estoy segura de que sea una buena idea. ¿Sabes que en el tercer trimestre ni siquiera te dejan subir a un avión? Y aborrezco, además, toda esa historia de lo que es correcto, de seguir una dieta adecuada, de dar buen ejemplo y de encontrar una buena escuela…».

Pero ya era demasiado tarde. Se suponía que lo estábamos celebrando y que tenía que sentirme emocionada.

Desesperada por recrear aquella ansia de un «apoyo» que me había metido en aquel lío, evoqué el recuerdo de la noche en que te extraviaste en aquel paraje estéril, de pinos resecos…, estéril…, ¿sería esa palabra lo que me hizo decidirme? No, aquella decisión apresurada de una noche de mayo había sido una mera ilusión. Me había decidido, sí, pero mucho antes, cuando me vi atrapada firme e irrevocablemente por tu cándida sonrisa americana, por tu enternecedora fe en las meriendas campestres. Por más que hubiera madurado describiendo nuevos países, con el tiempo es inevitable que las comidas, las bebidas, los colores, los árboles…, todo lo que compone nuestras vidas, pierda su frescura. Pero, aunque su brillo se hubiera ajado, seguía siendo una vida que amaba, y una vida en la que los hijos difícilmente encajaban. Lo único que amaba más que esa vida, era Franklin Plaskett. Y tenías muy pocas ambiciones; sólo había una cosa que quisieras intensamente que yo pudiera darte. ¿Cómo iba a negarte aquella luz que resplandecía en tus ojos cuando levantabas en alto a las emocionadas hijitas de Brian?

Sin botella que nos retuviera, nos fuimos a la cama temprano. Estabas nervioso acerca de si «se suponía» que podíamos hacer el amor, por si eso sería perjudicial para el niño, y aquello me exasperó un poco. Era ya víctima, como la princesa del cuento, de un organismo que apenas tenía el tamaño de un guisante. En realidad quería, por primera vez en semanas, que nos amáramos aquella noche, que, finalmente, pudiéramos follar porque deseábamos disfrutar y no contribuir meramente al mantenimiento de la raza. Accediste, pero estuviste deprimentemente tierno.

Aunque esperaba que mi ambivalencia se evaporara con el tiempo, aquella sensación conflictiva se hizo más aguda y, consiguientemente, más secreta. Un día u otro desaparecerá, pensaba. Pero creo que la ambivalencia no desapareció porque no era lo que parecía. No es cierto que yo fuera «ambivalente» con respecto a la maternidad. Tú querías tener un hijo. Yo, en el fondo, no. Sumando las dos cosas, parecía que había ambivalencia, pero, aunque formábamos una pareja superlativa, no éramos una misma persona. Por eso no conseguí jamás que te gustaran las berenjenas.

Eva